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La ciudad - Massimo Cacciari

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(Venecia, 1944) ha desarrollado una actividad amplia y diversa en los
ámbitos de la ftlosofia, la cultura y la política. Filósofo de formación y
alcalde de Venecia en dos ocasiones, ha sido profesor de Estética en la
escuela de arquitectura de la Universici IUAV de Venecia y director de
revistas como AngeLus OVIH, COlltropimlO, Lavoratorio poLitico y Paradosso.
Entre sus obras de tacan Pensiero negativo e razionalizzazione (1977),
Hombres p6stumos: La cultura vienesa deL primer novecientos (1980), EL ángeL
necesario (1986) o DeLIa cosa uLtima (2004).
Editorial Gustavo Gili, SL
Rosselló, 87-89, 08029 Barcelona, España. Te!. 93 )22 81 61
Valle de Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Te!. 55 60 60 II
Praceta Noticias da Amadora N° 4-8,2700-606 Amadora, Portugal. Te!. 21 491 09 36
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Título original: La ciltil, publicado
originalmente por Pazzini Stampadore
Editore,Villa Verucchio (Rímini), 2004·
Esta versión corresponde a la cuarta
edición de 2009·
Revisión técnica: Massimo Preziosi
Diseño: Cibrán Rico López y Jesús
Vázquez Gómez para desescribir
de la traducción: Moisés Puente
del texto: Massimo Cacciari
de esta edición:
Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona,
2010
Pri"ted i" Spa;"
ISBN: 978-84-252-2331-0
Depósito legal: B. 37-765-2010
Impresión: Litosplai, SA, Les Franqueses
del Vallés (Barcelona)
Cualquier forma de reproducción, dis-
tribución, comunicación pública o trans-
formación de esta obra sólo puede ser
realizada con la autorización de sus titu-
lares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de
Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesita fotocopiar o escanear algún
fragmento de esta obra.
La Editorial no se pronuncia ni expresa
ni implícitamente respecto a la exactitud
de la información contenida en este libro,
razón por la cual no puede asumir ningún
tipo de responsabilidad en caso de error
u onusióo.
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Presentación
Capítulo 1
Polis y civitas: la raíz étnica y la concepción móvil
de la ciudad
Capítulo 2
La ciudad europea: entre morada y espacio de
negotium
Capítulo 3
El advenimiento de la metrópoli
Capítulo 4
La ciudad-territorio (o la posmetrópoli)
El cuerpo y el lugar
Espacios cerrados y espacios abiertos
El territorio indefinido
Espacio y tiempo
Un apunte: la polivalencia de los edificios
Capítulo 5
La perspectiva gnóstica: el habitar humano entre
el cielo y la tierra
Capítulo 6
Para acabar con... belleza
7 Este texto tiene su origen en un seminario celebrado en
el Centro Sant'Apollinare de Fiesole. Las ponencias de
Massimo Cacciari han sido transcritas cuidadosamente por
Tonina Nasuto y revisadas por el responsable del centro.
A pesar de que el texto conserve voluntariamente cier-
to estilo "hablado", no está exento de dificultad debido a
la complejidad del tema que, en ocasiones, parece rozar la
contradicción. Por ello, debe tenerse presente aquello que el
propio Cacciari dijo al inicio de su exposición: "Desde sus
orígenes, la ciudad está 'investida' de una doble corriente de
'deseos': deseamos la ciudad como 'regazo', como 'madre',
y, al mismo tiempo, como 'máquina', como 'instrumento';
queremos que sea ethos en el sentido originario de mora-
da y estancia y, al mismo tiempo, un medio complejo de
funciones; le pedimos seguridad y 'paz'y, al mismo tiempo,
pretendemos que tenga unas eficiencia, eficacia y movili-
dad extremas. La ciudad esta sometida a preguntas contra-
.¡;¡ dictorias. Querer superar tales contradicciones es una mala
ii utopía. Al contrario, se requiere darle forma. La ciudad en su
~ historia es el experimento perenne para dar forma a la con-
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« tradicción, al conflicto".
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Capítulo 1
Polis y civitas:
la raíz étnica y la
concepción móvil
de la ciudad
Comenzaremos con algunas precisiones histórico-termino-
lógicas, pues hablar de la ciudad en términos generales no
tiene mucho sentido. N o existe la Ciudad, sino que exis-
ten diversas y diferenciadas formas de vida urbana. No es
casualidad que "ciudad" se diga de diferentes maneras.
Por ejemplo, en latín no existe una palabra correspondien-
te a la griega polis. La diferencia entre ambos idiomas atañe
al origen de la ciudad y constituye una diferencia esencial.
Cuando un griego habla de polis, en primer lugar se refiere
a la sede, a la morada, al lugar donde tiene su raíz un deter-
minado genos, una determinada estirpe, una gente (gens /
genos). En griego el término polis resuena inmediatamente a
una idea fuerte de arraigo. La polis es aquel lugar donde una
gente determinada, específica por sus tradiciones, por sus
costumbres, tiene su sede, su propio ethos. En griego etilos es
un término que alude a la misma raíz latina sedes y carece
de cualquier significado simplemente moral, que, en cam-
bio, sí tiene el mas latino. Los mares latinos son tradiciones,
costumbres; el ethas griego es la sede, antes y más origina-
riamente que toda costumbre y tradición, el lugar donde mi
gente tiene su morada tradicional.Y la palis es precisamente
el lugar del ethas, el lugar que sirve como sede a una gente.
Esta determinación ontológica y genealógica del térmi-
no palis no se encuentra en el término latino civitas. La dife-
rencia es radical porque, si reflexionamos detenidamente, en
el término latino civitas se manifiesta su procedencia a partir
del civis, y los cives forman un conjunto de personas que se
reúnen para dar vida a una ciudad. El gran lingüista cen-
troeuropeo Émile Benveniste ya puso de manifiesto todo
esto hace mucho tiempo.
Por tanto, no existe madame la ville, como tampoco exis-
te mansieur le capital o madame la terreo Civitas es un término
que deriva de civis, de modo que, en cualquier caso, aparece
como el producto de los cives en su concurrencia conjun-
ta en un mismo lugar y en el sometimiento a las mismas
leyes. En cambio, en griego la relación es totalmente inver-
sa porque el término fundamental es palis, y el derivado es
palites, el ciudadano. Nótese la perfecta correspondencia
entre la desinencia de palites y de civitas; en el último térmi-
no se alude a la ciudad, en el primero al ciudadano. Desde
el inicio, los romanos consideraron que la civitas era aque-
llo que se produce cuando diversas personas se someten a
las mismas leyes, independientemente de su determinación
étnica o religiosa. Éste es un rasgo absolutamente caracte-
rístico y extraordinario de la Constitución romana respec-
to a toda la historia de las ciudades griegas y helenísticas
precedentes, rasgo fundamental para entender después toda
11 la fuerza política de la historia romana, el acento político
-en el sentido actual del término- que domina la histo-
na romana.
En la civilización griega, la ciudad es fundamentalmente
la unidad de personas del mismo género y, por tanto, puede
comprenderse cómo palis, una idea que remite a un todo
orgánico, es anterior a la idea de ciudadano. En cambio,
desde los orígenes -tal como narra el propio mito fun-
dacional romano- enRoma la ciudad es la concurrencia
conjunta, el confluir de personas muy diferentes por reli-
gión, etnia, etc., que concuerdan sólo en virtud de la ley.
Es el gran mito de la Concordia romana que domina la
obra de Tito Livio y que se halla en los cimientos de toda
la historiografIa romana. De hecho, si leemos el primer libro
de la historia de Roma, Ab urbe condita/ esta idea aparece
clarísimamente, y más tarde pasará a ser un tema fundamen-
tal de toda la politología y de la filosofIa política europea.
El primer dios a quien se erigió un templo en Roma
fue el dios Asilum. Roma se funda a través de la obra con-
junta de gente que había sido desterrada de sus ciudades;
expatriados, errantes, prófugos y bandidos que confluyeron
en un mismo lugar y fundaron Roma. Este aspecto domina
toda la historia romana: la idea de ciudadanía no tiene nin-
guna raíz de carácter étnico o religioso. Es cierto que había
esclavos, pero entre los hombres libres se es ciudadano inde-
pendientemente de cualquier distinción de estirpe o credo.
Este hecho constituye una excepción respecto a la historia
de las ciudades griegas y helenísticas anteriores a Roma.
Por influencia romana, más tarde esta idea de ciudadanía
también se difundiría a otras ciudades y a toda la cuenca
mediterránea cuando ésta se convierte en Mare Nostrum.
_1
Lívio,Tito, Ab urbe condita (versión
castellana: Historia de Roma desde su
fundación, Editorial Gredas, Madrid,
1990-1997) [N. del T.J.
El recorrido se cierra con la famosa Constitución antoni-
niana de Caracalla de las primeras décadas del siglo III d. c.,
en la que todos los hombres libres que viven dentro de los
límites del imperio pasan a ser cives romani, con indepen-
dencia de toda determinación étnico-religiosa, sean éstos
africanos, de Asia Menor, españoles, galos, etc.
Antes de la influencia romana y de su dominio no
encontramos nada de todo esto en ninguna de las poleis
griegas; por el contrario, en ellas prevalece el principio de
"pertenezco a esta polis porque allí tiene la sede mi genos".
Obviamente, no se excluye la posibilidad de poder esta-
blecer foedera, pactos entre ciudades (este hecho es fun-
damental para entender la historia de Grecia) pero cada
una de ellas se mantiene sustancialmente aislada a causa
del arraigo de estirpe y de género. Como consecuencia
se produce el aislamiento de cada una de las polis respecto
del resto. Aunque existen las olimpiadas, las grandes fiestas,
las ciudades griegas permanecen como islas y sólo duran-
te brevísimos períodos pueden federarse bajo la presión
de acontecimientos extremos particularmente dramáticos
-por ejemplo, a principios del siglo v a. C. por las guerras
persas- o porque una de ellas asume la hegemonía, aunque
por poco tiempo (la hegemonía de Atenas dura poquísi-
mo y la de Esparta todavía menos). Por tanto, a las ciudades
griegas les resulta imposible dar vida a unidades federadas
más amplias,justamente porque cada una de ellas no es una
civitas y porque en ellas mismas no pueden absorber ni inte-
grar lo distinto.
