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LA VOZ SECRETA Reflexiones sobre mi obra en Oriente y Occidente - THOMAS MERTON

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THOMAS MERTON
«La voz secreta»
Reflexiones sobre mi obra
en Oriente y Occidente
Traducción y cuidado
de la edición en lengua española:
Fernando Beltrán Llavador
SAL TERRAE2
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede
ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con
CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447
Título original:
Introductions East West:
The Foreign Prefaces of Thomas Merton
© 1981 The Trustees of the Merton Legacy Trust
Edición revisada y ampliada:
© 1989 The Trustees of the Merton Legacy Trust
Introducción del editor: © 1981 Robert E. Daggy
Publicado mediante un acuerdo con The Crossroad Publishing Company
831 Chestnut Ridge Road, Chestnut Ridge, N.Y. 10977
La imagen de cubierta y las imágenes del interior
se reproducen con la amable autorización del
Thomas Merton Center.
Traducción:
Fernando Beltrán Llavador
© Editorial Sal Terrae, 2015
Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es
Imprimatur:
Manuel Herrero Fernández, OSA
Administrador Diocesano de Santander
10-04-2015
Diseño de cubierta:
Magui Casanova
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2472-3
3
http://www.conlicencia.com
mailto:%20salterrae@salterrae.es
http://www.salterrae.es
Presentación
de la edición española
LA montaña de los siete círculos de Thomas Merton, publicada por primera vez en
octubre de 1948, se convirtió pronto en un éxito de ventas sin precedentes, llegando a
figurar en la lista de bestsellers en The New York Times a finales de 1948, donde
permaneció semana tras semana durante 1949 y hasta bien entrada la década de 1950.
A partir del éxito inesperado de la autobiografía de Merton, sus lectores querían leer
más acerca de su historia y acogieron con entusiasmo los libros que salieron de su
pluma. Desde el principio, la propia autobiografía y libros como Nuevas semillas de
contemplación, Los hombres no son islas o Pensamientos en la soledad fueron
traducidos a los idiomas más importantes del mundo y a otros muchos, hasta superar la
treintena. Era frecuente que esas traducciones estuvieran acompañadas por prefacios en
los que Merton aportaba nuevas reflexiones sobre su libro, ampliando su mensaje en
consonancia con el tiempo transcurrido desde su primera publicación y teniendo en
cuenta la nueva audiencia que lo leería por primera vez, a veces varios años después de
su primera redacción.
A través de sus libros, Thomas Merton introdujo para innumerables personas de
todo el mundo la tradición contemplativa del cristianismo, los escritos de los primeros
padres de la Iglesia y a los grandes místicos cristianos. En Thomas Merton encontramos
a alguien a quien se ha comparado con san Agustín, santo Tomás de Aquino o san Juan
de la Cruz, un escritor espiritual cuyo legado trasciende el siglo XX e incluso nuestro
propio siglo, hasta el punto de que, en las palabras de Clifford Stevens, «cuando las
personas de los siglos XXV y L lean la literatura espiritual del siglo XX, valorarán esa
época a la luz de Merton»1.
Cuando Merton ingresó en el monasterio de Nuestra Señora de Getsemaní en
1941, creía estar dando la espalda al mundo. Pronto descubrió que no era así. Si la
búsqueda de Dios es realmente genuina, ese empeño nos lleva no solo a Dios, sino
también a nuestras hermanas y hermanos, y a nosotros mismos. En la medida misma en
la que Merton perseveraba con cada vez mayor hondura en su viaje a Dios, el mundo se
le imponía con más fuerza. El estudioso canadiense de Merton Ross Labrie lo resumió
una vez diciendo que Merton introdujo la contemplación al mundo y el mundo al
monasterio, descubriendo «en la enclaustrada soledad de mi monasterio», como el
propio Merton escribió en el prefacio a la edición argentina de sus Obras Completas,
«el hemisferio occidental entero»2.
4
En una visita a Louisville en marzo de 1958, el cambio en la relación de Merton
con el mundo se cristalizó en una epifanía de unidad que experimentó con quienes se
encontraban a su alrededor. Escribió en su diario:
«En Louisville, en la esquina de la calle Cuarta [Fourth] con Walnut, en medio del
barrio comercial, de pronto me sentí abrumado al caer en al cuenta de que amaba a
toda aquella gente; de que todos eran míos, y yo de ellos: de que no podíamos ser
extraños unos a otros aunque nos desconociéramos por completo […]. Es como si,
de pronto, me hubiera percatado de la secreta belleza de sus corazones, […] la
persona que cada cual es a los ojos de Dios […]. ¡Si pudiéramos vernos siempre así
unos a otros! No habría entonces más guerra, ni más crueldad, ni más codicia […].
No hay manera de hacer ver a los humanos que todos ellos deambulan por el
mundo brillando como el sol»3.
Esa experiencia serviría para propiciar el retorno gradual de Merton al mundo, un
regreso que habría de transformar al monje que en la década de 1940 y en la primera
parte de la de 1950 negaba el mundo en ese otro que llegó a abrazar al mundo en su
totalidad en la última década de su vida. Su creciente compasión le llevaría a escribir
prolijamente sobre temas de guerra y paz, sobre el desarme nuclear, los derechos
civiles, cuestiones medioambientales y otra miríada de preocupaciones; y todo ello en
un empeño por ayudar a sanar el mundo que había dejado atrás, dejando de ser aquel
monje que «se dirigía a zancadas al bosque en Louisville, con Thoreau en una mano y
con la Biblia en la otra, abierta en el libro del Apocalipsis» para llegar a ser alguien que
el activista jesuita Dan Berrigan describió como la «conciencia del movimiento por la
paz» y que pudo escribir: «Me gusta la cerveza y por ese mismo hecho me gusta el
mundo»4.
Junto a esa nueva apertura al mundo, Merton también comenzó a establecer un
diálogo con otras denominaciones cristianas, que inició con estudiantes de seminarios y
escuelas locales de teología: presbiterianos, metodistas y baptistas del sur. Ese
encuentro pronto seguiría desarrollándose hasta expandirse y abarcar a representantes
de las principales religiones del mundo y a quienes no profesan religión alguna. Merton
resumió tal intercambio en Conjeturas de un espectador culpable, cuando escribió:
«… cuanto más capaz soy de afirmar a otros, de decirles “sí” en mí mismo, de
descubrirles a ellos en mí mismo, y a mí mismo en ellos, tanto más real soy. Soy
plenamente real si mi corazón dice sí a todos.
Seré mejor católico, no si puedo refutar todo matiz de protestantismo, sino si puedo
afirmar la verdad que hay en este y seguir adelante. Y lo mismo ocurre con los
musulmanes, los hindúes, los budistas, etc. […] Si me afirmo como católico
meramente negando todo cuanto sea musulmán, judío, protestante, hindú, budista,
5
etc., al final resultará que no me quedará mucho con lo que afirmarme como
católico ni, desde luego, aliento alguno del Espíritu con que afirmarlo»5.
Con esta publicación en lengua española de los prefacios que Thomas Merton
escribió a sus obras en otros idiomas ciertamente celebramos, en el año de su
centenario, la vida de este hombre que fue monje y escritor: su visión profética y sus
críticas, a menudo severas, al mundo moderno; y al tiempo que celebramos todo eso, se
nos recuerda, quizás con mayor importancia incluso, la parte que nos cabe desempeñar
para asumir su legado: siendo contemplativos en un mundo de acción, consumismo y
tecnificación; como constructores de paz en un mundo de guerra, violencia, racismo y
discriminación; y tendiendo puentes entre fes, culturas y pueblos en un mundo inmerso
en conflictos, barreras e intolerancia. Merton trae un mensaje universal de esperanza
ante las dificultades que afrontan nuestras vidas, en nuestras comunidades y en nuestro
mundo. En lugar de permanecerimpasibles ante lo Indecible, nos exhorta a todos a ser
humanos en esta época, la más inhumana de todas, y a guardar la imagen del hombre,
pues es la imagen de Dios6.
PAUL M. PEARSON
Director
Centro Thomas Merton
1. C. DUPONT, «Thomas Merton: A Profile in Memoriam»: American Benedictine Review 20 (1969), 8.
2. Th. MERTON Reflections on My Work, Robert E. Daggy (ed.), Fount Paperbacks, London 1989, 48 (trad. esp.:
«Prefacio a la edición argentina de Thomas Merton: Obras Completas I», en «La voz secreta»: Reflexiones
sobre mi obra en Oriente y Occidente, cf. infra, 68).
3. Th. MERTON Conjeturas de un espectador culpable, Sal Terrae, Santander 2011, 190-192.
4. Th. MERTON Contemplation in a World of Action, Doubleday, Garden City, N.Y. 1971, 144.
5. Th. MERTON Conjeturas de un espectador culpable, op. cit., 176.
6. Th. MERTON Incursiones en lo Indecible, Sal Terrae, Santander 2004, 15.
6
Prefacio
HE aquí un prefacio a un grupo de prefacios, una idea que a Thomas Merton le hubiera
gustado. Merton se reiría, ya que tenía un sano sentido del humor. Lo que eso significa
en realidad es que poseía un hondo sentido de perspectiva.
«Integridad» es una palabra clave en este contexto. Merton aspiraba a ser una
persona íntegra y nos urgía a eso mismo en sus escritos. Ese es el empeño de la persona
santa: el de la totalidad. Nadie puede llegar a ver cumplida esa búsqueda en esta vida
pero, como dice Goethe, no es el logrode la santidad lo que nos salva (puesto que eso
es imposible) sino el intento de alcanzarla. En términos todavía más sencillos, hemos
de intentar merecer esas dos palabras que Kurt Vonnegut Jr. colocó en la lápida de uno
de sus personajes de ficción: lo intentó.
