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PODEMOS SER FELICES CON DIOS En busca de la alegría - PIER GIORDANO CABRA

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Pier Giordano Cabra
y
Monasterio de la Visitación de Brescia
¿Podemos ser felices
con Dios?
En busca de la alegría
Lectio divina
Sal Terrae
Santander – 2013
2
Título del original italiano:
Si può essere felici con Dio?
Alla ricerca della gioia
© Editrice Queriniana, 2011
Brescia
www.queriniana.it
Traducción:
José Pérez Escobar
© Editorial Sal Terrae, 2013
del Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 942 369 198 / Fax: +34 942 369 201
salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es
Imprimatur:
Mons. Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander
25-09-2013
Diseño de cubierta:
María José Casanova
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
almacenada o transmitida, total o parcialmente,
por cualquier medio o procedimiento técnico
sin permiso expreso del editor.
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2104-3
Depósito Legal: SA-530-2013
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http://www.queriniana.it
mailto:%20salterrae@salterrae.es
http://www.salterrae.es
Introducción
¿Podemos ser felices sin Dios?
¿Podemos ser felices con Dios?
Casi como respuesta a la primera pregunta, algunos ateos ingleses promovieron una
campaña publicitaria en la que colocaron en los autobuses el letrero: «Probablemente
Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida».
Por nuestra parte no nos sentiríamos tan seguros, porque vemos a nuestro alrededor
muchas inquietudes y desconcierto.
A la segunda pregunta respondemos diciendo que, si bien en medio de nieblas e
incertidumbres, conocemos numerosos testimonios que permiten dar una respuesta
positiva.
La tradición bíblica y cristiana prefiere hablar de «alegría», realidad más matizada y
percibida como menos utópica que la «felicidad».
El título dado a estas páginas, ¿Podemos ser felices con Dios? En busca de la
alegría, es más bien provocativo, puesto que la alegría no llega cuando la buscas, sino
cuando la acoges como don y la conjugas como tal. Pero este don se inserta en la
búsqueda muy humana de la autorrealización y en la del bienestar personal y
comunitario.
Cuando tu deseo se deja tocar y conducir por el deseo de Dios, entonces la alegría
desciende como rocío y tu tierra da su mejor fruto.
También este trabajo modesto ha nacido de la colaboración con un monasterio de la
Visitación, en esta ocasión con el de Brescia, como fruto de las iniciativas para recordar
los cuatrocientos años de la fundación de la orden.
Mientras que la lectio y la meditatio han sido escritas por el padre Pier Giordano
Cabra, las otras partes han sido preparadas por las Hermanas del Monasterio de Brescia,
que, una vez más, han puesto a disposición muchos textos valiosos de su fundador, san
Francisco de Sales, amable maestro de una vida cristiana marcada por la alegría.
4
Se trata de un libro centrado en la palabra de Dios, que quisiera ser realista, sereno
y tranquilizador.
Pier Giordano Cabra
Monasterio de la Visitación de Brescia
Fiesta de la Visitación de 2011
5
Abreviaturas de las obras
de san Francisco de Sales
TAD Tratado del amor de Dios (Teótimo)
IVD Introducción a la vida devota (Filotea)
EnEs Entretenimientos Espirituales
6
1
La alegría de la admiración
«¡Señor, Dios nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano, para mirar por él?
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad,
le has dado el mando sobre la obra de tus manos.
Todo lo sometiste bajo sus pies:
rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo,
las aves del aire, los peces del mar
que trazan sendas por el mar.
¡Señor, dueño nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!».
– Salmo 8
Lectio
Al contemplar las maravillas de la creación, el hombre no puede sino ser arrebatado por
la admiración y el asombro. Pero mientras que los paganos adoran a los astros, Israel
alaba y bendice al autor de todas las cosas.
El hombre bíblico, uniendo espontáneamente lo creado con el Creador, ve en todas
las cosas el poder y la sabiduría de su Señor, y lo aclama y exulta con él y por él, se
regocija de tener un Dios tan grande: «Que se alegre Israel en su Creador, los hijos de
Sión por su Rey» (Sal 149,2).
Pero no solo, sino que también ve su desmesurada grandeza como hombre, criatura
privilegiada, «poco menos que un dios», superior a los demás seres vivos, algo que está
en medio entre la creación y el Creador. De aquí surge la primera fuente de su alegría:
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admirar la creación y ser admirado por el Creador.
En otros pasajes del Antiguo Testamento, casi implicando todo cuanto hay en la
propia alegría, la invitación a alabar y bendecir al Señor se extiende a todas las criaturas.
El hombre querría dar voz a la creación para hacer explícita la alabanza implícita en su
belleza y sabiduría: «Todas las obras del Señor, bendecid al Señor...» (Dn 3,57ss).
El asombro de la magnificencia de la creación hace brotar la alegría. Ante las
maravillas de la creación estalla la alabanza, expresión de un júbilo interior: «Señor,
dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra».
Más allá de su utilidad, las cosas son una oportunidad de alegría para el ser
humano.
Ellas hablan de la grandeza, del poder y de la benevolencia de Dios, que hizo todo y
lo puso a disposición del hombre: «Todo lo has sometido bajo sus pies», es decir, todo
ha sido puesto a disposición del hombre, para que pueda alegrarse con su Creador.
Admirar, reconocer, alabar, alegrarse, tal es el recorrido que del asombro lleva a la
intencionalidad profunda del «juego» divino de la creación, comenzado para que los
hijos de los hombres tengan la alegría.
Toda la inmensa creación, que adquiere cada día proporciones más inimaginables y
asombrosas, fue creada para nuestra alegría. ¿Cómo no alegrarse de ella?
Meditatio
Saber ver y saber admirar es el presupuesto de una actitud positiva con respecto a la
vida.
Antes de que existieran, antes del big bang, las cosas estaban presentes en los
proyectos del Creador. Solo él, el ser increado, puede llevar a cabo el paso del no ser al
ser.
El «asombro del ser», el asombro del hecho de que las cosas existan en lugar de no
existir, el hecho de que estas alcancen, a trechos y en ciertos momentos, cumbres de
potencia y de belleza que arrebatan, introduce en una visión tranquilizadora de la
realidad, que es el presupuesto de la alegría.
La primera admiración es precisamente la del autor de las cosas, que manifiesta la
satisfacción por el resultado de su trabajo: «Y vio Dios que era bueno» (Gn
1,4.8.11.18.21.25). Si el Creador se complace con su obra, quiere decir que la realidad en
la que estamos inmersos es positiva. Mi optimismo es posible porque la realidad es
8
«buena». Es justo este incipiente juicio positivo el que fundamenta el optimismo del
cristiano.
Mediante la prestancia dada a sus criaturas, el Creador arranca la admiración del
hombre: es la «provocación de lo bello» lo que impulsa al hombre a orientarse hacia lo
Bello y a amarlo.
La alabanza y la alegría de san Francisco
En la gran tradición cristiana de los contempladores del misterio fascinante de la
creación, emerge la mansa y grandiosa figura de Francisco de Asís, que canta las
alabanzas de las criaturas: «Alabado seas, mi Señor, en todas tus criaturas, especialmente
por el hermano sol, por quien nos das el día y nos iluminas».
Compuesto en el sufrimiento y ante la muerte, este canto expresa una unión
entusiasta con el mundo creado. Es un «sí» al esplendor del universo, una afirmación del
valor de los seres y de las cosas, tal como llegan a nosotros de las manos de Dios.
Francisco fraterniza con las criaturas, con los mismos elementos materiales, como
nunca antes se había hecho.
Esta fraternidad cósmica se relaciona con el sentido de la paternidad universal de
Dios. «Al pensar que todas las cosas tienen un origen común, se sentía lleno de una
piedad aúnmayor y llamaba a las criaturas, por pequeñas que fueran, con el nombre de
hermano y de hermana. Sabía perfectamente que todas, como él, procedían de un único
principio» (san Buenaventura).
La alegría de gozar de las cosas que nos rodean
El arte de la búsqueda de la alegría comienza precisamente apreciando las realidades
cotidianas de la vida. No siempre podemos admirar grandes panoramas o reflexionar
sobre los miles de millones de galaxias, pero sí podemos apreciar el sol que sale cada
día, el aire que respiramos y los inventos que nos permiten vivir en un nivel más alto que
las generaciones precedentes. Basta con detenerse solo un instante para admirar la
cantidad de cosas maravillosas que entretejen nuestra cotidianidad. Una bombilla que se
enciende con un simple toque, una sonrisa que nos alegra, la comida que nos espera, una
llamada telefónica que nos conforta, el mundo que evoluciona hacia nuevas
posibilidades de vida para un número creciente de personas... No se trata de cerrar los
ojos a lo negativo, sino de abrirlos también y en primer lugar a lo positivo, para tener
una actitud menos agresiva con respecto a la realidad. Hay personas que dan por
descontado lo que tienen y miran solo lo que no tienen, haciendo análisis pesimistas y
dejándose dominar por la ira y el resentimiento.
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Saber ver las cosas buenas y bellas que nos han precedido y que nos rodean para
poder comprometerse a mejorarlas, en la medida de nuestras posibilidades, sabiendo
esperar la maduración de las situaciones y de las personas.
¡Qué difícil es vivir al lado de personas pesimistas, quejumbrosas y rencorosas!
Y qué bello es vivir al lado de personas que saben desdramatizar y ayudan a gozar
de las pequeñas alegrías de la vida, demostrando que lo que cuenta no es la cantidad de
las cosas, sino la calidad del ojo con que se las mira.
¿Por qué no te comprometes tú también a sembrar alegría poniendo en primer lugar
la justa apreciación de la realidad cotidiana?
Purifica tu ojo y sabrás ver el toque de tu Creador y de la colaboración de sus hijos
en las cosas que hacen posible tu vida.
Amar la vida
Ha habido corrientes en la historia de la tradición cristiana que propugnaban una visión
pesimista de la realidad y, por consiguiente, una praxis tan rigorista que hacía aparecer la
propuesta cristiana como enemiga de la vida. Una deformación del cristianismo, sobre la
que no siempre se han escrito cosas inteligentes.
