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Analisis pelicula Mariana Mariana

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Análisis de la película Mariana, Mariana. 
Introducción 
En 1980 el periódico Unomásuno de Manuel Becerra Acosta publicó en su suplemento
sabatino, bajo la dirección de Fernando Benitez, el cuento Las batallas en el desierto de
José Emilio Pacheco. Un año más tarde la editorial Era publicó la primera edición del
cuento-novella-novela (nadie se pone de acuerdo en cuanto al subgénero narrativo) en
forma de libro. En 1987 Enrique Rangel, bajista del grupo Café Tacuba escribe Las
batallas, canción que será lanzada al mercado en el álbum homónimo del grupo en 1992.
El siguiente análisis, sin embargo, se centrará en la película dirigida por Alberto Issac –
aunque ideada, concebida, y ordenada por el cineasta José “El Perro” Estrada que tan
inmerecido olvido (aunque tal vez es lo mejor), le legaron los años-, Mariana, Mariana.
Ésta narra la aventura amorosa de Carlitos, un niño que se enamora de Mariana la mamá de
su mejor amigo, Jim. Es tal el deseo y el ardor -Por alto que esté el cielo en el mundo/ por
hondo que sea el mar profundo/ no habrá una barrera en el mundo/que mi amor profundo
no rompa por ti-1, de Carlitos por Mariana, que una mañana éste escapa de su escuela para
confesarle su amor. En su casa se enteran y es señalado como pecador por un sacerdote,
como un perverso por el dispositivo médico, como un monstruo por su madre, como
anormal por su padre: “Papá dijo este niño no es normal/será mejor llevarlo al hospital”
(Rangel). Ahí, el orden de las leyes del discurso desmenuza y fija su subjetividad, ya no
hay nada que él pueda decir; es un enfant, un infante, un sin habla: in-fans, “La muchacha
que me hizo las últimas pruebas conversó delante de mí con el otro. Hablaron como si yo
fuera un mueble” (Pacheco 46).
1 Flores, P., Obsesión, 1935. 
1
Mariana, Mariana inicia el relato en la década de los ochentas, en el funeral del
padre de Carlitos –ya entonces un Carlos adulto que interpreta Pedro Armendáriz Jr.-. No
queda claro si la película es la proyección de los recuerdos de Carlos que rememora su
infancia o si más bien son saltos temporales entre el México de los ochenta y el de los
cuarenta. No importa. Mi análisis se ceñirá al Carlos interpretado por Luis Mario Quiroz:
Carlitos. Podría iniciar diciendo que Carlitos es producto de una familia conservadora,
provinciana, y venida a menos que lucha por encontrar un lugar en la Ciudad de México de
los años cuarenta; no lo diré. El interés del personaje radica precisamente en la fuga que
ensaya a todas las estructuras que deberían serle propias. Carlitos será el gozne que se
libere de su disposición, o al menos y entonces, de la traba simbólica de su familia. No
afirmo con esto, desde luego, que Carlitos sea un fugitivo de toda estructura -¿cómo podría
ser ello posible?-, sino simplemente que el desfase que muestra con el armazón ético
familiar y generacional2 lo hace sujeto de una exclusión. Un análisis que barriera de cabo a
rabo la personalidad de Carlitos nos podría revelar su motivación, y entonces podríamos ver
la trabazón del personaje en otra estructura cualquiera. Determinaríamos el momento de su
coherencia con ésta y desmontaríamos entonces el misterio. Pero esto, además de ser
tentativo sería un trabajo infinito– ¿quién ha terminado de narrar nada?-. No, mi análisis se
ceñirá a la narración de la crisis entre Carlitos y el orden del discurso que desafía. Además,
y excúseme la aparente contradicción, ¿qué se podría decir de Carlitos si todo está ya
dispuesto? Él es un personaje. 
2 Contrástese con el comportamiento de Héctor, el hermano mayor de Carlitos, cuyos actos no están
descoordinados ni con la hipocresía familiar, ni con lo que se espera de un joven de su edad –su juventud,
concepto de construcción moderna, le legitima para gustar de las mujeres, entre ellas Mariana: “y en tu casa
mama te preguntó/ si acaso fue tu hermano quien te indujo” (Rangel)- en esa clase y generación particular. 