Esa aspiración a la totalidad, esa búsqueda, no comporta una acción frenética, en
pugna hacia la fe. Esa acción sería unidimensional, mera caricatura, cuando lo que en
realidad se requiere es una obra de arte. Cada cual pinta el cuadro de su vida de un
modo distinto. Para Merton, la mejor forma de vivir suponía al parecerretirarse de la
vida. Para ti y para mí, viene a decirnos, la respuesta es diferente. Mas todo ello forma
parte de una misma respuesta, tal como leemos en el prefacio a la edición argentina de
sus Obras Completas. Todos hemos de esforzarnos juntos. «Yo con mis oraciones y
con mis libros, vosotros con vuestro trabajo y vuestras oraciones. Separados, somos
incompletos. Juntos somos fuertes con la fortaleza de Dios».
La unidad de la raza humana es algo axiomático para Merton, como así ha de serlo
para cualquiera que adopte una existencia monástica. Escapar a un monasterio es una
forma de traicionar al mundo, una abdicación de la propia humanidad. Ingresar en una
vida de reclusión para realizarse plenamente, es decir, una vida de relación tanto con
toda la humanidad como con Dios, es una vocación verdadera. El aspecto comunitario
de la santidad cristiana es importante, señala Merton en sus observaciones preliminares
a la traducción coreana de Vida y santidad. Y por eso el monje se retira para estar más
con nosotros. Deja el mundo para poder rendirle mayor servicio. La santidad de cada
persona (al igual que lo pecaminoso de cada individuo) nos afecta de forma personal.
Como indica Merton en el cuarto de los prefacios de este libro, un mensaje relevante es
que la vida contemplativa tiene repercusión dondequiera que haya vida. Dicho de otra
forma, como viene a hacer en Pensamientos en la soledad(en el prefacio a la edición
japonesa), la soledad es la base de nuestro ser. Antes de ello leemos que «sin la
contemplación no podemos ver lo que hacemos en nuestro apostolado. Sin la
contemplación no podemos entender el significado del mundo en el que debemos
actuar».
7
Merton nos dijo muchas cosas, pero de hecho su vida estuvo dedicada a escuchar.
Al hablarnos, lo que hacía era compartir lo que había oído. Sabía que orar es estar a la
escucha de Dios. De esa forma desarrollamos no tanto nuestra individualidad como
nuestra personalidad. Merton quiere que sepa que soy único, pero único dentro de una
totalidad, no separado del conjunto global. Al ser único asumo una carga: ¿qué haré con
este don? La respuesta va en esta dirección: he de ser libre. Pero como señala en la
edición japonesa de La montaña de los siete círculos, la auténtica libertad consiste en
servir a Dios.
¿Quién conoce mejor cómo he de servir a Dios? Ciertamente no yo. Pero el
Creador del universo sí lo sabe. Dios guarda un mensaje particular para mí. De mí
depende escuchar, oír y obrar de acuerdo a esa continua comunicación. Y de nuevo,
según la enseñanza de Merton (que puede verse en el prefacio a la edición japonesa de
Semillas de contemplación), este obrar no ha de ser frenético, una carrera sin propósito,
un autoengaño. El orden, la paz y la cordura dependen de la actitud contemplativa y de
esa soledad que un mundo de ruido, violencia, odio y ambición pretende negarnos.
La soledad no es ahora nuestra condición natural. Hemos de luchar para merecerla.
Para ello necesitamos la ayuda de Dios y el apoyo de otras personas que han escuchado
sus propios mensajes individuales y han extraído su sentido para nosotros. Esos otros
son verdaderos maestros y Thomas Merton fue (es) uno de ellos. Cada vez que abramos
un libro suyo hemos de leer, y hemos de escuchar. Este libro no es una excepción.
HARRY JAMES CARGAS
8
Introducción
ESTA colección es una pequeña porción de la herencia literaria que Merton dejó al
mundo cuando murió en 1968. Su legado demuestra el alcance inusitado de sus logros
literarios durante una carrera relativamente breve. Poeta y ensayista, biógrafo y crítico,
traductor, escritor de diarios, novelista, autobiógrafo y en ocasiones escritor satírico,
también cultivó la escritura epistolar con extraordinaria capacidad. Parecía –de manera
engañosa, quizás, puesto que ello suponía un trabajo, reflexión y más tiempo de lo que
aparenta– moverse fácilmente de una forma a otra. Su estilo fluido (Merton decía con
frecuencia que escribía en «argot»), ausente de oscuridad o de pedantería, se combinaba
para ocultar el hecho de que en realidad era un escritor metódico y cuidadoso que
trabajaba de manera consistente para cumplir sus compromisos y su vocación. Dejó un
registro valiosísimo de su proceso de trabajo en sus escritos, lo que hace posible recrear
cómo, por qué y cuándo escribió la mayor parte de su obra.
Ya fuera para su propio uso, ya por un sentido de destino, o bien a través del
propio proceso de estudio, Merton preservó (¡aunque no siempre de forma limpia!) la
mayoría de las notas y borradores previos a sus escritos acabados. También tomaba
notas detalladas de sus lecturas, y normalmente las fechaba, de forma que ahora
podemos localizar en el tiempo sus influencias específicas. Otra parte del legado que
nos dejó la constituye un conjunto de extensas notas en los márgenes de los propios
libros, por fortuna recogidos en la Abadía de Getsemaní y ahora trasladados al Centro
de Estudios Thomas Merton de la Universidad de Bellarmine en Louisville, Kentucky,
amén de copias que él mismo hacía de casi todos sus borradores y de sus cartas escritas
a máquina.
Merton persiguió constantemente comunicarse de forma precisa. Buscaba la
palabra o la expresión exacta, las frases o párrafos adicionales con los que clarificar lo
que quería decir. Sometió casi todo lo que escribió a una y otra revisión antes de dar el
trabajo por concluido. Incluso después de que un artículo o ensayo fuera publicado en
un periódico o revista, solía volver sobre él antes de permitir su inclusión en una
antología; también esas versiones contienen cambios y adiciones. Y ni tan siquiera se
detenía ahí: después seguía, como revelan las galeradas de sus libros, cambiando y
puliendo hasta el mismo momento de la publicación. La costumbre de revisar en
diferentes estadios con distinta tinta muestra el número de revisiones que pudo haber
hecho de un solo texto. Casi todos sus borradores, una vez datados, pueden ordenarse
de forma secuencial.
La investigación en torno a Mertonapenas ha dado cuenta cabal de esas
numerosas versiones, dos o tres de las cuales, de hecho, fueron publicadas; su
9
bibliografía es un laberinto de títulos recurrentes con ligeras variaciones. Podría
parecer, de forma superficial, que su obra, aun cuando asombrosa, no fue tan grande ni
tan prolífica como los listados bibliográficos indican. Sin embargo, sus hábitos de
escritura añadieron una dimensión ulterior puesto que incluso aquellos materiales que
tienen los mismos títulos o abordan los mismos temas, con frecuencia contienen pasajes
y expresiones que varían de una forma significativa. Pocas obras, incluso después de su
publicación inicial, quedaban almacenadas. Estos prefacios extranjeros son un ejemplo
del proceso de revisión y reflexión que caracterizó a Merton como escritor. Con ellos
hizo mucho más que una mera introducción a un libro para audiencias allende los
Estados Unidos o, en algunos casos, para un público al margen de la tradición cristiana
predominante. Reflexionó sobre su obra y aumentó el énfasis de sus libros en la misma
medida en que ampliaba su pensamiento sobre ellos. Estos prefacios representan lo que
Merton opinaba acerca de sus obras: una forma de razonar, como era usual en él,
abierta, honesta y con pocos engaños.
El tiempo del que Merton dispuso para pensar retrospectivamente respecto a su
producción fue limitado. Su carrera activa como autor cubrió un periodo de tan solo
veinte años desde la publicación de La montaña de los siete círculos hasta su muerte. A
pesar del hábito de efectuar revisiones antes de una publicación, pocos de sus libros
publicados fueron sometidos a una revisión sistemática al ser reeditados por segunda o
tercera vez, porque apenas pudieron quedar sometidos a la prueba del tiempo o la
perspectiva de manera suficiente como para indicar la dirección de posibles cambios.
De ese modo, si bien Merton sometió a revisión sus piezas más breves
incansablemente, tan solo revisó un libro completo tras su publicación y casi no añadió
prefacios nuevos a las sucesivas ediciones americanas. El único libro que revisó por
entero fue Semillas de contemplación; publicado originalmente en 1948, apareció con
nuevo material y con otro prefacio, en un formato diferente, en 1962 bajo el título de
Nuevas semillas de contemplación, que él consideró «un libro completamente nuevo».
El hecho de que Merton, en las dos décadas transcurridas entre 1948 y 1968, fuera
capaz de reflexionar sobre su obra publicada a la vez que escribía una cantidad notable
de nuevo material, sirve para señalar el carácter esencialmente contemplativo de su
vida. Tales reflexiones ofrecen un registro completo, mediante las revisiones de sus
ensayos, del desarrollo de su pensamiento.
Además, dejó un gráfico –que es ahora un documento de gran valor– en el que
evaluó su propia obra; lo diseñó en 1967 en respuesta a una petición para ser usado en
una clase en la Universidad de Bellarmine. En lugar de utilizar un formato más
elaborado, Merton situó sus obras principales en el gráfico, con una escala que iba
desde «horrible» hasta «la mejor». Aunque hay que utilizarlo con cuidado y
contextualizarlo, el gráfico es importante como reflejo de la propia valoración que le
merecían sus libros.
Entre 1953 y 1967 escribió diez prefacios especiales para las traducciones de esos
libros. Puesto que, como hemos dicho, escribió muy poco que fuera nuevo para los
10
prefacios de las ediciones americanas, estos prefacios extranjeros representan lo que
pensaba en torno a ellos con posterioridad a su publicación y difusión. En algunos
casos, suponen su último pronunciamiento escrito en torno a algún libro en particular.
Merton nos habla en esos prefacios, de diferente calidad y extensión, acerca de
libros que no le gustaban demasiado una vez escritos. Nos dice que si hubiera escrito
posteriormente su autobiografía, tendría que haberlo hecho de forma diferente. Nos
dice que no sabe bien cómo dirigirse a un pueblo en guerra, a una nación por la que
siente una inmensa cercanía ante su dolor pero a la que puede ofrecer poco solaz.
