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Estoy deprimido Cómo salir de aqui - Alejandro Rocamora Bonilla

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Alejandro Rocamora Bonilla
 
ESTOY 
DEPRIMIDO
¿CÓMO SALIR DE AQUÍ?
Claves psicológicas de ayuda 
personal y familiar
2
 
 
 
 
 
A José Luis, Águeda, Ernesto, Pepa y tantos otros que, en algún momento de sus vidas,
se sintieron como «marionetas con los hilos rotos».Y a sus familias, que actuaron como
solícitas costureras para recomponer esos hilos.
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PRÓLOGO
 
Hace ya unos años tuve la idea, junto con Luis Aranguren, director editorial, de escribir
un libro sobre el duelo, pero especialmente pensado para las personas que están en duelo.
El título expresa bien la motivación y el contenido: Estoy en duelo. Tengo que decir que,
en algunos contextos, sorprendió el tema y el mismo título. No tardamos mucho en
darnos cuenta de que respondía realmente a una necesidad. Ahora estoy escribiendo, en
la misma línea, otro que espero que lleve el título de Estoy enfermo.
Mientras tanto he tomado conciencia de que no son pocas las personas que buscan en la
lectura un recurso para explorar lo que les está pasando, para comprenderlo mejor, para
«sentirse normales», o al menos no fuera de la condición humana vulnerable. Fue así
como le pedí a mi amigo Alejandro Rocamora, psiquiatra, de muy buena pluma, de claro
perfil humanista, profesor del Centro de Humanización de la Salud de los religiosos
camilos, que se animara a escribir un libro titulado Estoy deprimido.
El objetivo era salir al paso de tantas personas –y sus familias– que sienten su ánimo
muy abatido, diagnosticadas o no, y que desean adentrarse seriamente, aunque de
manera comprensiva y no excesivamente técnica, en lo que les está pasando, y
posiblemente encontrar pistas para abordar saludablemente el sufrimiento asociado.
Rocamora lo ha conseguido de manera brillante, como lo ha hecho en otras
publicaciones en colaboración con el Centro de Humanización. Escribir así constituye un
arte especial. Se trata de afrontar la temática en cuestión con la suficiente hondura como
para aportar conocimientos que no se encuentren en cualquier libro al uso, con la
suficiente claridad como para que sea comprensible para el protagonista de esta forma de
sufrimiento, no necesariamente avezado en el tema y con la experiencia de quien lleva
décadas encontrándose con personas y contribuyendo a sanar y a vivir sanamente
momentos oscuros de la vida.
«Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía», decía santa Teresa de Jesús, pero no
siempre encontramos el modo de prevenir y afrontar saludablemente la depresión.
Rocamora es habilidoso en el enfoque del tema. Interpela en clave de esperanza las
posibilidades de abordaje no solo individual, sino también grupal, familiar, porque su
visión no es reductiva en torno a las causas y a las terapias, sino integradora. Esta es una
gran riqueza de este libro. La clave de la complejidad es fundamental para aceptar el
fenómeno, comprenderlo y afrontarlo saludablemente, así como la de la intervención no
solo farmacológica, sino psicoterapéutica; y no solo centrada en el paciente de forma
pasiva, sino como sujeto capaz de modificar actitudes; así como en el entorno, tan
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importante para comprender la depresión.
Me alío, aunque de manera limitada, con Voltaire, que decía que «la tristeza es una
enfermedad en la que cada paciente debe tratarse a sí mismo». Y, en este sentido, confío
que este libro sea también terapéutico y de ayuda para quien se encuentra mal y no
siempre entiende los entresijos de su depresión, para los familiares y amigos –a los que
les puede pasar lo mismo–, y de ayuda también para profesionales del acompañamiento
en situaciones de depresión. Especialmente para aquellos que no se limiten a un abordaje
exclusivamente farmacológico, sino que crean en el potencial sanador de la relación, el
encuentro interpersonal empático y centrado en la persona. La perspectiva integradora
del autor le lleva a contemplar a la persona en su totalidad, y a partir de ahí poner en
práctica el tratamiento más adecuado para cada cual.
Pero me agrada también presentar el libro en términos de clave de prevención, y con
gusto recojo una de las que me parece que podrían considerarse conclusiones del mismo:
«La vivencia del “nosotros”, pues, es el talismán que nos puede evitar caer en la
depresión. Una familia sana y funcional, una escuela preocupada por los alumnos, no
solo por las notas, o una empresa donde lo que prima son los intereses de los
trabajadores, no la cuenta de resultados, son la mejor vacuna contra las depresiones». El
libro, en este sentido, se plantea también como una propuesta preventiva, además de una
búsqueda de cómo salir del pozo sin fondo que se experimenta con frecuencia cuando se
está deprimido.
Sueño con este libro en manos de personas que buscan luz, que creen en las ayudas
externas para abordar su sufrimiento, que las utilizan, que acuden a expertos e n formas
distintas de relación de ayuda, pero también en manos de quienes quieren
comprometerse por trabajar para gozar de la vida, aun en medio de las adversidades y los
males que son propios de la condición humana. Sueño este libro en manos de quien cree
que llorar con alguien alivia más que llorar solo. Lo sueño en las manos de quien cree
que la muerte es tan segura que nos da una vida de ventaja, y por eso le quieren sacar el
mejor partido posible.
JOSÉ CARLOS BERMEJO HIGUERA
Director del Centro de Humanización de la Salud
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INTRODUCCIÓN
 
Hace ya varios años que José Carlos Bermejo, director del Centro de Humanización de
la Salud, de Tres Cantos (Madrid), en una tertulia tomando café, me indicó la
conveniencia de escribir un libro sobre la depresión a semejanza del que él mismo había
escrito sobre el duelo (Estoy en duelo. Madrid, PPC, 102013). Debería ser escrito desde
las entrañas, no exento de conocimiento. Un libro para ser leído por la persona que
padeciera una depresión y por su familia. Posteriormente, en nuestros frecuentes
encuentros siempre me recordaba ese deseo suyo. Por mi parte, yo me defendía diciendo
que había muchos libros que trataban del tema y lo difícil que es hacer entendible una
realidad tan compleja.
Hace unos meses, varios de mis pacientes y sus familiares me indicaron también esta
necesidad de leer «alguna cosa sobre la depresión». Entonces decidí ponerme frente al
ordenador y reorganizar mis conocimientos sobre la enfermedad depresiva, sobre todo
«actualizando» las emociones y sentimientos que he sentido en el tratamiento de las
personas que padecían una depresión a lo largo de más de treinta y cinco años de
actividad profesional como psiquiatra. Así pues, el libro que tienes entre tus manos,
querido lector, es una síntesis de mis conocimientos y experiencia clínica o personal.
Todo él está salpicado de fragmentos de historias reales que explican mejor que cien
teorías los entresijos de la enfermedad depresiva. Está escrito pensando en la persona
que padece una depresión y que, en el «torbellino de su tristeza», se pregunta por qué se
ha deprimido o cómo salir de esa situación, entre otras cuestiones. También dirige una
mirada atenta a la familia, que contempla con estupor cómo la depresión ha salpicado la
tranquilidad de su hogar. Aquí indico claves psicológicas para afrontar esa situación.
Al comenzar a escribir este texto, como por arte de magia, he recordado un
acontecimiento familiar que prácticamente se encontraba en el «baúl de los recuerdos» y
que pocas veces había sido comentado en el seno familiar: mi abuela materna, Mary Luz,
padeció una enfermedad depresiva que la llevó a la muerte. Eran los años cincuenta del
siglo pasado y nunca he llegado a saber (varias veces le pregunté a mi madre sobre el
tema) de qué fue diagnosticada la abuela Mary Luz: melancolía, depresión endógena,
etc. Pero lo que sí recuerdo es el sufrimiento que impregnó a toda la familia, tanto a sus
hijos como a mi abuelo. Se produjo un cambio en todos los sentidos: los hijos tuvieron
que hacerse cargo del cuidado de su madre (con el abandono de sus obligaciones
familiares) y mi abuelo prácticamente se arruinó (tuvo que vender variasparcelas de
tierra para poder pagar los gastos que ocasionaron los ingresos de mi abuela en un
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hospital psiquiátrico de Toledo), pues quería que su mujer recibiera el mejor tratamiento,
y en aquellos años –mediados del siglo XX–, la atención psiquiátrica no estaba cubierta
por la Seguridad Social.
Hoy, al poner palabras a aquel gran sufrimiento familiar (sorpresa, desconocimiento,
agobio, incomprensión, etc.) he revivido, desde los ojos de niño, aquella angustia ante lo
desconocido que ocasionó la ruptura de la dinámica familiar. Y he pensado que
posiblemente aquella experiencia traumática infantil pudo ser el germen de mi vocación
como psiquiatra, en un intento por solucionar los problemas psíquicos a todas las abuelas
y madres del mundo. Este mismo libro se puede considerar como una respuesta a
aquellas cuestiones infantiles: ¿qué le pasa a la abuela?, ¿por qué no se pone bien?, que
recuerdo que le preguntaba con insistencia y angustia a mi madre.
Así pues, estas líneas sobre las personas que padecen una depresión rezuman
sufrimiento y angustia, pero también esperanza y posibilidad. Durante años he vivido,
desde la experiencia clínica, el sentimiento de desconsuelo, tristeza, e incluso el sentir
que no se tiene ningún sentimiento hacia las personas más próximas: hijos, nietos o
pareja. Todo el que ha sufrido una depresión sabe de qué estoy hablando: «Es la angustia
de sentir que no siento nada», que me decía en una ocasión una persona deprimida. Pero
también, en muchas ocasiones, la aparición de la enfermedad depresiva supuso un paso
hacia adelante y un refuerzo en los vínculos afectivos familiares. De todo ello
hablaremos en este libro.
