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_Qué decimos cuando decimos el credo_ - Enrique Martínez Lozano

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Enrique Martínez Lozano
¿QUÉ DECIMOS CUANDO DECIMOS EL
CREDO?
Una lectura no-dual
DESCLÉE DE BROUWER
BILBAO – 2012
2
© Enrique Martínez Lozano, 2012
www.enriquemartinezlozano.com
© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2012
Henao, 6 – 48009 Bilbao
www.edesclee.com
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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo
puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.cedro.org–), si necesita fotocopiar
o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-330-3592-9
Realización de ePub: produccioneditorial.com
3
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http://www.edesclee.com
http://www.produccioneditorial.com
A Emilio Cardoso
4
INTRODUCCIÓN
La emergencia del modelo no-dual de cognición
Millones de personas en todo el mundo rezan habitualmente el Credo en idiomas muy
diferentes. Se ha visto necesario traducirlo a todos ellos –después de que se superó la
obligatoriedad del uso del latín en la liturgia–, para que las personas pudieran entender lo
que decían cuando proclamaban la llamada “profesión de fe”.
Sin embargo, cada vez son más los cristianos que dicen no entender el “contenido” de
esas fórmulas y piden una “traducción” que las haga comprensibles para ellos. Más aún,
para los más jóvenes –y, por supuesto, para quienes no son cristianos–, las expresiones
del Credo, tomadas en su literalidad, constituyen un auténtico galimatías.
Es normal: los humanos no sólo usamos diferentes idiomas lingüísticos; también se dan
muy distintos “idiomas culturales”, cuyas diferencias se acentúan en la medida en que se
suceden las épocas históricas.
Un “idioma cultural” es un filtro, un marco, a través del cual vemos la realidad.
Porque nuestro acercamiento mental a lo real nunca es neutro ni inmediato, sino
condicionado o mediado por aquel “idioma” que tenemos internalizado. Del mismo modo
que nadie puede decir una sola palabra coherente al margen de un idioma lingüístico –
incluso aunque no conozca nada de la gramática del mismo–, tampoco podemos tener un
solo pensamiento al margen de un “idioma cultural”. A este último lo llamamos
paradigma. De manera que todo acercamiento mental a la realidad y toda afirmación
racional son deudores de un paradigma determinado. De ahí, la certeza del dicho: “No
vemos las cosas como son; vemos las cosas como somos” (Anaïs Nin).
Los paradigmas se suceden unos a otros en un proceso inevitable. No sólo no tiene
sentido compararlos –del mismo modo que sería absurdo pretender que una lengua fuera
“mejor” que otra–, sino que es necesario aprender y ejercitar un respeto exquisito hacia
los diferentes “idiomas” que hablamos las personas.
Sin embargo, hay dos cosas que parecen inevitables: por un lado, es prácticamente
imposible que puedan entenderse –a nivel mental– personas que se hallan en paradigmas
diferentes; por otro, es fácilmente comprensible que textos escritos en un paradigma ya
superado resulten hoy insignificantes (carentes de significado) para quienes se encuentran
5
en otro muy distinto.
Pues bien, a mi modo de ver, esto es lo que ocurre con cierto tipo de textos escritos
hace cientos o miles de años, en un paradigma que podemos designar genéricamente
como “premoderno”, cuando se acerca a ellos alguien que se mueve en el paradigma de
la postmodernidad.
Sólo por esta razón, los textos bíblicos –incluido el evangelio– necesitan de una
“traducción” si queremos que sean “significativos” para quien ha nacido en la cultura
postmoderna. Y es por ese mismo motivo –aunque no lo sepan– por el que muchos
cristianos piden una “explicación” del Credo para poder comprender lo que sus labios
proclaman.
Pero hay más. En el momento histórico en el que nos encontramos –al menos, en el
ámbito noroccidental–, no se ha producido sólo un cambio de paradigma, sino que
parecen incubarse otros dos cambios de mucha mayor envergadura: en el “nivel de
conciencia” y en el modelo de cognición.