Permite que nos asomemos a su proceso de pensamiento sobre los temas de aquellos
libros que presenta. En su intento de comunicar algunos aspectos de los ideales
occidentales a Oriente podemos atisbar las esperanzas que albergaba respecto a una
comprensión entre los pueblos. Nos transmite tanto el entusiasmo como la angustia que
un monje, al estar apartado del mundo, siente al observar ese mundo. Aunque los
prefacios no siempre revelan al autor en su mejor forma, siguen mostrando siempre a
Merton: directo, fresco y lleno de inventiva. Estos prefacios constituyen una parte única
del corpus de Merton y resultan esenciales para su conocimiento y su crítica.
La compilación surgió de una forma casi espontánea en el Centro de Estudios
Thomas Merton, que él designara como depositario de sus escritos. Reparé en ellos
poco después de que me fuera encomendado atender el archivo de su obra en 1974. Los
estudiosos y algunas otras personas solicitaban información respecto a los mismos,
principalmente en torno a los tres publicados en vida de Merton, esto es, los de las
ediciones japonesas de La montaña de los siete círculos, Semillas de contemplación y
Pensamientos en la soledad. El prefacio de la edición vietnamita de Los hombres no
son islas se publicó en 1971 en los Estados Unidos dentro de la colección
póstumaThomas Merton on Peace. Amar y vivir, publicado en 1979, recoge el prefacio
de la edición japonesa de El hombre nuevo, considerablemente retocado por Merton
antes de morir. El prefacio para la edición japonesa de La montaña de los siete círculos
resultó difícil de encontrar puesto que apareció en una revista de circulación limitada.
Los que no se habían publicado en inglés eran desconocidos para el lector
angloparlante o imposibles de obtener. Afortunadamente, todos se encontraban en las
ediciones traducidas del Centro de Estudios Thomas Merton y casi todos los borradores
que Merton escribió para su redacción definitiva han sobrevivido. Efectué la
compilación finalmente con la ayuda que el material del Centro tiene disponible y
utiliza para facilitar la respuesta a las peticiones y consultas que recibe.
He comparado los diversos borradores y versiones para este volumen y, siempre
que me ha resultado posible, he escogido el texto más próximo al que se publicó en el
extranjero. He introducido presentaciones para cada prefacio a efectos de referencia,
información y ubicación de la obra y su prefacio en la trayectoria de Merton. El gráfico
de Merton con la evaluación de su propia obra se encuentra en forma de apéndice al
final del libro. Debo hacer constar mi agradecimiento a diversas personas por su ayuda
y sugerencias, especialmente al hermano Patrick Hart, OCSO, de la Abadía de
Getsemaní, a Naomi Burton Stone, miembro de la Thomas Merton Legacy Trust, a
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Debbie DiSalvo Heaverin, ayudante del Centro, por la ayuda prestada con el prefacio a
la edición argentina de lasObras Completas de Thomas Merton, a Teo Savory y a Alan
Brilliant de Unicorn Press por su estímulo, consejos y su trabajo, y a los lectores de
Merton que me hicieron reparar en el valor de estos prefacios. Ahora, décadas después
de la muerte de Merton en diciembre de 1968, estos prefacios, además de otras obras
que siguen publicándose, demuestran que su influencia continúa y que su alcance es
universal.
ROBERT E. DAGGY
12
Nota preliminar
LA compilación original de estos prefacios fue preparada originalmente teniendo en
mente a los lectores angloparlantes. En su adaptación para un público hispanohablante
algunas modificaciones mínimas de contexto se han hecho necesarias para actualizarla.
Los prefacios de las ediciones de Merton traducidas al español que se han seleccionado
en este volumen son los mismos que fueron publicados en su día. También hemos
incorporado en catalán, gracias a la inestimable ayuda de Alejandro Masoliver, monje
de la abadía de Santa María de Poblet, en la provincia de Tarragona, la carta a modode
prefacio que figuraba en la edición de La muntanya dels set cercles.
Quisiera mostrar especial gratitud a la ayuda prestada en su momento por Robert
E. Daggy al proporcionarme el original español de la edición argentina de las Obras
Completas de Thomas Mertony facilitar la difusión del valiosísimo documento que
representa esta compilación en España; a Paul M. Pearson, actual director del Centro
Thomas Merton en la Universidad de Bellarmine (http://www.merton.org/), los editores
y el propio traductor estamos sumamente agradecidos por su apoyo inestimable en todo
tipo de gestiones y por su generosa y oportuna presentación de la edición española de
este volumen imprescindible en la creciente mertonianaen lengua española, así como
por localizar y facilitar la reproducción de las cubiertas de los libros de las ediciones
extranjeras de Merton que preceden a cada prefacio, y la del gráfico que el propio
Merton elaboró para valorar su propia obra; también a Francisco Rafael de Pascual,
OCSO , por su estímulo y atenta revisión de la edición en su conjunto, así como por su
constancia a la hora de dar a conocer la voz profética de Merton «intramuros» y
«extramuros» de su propio recinto monástico a través de retiros, publicaciones y del
sitio http://cistercium.es/; a M.ª Luisa López, misionera concepcionista en Japón, por
sus observaciones útiles respecto a los retos que entrañan las traducciones de Merton al
japonés, y su propio impulso a las mismas; y por último, aunque en un lugar
preeminente, el autor de esta nota expresa su gratitud a los editores de esta obra
singular, y en especial a Ramón Alfonso Díez Aragón, director literario del Grupo de
Comunicación Loyola, cuyo empeño e implicación personal han sido decisivos para
que cobrara forma material y lo hiciera de la mejor manera posible.
La edición de «La voz secreta», pues, como sin duda Merton hubiera querido, es
un esfuerzo orquestado antes que una iniciativa individual aunque ello no exime al
traductor de la responsabilidad de sus errores.
Los escritos de Merton y sobre Merton siguen proliferando en todo el mundo de
manera prodigiosa. Entre ellos, afortunadamente, ocupan un lugar destacado las
reediciones y nuevas publicaciones en ámbitos hispanohablantes. La celebración del
13
http://www.merton.org
centenario del nacimiento de Thomas Merton en 2015 supone un acicate, pero también
la ocasión y en cierto modo la obligación de prestar oído a su mensaje perenne y
universal, pero sin duda hoy más urgente que nunca: de poco servirá a la humanidad
haber llegado a la luna si al mismo tiempo ignora su propio universo interior.
FERNANDO BELTRÁN LLAVADOR
Asesor de la ITMS
(International Thomas Merton Society)
14
I
Prefacio a la edición francesa de
El exilio y la gloria
(L’exil s’achève dans la gloire)
Julio de 1953
15
16
Thomas Merton escribió un prefacio para la traducción de uno de sus libros por
primera vez en 1953. Lo hizo para la edición francesa de El exilio y la gloria, la vida
de la madre M. Berchmans, misionera trapense en Japón, que se publicó en los
Estados Unidos en 1948, cuatro meses antes de la publicación de su autobiografía, La
montaña de los siete círculos, que habría de tener un éxito clamoroso. A diferencia de
otros prefacios posteriores, que elaboraban un material previamente usado, o que
ocasionalmente surgían como ensayos autónomos, este prefacio para El exilio y la
gloria fue breve y, en la expresión del propio Merton, consiste en una «disculpa». A
Merton nunca le gustó del todo este libro ni su otro relato hagiográfico, ¿Qué llagas
son esas?, la vida de santa Lutgarda de Aywières. ¿Qué llagas son esas? vio la luz dos
años después de El exilio y la gloria en los Estados Unidos, aunque dos años antes que
el mismo en Francia. En este prefacio se disculpa por ambos libros.
Las razones que explican la insatisfacción de Merton son complejas. Le parecía
que tenían un estilo pobre. En la evaluación que hiciera en 1967 de su propia obra dio
la calificación de «horrible» a ¿Qué llagas son esas? y la de «muy pobre» a El exilio y
la gloria. Esos fueron los dos únicos libros que le merecieron tan baja estima. Al
parecer le hicieron sentir incómodo después de que otros libros, incluso La montaña de
los siete círculos, le trajeran el reconocimiento de ser un escritor con una facilidad
nada usual. El hecho de haberse sentido obligado a escribir esas dos hagiografías
cuando aún era un novicio le seguía molestando. Y se mostró convencido de que
habían sido escritos y concebidos dentro de un marco religioso bastante restrictivo.
Más adelante se lamentaría de que El exilio y la gloria no mostrara un «talante muy
ecuménico» y en 1964 pidió con urgencia que en una traducción indonesia, que
finalmente nunca fue publicada, «se suprimieran» varios pasajes.
De ese modo Merton escribió el primero de sus prefacios extranjeros para
explicar por qué había escrito un libro que consideraba malo, un libro que a su juicio
necesitaba ser revisado pero que él mismo jamás revisó ni dio muestras de querer
hacerlo. No se conoce borrador alguno en inglés de este prefacio y parece haber
fuertes sugerencias de que Merton lo escribió en francés especialmente para esta
edición. La versión, pues, fue traducida del francés por el editor sin pretensión alguna
de imitar o reproducir el estilo de Merton. El prefacio no apareció en ninguna de las
otras traducciones de El exilio y la gloria. La edición francesa, publicada en París en
1955, contiene la declaración definitiva de Merton sobre un libro que consideraba una
«evocación piadosa», un libro sobre el que dice que creía –y todo apunta a que lo
esperaba– que permanecería en el anonimato.
17
Este libro posiblemente requiera una disculpa o al menos una explicación. Con su
predecesor, ¿Qué llagas son esas?, fue escrito cuando el autor estaba completando su
noviciado. Salvo por una colección de vidas de santos, escritas hacia el final de ese
periodo, ambas fueron las primeras obras en prosa que escribió en el monasterio.
Cuando el autor recibió de sus superiores la obediencia de escribir la biografía de
la madre Berchmans, intentó adoptar el estilo literario al uso en monasterios y
conventos, creyendo que iba a escribir una obra adecuada para ser leída en un refectorio
trapense. Convencido de que el libro habría de permanecer anónimo y apenas atraería
atención alguna, intentó escribir una evocación piadosa semejante a otras de ese tipo.