Ser o estar deprimido
El título de este libro quiere indicar un sencillo mensaje: se está deprimido, no se es un
depresivo. Ya sabemos que el verbo «ser» identifica al sujeto; así decimos: ser alto, ser
amable, etc.; sin embargo, el verbo «estar» es un verbo de «estado» y muestra cómo se
encuentra la persona en ese momento; así decimos: estar casado, etc. Aunque, en
ocasiones, tanto el verbo «ser» como «estar» pueden indicar transitoriedad o
permanencia, prefiero hablar de la depresión como algo transitorio («esta persona padece
una depresión») y no como algo consustancial al sujeto. Por eso es erróneo decir: «Esta
persona es una depresiva», de la misma manera que decimos: «Esta persona tiene una
cardiopatía», no «es una cardiópata».
Por eso, cuando al inicio de la entrevista clínica el consultante se presenta diciendo:
«Soy un depresivo», siempre le corrijo afirmando: «Vamos a analizar cómo se encuentra
y al finalizar podremos concluir si usted está deprimido o no». De esta forma quiero
indicar la transitoriedad de la depresión. Cursa en forma de episodios, dicen las
clasificaciones psiquiátricas, aunque también es cierto que en ocasiones evoluciona hacia
una enfermedad crónica.
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Contenido
El libro tiene diez capítulos bien diferenciados: los dos primeros («Salud mental y
enfermedad mental» y «Emociones y sentimientos») son el pórtico necesario para
comprender las páginas siguientes. Son una introducción sobre la salud y la enfermedad
mental, así como unas pinceladas sobre las emociones y sentimientos, que son la clave
para entender qué ocurre cuando una persona se deprime; en los capítulos que van del 3
al 7, ambos incluidos, se describe, con palabras sencillas y en muchas ocasiones con
relatos tomados de la experiencia clínica, el origen de las depresiones, pasando por los
diferentes tipos, para terminar con los mitos o ideas erróneas sobre esta enfermedad; y
los capítulos 8, 9 y 10 hacen referencia al entorno de la persona que padece una
depresión, indicando algunas pautas para la familia que favorezcan la recuperación del
enfermo depresivo.
Tres ideas
Las siguientes páginas, querido lector, están atravesadas por tres ideas fundamentales: 1)
la enfermedad depresiva es única e intransferible; 2) la importancia de la actitud del
entorno para superar la depresión, y 3) el origen de la enfermedad depresiva es
multifactorial, y consiguientemente su tratamiento también debe ser multimodal.
En primer lugar, es cierto que todas las enfermedades tienen un carácter personal, pero
me atrevería a afirmar que la enfermedad depresiva es única e irrepetible. Cada persona
la vive de forma particular e intransferible. Pese a que en este texto, y de forma
didáctica, señalamos las formas más frecuentes de manifestación de esta enfermedad, no
podemos olvidar que, en sentido abstracto, la enfermedad depresiva no existe; lo que
existe es una persona concreta (Juanito, Antonio, Lucía, Pepa, etc.) que padece una
depresión. Por eso el tratamiento debe ser personalizado, teniendo en cuenta la situación
personal (recursos y habilidades sociales y psicológicas, etc.) y el entorno del paciente.
De aquí se deriva la segunda idea fundamental del libro: la importancia de la familia en
todo el proceso de la enfermedad: desde la prevención (fomentando actitudes sanas en la
familia) hasta el buen acompañamiento durante la enfermedad, y también la propia
reorganización de la familia una vez que se ha superado la enfermedad.
Y, por último, la tercera línea de fuerza es la defensa de un tratamiento integrador –
sujeto y familia–, utilizando tanto la vía farmacológica como la psicoterapéutica. El
empleo de de ambas técnicas dependerá principalmente de la forma de presentarse la
depresión y de los propios recursos psicológicos del sujeto.
Deseo expresar mi agradecimiento a mi esposa Nina, por su ayuda tanto en la forma
como en el contenido de este libro; y a José Carlos Bermejo por su estímulo y acicate
para redactar estas páginas y por su cálido prólogo. Sin la colaboración de ambos este
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texto no hubiera visto la luz.
La redacción de estas páginas ha supuesto para mí una doble satisfacción: el
cumplimiento de un deseo de un gran amigo y poder contribuir a que muchas abuelas,
madres, padres y demás familiares puedan comprender un poco mejor la enfermedad
depresiva. De esta forma, el círculo que comenzó con la preocupación del niño que
contemplaba la angustia de su abuela y del resto de la familia por una depresión se cierra
hoy con estas páginas, que pretenden ser la respuesta a aquellas preguntas infantiles:
¿qué le pasa a la abuela?, ¿por qué no se pone bien?
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SALUD Y ENFERMEDAD MENTAL
 
1. Modelo patogénico y modelo salutógeno
Si preguntáramos a nuestros familiares o amigos qué es la salud, la mayoría nos diría que
es la ausencia de enfermedad. Estar sano, según este modelo, es no tener ningún síntoma
(ni fiebre, ni dolores, ni molestias musculares, ni hipertensión…), es decir, no tener que
ir al médico ni tomar medicamentos sería signo de salud. Sin embargo, estar sano es algo
más: supone la capacidad de disfrutar de la vida, con o sin síntomas patológicos. Es
evidente que con una enfermedad es más difícil, pero no imposible.
La propia OMS (1948)1 ha cambiado su criterio sobre la salud. Ya en esa fecha definía
la salud como «el estado de bienestar físico, social y mental, así como la capacidad de
funcionar en la sociedad, y no solo la ausencia de enfermedades». Se produce, pues, un
cambio de visión. De un «modelo patógeno», que se centra en la enfermedad, se pasa a
un «modelo salutógeno», en el que lo importante es la manera de vivir; de un interés
exclusivo por la curación se enfatiza la prevención; de la pasividad del sujeto en su
proceso de curación se promueve la importancia de su participación activa en el
tratamiento. No se trata solo de curar, sino también de cuidar; desde el «modelo
salutógeno» se da gran importancia a la información, decisión y autonomía de los
usuarios, y a la calidad de sus hábitos y comportamientos.
No obstante, la medicina oficial tradicional está inmersa en un «modelo patogénico» en
el que lo que prima es el síntoma, y la función del profesional de la salud (médicos,
enfermeras, etc.) es corregir esa deficiencia, y donde el sufriente (paciente) solamente
debe cumplir las prescripciones dictadas; por el contrario, desdeel «modelo salutógeno»,
el ayudador, aun teniendo en cuenta la sintomatología, pone su énfasis en las
capacidades del usuario para afrontar, resistir e incluso aprender y crecer en el conflicto
o enfermedad.
a) La salud mental positiva
En la línea del «modelo salutógeno» se encuentra lo que se ha denominado salud mental
positiva. La OMS (2001)2, en el Informe sobre la salud en el mundo, plantea que la salud
mental «abarca, entre otros aspectos, el bienestar subjetivo, la percepción de la propia
eficacia, la autonomía, la competencia, la dependencia intergeneracional y la
autorrealización de las capacidades intelectuales y emocionales». El propio Informe
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afirma que, desde una perspectiva transcultural, es casi imposible llegar a una definición
exhaustiva de la salud mental. Lo que sí es evidente, para el Informe, es que la salud
mental implica algo más que la ausencia de trastorno mental.
En este sentido positivo, la salud mental es la base para el bienestar y funcionamiento
efectivo del individuo y de la comunidad. Desde esta perspectiva, estar bien no solo es
dejar de estar mal. La salud mental supone un estado emocional positivo, una aceptación
de nuestras posibilidades y limitaciones, y una adaptación activa a la situación concreta
que estamos viviendo. Por tanto, desde esta posición hay que promocionar las cualidades
del ser humano y facilitar su máximo desarrollo.
b) La resiliencia
Desde el «modelo salutógeno» podemos decir que la persona puede salir fortalecida de
las adversidades. Esto dependerá fundamentalmente de su gradiente de resiliencia. Esta
se puede definir como «la capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades
de la vida, aprender de ellas, superarlas e incluso ser transformado por ellas»3.
La resiliencia supone un giro copernicano en la concepción del enfermar. El modelo
médico tradicional se centra más en la carencia, en la discapacidad, en el síntoma;
mientras que el modelo resiliente se preocupa más por las capacidades y potencialidades
del sujeto, intentando poner énfasis en los propios recursos (psicológicos, sociales, etc.)
del individuo y no en sus defectos. En esta segunda perspectiva se prima la prevención
sobre la intervención cuando surge el conflicto. De aquí se deduce la importancia de la
propia biografía de cada persona, pues es donde se ha ido construyendo su característica
resiliente4.
Podemos concluir diciendo que la resiliencia es la forma positiva y saludable de
enfrentarse a las situaciones conflictivas de la vida. La personas resilientes no es que no
sufran, ni que estén exentas de dolor, sino más bien son personas que saben sacar
provecho de las circunstancias más adversas. La perla de la ostra es uno de los símiles
que nos puede ayudar a comprender el fenómeno de la resiliencia: la perla produce una
sustancia viscosa para mitigar el dolor que le causan los granitos de arena cuando
penetran dentro de la concha. Posteriormente, esta sustancia se convierte en una perla.
Como consecuencia de ese dolor e incomodidad, la ostra se engrandece y adquiere otro
valor mayor: el que le da la perla. De la misma manera, muchas personas, ante la crisis,
brillan con luz propia, se enriquecen personalmente y hacen que los que les rodean se
sientan más fortalecidos.
2. La salud mental: equilibrio inestable
Recuerdo que en la casa de mi abuelo, en La Mancha toledana, entre los utensilios para
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vender existía una romana, que servía para pesar las hortalizas (verduras y legumbres) o
los cereales (trigo o arroz). Cuando la romana estaba completamente horizontal era señal
de que se había conseguido el equilibrio entre el fruto y el pilón, que marcaba el peso
exacto de la mercancía. El aumento o disminución del producto provocaba que hubiera
que modificar el pilón para conseguir un nuevo equilibrio. Hoy se me antoja que la
existencia humana es como la romana de mi abuelo: su mundo interior y exterior deben
estar en equilibrio para conseguir la felicidad.