2
Foucault nos enseñó que el sujeto no es más que la suma de cada una de las
estructuras que fatalmente lo configuran “Los códigos fundamentales de una cultura –los
que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, la
jerarquía de sus prácticas- fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos con
los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se reconocerá” (Foucault, Las palabras
13). En cierta forma para Foucault, la intimidad ha muerto. Así, Carlitos no es un yo
heteróclito que se fugue de un topos estructural. Es simplemente una subjetividad que
habita en una anomia en su ethos particular. Desde que nos es permitido se nota ya la
distancia emocional de Carlitos para con la de sus compañeros. En el libro no participa de
las burlas de sus compañeros a Toru
 Antes de la guerra en el Medio Oriente el principal deporte de nuestra clase
consistía en molestar a Toru. Chino chino japonés: come caca y no me des. Aja,
Toru, embiste: voy a clavarte un par de banderillas. Nunca me sume a las
burlas. Pensaba en lo que sentiría yo, un mexicano en una escuela de Tokio; y
lo que sufriría Toru con aquellas películas en que los japoneses eran
representados como simios gesticulantes y morían por millares (Pacheco 15).
En la película Carlitos se rehúsa a jugar a las batallas en el desierto, hasta el punto
de liarse a golpes por ello, y prefiere la compañía de Jim señalado por su presunción y
estirpe “(¿Qué es bastardo?) […] (¿Qué significa máncer? ¿Qué quiere decir mujer pública?
¿Por qué la llaman ramera?)” (Pacheco 50). No quiero decir con esto que la historia de
Carlitos sea la de un niño “excepcional”. Estoy seguro que si Pacheco-Issac-Estrada-Leñero
(Vicente Leñero fue el guionista de la película) hubieran detenido sus ojos en cualquier otro
niño, el análisis hubiera arrojado, con la mirada precisa, resultados semejantes. Tampoco
soy ciego ante el hecho de que mi análisis está empezando a asemejarse con el de los
psiquiatras que aparecen tanto en la película como en el libro: “Fíjese cómo se identifica
3
con las víctimas, con los animales y los árboles que no pueden defenderse. Anda en busca
del afecto que no encuentra en la constelación familiar” (Pacheco 46). Cierto que me
serviré de Freud para tratar de explicarme el comportamiento del personaje. El autor
nuclear, sin embargo, será Michel Foucault y su El orden del discurso. 
Análisis. 
Ni la película ni el libro nos permiten observar en su totalidad el universo social de
Carlitos. No sabemos, por ejemplo, si éste tiene contacto con niñas pues ni se narran ni se
muestran. Parecería ser, al menos, que el cosmos del personaje se juega en un mundo en
donde faltan lugares para fijar su “instinto”3 sexual. Ante esta eventualidad es Mariana
quien se convierte en objeto de su deseo. Esta urgencia, a diferencia de los otros niños de la
película, se debería a que la sexualidad del personaje nunca entró en un “periodo de
latencia” que Freud fija del quinto año hasta la pubertad “Para completar el cuadro de la
vida sexual infantil debe añadirse que con frecuencia o regularmente tiene ya lugar en los
años infantiles una elección de objeto tal y como vimos era característica de la fase de la
pubertad” (Freud 81). El despliegue sexual del personaje sólo es impresionante debido a
que desconocemos el mundo sexual de sus compañeros de escuela y porque el pathos de
Carlitos ignora el nomos contingente del México de los cuarenta retratado en la película.
Carlitos, en el siglo XVII en España no sería un perverso, sería un pícaro. “El niño pícaro
se mantenía fuera de los márgenes sociales por elección propia […] siendo al mismo
tiempo héroe o antihéroe [en cambio], el niño del discurso ilustrado se vio progresivamente
eclipsado y privado de todacapacidad de decisión” (Alcubierre 332). Carlitos no es uno de
aquéllos pues un pícaro nunca es víctima ni es objeto de abuso por su mera condición de
3 Desde aquí, los términos en comillas inglesas pertenecen a la nomenclatura freudiana.
4
niño, el pícaro del periodo barroco es el niño autónomo, independiente, que se basta a sí
mismo. Hábil para “generar mecanismos de resistencia que les posibilitarían escapar al
poder ejercido sobre ellos, y a veces incluso revertirlo” (Alcubierre 331). Carlitos en
cambio, juega en el paradigma del niño producto del Siglo de las Luces: sometido,
debilitado, ignorante, carente de personalidad, de razón, de maldad. Éste dice resignado
“Me juzga[ron] según leyes en las que no cabían mis actos” (Pacheco 56) Es un niño
históricamente infantilizado “la idea de infantilización se refiere al proceso histórico
mediante el cual una porción creciente de la sociedad sería considerada como naturalmente
débil, heterónoma y necesitada de protección” (Alcubierre 325).