Pero una vez avanzado el trabajo del libro, el autor se encontró con un problema.
Para hacer justicia a la santidad de la madre Berchmans, que sin asomo de duda fue
auténtica y profunda, se hacía necesario reescribir la biografía e incluso hacerlo con un
estilo diferente. Por diversas razones eso resultó imposible.
Afortunadamente la traductora del libro, una monja carmelita, se prestó con gusto
a asumir el papel de editora y a corregir las pruebas y, por tanto, la presente versión del
texto se debe a sus esfuerzos inagotables. Se hizo cargo de la tarea de revisión a fin de
hacer la obra más accesible a un público europeo e indagó en los documentos que nos
sirvieron como fuente de información para encontrar nuevos elementos que hicieran la
fisonomía de la madre Berchmans más precisa y vívida. Por todo ello, y por su
paciencia sumada a mi imposibilidad de ayudarla, el autor extiende su gratitud. Gratitud
que también debo a las religiosas trapenses de Laval que se prestaron generosamente a
leer el manuscrito y a hacer numerosos y valiosos comentarios.
El celo y la caridad de cuantos cooperaron en la publicación de esta obra
contribuyeron, más que todo lo demás, a su éxito final. Tan solo esperamos que, al
haber dado a conocer la vida de una humilde contemplativa trapense, se haya añadido
un nuevo testimonio al carácter esencialmente apostólico de la vida cristiana y en
particular de la vida contemplativa, que no puede existir sin que al mismo tiempo
hablemos con elocuencia, e incluso mediante el silencio, del misterio de Cristo.
18
II
Prefacio a la edición francesade
Marta, María y Lázaro
(Marthe, Marie et Lazare)
Abril de 1954
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Thomas Merton abordó extensamente al gran santo cisterciense Bernardo de Claraval
en su obra, en su pensamiento y en las clases y conferencias que impartió a los
novicios. A mediados de la década de 1950 ya había realizado una notable tarea de
investigación y redacción acerca de san Bernardo y sus obras.
Al final de la década de 1940 había escrito una serie, «La unión de
transformación en san Bernardo y san Juan de la Cruz», publicada en Collectanea
Ordinis Cisterciensium Reformatorum. En 1952 escribió un prefacio especial para una
biografía francesa de Bernardo publicada en la conmemoración de su octavo
centenario, y ese prefacio fue publicado varias veces en inglés bajo el título de «San
Bernardo, monje y apóstol». De otros dos estudios más extensos, uno de ellos que
originalmente se titulaba «La vida, obras y doctrina de san Bernardo», y que incluía la
encíclica del papa Pío XII con ocasión del octavo centenario de Bernardo, apareció en
1945 comoSan Bernardo, el último de los padres (en inglés tan solo The Last of the
Fathers). Esta obra un tanto más académica tuvo un éxito limitado en los Estados
Unidos y con el tiempo sería traducida únicamente al francés, portugués y español.
Otro estudio sobre san Bernardo, titulado en el borrador «Acción y contemplación en
la doctrina de san Bernardo», fue publicado parcialmente en tres entregas de
Collectanea en 1953. Merton lo reelaboró para darle formato de libro, y le cambió el
título por el de Marta, María y Lázaro.
Este prefacio constituye un caso aparte dentro del presente volumen puesto que en
principio no estuvo destinado a introducir una traducción sino alguna posible
publicación inglesa. Sin embargo, apareció tan solo, a pesar de varios proyectos para
su publicación, en las ediciones traducidas. Vio la luz inicialmente en la edición
francesa de 1956, Marthe, Marie et Lazare, publicada por Desclée de Brouwer como
parte de su serie «Presénce chrétienne». La única edición, además de la anterior, de
esta obra de Merton fue la traducción portuguesa a partir del francés, Marta, Maria e
Lazaro, publicada en Brasil en 1963.
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Resulta imposible entender aspecto alguno de la doctrina de san Bernardo si no
abordamos esa doctrina en su totalidad desde el principio, al igual que no podemos
penetrar en su sentido real si, desde el comienzo, el Espíritu de Aquel que nos habla a
través de las obras de san Bernardo no está presente. Bernardo de Claraval es ante todo
un «hombre de la Iglesia», vir Ecclesiae. Como los evangelistas, como Pablo y como
Juan, san Gregorio el Grande y san Agustín, san Máximo el Confesor y Casiano,
quienes le precedieron, y en particular al igual que san Benito, su padre espiritual,
Bernardo únicamente comprendió los aspectos de la vida espiritual en su relación con
el gran misterio esencial sin el cual carecen de sentido. Este misterio es la misma
esencia del cristianismo, es el mismo Cristo: el Cristo manifiesto del Padre, el principio
y fin de todo, Aquel en quien todas las cosas subsisten y en quien todas las cosas del
cielo y la tierra encuentran su fin, su cumplimiento, su significación final1. Ver todas
las cosas «en Cristo» es verlas en el Cristo completo, en la persona mística cuya Cabeza
se ve completada por sus miembros y en la que sus miembros se completan y
completan la Cabeza. San Bernardo consideró que todos ellos eran centrales al misterio
de la Iglesia.
Si a partir de ahí la vida contemplativa goza de un lugar privilegiado en la doctrina
de san Bernardo y en las enseñanzas de cuantos le precedieron, ello se debe a que solo
la contemplación hace completamente clara nuestra unión con Cristo, la unión de
nuestra vida en Él y de Su vida en nosotros. La contemplación es la consecución en
cada miembro de la Iglesia de la unión mística que une a Cristo con su Iglesia,
expresada por Él como unas nupcias.
San Bernardo adoptó El cantar de los cantares como tema para una serie de
sermones místicos porque el libro le parecía el más apropiado para nutrir
espiritualmente a los monjes. Completa la enseñanza ascética de los otros Libros de la
Sabiduría2. Permite a los monjes que ya se encuentran a la búsqueda de la perfección y
el crecimiento en Cristo reconocer, en los cánticos que entonan, en las profundidades
insondables de sus propios corazones, la unión con la Palabra en caridad perfecta3.
Pero, al mismo tiempo, les recuerda que el desposorio con la Palabra reporta frutos en
la vida apostólica.
Nuestra tarea presente es estudiar la relación que guardan la acción, la
contemplación y la vida apostólica en la doctrina de san Bernardo. La necesidad de este
estudio nos resulta incuestionable. Al igual que sucede con santo Tomás de Aquino,
que trata el mismo tema desde un punto de vista diferente, san Bernardo es citado
frecuentemente fuera de contexto, de manera parcial o incompleta. Los extractos que
proceden de la Abadía de Claraval se presentan a veces en defensa del principio de la
contemplación, otras en el de la vida apostólica. Y a menudo encontramos estas citas,
abstraídas de su contexto y fuera de la unidad del pensamiento de san Bernardo,
contradictorias. Por ejemplo, entendemos fácilmente lo que el santo quería decir
cuando se refería al deseo del alma de ser el vehículo de la gracia antes de haber
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obtenido, por medio de la contemplación, suficientes reservas de caridad para alimentar
la vida apostólica4. Por otro lado, los defensores de la vida apostólica señalan
enseguida que san Bernardo ha dicho que habríamos de dar prioridad a la vida
apostólica antes que al reposo de la vida contemplativa. La leche de la vida apostólica,
con la que nutrimos a los recién nacidos en Cristo, es «más necesaria» que el vino de la
contemplación que deleita nuestros corazones: Ubera quibus parvulos alis, quos et
paris, meliora, hoc est necessariora, sunt vino contemplationis5.
¿Qué significa eso? Es evidente que ambas partes están en lo cierto puesto que las
dos declaraciones son parte de la auténtica enseñanza de san Bernardo. El propósito de
este libro es simplemente reconciliar esos dos puntos de vista y mostrar cómo, en el
pensamiento de san Bernardo, el apostolado representa una necesidad y obligación
absolutas, en ciertas circunstancias precisas preferible a la contemplación. Sin embargo,
la vida apostólica sin contemplación resulta estéril. De ahí que el valor de la vida
apostólica sea en buena medida una función de la fuente contemplativa. Esta doctrina
no es nueva ni extraña; representa la enseñanza tradicional de la Iglesia.
Cometeríamos un serio error si nos acercáramos a esta cuestión sin definir
nuestros términos. San Bernardo no utiliza para nada palabras para aludir a la vida
activa y a la vida contemplativa en el sentido en que lo hacemos hoy en día. En la
actualidad los argumentos que dan primacía a la vida activa frente a los que se la
otorgan a la vida contemplativa tienden a ser una comparación entre las órdenes
religiosas activas y las órdenes contemplativas. San Bernardo no tenía interés en esa
cuestión. Para él no existían esas líneas netas de separación. Por el contrario,
consideraba que la acción, la contemplación y la vida apostólica eran funciones
equivalentes dentro del propio monasterio, y cada una de esas «vocaciones» formaba
parte de la vocación monástica propiamente definida. Marta y María no eran rivales;
eran hermanas. Sus aposentos no estaban separados. No entraban en competencia para
saber cuál de las dos recibiría al Señor Jesús bajo su techo porque ambas vivían en la
misma casa y Jesús las visitaba a las dos al mismo tiempo. Si no se ponían de acuerdo,
ello se debía a que Marta no podía entender por qué María no asumía una parte más
activa en la vida que, por lo demás, ambas compartían totalmente. Resulta claro que la
acción y la contemplación, tal como san Bernardo las comprende, son simplemente dos
partes de la vida monástica: Sunt invicem contubernales hae duae, et cohabitant
pariter; est quippe sororMariae Martha6.