Permitidme recurrir a una imagen que, aunque no sea muy rigurosa, facilitará captar lo
que quiero decir. Si un paradigma son las “gafas” o lentes a través de las cuales miramos
la realidad, el nivel de conciencia son los ojos mismos y el modelo de cognición, el
cerebro. Aun siendo un poco grosera, como decía, esta imagen nos puede dar una idea
del cambio en el que nos hallamos. Con toda razón se ha hablado de un “cambio de
época”, de un “nuevo tiempo axial” (Jaspers) o de una “mutación cultural” (Panikkar).
Si solemos designar a los paradigmas más recientes como premoderno, moderno y
postmoderno, los niveles de conciencia suelen clasificarse como arcaico, mágico, mítico,
racional y transpersonal. Pero así como los primeros se modifican con cierta rapidez,
estos otros tienen una duración mucho más extensa.
Por lo que se refiere a los modelos de cognición, se distinguen fundamentalmente dos:
el modelo dual (mental, egoico, cartesiano) y el no-dual (transmental, transegoico). El
primero opera a partir de la dualidad inicial que la mente establece: sujeto/objeto, “el que
conoce” frente a “lo conocido”. Este modelo, que ha caracterizado y “dominado” todo el
pensamiento occidental, desde Aristóteles, ha dado lugar –en palabras de Raimon
Panikkar– a los dos mitos típicos de Occidente, dos creencias tomadas como dogmas:
que la individualidad es el valor más alto y que la razón es el modo supremo de
conocimiento.
Sin embargo, cada vez nos vamos haciendo más conscientes de que existe otro modo
de conocer previo a la razón y no mediado por ella. Con esto, no es que se menosprecie
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la razón ni, mucho menos, se exalte lo irracional; sencillamente, se la reconoce en su
lugar, sin absolutizarla.
No parece necesario decir que el nivel de conciencia transpersonal –en tanto en
cuanto, integrándolos, trasciende la mente y el yo– resulta absolutamente convergente
con el modelo no-dual de cognición, que va también más allá de la mente. Se
comprende, por tanto, que ambos cambios vengan de la mano, dando a luz al que hemos
llamado paradigma de la postmodernidad.
Paradigma, nivel o estadio de conciencia, modelo de cognición: he ahí las realidades
que, para los creyentes, están reclamando una “traducción” de los textos sagrados y de
las fórmulas litúrgicas, si queremos que unos y otras puedan ser significativos –
portadores de significado y, por tanto, de sentido– para los hombres y mujeres que
hablan este nuevo “idioma”, se hallan en este incipiente nivel de conciencia y empiezan a
atisbar un nuevo modelo de cognición1.
Este es el “trasfondo” en el que me sitúo al emprender la tarea de “traducir” el Credo.
¿Cómo se puede leer el “símbolo de la fe” desde el paradigma de la postmodernidad,
en un nivel de conciencia transpersonal y en un modelo de cognición no-dual? Se trata
de un ofrecimiento humilde y respetuoso con otras formas de lectura –al fin y al cabo,
nos hallamos en un momento histórico en el que conviven “idiomas culturales”
diferentes, también en el seno de la Iglesia–, dirigido a aquellas personas que, por
motivos de su propia evolución, se ven incapaces de seguir leyendo aquel texto de una
forma literal. Deseo que esta propuesta de “traducción” pueda aportar coherencia,
lucidez, descanso, amplitud, liberación…; en definitiva, que ayude a vivir en
profundidad. Sólo me resta añadir que únicamente será comprensible desde el mismo
modelo en el que se presenta, es decir, desde una perspectiva no-dual. Descalificar, desde
un modelo mental, lo que aquí se diga, equivale a juzgar, por ejemplo, el idioma chino
desde las claves del castellano. Porque, en realidad, lo que se halla en juego no es un
debate teológico (creer unas fórmulas o no); el problema es gnoseológico (tiene que ver
con el modo de conocer, los presupuestos del mismo y la validez o no de las
formulaciones mentales). Por decirlo con más claridad: no se trata tanto de clarificar los
distintos artículos del Credo desde el modelo mental, con argumentos a favoro en
contra, cuanto de mostrar cómo pueden ser formulados desde el modelo no-dual. Por
todo ello, me parece necesario aludir brevemente, en esta introducción, a lo más
característico de dicho modelo.