Quien es libre en la polis, pero no pertenece al genos,
tiene la condición del meteco, del huésped, una condi-
ción muy similar a la que ostentaban judíos y cristianos
13 en las ciudades musulmanas. De hecho, algunos historia-
dores sostienen que el derecho de hospitalidad de las ciu-
dades musulmanas -derecho por el cual durante siglos
éstas pasan a ser ciudades verdaderamente multiculturales
y multiconfesionales en la cuenca mediterránea- deri-
va precisamente de la institución de la hospitalidad hacia
el extranjero libre presente en las ciudades helenísticas, un
extranjero que es totalmente tolerado y a quien se le reco-
nocen derechos personales, tradiciones propias y libertad de
culto, aunque sin el ejercicio de derechos políticos.
Nos encontramos, pues, ante esta gran distinción que
nos lleva a preguntarnos qué entendemos por ciudad:
¿le otorgamos un valor fuertemente étnico o la entendemos
en el sentido de civitas? Al pensar en la democracia atenien-
se; no debemos olvidar que ésta funcionaba sobre la base de
una idea étnica y religiosa, mientras que desde el punto de
vista romano se trata de un producto artificial; es decir, en
Roma uno pasa a ostentar plenamente el título de ciuda-
dano con todos los derechos simplemente porque acuerda
someterse a unas leyes y obedecer ese régimen: concordia
tiene este significado.
Naturalmente, la sede de Roma, la Urbs, tiene un gran
valor simbólico; venerarla es uno de los deberes ineludibles
del civis. Roma es el centro del imperio, el lugar donde se
encuentran las grandes instituciones políticas (el Senado,
la República y más tarde el emperador), pero en Roma no
vive una determinada estirpe o raza que, como tal, tenga el
mando; su primacía no tiene de ningún modo su origen en
razones como aquellas que hacían creer a un ateniense que
Atenas era realmente el núcleo, el valor fundamental, de la
Hélade.
14 Otra idea interesante, que nace precisamente en este con-
texto, es que en su esencia la ciudad es "móvil". Uno de los
epítetos más significativos de la época tardorromana es el
de Roma mobilis,justamente porque este dinamismo extre-
mo del propio mito de los orígenes le permite imaginarse
a sí misma y construir su propio mito a través de la síntesis
de los elementos más dispares. Todo el esfuerzo de Virgilio y
toda la ideología de Augusto se basan en la idea de los orí-
genes, y los orígenes de una ciudad siempre son su potissima
pars (tal como aparece en el Códice de Justiniano), su parte
más fuerte, porque el origen es aquello que funda la ciu-
dad. Sin embargo, tal como los representa la ideología de
Augusto, los orígenes de Roma se encuentran precisamen-
te en la confluencia de pueblos diversos; los propios latinos
no son los enemigos que son conquistados y sometidos.
La promesa de Zeus a Juno consiste en que, si bien los tro-
yanos serán los vencedores, después serán a su vez absorbi-
dos por la lengua y el nombre de los latinos. Es Eneas quien
se acerca a los etruscos para suplicarles su alianza. Se pro-
duce toda una confluencia de elementos diversos, de tra-
diciones y lenguas diversas, y ésta es precisamente la civitas.
Es por encontrarse bajo una misma idea, es más, bajo una
misma estrategia (más que una idea fundadora), por lo que
se mantienen unidos estos ciudadanos tan diversos; no por
su origen, sino por el objetivo común. La ciudad proyectada
en su futuro reúne a los ciudadanos, no el pasado de la gens,
ni la sangre; los ciudadanos se reúnen para perseguir un fin,
de ahí la Roma mobilis. Todo esto está claramente enunciado
en el gran poema de Virgilio.
Pero, ¿cuál es el fin que hay que alcanzar? La respuesta es
el imperium sine fine. De los lugares más diversos, de Europa,
15
de África y de Asia, se confluye simultáneamente para per-
mitir que Roma expanda sus fronteras, para que el Imperio
romano no tenga límites espaciales ni temporales. Imperio
no significa imperio policial, dominio ejercido con las
armas; en la obra de Virgilio, "imperio sin fin" significa que
Roma debe dar las leyes a todo el mundo, a todo el orbe; la
Urbs debe convertirse en aquello que otorga las leyes, aque-
llo que impone a todo el mundo la concordia por el some-
timiento a la ley. En esta idea está implícito que aquello que
rige la civitas no es un fundamento originario, sino un obje-
tivo: se vive en común porque por medio de la concordia
que producen nuestras leyes podemos mirar a un gran fin:
Roma mobilis.
¿No es justamente esto lo que copia la Iglesia? Ésa es la
gran y eterna construcción del derecho romano, por ello
los padres de la Iglesia veían a Roma como algo providen-
cial. En esencia, la estructura jurídica de la Iglesia es roma-
na, y no puede ser de otra manera.
La idea de que aquello que nos une, aquello que tene-
mos en común, no tiene nada de originario, sino que es
solamente un fin, es algo grandioso. Esto no es otra cosa
que la "globalización": hacer de la orbis una urbs a fin de que
el círculo mágico que encerraba y apresaba los límitesde la
ciudad en las poleis coincida con el círculo del mundo en
toda su dimensión espacial y temporal. Ésta es la gran idea
romana que ha entrado en el ADN de Occidente, una idea
absolutamente inextirpable que se ha convertido precisa-
mente en la idea fundamental de la misma teología política
implícita en el espíritu de las misiones, de la evangelización.
Como es natural, esta movilidad puede tener éxito sólo
si está asociada a la idea de civitas augescens, de ciudad que
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siempre crece: otro término clave y emblemático sobre
el que a veces me he explayado con amigos romanistas
y que domina nuestros lenguajes y nuestro patrimonio
cultural. Este término resulta inconcebible en lo que se
refiere a la polís: al leer a Platón y a Aristóteles, uno se da
cuenta de que su dramático problema consistía en que la
polís no se agrandase demasiado, porque si esto ocurría,
¿cómo haría para mantenerse arraigada a su genos?
En La República y en Las Leyes de Platón, y en La Política
de Aristóteles el problema radica en mantener espacial-
mente controlables los caracteres de la polis, de lo contrario
toda su construcción se hubiese derrumbado. En cambio, el
carácter fundamental, programático, de la civitas consiste en
crecer; no hay civitas que no sea augescens, que no se dilate,
que no de-lire (la 'lira' es el surco, la huella que delimitaba
la ciudad; 'delirio' quiere decir salirse fuera de la 'lira', ir más
allá de los límites de la ciudad). Por su naturaleza, la civitas
es, pues, augescens; ¡para un romano no es posible una civitas
que no de-lire!
En la formación de la polis no puede eliminarse el cri-
terio fundamental del genos, como podemos ver también
en la obra de Platón y Aristóteles. Que la polis está formada
por animales políticos dotados de logos es evidente, pero el
lagos es el griego. Los griegos fueron casi exclusivamente
monolingües a lo largo de toda su historia, en cambio el
Imperio romano es programáticamente bilingüe (un rasgo
interesantísimo si lo comparamos con el carácter cultural
del imperio americano, al menos entre sus dirigentes).
En toda la literatura griega, desde el siglo I al siglo VI d. c.,
no se citan los autores latinos: ni Virgilio, ni lioracio, ni
Ovidio ni Lucrecio; casi todos son ignorados en la práctica
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21 y en la sustancia. La cultura griega continuaba creyendo que
el propio logos -puesto que en su varios dialectos perte-
nece a e e gOlOS y lo caracteriza- era universal justamente
por estar "arraigado"; por estar tan unido a su propia sedes,
a su propio ethos (en el sentido anteriormente descrito).
Es decir, para los griegos el logos también tenía un signifi-
cado étnico y no era en absoluto un mero instrumento de
cálculo y de comunicación. Los helenos no tenían ninguna
idea instrumental del lenguaje y éste era lo que los carac-
terizaba frente a los bárbaros. Es imposible escindir ambos
aspectos: por un lado el ethos, por otro ellogos. Uno de los
elementos fundamentales del ethos griego es su lengua-
je, que tiene esas características de medida, articulación y
riqueza, y que es el único lenguaje que los griegos, sobre
todo durante el siglo v, sienten que es capaz de parresia
(de hablar franco, libre). El único logos capaz de producir
dialogos, donde el elemento dialógico del convencimiento
y de la persuasión resulta crucial.
En el resto de lenguas se percibía más bien un tono de
mando, de tiranía, de indistinción, como sucedía en la gran
tierra asiática, espacio geográfico de lo indistinto, una tierra
que no estaba organizada en poleis autónomas, celosas de
su propia autonomía y de los cultos propios de los que sen-
tían su especificidad. Bien es cierto que existía un Olimpo
común, pero no entenderíamos nada de la mitología griega
si no supiéramos cuán localizada estaba, cuán "territorializa-
da" estaba su forma (¿cuántas tumbas de Heracles había por
toda Grecia y cuántas del resto de héroes?). Esto era Grecia:
una familia hecha de distinciones celosas, de diferencias,
y ésa fue su debilidad, de modo que este milagro duró hasta
la guerra del Peloponeso.
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Tal como ya han explicado Cad Schmitt y otros autores, el
nomos, la ley, que tiene una raíz terrenal (nomos es el pasto),
es justamente la partición de la tierra. Originalmente la ley
era aquel proceso por el cual se divide la tierra, el pasto.