Aquí de nuevo hemos de tener cuidado. ¿Qué es lo que quería decir san Bernardo
exactamente cuando hablaba de vida activa y vida contemplativa? En nuestro tiempo,
en el que vemos todas las cosas desde fuera antes que aprehenderlas desde dentro, en el
que juzgamos a partir de las apariencias antes que desde el corazón, pensamos que
basta con poner el acento en el claustro para distinguir la vida contemplativa de la
activa. La vida contemplativa nos lleva tras un muro hasta el claustro; la vida activa nos
saca de ese confinamiento hasta lugares públicos. De acuerdo a esa visión simplista, la
vida contemplativa queda definida por la ausencia de trabajo activo. Las órdenes
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contemplativas habrían de ser aquellas que no predican, que no enseñan, que no dirigen
hospitales. Sí, pero ¿qué hacen? A fin de otorgar a las órdenes contemplativas una
actividad especial, decimos que su dinámica reside en la oración. Las órdenes activas
predican al mundo; las órdenes contemplativas oran por el mundo. De esa forma, la
vida religiosa queda dividida en dos campos, cada uno con su forma propia de
actividad. Por un lado tenemos una vida exterior y actividad pública; por otro, una
actividad oculta e interna pero, con todo, no lo bastante interior como para no tener que
manifestarse exteriormente en un gran número de ejercicios complicados. En breve,
distinguimos la vida religiosa activa y la vida religiosa contemplativa no mostrando lo
que son, sino simplemente indicando lo que no son; no mostrando lo que pueden ser,
sino tan solo lo que han sido.
Recordemos una vez más que esta distinción le hubiera resultado tan extraña a san
Bernardo como a los otros padres de la Iglesia. Como hemos visto, san Bernardo
encontraba natural que las vocaciones de vida activa y contemplativa existieran en los
confines del mismo monasterio. En general, todos habrían de orar juntos tras los
mismos muros, habrían de trabajar y leer juntos en el mismo claustro. Sus ocupaciones
externas habrían de ser aproximadamente las mismas. Es verdad que el monje
encargado de una función especial en conexión con la vida exterior (officialis frater)
puede tener encomendada una tarea particular, tal como la de gestor, enfermero o
portero. Pero también hemos visto que la vida activa dentro de un monasterio puede ser
una actitud puramente interior. Dos monjes, uno al lado del otro en el coro, aun si
cantan los mismos salmos cuando se sientan juntos en el claustro o aunque compartan
el trabajo en los campos, haciendo lo mismo todo el día, llevarán inevitablemente una
vida diferente a causa de lo diferente de sus disposiciones interiores. Para uno puede ser
la vida contemplativa de María, para otro la vida activa y penitente de Lázaro o, si tiene
encomendadas tareas y cuidados materiales, la vida de la diligente Marta.
Es bastante evidente que vivir en un monasterio no desvía para nada a un
contemplativo. Cuando san Bernardo nos habla de la vida contemplativa, alude con ello
a algo profundo y real. Se refiere a una vida de unión estrecha con Dios en la oración
mística; la vida de Sponsa Verbi, abrazada por el monje no solo como su condición sino
como su elección interior.
No todos los monjes son contemplativos. Algunos llevan una vida activa, en el
sentido de que su «espíritu» es activo, una actividad encaminada a la penitencia. Otros
son activos porque están al cargo de numerosas tareas por el bien de la comunidad. Y
finalmente otros son activos en el sentido apostólico: particularmente los superiores y
aquellos cuya misión es dirigir y formar a otros monjes. Para el pensamiento de san
Bernardo, tan solo los padres abades parecían pertenecer a esa categoría.
¿Cómo, empero, escoge alguien una vocación de vida activa o contemplativa? Si
entendemos completamente el término «vida contemplativa», si por ello queremos
indicar una vida en la que todo está dispuesto según un plan superior de gracia mística,
entonces esa vocación es un don gratuito que Dios nos concede. No podemos ni
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alcanzarlo ni poseerlo por nosotros mismos aunque sí podemos desearlo. San Bernardo
nos dice de manera profusa que siempre nos queda orientar nuestros deseos y nuestros
esfuerzos en una u otra de esas dos direcciones. Podemos tender hacia una vida activa o
hacia una vida contemplativa. Recordemos que, por lo que a ello atañe, el ascetismo
siempre ha sido considerado por los padres de la Iglesia como una preparación normal
para la vida contemplativa. ¿Cuál, pues, habiéndolo considerado todo, habría de ser el
objeto principal de nuestras aspiraciones? San Bernardo no duda en ofrecer una
respuesta: en el caso en el que el monje sea libre de escoger entre las tres vidas, la
activa, la apostólica y la contemplativa, y en el caso en el que esté dispuesto a escoger,
siempre habría de preferir la vocación de María: Pars ipsa [Mariae] , quantum in nobis
est, sit omnibus eligenda7.
Esto, como se sabe bien, es perfectamente acorde con el verdadero espíritu
monástico. Para un auténtico monje que llega al claustro verdaderamente «en cherchant
réellement Dieu» («buscando realmente a Dios»), como san Bernardo lo expresó, es
cierto que le preocupa menos trabajar por Dios que encontrarle, conocerle, poseerle y
ser poseído por Él.
El misterio de la selección divina subsiste y, más todavía, es verdad que muchos
son los llamados y pocos los escogidos. Sin embargo, ciertamente el monje que es fiel a
su vocación mira constantemente con ojos fijos desde la «colina eterna», al tiempo que
vive siempre en el umbral de ese otro mundo. Poco importa si alcanza la unión perfecta
con Dios en la tierra; poco importa si su vida es activa o contemplativa, penitente o
apostólica, pues inevitablemente será un hombre de Dios y un hombre de oración o de
otro modo no sería un monje.
San Bernardo quiso proclamar esta verdad fundamental acerca de la vida
monástica, recordando que su edad debatía respecto a si lo que uno hace por Dios es
menos importante que lo que uno es, y si ser un monje no consistía únicamente en
trabajar por Dios y en servirle o de otro modo no se podía ser un verdadero hijo. En
efecto, el monje, por su vida angelical, por su virginidad espiritual, por su desapego de
las cosas de la tierra, vive como la doncella de la Palabra Divina que espera a su Esposo
en la noche, con la lámpara en la mano, dispuesta a seguirle allá donde Él la lleve.
1. Colosenses 1,17.
2. Sermón 1 in Cantica, n. 2-3. PL 183. 785.
3. Sermón 1 in Cantica, n. 11-12. PL 183. 789.
4. «Canales hodie in Ecclesia multos habemus, conchas perpaucas...», etc. Sermón 18 in Cantica, n. 3. PL 183.
860.
5. Sermón 9 in Cantica, n. 8. PL 183. 818.
6. Sermón 50 in Cantica, n. 2. PL 183. 1026.
25
7. Sermón III de Assumptione, n. 3. PL 183. 422.
26
III
Prefacio a la edición francesa de
Ascenso a la verdad
(La montée vers la lumière)
Noviembre de 1957
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Ascenso a la verdad, publicado en septiembre de 1951 en los Estados Unidos, fue un
éxito comercial más modesto que algunos escritos anteriores de Merton como La
montaña de los siete círculos, Semillas de contemplación y Las aguas de Siloé. Merton
señaló en diversas ocasiones que no estaba muy satisfecho con ese libro al que asignó
una calificación de «aprobado» dentro de la puntuación que va desde «horrible» hasta
«el mejor» en su gráfico de evaluación de 1967. En noviembre de 1957, fecha en que
escribió el prefacio para la edición francesa, tan solo había sido traducido y publicado
en Argentina, Bélgica, Alemania e Italia, esto es, tuvo una difusión mucho menor que
La montaña de los siete círculos y Semillas de contemplación. Una edición británica
apareció de forma simultánea a la americana en 1951 y se publicó una edición
americana de bolsillo en 1959 que se agotó enseguida. Se publicó una traducción
portuguesa en Brasil y una segunda edición española en Argentina, ambas en 1958,
poco después de la publicación de la edición francesa, pero ninguna incluía el prefacio
o las revisiones que había hecho para la versión francesa. Una segunda ediciónbritánica, publicada en 1976, hizo esta obra de nuevo accesible en inglés.
Merton consideró que la edición francesa, tal como fuera editada y recortada por
el padre François de Ste. Marie, era su versión definitiva. No hizo intento alguno por
revisar o alterar la edición inglesa de bolsillo de 1959 y la edición británica de 1976
no es traducción de la versión «final» francesa. En este momento todavía no se dispone
en inglés de la versión que Merton considerara definitiva de Ascenso a la verdad.
La edición francesa, La montée vers la lumière, traducida por Marie Tadié, quien
tradujo la mayoría de los libros de Merton al francés, fue publicada en París a
principios de 1958. El escrito mecanografiado original a partir del cual se editó esta
versión, ahora en posesión de la hermana M. Thérèse Lentfoehr, SDS, lleva por fecha
«Todos los Santos, 1957».
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Este libro no pretende ser una guía de la vida mística, o una síntesis de la espiritualidad
contemplativa, ni nada por el estilo. Se trata más bien de un estudio informal y
meditativo acerca de un aspecto particular de la vida interior, a saber, la relación entre
el conocimiento y el amor, la inteligencia y la voluntad, en la búsqueda de Dios. Es
más, el estudio queda todavía más restringido por el hecho de que se limita más o
menos a las enseñanzas de santo Tomás de Aquino y san Juan de la Cruz sobre esta
cuestión específica. Tal enfoque tiene obvias limitaciones así como algunas ventajas.
Entre las ventajas podemos mencionar la sencillez y la claridad, y entre las limitaciones
quizás una cierta restricción en su perspectiva y el peligro consiguiente de
malentendidos.
Así, por ejemplo, si bien se habla mucho de la «razón» en los primeros capítulos,
se da por hecho que el lector comprende que nuestra atención se dirige a un aspecto
muy especial de la vida interior y que el autor no tiene intención alguna de predicar en
favor de una especie de variedad racionalista o de pelagianismo de la oración interior.