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Un giro decisivo: el agotamiento del modelo mental y la emergencia del modelo
no-dual
Tras este trabajo, late la convicción de que el modelo mental se muestra absolutamente
incapaz de comprender y dar razón de la dimensión profunda de la realidad. Tiene su
lugar y su interés en un nivel pragmático o relativo, pero desvaría cuando intenta explicar
el conjunto de lo real sobre el presupuesto básico de la separación…, que el propio
modelo crea y establece. Es ese presupuesto el que conduce constantemente a unas
aporías irresolubles, tanto a nivel filosófico como teológico, entre las que Mónica Cavallé
enumera las siguientes, como más básicas:
• desde el yo como sujeto, el otro es inevitablemente objeto, lo no-yo;
• el propio yo es objetivado, y termina siendo un objeto más dentro del mundo de los
objetos; el motivo es que el yo sólo puede pensarse cuando dice de sí: “soy esto o lo
otro”, es decir, cuando se ha puesto predicados y adjetivos, cuando activa el
mecanismo de la apropiación y de la identificación;
• el Ser se ha visto fuera, separado del yo, como un objeto que éste pudiera conocer;
se cayó en la trampa –inevitable para el pensamiento dual– de confundir al Ser
inobjetivable con el ente;
• del mismo modo se planteó la cuestión de Dios, sin advertir que, cuando se quiere
llegar a él desde el yo pensante, no puede ser percibido sino como un “Dios-objeto”.
Este Dios objeto contenía ya en sí, desde el principio, el germen de su propia muerte;
de ahí que la afirmación de Nietzsche –“Dios ha muerto”– no sea una proclama a
favor del ateísmo, sino una simple constatación: el dios pensado era un mero objeto
del pensamiento, una proyección mental;
• la posibilidad de una relación con el mundo material que no conduzca a la
explotación de la tierra2.
Las consecuencias que se derivan de esta toma de conciencia son revolucionarias. En
efecto, venimos a constatar que el pensamiento dual:
• no puede dar cuenta del yo (del conocedor en cuanto tal);
• objetiva el Misterio: del Ser hace un ente, y de Dios un ídolo separado;
• está incapacitado para comprender el propio comprender;
• escinde la realidad, dejando fuera lo más decisivo (lo no objetivable);
• … pero además tampoco puede acceder a la realidad del mundo objetivo (incluso el
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verdadero sí mismo de lo que denomina “realidad objetiva” se le escapa).
Forzosamente, el modelo debía entrar en crisis, pues la conclusión a la que llega es,
sencillamente, insostenible, porque el Ser no es algo objetivado, ni algo que se pueda
conocer mentalmente, sino “algo” que se vive experiencialmente. Lo que es, es. Y lo que
es no puede ser delimitado ni objetivado, escapa a los límites de la razón dual.
Por eso, también es ahora cuando podemos percibir mejor, tanto el olvido como el
engaño, que habrían de conducir al modelo mental a su propio agotamiento. Desconoció
y olvidó nada menos que otra forma de conciencia previa al pensar. Nos hizo creer que
no había más que razonamiento, pero terminamos descubriendo que el yo cartesiano
auto-dividido y auto-clausurado no puede ir más allá de sí mismo. No es extraño que
haya sido el propio modelo el que terminara abocado al relativismo y al nihilismo (en
filosofía) o al ateísmo (en teología).
En pocas palabras, el modelo dual de cognición, en cuanto intento de explicación
última de la realidad –tal como han puesto de relieve las aporías a las que conduce–
estaba condenado a morir por extinción. Aun reconociendo su aptitud para moverse en el
ámbito de lo relativo y en el mundo de los “objetos”, ha terminado mostrando su radical
incapacidad para dar razón del misterio último de lo real. Por una razón simple: porque,
para él, todo son “objetos”. Por eso, en la práctica, aun afirmando lo contrario, parte de
un presupuesto no confesado que elimina la posibilidad misma de un Sujeto o
Conciencia.