La salud mental como objetivo no es un proceso lineal y ascendente, sino que más bien
se representa por una línea quebrada, con sus más y sus menos, que convierte la
biografía de cada uno de nosotros en una historia de avances y retrocesos, de estar sanos
mentalmente y estar menos sanos, donde lo que cuenta es el final, pero también los
pequeños y grandes logros cotidianos. Por eso podemos afirmar que la salud mental es
un «equilibrio inestable», que se puede perder y recuperar de forma transitoria o de
forma definitiva, como ocurre con las grandes patologías psíquicas que se cronifican
(esquizofrenia, depresiones psicóticas, etc.).
Una persona sana mentalmente no es la que no tiene problemas ni angustias, sino
aquella que ha sabido mantener un equilibrio entre sus deseos y su realidad, entre sus
proyectos y sus capacidades, entre sus necesidades y sus posibilidades, entre su
dependencia y la relación con los demás. Y esto lo va actualizando cada día y cada
minuto de su existencia. Sabremos, pues, si una persona tiene un alto nivel de salud
mental por su «estabilidad inestable» en su vida cotidiana y por su capacidad para
afrontar los grandes y pequeños contratiempos diarios.
Algunas personas manifiestan cierta reticencia a acudir al psiquiatra o psicólogo, pues
están convencidas de que no están locas. Pero la enfermedad mental tiene un amplio
recorrido, como ocurre con las enfermedades somáticas. Así, al médico de Atención
Primaria acuden personas que tienen un cáncer, pero también otras que presentan una
simple gripe. En el terreno psíquico ocurre lo mismo: existen consultantes que tienen
«una gripe» (no saben qué decisión tomar, sienten angustia por una ruptura sentimental
reciente, etc.) y otros que tienen «un cáncer» (una esquizofrenia, por ejemplo). La salud
y la enfermedad mental son dos extremos de un amplio abanico de situaciones
vivenciales y cotidianas. Lo que ocurre es que unas veces estamos en el extremo
patológico y otras en la parte más sana.
La salud mental positiva se manifiesta cuando existe un equilibrio entre nuestros
deseos y nuestras realidades, cuando vivimos armónicamente con nuestro entorno y
nuestras posibilidades psíquicas, físicas y económicas. Es decir, hemos aceptado que
tenemos limitaciones (de salud, de integración social, etc.) y hemos logrado una
adaptación sana a nuestra realidad. Esto no supone una acomodación a nuestras
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deficiencias, sino más bien un intentar crecer, pero desde la propia realidad de cada cual.
Este es el camino para llegar a la salud mental, que es una realidad dinámica, no estática,
y por eso debemos cultivarla todos los días, para no caer en el malestar o en la locura
propiamente dicha.
El gradiente, pues, de salud mental de una persona está en relación con la capacidad de
adaptarse a las nuevas situaciones, de su manejo de las angustias y temores cotidianos,
así como la capacidad de armonizar sus necesidades con las de los demás. Más adelante
explicaré más extensamente el concepto de adaptación creativa.
3. Humanización del enfermo mental
La locura es consustancial al ser humano. La cordura y la locura son como la imagen
reflejada en un espejo: hoy estamos cuerdos, pero mañana podemos estar locos; somos
los mismos, pero estamos al otro lado del cristal. No existen, pues, los cuerdos y los
locos como dos castas distintas, sino que los primeros pueden devenir en los segundos.
Hablar, pues, de la humanización de la psiquiatría es, de alguna manera, hablar de
nuestra posición ante nuestra propia locura y la de los demás.
a) Un poco de historia: la locura, el loco y el enfermo mental
La locura siempre ha estado presente en la historia de la humanidad. La locura siempre
se ha situado entre lo divino y lo humano, entre lo normal y lo mágico, entre lo
comprensible y lo incomprensible. Así, en las culturas primitivas, el loco era el chamán
que servía de puente entre el hombre y la divinidad. Era como el depositario de la
verdad. Incluso hoy día, en mi pueblo castellano se afirma que «el loco, el niño y el
borracho siempre dicen laverdad», como un vestigio de ese «poder divino» que se le
atribuía al demente.
En la Edad Media, el loco es considerado como un endemoniado e incluso es
perseguido por la Inquisición, pues se pensaba que era la manifestación de las fuerzas
del mal (según los historiadores, muchas de las «brujas» quemadas en la hoguera eran
enfermas epilépticas o lo que hoy denominamos enfermos esquizofrénicos).
En el Renacimiento, el loco se convierte en un «indeseable social» y debe ser recluido,
como los leprosos, para que no contagie a los demás. A finales del siglo XIX, con el
inicio de las clasificaciones mentales, el loco se convierte en un enfermo mental y, por
tanto, es sujeto de atención médica.
En el último siglo, el enfermo mental ha pasado de estar recluido en grandes
manicomios, como seres de segunda categoría, a la preocupación actual por el
funcionamiento del cerebro, en un intento, de momento ineficaz, por encontrar el origen
de la enfermedad mental.
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b) Actitudes deshumanizadoras
En el siglo XXI, a pesar de reconocer los avances de la psiquiatría en la atención de estos
enfermos, y de que se han superado las viejas concepciones sobre la locura (aspecto
mágico, castigo de Dios, etc.), todavía perduran algunas actitudes deshumanizadoras,
que son como el vestigio de aquellas teorías. Señalamos las más frecuentes:
• Actitud paternalista. Con frecuencia, el personal médico y de enfermería, y la propia familia, en
un afán por proteger al enfermo mental pueden caer en el error de no posibilitar su desarrollo
psicológico y social, sino más bien facilitar una actitud pasiva por parte del enfermo que
potencie aún más su inadecuación al medio. En la clínica diaria observamos conductas que
ponen de manifiesto esta actitud paternalista: madres que siguen dando de comer a su hijo
adulto esquizofrénico o que todavía le duchan o le peinan, profesionales que imponen
tratamientos sin explicar sus consecuencias, etc. En todas estas acciones, y muchas más que se
podrían señalar, subyace la creencia de que el enfermo mental es un incapaz y que debemos
resolver todos sus problemas.
Esta situación dio lugar a lo que en otro lugar he llamado la «cariñoterapia», que además de
solamente preocuparse por el enfermo mental en su plano físico (comida, vestido, hábitat, etc.),
no consideraba necesario trabajar la función rehabilitadora, y mucho menos tener en cuenta las
necesidades de las familias.
• Actitud distanciadora. En ocasiones perdura el criterio de que la locura se contagia, como el
sarampión –o algo parecido– y se intenta dejar al enfermo en una institución lo más aislada
posible o bien al cuidado de una persona (generalmente la madre o una hermana), con la
justificación de que «esta enfermedad a mí me afecta mucho», como me decía en una ocasión el
hermano de un paciente esquizofrénico.
• Actitud de rechazo. Es como el final de ese distanciamiento. A veces esta actitud se quiere
apoyar en la idea de que estos enfermos son agresivos, cuando la realidad es que no son ni más
ni menos agresivos que el resto de los mortales, siempre y cuando estén controlados y con un
tratamiento adecuado.
En mi experiencia personal de treinta y cinco años de atención a este tipo de enfermos
solamente he sufrido un intento de agresión física en un Servicio de guardia en un hospital, pero
también en este período me han intentado abrir el coche en dos ocasiones y una vez me robaron
dos ruedas de un coche nuevo, y posiblemente fueron personas que no estaban en tratamiento
psiquiátrico.
La primera mitad del siglo XX se distingue por el rechazo a este tipo de enfermos, que por otra
parte no eran sujetos de los más elementales derechos para ser cuidados. En España eran
«enfermos de beneficencia» (los que no tenían medios para disfrutar de una sanidad privada),
pues no tenían derecho a la prestación de la Seguridad Social. Incluso los manicomios –los
llamados hoy hospitales psiquiátricos– se construían lejos de los grandes núcleos de población,
y además eran rodeados de altos muros. 
Una anécdota muy significativa: hace ya bastantes años, cuando comencé a trabajar en el
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mundo de la enfermedad mental, conocí a un enfermo en el psiquiátrico de Ciempozuelos
(Madrid). Le llamaban Cristobalia, pues afirmaba que era el mismísimo Cristóbal Colón.
Recuerdo a este pintoresco enfermo vagar por los grandes patios del hospital psiquiátrico, con
su larga barba y extravagante traje. En aquella época, el mencionado hospital estaba rodeado de
un alto muro que daba la sensación más de cárcel que de hospital. A pesar de su locura,
Cristobalia era un hombre dialogante y con un discurso fácil. Cierto día recuerdo que le
pregunté: «Cristobalia, ¿para qué sirven las tapias de este manicomio?». Y de forma
contundente y clara respondió: «Para que no entren los de fuera…». Sin comentarios.
• Actitud técnica. Es la actitud del profesional que solamente se preocupa por aplicar el mejor
tratamiento farmacológico, pero sin tener en cuenta otros aspectos como la familia y la parte
emocional y social del enfermo. Es posible que sea un gran técnico, pero es evidente que es un
mal profesional.
Hoy se pone el énfasis en el diagnóstico y en los tratamientos (fundamentalmente
farmacológicos), e incluso nos preocupamos por sus necesidades rehabilitadoras, pero
posiblemente nos falta comprender al enfermo en su totalidad, como sujeto biopsicosocial y no
solamente como una persona con una necesidad de atención estrictamente médica. De entrada
podemos afirmar que la técnica no es humanizadora ni deshumanizadora, sino que depende de
cómo se emplee. Cualquier intervención médica (técnicas de diagnóstico o de tratamiento) se
deshumaniza si no se hace con respeto y teniendo en cuenta al otro en su totalidad.
4. La religión y/o la espiritualidad, 
¿son positivas para nuestra salud mental?
Parece una pregunta cuya respuesta es obvia: naturalmente que sí. No obstante, las
investigaciones al respecto no son concluyentes, y habría que definir, en primer lugar,
qué entendemos por religión y por espiritualidad. Lo que es evidente es que nuestra
posición ante la vida y ante la trascendencia condicionará nuestra forma de elaborar,
sobre todo en las crisis existenciales («me siento vacío») y en las situaciones conflictivas
de nuestra vida: la aparición de una enfermedad grave, la muerte de un ser querido o una
gran catástrofe social, por poner solamente algunos ejemplos.