La tierra indistinta se articula y ello se hace sobre la base
de un logos. Está claro que el nomos terrenal debe respe-
tar una justicia más alta: éste es el discurso de los filóso-
fos (Heráclito, Empédocles y otros) que, sin embargo, lo
declinan siempre en polémica con su polis, con sus conciu-
dadanos. Éstos no saben escuchar el logos, y por ellos perma-
necen siendo in-fantes.
La muerte de Sócrates fue el gran pecado de la polis, que
condena al justo para defender su Constitución material.
A ojos del filósofo, de quien dice"escuchar el logos", el
nomos de la polis debería "armonizar con la divina Diké"
y, sin embargo, era exclusivamente terrenal. Esto es lo que
sucede en filosofia durante dos siglos, hasta llegar a Platón,
mientras que Aristóteles pasa página construyendo una
fenomenología de las Constituciones políticas. Pero no se
escucha a Platón hasta el punto de que se tome La República
como la suprema indicación de aquello que la polis debe-
ría ser para que funcionase con medida y justicia, algo
totalmente irreal respecto al funcionamiento de la polis
verdadera.
Además, el arraigo terrenal constituía una referencia sim-
bólica muy fuerte porque el genos y ellogos expresaban esos
mitos, esas tradiciones y esas costumbres. ¿Dónde aprendían
los griegos a leer y escribir sino en Homero y Hesíodo?
El testimonio de toda la filosofia griega es que la rela-
ción con la Diké cósmica, urania, es siempre incierta y
problemática.
23
Sobre la raíz de polis se ha dicho de todo. Giambattista
Vico decía que el término estaba formado sobre la misma
raíz de polemos (guerra), algo que más tarde han repetido
Cad Schmitt y tantos otros. Es cierto que la raíz de polis,
si es que es indoeuropea, indica pluralidad y multiplicidad,
pero no es del todo seguro que tenga una raíz indoeuropea,
mediterránea, semítica, mesopotárnica o acadia. Es sabido
que muchísimos términos griegos, sean toponímicos o no,
tienen una raíz que no es indoeuropea, sino mediterránea,
pelásgica, acadia. Probablemente también sea porque en
acadio existen varios sustantivos con este étimo que indican
fortaleza, castillo, lugar fortificado.
En sustancia, la perspectiva europea no se desarrolla a par-
tir de Grecia, sino de Roma. De hecho, pensamos la ciudad
como un lugar donde gentes diferentes convienen en acep-
tar y obedecer una ley. Todo el derecho europeo se desarro-
lla sobre la base de esta idea, que deriva directamente del
derecho romano; y no sólo el derecho europeo, sino que
también una gran institución occidental como la Iglesia está
toda ella dominada por esta idea. Ni la ciudad del hombre
ni la de Dios se interpretan sobre la base de parámetros
de tipo étnico. San Agustín dice que en su peregrinaje la
Iglesia acoge en su seno sin atender a las diferencias étnicas,
de lengua o de costumbres.
Sin embargo, esta situación crea un gran problema desde
el punto de vista de las modalidades del habitar. Es como si
lleváramos dentro de nosotros la nostalgia de la polis, de la
ciudad morada, algo que entra en conflicto con la tensión
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Capítulo 2
La ciudad europea:
entre morada
y espacio de
negdtium
25 hacia la universalidad. Pensamos que para tener dimen-
siones humanas la ciudad debe recordar de alguna mane-
ra a la polis. ¡Cuánta retórica sobre la polis, sobre la política
que viene desdela polís! (Todos los políticos repiten este
estribillo). ¿Queremos volver a un espacio bien definido,
a un territorio bien delimitado que permita intercambios
sociales, relaciones sociales ricas y compartidas? En la polis
esto sucedía sobre la base de ese criterio no indiferente,
que tiende a olvidarse, por el cual eran unos pocos quie-
nes decidían en las asambleas; como mucho se limitaban
a un millar de personas que intercambiaban cargos en el
ágora, que tomaban decisiones libres conjuntamente (como
máximo eran quince o veinte millos hombres libres que
vivían en Atenas). ¿Es ésta la idea de ciudad que queremos
cultivar, o bien la gran idea romana, de gente diversa que
viene de todas las partes, que habla todas las lenguas, que
practica todas las religiones?, ¿una única ley, un Senado,
un emperador y una misión? ¿Qué referencia escogemos?,
¿el origen o el fin?, ¿el vínculo de estirpe o la ley? Éste es
el dilema, pues de otro modo, ¿cómo se hace una comuni-
dad?, ¿mediante los simples pactos entre intereses diversos,
mediante armisticios, treguas y compromisos precarios?
Ésta es una primera cuestión que hay que examinar.
Hay una segunda tensión que caracteriza nuestra relación
con la ciudad y que es más específica de la ciudad moder-
na. Cuando se habla de ciudad, nosotros que pertenece-
mos a las civilizaciones urbanas -los primeros testimonios
arqueológicos de vida urbana en el entorno mediterráneo
se remontan al 3500-4000 a. C.; nos encontramos pues a tan
sólo seis mil años de una civilización urbana que tiene sus
ciclos, sus apogeos, sus crisis- siempre hemos mantenido
26 una postura doble y contradictoria frente a esta forma de
vida asociada. Por un lado consideramos la ciudad como
un lugar donde encontrarnos, donde reconocernos como
comunidad; la ciudad como un lugar acogedor, un "rega-
zo", un lugar donde encontrarse bien y en paz, una casa Oa
casa como idea reguladora a la que, desde los orígenes, nos
hemos acercado en esta revolucionaria forma de vida aso-
ciada). Por otro, cada: vez más consideramos la ciudad como
una máquina, una función, un instrumento que nos permita
hacer nuestros negatía (negocios) con la mínima resisten-
cia. Por un lado tenemos la ciudad como un lugar de atíum,
lugar de intercambio humano, seguramente eficaz, activo,
inteligente, una morada en definitiva; y, por otro, el lugar
donde poder desarrollar los nec-atia del modo más eficaz.
De modo que seguimos pidiéndole a la ciudad dos cosas
opuestas. No obstante, esto resulta característico de la histo-
ria de la ciudad: cuando defrauda demasiado y se convierte
únicamente en negocio, entonces comienzan las huidas de
la ciudad tan bien recogidas en nuestra literatura: las arca-
dias, las nostalgias de una época no urbana más o menos
mítica. Por otra parte, cuando la ciudad asume realmente
los rasgos del ágora, del lugar de encuentro rico desde el
punto de vista simbólico y comunicativo, entonces inme-
diatamente nos apresuramos a destruir este tipo de lugar
porque contrasta con la funcionalidad de la ciudad como
medio, como máquina. ¿Qué ha sucedido en la historia del
urbanismo en los últimos siglos? Desde el siglo xv al xx,
se ha producido, en nombre de la ciudad instrumento, una
destrucción de todo aquello que en la ciudad precedente
impedía ese movimiento, obstaculizaba la dinámica de los
negatía. Esto ha sucedido en todas las ciudades europeas
de una manera sistemática y programática más o menos
violenta (en Italia en menor medida que en otros lugares,
no porque los italianos amáramos más nuestro pasado, sino
simplemente porque hemos tenido un desarrollo tardío, de
modo que la violencia del impacto de la industria-mercado
sobre la ciudad antigua ha sido más lento respecto a otros
países) .
Antes de discutir sobre elecciones urbanísticas debemos
hacernos una pregunta: ¿qué le pedimos a la ciudad?
¿Le pedimos que sea un espacio donde se reduzca a la
mínima expresión toda forma de obstáculo al movimiento,
a la movilización universal, al intercambio? ¿O le pedimos
que sea un espacio donde haya lugares de comunicación,
lugares fecundos desde el punto de vista simbólico, donde
se preste atención al atíum? Desgraciadamente se piden
ambas cosas con la misma intensidad, pero de ningún modo
pueden proponerse ambas conjuntamente y, por tanto,
nuestra postura frente a la ciudad parece cada vez más
literalmente esquizofrénica.
Esto no quiere decir que sea una postura"desespera-
da"; al contrario, resulta fascinante porque quién sabe qué
es lo que surgirá. Se trata de una contradicción tan fuerte
que podría ser la premisa de cualquier nueva creación y así
ocurrió también en la disolución de la forma urbana del
mundo antiguo: la disolución radical de esas formas dio
vida al nuevo espacio urbano continental europeo a través
de instituciones que jamás nadie hubiera soñado o inven-
tado (nuevas ideas de derecho, nuevas relaciones de domi-
nio, nuevas formas de comunidad, como la monástica, una
forma comunitaria fundamental en la promoción de nuevos
modelos de desarrollo urbano).
¿Pero podemos aún hablar hoy de ciudad? Quizás en
Italia es posible todavía en algún caso, como, por ejem-
plo, Florencia; pero en los casos de Milán, Roma, Nápoles
y Palermo se hace dificil. La metrópoli de la antigüedad
tardía, Roma mobílis, la Urbs que delira a partir de su surco,
tiene muchos rasgos en común con lo que voy a decir. La
historia europea de las ciudades hasta la época barroca mos-
trará una ciudad que, sin embargo, se parece de algún modo
a aquella que aparece descrita en el fresco Alegoría del buen
gobierno del palacio de Siena, obra de Ambrogio Lorenzetti:
una ciudad donde el elemento de comunión y de comuni-
cación está presente más allá del "aura" mítico con la que se
representa (seguramente en aquella ciudad había conflictos
debidos generalmente a la cercanía como factor de enemis-
tad). Esa ciudad fue destruida por el ímpetu conjunto de
industria y mercado, y de este modo aparece la metrópoli,
la Grqftstadt, dominada por las dos "figuras" clave, los dos
"cuerpos" que la regulan: la industria y el mercado.