Es comprensible que quien se halla identificado con el modelo dual de cognición –y
ha tomado como “definitivo” el modo mental de acercarse a la realidad– se resista a ver
las cosas de otra manera. Sin embargo, nuestros miedos no podrán detener el cambio que
se está operando y que no se refiere a cuestiones más o menos periféricas o
coyunturales, sino que toca nada menos que la naturaleza misma del conocer. ¿Qué es
el “conocer”?, ¿cómo conocemos?, ¿cuál es la naturaleza de lo percibido?... Son
interrogantes tan decisivos que no es extraño que muchas personas se sientan removidas
y, desde ahí, descalifiquen a quien las plantea.
Sin embargo, la crisis de este modelo cartesiano es sólo eso: agotamiento de un
modelo. Como escribe la propia M. Cavallé, constatado el engaño al que conduce el
pensamiento dual, se hace evidente que “estas contradicciones y límites sólo dejan de
ser tales para aquella modalidad del conocimiento que no objetiva y clausura lo
conocido, sino que lo respeta en su carácter inobjetivable; para el modo de conocer no
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dual, no relacional, en el que el conocedor, el conocer y lo conocido son uno y lo
mismo”3.
Y es que la intuición quizás más revolucionaria de la postmodernidad viene a provocar
una subversión radical en el primer postulado del modelo mental, al sostener que sujeto y
objeto, hombre y mundo constituyen una unidad indisoluble.
Es la misma afirmación, por otra parte, de la física moderna, para la que la primera
constatación puede formularse de este modo: todo se halla interrelacionado con todo. Lo
cual es tanto como afirmar que la realidad fundamental es la interdependencia; no se
puede hallar nada que exista por sí mismo.
Habitualmente, en nuestra visión de la realidad, hemos venido funcionando con un
mito, al que hemos dado por absolutamente válido: al acercarnos al exterior, todos
percibiríamos lo mismo…, porque existe un “exterior” objetivo y “ajeno” a nosotros.
Sin embargo, la física moderna viene a asegurarnos que no existe algo “ahí fuera” de
nosotros. Todo se halla inextricablemente interrelacionado con todo, por lo que el
universo no es algo que exista “ahí fuera”, y del que el observador se encontraría
separado. Más bien al contrario, es un universo participativo.
Por un lado, sabemos que el observador altera lo observado por el mero acto de su
observación. Por lo que algunos científicos abogan por reemplazar el término
“observador” por el de “participante” (J.Wheeler). Porque lo cierto es que no
“observamos” el mundo; participamos en él.
Y, por otro, sabemos también que eso que llamamos “ahí fuera” no es como nuestros
sentidos y nuestra mente creen que es. “Ahí fuera” no hay ni luz ni color, sino solamente
ondas electromagnéticas; “ahí fuera” no hay sonido ni música, sino solamente
variaciones periódicas en la presión del aire; “ahí fuera” no hay calor ni frío, sino
solamente moléculas que se mueven con mayor o menor energía cinética media…, y así
sucesivamente. Lo que hay, tanto “fuera” como “dentro”, es un torbellino vertiginoso
de ondas/partículas en diferentes intensidades de vibración.
En lo que se refiere a “nosotros”, podría decirse que somos, a la vez, una expresión
más de ese mismo torbellino y la Conciencia que lo está provocando o de la que está
emergiendo. Y todo ello, de una forma no-dual.
El rasgo característico y distintivo del nuevo modelo de cognición es, precisamente, la
no-dualidad. Ahora bien, si la realidad no-dual no deja nada fuera de sí, ¿cómo poder
situarla ante los ojos?
Con ello, tocamos el nervio del nuevo modelo. El anterior se basaba en la distinción
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entre sujeto (mente) y objeto (mundo de “ahí fuera”). Pero, en el nuevo modelo, es nada
menos que este postulado el que cae por tierra. No hay tal separación. Dicho con otras
palabras, la realidad no-dual no puede pensarse.