Por otra parte, en las consultas diarias de psicología y psiquiatría nos encontramos con
personas creyentes que plantean la solución de su conflicto psíquico a través de la fe, y
otros sujetos que pasan indiferentes ante el hecho religioso o exteriorizan su rechazo
frontal a todo lo que huela a sagrado. Ante estas posturas, ¿qué puede hacer el terapeuta?
¿Se debe aliar con esos sentimientos o rechazarlos? La espiritualidad y la psicoterapia,
¿son dos conceptos contrapuestos o complementarios?
a) Religión y espiritualidad
José Antonio tiene 40 años. Es director en una empresa de informática. Está casado y
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tiene dos hijos. No tiene problemas laborales ni económicos y su situación familiar es
satisfactoria. No obstante se «siente vacío», nos dice.
Nada me satisface. Mi vida es pura rutina. Muchas veces me pregunto: ¿para qué vivir?, ¿para qué ganar
dinero?, ¿para qué trabajar?
De joven era muy religioso y practicante. Participaba activamente en un grupo de la
parroquia. Poco a poco se fue distanciando de la práctica religiosa. Actualmente está
«aburrido de la vida» y ha comenzado a consumir alcohol como forma de paliar su
malestar. Con cierta frecuencia piensa en la muerte como solución a sus problemas.
Este es un ejemplo de la posible evolución de la vivencia religiosa en algunas personas.
Es innegable que todos necesitamos de un punto de referencia que nos supere. Puede
llamarse solidaridad, fraternidad, ideal, ciencia o Dios. El hombre no se agota en sí
mismo, sino que adquiere sentido precisamente cuando se abre al otro. El egocentrismo
es empobrecedor; la apertura al «no yo» es enriquecedorapara el proceso psicológico del
ser humano.
V. Frankl (1982)5 señala dos dimensiones del ser humano que utiliza la psicoterapia: la
capacidad de autodesprendimiento y la de autotrascendencia. La primera la describe
como «la capacidad de desprenderse uno mismo de las situaciones externas, adoptando
una actitud de firmeza ante ellas; solo que el hombre no es capaz de desprenderse del
mundo, sino también de sí mismo».
Y, en segundo lugar, la capacidad de autotrascenderse significa que «el ser humano
apunta y está dirigido siempre a algo distinto de sí mismo, o mejor dicho, a algo o
alguien distinto de uno mismo, concretamente a valores que hay que realizar o a otros
seres humanos a los que hay que salir al encuentro amorosamente». Así se hace
verdaderamente humano y se autorrealiza. Decir hombre es señalar a un sujeto que no
finaliza en él. Esa es precisamente la esencia del hombre: trascenderse.
Por eso dice V. Frankl6 que la gran lección que aprendió en los campos de
concentración fue que «sobrevivir no puede constituir el máximo valor. Ser hombre
significa estar preparado y orientado hacia algo que no es él mismo. En cuanto una vida
ya no trasciende más allá de sí misma, no tiene sentido permanecer con vida; más aún,
sería imposible».
El hombre es un ser inacabado que necesita de los «otros» para configurar su propio
yo. Nadie puede conocerse a sí mismo sin reconocer al otro. El vínculo «yo – no yo» no
es algo añadido al ser humano, sino que constituye la propia esencia del ser. Sin el «tú»
no existiría el «yo», ni tampoco el «nosotros».
Esto es así desde la noche de los tiempos, en que el hombre primitivo necesitaba poner
de manifiesto su necesidad de Dios a través de la adoración y de actos de sumisión,
16
como signo de reparación. Podemos decir, pues, que la religión, en definitiva, es una cita
del hombre con lo sagrado o la trascendencia.
Desde el punto de vista de la psicología profunda, la secuencia de este encuentro con lo
sagrado se puede desglosar en los siguientes estadios7: el niño, en lo más profundo de su
mente, tiene la fantasía de su omnipotencia, pero rápidamente constata que eso no es real
(pues no lo tiene todo ni todos sus deseos se cumplen); entonces traslada ese sentimiento
a los padres: «Mis padres lo pueden todo»; pero aquí también los hechos de la vida
cotidiana le devuelven la imagen de unos padres que no son los más ricos, ni los más
sabios, ni los más buenos, y entonces necesita la creencia en un ser superior: Dios.
b) Diferencias
La espiritualidad es la manera en que cada persona da respuesta a las preguntas sobre la
vida, el sentido de la muerte, el significado de los otros, el cómo relacionarse con los
demás, entre otras cuestiones. Es decir, la espiritualidad es la forma en que cada uno de
nosotros se sitúa en el mundo y en relación con la trascendencia. Por eso podemos
afirmar que la espiritualidad es personal e intransferible, y que está relacionada con los
valores por los que discurre nuestra existencia: solidaridad, libertad, responsabilidad,
autotrascendencia, etc. Es, pues, la dimensión más noble de la persona.
La religiosidad, por el contrario, es el conjunto de creencias o dogmas acerca de la
divinidad propuesto por una institución organizada. La aproximación hacia la divinidad
se consigue a través de los ritos y acatamiento de unas normas y principios.
Con su maestría habitual lo resume Bermejo8 afirmando que «la dimensión espiritual y
la dimensión religiosa, íntimamente relacionadas e incluyentes, no son necesariamente
coincidentes entre sí. Mientras que la dimensión religiosa comprende la disposición y
vivencia de la persona, de sus relaciones con Dios dentro del grupo al que pertenece
como creyente y en sintonía con modos concretos de expresar la fe y las relaciones, la
dimensión espiritual es más vasta, abarcando además el mundo de los valores y de la
pregunta por el sentido último de las cosas». Es decir, la espiritualidad es el sentido de la
vida y los valores; la religión, las creencias, la pertenencia a un grupo, con sus
celebraciones y ritos.
Podemos señalar con Pargament9 tres estilos de afrontamiento religioso: estilo
autodirigido, estilo evitativo y estilo colaborativo. En el primero, las personas confían
más en sí mismas que en Dios para resolver los problemas. Las personas narcisistas
serían proclives a este estilo de religiosidad. El estilo evitativo implica el total abandono
en manos de Dios, renunciando a tomar las medidas que, por ejemplo la medicina nos
posibilita. Estaría representado por las personalidades neuróticas fóbicas. Y el último
estilo, el más sano, en el que se establece una dinámica compartida entre lo que nos
17
ofrece la ciencia y la creencia en Dios. Es decir, en el proceso de afrontamiento de
cualquier situación conflictiva se ponen los medios humanos al alcance sin olvidar
recurrir a la protección divina.
c) Psicopatología y Dios
La pregunta sigue en el aire: la religión, ¿ayuda o entorp ece en la recuperación del
conflicto psíquico? Cuando escucho esto, recuerdo el problema de Mercedes. Esa mujer
acudió a la consulta con una gran tristeza, no podía ni siquiera hablar, no dormía y había
perdido muchos kilos. Se encontraba así desde hacía dos años, el tiempo que su hijo
adolescente había fallecido tras un accidente de tráfico. Al ser preguntada por qué había
tardado tanto en pedir ayuda, afirmó: «Mire usted, yo soy creyente y considero que esto
es una cruz que me ha enviado Dios...». Y siguió con la mirada perdida. Aquí el
terapeuta no puede entrar a criticar sus creencias, pero sí puede confrontar al paciente
cuestionando que esa actitud de no pedir ayuda no es la mejor para salir adelante.
Este es un claro ejemplo de cómo en ocasiones las creencias son alienantes, pero no por
las propias creencias, sino por la forma de vivirlas.
Otro caso distinto es el de José Antonio. Se define como una persona creyente y, ante
la situación clínica de una depresión grave con ideas autolíticas, afirma: «No me suicido,
pues mi fe me lo prohíbe». Aquí la religión está sirviendo para detener el impulso
autodestructivo. O lo que decía en otra ocasión un padre, también creyente y con un hijo
drogodependiente: «Mire usted, yo comprendo que el Evangelio dice que hay que amar a
todo el mundo, pero no puedo más. Llevo quince años intentando que mi hijo deje la
droga y cada día está peor; he llegado a la conclusión de que es mejor que se marche de
casa. Me duele, porque es mi hijo, pero estoy convencido de que es lo mejor para él y
para toda la familia». En este caso, la vivencia religiosa no ha impedido tomar una
medida incluso recomendada por el terapeuta.
d) Religión y psicoterapia
Aunque fe y psicología están en planos distintos en la personalidad del sujeto, cuando la
fe se concreta en un individuo y se internaliza su contenido, la vivencia como tal es
plenamente psicológica, pues condiciona el comportamiento personal. Por ejemplo, si el
paciente vive la concepción de un Dios exigente hasta el límite, castigador al máximo de
las pequeñas faltas y favorecedor del sufrimiento, o bien un Dios excesivamente
protector y solucionador mágico de los problemas, esto condicionará su comportamiento
con la enfermedad (no se pondrá en tratamiento ante una depresión grave, porque «Dios
proveerá», por ejemplo). Las consecuencias de esa actitud religiosa es lo que el
psicólogo debe analizar, no la oportunidad de las creencias.
18
Es decir, el terapeuta deberá valorar si la experiencia religiosa de su paciente está
entorpeciendo la correcta evolución psicológica del consultante. Por ejemplo, esto ocurre
cuando las creencias están apoyadas en prácticas de supersticiones o se esperan remedios
mágicos para conseguir la curación. Así, un paciente me dijo una vez: «Doctor, he
dejado la medicación, pues quiero hacer un viaje a Lourdes para que la Virgen me cure».