Al igual que en las ciudades medievales lo era la cate-
dral y el palacio de gobierno o el palacio del pueblo, en
la ciudad moderna las presencias clave son los lugares de
8 Puede suceder que nuestra pregunta, tan violentamente
contradictoria, anuncie soluciones creativas que no estén en
continuidad con la historia que cargamos a nuestras espal-
das. Invito siempre a urbanistas y a arquitectos a razonar en
estos términos, y no en términos de conservación, inten-
tando desesperadamente recortar pedacitos de ágora, o de
aval crítico de la movilización universal: un modo de pensar
los opuestos como si fuesen dos caras de la misma moneda,
porque el futurismo y el conservadurismo total siempre han
ido parejos en todo: en urbanismo, en arte, en política, en
cualquier parte. En cambio, es necesario partir de la contra-
dicción inherente a esta pregunta e intentar darle un valor
como tal, haciendo que explote. Es mejor hacer proyectos
de arquitectura y de urbanismo que pongan en evidencia
ante el público el carácter contradictorio propio de la pre-
gunta, sin cubrir ni mistificar esta situación, sin pretender
superarla con cualquier huida hacia delante o volviendo al
pasado de Atenas. No habrá más ágora.
29 ---- Capítulo 3
El advenimiento
de la metrópoli
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producción y los de intercambio. Todo se articula alrede-
dor de ellos como factores capaces de conferir significación
simbólica al conjunto, pero, al mismo tiempo, la ciudad se
organiza y se regula en torno a estos momentos; en torno
a ellos se constituye una urbanística, se elaboran interven-
ciones programáticas alrededor de estos factores domi-
nantes que permiten la solución de la "ecuación" en tanto
que "valores conocidos". De hecho, se sabe que la indus-
tria tiene determinadas exigencias de ubicación, comporta
determinadas funciones, de vivienda en primer lugar, a las
que hay que dar cobijo mediante un determinado tipo de
edificio. De estemodo, el espacio se organiza alrededor
de estos cuerpos relativamente notorios, rígidos y fijos.
En fisica se llamarían "cuerpos galileanos" de referencia, y
la metáfora no resulta extemporánea, puesto que el propio
Albert Einstein nos invita a razonar sobre la base de una
metáfora que tiene que ver con la historia de la ciudad, del
paso de una relatividad limitada a una general, donde la pri-
mera es aquella en la que los cuerpos de referencia permi-
ten todavía unas métricas que tienen que ver con todo el
sistema.
La evolución hacia la metrópoli ha sido posible por-
que el punto de partida de la ciudad europea no ha sido la
polís griega, sino la civitas romana. Nuestra idea de ciudad
es totalmente romana, es civitas mobilis augescens, y hasta qué
punto esto resulta fundamental lo demuestra la historia de
las transformaciones urbanas, de las revoluciones políticas
que tienen la ciudad como centro, a diferencia de lo que
sucede en otras civilizaciones donde la forma urbis se ha
modificado precisamente por la influencia, o mejor aún,
por el asalto de la civilización occidental. Las civilizaciones
urbanas de la antigüedad que hoy conocemos son riquí-
simas, pero son estables en su forma: todas demuestran el
arraigo terrenal, ya sean las grandes ciudades mesopotá-
micas o las ciudades orientales (Kioto, Shanghái y Pekín
fueron megalópoli en tiempos en los que París y Londres
eran aldeas, pero sus formas han permanecido relativamen-
te estables durante siglos). Las increíbles revoluciones de
la forma urbis derivan de este acercamiento a la ciudad que
se tiene con la aparición de la civitas romana. Las formas
urbanas europeas occidentales derivan de las característi-
cas de la civitas. La ciudad contemporánea es la gran ciudad,
la metrópoli (de hecho, éste es el rasgo característico de la
ciudad moderna planetaria). Se ha disuelto todaforma urbis
tradicional. En su momento, las formas de la ciudad eran
absolutamente diferentes (véase, por ejemplo, las diferencias
entre Roma, Florencia yVenecia). Ahora sólo hay una única
forma urbís, o mejor aún, un único proceso de disolución de
toda identidad urbana.
Este proceso (que, como veremos, se lleva a cabo en la
ciudad-territorio, la ciudad posmetropolitana) tiene su ori-
gen en la afirmación del papel central de la unión de lugar
de producción y de mercado. Cada sentido de la relación
humana se reduce a la producción, el intercambio y el mer-
cado. Es aquí donde se concentra toda relación; entonces
todo lugar de la ciudad es visto, proyectado, reproyectado y
transformado en función de estas variables fijas, de su Valor.
Los lugares simbólicos sólo se convierten en estos anteriores
y desaparecen aquellos que habían sido los lugares simbó-
licos tradicionales, sofocados por la afirmación de los luga-
res del intercambio, expresión de la movilidad de la ciudad,
de la ervenleben Da vida nerviosa] de la ciudad. Las nuevas
32 construcciones son macizas, dominan, son físicamente volu-
minosas, grandes contenedores (imaginad la arquitectura de
las típicas ciudades industriales, la fascinación que ejerce en
todas partes la arquitectura-fábrica) cuya esencia consiste,
no obstante, en ser móviles, en dinamizar toda la vida. Son
cuerpos que producen una energía movilizadora, desqui-
ciante y desarraigante. Estas presencias disuelven o ponen
entre paréntesis las presencias simbólicas tradicionales que,
de hecho, se reducen al centro histórico. Es así como nace
el "centro histórico": mientras la ciudad se articula ya en
base a la presencia dominante y central de los elementos
de producción e intercambio, la memoria se convierte en
museo, dejando así de ser memoria, porque ésta tiene sen-
tido cuando es imaginativa, recreativa, de lo contrario se
convierte en una clínica donde llevamos nuestros recuerdos.
Hemos "hospitalizado" nuestra memoria, así como nuestras
ciudades históricas, haciendo de ellas museos.
33 CapítuLo 4
La ciudad-
territorio (o la
posmetrópoli)
Hoy nos encontramos en una fase posterior. Mientras que
dichas presencias todavía articulaban el espacio en las metró-
poli, fundaban unas métricas bien reconocibles en la dia-
léctica entre centro y periferia y constituían los criterios
dominantes del urbanismo clásico de los siglos XIX y xx (las
diferentes funciones productivas, residenciales y terciarias),
en la actualidad esta posibilidad está completamente superada.
La ciudad-territorio impide cualquier forma de programa-
ción de este género. Nos encontramos ya en presencia de un
espacio indefinido, homogéneo, indiferente en sus lugares,
donde los acontecimientos suceden sobre la base de lógicas
que ya no corresponden a ningún proyecto global unitario.
Como tales, dichos acontecimientos cambian con una rapi-
dez increíble: cierto es que la fábrica no era la catedral, pues
no tenía la estabilidad de los viejos centros de laforma urbis,
pero sí tenía cierta estabilidad. Ahora la rapidez de las trans-
formaciones impide que se conserven recuerdos del pasado
en el lapso de una generación. Esto comporta encontrarnos
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34 ya en una situación donde casa y no casa se conectan; mora-
da y no morada son dos caras de la misma moneda.
Aunque tiene su centro impulsor en Occidente, este pro-
ceso alcanza ya todos los continentes. En 1950 había ochen-
ta y tres ciudades en el mundo con más de un millón de
habitantes, y de ellas cincuenta se encontraban en los países
industrializados. En la actualidad, hay trescientas ciudades
con más de un millón de habitantes y en su mayor parte se
encuentran en los países pobres. En 2015 habrá treinta y tres
ciudades con una población superior a los veinte millones
de habitantes y veintisiete de ellas se encontrarán en los paí-
ses pobres. ¿Cómo estarán hechas? Si extrapolamos a partir
de la situación actual, sería demasiado fácil preverlo: vastísi-
mas áreas arquitectónicamente indiferenciadas rebosantes de
funciones de representación, financieras y directivas con api-
lamientos alrededor de áreas periféricas residenciales, "gueti-
zadas" unas respecto de las otras, zonas comerciales de masas,
"restos" de producción manufacturera. El conjunto, conec-
tado por "acontecimientos" ocasionales, es independiente
de toda lógica urbanística y administrativa. Para las grandes
masas la "casa" será el miniapartamento estandarizado. Como
rezaba una publicidad en Senegal: "Comprad nuestras casas
así de pequeñas, pues podréis estar con la mujer y el hijo y al
fin podréis dejar de hospedar a los familiares que vienen del
campo". Estas periferias para la clase media baja burócrata,
que es una de las patologías más inauditas de los países sub-
desarrollados (en África las burocracias públicas dan empleo a
diez veces más personas que las que empleaban en el período
colonial), son consecuencia del proceso de megaurbanización
de dichas áreas, porque han destruido los recursos y las cul-
turas locales y han multiplicado las rentas. Éste es el plan para
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estos territorios: por un lado, centros directivos, representati-
vos y terciarios a la manera occidental y, por otro, periferias
populares al modo occidental con tiempos de degradación
de pocos años, para acabar en bidonvilles. Otro modelo con-
siste en la única ciudad, como en Japón, donde a lo largo de
la costa no hay solución de continuidad desde el norte hasta
Hiroshima; la ciudad coincide con todo el territorio.
No cabe duda de que el territorio donde vivimos cons-
tituye un desafio radical a todas las formas tradicionales de
la vida comunitaria. El desarraigo que produce es real.
Todas las formas terrenales tienden a disolverse en la red de
las relaciones temporales (véase más adelante). No obstante,
para ello se hace necesario que el espacio asuma justamente
el aspecto de una forma a priori, equivalente y homogénea
en todos sus puntos; es decir, que desaparezca la dimensión
del lugar, la posibilidad de definir lugares en el interior del
espacio o caracterizar este último según unajerarquía de
lugares simbólicamente significativos.
¿Es posible vivir sin lugar? ¿Es posible habitar allí donde
no se producen lugares?