La filosofía occidental llegó a definir la verdad como “adaequatio rei et intellectus”, la
adecuación entre la cosa y la representación que de ella se hace nuestramente. Pero esta
concepción de la verdad es dualista. Es significativo que los antiguos griegos entendieran
la verdad como “a-létheia” (sin velo). Cuando “quitamos el velo” que supone nuestra
identificación con la mente, es cuando emerge la Verdad de lo que es.
Eso significa que la Verdad es una con la Realidad. Cuando, por el contrario,
pretendemos reducirla a la mente (a una creencia), la objetivamos y entramos en el reino
de la confusión y de los malentendidos que dividen y producen sufrimiento inútil.
Pero la Verdad no es un objeto mental –igual que Dios tampoco lo es–. Es lo que no
podemos pensar, la fuente radical y primaria de todo lo que existe. La verdad es Lo Que
Es (sin objetivarlo mentalmente). Y la experimentamos cuando acallamos la mente
separadora y nos dejamos ser en la pura consciencia de ser.
Para terminar esta ya larga introducción, me gustaría resumir lo que vengo diciendo,
señalando explícitamente estos puntos:
• En cuanto acallamos la mente, percibimos que no hay nada separado de nada.
Siempre y todo es el despliegue, aquí y ahora, del Misterio. Por tanto, a ese nivel
profundo, todo está bien. Este es el núcleo de la perspectiva no-dual.
• Pero este modelo encierra una paradoja, que constituye una exigencia de humildad:
de la no-dualidad no podemos hablar adecuadamente, porque la palabra –como la
mente– es dual. La podemos apercibir inmediatamente, la podemos ser…, pero el
pensamiento será sólo aproximativo, como señal que “apunta” hacia una dirección
que resulta inapresable para nuestra mente.
• Ya dentro del terreno específicamente religioso –puesto que vamos a centrar la
atención en el Credo–, desde la perspectiva no-dual se nos hace evidente que la idea
de un “Dios separado” es una creación de la mente, que va de la mano de la
percepción errónea de uno mismo como “yo separado”. La misma mente que me
hace percibirme como “yo” (individuo aislado) –“individuo” es sinónimo de
“separación”: y ambas creencias, absolutizadas, son producto de la mente– me lleva
a percibir a Dios también como “Un Ser” (individuo aislado). Ahora bien, si dejas de
verte a ti mismo como “yo separado”, ¿qué pasa con tu idea de “Dios”? Será una
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cuestión que volverá, una y otra vez, a lo largo del presente trabajo.
Con esta clarificación introductoria en torno al “modo de conocer”, podemos
acercarnos ya al objeto específico de nuestro estudio: leer el Credo desde este nuevo
modelo de cognición, con todo lo que ello implica; una lectura que conlleva un nuevo
“modo de ver” y que a algunos puede sonarle como un giro de ciento ochenta grados.
Pero que me parece, no sólo legítima, sino imprescindible.
Por lo que se refiere al Credo, es sabido que existen dos fórmulas del mismo: el
conocido como “Símbolo de los Apóstoles” (o “Credo corto”) y el “Símbolo Niceno-
Constantinopolitano” (o “Credo largo”), cuyo nombre viene dado por los Concilios en los
que se alcanzaron las fórmulas dogmáticas fundamentales4.
En este trabajo, tomaré como texto el segundo. No sólo porque suele ser el que se
utiliza más comúnmente en la liturgia, sino precisamente porque, al ser más extenso, en
cierto modo incluye al otro. Empecemos por ver, en paralelo, esa doble formulación.
EL CREDO, EN SU DOBLE VERSIÓN
El S ímbolo de los Apóstoles El S ímbolo Niceno-Constantinopolitano
Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Creemos en un solo Dios,
Padre todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.
Y en Jesucristo,
su único Hijo, nuestro Señor,
Creemos en un solo Señor, Jesucristo,
Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios,
Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza que el Padre,
por quien todo fue hecho;
que por nosotros los hombres
y por nuestra salvación
bajó del cielo,
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
y nació de santa María Virgen,
y por obra del Espíritu Santo
se encarnó de María, la Virgen,
y se hizo hombre;
padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos,
y por nuestra causa fue crucificado
en tiempos de Poncio Pilato:
padeció y fue sepultado,
al tercer día resucitó de entre los muertos,
subió a los cielos,
está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso,
desde allí ha de venir
a juzgar a vivos y muertos.
y resucitó al tercer día, según las Escrituras,
y subió al cielo,
y está sentado a la derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con gloria
para juzgar a vivos y muertos,
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y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo, Creemos en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.
la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne
y la vida perdurable.