El terapeuta no debería entrar a justificar o no las creencias que subyacen en esa
decisión, pero sí reflexionar sobre las posibles consecuencias del abandono del
tratamiento.Lo definitivo, pues, no es ser ateo o creyente para superar el conflicto psíquico, sino
cómo se experimenta esa vivencia; hay ateos excesivamente escépticos para cualquier
ayuda psicológica y creyentes que rehúsan esa ayuda porque se apoyan en un «Dios
solucionador». Ambas posturas son un obstáculo para lograr recuperar el equilibrio
psíquico perdido.
Así pues, el terapeuta, tras su observación, podrá favorecer las creencias o evitarlas,
dependiendo de si considera que ayudan o entorpecen a su paciente; en todo caso, no
debe hacer proselitismo de una posición ni de otra, y desde la neutralidad debe intentar
comprender al consultante en su totalidad. Es por lo que podemos concluir que la
temática religiosa no debe tener un tratamiento especial, y todo terapeuta que se precie
debe respetar las creencias –o la ausencia de ellas– de sus pacientes.
Religión y psicoterapia no son dos términos contrapuestos, sino complementarios, lo
cual no impide que a veces el proceso terapéutico se vea entorpecido por creencias
rígidas y alienantes, y entonces el terapeuta deberá actuar sobre las conductas que
producen, no sobre las propias creencias.
e) Religión/espiritualidad y salud mental
Existen más estudios que apoyan la influencia positiva de la religiosidad/espiritualidad
en el ser humano que lo contrario. Concretamente podemos afirmar que la experiencia
religiosa/espiritual favorece positivamente en los cuadros depresivos, de ansiedad,
suicidio, abuso de sustancias, duelos e incluso en las psicosis.
Entre las razones que los eruditos aportan para defender esta relación positiva
señalamos las siguientes:
• Esa correlación puede favorecer el desarrollo integral de la persona, facilitando la introspección,
el sentido positivo de la vida, y proporcionar herramientas para el afrontamiento de los
conflictos cotidianos.
• Fortalece las redes sociales y familiares, protegiendo al individuo del aislamiento social y
proporcionando sentido de pertenencia y autoestima, sobre todo en los momentos difíciles.
No obstante, desde algunas posiciones psicológicas, como el psicoanálisis, se ha
19
relacionado la religiosidad/espiritualidad con una influencia negativa para el individuo
en su desarrollo personal. El propio Freud planteaba la religiosidad como producto de un
pensamiento infantil y regresivo, y la religión como una «neurosis obsesiva universal».
Al parecer, Freud parte de un concepto de religión muy arcaico, que sería producto de
mentalidades muy primitivas o enfermas; por tanto, las creencias religiosas serían
absurdas o delirantes y propias de personas inmaduras e infantiles. En este sentido, sí es
verdad que la religiosidad puede perjudicar la salud mental de la persona desde la
defensa a ultranza de la represión de los instintos y los comportamientos dogmáticos y
rígidos.
En cuanto a la influencia en la salud física, se ha comprobado que la espiritualidad
reduce los niveles de norepirefrina y cortisol, y consecuentemente disminuye la
sensación de estrés y los problemas de salud asociados. También, al parecer, la actividad
inmunológica, las neoplasias y enfermedades cardiovasculares pueden resultar
favorecidas por las vivencias religiosas/espirituales.
f) Espiritualidad y psicoterapia
Partiendo de la idea de que la religión/religiosidad no es necesariamente patógena para la
persona, sino que puede ser fuente de salud mental y bienestar, en Estados Unidos se
incluyen en la formación de los médicos residentes de psiquiatría temas relacionados con
la influencia de la experiencia religiosa en el desarrollo psicológico de cada persona.
En general, toda acción terapéutica debe trascender el síntoma, pero es quizá en estas
situaciones (crisis existenciales y crisis vitales: muerte, enfermedad, etc.) cuando es
imprescindible no quedarse atrapado por la angustia del otro. Así, cuando nos
encontramos con una persona que afirma no tener futuro, no debemos «entrar al trapo»
de su problema, sino que deberemos intentar posibilitar que encuentre sentido a su
presente o a su propia capacidad para encontrarlo. Es posible, pues, que, para ayudarle a
recuperar su futuro, debamos insistir en sus posibilidades presentes, a veces ocultas, y
que el propio sujeto puede desconocer.
Un pequeño relato puede ejemplarizar esta cuestión:
Había una vez un escultor que tenía una academia a la que acudían niños de todas las edades a contemplar
cómo trabajaba la piedra. Un día, el alcalde del pueblo le encargó una estatua de un caballo para la plaza del
pueblo. Los niños, atónitos, contemplaron la gran masa de piedra de granito que fue llevada hasta el taller,
donde el artista comenzó a moldear la piedra. Uno de los niños más pequeños se ausentó durante un tiempo
del pueblo y, cuando nuevamente llegó al taller, se sorprendió al ver la estatua del caballo, y le preguntó al
escultor:
–¿Cómo sabías que dentro de la piedra había un caballo?
Pero la auténtica realidad es que el caballo estaba en la cabeza del artista, no dentro de
la piedra, pero gracias a eso la estatua del caballo pudo estar presente en la plaza del
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pueblo.
Moraleja: ante los problemas existenciales y conflictos cotidianos tenemos que abrir el
foco de atención o bien iluminar toda la estancia para comprender mejor el problema. Y
aquí surge la dimensión espiritual, como luz que puede ayudar a clarificar y aceptar de
forma sana la situación conflictiva.
5. Tipología de las enfermedades mentales10
Los seres humanos somos como esos cantos rodados que van limando sus aristas en la
vecindad con los otros y con la propia agua del riachuelo. El riesgo es que ese contacto
no sea el adecuado y se produzca la ruptura o la destrucción.
Separación y vinculación serán los dos raíles por donde discurra el devenir de cada
sujeto. Si es capaz de mantener el adecuado equilibrio entre esas dos tendencias, será
feliz; de lo contrario surgirá la angustia e incluso el conflicto psíquico.
La salud mental, en definitiva, es el resultado dialéctico entre el sujeto (en su totalidad)
y el ambiente. Este proceso puede ser progresivo o recesivo; es decir, puede
proporcionar un avance o un retroceso en la evolución del individuo. Es más, esta
dinámica no es lineal, sino que puede hacer un «curso quebrado», con paradas, avances y
retrocesos, dependiendo de múltiples factores, y sobre todo de cómo el sujeto va
elaborando los diferentes acontecimientos de su vida.
La locura, pues, es un juego de fuerzas que abarca la influencia de los padres, la
escuela, la misma sociedad y el propio desarrollo psicológico del niño, junto a una
predisposición genética que hoy día no sabemos concretar. Esta interacción del yo con el
no yo se altera si se producen cambios en alguno de los términos de la relación. Es como
los vasos comunicantes: una modificación de un elemento (familia, escuela, etc.) puede
transmitir una perturbación en el otro. Pero, sobre todo, la mutación dependerá del
individuo y de su propia actitud ante la vida.
Así como cada edificio tiene unos cimientos, unos soportes y un armazón que le da una
imagen propia, también cada sujeto tiene una carga genética y una biografía que le
configura como único e irrepetible, que Bergeret11 llamó su estructura.
Freud12, en sus Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis (1932), dijo que, si
dejamos caer al suelo un bloque de mineral en forma cristalizada se rompe, pero no de
forma aleatoria; las fracturas seguirán las líneas de clivaje cuyos límites y direcciones,
aunque invisibles exteriormente, se encontraban ya determinados de forma original e
inmutable. Ocurre lo mismo con la estructura psíquica. El sujeto con estructura neurótica
se «romperá» con un cuadro neurótico, y el sujeto con estructura psicótica evolucionará
hacia una psicosis. Existe una posición intermedia que dará lugar a las personalidades
border-line.
21
En las últimas investigaciones psicológicas se defiende, en contra del determinismo de
Freud, que la personalidad está inacabada y que se va formando de manera dinámica a
través de toda la biografía del sujeto.Las experiencias positivas, y también las negativas,
van troquelando la personalidad del individuo. Es cierto que las primeras experiencias y
vínculos con los progenitores pueden marcar una tendencia, pero no son definitivas.
También las vivencias de la juventud o de la adultez, y sobre todo cómo se hayan
resuelto, posibilitarán una estructura u otra.
Podemos distinguir fundamentalmente tres grandes grupos de enfermedades mentales:
enfermos neuróticos, enfermos psicóticos y enfermos que padecen un trastorno de
personalidad.
El concepto de neurosis ha sido ampliamente aceptado en el campo de la
psicopatología durante gran parte del siglo pasado. Y ha sido de gran utilidad para
distinguirlo de otro gran grupo de enfermedades psíquicas: las psicosis. Los cuadros
neuróticos clásicamente se han distinguido de las psicosis13, porque:
1) Permanece intacto el contacto con la realidad.
2) No existe violación de las normas sociales.
3) Los síntomas son reconocidos por el paciente como inaceptables.
4) El principal foco de alteración lo constituyen los síntomas de malestar/sufrimiento emocional
(básicamente la ansiedad).
Las personas neuróticas llevan en sí mismas el germen de su incapacidad. No se han
sentido queridas (imposibilidad de los padres para ofrecer amor) o no «han aprendido» a
amar. Se refugian en su propia inseguridad para fortalecerse ante el mundo, que
generalmente viven como amenazante e incluso agresivo para ellos. Esto da lugar al
adulto indeciso y con gran dependencia del medio familiar, al que considera como
soporte de su vida. De alguna manera no han conseguido romper el «cordón umbilical
psicológico», pues temen caer en el vacío de la independencia. Son hijos que siempre
viven –aunque hayan formado su propio hogar– bajo la sombra de su familia de origen.
Pero no olvidemos que el niño no es una escultura que se va tallando solamente por las
manos preciosistas o inseguras de los padres, sino que él, al mismo tiempo, es también
artífice de su propia figura psicológica. Es en esa interrelación, de influencias internas y
externas, donde se va configurando el futuro adulto.