Por el temor a los abusos se desconfiaba también del uso. Pero abusus non tollit
usum.
La visión cristiana correcta aprecia la creación y el valor de los bienes creados y de
su uso.
Ya Chesterton afirmaba genialmente: «El mejor modo de apreciar a Dios que nos
ha dado el buen vino es beberlo». Una excursión, la práctica del deporte preferido, la
escucha de la música, la compañía de los amigos y todo lo que hace amable la vida, no
debe ser despreciado, porque significaría despreciar al Creador.
Es interesante, y un signo de los tiempos, la nueva traducción del terrena despicere
et amare coelestia.
Mientras que antes se interpretaba despicere como despreciar los bienes terrenales,
hoy se interpreta como «mirar desde lo alto», poner en su puesto justo los bienes de la
tierra, de modo que no impidan amar los celestiales. No desprecio, sino buen uso, como
siempre ha enseñado el buen sentido, además de la sabiduría antigua y, aún más, la fe en
la creación.
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Amar la vida y las cosas bellas que ella ofrece es, por consiguiente, la primera
actitud con respecto al autor de todas las cosas, que quiere la alegría de sus hijos.
Oratio
Padre bueno, tú has querido no solamente compartir con nosotros la alegría de tu acto
creador, confiándonos un universo infinitamente grande y armonioso, entregándonos un
mundo natural espléndido y variado en sus formas, dejando que toda cosa pudiera
manifestar la ley íntima que la gobierna, sino que también te has complacido en dotar al
hombre con los medios naturales para que pueda dar gloria a tu bondad.
Haz que nuestro corazón se sumerja en tu belleza, tan maravillosamente expresada
por tu providencia, en el equilibrio entre lo pequeño y lo grande, entre la parte y el todo,
entre el cielo y la tierra, entre la materia y el espíritu.
Haz que nuestro corazón exulte por tu bondad impresa como sello en todo lo que
has creado; haz que nuestro corazón exprese en la alabanza el encuentro contigo,
tiernamente atento en guiarnos hacia la plenitud de la alegría.
Contemplatio
«Queriendo Dios proveer al hombre de los medios naturales que le son necesarios para
dar gloria a la divina bondad, produjo, en favor suyo, todos los demás animales y las
plantas; y para proveer a los animales y a las plantas, produjo variedad de tierras, de
estaciones, de fuentes, de vientos, de lluvias; y, tanto para el hombre como para todas las
demás cosas que le pertenecen, creó los elementos, el cielo y los astros, y estableció un
orden admirable, que todas las criaturas están vinculadas entre ellas: las ovejas nos
nutren y nos visten, y nosotros les damos el pasto; la tierra hace subir vapores al aire y el
aire hace bajar la lluvia sobre la tierra; la mano presta servicio al pie y el pie lleva la
mano. Quien se detuviera a reflexionar sobre este intercambio que las criaturas tienen
entre ellas, con una tan maravillosa correspondencia, se conmovería, sin duda, por
muchos sentimientos de amor, hasta exclamar: “Tu providencia, oh Padre eterno,
gobierna todas las cosas”» (TAD 2,3).
«Gustaré esta inmensa bondad, saborearé cuánto es buena en sí misma, buena a sí misma
y por sí misma; es más, cómo es la misma bondad y bondad que es eterna, inagotable e
incomprensible» (Opúsculos).
«¡Qué feliz es el alma que se complace en conocer y saber que Dios es Dios y que su
bondad es una bondad infinita!» (TAD 5,2).
«¡Admira, Filotea, la bondad de Dios! Y piensa que Dios te ha creado para demostrar en
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ti su bondad, enriqueciéndote con su gracia y su gloria. Y así, te ha dado la inteligencia
para conocerle, la memoria para que te acuerdes de Él, la voluntad para amarle, la
imaginación para representarte sus beneficios, los ojos para admirar las maravillas de sus
obras, la lengua para alabarle...» (IVD 10,1).
«Todo cuanto existe en el mundo habla. Dios ha impreso, en efecto, su huella, su signo,
su marca en todas las cosas creadas. No hay criatura que no proclame la alabanza del
Altísimo. Por tanto, ¡admira su belleza!
»Me parece ver a un ruiseñor que se despierta con las primeras luces del alba y
comienza a sacudirse, a estirarse, a extender sus plumas y volar de una rama a otra del
matorral y, poco a poco, entonar el trino de su canto. De forma semejante, ese
estremecimiento que experimentas es el despertar con el que Dios te toca y te llena de
una fuerte sensación de placer, como el sol que toca la tierra con un rayo de su
esplendor. Por eso tú te sacudes de tus distracciones, para gustar con mayor atención la
gracia recibida y, después, estiras el corazón y las manos hacia el cielo y comienzas a
desplegar las alas de tus afectos alabando a Dios, creador del cielo y de la tierra» (TAD
2,13–4,5).
«¡Oh, si pudiéramos comprender la obligación de gratitud que tenemos con respecto
a aquel sumo Bien que no solo nos permite sino que nos ordena amarlo! ¡Oh, belleza,
qué amable eres, ya que me eres concedida por una tan inmensa bondad! ¡Oh, bondad,
qué amable eres al comunicarme una belleza tan elevada!
»Por consiguiente, despierta muy a menudo en ti el espíritu de alegría y de
serenidad, y cree firmemente que este es el verdadero espíritu de devoción. Y si alguna
vez eres asaltada por el espíritu de tristeza y de amargura, levanta a viva fuerza tu
corazón hacia Dios y encomiéndalo a él; después, en seguida, ocúpate con ejercicios
contrarios, como, por ejemplo, una serena conversación que pueda animarte. Sal a
pasear, lee algún libro que te guste o canta algún cántico... Y esto debes hacerlo a
menudo, porque no solo te recrea, sino que agrada a Dios. Si usas estos medios, liberarás
poco a poco tu camino de todaslas amarguras y melancolías» (Carta del 10 de agosto de
1605).
Para la lectura espiritual
El camino hacia la felicidad no es una autopista ni dista mucho del camino de la realidad
de nuestra vida diaria. Todo lo contrario: pasa por el centro mismo de nuestra vida
cotidiana, de la realidad de cada día. Y tampoco es necesario un gran esfuerzo para
acercarnos a la meta de nuestro anhelo. En este momento –aquí y ahora–, solo
necesitamos abrir los ojos para ver las pequeñas cosas que nos rodean: el árbol en cuyas
ramas se posan las aves, la inmensidad del mar y el ímpetu de la tormenta. Es feliz quien
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percibe la belleza de la creación y abre sus sentidos a la riqueza del mundo en el que
vive. La felicidad no es el resultado del esfuerzo realizado ni de los logros alcanzados.
No podemos fabricarla. Es un regalo.
Si abrimos los ojos, percibiremos cada día los regalos de Dios: al encontrarnos con
una persona cordial; cuando observamos la belleza de una rosa o sentimos cómo el sol
nos da calor; en la experiencia del amor que llena nuestro corazón...
El camino hacia esa felicidad no es agotador ni demasiado largo. Tan solo
necesitamos percibir atentamente los dones que Dios nos pone cada día en nuestro
camino. Cada día es un camino hacia la felicidad. La felicidad está delante de nuestros
pies. Crece al borde del camino por el que avanzamos cada día.
La tierra es una flor que encierra en sí la belleza del cielo y lo abre sobre nosotros.
Si dejas que esta idea penetre en tu corazón, transformará tu mirada y te permitirá ver la
tierra con otros ojos.
Solo necesitamos asombrarnos de lo que hay en la creación que nos rodea. Solo
necesitamos observar lo que vemos y percibir la hondura de lo que contemplamos.
Entonces experimentamos el placer de vivir, sentimos que este pasa de la creación a
nosotros; no solo percibimos el viento de la primavera, sino que este nos hace sentir el
placer de vivir que anida en lo más hondo de nuestro corazón. Entonces empezamos a
experimentar una intensa alegría de vivir.
Solo cuando ves con el corazón, descubres en la flor la belleza de su Creador, y en
el árbol tu propio anhelo, firmemente arraigado en un suelo profundísimo. Solo cuando
ves con el corazón, percibes en el árbol el anhelo de crecer a tu imagen y semejanza en
ramas y flores, de manera que los demás encuentren cobijo bajo tu sombra y consuelo en
tu presencia. Solo el corazón descubre en todas las cosas la huella de la última Realidad
y Certeza, que te mira desde el rostro de cada persona, desde la inmovilidad de cada
piedra, desde cada tallo del campo, y te dice: «Tú eres amado. El amor te abraza en todo
cuanto ves» (Anselm Grün, La felicidad, día a día, Sal Terrae, Santander 2007, 7-8, 30 y
32).
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2
La alegría de la gratitud
«Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la roca que nos salva;
entremos en su presencia con acción de gracias,
aclamándolo con cantos.
Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses.
En sus manos tiene las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes.
Suyo es el mar, porque él lo hizo,
y la tierra firme que modelaron sus manos.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía».
– Salmo 95,1-7
Lectio
Este salmo es un salmo «invitatorio» para la entrada de los peregrinos en el templo.
Es un himno litúrgico, profundamente religioso, que nos lleva a entender algo de la
fiesta en Israel, que celebra al Dios dador de todo bien, el cual ha hecho maravillas en la
creación, pero ha hecho algo aún más maravilloso al escoger a Israel como su pueblo y
el «rebaño que él conduce».
La liberación de Egipto es el hecho constitutivo y fundacional de Israel, obra
exclusiva del Señor, que quiere elegirse y ponerse aparte un pueblo suyo. Israel se ve,
por consiguiente, como un don del Señor, el hijo primogénito entre los pueblos, el
pueblo de sus pastos, la parte más valiosa de su heredad.
Para Israel todo es don: no solo la tierra y sus frutos, sino la alianza, el templo, las
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fiestas.
Los gestos con los que el Señor se reveló y salvó a Israel se celebran explícitamente
en el culto.
La fiesta es el momento de la alegría comunitaria, donde Israel se convierte en una
comunidad de alegría. La alegría del individuo creyente se hace coral por el hecho de
que inviste a toda la comunidad, reunida en la presencia de Dios y en su casa, el templo,
a donde se peregrinaba para la fiesta.