Si es verdad que la gracia se construye sobre la naturaleza, entonces resulta evidente
que la gracia hace uso de las facultades naturales del hombre a fin de llevarle hasta
Dios, y las dos facultades que desempeñan la parte más importante en la vida interior
del hombre son su inteligencia y su voluntad. Pero obviamente, una vez más, no es por
medio de la acción de esas facultades como el hombre alcanza la unión con Dios sino a
través de la divina gracia. El hombre no puede divinizarse a sí mismo. Tan solo puede
quedar divinizado por el Espíritu Santo, y eso implica que nuestro camino hasta Dios es
un camino de sumisión a Aquel a quien no vemos ni llegamos a entender jamás del
todo. En cualquier caso, como este libro mostrará en algún grado de detalle, nuestra
misma sumisión a la gracia es razonable, y no podemos cooperar con Dios como Él se
propone que hagamos a menos que nuestra cooperación sea inteligente y quede
iluminada por su luz divina. La inteligencia tiene, por lo tanto, la mayor importancia en
la vida interior pero hay algo todavía más importante que ella y eso es el amor.
No se puede discutir en profundidad acerca del conocimiento de Dios y el amor
que los hombres le profesan sin que parezca que adoptemos una visión con un sesgo
más bien psicológico y ético de la vida interior. Eso, a su vez, tiene la desventaja de
alentar un cierto subjetivismo desordenado, una tendencia constante a observar las
propias reacciones, lo que puede reportar consecuencias lamentables. Se asume que el
lector será capaz de recuperar su perspectiva al recordar que este es tan solo un estudio
muy limitado y parcial, y que lo que aquí se dice no agota ni con mucho todo lo que se
puede decir al respecto.
Este libro fue escrito hace siete años. Si tuviera que abordar el mismo tema hoy en
día (y probablemente no lo haría), quizás lo hiciera de un modo diferente. Por una
parte, los aspectos psicológicos del estudio habrían de ser completados por algún
comentario acerca de los impulsos inconscientes del ser humano y su posible
intervención en la vida de oración. Por otra parte, preferiría acudir más a las Escrituras
y a los Padres y ocuparme menos del escolasticismo, que no representa el verdadero
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clima intelectual de un monje. En una palabra, el libro sería bastante diferente de lo que
en realidad es.
Cuando surgió la posibilidad de una edición francesa, al principio pensé en hacer
revisiones extensas. Eso no solo se hacía imposible sino que era inútil. En lugar de ello,
la traducción francesa ha sido corregida de manera muy cuidadosa por el padre
François de Ste. Marie, OCD. Se han eliminado digresiones extensas. Los pasajes más
importantes han sido simplificados y clarificados, y los menos importantes se han
suprimido. Yo mismo he revisado el manuscrito, haciendo nuevos recortes e
introduciendo algunas modificaciones. Como resultado de ello, el libro ahora adopta
una forma definitiva, y la edición francesa en adelante reemplaza a todas las demás
(incluso a las inglesas) como versión final. Contiene todo lo que el autor desea retener
del original. El resto puede caer con provecho en el olvido.
Este resultado no podría haberse alcanzado sin la ayuda generosa del padre
François de Ste. Marie y la paciencia infatigable de Marie Tadié que ha trabajado con
mayor esfuerzo y por más tiempo en esta traducción que en ninguna otra de las que
haya hecho previamente para mí.
31
IV
Prefacio a la edición catalana de
La montaña de los siete círculos
(La muntanya dels set cercles)
Enero de 1958
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En diciembre de 1957, el éxito de ventas de Thomas Merton que fue La montaña de los
siete círculos ya había conocido múltiples reimpresiones en los Estados Unidos, había
sido abreviado por Evelyn Waugh y publicado en Gran Bretaña como Elected Silence,
y se había traducido al danés, holandés, francés, alemán, italiano, portugués, español y
sueco. Ese mes, Josep Maria Cruzet, al cargo de la Editorial Selecta en Barcelona,
escribió pidiendo permiso a Merton para una traducción catalana de su autobiografía.
Debido al pequeño número de lectores catalanes y al número limitado de copias con el
que se contaba, le pidió a Merton si aceptaría algún tipo de pago «simbólico», como
copias del libro terminado. Tal como decía en su carta: «Nuestra edición ha de ser
considerada, más que un asunto comercial, una satisfacción patriótica para nosotros
al contar con que su hermoso y emotivo libro se vea incorporado a un idioma noble y
antiguo que preserva una vieja cultura». Guillem Colom, traductor de Evangeline, de
Longfellow, y de otras obras literarias, se haría cargo de la traducción de La montaña
de los siete círculos al catalán. Merton respondió a Cruzet en una carta accediendo a
los términos de la oferta y en ella reflexionaba, no tanto acerca de La montaña de los
siete círculos como sobre sus propios orígenes, reclamando para sí, como cada vez
sería más frecuente que hiciera con todas las culturas, una afinidad especial con el
pueblo catalán. A Merton no se le pidió que hiciera un prefacio especial para esta
edición, pero Cruzet usó esta carta a modo de prefacio, sin duda porque de alguna
manera presentaba a Merton como catalán.
[N. del T.: El P. Alejandro Masoliver, monje de la Abadía de Santa María de Poblet, que tuvo la amabilidad de
proporcionarnos la versión catalana y su propia traducción al castellano de este prefacio, precisa que la
edición catalana, si bien fue autorizada por el padre Merton en 1958, no se llevó a cabo hasta 1963. Merton –
añade– nació en Prades (Prada en catalán), la que fuera capital de la comarca del Conflent, en la entonces
Cataluña Norte, perdida para España tras la Paz de los Pirineos. Merton reivindica, pues, de manera legítima,
su filiación catalana].
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Our Lady of Gethsemani
Trappist, Kentucky
22 enero 1958
Señor Josep M. Cruzet,
Barcelona
He leído con emoción su amable carta del 17 de diciembre. Ha de considerar que,
en cierto sentido, puedo creerme catalán, ya que nací en la parte de Francia que todavía
se llama «catalana».Es evidente, pues, que es para mí un deber de piedad y un gozo
inmenso permitir que se haga la edición catalana de mi autobiografía, basada en
derechos simbólicos. No necesito otra recompensa que la de poder sentirme así más
unido espiritualmente con un viejo y noble pueblo, y pensar que rezarán quizás por mí
unas almas santas en las viejas iglesias y catedrales de Cataluña.
Me sentiré honradísimo de recibir unos ejemplares de la traducción catalana.
[Quizás su catálogo, si publican libros en castellano, podría ayudarme a pedir otros
libros de utilidad para nosotros, y si usted está interesado en alguno de mis otros libros,
se los ofrezco con sumo placer bajo las mismas condiciones]1. Le saluda y le bendice
en Cristo, Nuestro Señor.
J. M. Louis
(Th. Merton)
1. [N. del T.: Esta frase fue omitida de la carta-prefacio en el volumen publicado].
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Our Lady of Gethsemani
Trappist, Kentucky
22 gener 1958
Sr. Josep M. Cruzet,
Barcelona.
He llegit amb emoció la seva amable carta del 17 de desembre. Ha de considerar
que, en un cert sentit, jo puc creure’m català, ja que vaig néixer en la part de França que
encara es diu «catalana». Es evident, doncs, que per a mi és un deure de pietat i un goig
inmens de permetre que es faci l’edició catalana de la meva autobiografia, basada en
drets simbòlics. No necessito altra recompensa que la de poder sentir-me així més unit
espiritualment amb un vell i noble poble, i pensar que potser pregaran per mi unes
ànimes santes en les velles esglésies i catedrals de Catalunya.
Em sentiré honradíssim de rebre uns exemplars de la traducció catalana. El saluda
i el beneeix en Crist nostre Senyor.
J. M. Louis
(Th. Merton)
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V
Prefacio a la edición argentina de
Thomas Merton: Obras Completas I
Abril de 1958
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En 1958, diez años después de la publicación de La montaña de los siete círculos,
Thomas Merton había publicado más de treinta libros y folletos importantes y docenas
de artículos. Ese año, la Editorial Sudamericana de Buenos Aires se aproximó a él con
un proyecto de publicación de una serie definitiva y abierta a futuras publicaciones de
sus obras que habría de llamarse «Las obras completas de Thomas Merton». Por
entonces se habían traducido al español quince de las principales piezas de Merton,
todas ellas publicadas en editoriales de España, Chile, Argentina y México, y
distribuidas en todo el mundo hispanohablante. Diez de ellas las había publicado
Sudamericana y la firma, convencida de la continua solvencia comercial de Merton, se
propuso recoger siete obras tempranas en un único volumen de lujo en lugar de volver
a imprimir segundas ediciones individualmente.
El volumen, tal como se proyectó y como habría de quedar finalmente
completado, incluyó las versiones íntegras de La montaña de los siete círculos,
Semillas de contemplación, Las aguas de Siloé, El exilio y la gloria, ¿Qué llagas son
esas? y Pan en el desierto. Sudamericana también obtuvo los derechos para la inclusión
de un conjunto de piezas más breves: «La renuncia y el cristiano», «Una vida de
oración equilibrada», «Poesía y vida contemplativa» y «¿Qué es contemplación?»,
publicadas bajo el título La senda de la contemplación por Rialp en Madrid. Este
volumen conoció una segunda edición en 1958. Sudamericana omitió de su proyecto
sus otros tres títulos de Merton, Ascenso a la verdad, Los hombres no son islas y La
vida silenciosa, todas ellas en imprenta y a la venta, con la intención de que sirvieran
de base para un segundo volumen de sus obras completas. Merton aprobó el proyecto y
le complació tener la oportunidad de escribir un prefacio dirigido expresamente a los
lectores latinoamericanos. Fue el único prefacio nuevo que escribió para una edición
en lengua española.
El volumen, de presentación elegante y de enorme peso, apareció en 1960 con el
título de Obras Completas I. Sudamericana no pudo continuar la serie y no se
publicaron las Obras Completas II, aunque otras diecinueve obras de Merton habían
sido traducidas al español. De hecho, ya habían publicado una segunda edición de
Ascenso a la verdad en un solo volumen antes de 1960. Con todo, y a pesar de haber
quedado incompleto, este proyecto sigue siendo el único intento de recoger el corpus
de Merton en una serie.