Si forzáramos el análisis podríamos colocar a Carlitos en la constelación de los
fetichistas. Éste roba una fotografía de Mariana para esconderla después en un farol de la
colonia Roma. Hacer que Carlitos participe de esta “aberración” sería impropio aun en un
análisis freudiano “Es regularmente propio del amor normal cierto grado de tal fetichismo,
sobre todo en aquellos estadios del enamoramiento en los que el fin sexual normal es
inasequible o en los que su realización parece aplazada” (Freud 30). Más interesante es el
poder del instinto sexual de Carlitos que vence todas sus “resistencias”, entre ellas el pudor,
la moral y la educación. Cuando la ola de su amor destroza todos los diques que se oponían
a su “instinto”, la fuerza del discurso encauza violentamente su devenir pulsional de vuelta
a la ‘normalidad’. Los dispositivos –familia, escuela, iglesia, medicina, moral- lo arrastran
al rincón de los disolutos pues aquéllos “persiguen todas las manifestaciones sexuales como
vicios” (Freud 57). Sobre el rendimiento académico de Carlitos no sabemos mucho, sí
encontramos por otro lado, rastros de su precocidad intelectual o al menos, la exhibición de
una desarrollada conciencia “Miré la avenida Álvaro Obregón y me dije: Voy a guardar
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intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora nunca volverá a ser
igual. Un día lo veré como la más remota prehistoria” (Pacheco 31). Ya he señalado mi
incapacidad para reconocer al narrador en la película. Esto dificulta el análisis del
personaje pues no sabemos a bien, si el que habla es un niño precoz o un adulto que
desplaza la conciencia del niño con sus recuerdos de hombre maduro –neurótico si
seguimos el tren de su desarrollo emocional basándonos en una inteligencia freudiana-.4 Me
decantaré por la primera opción pues quién sino un niño con un desarrollo intelectual
prematuro –conciencia del devenir temporal; renuncia a participar en juegos y crueldades
infantiles.-, daría cabida a la precocidad sexual 
La precocidad sexual espontánea, que se revela invariablemente en la etiología
de las neurosis, aunque, como todos los demás factores, no alcance tampoco por
sí solo a constituir causa suficiente del proceso patológico. Se manifiesta en una
interrupción, una abreviación o una supresión del periodo de latencia infantil, y
ocasiona perturbaciones, provocando manifestaciones sexuales que, dado el
hábil desarrollo de las inhibiciones sexuales y el escaso desarrollo del sistema
genital, no pueden presentar otro carácter sino que el de perversiones (Freud
132).
Lo que sabemos de la familia de Carlitos se puede resumir en una palabra:
hipocresía. “Nunca un escándalo como el [tuyo en mi familia] –dice la madre a Carlitos-.
Hombres honrados y trabajadores. Mujeres devotas, esposas abnegadas, madres ejemplares.
Hijos obedientes y respetuosos” (Pacheco 49). La familia parece estar encadenada a unas
estrictas normas morales que sin embargo, son violentadas a cada momento: el padre se
4 Hay en Freud un dejo de organización binaria: o se es neurótico o se es perverso. 
6
escandaliza ante la sugerencia de Héctor de cometer adulterio y lo abofetea en público,
aunque era sabido por toda la familia que el padre tenía amantes y niños bastardos, y para
mantenerlos defraudaba al fisco con contabilidad falsa. A la madre la conocemos
prejuiciosa, xenófoba, clasista, misántropa y religiosa. Héctor: violento, celoso, drogadicto,
un pequeño gánster -que será después hombre grave, serio, devoto “caballero católico,
padre de once hijos, gran señor de la derecha mexicana” (Pacheco 51)-, que acosa sirvientas
–gatas, dice él- e intenta violarlas pudiendo sólo eyacular en los camisones; y que contrae
enfermedades venéreas con las prostitutas de la 2 de Abril. En ese orden familiar a los
padres se les besa en la mano, se les ruega un permiso, se les oye repetir una y otra vez el
adjetivo decente para referirse a sí mismos. A la mamá se le habla de usted y no se le
corrige aunque esté equivocada pues a la madre no se le contesta nunca. La pulsión sexual
de Carlitos hizo añicos ello. Su amor fue mero arrebato. Violencia. Paroxismo. 