Los salmos expresan en poesía y oración este clima de júbilo típico de las fiestas
judías.
El servicio divino en el templo se hace expresión festiva de la alegría del Señor:
«¡Qué deliciosas son tus moradas, Señor de los ejércitos!» (Sal 84,1).
La fiesta, además, ayuda a Israel a resistir a la tentación de los cultos cananeos,
cuyos ritos, impregnados de sensualidad desenfrenada y de exaltación idolátrica de la
fuerza de la naturaleza, eran una abominación para Dios.
Jesús comparte la cultura de la fiesta de su ambiente: su pasión por la fiesta y la
alegría de vivir, que le hacía aceptar las invitaciones a los banquetes, le procuraron la
acusación de que era un comilón y un borracho (Mt 11,19), y se puede entender el
motivo por el que él representa la alegría del cielo usando la imagen del banquete (Lc
14,15ss).
Meditatio
También la fiesta cristiana tiene como objetivo reunir a la comunidad para hacerla
consciente de su identidad, que procede de la conciencia de los dones recibidos, para dar
gracias, para sentirse sostenida por la alegría comunitaria al testimoniar que es el
«pueblo de sus pastos».
Las grandes solemnidades de la Iglesia rebosan de alegría. Por lo demás, ¿no es tal
vez la música, tan presente en las celebraciones, el rumor que desde las cosas bellas de la
existencia llega hasta el Creador?
De ahí procede el júbilo de las celebraciones y de la liturgia, que provoca la
conciencia de ser «el rebaño que él conduce», es decir, esa parte privilegiada de la
humanidad que debe reconocer las maravillas del Señor, acogerlas dando gracias y
proclamarlas con una vida alegre y agradecida.
Una celebración es alegre cuando se canta: la disminución del canto del pueblo en
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nuestras celebraciones es un signo preocupante de la baja tasa de alegría presente o
expresa de los participantes.
Una celebración silenciosa puede ser «devota», pero no es una fiesta.
Una eucaristía fría es todo menos un «acción de gracias», una acción entusiasta,
alegre, que alimenta la conciencia de los grandes dones recibidos y, al mismo tiempo, es
expresión y sostén de una comunidad fraterna.
Una eucaristía en la que se reprende más por lo que falta que se agradece por lo que
se ha recibido, se hace poco atractiva, es un deber más que una alegría, un peaje que hay
que pagar más que un recurso para la semana.
La eucaristía es también el momento de la «comunión de los santos».
El pequeño rebaño que se reúne y que disminuye está en comunión con la
innumerable muchedumbre de los santos y de los fieles de las generaciones pasadas, y
está en comunión y en contacto directo con la jubilosa asamblea de los ángeles que
celebran la liturgia celestial.
Es un pueblo inmenso que exulta en la patria bienaventurada y nos sostiene en
nuestro camino, y que se hace presente en nuestras celebraciones para transmitirnos la
alegría de pertenecer al rebaño del pastor que conoce los verdes pastos, frescos y llanos,
de la eternidad.
Reunidos en torno al mismo pastor nos unimos a su canto: «Alegres en la
esperanza, constantes en la tribulación, perseverantes en la oración» (Rom 12,12).
Quien escribe recuerda haber oído en Bangladés: «Nosotros salimos serios de
nuestras mezquitas, mientras que los cristianos salen alegres de sus iglesias».
Y, ciertamente, salimos de las celebraciones con muchas tareas que realizar, pero la
primera es abastecernos de alegría para nosotros y para los demás.
Una de las bellas fórmulas de despedida de la celebración eucarística es: «La alegría
del Señor sea vuestra fuerza», es decir, laalegría del Señor por habernos creado, por
habernos hecho hijos suyos, por habernos encontrado agradecidos, nos acompaña
durante toda la semana sosteniéndonos y alegrándonos.
La gratitud
La gratitud es la «memoria del corazón», es aquella actitud que nos permite reconocer la
deuda que tenemos con los demás, con los que nos han precedido y con los que
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convivimos.
La gratitud está inscrita en nuestra condición de criaturas y nos introduce en el flujo
de las cosas que aparecen por breve tiempo y después desaparecen; es conciencia de
nuestra dependencia de lo que nos precede y nos acompaña. Reconocer y agradecer es
aceptar la pequeñez y al mismo tiempo, relacionándola con lo demás, hacerla grande y
permanente, como nota de una sinfonía que viene de lejos y lleva lejos, la sinfonía del
himno del universo que admira, alaba, bendice y da gracias al autor de todas las cosas.
Quien sabe dar gracias no solo posee el sentido del todo en el que está inserto, sino
también la alegría de implicar a los demás en la música de la creación, viviendo no con
euforia el eventual éxito, ni con depresión el fracaso, sino considerando todo
acontecimiento como una nota musical, tanto más armoniosa cuanto menos aislada esté
y más vinculada se encuentre con la sinfonía general.
Quien sabe ser agradecido, vive más sereno, porque reconoce el puesto que ocupan
los demás, sabe apreciar su contribución y sus necesidades.
Y así es competitivo sin ser agresivo, prudente sin ser falso, fuerte sin prevaricar y
humilde sin sentirse débil.
Dichoso el hombre que sabe agradecer, porque es grato a Dios y a los hombres.
Dichoso el hombre que sabe ver su eminente dignidad: «¿Qué es el hombre en la
naturaleza? Una nada con respecto a lo infinito, un todo con respecto a la nada, algo
intermedio entre el todo y la nada» (Pascal).
Oratio
Dios mío, Padre mío, después de que mis ojos han visto la obra que has hecho en mí, tu
criatura, en mi corazón ha nacido una gran alegría, unida a una necesidad profunda de
darte gracias.
A ti, Padre, que desde mi nacimiento pronuncias mi nombre haciéndole llegar a ser
vida, gracias.
A ti, Padre, que me nutres con el Pan de la vida transformándome en ti, gracias.
A ti, Padre, que satisfaces mi sed de eternidad ofreciéndome la única bebida de
salvación capaz de liberarme del miedo a la muerte, gracias.
A ti, Padre, que pronuncias la Palabra y me la das para que descienda hasta el fondo
de mi corazón para purificar mis intenciones, ¿cómo decirte gracias?
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Te he suplicado para que tú mismo pudieras decirme de qué modo puedo elevar a ti
la alabanza de mi corazón.
He comprendido que debía hacer lo que tú habías hecho conmigo.
Entonces, te he dado gracias alabándote con las mismas palabras que tú me habías
dado.
Te he dado gracias haciéndome pan para cada hermano, como el pan que me habías
dado.
Te he dado gracias, finalmente, llamándote «Padre» y aprendiendo a ser «hija/o» en
tu único Hijo, que, desde siempre y para siempre, en toda eucaristía, es mi «gracias»
para ti.
Contemplatio
«¡Oh, qué fiesta, qué solemnidad! ¡Con qué alabanzas y bendiciones debe ser celebrada,
con qué admiración debe ser honrada! ¿Qué puede haber que sea más delicioso y
agradable?
»El alma, totalmente arrebatada de amor por Dios, al representársele la multitud de
los favores y de los auxilios con que Dios la ha prevenido y asistido durante esta
peregrinación, besa sin cesar esta dulce mano, que la ha traído, conducido y acompañado
por este camino, y confiesa que de este divino Salvador ha recibido toda su dicha, pues
ha hecho por ella todo cuanto el patriarca Jacob deseaba para su viaje, después de haber
visto la escalera del cielo. ¡Oh Señor!, dice entonces, tú has estado conmigo y me has
guardado en el camino por el cual he venido. Tú me has dado el pan de tus sacramentos
para mi sustento; me has vestido el traje nupcial de la caridad; me has guiado hasta esta
morada de gloria que es tu casa, oh Padre eterno.
»¿Qué me queda por hacer sino confesar que eres mi Dios por los siglos de los
siglos?» (TAD 3,5).
«¡Cuán amable es este templo, donde todo resuena en alabanzas!
»¡Qué dulzura para los que viven en esta morada santa, donde tantos ruiseñores
celestiales entonan, con una santa emulación de amor, los himnos de la suavidad eterna!
»Sí, querido Teótimo, todas las bendiciones que la Iglesia militante y la triunfante
dan a Dios son bendiciones angélicas y humanas, porque, aun estando dirigidas al
Creador, proceden de las criaturas; pero las del Hijo son divinas. ¡Oh si oyésemos a este
divino corazón cantar con voz de infinita dulzura el cántico de alabanzas a la divinidad!
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¡Qué gozo, qué esfuerzos los de nuestro corazón, para lanzarse a oírle para siempre! Este
querido amigo de nuestras almas nos mueve ciertamente a ello: “Ea, levántate”, dice,
“sal de ti mismo, levanta el vuelo hacia mí y ven hacia esta morada celestial donde todo
es gozo y donde todas las cosas no respiran sino alabanzas y bendiciones”.
»¡Qué suavidad en nuestros corazones cuando nuestras voces unidas y mezcladas
con la del Salvador participarán de la infinita dulzura de las alabanzas que este Hijo muy
amado tributa a su eterno Padre!» (TAD 5,10.11).
 Para la lectura espiritual
La fiesta recoge una unanimidad de corazones estimulados a vivir una misma realidad
que incide en la vida de un modo del todo particular. Uno se siente llamado hacia una
única meta, en un lugar determinado, en un tiempo preciso. Muchas son las personas
interpeladas, pero único es el misterio celebrado: el Cristo, el Hijo de Dios, que ha
reunido a quienes estaban dispersos.
En torno a la palabra de Dios se constituye, por consiguiente, la asamblea festiva, se
concreta la Iglesia. Es casi una nueva epifanía de Cristo, cuyo Espíritu anima con un solo
amor a los cristianos: los corazones se funden al unísono y la liturgia subraya esta unidad
en la multiplicidad haciendo proclamar a todos y a cada uno de los orantes el «nosotros»
de la comunión fraterna.