El habitar no se produce allí donde se duerme y de vez
en cuando se come, donde se mira la televisión y se juega
con el ordenador personal; el lugar del habitar no es el aloja-
miento. Sólo una ciudad puede ser habitada, pero no es posi-
ble habitar la ciudad si ésta no se dispone para el habitar;
es decir, si no "proporciona" lugares. El lugar es allí donde
nos paramos: es pausa; es algo análogo al silencio en una par-
titura. La música no se produce sin el silencio. El territorio
posmetropolitano ignora el silencio; no nos permite parar-
nos, "recogernos" en el habitar. No conoce, no puede cono-
cer distancias; éstas son su enemigo. En su interior todo lugar
36 parece destinado a acartonarse, a perder intensidad hasta
transformarse en nada más que en un pasaje, un momento
de la "movilización" universal.
Uno se encuentra en una ciudad que es y no es casa,
donde se está y no se está, una ciudad que se vive como una
contradicción. ¿Cuáles son las consecuencias? Afrontar el
problema con la idea de restaurar lugares, en el sentido tra-
dicional del término, es una forma regresiva y reaccionaria.
También se puede aplaudir el proceso en curso y su diná-
mica, el movimiento de disolución de los lugares imperio-
samente en la práctica. "Vivimos ya en el antiespacio; todos
nuestros asentamientos se mueven en el ciberespacio; debe-
mos imaginar nuestras casas como sensores" (son palabras
del arquitecto estadounidense William J. Mitchell en su libro
City <ifbits);2 sin embargo, este futurismo informático es la
otra cara de la postura conservadora reaccionaria que anhela
la restauración del ágora y de la poliso
Concretar semejante contradicción para poder vivirla y
comprenderla, y no sólo para padecerla y sufrirla, constituye
un problema teórico que hay que afrontar. Si seguimos sien-
do de los lugares, ¿cómo podemos no querer lugares? No
obstante, los lugares deseables ya no pueden ser los de la polis,
ni tampoco los de la metrópoli industrial; deben ser lugares
donde puedan verse representados los rasgos de la moviliza-
ción universal.
El cuerpo y el lugar
Pero, ¿por qué tenemos necesidad de lugares? Por algo que
concierne a nuestra propia dimensión fisica más originaria.
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Mitchell,William J., City eif bits: Space,
place, al1d the Infobalm, The MIT Press,
Cambridge (Masso), 1995 [No del T.] o
Massimo Cacciari
Playa, 1982
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Yamaguchi,1981-1997
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Me refiero a la phisis en su sentido más propio ('física' viene
de phisis, 'naturaleza'). ¿Sería alguna vez concebible un espa-
cio-sin-lugar si, como resulta evidente, "resiste" ese lugar
absolutamente fundamental que es nuestro cuerpo?, ¿cómo
resolver este lugar en el continuum temporal?, ¿o cómo redu-
cirlo a una función meramente dependiente a partir de su
despliegue? Si somos lugar, ¿cómo podremos no buscar luga-
res? La filosofía del territorio posmetropolitano parece exi-
gir nuestra metamorfosis en almas puras, o en pura dinamis,
energía intelectual. Quizá nuestra alma sea realmente a-oikos,
sin casa, como el eros platónico, pero ... ¿nuestro cuerpo, la
razón de nuestro cuerpo? ¿No tiene el propio nómada que
ver de todos modos con el lugar? Va de un lugar a otro, no
se detiene en ninguno, pero siempre conoce lugares. ¿Y qué
representan sus grandes alfombras sino la casa, el lugar de
su casa, que lo sigue a cualquier parte y donde habitaba en
esencia? Puede que llegue un día -como ya ha sucedido en
las "profecías" de la ciencia ficción- en que nuestro cuerpo
sea transmisible como cualquier otra información. Entonces
quizá se resuelva el problema de su razón específica y, por
tanto, del lugar y del habitar. Pero, ¿será ese hombre real-
mente superhombre en todo y para todo? Podemos imagi-
nárnoslo en "transmisión" perenne, ¿pero no deberá "tomar
tierra" en algún punto, en algún momento? ¿Será perenne-
mente insomne o peregrinante, como las almas que vuelan
alrededor del Poeta del Paraíso, o deberá todavía detenerse?
¿Dónde?, ¿en estaciones de "recarga"?, ¿en distribuidores
de energía?, ¿o todavía tendrá que hacerlo en lugares? Pero,
¿qué lugares? Es evidente que este hombre nunca podrá
reconocer como propios los lugares de los antiguos espacios
urbanos ni los de las antiguas metrópolis.
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He aquí, pues, el gran y fascinante problema con el que se
miden todos quienes, con conciencia crítica y filosófica,
afrontan la perspectiva del territorio posmetropolitano bajo
los diversos perfiles administrativos, urbanísticos y arqui-
tectónicos. Ninguna añoranza reaccionaria hacia la tierra
"bien fundada" de la Urbs; ninguna voluntad nostálgica de
restaurar-recuperar los lugares de la antigua ciudad: esto sólo
podría dar lugar a" "localismos" vernáculos, a una Heimatkunst,
un arte regional vacío e insensato. Pero, igualmente, ¡ninguna
"huida hacia el futuro", ninguna ideología de lo "futurible"!
Una tendencia similar hace que la arquitectura sea un juego
puramente formal y que pierda toda potencia constructiva,
toda seriedad y responsabilidad. ¿Qué hacer entonces?
En el espacio metropolitano todavía subsistía una jerar-
quía precisa entre edificios o "contenedores" que desa-
rrollaban la función de ser cuerpos de referencia. Sobre el
"reloj" de estos cuerpos se recalcaba la métrica del conjunto.
El urbanismo contemporáneo siempre se ha movido más
o menos alrededor de la orientación que garantizaban los
cuerpos, intentando racionalizar el uso del espacio alrededor
de ellos. Todo cuerpo-edificio de referencia está llamado a
desarrollar una tarea definida, tiene unas cualidades y propie-
dades específicas. Bajo este perfil, el espacio metropolitano
no se diferencia sustancialmente del espacio urbano sino por
el hecho de exceder todos sus viejos límites, lanzándose a lo
largo de las directrices de su movimiento.
Éstas son las contradicciones que obligan a ir más allá de
la metrópoli. Por un lado, su esencia consiste en la irradia-
ción en un espacio como forma pura a priori; por otro, su
irradiación se contradice constantemente con la "gravedad"
de los cuerpos de referencia que la ocupan.
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Para estar a la altura de esta tarea urbanística es necesa-
rio enfrentarse a un problema filosófico fundamental, o al
menos localizarlo: ¿es posible eliminar el espacio mientras
sigamos siendo cuerpos?
Pedimos al mundo exterior que se disuelva en virtual
mientras seguimos siendo el lugar de nuestro cuerpo, miles
de millones de moléculas de las que nos componemos y
que tienen cierta forma espacial. ¿Cómo podemos hacer
convivir el lugar que somos con la eliminación externa de
todo lugar? Se trata de un problema esencial. Podría hacer-
se ciencia ficción inteligente, tal como hace Philip K. Dick:
en cuanto consiga transmitirme como un fax o como un
correo electrónico, el problema estará resuelto.
Si pudiéramos tratar nuestro cuerpo como una informa-
ción entre otras muchas, el problema estaría resuelto, puesto
que ya somos dueños de la información, de su manipulación
y su transmisión. Pero, ¿no es esto lo que está ocurriendo?
¿No está tratando la ciencia médica el cuerpo como un
conjunto de informaciones? Mucha gente habla de biopo-
lítica, de un tratamiento de la vida sobre la base de expecta-
tivas y aparatos técnico-políticos, y esto, lejos de ser ciencia
ficción, constituye ya una realidad (la buena ciencia ficción
siempre ha tratado de ideas-límite y reguladoras de una
forma real); esta perspectiva es un hecho: tratamos ya nues-
tro cuerpo técnica y políticamente como un conjuntode
informaciones.
Debemos afrontar esta paradoja filosófica y estética.
La energía que emana el territorio posmetropolitano es
esencialmente desterritorializante, antiespacial. Es cierto que
es posible afirmar que este proceso ya se había iniciado con
la metrópoli moderna, pero sólo hoy tiende a explicarse en
su perfección. Se considera que toda métrica espacial cons-
tituye un obstáculo que hay que salvar. La idea reguladora es
siempre la de una "angelópolis" absolutamente desarraigada.
Ésta es también la idea reguladora, o la ftlosofía de base, de
las tecnologías informáticas; mejor dicho, para estas tecnolo-
gías, la superación del vínculo espacial no representa más que
el primer paso hacia la superación también del vínculo tem-
poral, hacia la posibilidad de una forma de comunicación
verdadera y completamente angelical (de hecho, los ángeles
se entienden entre sí sin mediación alguna, en la inmedia-
tez del mero pensamien,to). Una forma tal de comunicación
hace que el espacio sea perfectamente indiferente y homo-
géneo. Éste no presenta ya ninguna"densidad" particular,
ningún "nodo" significativo y, naturalmente, el efecto de su
eliminación consistirá en la perfecta transparencia y fiabili-
dad de las informaciones. De hecho, si éstas no encuentran
ningún obstáculo, ya no deben ser "transportadas", ya no se
producirán malentendidos ni equívocos. El mito o la ideolo-
gía de la perfecta desterritorialización se ve acompañado por
el de una forma inmediata de comunicación, o mejor aún,
de la total eliminación de los malentendidos.