Pero cuando se ve separado del objeto amado, se consume; los poros por donde
las plumas brotan se desecan y se cierran de modo que ya no tienen salida.
Presa del deseo y encerradas en su cárcel, se agitan, como la sangre que hincha
nuestras venas; chocan contra todas las salidas y el alma, aguijoneada por todas
partes, enfurece y enloquece debido al sufrimiento, mientras que el recuerdo del
objeto bello la inunda de gozo. Estos dos sentimientos la dividen y alteran; y en
la confusión a que la arrojan tan extrañas emociones, se encuentra sumergida en
la angustia, y en su frenesí no puede, ni descansar de noche, ni disfrutar durante
el día de tranquilidad; sino que impulsada por su pasión se dirige a todo lugar
en donde cree poder hallar a aquel que posee la belleza (Platón 211) 
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Mientras sus compañeros conjugan el pluscuamperfecto del subjuntivo Carlitos alza
la mano para pedir permiso de ir al baño y huye de la escuela hacia la casa de Mariana
donde le confiesa su amor. Donde Mariana lo besa en la boca. Después de ello los engranes
del orden del discurso empiezan a girar contra Carlitos. 
No es éste el lugar para hacer un retrato de las costumbres del México de finales de
los cuarentas. Tampoco es necesario. Si bien es cierto que Las batallas en el desierto tiene
tintes autobiográficos de la niñez de José Emilio Pacheco, el libro es ante todo una obra
literaria donde lo que importa es la descripción y el entendimiento del cosmos ficticio. Ahí
nos detendremos: en las fuerzas morales que Pacheco elije y que Carlitos tiene que
combatir y no más. También es cierto que, aunque me he servido del texto de Pacheco, he
procurado que nuestro Carlitos y nuestra Mariana sean los retratados en la película. Así,
puedo afirmar que el amor de Carlitos no es platónico en el sentido vulgar del término, lo es
en el sentido del Fedro: pulsión, obcecación, carne. En la película vemos, en la escena de
Tequesquitengo, los celos y la lujuria de Carlitos ante las caricias del político a las piernas
de Mariana. Vemos la fuerza que vence a Carlitos en el laboratorio escolar: “le caíste bien a
Mariana” (Leñero) dice Jim, y en la vivificación del entusiasmo amoroso (Eros), Carlitos
contempla – acaso por primera vez- la muerte (Tánatos) en toda su crudeza: Las entrañas
del conejo diseccionado. La tensión Eros-Tánatos en el mismo lugar y en el mismo
momento hace sucumbir a Carlitos y se desvanece. 
El beso de Mariana en la película no es aquél que “recibía Jim antes de irse a la
escuela” (Pacheco 39). No fue un beso rápido en las comisuras como dice Pacheco.
Elizabeth Aguilar, como Mariana,con toda su inteligencia erótica besa, con el equilibrio de
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una lumbre, los labios de Carlitos. Éste único beso podría ser el centro de todo un análisis,
uno peligroso para el que lo emprenda. No me detendré en ello. 