Muchas personas se mueven hacia los lugares de fiesta, actualmente a menudo en
coche o en tren, mientras que en el pasado la peregrinación se hacía a pie, modulada por
cantos y oraciones, y asumía a trechos el carácter de una lenta danza rítmica. Muchas
personas se concentran en los tiempos de fiesta, y el camino convergente constituye ya
un signo elocuente: «¡Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos!» (Sal
133,1); «¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!» (Sal 122,1).
Cuando se acoge al Señor, se irradia en el corazón una alegría sin límites: es la
alegría de la Virgen María que se desborda en el himno del Magnificat; es antes aún la
exultación del Bautista en el vientre de la estéril Isabel. Es el momento de la liberación
que dilata los corazones de quienes acogen la buena noticia del Señor Jesús, desde las
comunidades primitivas de los Hechos de los Apóstoles hasta las comunidades cristianas
de nuestros días.
Donde se percibe la presencia del Resucitado no hay espacio para la tristeza. Quien
tiene la experiencia de Dios, tiene el corazón lleno de alegría. Como los discípulos ante
el Resucitado, así también todo cristiano al ver cómo actúa el Señor en su vida y en la
historia no puede no alegrarse. Es la alegría que emana del misterio pascual y que en la
noche santa es cantada sin fin: «Exultet... Gaudeat... Laetetur...».
19
Esta alegría es vitalidad del Espíritu, que inviste al cristiano en el bautismo. Esta
crece en la medida en que se vive el amor de Dios, se realiza su plan de salvación y su
voluntad. Es una alegría que crece conforme llegamos a ser íntimos de Cristo hasta
convertirnos en continuadores fieles y apasionados de su obra: la revelación del amor del
Padre. En este camino de fe alcanza su plenitud también la alegría (Mariano Magrassi,
Vivere è camminare con Cristo risorto, La Scala, Noci 1995, 78s).
20
3
La alegría de la reconstrucción
«Dichoso quien teme al Señor
y ama de corazón sus mandatos.
Su linaje será poderoso en la tierra,
la descendenciadel justo será bendita [...].
No temerá las malas noticias,
firme está su corazón en el Señor.
Su corazón está seguro, sin temor,
hasta ver derrotados a sus enemigos.
Reparte limosna a los pobres,
su caridad dura por siempre,
y alzará su frente con dignidad».
– Salmo 112
Lectio
Y llegó la catástrofe. Jerusalén, la ciudad de la fiesta y de la alegría está desierta, el
templo, delicia de los ojos de los hijos de Israel, es destruido por Nabucodonosor en el
586 a.C. La monarquía, que garantizaba una cierta estabilidad, es suprimida. Ya no hay
más sacerdocio ni profecía. El pueblo vive en tierra de exilio. Todos los sueños de
grandeza o, al menos, de vida tranquila de servicio al Señor, se desvanecen.
«El enemigo ha devastado todo en el santuario. [...] Todos juntos derribaron sus
puertas, las abatieron con hachas y mazas» (Sal 74). «¡Despierta ya! ¿Por qué duermes,
Señor? ¡Levántate, no nos rechaces para siempre! ¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas
nuestra miseria y opresión?» (Sal 44).
«Hemos perdido todo... hemos sido reducidos a escombros... nos han sido
arrebatados tus dones... un desastre total... Pero te hemos ganado a ti, el dador de todos
los bienes», dicen los israelitas piadosos.
Hemos descubierto que tú eres nuestro rey, a quien debemos servir en todo lugar y
en toda situación.
21
Tú eres nuestro bien, la alegría de nuestro corazón.
Debemos servirte en todo lugar y en toda situación, porque todo viene de ti.
Es en esta coyuntura en la que nace el gran movimiento espiritual del judaísmo, que
vinculará al pueblo con su Señor mediante la ley.
«Guarda sus leyes y sus mandamientos [...] para que seas feliz tú y tus hijos después
de ti» (Dt 4,40).
Israel recupera su identidad en la observancia de la ley, que es fuente de «gran
alegría», que asegura la bendición y la prosperidad.
«En la senda de los mandatos del Señor está mi alegría, más que en todas las
riquezas» (Sal 119).
«Cuando te sucedan todas estas cosas, la bendición y la maldición que te he puesto
delante, si las meditas en tu corazón [...], si vuelves al Señor tu Dios, si escuchas su voz
en todo [...]. Aunque tus desterrados estén en el extremo de los cielos, de allí mismo te
acogerá y te recogerá el Señor tu Dios...» (Dt 30,1-4).
En la base de la observancia de la ley está el «temor de Dios», la conciencia de su
trascendencia infinita y de su cercanía. Si los dones de antes han desaparecido, es porque
podían haber hecho olvidar al donador. Poniendo en primer lugar al donador se podrá
recuperar su benevolencia y, de este modo, el justo podrá caminar tranquilo.
El temor del Señor libera de los temores humanos: «Dichoso el hombre que teme al
Señor [...], no temerá el anuncio de desdicha [...] y su justicia se alza en la gloria».
Meditatio
La reflexión sobre la felicidad ha tropezado siempre con la precariedad y la caducidad de
los bienes humanos.
Los bienes humanos, materiales o de otro género, como la riqueza, la fama, la
salud, los afectos, son provisionales, porque están sometidos a lo que los griegos
llamaban týchē y los romanos fortuna.
Si el hombre hace depender su felicidad de los bienes pasajeros, se hace
dependiente de las cosas, que son inconsistentes, fugaces y siempre variables. Esto vale
de igual modo tanto para los caprichos del destino como para la tiranía de las propias
pasiones.
22
Sin contar la incapacidad humana para vivir de un modo justo hasta la inclinación a
resolver los conflictos mediante la guerra.
De aquí la reserva tradicional con respecto a aquella actitud que no practica un
cierto distanciamiento de las cosas, que desatiende el dominio de sí, que coloca la
aspiración a la felicidad en cosas que no pueden darla, por el hecho de que se pone en el
mundo de las cosas precarias, inseguras y fugaces.
El sentimiento de precariedad y de incertidumbre se hace más agudo en las épocas
de transición.
Hoy vivimos en un tiempo en el que se percibe de nuevo y de un modo especial la
inseguridad: el porvenir del Occidente floreciente ya no se piensa en términos de
crecimiento, sino de decadencia, dado que las cosas en las que habíamos puesto nuestras
esperanzas no están aseguradas en el futuro.
Vemos cómo crecen otras partes del globo, pero nosotros pagamos la penitencia del
envejecimiento.
Ahora bien, la grandeza de una cultura no solo reside en procurar los medios para
vivir, sino, sobre todo, en ofrecer las razones para vivir, tanto en la buena fortuna como
en la adversa.
Y la cultura cristiana siempre ha ofrecido sólidas motivaciones para vivir, a partir
de la afirmación de la dignidad del hombre, capaz de oponerse a la fragilidad del propio
cuerpo y a los caprichos del azar, gracias a la conciencia de que su historia no se decide
en el aquí y ahora.
La inquietud que deriva de la experiencia de la finitud y de la provisionalidad es la
expresión de la nostalgia de un fundamento estable y trascendente de todas las cosas.
La aspiración a un «más» que no se decide en este mundo vuelve a aflorar hoy en el
nacimiento de varios movimientos religiosos que intentan gestionar la crisis que asusta.
El cristianismo no abandona al ser humano en esta circunstancia, sino que lo orienta
a un «incremento de vida», gracias a la orientación de su deseo de felicidad hacia la
realidad trascendente.
Con términos más sencillos: para el creyente, «Dios no perturba nunca la alegría de
sus hijos sino para darles una alegría más segura y más grande». O dicho en términos
más radicales: «Cuando Dios te quita alguna cosa es porque quiere darte todo».
La certeza de la presencia de Dios en todo momento de la vida, también en los más
dramáticos, permite el nacimiento de la alegría cristiana, que está tan distante del
23
nihilismo como de la felicidad de los proyectos meramente humanos.
Si la alegría es fruto de la conciencia de la presencia de Dios en todo momento,
entonces está tan alejada del tétrico pesimismo de la vanidad infinita de todo como de la
ilusión de que pueda lograrse la felicidad con técnicas puramente humanas.
«Mi corazón está firme, oh Dios, mi corazón está firme», porque tú eres mi refugio,
mi roca, mi liberador.
Poseer la certeza de tener a Dios con nosotros es fundamentar la existencia en una
piedra segura sobre la que corren momentos malos y momentos buenos, con aquella
sensación tranquilizadora de que estamos en buenas manos.
Ni siquiera el pecado debe quitar la alegría: «El siervo de Dios no debe mostrarse a
los demás triste ni ensombrecido. Reflexiona sobre tus pecados en tu habitación y llora y
gime en la presencia de Dios, pero cuando regreses junto a los demás, deja la tristeza y
adáptate a ellos» (san Francisco).
El mismo Francisco sabía bien que si el siervo de Dios se preocupa de tener y
conservar habitualmente la alegría interior y exterior, en nada pueden perjudicarle los
demonios.
Oratio
Padre Santo, tú eres nuestra esperanza, tú eres nuestra seguridad, tú eres nuestra
consolación, tú eres nuestro apoyo, tú eres nuestro bien, el único fin que ardientemente
anhelamos y deseamos, por el que suspiramos y al que tendemos.
¡No nos abandones!
Libéranos de los afanes de la vida que nos alejan de ti, único y sumo Bien; de la
inquietud y de la precariedad de las cosas que pasan, que nos dividen, que nos distraen,
que nos oprimen y nos atenazan el espíritu, y danos tu paz verdadera, que es la unión
firme, fija y estable contigo. ¡Tú eres nuestra paz!
Tu ley, tu voluntad, tu amor, son nuestra alegría, nuestro único bien, nuestra
felicidad. ¡Toda nuestra santidad!
Que tu amor bueno y compasivo nos libere de todo obstáculo hacia ti y nos ayude a
seguir tus sendas, tus mandamientos, tu voluntad, con un corazón firme y decidido, para
amarte con amor de hijos y experimentar ya desde ahora la dulzura de tu amor de Padre
que siempre nos ama, nos sostiene, nos protege y nos salva, para hacernos ante ti santos,
justos, felices y bienaventurados, en el tiempo y para toda la eternidad.