Amén.
Y en la Iglesia,
que es una, santa, católica y apostólica.
Reconocemos un solo Bautismo
para el perdón de los pecados.
Esperamos la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro.
Amén.
1. Sobre este “triple nivel” (paradigma – estadio de conciencia – modelo de cognición), referido al cambio
religioso que estamos viviendo, remito al estudio que he hecho en dos libros anteriores: E. MARTÍNEZ LOZANO,
¿Qué Dios y qué salvación? Claves para entender el cambio religioso, Desclée De Brouwer, Bilbao 22009; y La
botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 22009.
Sobre la perspectiva transpersonal, K. WILBER, Más allá del Edén. Una visión transpersonal del desarrollo
humano, Kairós, Barcelona 22001; ID, Breve historia de todas las cosas, Kairós, Barcelona 1997; ID., Sexo,
ecología, espiritualidad. El alma de la evolución, Madrid, Gaia 22005; ID, Espiritualidad integral. El nuevo
papel de la religión en el mundo actual, Kairós, Barcelona 2007. Sobre el modelo no-dual de cognición, J.
FERRER, Espiritualidad creativa. Una visión participativa de lo transpersonal, Kairós, Barcelona 2007; y M.
CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Martínez Roca, Barcelona 2006; ID., La sabiduría
de la no-dualidad. Una reflexión comparada entre Nisargadatta y Heidegger, Kairós, Barcelona 2008.
2. M. CAVALLÉ, La sabiduría de la no-dualidad. Una reflexión comparada entre Nisargadatta y Heidegger,
Kairós, Barcelona 2008, p.30.
3. M. CAVALLÉ, La sabiduría de la no-dualidad…, p. 441.
4. Es claro que el Credo no se remonta a los apóstoles. Como ha escrito Hans Küng, en un comentario al mismo,
“el nombre Symbolum Apostolorum y la historia de sus orígenes apostólicos sólo aparecen en los alrededores del
año 400. No existe una versión completa hasta el siglo V, y fue sólo en el siglo X cuando el emperador Otón el
Grande lo introdujo en Roma como símbolo del bautismo en sustitución del credo niceno-constantinopolitano”: H.
KÜNG, Credo. El Símbolo de los Apóstoles explicado al hombre de nuestro tiempo, Trotta, Madrid 1994, p.15.
13
I
DIOS PADRE TODOPODEROSO Y CREADOR
Lenguaje e imágenes de Dios
“Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de
todo lo visible y lo invisible”.
Esta primera afirmación del Credo condensa lo nuclear de una fe monoteísta. Por otro
lado, cada uno de los términos que aparecen en ella encierra tal densidad teológica y un
riesgo tan alto de proyección antropomórfica, que exige un análisis lúcidamente
cuidadoso.
Si, además, nos acercamos a esta afirmación desde el nuevo nivel de conciencia
(postmoderno, transpersonal y no-dual), se comprenderá que cada una de las palabras
utilizadas necesite ser “traducida” al nuevo “idioma cultural”.
Con todo el respeto hacia el “idioma” anterior –hacia el modo de expresarse de
nuestros antepasados–, trataremos de comprender, tanto el significado que encerraban
para ellos, como las nuevas perspectivas que se abren al aproximarnos a ellas desde
nuestra “nueva” conciencia.
CREEMOS
La primera palabra,indicadora de una determinada actitud, da nombre a todo el
Credo. De entrada, se nos dice que se trata de “creer”. Pero, ¿en qué consiste
exactamente? La pregunta nos hace ver la necesidad de “traducción” desde el mismo
inicio.