El borrador inglés de Merton no ha sobrevivido. Hay fuertes indicios de que
posiblemente escribiera el borrador en español con la ayuda de novicios
hispanohablantes que entonces se encontraban en la Abadía de Getsemaní.
[N. del T.: Para el presente volumen, Robert E. Daggy proporcionó gentilmente al traductor el original de la
edición argentina que ha quedado transcrito literalmente sin alteración alguna respecto a esa primera y única
versión que constituye una clave fundamental para entender la identidad «católica», esto es, universal, del
americano Merton].
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Es un honor para mí ver que la publicación de mis Obras Completas se efectúa, antes
que en ninguna otra parte, en América del Sur. Y eso me parece muy significativo.
Creo que requiere, de parte mía, un reconocimiento muy especial.
El lector de las primeras páginas de este volumen se dará cuenta de que yo soy uno
de esos millones cuyo destino los ha hecho venir desde las costas de Europa para
convertirse en ciudadanos del Hemisferio Occidental, en hombres del Nuevo Mundo.
Yo pertenecía ya al Nuevo Mundo, porque la familia de mi madre había vivido en él
durante varias generaciones. Vine a él buscando una respuesta a los inescrutables
problemas de la vida y hallé en él una respuesta que es a la vez eternamente vieja y
nueva –una respuesta que no pertenece a ningún tiempo, país, continente o cultura en
particular–. Hallé, en este Nuevo Mundo, la palabra de Salvación. También hallé en él
una paradójica vocación para la Vida Contemplativa... una vocación que algunos no
han sabido comprender, como si la Vida Contemplativa perteneciese al Viejo Mundo
que se muere, no al Nuevo Mundo que está naciendo.
Creo que el principal mensaje contenido en estas páginas es que la Vida
Contemplativa pertenece a donde haya vida. Donde esté el hombre, y su sociedad;
donde haya esperanzas, ideales, aspiraciones de un futuro mejor; donde haya amor –
donde haya dolor a la vez que alegría–, también allí tiene su lugar la Vida
Contemplativa. Porque la vida, la alegría, el dolor, los ideales, las aspiraciones, el
trabajo, el arte y todo lo demás tienen un significado. Si no tienen significado, entonces,
¿por qué perder tiempo en ellos? Pero si lo tienen, entonces el significado
independiente de cada cosa debe converger de algún modo en un significado central y
universal que ilumine desde el interior de sus más íntimas esencias. Esta realidad
central tiene que ser una realidad «católica», una realidad «divina». Este significado
central de la vida es la Vida misma, la Vida en Dios. Y este es el objeto del
contemplativo.
En mi caso, la palabra de salvación, el Evangelio de Jesucristo, me ha llevado a la
soledad y al silencio. Mi vocación es rara, quizás. Pero la contemplación no solo
florece dentro de los muros del claustro. Todo hombre llamado a vivir una vida plena
de significado es llamado, solo por eso, a conocer el significado interior de la vida y a
hallar ese íntimo significado en su propia existencia inescrutable, por encima de sí
mismo, por encima del mundo de las apariencias, en el Dios Vivo. Todo hombre nacido
en esta tierra está llamado a hallarse y a realizarse en Cristo y, por ello, a comprender
su unidad en Cristo con todos los demás hombres, de modo que los ame como se ama a
sí mismo, y sea uno con ellos casi como es uno consigo mismo: pues el Espíritu de
Cristo es Uno en los que le aman.
En el silencio de los campos y de los bosques, en la enclaustrada soledad de mi
monasterio, he venido a descubrir el hemisferio occidental entero. Aquí es donde he
podido, por la gracia de Dios, explorar el Nuevo Mundo; no viajando de ciudad en
ciudad, no volando sobre los Andes y el Amazonas para detenerse un día aquí, dos allí,
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y luego seguir adelante. Quizás si hubieraviajado de esta manera por el hemisferio, no
habría visto nada; pues generalmente los que viajan más, ven menos.
Pero me parece, por el contrario, que en el silencio de mi monasterio he oído la
voz de todo el hemisferio que habla desde las profundidades de mi ser con una claridad
a la vez magnífica y terrible: como si tuviera en las profundidades de mi corazón las
pampas vastas y solitarias, la helada brillantez del altiplano boliviano, el aire fino de los
terraplenados valles de los incas, el esplendor y la suavidad de Quito, la fría sabana de
Bogotá, y el intolerable misterio de la selva del Amazonas. Me parece que dentro de mí
viven ciudades enteras, con generosa opulencia y terrible indigencia, lado a lado. Como
si las lluvias del sur de Chile cayesen sobre mi alma y el sol del ecuador cayese
perpendicularmente sobre la cumbre de mi ser. Como si todas las antiguas
civilizaciones de México, más viejas que Egipto, acumulasen en mi corazón sus
inescrutables silencios, y como si en ellos y en los silencios aún más profundos del Perú
oyese murmurar las sílabas olvidadas de sabidurías muy antiguas que nunca han muerto
y que han contenido en su secreto una imagen de Verdad que ningún hombre ha
reconocido como la imagen encubierta de Jesucristo, envuelta en el símbolo y la
profecía. Me parece como si la inagotable belleza de todo el Nuevo Mundo, y sus casi
infinitas posibilidades, se movieran dentro de mí como un gigante dormido, ante cuya
presencia no puedo quedarme indiferente. En realidad casi me parece a veces que esta
presencia que hay dentro de mí habla con la voz del mismo Dios: y yo lucho en vano
por captar y entender alguna palabra, alguna sílaba del gran destino del Nuevo
Mundo... ese destino que está aún oculto en el misterio de la Providencia.
Una cosa sé: que en mi destino de ser al mismo tiempo un contemplativo, un
cristiano y un americano, no puedo satisfacer las exigencias de mi vocación con nada
parcial y provinciano. No puedo ser un «norteamericano», que solo conoce los ríos, las
llanuras, las montañas y las ciudades del norte, donde ya no hay indios, donde la tierra
fue colonizada y cultivada por puritanos, donde, entre el esplendor audaz y sarcástico
de los rascacielos, se ve raramente la Cruz, y donde la Santa Virgen, cuando se la
representa, es pálida y melancólica y no lleva al Niño en los brazos. Esta parte norte es
grande, poderosa, rica, inteligente; también tiene su color propio, una humildad
sorprendente, una bondad, una pureza interior que el extraño no conoce. Pero es
incompleta. No es siquiera la parte mayor y más rica del hemisferio. Es quizás, en este
momento, la región más importante del mundo, pero, sin embargo, no puede bastarse a
sí misma y carece de raíces profundas. Carece de las profundas raíces de la antigua
América, de la América de México y de los Andes, donde el Asia silenciosa y
contemplativa vino, hace milenios, para construir sus ciudades hieráticas. Carece del
fervor y la fecundidad intensa del Brasil, que es también África, que palpita con la
música y la simplicidad de África, sonríe con la sonrisa del Congo y ríe con la
inocencia infantil de Portugal. La mitad norte de este Nuevo Mundo carece de la fuerza,
el refinamiento y el prodigio de la Argentina, con todo el lirismo de su alma
atormentada y generosa.
41
No puedo ser un americano parcial y no puedo ser, lo que es aún más triste, un
católico parcial. Para mí, el catolicismo no está confinado dentro de los límites de una
cultura, una nación, una época, una raza. Mi fe no es meramente el catolicismo de los
irlandeses de Estados Unidos, o el catolicismo espléndido y vital, renacido durante la
guerra pasada, de mi Francia natal. Aunque admiro mucho las grandes catedrales y el
glorioso pasado del catolicismo en la América latina, mi catolicismo es algo que va más
allá de la hispanidad. Para mí es imposible creer que el catolicismo pueda estar tan
ligado a los destinos de un grupo que resulte meramente la expresión de las ilusiones
económicas de tal o cual clase social. Mi catolicismo no es la religión de la burguesía,
ni lo será nunca. El catolicismo abraza todo el mundo y todas las épocas. Data del
comienzo del mundo. El primer hombre era la imagen de Cristo, y ya contenía a Cristo
el Salvador en sus entrañas, aun cuando estuviera caído. El primer hombre estaba
destinado a ser el antepasado de su Redentor, y la primera mujer era la Madre de toda la
Vida, imagen de una hija inmaculada que iba a ser llena de gracia y la Madre de toda
Misericordia, la Madre de los Salvados.
Esa Santísima Madre es la Madre de América –¡está en todas partes de América, la
Morena!1–; su estandarte iba en las vanguardias de los primeros ejércitos de la
independencia americana. Está en todas partes de América, particularmente en
Iberoamérica, y allí también abriga, en el misterio, el Cuerpo de Cristo.
Para muchos, en nuestro Nuevo Mundo, la Iglesia es solo una respetable
institución cuyo destino está unido con una sociedad pasada. Eso es una grave
equivocación y un error desastroso –un error que especialmente los que somos
sacerdotes y religiosos tenemos que aprender a disipar no solo con nuestras enseñanzas,
sino con nuestras vidas–. Amamos nuestras viejas tradiciones, pero somos hombres del
futuro. Nuestra responsabilidad es del futuro, no del pasado. El pasado no depende de
nosotros. Pero el futuro sí depende de nosotros. Es cierto, que como nuestro Maestro,
debemos decir que «nuestro reino no es de este mundo», pero como Él tenemos que
comprender que lo que hagamos al más humilde de Sus bienamados, se lo hacemos a
Él; y parte de nuestro trabajo por la salvación del hombre es ayudar a construir un
mundo en el cual el hombre se pueda preparar para la visión de Dios mediante una vida
libre en esta tierra.
La Iglesia en el Nuevo Mundo es más que un símbolo decorativo del pasado, es la
madre del futuro. Sus miembros tienen que abrir los ojos a ese futuro, tienen que darse
cuenta de los signos que indican el camino de ese futuro: signos por los cuales el
mismo Dios les habla en el misterio de la historia y en la evolución concreta y viva del
mundo que les rodea. Esto es lo que nos han dicho los papas modernos, llamándonos a
la Acción Católica, pidiendo nuevas vocaciones para un sacerdocio de nueva
orientación en el Nuevo Mundo.