24
Contemplatio
«Todo pasa, querida hija; tras los pocos días de esta vida mortal que nos quedan,vendrá
la eternidad infinita. Poco importa que tengamos aquí muchas comodidades o muchos
malestares, con tal que podamos ser felices para toda la eternidad. Que tu consolación
sea esta santa eternidad que nos espera, y el ser cristiana, hija de Jesucristo, regenerada
por su sangre, porque solo en esto consiste nuestra gloria: que el divino Salvador murió
por nosotros.
»¡Qué bienaventurados son los que no depositan su confianza en una vida engañosa
e incierta como esta, y no la tienen en cuenta sino como una pasarela que sirve para
pasar a la vida celestial! Es en esta en la que debemos depositar nuestras esperanzas y
nuestras aspiraciones» (Carta del 4 de septiembre de 1619).
«Tened, pues, vuestro corazón vuelto a lo alto, abierto solamente al cielo e
impenetrable a las riquezas y a las cosas caducas; si las poseéis, tened vuestro corazón
libre del apego a ellas; tratad los asuntos de la tierra con los ojos fijos en el cielo. [...]
Caminamos hacia la eternidad, y ya tenemos un pie en ella; ¿es posible que, sabiendo
que las tribulaciones de tres o cuatro días procuran tantas consolaciones eternas, no
queramos soportarlas? [...].
»Por eso, Filotea, en todas tus ocupaciones apóyate complemente en la providencia
de Dios, pues solo por ella tendrán éxito tus proyectos; trabaja, empero, por tu parte,
suavemente, para cooperar con ella, y después, cree que, si confías en Dios, el resultado
que obtengas siempre será el más provechoso para ti, ya te parezca bueno, ya malo,
según tu particular juicio.
»Haz como los niños, que dan una mano a su padre y, con la otra, toman fresas o
moras junto a los cercados; asimismo, mientras vas reuniendo y manejando los bienes de
este mundo con una mano, toma siempre, con la otra, la mano del Padre celestial, y
vuélvete de vez en cuando hacia él, para ver si está contento de tu trabajo o de tus
ocupaciones, y, sobre todo, guárdate de soltarle la mano y de sustraerte a su protección,
pensando que tomarás y allegarás más, porque, si él te abandonase, no darías un paso sin
caer de bruces en tierra. Quiero decir, Filotea, que cuando estés en medio de las
ocupaciones naturales y quehaceres comunes, que no exigen una atención demasiado
fuerte ni absorbente, pienses más en Dios que en el trabajo y, cuando este sea de tanta
importancia que exija toda tu atención para ser bien hecho, fija, de vez en cuando, la
vista en Dios, como lo hacen los que navegan por el mar, los cuales, para ir al lugar que
desean, miran más al cielo que abajo por donde andan remando. Así, Dios trabajará
contigo, en ti y por ti, y tu trabajo irá acompañado de la alegría» (IVD 3,10).
Para la lectura espiritual
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Hay un tipo de alegría, y es la más intensa en este mundo, que deriva de la salvación
statu nascenti, es decir, en el momento en que se produce o incluso antes de que se
produzca, cuando es anunciada como algo ya decidido por Dios y que está a punto de
manifestarse. También en el plano humano, es el comienzo o la vigilia inmediata de la
fiesta el momento más cargado de alegría y de esperanza; el sábado, dice nuestro gran
poeta, es el tiempo de mayor alegría en el pueblo, cuando se espera el domingo y la
fiesta está aún toda entera por delante. La Biblia canta la alegría que nace de aquello que
Dios «está a punto de hacer»: «Se gozará y se alegrará siempre de aquello que estoy a
punto de crear» (Is 65,18). Este es el tipo de alegría que fluye en el saludo de María a
Isabel y libera las energías profundas del Espíritu que hacen exultar a la madre y al niño
en su vientre. Justo el niño, que está en el vientre de la madre, es el mejor símbolo de
esta salvación en estado naciente: ya está presente en el mundo aunque aún no es
conocida ni advertida sino por los pocos que viven directamente el evento. Es la alegría
por las primicias de la salvación, como por la flor que se abre.
Precisamente en este aspecto, el «Libro de la consolación» del Déutero-Isaías nos
sirve de maravilloso espejo de amplificación. En él se canta la alegría desbordante no
por el regreso del exilio, que, como sabemos por lo acontecido, será lento, incierto y
estará acompañado de desilusiones, sino por la noticia de que ha sido decidido en el cielo
y, en consecuencia, también en la tierra. La noticia del «despertar del brazo del Señor».
La realización histórica en el Antiguo Testamento será siempre inferior a la espera y con
toda razón, porque la espera no debe terminar, tiene que permanecer hasta que haya
venido el cumplimiento verdadero y definitivo, del que todo era profecía. Hasta que haya
venido Cristo.
Aplicado a nosotros, todo esto quiere decir que si la Iglesia de hoy quiere encontrar,
en medio de todas las angustias y las tribulaciones que la acorralan, las vías de la
valentía y de la alegría, debe abrir bien los ojos sobre lo que Dios está realizando hoy
mismo en ella. El dedo de Dios, que es el Espíritu Santo, está escribiendo todavía en la
Iglesia y en las almas historias maravillosas de santidad de tal categoría que tal vez un
día harán mirar a nuestra época con asombro y santa envidia. El mal, en efecto, se
neutraliza, el bien, en cambio, se acumula. La obra del hombre se borra, pero la de Dios
no. Al final, en la cosecha, el grano bueno se recoge y se coloca en los graneros, y la
cizaña será quemada. Basta con saber esperar, como sabe esperar Dios.
En toda época, también en la nuestra, el Espíritu dice a la Iglesia como en el tiempo
del Déutero-Isaías: «Pues ahora mismo te cuento novedades, secretos que no conocías;
cosas creadas ahora, no antes» (Is 48,6s). ¿No es «algo nuevo y secreto» este soplo
poderoso del Espíritu que reanima al pueblo de Dios y suscita en medio de él carismas
de todo género, ordinarios y extraordinarios? ¿Este amor por la palabra de Dios y este
incipiente reflorecimiento de la lectura espiritual de la Biblia? ¿Esta participación activa
de los laicos en la vida de la Iglesia, en la liturgia y en la evangelización mediante
variados ministerios? ¿Y este compromiso por recomponer la unidad rota del Cuerpo de
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Cristo que es el ecumenismo? Pero, sobre todo, ¿no es algo «nuevo y secreto» que «Dios
reina»? ¿O no es capaz esto, para quien sabe vislumbrarlo, de hacer, también hoy,
«exultar a la tierra, alegrarse a las islas todas», «clamar al mundo y a sus habitantes» y
llenar de valor a la Iglesia? Dios sabe que el hombre, por lo general, es más propenso a
mirar al pasado que al presente, a caminar mirando hacia atrás y, por eso, por boca del
mismo profeta, nos dice: «¡No recordéis más las cosas pasadas, no penséis más en las
cosas antiguas! Mirad, hago algo nuevo: ya está germinando, ¿no os dais cuenta?» (Is
43,18s). Ahora bien, esto no implica que nos olvidemos del pasado, haciéndonos
ingratos, sino que sepamos vislumbrar que Dios también actúa en el presente; «Mi Padre
trabaja también ahora», dice Jesús, «y también yo trabajo siempre» (Jn 5,17) (Raniero
Cantalamessa, Esulta figlia di Sion, Àncora, Milano 1986, 36ss).
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4
La alegría del Salvador
«En aquella misma región había unos pastores que pasaban la
noche al aire libre, velando por turnos el rebaño. De repente un
ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió
de claridad, y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: “No
temáis, os anuncio una buena noticia, que será de gran alegría
para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido el
Salvador, el Mesías y Señor”»
– Lc 2,8-11.
Lectio
El primer anuncio de la «gran alegría» del nacimiento del Salvador se hace a personas
consideradas marginadas de la comunidad judía practicante. Por su trabajo, los pastores
no podían ir a la sinagoga todos los sábados. De ahí la ignorancia de la ley o, al menos,
el escaso conocimiento de los numerosos estatutos y decretos, por no hablar de las
dificultades que habrían tenido para guardarlos aunque los hubieran conocido, debido
siempre a su vida nómada.
Ciertamente, no eran señalados como modelos de la «gran alegría» que procede de
la observancia «de los mandamientos». ¿Por esta razón «su linaje no era poderoso»?¿Cómo podían ser bendecidos por el Señor aquellos que descuidaban tanto la ley?
Y, sin embargo, en Israel habían surgido voces que ponían en duda la conexión
entre observancia de los mandamientos y vida lograda o feliz. Job se consideraba justo y,
sin embargo, había sido colmado de desdichas, hasta el punto de poner a prueba su
fidelidad. Si es verdad que es dichoso quien observa la ley, ¿cómo es posible que yo esté
tan atribulado cuando de hecho la he observado?
El ángel que propaga la noticia de la llegada de un Salvador anuncia «una gran
alegría» precisamente a personas que, según el sentir común, no habrían tenido el
derecho a ella.
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Este anuncio significa la inauguración de un paradigma diferente para obtener
aquella serenidad interior, unida a un sentido de plenitud, que denominamos con la
palabra «alegría».
La novedad reside en que esta alegría no es fruto de una conquista humana, sino un
don gratuito y benevolente, es fruto de un Salvador que ha venido a traer la «gran
alegría». Finalmente, ha nacido el esperado Cristo, que significa Mesías, para traer
aquello que ningún otro puede dar, a saber, la alegría que parece inalcanzable por el
empeño humano.
Al hombre que busca la felicidad, el Salvador le trae la alegría, es más, «una gran
alegría», precisamente a personas que parecen no merecerla.
Pero si es un salvador, tiene que partir precisamente de quien debe ser salvado,
sobre todo de quien siente la necesidad de ser salvado. Tiene que partir de los pobres, de
los marginados, de los humillados, de quien siente que tiene necesidad de ayuda.
No de aquellos que se engañan afirmando que no necesitan salvación alguna.
Meditatio
Si Israel era invitado a alegrarse por los dones de la creación, de la elección y de la
alianza, de la particular relación con Dios, ahora es invitado a alegrarse porque el Señor
se interesa personalmente por la alegría personal y comunitaria, enseñándonos las sendas
de esta alegría, no desde lo alto de los cielos, sino haciéndose uno de nosotros.