“-Nunca pensé que fueras capaz de una cosa tan horrible Carlitos, Nunca. ¿Cuándo
has visto en esta casa malos ejemplos, cuándo? -Creo que lo que hice no fue tan malo
mamá. –Este niño no es normal. Ha de estar mal de la cabeza” (Leñero). El cura condena
los hechos de Carlitos como sucios. Supone condenando. Juzga desconociendo. “-¿Has
tenido malos tactos? ¿Te has tocado ahí para producir derrame?-¿Qué es eso padre?- Hay
que estar alerta. Además te puedes quedar idiota” (Leñero). Curas, psiquiatras, psicólogos,
test, manchas Rorschach. “Es un problema edípico clarísimo, doctor. Tiene una inteligencia
muy por debajo de lo normal. Esta sobreprotegido y es sumiso. Madre castrante, tal vez
escena primaria: fue a ver a esa señora a sabiendas de que podría encontrarla con su
amante” (Pacheco 46). Foucault nos narra, en Vigilar y Castigar, la genealogía de la
intromisión de la medicina en todos los intersticios del enfermo “la inspección de otro
tiempo, discontinua y rápida, se ha transformado en una observación regular que coloca al
enfermo en una situación de examen casi perpetuo” (Foucault, Vigilar 216). En la página
160 del mismo libro, Foucault nos habla del nacimiento de una vigilancia del cuerpo 
Se conforma entonces una política de las coerciones que constituye un trabajo
sobre el cuerpo, una manipulación calculada de sus elementos, de sus gestos, de
sus comportamientos. El cuerpo humano entra en un mecanismo de poder que
lo explora, lo desarticula y lo recompone (Foucault, Vigilar).
Carlitos, subjetividad excluida del logos familiar por atravesar el umbral de lo
prohibido podría decirse a sí mismo “uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no
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se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar
de cualquier cosa” (Foucault, El orden, 14). Este sometimiento, este abuso, esta coacción
podría serle explicado a Carlitos en los siguientes términos 
No hay por qué tener miedo de empezar; todos estamos aquí para mostrarte que
el discurso está en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela
por su aparición; que se ha preparado un lugar que le honra pero que le
desarma, y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de
nosotros de quien lo obtiene (Foucault, El orden 13).
Carlitos, en cierta forma y con los matices precisos, es heredero y comparte el sino
del loco medieval “Desde la más alejada Edad Media, el loco es aquel cuyo discurso no
puede circular como el de los otros: llega a suceder que su palabra es considerada nula y sin
valor, que no contiene ni verdad ni importancia” (Foucault, El orden 16). Como un
personaje orwelliano Carlitos mismo ha interiorizado la estructura que le dicta, como una
fatalidad, su tiempo, “¿Cómo puedes haberte enamorado de Mariana si sólo la has visto una
vez y por su edad podría ser tu madre? Es idiota y ridículo porque no hay ninguna
posibilidad de que te corresponda” (Pacheco 33). O, 
¿Qué va a pasar? No pasará nada. Es imposible que algo suceda. ¿Qué haré?
¿Cambiarme de escuela para no ver a Jim y por tanto no ver a Mariana?
¿Buscar a una niña de mi edad? Pero a mi edad nadie puede buscar a ninguna
niña. Lo único que puede es enamorarse en secreto, en silencio, como yo de
Mariana. Enamorarse sabiendo que todo está perdido y no hay ninguna
esperanza (Pacheco 31).
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Conclusión. 
El análisis del discurso y el método genealógico descrito por Foucault nos revelarían no un
perverso –en el sentido freudiano del término- ni un inmoral –en el cristiano- ni un anormal
o un monstruo –en el de la constelación familiar del personaje- sino simplemente alguien
no asido por la episteme de su espacialidad y temporalidad. Soberana sí, pero discontinua,
desplazable, reemplazable, no fija. Aun así aquélla determina la disciplina y autodisciplina
donde se cuecen las subjetividades de una época. Aquella identidad que se desplace del
centro del entramado que tejió la episteme será un ente teratológico que habrá que arrastrar
de la periferia al núcleo; resituándolo por medio de ciertas técnicas de coacción: indagatio,
confesión, reflexión, aislamiento, exclusión, castigo corporal. La voluntad de verdad –esa
invención de la filosofía- desplaza el deseo, el cuerpo. Relega y proscribe a Carlitos, a sus
pasiones y pulsiones. Esa voluntad desactivó también la valentía de su codicia. Este análisis
de la película Mariana, Mariana no trató de ubicar a Carlitos en su justo lugar –no hay tal
cosa como el lugar justo- sino esbozar un desmonte de sus circunstancias y mostrar, de
forma superficial, las posibles fuerzas que posibilitaron su exclusión. Tampoco fue
intención afirmar que Carlitos es un caso particularmente desgraciado. En cierta forma
todos nos cocinamos en la llama de la episteme reinante, y de la misma manera –tal como
nos muestra Saussure- en que somos incapaces de cambiar la lengua. También somos
incapaces de escindirnos del orden del discurso que vigila y castiga. 
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