Generalmente, la actitud ante sí mismo conlleva un retraimiento en las relaciones
interpersonales, pues se contempla a los otros con miedo. Al sentirse frágiles, temen
«romperse» al contacto con los demás. Por otra parte, como consecuencia de su actitud
expectante ante el mundo, son hipersensibles y suspicaces. Los pequeños y grandes
problemas de la vida cotidiana se viven magnificados.
Entre las distintas enfermedades neuróticas podemos recordar: el trastorno de ansiedad,
22
el trastorno fóbico, obsesivo, histérico, los trastornos relacionados con sustancias
(alcoholismo, drogodependencia, etc.) y trastornos de la conducta alimentaria, entre los
más representativos.
Roberto es un ejemplo de una enfermedad neurótica. Es un alto ejecutivo de una
empresa de informática. Así nos relata su situación:
Tengo 35 años y he conseguido que mis sueños de niño se hagan realidad: tengo una familia (dos hijos
sanos y preciosos de 3 y 5 años, y mi esposa Claudia) y me siento muy valorado por mi empresa. No
obstante, no me siento bien. Desde hace unos meses me siento irritable, no aguanto a los niños y parece que
siempre me faltara tiempo; incluso en el trabajo no me puedo concentrar y siempre estoy pensando varias
cosas a la vez. En los últimos meses he tenido varios episodios de sensación de falta de aire, dolor en el
pecho, inestabilidad y escalofríos, y tenía miedo, pues parecía que me estaba volviendo loco.
Roberto ha sido diagnosticado de trastorno de ansiedad.
En el polo opuesto está la persona que padece una psicosis: no acepta su propia
realidad y lo que le rodea, y entonces la transforma. Tiene una forma especial de «estar
en el mundo». Mejor, su vivencia de la realidad está alterada, alienada, loca. Y en
muchos casos llega a fabricarse su propia realidad para huir de todo aquello que le
angustia. Y así se puede sentir Napoleón, Cristo o un extraterrestre, como forma
compensatoria de su propio fracaso como persona. Pero aquí surge la tragedia: él mismo
también se encuentra partido, dividido, roto. Así pues, no puede relacionarse con los
demás ni consigo mismo. Y llega la locura, la esquizofrenia. Es como un rompecabezas:
con todos los elementos o piezas, pero trastocados de lugar y posición, y sin posibilidad
de encajarlos por sí mismo. Y emerge la gran angustia psicótica del caos.
El paciente psicótico se siente desintegrado, disociado en múltiples personajes. Al
mirarse no se reconoce. Es como si su propia «mirada clarividente» lo hubiera
transformado. Se siente impregnado como de una «luz multicolor» que lo transforma y
transforma todo lo que contempla. Este tipo de pacientes es como si se hubiera puesto
unas «gafas partidas» con las que contemplan su mundo interior y exterior,
desintegrados en múltiples trozos.
Un ejemplo es Antonio, un joven de 20 años. Acude a la consulta acompañado por sus
padres. Nos comenta sus sensaciones de las últimas semanas: «Me roban mis ideas, y
cuando voy por la calle siento que la CIA controla todos mis movimientos». Los padres
afirman que su hijo parece como un extraño y se muestra atemorizado. Antonio se siente
como dividido y sin posibilidad de controlar sus pensamientos. Está sufriendo un «brote
psicótico». Es decir, está fuera de la realidad, enajenado. Los padres han tardado casi un
mes en decidirse a consultar al psiquiatra. En definitiva, temen que les confirmen lo que
ellos ya saben: su hijo ha perdido la razón.
Por otra parte, la estructura border-line puede desarrollar los trastornos de
23
personalidad. Como sabemos, la personalidad de cada individuo se va configurando a lo
largo de su biografía; y cómo este va asumiendo las diferentes experiencias, tanto
internas como externas, tanto positivas como negativas. Esto constituiría su carácter, al
que habría que sumar el temperamento, que es la parte más constitucional de cada sujeto.
Se produce el trastorno de personalidad cuando ese desarrollo da lugar a conductas
molestas para el propio individuo y los demás. Se inicia en la adolescencia, se aparta de
las expectativas de la cultura circundante y, además, es un patrón permanente e
inflexible de comportamiento. Algunos de estos pacientes son el enfermo antisocial, el
enfermo límite, el enfermo narcisista, etc. Son estructuras que no son ni neuróticas ni
psicóticas.
Es lo que ocurre con Patricia. Nos dice:
Tengo 30 años. Siempre me he encontrado mal, pues ya desde pequeña mi padre me golpeaba con
frecuencia y he tenido que vivir junto a mi hermano, que está diagnosticado de esquizofrenia paranoide. Me
marché de casa, pues no aguantaba más, al cumplir los 18 años. He estado viviendo sola, con alguna amiga
o en pareja, pero todas las relaciones duraban muy poco tiempo. Considero que en el amor no he tenido
suerte. He tenido varios trabajos (camarera, dependienta, etc.), pero en ninguno de ellos he estado más de
tres meses. Siempre me he encontrado con gente que me quería explotar. Es verdad que soy muy inestable,
con cambios bruscos del estado de ánimo y que me «rallo» con facilidad. Durante algunos años estuve
«metida en la droga», pues no me sentía bien en ningún sitio. Ahora ya no consumo, pero en los días de
bajón he llegado a hacerme pequeños cortes en el brazo, pues era una manera de sentirme viva al
experimentar el dolor. Reconozco que soy muy extremista. Ni yo misma me entiendo, pues tan pronto estoy
contenta como todo me parece negativo o absurdo. A veces, en mis rabietas, he llegado a golpear a mi
pareja de turno. La verdad es que me siento que no valgo para nada. Soy una mierda.
Patricia padece un trastorno de personalidad.
Por último, los trastornos del humor o del ánimo estarían entre la estructura neurótica y
la estructura psicótica. Se pueden manifestar de dos formas: con ánimo bajo (depresión)
o con ánimo elevado (manía). Podemos distinguir dos tipos de pacientes con trastorno de
la afectividad: el paciente depresivo y el bipolar. En el primer caso,la mayoría tienen
una estructura neurótica, y en el segundo grupo su estructura es psicótica. La depresión,
como enfermedad mental, es una vivencia angustiosa que impregna toda la existencia del
paciente. El depresivo «todo lo ve negro». Nada le satisface. Nada tiene sentido. La
propia familia se tiñe de oscuro y nada interesa. Es como sentirse dentro de un largo
túnel sin ver la luz y sin posibilidad de caminar ni hacia adelante ni hacia atrás. El
deprimido se siente atrapado en la propia tela de araña de falta de sentimiento. Y aquí la
sola voluntad de salir de esa situación no basta.
Hace unos días, una mujer de 52 años me decía:
No tengo ganas de arreglarme y no me importa nada lo que los demás digan de mi abandono físico.
Cuando pienso en mí (cuando me miro) siento un gran vacío y como si lo que me rodeara no tuviera
sentido. No percibo ni el amor de mis hijos ni el de mi marido. Todo es como una inmensa cueva en la que
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solamente puedo palpar la oscuridad; no veo nada positivo ni en mí ni alrededor mío.
En palabras sencillas, eso es la depresión: un mirarse y mirar sin poder verse. Es como
contemplar un bello paisaje con unas gafas oscuras: todo es del mismo colorido. Nada
estimula emocionalmente. El depresivo no puede «verse», porque su mirada no recibe
luz interior ni exterior. Es una mirada sin luz. La depresión es una ceguera emocional.
Las siguientes páginas están dedicadas al paciente depresivo en sus diferentes formas
de presentarse: depresión mayor, trastorno distímico, etc.
Ideas para recordar
▶ El «modelo patógeno» se centra solo en la enfermedad; el «modelo salutógeno» contempla a la persona en su
totalidad y no solamente se preocupa de la curación, sino que también intenta prevenir la enfermedad y facilitar un
contexto saludable.
▶ La salud mental positiva se manifiesta cuando existe un «equilibrio inestable» entre nuestros deseos y realidades,
vivimos armónicamente con nuestro entorno y con nuestras posibilidades psíquicas, físicas y económicas.
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▶ Actitudes deshumanizadoras ante el enfermo mental: actitud paternalista, actitud distanciadora, actitud de rechazo y
actitud técnica.
▶ La espiritualidad es la manera en que cada persona da respuesta a las preguntas sobre la vida (el sentido de la muerte,
la adversidad, etc.); la religión es el conjunto de creencias y dogmas practicados en una institución organizada.
▶ Existen más estudios que apoyan la influencia positiva de la religión/espiritualidad en el ser humano que lo contrario.
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EMOCIONES Y SENTIMIENTOS
 
1. ¿Qué son las emociones?
Las emociones residen en el sistema límbico, que incluye el hipocampo, la
circunvalación del cuerpo calloso, el tálamo anterior y la amígdala. Esta última es la
principal gestora de las emociones; por tanto, una lesión en esa parte cerebral produciría
una incapacidad de sentir. Las emociones son vivencias breves con expresiones en el
nivel fisiológico y facial, y generalmente son respuestas a algún acontecimiento de la
vida cotidiana14.
Podríamos afirmar, con numerosos autores, que toda emoción es una expresión
personal cognitiva que se manifiesta de forma diversa y a través de síntomas corporales
y fisiológicos. Es decir, toda emoción es subjetiva y se expresa a través de la conducta y
de las manifestaciones corporales.
a) Emociones positivas y negativas
Las emociones negativas tienen un valor adaptativo. Así, la ira prepara para el ataque; el
asco provoca rechazo; el miedo prepara para la huida. Son vivencias, pues, para
solucionar problemas recurrentes. Su origen está en la lucha de nuestros antepasados
ante las adversidades diarias15.
Sin embargo, las emociones positivas no tienen un valor adaptativo, sino que ayudan a
progresar interiormente. Favorecen, pues, el crecimiento personal, e incluso pueden
ayudar a que la vivencia traumática se pueda elaborar mejor. Así, en un estudio realizado
con medidas tomadas antes y después de los atentados de Nueva York, «se evidenció
que las personas que junto a las emociones dominantes de angustia, miedo, disgusto y
desprecio experimentaron también emociones positivas de gratitud, interés, amor,
esperanza, orgullo, etc., presentaban menos síntomas depresivos y más optimismo»16.