Dios se baja a nosotros, caminando con nosotros, precediéndonos en el camino de
la vida, para asegurarnos que él es el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Dios para
nosotros.
Las primeras palabras del ángel glorioso y luminoso son tranquilizadoras: «No
temáis». Cuando lo divino aparece infunde temor, porque es demasiado grande,
demasiado misterioso, demasiado poderoso, demasiado inaprensible, demasiado
deslumbrante.
Pero, como a María («Alégrate, María»), el ángel dice que el anuncio no debe
asustar, porque consiste en una gran alegría.
Si Dios entra en nuestra vida, es solo para que nos alegremos, al menos si sabemos
quién es Dios. El evangelio, que trae esta buena noticia, es la única y verdadera noticia
que puede llenar la vida.
La encarnación es la fuente de nuestra dignidad: somos tan importantes a los ojos
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de Dios que él ha querido compartir nuestro destino. Nosotros valemos por lo que somos
a sus ojos, y él nos hace saber que valemos muchísimo.
Esta alegría es para todos, también para los alejados, a partir de los pastores, que
representan a aquellos que a los ojos de los piadosos deberían ser los más alejados. ¡Pues
no hay distancia alguna que no pueda ser colmada por aquel para quien el enorme
universo es una mota de polvo!
La presencia de los pastores significa que «solo para los pobres el evangelio es un
anuncio feliz». Porque es un don que no debe adquirirse con dinero ni con
respetabilidad, sino que debe ser acogido solamente con la conciencia de tener necesidad
de ser salvados.
¿Qué salvación?
Actualmente, palabras como «Salvador» o «salvación» evocan realidades más bien
diferentes de aquellas de los ambientes israelitas y paganos del tiempo de Jesús.
En un contexto como el nuestro, en el que se pone la confianza en cosas concretas y
controlables, además de en diversas supersticiones, ¿qué quiere decir acoger y anunciar a
Jesús como Salvador?
Veamos la indicación que para nuestro contexto nos hace un teólogo.
«La razón occidental, sobre todo después de la utopía de la Ilustración, ha dejado de
pensar seriamente en la seducción del mal, de la maldad y de la perversidad. Se ha
limitado a la exploración de las causas sociales y psíquicas de la acción mala. Todo esto
tiene un sentido, pero no es suficiente. Este campo limitado de la acción ha llevado a
sostener que la educación y el saber habrían eliminado la tendencia perversa. Se ha
mantenido, o al menos se ha esperado, que el progreso de las ciencias y de las técnicas,
el refinamiento de las legislaciones, la mejora material de la vida, gracias a gestiones
económicas más racionales y eficientes, contribuyeran a la atenuación de la inmoralidad,
al interés por el civismo, a la solidaridad efectiva. [...] La fe cristiana hiere a la
autonomía de la razón, empujándola a renunciar a su propia inocencia. La incita a que
tome nota de que la transgresión de los límites le es tan natural como también el respeto.
La fe cristiana revela una dimensión que la razón calla. El horizonte de los humanos no
es la sola mortalidad. Ella asume el deseo humano en aquello que tiene de positivo en su
exceso, en su rebelarse contra la mortalidad y, purificándolo, lo lleva al deseo de Dios,
que lo arranca de la mortalidad» (C. Duquoc).
El Salvador viene a liberarnos de nuestras ilusiones de ser buenos, inocentes,
capaces de gestionarnos, capaces de realizarnos. Viene a decirnos: «Yo os traigo la
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alegría. Acogedme y os iluminaré».
Y «la verdad os hará libres» (Jn 8,32).
Oratio
Oh Señor, Salvador nuestro, tú ves con qué frecuencia nos confundimos y engañamos,
porque creemos poder dar una respuesta a la injusticia, a la pobreza, al dolor y a la
enfermedad solamente con la razón, la ciencia y la técnica. Son dones tuyos que pueden
librarnos de penosas cargas, dones por los que te damos gracias.
Pero no podemos pretender que sean la solución de nuestra infelicidad.
Transforma nuestra mente limitada, haciéndonos sentir la necesidad de tu luz; une
nuestro corazón codicioso y endurecido al tuyo para que se transforme como el tuyo en
amor puro.
Has venido, y vienes continuamente, para compartir nuestra fatiga de vivir y para
ofrecernos la alegría de liberarnos de aquellas ataduras que nos hacen prisioneros de
nosotros mismos.
Oh Jesús, haz manso y humilde nuestro corazón para que acojamos como niños, en
la pobreza de los deseos, tu don inmenso: la alegría de ser salvados por ti.
Contemplatio
«¡Qué bello es considerar el altísimo y profundísimo misterio de nuestro Salvador!
»Ciertamente, Dios ha hecho ver su bondad y su amor por los hombres; en efecto,
¿qué no ha hecho aquel amante divino en el campo del amor?
»Dios hizo bajar de noche el maná en el desierto para los hijos de Israel; y para que
los israelitas tuvieran un motivo para estarle agradecidos, quiso prepararles
personalmente la comida. De igual modo, queriendo hacer un don especial y
grandemente amable a los hombres que viven en esta tierra como en un desierto,
suspirando y aspirando continuamente a la alegría de la tierra prometida que es nuestra
patria celestial, vino él mismo en persona para dárnosla, y lo hizo en lo más profundo de
la noche. Este don es la gracia que nos sirve para conseguir el gozo de la gloria y de la
felicidad del que habríamos sido privados para siempre. Por consiguiente, fue en la
oscuridad de la noche en la que nació nuestro Señor y se mostró a nosotros como un
recién nacido colocado en un pesebre. [...]
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»Este querido Salvador vino para los pobres, y tiene un gusto especial en estar con
ellos, y ellos reciben así una alegría inmensa.
»Oh Dios, ¡con cuánta dulzura los instruyes! Cómo se adapta a su ignorancia. Se
hace todo con todos. Rechaza los corazones altaneros y orgullosos y se comunica a los
sencillos» (Exhortaciones 1).
«Por consiguiente, sé feliz y valiente, hija querida, porque el ángel que anuncia el
nacimiento de nuestro Salvador, lo anuncia cantando y canta diciendo que anuncia una
alegría, una paz, una fortuna a los hombres de buena voluntad,para que todos sepan
que, para acoger a este niño, basta con tener buena voluntad, aunque esta no haya
producido aún buenos frutos. Él ha venido para bendecir las buenas voluntades y
hacerlas, poco a poco, fecundas de buenos frutos, con tal que se le permita guiarlas»
(Carta del 19 de diciembre de 1619).
Para la lectura espiritual
Cristo ha venido para traer la alegría: alegría a los niños, alegría a los padres, alegría a
las familias y a los amigos, alegría a los trabajadores y a los estudiantes, alegría a los
enfermos y a los ancianos, alegría a toda la humanidad. En su verdadero significado, la
alegría es la nota característica del mensaje cristiano y el motivo recurrente del
evangelio. Recordad las primeras palabras del ángel a María: «Te saludo, oh llena de
gracia, el Señor está contigo». Y en el momento del nacimiento de Jesús los ángeles
anunciaron a los pastores: «No temáis. Mirad, os anuncio una gran alegría, que será de
todo el pueblo». Algunos años más tarde, cuando Jesús entró en Jerusalén sobre un
pollino, «toda la muchedumbre de discípulos, exultando, comenzó a alabar a Dios a voz
en grito [...] Bendito el que viene, el rey, en el nombre del Señor».
Algunos fariseos, mezclados entre la muchedumbre, decían: «Maestro, reprende a
tus discípulos». Pero Jesús les respondió: «Os digo que si estos callan, gritarán las
piedras». ¿No son aún hoy verdaderas estas palabras de Jesús? Si nosotros silenciamos la
alegría que viene del conocimiento de Jesús, ¡gritarán las piedras de nuestra ciudad! Ya
que nosotros somos el pueblo de la Pascua y el «Aleluya» es nuestra canción. Con san
Pablo os exhorto: «Alegraos en el Señor, siempre; os lo repito de nuevo, alegraos».
¡Alegraos porque Jesús ha venido al mundo!
¡Alegraos porque Jesús ha muerto en la cruz!
¡Alegraos porque ha resucitado de la muerte!
¡Alegraos porque en el bautismo él ha borrado nuestros pecados!
32
¡Alegraos porque Jesús ha venido a hacernos libres!
¡Alegraos porque él es el Señor de nuestra vida!
Pero, ¿cuántas personas no han conocido nunca esta alegría?
Ellas se nutren del vacío y caminan por los caminos de la desesperación. «Ellas
caminan en las tinieblas y en la sombra de la muerte». Y no necesitamos ir a buscarlas a
los lejanos confines de la tierra.
Tenemos que ir hacia ellas como mensajeros de esperanza. Tenemos que llevarles
el testimonio de la verdadera alegría. Tenemos que prometerles nuestro compromiso de
trabajar por una sociedad justa y por una sociedad en la que se sientan respetadas y
amadas.
Sed, por lo tanto, hombres y mujeres de fe profunda y constante. Sed heraldos de la
esperanza. Sed mensajeros de alegría. Sed verdaderos trabajadores de la justicia (Juan
Pablo II, Gesù di Nazaret. Centro dell’universo e del tempo, Piemme, Casale Monferrato
1997, 59s [«Ha venido a traer la alegría»]).
33
5
La alegría de sentirse amados
«Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador,
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia,
como había prometido a nuestros padres,
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
– Lc 1,46-55
Lectio
El Magnificat representa la reacción ideal de la persona humana al anuncio de la alegría.
María exulta, se alegra, percibe y manifiesta la alegría que le ha sido anunciada.
Al «alégrate, María», corresponde la constatación «se alegra mi espíritu en Dios, mi
salvador».
María sabe reconocer el don recibido y lo expresa, situándolo en la historia de las
intervenciones de Dios: signo de una personalidad reflexiva, religiosa, atenta a cuanto el
Señor ha realizado.