Pero, desgraciadamente, ¡el espacio se venga de este deseo
de ubicuidad!, y lo hace de dos maneras: en primer lugar,
ya no nos movemos por las ciudades a causa de los pro-
blemas del tráfico (sí, todos los días nos vemos obligados a
descubrir que todavía somos unos cuerpos, y nos movemos
con medios que todavía son unos cuerpos que no pueden
compenetrarse: se está poniendo de manifiesto que la ilusión
de que nuestras exigencias de movimiento físico se redu-
cirían con las tecnologías informáticas son pura ideología,
porque cuanto más crece la velocidad de la información,
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más parece aumentar el deseo de movimiento físico y de
ubicuidad). El espacio se venga, pues, inmovilizándonos
en las ciudades. Pero también se venga por otro rever-
so: las arquitecturas que se construyen por todo el mundo
contrastan radicalmente con esta ansia de movimiento y
de "espiritualización", y a menudo resultan de una pesa-
dez monumental extraordinaria. Se construyen cuerpos
extremadamente rígidos, voluminosos y monovalentes. La
arquitectura tiene un anhelo paradójico y patético por el
simbolismo del edificio (en Berlín puede verse el triun-
fo del énfasis y de lo monumental, más allá de la cualidad
específica de los contenedores particulares, como si hubie-
ran querido construir la nueva Acrópolis o el parlamento
de Estados Unidos de finales del siglo XVIII). Cuando inter-
viene a escala urbana, y con independencia de la calidad de
uno u otro arquitecto, el lenguaje arquitectónico lo hace
con una ftlosofía que contradice totalmente esta tendencia
a la movilización universal. A lo sumo, fueron los grandes
maestros de hace algunas generaciones quienes pensa-
ron unos edificios realmente transparentes, unos "pasajes".
Esto sucede por una razón esencial: la exigencia de fuertes
presencias, significativas y simbólicas, en el territorio pos-
metropolitano constituye un indicador de una exigencia
psicológica insuperable, que, sin embargo, se da de bofetadas
con la de la ubicuidad.
Espacios cerrados y espacios abiertos
Se trata de un problema que ya ha sido abordado, pero las
respuestas siguen pareciendo inadecuadas. La existencia
50 posmetropolitana continúa estando "congelada" en espa-
cios cerrados. A los contenedores tradicionales se les añaden
otros, pero con exactamente la misma lógica. Los contene-
dores se disponen según órdenes y motivaciones diferentes
de las que todavía presidían la organización metropolitana,
pero continúan siendo contenedores. Aumenta la tempo-
ralidad, la aparente arbitrariedad de su colocación, pero su
cualidad es siempre ésa: cada uno tiene propiedades rela-
tivamente fijas, estáticas. Continúa siendo un "cuerpo" de
referencia, o sigue pretendiéndolo (cada vez con mayor
esfuerzo, puesto que en la indiferencia del territorio ya es
casi imposible emerger de verdad). Se multiplica, pues,
el énfasis, la retórica del contenedor, y cuanto más aumen-
ta, más destacada es su pobreza simbólica. La presencia de
estos espacios cerrados, la resistencia que estos "cuerpos"
ejercen contra el despliegue de la vida posmetropolitana
resulta cada vez más claramente intolerable. Naturalmente,
el espacio cerrado no es sólo el edificio definido en base
a una función, a una única "propiedad"; es también el sim-
ple barrio "residencial", los espacios cerrados que constitu-
yen los parques de atracciones, donde la propia diversión se
"cronifica", como la enfermedad en los hospitales, la ense-
ñanza en las escuelas y en los campus, y la cultura en los
museos y en los teatros.
El fenómeno se hace particularmente evidente en la
evolución de la ciudad norteamericana, pero sucede un
poco lo mismo en todas partes. Frente a la intensificación,
probablemente insostenible, de esta vida nerviosa y ante la
imposibilidad de encontrar lugares en el espacio-tiempo del
territorio, quien puede permitírselo vive durante parte de
su jornada en esta movilización universal y más tarde huye
hacia lo que los sociólogos norteamericanos llaman las gated
communities [comunidades cerradas]. Se encierran en algu-
na parte, por la tarde se vuelven a encerrar, cuando su nivel
adquisitivo se lo permite, en un lugar-prisión. Cuando más
fisiológicamente in-secura es la vida en la ciudad-territorio,
tanto más se busca el imposible sine-cura de la "morada".
En Italia nos encontramos todavía en los inicios y exis-
ten pocos ejemplos de este fenómeno, pero en Estados
Unidos es algo que ya está muy difundido. Los ricos han
abandonado Manhattan y se van a un pueblecito de Nueva
Jersey a pasar la tarde mirando la tele, como en un fortín,
y al día siguiente se vuelven a meter en el tráfico metro-
politano: en esto consiste su vida. Esta necesidad de comu-
nidades cerradas responde probablemente a una exigencia
profunda de nuestra psiche, porque no es fácil vivir en la
movilización universal, en una métrica meramente temporal.
Sin embargo, la contradicción se hace patente: si por un
lado el espacio cerrado tiene necesidad de comunidad, por
otro la tiene de privacy, en lo que se refiere tanto al estilo de
vida como a la concepción y práctica del derecho.
¿Cómo hacemos para hablar de ciudad intentando
otorgar una valencia comunitaria a este término, si la ciu-
dad está regulada por formas de derecho privado? Si es así,
entonces se trata solamente de un conjunto de personas
que entrelazan relaciones sobre la base del interés recípro-
co, como empresas que se relacionan mediante contratos
comerciales. Que la teoría del derecho público se vaya
reduciendo a una forma contractual es ya un proceso inevi-
table. Sin embargo, se trata de un problema grave porque
entonces nuestra ciudad no es una polís ni una cívitas, sino,
como decía Platón, una sinoiquia, una cohabitación. Somos
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personas indiferentes las unas respecto a las otras, pero per-
sonas que cohabitan; regulamos nuestras relaciones en base
al derecho privado. Pero, si es así, nos "movemos" en algo
que nos obstinamos en llamar ciudad, pero nos "paramos",
vivimos en un condominio.
¿Nos encontramos en este punto? Hay quien dice que la
indiferencia del condominio constituye un mal menor, pues
allí donde existen vínculos fuertes y simbólicos, acabamos
siempre en guerra, mientras que en el condominio como
mucho se producen peleas. En la raíz del condominio sólo
existe la pluralidad, mientras que en la de la ciudad proba-
blemente también haya polernos, la guerra.En definitiva, las
guerras civiles son más frecuentes en las ciudades que en los
condominios, y esto también nos podría hacer conservar
cierta esperanza.
El territorio indefinido
"¿Qué habitamos hoy?", se preguntan los teóricos más pers-
picaces. ¿Habitamos ciudades? No, habitamos territorios.
¿Dónde acaba una ciudad y comienza otra? Los límites son
puramente administrativos y artificiales y no tienen ningún
sentido geográfico, simbólico o político. Habitamos territo-
rios indefinidos, las funciones se distribuyen en el interior,
independientes de toda lógica programática, de todo urba-
nismo; se ubican según intereses especulativos y presiones
sociales, pero no según un proyecto urbanístico que, tam-
bién en el caso de los grandes maestros urbanistas, derivaba
precisamente del hecho de que se podía razonar en base a
aquellas funciones fundamentales. Más que desaparecidas,
53 dichas funciones se han difuminado y diseminado: la desin-
dustrialización, el fm de esas presencias productivas con su
carácter masivo, no ha ocasionado la desaparición de la pro-
ducción, sino que ésta ya no se concentre en algunos espa-
cios pudiendo encontrarse, diseminada, en cualquier lugar.
También las funciones de intercambio se encuentran por
todas partes.
Es cierto que todavía existen polaridades en este "espa-
cio", que todavía existen actividades que podemos definir
como "centrales" y que alrededor de ellas se orientan las
formas de conexión, la movilidad, etc. Pero cada vez más
dichas polaridades pueden organizarse en cualquier lugar.
Los sucesos producidos a partir de decisiones de inversión
productiva, comercial, administrativa, etc., pueden locali-
zarse sin tener en cuenta los ejes tradicionales de expansión
de la ciudad. Los papeles de centro y de periferia pue-
den intercambiarse continuamente y dichos intercambios
se producen accidentalmente o según lógicas mercantiles
y especulativas que rechazan toda "malla" funcional pre-
construida. El territorio continúa "especializándose", pero
independientemente de cualquier proyecto global. Se trata
realmente de la muerte de todas las "codificaciones" del
movimiento moderno, de su pensar la ciudad como agrega-
ción sucesiva de elementos, de la vivienda al edificio, de ahí
al polo funcional, a toda la ciudad como "contenedor de
contenedores". Es la muerte de toda tipología abstracta.
¿Qué significa esto? ¿Es necesariamente el fin de toda
"forma" comunitaria, o se trata de un proceso de libera-
ción de los vínculos que la caracterizaban? ¿Se trata de un
desencadenamiento de los "espíritus animales" del sistema,
o bien precisamente esto está haciendo señas a un intelecto
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general capaz de "retomar terreno" en diversas formas del
pasado, libre de todo arraigo fijo y terrenal? En otros térmi-
nos, ¿es el territorio posmetropolitano la negación de toda
posibilidad de lugar, o bien podrán "inventarse" lugares pro-
pios de la época en la que parece negarse su vitalidad?
La ciudad se encuentra en todas partes, luego ya no hay
ciudad.Ya no habitamos ciudades, sino territorios (¡entran
ganas de utilizar uria etimología errónea! Territorio de terreo,
tener miedo, mostrar terror). La propia posibilidad de esta-
blecer los límites de la ciudad parece hoy inconcebible,
o mejor aún, se ha reducido a un asunto puramente técnico-
administrativo. Llamamos ciudad a esta "área" por razones
absolutamente temporales. Sus límites no son más que un
mero artificio. El territorio posmetropolitano constituye
una geografía de acontecimientos, una puesta en práctica
de conexiones que atraviesan paisajes híbridos. El "límite"
del espacio posmetropolitano no viene dado más que por
el "confín" alcanzado por la red de las comunicaciones;
a medida que la red se espacia, podemos decir que "salimos"
de la posmetrópoli, pero es evidente que se trata de un
"confín" sui géneris: existe sólo para ser superado. Éste se
encuentra en crisis permanente.