 
Emociones positivas Emociones negativas
Favorece el desarrollo Alarma
Favorece la resistencia a la adversidad Valor adaptativo
Menos en cantidad Más en cantidad
Manifestaciones faciales más ambiguas Manifestaciones faciales claras y
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e inespecíficas específicas
Manifestaciones fisiológicas más ambiguas e
inespecíficas
Manifestaciones fisiológicas claras y
específicas
 
 
b) Emociones primarias y secundarias
Las emociones primarias o básicas son reacciones afectivas innatas, presentes en todos
los seres humanos y que se expresan de forma diferencial. Así, todos los seres humanos
sentimos miedo ante una situación de peligro (ser acosado con una arma blanca o una
pistola, etc.), manifestándose con las tres conductas típicas: paralización, huida o ataque;
sus manifestaciones son diferentes a la ira o al asco, por poner solamente algunos
ejemplos. Cumplen, pues, tres características: son innatas, universales y suelen estar
acompañadas de claros indicios físicos. Algunos autores señalan las siguientes: placer,
interés, sorpresa, tristeza, ira, asco, miedo y desprecio.
Por el contrario, las emociones secundarias son producto de la evolución de la persona
y están relacionadas con su biografía y con su forma de relacionarse con el mundo. Entre
estas podemos señalar: la culpa, la vergüenza, el orgullo, los celos, etc.
2. Los sentimientos: motor de la vida
Castilla del Pin17, en uno de sus libros, Teoría de los sentimientos, comienza de una
forma sorprendente. El autor se pregunta qué ocurriría si el hombre no tuviera
sentimientos; es decir, imaginemos a un ser humano que no tuviera amor, ni odio, ni
agresividad, ni angustia, ni placer, ni displacer... sencillamente no existiría, se responde
el autor. Podría funcionar como ser vegetal (en un coma cerebral), pero no como ser
racional. Se puede vivir sin memoria, sin voluntad e incluso sin entendimiento, pero no
sin sentimientos. Constituyen el meollo de la existencia humana y, al mismo tiempo, son
el motor de nuestra actividad; todas nuestras acciones están impregnadas de sentimientos
o afectos.
La psicología clásica consideraba a la persona como un ser constituido por partes:
memoria, entendimiento y voluntad, insertado o encerrado en lo corpóreo: el alma se
encuentra en la cárcel del cuerpo. Así, habría que distinguir entre enfermedades de la
mente y enfermedades del cuerpo, sin ninguna interacción o nexo entre ellas. La salud
estaría constituida por la armonía del cuerpo como cuerpo y la mente como mente. Si el
equilibrio se rompe, surgiría la enfermedad: del alma o del cuerpo.
La gran aportación freudiana es el descubrimiento del inconsciente, y sobre todo el
28
mundo pulsional o afectivo. El ser humano es sobre todo «ello» (ya no solo memoria,
entendimiento y voluntad), es decir, emociones y sentimientos.
Los sentimientos, pues, no son algo yuxtapuesto al sujeto, sino que constituyen su
misma esencia. La propia existencia es como una larga carrera en que se va
desarrollando y actualizando el potencial de los sentimientos (= ello). La carga pulsional,
como cualquier semilla, necesita de un adecuado desarrollo para llegar a un final feliz.
Es decir, seremos más felices en tanto en cuanto seamos capaces de actualizar toda
nuestra potencial energía, que está formada por las pulsiones (eros y thánatos)18. Es más,
una perfecta sintonía entre esas dos fuerzas constituirá el marco feliz del individuo. Son
como los dos raíles por donde transita la persona. Si se provoca un desfase, se producirá
un descarrilamiento, que puede llevar a la enfermedad mental o a la misma muerte.
En cierta ocasión, Freud comparó al ser humano con un jinete en su corcel: las riendas
y el látigo representarían la norma y la ley (el superyó), el caballo reflejaría todo el
mundo pasional e instintivo (el ello) yel propio jinete indicaría el mundo real (el yo).
Para ganar cualquier carrera, para ser feliz, es indispensable la armonía entre esos tres
elementos. No serviría tener un buen látigo si no se es un buen jinete o el jaco no es de
raza; tampoco valdría tener un buen caballo si no se sabe dirigir; y, por último, todo sería
un fracaso, aunque se fuera un buen jinete, si los otros dos elementos fallaran. Pero, ¿qué
ocurriría si solamente se potencia el ello? ¿Qué pasaría si la persona solamente se rigiera
por el principio del thánatos? ¿Qué sucedería si dejáramos al caballo guiarse solo por el
eros? Probablemente aparecería alguna enfermedad mental.
a) ¿Para qué sirven los sentimientos?
En palabras de Castilla del Pino19, los sentimientos son «instrumentos de que dispone el
sujeto para la relación (emocional, afectiva) tanto con personas, animales y cosas cuanto
consigo mismo, es decir, con sus pensamientos, fantasías, deseos, impulsos, incluso con
sus propios sentimientos: a todos ellos los denominamos genéricamente objetos, si bien
los primeros son objetos externos y los segundos internos».
Es decir, a través de los sentimientos es como vamos constituyendo nuestra propia
identidad, al mismo tiempo que nos permiten relacionarnos con los demás. El bagaje de
sentimientos (positivos y negativos) configura nuestra propia personalidad. Spinoza
decía que mientras la razón uniforma a unos y otros, los sentimientos distinguen a unos
de los otros, es decir, singularizan. Nos podemos distinguir por nuestros conocimientos y
saberes, pero lo que de verdad nos distingue a unos de los otros es la actitud que
tomamos ante la vida y lo que nos proporciona nuestro sello de identidad propio e
irrepetible.
29
b) Mitos sobre los sentimientos
Estamos inmersos en un mundo donde lo que prima es la razón, la inteligencia, el
comprender, no el sentir o emocionarse ante los pequeños o grandes acontecimientos de
la vida. La inteligencia es la base de nuestro éxito personal y laboral. Vivimos como si
los sentimientos solamente fueran un lastre para desarrollarnos en la vida. Por eso se nos
educa en el convencimiento de que cuanto más fríos y calculadores seamos, más
posibilidades de éxito tendremos. No podemos ser demasiado sensibles ni dejar que los
sentimientos invadan nuestras vidas. He aquí algunos de esos mitos que proliferan en
nuestra sociedad occidental.
1) Hay que decidir con la cabeza y no con el corazón. Según este principio, los grandes
triunfadores (es lo que nos inculcan desde la más tierna infancia) serán aquellos que desarrollen
al máximo su inteligencia (saber, almacenar conocimientos, etc.) y en un segundo lugar está el
desarrollo de sus capacidades creativas, relacionales y afectivas. Pero eso no es cierto: a veces
el corazón tiene una visión más completa que la propia razón. En la historia de la humanidad,
las grandes atrocidades se han cometido cuando se han mutilado los sentimientos y se ha
hipertrofiado la razón. Un ejemplo son los asesinatos y torturas cometidos por los dictadores
(Hitler, Gadafi, etc.).
2) Los sentimientos negativos son siempre malos. Los sentimientos negativos (vergüenza, tristeza,
miedo, ansiedad, etc.) siempre tienen un valor adaptativo. Es decir, el ser humano se sirve de
ellos para poder seguir viviendo. Por lo demás, su bondad o no dependerá de cómo se utilicen.
Así, por ejemplo, si una persona tiene vergüenza (sentimiento negativo) por su falta de cultura y
toma la decisión de estudiar, ese sentimiento negativo le habrá servido para crecer como
persona y sentirse en paz consigo misma y con los demás (sentimiento positivo).
3) Existe incompatibilidad entre los sentimientos negativos y positivos. Es decir, según esta
creencia, ambos sentimientos son excluyentes: no puedo estar triste (sentimiento negativo) y al
mismo tiempo estar tranquilo y en paz (sentimiento positivo). No obstante, nuestra experiencia
cotidiana nos dice que esa contradicción no existe. Por tanto, la representación de los
sentimientos no es una línea continua donde los extremos estarían representados por los
sentimientos positivos y negativos; ni tampoco es una balanza donde los sentimientos positivos
serían el contrapeso de los negativos, sino que la representación gráfica más adecuada es un eje
de coordenadas donde el individuo esté situado en un punto donde convivan sentimientos
positivos y negativos al mismo tiempo. Así, una persona puede sentir pena, tristeza y dolor por
la muerte de un ser querido (sentimientos negativos), pero al mismo tiempo puede estar en paz
consigo misma (sentimiento positivo) por su actuación mientras duró la enfermedad.
4) Prohibido expresar los sentimientos negativos. Sin embargo, una educación sana es aquella que
se soporta en pilares diferentes, es decir, proporciona un clima familiar en el que la emoción
positiva (alegría, esperanza, etc.) se pueda expresar, pero también la rabia, los celos, la
agresividad. «No te queremos menos por tu sentimiento agresivo; te queremos más porque has
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sido capaz de expresarte y reconocer tu fallo». Este podría ser un buen lema para una familia
sana. En definitiva, los padres, como catalizadores del desarrollo humano de sus hijos, deberán
facilitar la libertad de sentir, no solamente la libertad de pensar y de actuar.
5) Gozar es negativo. Gozar no es negativo, siempre y cuando no interfiera en los derechos de los
demás. Al igual que el bebé desea neutralizar el incremento de displacer (sed, sueño, hambre,
etc.), también el adulto es muy sensible a la angustia, minusvalorización de los demás, etc. En
este segundo supuesto, la satisfacción no siempre puede ser inmediata –como en el bebé–, pero
sí procurar compensar de alguna manera esa carencia, siempre respetando el derecho del otro.
3. La cara positiva de la tristeza
La tristeza es una emoción primaria y negativa que consiste en una sensación de dolor y
pérdida, y que en ocasiones se acompaña de llanto.