34
María es sensible a la «historia de la salvación», a la historia de las intervenciones y
de la presencia de Dios en los acontecimientos humanos, a aquella historia tan diferente
de la crónica cotidiana y de la gran historia narrada habitualmente por los libros y aún
más de la historia de los chismes a la que en la práctica se le da tanta importancia.
María se alegra no por haber sido considerada bella, inteligente, digna de ser
amada, dotada de un encanto particular, sino por haber sido levantada del polvo por su
Señor, que «ha mirado la humildad de su esclava» y ha querido hacer en ella y mediante
ella cosas grandes.
María es el icono de quienes se alegran por ser amados por el Amor, intuyendo, con
una formidable intuición, que no existe mayor felicidad que la de ser amados por el
Amor.
María se dirige al núcleo esencial de la realización humana, que consiste, en
definitiva, en deleitar al Artista que te ha hecho, en darse cuenta de este deleite, en
expresarlo y poner esta alegría por encima de todas las alegrías.
María expresa la fuerza de la humildad, que reside en hacer referencia al Creador
por aquello que se es, por aquello que se tiene, por aquello que se vale: somos obra de
sus manos, hemos recibido todo de él, valemos en cuanto que somos amados por él,
somos algo porque él se ha acordado de nosotros.
Sentirse amados por quien nos ha dado el ser y la existencia significa advertir el
sentido positivo de la propia aventura humana, que, por consiguiente, merece ser vivida
con alegría.
María es causa de nuestra alegría, no solo porque nos dio al Salvador, sino porque
nos enseña a exultar, a alegrarnos y a dar gracias por el don del Emmanuel, del Dios con
nosotros, de la certeza inquebrantable de que Dios nos acepta por lo que somos.
Meditatio
Cuando adviertes que alguien piensa en ti, estás contento.
Cuando adviertes que eres importante para esa persona, estás aún más contento.
Cuando adviertes que esa persona está dispuesta a hacer todo para contentarte, te
alegras.
Lo importante es percatarse, es saber captar las señales, no desatender los mensajes
a menudo implícitos.
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No deberías dudar de que tu Señor piensa en ti, que para él eres importante, que por
ti ha hecho todo y te ha dado prueba de su amor.
De todas maneras, es necesario que afines tu sensibilidad para que puedas darte
cuenta de él y de sus señales.
Ciertamente, has experimentado alguna vez esta sensación de ser amado por él,
acompañado por la íntima certeza de que era una realidad que te ha llenado de alegría y,
en ciertos momentos, ha sido incluso totalizadora.
Pero las situaciones cambian, las realidades visibles pueden oscurecer las realidades
invisibles, el sentimiento puede ser estimulado por diversas provocaciones, el mundo de
los afectos es frágil e inconstante... y tú sientes que tu corazón es difícil de gobernar,
porque va a donde quiere, y estás enfrentado entre el mandamiento «amarás al Señor tu
Dios con todo el corazón» y las exigencias de un corazón que quisiera tener también
algo para sí, aquí y ahora.
Entonces es cuando la alegría parece desaparecer, porque hay enfrentamiento en tu
interior, tienes dudas y te sientes dividido.
Llega el momento de exhibir la alegría del combate por la fidelidad, que se alimenta
de honrar la palabra dada, de contemplar las cosas divinas, la palabra de Dios, de
invocaciones frecuentes, de precauciones humildes y necesarias.
La luz de las cosas que fascinan debe ser superada por la luz interior de su Creador,
abundantemente filtrada por la «consideración» del amor indestructible e indeleble de tu
Señor, que piensa en ti, para quien eres importante y que está presente para aumentar tu
alegría.
Cuanto más te absorban las cosas exteriores, tanto más debes frecuentar la realidad
interior, con la constancia y la fidelidad de María, que pudo cantar el Magnificat justo
porque tenía siempre presente en el corazón los mirabilia Dei hechos por el pueblo,
promesas para el futuro cuyo cumplimiento estaba comenzandoen ella.
Canta también tú el Magnificat, para hacer tuyas las actitudes de María, para que
ella te transmita su mirada, su sensibilidad, su corazón y su alegría.
Por lo demás, basta con que te detengas a volver a ver la historia de tu vida y la
veas como una historia de la salvación: ¡cuántas intervenciones salvíficas de Dios!
¡Todos somos salvados! ¡Magnificat!
Oratio
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María, dame el gusto del recogimiento y la capacidad del silencio interior para escuchar
la voz del Padre que me habla y para descubrir su presencia en las personas que viven a
mi lado, en aquellas con quienes me encuentro, en las diversas circunstancias y en toda
la creación.
Haz que, como tú, yo pueda experimentar la alegría de entender que el Padre me
ama y por eso, él, amor infinito, quiere tener necesidad de mí, pobre criatura, tantas
veces perdonada por él, para que los hombres lo conozcan.
Oh Jesús, que prometiste permanecer con nosotros todos los días, porque sin ti no
podemos hacer nada, te doy gracias porque me llenas de ti mediante la eucaristía y tu
Palabra, para hacerme crecer en tu amor.
Oh Espíritu Santo, haz que mi corazón sea un corazón abierto como el de María,
dispuesto a acoger, con generosa humildad, tu gracia y tus dones.
Dame el valor de ser perseverante y fiel en el camino de cada día, para encontrar la
alegría verdadera, profunda, que procede del abandono confiado a la voluntad del Padre
en todo momento.
Contemplatio
«¿Es posible que yo haya sido amada, y tan dulcemente amada, de mi Salvador, que él
haya pensado particularmente en mí y en todos estos pormenores con los cuales me ha
atraído hacia él? ¡Cómo hemos de amarle y emplearlo todo para nuestro bien! Todo esto
es muy dulce: este corazón amable de mi Dios pensaba en Filotea, la amaba y le
procuraba mil medios de salvación, como si no hubiere más almas en el mundo en
quienes pensar, de la misma manera que el sol ilumina un lugar de la tierra como si no
iluminase otros y solo iluminase aquel» (IVD 5,13).
«El sol no mira menos una rosa, aunque mire mil millones de otras flores, que si mirara a
ella sola. Y Dios no derrama menos su amor sobre un alma, aunque ame a una infinidad
de ellas, que si amase a aquella sola, pues la fuerza de su amor no disminuye un punto
por la multitud de rayos que despida, sino que siempre permanece en toda la plenitud de
su inmensidad» (TAD 10,11).
«Así Nuestro Señor pensaba y cuidaba de todos sus hijos, de forma que pensaba en cada
uno de ellos, como si no hubiese tenido que pensar en los demás. “Me amó”, dice san
Pablo, “y se entregó por mí”; como si dijera: solo por mí, como si nada hubiese hecho
por los demás. Esto, Filotea, ha de permanecer grabado en nuestra alma, para tener en
mucho y fomentar tu resolución, que tan cara costó al corazón del Salvador» (IVD 5,13).
«Somos tan suyos, venimos de él y vivimos por él, y le pertenecemos, que no sabríamos
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pensar en lo que somos para él y lo que él es para nosotros, sin vernos forzados a
exclamar: “Soy tuyo Señor, y no debo ser sino tuyo; mi alma es tuya, y no debe vivir
sino para ti; mi amor es tuyo, y no ha de tender sino hacia ti. Debo amarte como mi
principio, pues vengo de ti; he de amarte como mi fin y mi reposo, pues estoy hecho para
ti; he de amarte más que a mí mismo, porque soy tuyo y vivo en ti”» (TAD 10,9).
«Valor, hija mía, amaremos a Dios sin duda alguna, porque él nos ama; mantente alegre
con este pensamiento y no permitas que tu alma se turbe por nada» (Carta del 1 de enero
de 1608).
«Vive, por consiguiente, alegre y valerosa porque Dios es el Dios de la alegría. Tu
corazón pertenece a Dios, vive feliz de tener una morada tan buena. Vive alegre, sé
generosa: el Dios al que amamos y al que nos entregamos nos quiere así. Mantén tu
corazón con gran generosidad ante Dios, vivamos siempre con alegría en su presencia.
Él nos ama, nos ama tiernamente, es todo nuestro» (Carta del 17 de junio de 1606).
Para la lectura espiritual
En el cántico del Magnificat, María expresa con la alabanza su experiencia de Dios. De
este modo, también nosotros podemos comprender este cántico de júbilo por todo cuanto
Dios ha hecho y realiza en nosotros cada día.
A partir de estas palabras también yo puedo escribir mi Magnificat. Ciertamente, no
tengo que esforzarme en pensar lo que Dios ha hecho en mí. Escribiendo entiendo cada
vez más por qué cosa puedo dar gracias a Dios y por qué cosa debo alegrarme. Alabo a
Dios porque me ha creado, porque ha realizado en mí su idea preferida, porque me ha
formado y educado mediante el cambio de los acontecimientos de mi vida, porque me ha
acompañado en mi camino y ha tenido su mano protectora sobre mí. Dios me ha mirado
siempre en mi humildad y en mi pobreza. Me ha mirado porque yo era importante para
él, porque me ama. Los ojos benévolos y misericordiosos de amor de Dios son para mí
motivo suficiente de alegría. Yo no vivo como un simple número, sino bajo los ojos de
Dios, que me presta atención, que no permite que mi pie tropiece con una piedra (Sal
91,12).
Si recorro mi historia bajo el ángulo visual de mi Magnificat personal, no cierro los
ojos ante los períodos oscuros, pues veo también las situaciones difíciles con una luz
diferente. También en esos momentos Dios ha hecho en mí grandes cosas, ya que me ha
guiado en el miedo y en la dificultad, en la duda y en la oscuridad, en la soledad y en el
vacío, y me ha conducido hacia la libertad. Siento que no es ciertamente obvio que aún
siga vivo, que esté sano, que esté activo, que tenga ganas de vivir, que pueda plasmar y
crear cualquier cosa, que sienta en mi corazón la paz, que la búsqueda de Dios me hace
vivir.
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Dios me da su perdón. Él está conmigo. No me juzga, cuando yo me reprocho mis
errores sin piedad. Él levanta en mí cuanto tengo de pobre. Él lleva a lo alto la realidad
más ínfima. Allí donde me encontraba hecho polvo, fracasado e impotente, él me
levantó. Él sacudió mis criterios de juicio, el uno contra el otro. Allí donde pensaba que
era rico, donde creía tener todo lo necesario, de allí me hace salir vacío, allí me hace
experimentar que mis manos están vacías, que yo no puedo ofrecer nada.