En este sentido, puede decirse con una fórmula paradó-
jica que vivimos en un territorio desterritorialízado. Habitamos
unos territorios cuya métrica ya no es espacial; ya no cabe
ninguna posibilidad de definir, como sucedía en la metró-
poli antigua, los recorridos de difusión o de "delirio" según
ejes espaciales precisos (aquí se encuentra el centro, aquí
la periferia). El modelo radial que parte del centro según
determinados ejes preveía que a medida que se salía del
centro por vías bien definidas, casi antiguos canales,
55 se encontraban las funciones residenciales, industriales,
etc. Todas estas lógicas típicas de la sistematización urba-
na y metropolitana han desaparecido. Pueden encontrarse
las mismas funciones en cualquier lugar, en particular si se
acentúa el gran problema de la reutilización de los viejos
espacios industriales; pueden entonces encontrarse funcio-
nes riquísimas y centrales en la antigua periferia (véase el
caso de la fábrica Pirelli en Milán, donde puede aparecer ...
¡el teatro de la Scala!). Toda métrica tradicional ha desapa-
recido por completo. No hay ningún proyecto urbanístico
en base al cual se haga el teatro de la Scala en Sesto San
Giovanni; temporalmente se ha determinado allí un vacío
que debía llenarse y ha surgido la ocasión para hacerlo; en el
futuro podrá llenarse con un supermercado, con unas ofici-
nas, con una universidad, etc. No se sabe, no se puede saber,
es imposible predecir qué es lo que llenará ese vacío.
El desarrollo de la ciudad desde la metrópoli al territorio
no es, por tanto, programable, lo que constituye el drama de
todos los arquitectos y urbanistas. La dificultad no depende
de su incapacidad o de la voluntad política de los adminis-
tradores, sino de la imposibilidad de programar, también
porque omite todo límite administrativo; todos los límites
administrativos son ficticios, artificiales, pero continúan exis-
tiendo y esto hace todavía más imposible una programación
seria, porque de ningún modo es posible saber o calcular
dónde, por ejemplo, acaban los límites de Florencia y dónde
empieza Scandicci.
La pérdida de "valor simbólico" de la ciudad crece
proporcionalmente; asistimos, o nos parece que asistimos,
a un desarrollo sin objetivo; es decir, literalmente insensato, a
un proceso que no representa ninguna dimensión "orgánica".
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Se trata realmente de la metrópoli del intelecto abstracto,
dominado únicamente por el "fin" de la producción y del
intercambio de mercancías. Es absolutamente "natural" que
el "cerebro" de un sistema tal considere todo elemento espa-
cial como un obstáculo, un lastre inútil, un residuo del pasa-
do que hay que "idealizar" y "volatilizar". Sin embargo, al
mismo tiempo y por la misma razón, esto provoca la impro-
gramabilidad del c'onjunto. Nadie ostenta el poder sobre las
conexiones entre las partes, sobre la lógica de las relaciones,
que constituye lo esencial. Domina el juego -por defini-
ción imprevisible-- de los intereses privados. La "ocupación"
del territorio ya no conoce ningún nomos (pues nomos, ley,
-no lo olvidemos- originalmente significaba subdivisión,
reparto de un territorio,' un "pasto" [nomos] determinado).
Espacio y tiempo
Quien haya estado en Tokio, en Sao Paulo o en Shanghái,
sabe que ya no tiene ningún sentido hablar de ciudad.
Se trata de territorios y habitamos territorios cuya métrica
ya no tiene ningún sentido espacial, sino, sólo en el mejor
de los casos, temporal. Hacemos todas nuestras cuentas en
base al tiempo, no al espacio; ya nadie indica la distancia a la
que se encuentra una ciudad, sino el tiempo que se tarda en
llegar a ella. El espacio se ha convertido únicamente en un
obstáculo. Es cierto que el espacio se venga de esas métri-
cas temporales nuestras, pues posee una inercia, como bien
sabían los filósofos: no se puede erradicar del todo ni volar,
al menos por el momento, para cubrir pequeñas distan-
cias. La venganza del espacio es que lo sintamos como un
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impedimento, una condena. Enefecto, pensamos en la felici-
dad como en la ubicuidad, lo que resulta un gran problema,
pues nuestra mente razona ya en términos de ubicuidad por
un lado y, por tanto, vive el espacio como una condena; y,
por otro, pedimos que la ciudad se organice en lugares y que
además sean acogedores.
Pero, ¿cómo unos lugares acogedores, simbólicamen-
te ricos, logran no constituir unos obstáculos espaciales?
Pedimos atravesar la ciudad en tiempo real y, sin embargo,
queremos que sea bella. No es posible construir la cúpula
de Filippo Brunelleschi en un lugar determinado y que al
mismo tiempo sea atravesable al instante. Esto sólo puede
ocurrir en una ciudad puramente virtual, desencantada,
como aquella que se había pensado para los japoneses a las
puertas de Venecia: al desembarcar del aeropuerto, en lugar
de ir a la ciudad hubieran entrado en una especie de sala
cinematográfica tridimensional para ver una película sobre
Venecia. Es cierto que una ciudad como Venecia se resis-
te a transformarse en pura virtualidad, pero esto constituye
un grandísimo problema, porque en la ciudad moderna el
esfuerzo consistía ya en transformar la ciudad en lugar de
paso (como sucedió con las transformaciones de todas las
grandes ciudades europeas a finales del siglo XIX) .
Hoy tenemos la necesidad de transformaciones aún
más radicales, porque la denunda de movilidad ha creci-
do tan desmesuradamente gracias a las nuevas tecnologías,
que han entrado en conflicto con el espacio, sobre todo allí
donde éste es resistente o bien no se ha transformado con
anterioridad.
Además, en el espacio posmetropolitano las funciones
asumen el aspecto de acontecimientos, también gracias a la
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rapidísima transformación del propio territorio: más que
ubicar una función, allí sucede algo, se construye un super-
mercado, que es un acontecimiento, y en el transcurso de
algunos años en el lugar del supermercado surge otro.
De este modo, en Shanghái o en Tokio, más que edificios
existen acontecimientos: se trata de un espacio para aconte-
cimientos organizado según medidas temporales y el terri-
torio se presenta como una colación de acontecimientos. Se
trata de la última fase de la evolución metropolitana de la
ciudad moderna, que irradia desde su centro y que es capaz
de arrollar cualquier presencia antigua.
N o obstante, asistimos a un fenómeno que, en un
momento determinado, parece irreversible: esta expansión
se vuelve cada vez más temporal, cada vez menos progra-
mada y gobernable. Cuanto más se dilata la "red nerviosa"
metropolitana, más devora el territorio circundante, más
parece perderse su "espíritu"; cuanto más "potente" se hace
esta red, menos susceptible parece de ordenar y racionalizar
la vida que en ella se desarrolla. El intelecto metropolitano
sufre una especie de "crisis espacial" que es perfectamente
análoga a la que sufre el Estado leviatán, el Estado moderno
con su soberanía determinada territorialmente. Los poderes
que determinan el crecimiento metropolitano se esfuerzan
cada vez más en "territorializarse", en "encarnarse" en un
orden territorial, en dar vida a formas de convivencia legi-
bles y observables espacialmente en el territorio.
A los habitantes del territorio se les pide que reaccio-
nen con inmediatez, como un sistema nervioso "sano", con
variación de los estímulos, con variación de una presencia
o una forma con una velocidad que no tiene compara-
ción alguna con otro momento de la historia de nuestra
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civilización urbana.Y todavía continuamos pidiéndole a
nuestra ciudad que nos ofrezca lugares de acogida, "largas
estancias", como si nuestra corteza cerebral hubiese desarro-
llado estas formas de movilidad impetuosa, violenta, por un
lado, pero, por otro, continuase existiendo la necesidad de
una casa, de protección en alguna zona profunda del cere-
bro: una disociación que ya se ajusta a nuestra estructura
fisiológica.
Pero, mientras tanto, el tiempo de la metrópoli contrasta
dramáticamente con su organización espacial, con la "pesa-
dez" de sus edificios, con la masa de sus contenedores. Las
masas de la metrópoli no se transforman en energía, sino
que, al contrario, la absorben, la consumen, exactamente lo
contrario de lo que sucedía en la ciudad, donde se produ-
cía una correspondencia entre los tiempos de las funcio-
nes, de los valores, de las relaciones y de la calidad de las
arquitecturas, donde la arquitectura enriquecía, potenciaba
la calidad del conjunto. Debemos volver a encontrar dicha
correspondencia, pero resulta imposible hacerlo volviendo
a proponer una forma urbís tradicional. Debemos "inventar"
correspondencias, analogías entre el territorio posmetro-
politano en el que vivimos y edificios, lugares donde poder
habitar; debemos "inventar" edificios que sean lugares, pero
lugares para la vida posmetropolitana, lugares que expresen
y reflejen el tiempo, el movimiento.
Un apunte: la polivalencia de los edificios
Vivimos obsesionados por imágenes y mitos de velocidad
y ubicuidad mientras que los espacios que construimos
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insisten pertinazmente en definir, delimitar y confinar.
Necesitamos lugares donde habitar, pero éstos no pueden
ser espacios cerrados que contradigan el tiempo en el terri-
torio donde, nos guste o no, vivimos. ¡Qué enredo de difi-
cultades y problemas!
Por utilizar una metáfora procedente de la fisica con-
temporánea, el espacio metropolitano todavía era un
espacio de "relatividad limitada"; el del territorio posme-
tropolitano deberá ser un espacio de "relatividad general".