Así como el dolor físico, el hambre o la sed provocan conductas y comportamientos
que tienden a neutralizar esa sensación desagradable (evitando, anulando o descubriendo
las causas), también la «tristeza normal» tiene esa función adaptativa, y al menos nos
indica que la persona es capaz de sentir.
Por eso afirman Ariete y Bemporad20: «Es posible que la tristeza, tal como lo
postulamos para el dolor físico, haya seguido formando parte de la evolución porque era
útil a los fines de la supervivencia. Puede convertirse en una fuerza motivacional, al
igual que otras experiencias displacenteras, sean sensaciones o emociones. La
motivación tendería en este caso a eliminar la causa del sentimiento displacentero».
Esta «tristeza adaptativa», al mostrar insatisfacción y disgusto por la situación que se
ha producido (muerte de un ser querido, diagnóstico de una enfermedad mortal, pérdida
de trabajo, etc.) facilita la posibilidad de elaboración del duelo por la pérdida real o
fantaseada.
Entre las funciones adaptativas de la tristeza se encuentra el hecho de que ese estado
emocional facilita la cohesión con las personas afines, favoreciendo la empatía, al mismo
tiempo que el sujeto descubre otros valores de la existencia y, por supuesto, tiende a que
el grupo se cohesione más y pueda fortalecerse ante futuros peligros.
4. La inteligencia emocional
Los nuevos avances de la física nuclear han roto nuestro modelo mecanicista de la
composición de la materia. Ya no podemos seguir afirmando que los cuerpos están
formados por una suma de «partículas» independientes entre sí, sino que configuran una
nueva estructura, con estrechas conexiones de cada uno de sus elementos.
De la misma manera, el ser humano no es igual al sumatorio de facultades
(pensamiento, voluntad y emoción), sino que es «algo más»: una realidad que se
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organiza a partir de esos elementos, pero que constituye una nueva estructura: la mente
humana. Incluso desde la posición más organicista, el cerebro no se considera como una
organización con departamentos estancos, sino como una estructura en interrelación
constantey dinámica. Por eso, una lesión en un punto del cerebro puede producir, como
en cascada, una sintomatología muy variada: motórica, del lenguaje, etc.
Podríamos decir que la inteligencia emocional es el cemento que hace encajar todas las
piezas del gran puzle que es la mente humana; la inteligencia emocional, entendida como
la habilidad de la mente humana que nos permite identificar nuestros sentimientos y los
de los demás, utilizar las emociones de forma correcta, comprenderlas y conducirlas para
conseguir el bienestar propio y ajeno21. Así pues, podemos afirmar que los sentimientos
bien utilizados no dificultan la toma de decisiones ni son impedimentos para nuestra
felicidad, sino que, al contrario, es la forma más idónea de progresar y crecer
psicológicamente. Si mutilamos los sentimientos, mutilamos la posibilidad de ser felices.
Y nos referimos tanto a los sentimientos positivos como a los negativos, pues ambos
contribuyen al desarrollo completo de la persona.
La emoción y la razón, pues, son las dos mitades de un todo. Por tanto, en cada
persona, su cociente intelectual y su cociente emocional –su gradiente de inteligencia
emocional– se suman para constituir una mente más creativa, más madura y, en
definitiva, más eficaz.
a) «Soy lo que pienso»
Así como las ideas pueden cambiar el rumbo de la historia, también pueden transformar
al propio individuo. Si pienso en positivo, tendré la posibilidad de disfrutar de la vida:
descubrir la belleza de una flor o lo agridulce del amor. Soy lo que son mis
pensamientos.
Si pienso en negativo, la vida se tiñe de un velo negro: el trabajo me parece aburrido, la
familia me agobia y yo mismo me siento inútil y sin capacidad para realizar las tareas
cotidianas. Nuevamente el pensamiento –en este caso negativo– ha contaminado toda
nuestra existencia.
Por eso, según este planteamiento, si consigo cambiar mi pensamiento, podré disfrutar
de la vida. El pensamiento, pues, es el origen de mi bienestar o de mi malestar.
Se podría comparar a la función de un ordenador: dependiendo del programa, así
procesará la información que recibe. Los resultados dependen sobre todo de su estructura
interna; de nada sirve que introduzcamos buenos datos (experiencias positivas) si antes
no lo hemos preparado para recibirlas (si antes no tenemos una organización pensante
que las metabolice).
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b) «Soy lo que siento»
Desde la posición psicoanalítica, lo fundamental es la emoción. El hombre es un ser
«energético» y su capacidad radica en el sentimiento. Estamos cargados como una
batería: polo positivo (eros) y polo negativo (thánatos). Amor y agresividad son las
«pulsiones» sobre las que gravita toda vida humana. De su adecuada sincronía dependen
la salud mental del individuo y, en definitiva, su felicidad.
Incluso desde el punto de vista cronológico, el recién nacido primero siente y después
piensa. El bebé conoce su entorno y se reconoce a sí mismo a través de la ternura de la
madre, el frío o el calor, y después la visión y el oído. Un bebé que no recibe estímulos
sensoriales puede morir.
«Soy lo que siento». Es decir, la emoción es lo que mueve el mundo y es la impulsora
de la vida de todo ser humano. El sentimiento bien actualizado produce la felicidad; su
descontrol produce la angustia. Lo negativo no es sentir –incluso odio, celos, etc.–, sino
no saber expresarlos de forma adecuada.
Podemos afirmar, siguiendo un pensamiento de Freud, «que enfermamos
psíquicamente por falta de amor y nos curamos también por amor» (a través del proceso
psicoterapéutico, principalmente por la transferencia).
En mi experiencia clínica he constatado cómo muchas personas tienen las ideas claras,
pero no pueden cambiar. Y siguen en su potro de tortura que es la angustia.
El otro día, una mujer de 30 años y con un grave trastorno de la alimentación
(anorexia-bulimia) me decía: «Comprendo que, a mi edad, es ridículo que me dé
atracones y después vomite, eso puede tener algún sentido (!) a los quince años, pero no
puedo remediarlo. Siento que tengo que hacerlo».
En este ejemplo, la disociación entre pensar y sentir es evidente, y cómo tener ideas
claras no significa necesariamente que se actúe de forma adecuada.
Por otra parte, a veces pienso que los pacientes vienen a mí no para cambiar, sino para
que les confirme su sospecha de que son incapaces de sentir. Es frecuente que me digan:
«Soy una piltrafa humana» o «no tengo solución». Les resbala todo lo que signifique
aprobación o reconocimiento de las cosas bien hechas.
c) Solución
Las nuevas corrientes en los tratamientos psicoterapéuticos plantean la necesidad de una
psicoterapia cognitiva analítica. A primera vista puede parecer una contradicción
(pensamiento versus emoción), pero no lo es. Las psicoterapias cognitivas aportan la
importancia de los esquemas de pensamiento, un lenguaje más cercano a la persona de la
calle y la mayor actividad/directividad del terapeuta; las psicoterapias dinámicas ofrecen
una visión más global de la enfermedad psíquica (tienen en cuenta el presente, pero
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también el pasado: infancia, etc.) y cuidan con esmero la propia relación terapéutica
(transferencia, etc.).
d) Pensar sintiendo
La inteligencia emocional es, pues, una capacidad que todo ser humano posee, pero que
puede estar más o menos desarrollada. Por tanto, esta facultad de la mente humana
permite que no nos dejemos llevar por los impulsos ni por las primeras impresiones, sino
que seamos capaces de «razonar con sentimientos» sobre las decisiones que hay que
tomar.
Así pues, la razón y los sentimientos no son dos polos opuestos de nuestra actuación,
sino que se encuentran fusionados a través de la inteligencia emocional.
Las emociones nos pueden ayudar a razonar de forma inteligente y tomar las decisiones
correctas. Es decir, podemos corregir a Descartes y pasar del «pienso, luego existo» al
«pienso sintiendo, luego existo».
Ideas para recordar
▶ Las emociones negativas (miedo, ira, rabia, etc.) tienen un valor adaptativo; las emociones positivas (la satisfacción,
la alegría, la esperanza, etc.) ayudan a progresar interiormente.
▶ Mitos sobre los sentimientos:
– hay que decidir con la cabeza, no con el corazón;
– los sentimientos negativos son siempre malos;
– existe incompatibilidad entre los sentimientos negativos y positivos;
– prohibido expresar los sentimientos negativos;
– gozar es negativo.
▶ La «cara positiva» de la tristeza es facilitar la posibilidad de elaborar la pérdida (real o fantaseada).
▶ «Pienso sintiendo, luego existo».
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LA PERSONA DEPRIMIDA:
«MARIONETA CON LOS HILOS
ROTOS»
 
1. Algunos datos
Según la OMS22, la depresión afecta a unos 121 millones de personas en el mundo, de los
que al menos un 25% tiene acceso a tratamientos efectivos. Según sus estimaciones, una
de cada cinco personas llegará a padecer un cuadro depresivo a lo largo de su vida.
Además, es previsible que, en el año 2020, la depresión pase a convertirse en la segunda
causa más común de incapacidad, después de las enfermedades cardiovasculares23.
Podemos señalar otros datos importantes24:
• Entre el 5-10% de la población española presentará un episodio depresivo a lo largo de su vida.
• Inicialmente, un 40-50% acude a consulta.
• La mayoría de las depresiones son leves, pero una persona de cada veinte tendrá un episodio
moderado o grave.
• Las mujeres tiene dos veces más depresiones leves que los hombres, aunque la frecuencia de
depresiones graves es la misma para ambos sexos.
2. Una enfermedad de nuestro tiempo
a) «Estoy con la “depre”»
Por doquier oímos: «Estoy con la “depre”», «me siento triste», «estoy deprimido». Es la
enfermedad de nuestro tiempo; e incluso es una patología con cierto glamour (parece
como si fuera patrimonio de ricos). Pero una cosa es la «depre» (no tener ganas de
estudiar un día, no querer hablar con la gente, etc.), otra «estar triste» por una mala
noticia o acontecimiento, y otra muy distinta es una depresión clínica.
No obstante, podemos señalar que esta misma tendencia a usar con tanta ligereza

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