Me ha levantado cuando yo me desentendía. Me ha llevado en sus manos y me ha
acogido como hijo suyo, me ha acogido sin condiciones de ningún tipo, tal como soy. Lo
ha hecho porque él piensa en su misericordia, porque él se siente cerca de mí, porque su
corazón es para mí.
Puedes escribir tu Magnificat solo o con otros. Experimentarás cómo cambia el
humor en tu familia, en tu comunidad; inesperadamente surgirán nuevas ideas para hacer
algo juntos, para resolver problemas y para comenzar con nuevos proyectos.
Te deseo que la alegría que surge en cada uno se convierta en un asidero que os una
más fuertemente entre vosotros, y en una fuente de fecundidad, una fuente que te regale
ganas de vivir y despierte en ti una nueva fuerza para intervenir, al mismo tiempo, en el
exterior y dar así alegría también a los demás.
Te deseo que, también en medio de los problemas que te asaltan, llegues a contactar
con la alegría que se encuentra en el fondo de tu corazón, para que atraviese siempre tu
cuerpo y tu alma.
Si la alegría brilla en tus ojos, también tú llegarás a ser una fuente de vitalidad y de
alegría para las personas con quienes te encuentres (Anselm Grün, Ritrovare la propria
gioia, Queriniana, Brescia 2000, 166s).
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6
La alegría del buen negocio
El tesoro escondido
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo; un hombre lo
encuentra y lo esconde; va, después, lleno de alegría, vende todas sus posesiones y
compra ese campo».
– Mt 13,44
El tesoro que esconde el buen negocio
«Se le acercó uno y le dijo: “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir
vida eterna?”. Él le dijo: “[...] Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos”. [...] El joven le dijo: “Todo eso lo he guardado; ¿qué más me
falta?”. Jesús le dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a
los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos;luego sígueme”. Al oír estas palabras,
el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes».
– Mt 19,16-22
Lectio
En estos textos se abordan dos personajes, dos actitudes frente a lo que cuenta en la vida,
con resultados diferentes, la alegría y la tristeza.
El primero es un tipo pragmático que, oliendo el valor de las cosas, actúa en
consecuencia, sin muchas cavilaciones. Descubierto el tesoro, vende todo y compra
aquel campo. Es el israelita que, habiendo descubierto que Jesús ofrece el tesoro
incomparable del Reino, abandona sus intereses y lo sigue. ¿Hay algo que pueda valer
más que el reino de Dios?
El segundo tiene más del calculador que hace preguntas, indaga, quiere saber, pero
no se deja implicar hasta el fondo y, luego, ante las demandas excesivas de Jesús, se
retira.
El primero se concentra en el valor del Reino, y constatando su valor incomparable,
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lleno de alegría por el descubrimiento, considera ya poca cosa sus posesiones y entra en
el seguimiento de Jesús.
El segundo, en cambio, está concentrado en sí mismo, en sus bienes, que le
aseguran bienestar y posibilidades de vivir tranquilo, y no arriesga lo seguro por lo
inseguro. Y se va triste.
La alegría se hace depender aquí de la comprensión del misterio de Jesús, que, una
vez encontrado, relativiza todo lo demás. La comprensión del misterio de Jesús tiene
algo de desestabilizadora, porque te agarra y te compromete totalmente, dando un vuelco
completo al orden de los valores, de los bienes y de los afectos. Trastorna la esfera
privada y el modo de pensar al que se está habituado.
Encontrarlo de verdad significa trastornarse hasta el punto de estar dispuestos a
liberarse de todo con tal de no perderlo. Pero esta decisión produce alegría, porque Jesús
es la seguridad de la máxima cercanía de Dios.
En cambio, la tristeza golpea al que, aun habiendo intuido la grandeza de Jesús, no
llega a comprender su valor absoluto y, por lo tanto, se queda con la falsa seguridad de
sus bienes, impidiéndose la alegría del Reino. Este «joven rico» es uno de los muchos
israelitas que ven en Jesús a un maestro, pero no «al Maestro».
Podrían presentarse así las dos tipologías de hombres y de creyentes: el primero,
habiendo encontrado su gran amor, no duda en dejar todos los demás posibles amores.
Mientras que el segundo no está tan enamorado como para dejar los varios posibles
amores.
Y mientras que el primero está lleno de alegría porque ha decidido dedicarse
completa y absolutamente a su amor, el segundo está triste en sus amores y por las
incertidumbres que estos procuran, que no lo satisfacen.
Pero el texto sugiere algo más: la situación de bienestar material puede resultar un
impedimento para entrar en posesión de la alegría, que viene del aceptar el misterio de
Jesús.
El apego a las cosas de esta vida que pasa puede dar la ilusión de poder mucho,
puede impedir gustar la alegría que viene de la pertenencia a Aquel que tiene y es Todo.
No por azar, cuando el evangelio habla de la riqueza, habla de insidia, de seducción,
de engaño, de desilusión, que son obstáculos en el camino hacia la alegría.
Meditatio
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«Me doy cuenta cada día más», observaba recientemente un joven empresario, «de que
vivimos en un terreno que está muy minado, además de que caminamos sobre carbones
encendidos. En este mundo todo es tentación. El mundo se ha apoderado de nosotros y
de nuestros sentidos, porque esta es la regla para vender comida, máquinas, ropa, sexo...
Los que transitamos en este período estamos sobre arenas movedizas en estado puro...
Salvarse es verdaderamente difícil si no se tiene ayuda».
La felicidad prometida por este mundo, siempre más entrometida, reside en un
subseguirse de satisfacciones que a largo plazo no satisfacen, pero condicionan, creando
dependencia y exigencias que se persiguen sin que llenen.
Por eso Jesús nos enseñó el «Padrenuestro», que es la oración de nosotros, los hijos,
que pedimos en primer lugar las cosas más importantes: que reconozcamos la santidad
de Dios y su señorío sobre nosotros; que aceptemos su Reino, es decir, que en Jesús
encontremos «toda la dulzura del mundo», que logremos hacer la santa voluntad de Dios
en medio de las seducciones y las tentaciones del mundo. Y que seamos «librados del
mal» que nos asedia. El cristiano debe mirar los ejemplos luminosos de quienes han
sabido vender todo lo que tenían para comprar «el campo del tesoro escondido» y
pueden dar testimonio de haber encontrado la alegría en él. Personas que sin proclamas,
sino con el solo testimonio de su vida nos indican que el mejor negocio es decidirse por
el Reino. Cada día de nuestra vida es importante, porque cada día debemos tener cuidado
en no pasar imprudente o fatídicamente sobre los juguetes minados con los que muchos
se divierten y que el mundo no deja de sembrar en nuestro camino.
Personas como los santos de ayer y de hoy, personas como las que se consagran a
Dios en la fidelidad y en la alegría. Pero también cristianos normales, que cada día se
deciden por Dios, que no agitan su fe con palabras, sino que la honran con hechos
concretos. Personas que nos seducen con su estilo de vida coherente y alegre más que
con discursos acalorados o polémicas combativas. Personas que se comprometen a
seguir al Señor Jesús, única fuente de la alegría.
«Padre nuestro, venga tu reino, atráenos a ti, ayúdanos a no apartar la mirada de tu
Hijo... y libéranos de las seducciones del Maligno».
Venderlo todo
Alguna vez se ha entendido el venderlo todo como una renuncia a los bienes superfluos,
pero también como adhesión a una forma de ascetismo que rechaza cualquier tipo de
satisfacción derivada de los sentidos. Si bien la felicidad no debe materializarse, es
difícil poder hablar de vida buena si no se satisfacen las necesidades físicas elementales
de la vida.
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Con respecto a esto, se ha hablado, no siempre injustamente, de la hostilidad
cristiana hacia el cuerpo y los sentidos. La cuestión debe entenderse no tanto como
rechazo de las necesidades corporales, cuanto, más bien, como un modo de orientar
hacia un comportamiento equilibrado que salvaguarde al ser humano de perder su
libertad. Los bienes, en efecto, tienden a convertirse en dueños, a someter la libertad. De
ahí la renuncia por parte de algunos, para invitar a la separación necesaria que garantice
que no seamos dominados.
Se debería hablar no de hostilidad, sino de «simpatía crítica» con respecto a los
bienes y el cuerpo, para que sean fuente de alegría libre y no causa de degradante
esclavitud.
«Simpatía» porque los bienes del cuerpo son un don del Creador.
«Crítica» porque tienden a convertirse en dueños, a esclavizar, si no son mantenidos
en su puesto.
Oratio
Señor Jesús, tú eres mi alegría, mi «¡Gracias!» se dirige a ti, Señor mío y Dios mío.
Al descubrirte, un gran asombro, admiración y alegría han invadido mi alma y mi
corazón.
Tú me recuerdas que esta alegría está en mí, como un tesoro colocado en una vasija
de barro, que puedo desperdiciar a causa de mi volubilidad.
Tú, Jesús mío, estás usando todos los medios para cada uno de nosotros a fin de que
nuestra ceguera sea vencida, nuestros propósitos y deseos volubles se transformen en
aquella decisión de tener bien agarrada la perla preciosa, que has puesto en lo profundo
de nosotros; haznos oyentes atentos para no desperdiciar este tiempo favorable que nos
ofreces, para estar definitivamente en tu alegría.
Contemplatio
«Había un mercader que iba buscando perlas. Busca muchas, pero no encuentra más que
una sola tan bella que vende todo cuanto posee para comprarla.
»Todos los cristianos son buscadores de perlas, es decir, sienten una atracción y un
impulso en virtud de los cuales desean y buscan el bien, la felicidad y las
bienaventuranzas. Es lo que quiere decir el salmista con las palabras: “¿Quién me
mostrará el bien que anhelo y suspiro?” (Sal 4,6). Como si quisiera decir: Oh Señor, todo
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hombre aspira al bien y desea a alguien que se lo indique; yo estoy en el número de
quienes lo desean;

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