Esta nueva orientación depende de la antiquísima porfía que el mundo moderno ha
olvidado, y solo recientemente ha comenzado a recordar: la prioridad de lo espiritual, la
primacía de la contemplación.
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No, la contemplación sola no construye un nuevo mundo. La contemplación sola
no da de comer al hambriento, no viste al desnudo, no educa al ignorante, ni devuelve
al desdichado pecador a la paz, la verdad y la unión con su Dios. Pero sin
contemplación no tenemos
la perspectiva para ver lo que hacemos en nuestro apostolado. Sin contemplación no
podemos comprender el íntimo significado del mundo en el cual tenemos que actuar.
Sin contemplación, permanecemos pequeños, limitados, divididos, parciales: nos
aferramos a lo insuficiente, permanecemos unidos a nuestro limitado grupo y a sus
intereses, perdemos de vista la justicia y la caridad universales, nos dejamos llevar por
las pasiones de facción y, finalmente, traicionamos a Cristo. Sí, sin contemplación, sin
la íntima, silenciosa, secreta búsqueda de la verdad mediante el amor, nuestra acción se
pierde en el mundo y se hace peligrosa. Más aún, si nuestra contemplación es fanática y
falsa, nuestra acción será tanto más peligrosa. No, debemos perdernos con el fin de
ganar el mundo, debemos sumirnos en las profundidades de nuestra humildad con el fin
de hallar a Cristo en todas partes y amarle en todas las criaturas: de lo contrario, le
traicionaremos, al no verle en aquellos a quienes dañamos inconscientemente mientras
le rezamos en nuestra «inocencia».
La esencia de mi Regla monástica se contiene en estas pocas palabras: «No
preferir absolutamente nada al amor de Cristo»... y en este amor de Cristo, de Cristo en
sí mismo y de Cristo en nuestroprójimo, es como se construyen Nuevos Mundos sobre
bases duraderas. No se construirá un Nuevo Mundo entre nosotros mediante la
deformación rusa de la dialéctica marxista. No se construirá un Nuevo Mundo mediante
las pasiones destructoras del militarismo fascista. No se construirá ningún Nuevo
Mundo mediante la magia engañosa de la tecnología imperialista. En cuanto a la
diplomacia del dólar, hay poca esperanza de que origine algo más que decepciones y
confusión para todos. El hemisferio occidental es enormemente rico, más rico quizás
que todo el resto del mundo, y sus riquezas pertenecen a los que viven en él; pero la
mera explotación de estas riquezas y su justa distribución no resolverán nuestro
problema. Por encima de todo está el problema del hombre. Eso es lo más importante
de todo, pues el hombre es la imagen de Dios, y cuando está plenamente unido, dentro
de sí mismo con sus hermanos, y con su Dios, entonces el Reino de Dios ha venido y se
manifiesta en la tierra para que todos lo vean. Pero esto no puede lograrse jamás,
excepto en Cristo, y mediante el poder de Su Cruz, y la victoria de Su Resurrección.
Esto, entonces, es lo que me parece a mí tan importante con respecto a América...
y la gran función de mi vocación en ella: conocer América en su totalidad, ser un
americano completo, un hombre de todo el Hemisferio, de todo el Nuevo Mundo; y
desde este punto de partida, ser también un completo cristiano, un completo
contemplativo, y de este modo, ayudar a traer a Cristo en la plenitud de la madurez, en
todo el Cosmos, «hasta que arribemos todos a la unidad de una misma fe y de un
mismo conocimiento del Hijo de Dios, al estado de un varón perfecto a la medida de la
edad perfecta según la cual Cristo se ha de formar místicamente en nosotros; por
manera que ya no seamos niños fluctuantes, ni nos dejemos llevar aquí y allá de todos
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los vientos y opiniones humanas, por la malignidad de los hombres que engañan con
astucia para introducir el error; antes bien, siguiendo la verdad del Evangelio con
caridad, en todo vayamos creciendo en Cristo que es nuestra cabeza» (Efesios 4,13-
15)2.
¡Ojalá los que lean este libro y yo que lo he escrito quedemos unidos en este ideal
y en esta lucha! Trabajamos juntos como americanos y cristianos, como hermanos y
como constructores. Yo con mis oraciones y con mis libros, vosotros con vuestro
trabajo y vuestras oraciones. Separados, somos incompletos. Juntos somos fuertes con
la fortaleza de Dios. ¡Oh, hermanos míos del sur! Me alegro de que este libro nos haya
reunido en Cristo; pero el libro no era necesario: ya somos uno en nuestro amor a la
verdad, nuestra pasión por la libertad y nuestra adoración del Dios Vivo.
THOMAS MERTON
Abadía de Getsemaní
Pascua, 1958
1. La Virgen Morena, la Virgen de piel bronceada, es un término utilizado generalmente en Latinoamérica para
referirse específicamente a representaciones de la Virgen veneradas por los habitantes de diversas regiones.
Merton obviamente encontró que esas representaciones vitales y telúricas eran imágenes más válidas que
muchas del Norte que él consideraba pálidas, lánguidas e insípidas. [N. del E.].
2. Este pasaje, señalado y subrayado por Merton en su Nuevo Testamento, tiene la siguiente nota al margen:
«vocaciones = construcción», de su puño y letra. Véase The New Testament, versión revisada de la Challoner-
Reims, publicada por estudiosos católicos bajo el patronazgo del Comité Episcopal de la Confraternidad de la
Doctrina Cristiana (Catholic Publishing Company, New York 1952), en las páginas 252-253. El volumen está
depositado en la «Sección de Marginalia» del Centro de Estudios Thomas Merton en la Universidad de
Bellarmine. [N. del E.].
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VI
Prefacio a la edición francesa de
La paz monástica
(La paix monastique)
Finales de 1960
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46
En 1958 la Abadía de Getsemaní publicó un pequeño folleto (de 57 páginas) de Merton
llamado La paz monástica. Incluía dibujos de Frank Kacmarcik y diez fotografías de
Shirley Burden. Se vendió en la librería de la Abadía al precio de un dólar. La
hermana Thérèse Lentfoehr, siempre resplandeciente al hacer recensiones de los libros
de Merton, lo consideró un «pequeño tratado muy notable». Seguía diciendo:
«Presenta un análisis concentrado de la vida total y esencial cristiana como raras
veces se puede encontrar en una obra de tan escasas dimensiones. Y aunque la paz que
constituye el motivo de este libro se sitúa en esquemas monásticos, la doctrina básica
es aplicable a toda persona». A finales de la década de 1960, cuando Merton escribió
un «Préface a l’édition française», él mismo subrayó la aplicabilidad del libro fuera
del ámbito monástico, puesto que los monjes necesitan conocer el mundo y son
importantes para este. Es significativo que Merton escribiera este prefacio después de
la llamada «epifanía de Louisville» en la esquina de la calle Cuarta y Walnut (ahora
conocida como Boulevard Muhammad Ali), en la que Merton se dio cuenta de que él
era parte de cada persona y todas ellas parte de él. La edición francesa continúa
siendo la única traducción de La paz monástica como entidad aparte. Su pequeño
tamaño hizo que los editores de Argentina (1960), Brasil (1962) y Polonia (1983) lo
combinaran con otras obras de Merton en un volumen compuesto, sin duda para
asegurar su salida comercial. (La editorial Sudamericana lo recogió en el libro La
vida silenciosa). Fue incluido por el hermano Patrick Hart en El viaje monástico en
1977, una colección de escritos breves de Merton en torno a la vida monástica, muchos
de los cuales se habían publicado previamente como folletos de Getsemaní.
[N. del T.: La «epifanía» a que se refiere el editor americano alude a un episodio singular de crucial importancia
en la trayectoria de Merton que él mismo describió en Conjeturas de un espectador culpable: «En Louisville,
en la esquina de la Cuarta y Walnut, en medio del barrio comercial, de repente me abrumó darme cuenta de
que amaba a toda esa gente, de que todos eran míos y yo de ellos, de que no podíamos ser extraños unos a
otros aunque nos desconociéramos por completo (…). No hay modo de decir a la gente que anda por ahí
resplandeciendo como el sol (...). Ellos no son “ellos” sino mi propio yo (…). Fue como si de repente viera la
secreta belleza de sus corazones, las profundidades de sus corazones donde no puede llegar el pecado ni el
deseo ni el conocimiento de sí mismo, el núcleo de su realidad, la persona que es cada cual a los ojos de Dios.
¡Si por lo menos todos ellos se pudieran ver como son realmente! ¡Si por lo menos nos viéramos unos a otros
así todo el tiempo! No habría más guerra, ni más odio, ni más crueldad, ni más codicia (…). En el centro de
nuestro ser hay un punto de nada que no está tocado por el pecado ni por la ilusión, un punto de pura verdad,
un punto o chispa que pertenece enteramente a Dios, que nunca está a nuestra disposición, desde el cual Dios
dispone de nuestras vidas, y que es inaccesible a las fantasías de nuestra mente y a las brutalidades de nuestra
voluntad. Ese puntito de nada y de absoluta pobreza es la pura gloria de Dios en nosotros. Es, por así decirlo,
su nombre escrito en nosotros, como nuestra pobreza, como nuestra indigencia, como nuestra filiación. Es
como un diamante puro, fulgurando con la invisible luz del cielo. Está en todos, y si pudiéramos verlo
veríamos esos miles de millones de puntos de luz reuniéndose en el aspecto y fulgor de un sol que desvanecería
por completo toda la tiniebla y la crueldad de la vida... No tengo programa para esa visión. Se da, solamente.
Pero la puerta del cielo está en todas partes»].
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Los Estados Unidos están habitados, soy consciente de ello, por hombres que se
interesan por e incansablemente abordan el «nuevo pensamiento» de un movimiento
monástico que parecen presenciar. Este enfoque ingenuo, que proyecta sin vergüenza ni
dubitación pseudo-objetivos del «yo», produce resultados bastante notables. Pero
quienes hayan leído los dichos de Qohélet, también llamado Eclesiastés,

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