Aquí no sólo cualquier edificio debe poder servir como
cuerpo de referencia, sino que los cuerpos deben poderse
"de-formar" o transformar durante su movimiento. De este
modo, la distribución de la materia en este espacio mutará
constante e imprevisiblemente. El espacio global resulta-
rá de la interacción de sus diversos cuerpos: elásticos, "de-
formables", capaces de "acogerse" entre sí, de penetrar unos
dentro de los otros, como esponjas y moluscos. Cada uno
será polivalente, no sólo en cuanto que engloba diversas
funciones en sí mismo, probablemente "confinándolas" de
nuevo a su interior, apresándolas en sí mismo, sino en cuan-
to que está en relación íntima con lo diferente a sí mismo
en tanto que es capaz de reflejarlo. En un espacio tal, cada
parte es como una mónada que acoge en sí misma el todo,
que lleva en sí misma la lógica del todo: una individualidad
universal. En absoluto se trata de una operación completa-
mente ideológica de supresión del límite: cualquier cuerpo
presenta límites, so pena de anularseo Tampoco se trata de
confundir "anárquicamente" las relaciones entre los diver-
sos tiempos de los diversos lugares, sino que se trata más
bien de acordar sin confundir, haciendo que viva el todo,
la forma del todo en la cualidad de cada parte.
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N unca podremos sentirnos habitantes de lugares segre-
gados del conjunto del territorio; acabaremos sintiéndo-
nos todavía más alienados en lugares "protegidos" que en
un vagón del metro. Para sentirnos en casa no buscamos
lugares separados, cerrados ni protegidos, como tampoco
podremos habitar un tren, un automóvil, una estación, un
aeropuerto ... Quizá podremos habitar allí donde la perfec-
ción formal del lugar concuerde con la universalidad de las
informaciones que recibimos, allí donde lo individual nos
comunica lo universal. ¿Es posible imaginarlo? Debemos
proyectar nuestros edificios como asentamientos en el
antiespacio de la red informática, como nodos de la red,
polivalentes e intercambiables. Debemos construirlos como
sensores, casi interfaces de ordenador. Cuanto másrica y
compleja sea la información que recibamos, más móvil será
en el tiempo, menos "arraigada" estará en propiedades rígi-
das, más problemas nos suscitará su presencia, más respon-
derán estos problemas a la irrefrenable exigencia del habitar.
Pero nuestro habitar en este tiempo -el tiempo del
General Intellect y de la Movilización Universal- no es, y
nunca llegará a ser, la utopía del desarraigo total del tiempo
de toda métrica espacial y de la desencarnación de nuestra
alma. Éstos son malos gnosticismos, hijos de una fe ingenua
o, mejor aún, de una creencia supersticiosa en el "progre-
so tecnológico". Para el territorio posmetropolitano nece-
sitamos esa architecturae scientia de la que ya hablaban los
antiguos: capacidad de construir lugares adecuados al uso,
lugares que correspondan a las exigencias y a los problemas
de nuestro tiempo.
Entonces los políticos y los arquitectos deberían intentar
superar la monofuncionalidad, pensar en edificios realmente
66 polivalentes. Sin embargo, todavía existen el hospital, la
escuela, la universidad, el museo, el teatro y las oficinas del
ayuntamiento: se continúa proyectando e interviniendo
arquitectónica, política y urbanísticamente por separación,
creando cuerpos rígidos. Sólo el hecho de decir que el edi-
ficio debe ser plurifuncional, que debe servir a más usos,
que debe ser utilizado por diferentes personas Uóvenes,
ancianos, gentes con diversos oficios) y para varias funcio-
nes, haría que ese lugar fuera más coherente con la forma
de vida actual.
Por otra parte, ya en su momento, en Florencia o en
Venecia la residencia no fue nunca sólo tal, sino que tam-
bién era almacén, tienda y taller. La maravillosa plurifun-
cionalidad del monaster;io estaba mucho más adelantada
que las cosas que hacemos ahora: era hospital, hotel, lugar
de culto, estación, oficina de correos, mercado, escue-
la, universidad, todo ello junto. Como ya se ha observado,
nosotros, en cambio, hacemos de todo una clínica: la clíni-
ca para las obras de arte, para los estudiantes, otra para los
enfermos, para los apasionados de la ópera que van al teatro.
Todo es rígido en un territorio donde ya no hay ningún
lugar. Por parte del público se necesitaría dotar a la ciudad
de valencias simbólicas; el político administrador responde
con teatros, universidades, hospitales, etc., y "sufrimos" lo
ya construido, la ciudad existente, que ocupa espacio para
sus calles, sus aparcamientos y sus nuevos "contenedores",
tras los cuales ya no se encuentra la persona ni la comu-
nidad entre las personas, ya lo sumo existirán "comités"
en defensa de intereses absolutamente privados. Un lugar
asume valor simbólico, por el contrario, cuando entre las
personas existe un ethos común, si no una verdadera religio
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civilis. De otro modo es imposible construir ayuntamien-
tos,juzgados, teatros, ni iglesias. En definitiva, es imposible
construir unos lugares que tengan valor simbólico en un
espacio posmetropolitano. Se necesita quizá comenzar a
proyectar en voz baja, modestamente, "yendo de paisano",
renunciar a las grandes pretensiones simbólicas que amena-
zan a cada instante con caer en el ridículo e intentar com-
binar más funciones al construir edificios. No sabría decir
si esto da satisfacción a nuestra exigencia de lugares. Sé que
hoy vivimos en estas contradicciones estridentes, en estas
disociaciones.
Aunque no poder renunciar al espacio exterior parezca
nuestra convicción eterna, ello no significa que no se logre.
¿No es ésta quizá la aspiración fundamental de nuestra civi-
lización? No es casualidad que, por muchas sutilezas histo-
riográficas que puedan imaginarse, el tono fundamental de
nuestra cultura griega, helerustica y cristiana sea la sospecha
y la duda sobre las "razones del cuerpo", incluso su rechazo.
La perspectiva gnóstica de desterritorializar los cuerpos
es realmente la ideología dominante hoy en el proyecto
técnico-científico. Nuestro destino consiste en un radical
desarraigo de toda condición terrenal. Si reflexionamos
sobre los discursos dominantes de la cultura contempo-
ránea, este hecho se advierte en cualquier parte, desde el
discurso apenas construido sobre la ciudad, pasando por
la representación artística abstracta hasta lo espiritual en el
arte, se manifiesta el desarraigo de las condiciones estético-
68 _ Capítulo 5
La perspectiva
gnóstica: el habitar
humano entre la
tierra y el cielo
sensibles. Estamos rodeados de órdenes sin arraigo (Ordnung
sin Ortung, como dirían Cad Schmitt o Ernst Jünger). Esta
perspectiva gnóstica domina en todas partes. No tiene nada
que ver con la perspectiva judaica y judeocristiana original;
sin embargo, es imposible no ver la presencia de este pen-
samiento en la evolución de la Europa de la Cristiandad.
De hecho, los desarrollos de la ftlosofia y la teología cris-
tianas son inseparables del platonismo y del neoplatonismo.
Aun sin ser dualista, no cabe duda de que la perspectiva del
platonismo cristiano exige el retorno a la patria no terre-
nal. Somos cives futuri, la verdadera ciudadania reside en el
futuro; de esto trata san Agustín y toda la tradición cristia-
na. Nuestra raíz se encuentra en lo alto (arbor inversa: un
árbol al revés). Nuestra ciudadanía, nuestra politeia, está en
los cielos. Existe una reserva fundamental respecto a todo
arraigo terrenal, a toda posibilidad de decir: "Mi patria está
aquí". Esta duda radical frente a toda ciudadarua terrenal
es la razón por la que los romanos consideraban "ateos" a
los judíos y cristianos, pues ellos rechazaban el valor de las
divinidades paganas, incluso las de la civitas, por su carácter
móvil, augescens. Los cristianos desdeñaban rendir culto a la
ciudad, porque esa ciudad no era la Ciudad celeste.
Los romanos siempre fueron tolerantes con todos los
cultos y no existen huellas de la más mínima persecución de
ninguna religión en toda la historia de Roma, a excepción
de los cristianos. Es cierto que los romanos llevaron a cabo
masacres también en sus enfrentamientos con los judíos
(en el año 70 y en el 140 d. G), pero la razón fue que los
judíos se rebelaron más veces. En cambio, san Pablo invita
a los cristianos a no declarar la guerra al imperio, y durante
siglos de persecuciones no se produjo ni un solo atentado
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cristiano a la autoridad romana. La gran estrategia cristiana
fue deshacer el Imperio romano desde dentro, sin la mínima
oposición política, sin descender nunca a su terreno, como,
en cambio, sí hicieron los judíos. Los judíos a veces comba-
tieron al imperio en nombre del esperado reino mesiánico
de cariz nacionalista; los cristianos pretendieron sustituirlo
mediante la espera escatológica del reino celestial.
Julián el Apóstata es un caso completamente anómalo,
un verdadero reaccionario; no es un romano, sino un grie-
go que se enfrenta ferozmente con el Senado romano, está a
favor de la polis y todavía considera el helenismo como una
estirpe propia. No ama Roma, sino Atenas; no ama la ciu-
dad que crece y se expande; es un nostálgico de las letras y
de la polis. Su utopía es regresiva y no se la puede conside-
rar como una reacción romana al cristianismo. En cambio,
Constantino es un gran romano que precisamente busca
con el cristianismo alimentar la renovatio imperií con sede en
Roma, y parece que le funcionó. Constantino espera que el
cristianismo, por entonces particularmente fuerte y potente,
pueda, como lo hacían el resto de religiones, constituir un
nuevo carburante, un nuevo alimento en la gran fOIja del
derecho romano.
Sin embargo, no sucedió así porque el universalismo
cristiano es intransigente. Con efectos algo narcóticos sobre
el patriciado romano, una vez plenamente legitimado y
reconocido, el cristianismo impone por primera vez una
religión de Estado en el ámbito del imperio. El concepto
de religión de Estado es típicamente cristiano y Roma no
lo conocía, pues allí había numerosos cultos, lo que impidió
la realización del

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