“Creer” es un término polisémico que puede expresar actitudes diferentes: simple
asentimiento mental, adhesión cordial, confianza, fidelidad, orientación vital, modo de
situarse y de ver la vida…
Me parece que no me equivoco al afirmar que, en la tradición cristiana, durante siglos,
el “creer” o la fe se han tomado en la primera acepción de las que acabo de nombrar. La
fe era el asentimiento mental a unos determinados contenidos o formulaciones
doctrinales. Era “creyente” quien compartía esas formulaciones, “hereje” quien las
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reformulaba y “no creyente” el que las rechazaba o ignoraba.
Pero, ¿qué hay detrás de ese modo de entender la fe? ¿Qué significa que lo
fundamental pareciera ser el asentimiento a unas creencias? Algo decisivo: nada menos
que la caída en lo que podemos designar como “doctrinarismo”. Debido a la evolución
histórica (sociocultural) del cristianismo, se produjo un deslizamiento por el que el acento
fue pasando de la “vida” a la “doctrina”, hasta el punto de que todo parecía girar en
torno a ésta.
Fue un deslizamiento de tal envergadura que terminó modificando incluso la misma
perspectiva del evangelio. Más aún: no sólo se olvidó, en la práctica, lo más específico
del mensaje de Jesús, sino que el propio texto evangélico empezó a leerse en la clave que
imponía el doctrinarismo vigente. De ese modo, primó una lectura literalista, moralista y
doctrinaria del evangelio, que le hizo perder, en gran medida, su frescor, su novedad e
incluso su misma originalidad.
Para cualquier lector imparcial salta a la vista que el texto evangélico gira en torno a la
vida. No sólo porque lo marca como objetivo explícito (“He venido para que tengan
vida, y vida en plenitud”: Jn 10,10), sino porque todo el comportamiento moral queda
valorado por la actitud de amor servicial manifestado en la vida. Y eso aparece expresado
de un modo absolutamente sencillo y al alcance de todos, como pone de manifiesto la
respuesta de Jesús a aquel teólogo oficial del judaísmo que le preguntó por el
mandamiento más importante. Jesús, tras narrar la provocativa parábola conocida como
“del buen samaritano”, le contestó: “Ve, y haz tú lo mismo” (Lc 10,37).
Lo que cuenta no es la doctrina, las creencias, los dogmas…, sino la práctica, en forma
de compasión activa y eficaz. Ni Jesús era teólogo ni el evangelio es un libro de teología.
Jesús es el hombre que “ha visto” –un sabio, en el sentido más hondo de la palabra– y,
por eso mismo, ya no necesita “creer”. Por esa razón, no busca tampoco transmitir
creencias ni convertir a sus seguidores en “creyentes”1. Su objetivo es, sencillamente,
que los otros “vean”. Con la certeza de que, al ver, nace la comprensión profunda, y ésta
termina en compasión.
Por la intensidad de ese contraste, me gusta aplicar a Jesús los conocidos versos de
Antonio Machado: “…y, más que un hombre al uso, que sabe su doctrina, / soy, en el
buen sentido de la palabra, bueno”.
¿Qué pudo suceder para que se produjera un corrimiento tan exagerado desde la
“vida” a la “doctrina”? A mi modo de ver, fue necesaria la incidencia de diversos factores
que confluyendo, desde ángulos distintos, llegaron a ese resultado.
15
Probablemente, el que se ha señalado con más frecuencia es el hecho de que el
evangelio aterrizara en el ámbito de la filosofía griega y de su gusto por la especulación.
En cierto modo, debido a ese influjo, el cristianismo se convirtió en “theoria”, una
“doctrina” más, que debía mostrar su coherencia e incluso su supremacía sobre otras,
para buscar la plausibilidad social y cultural y, de ese modo, asegurar su supervivencia.
Otro factor nada desdeñable, sobre todo a partir del siglo IV, fue el ascenso de la
Iglesia cristiana a un poder progresivamente creciente. A partir de su reconocimiento
como “religión oficial” del Imperio, la propia Iglesia fue organizándose jerárquicamente
como estructura de poder. Ello produjo un efecto inevitable: la misma autoridad religiosa
se fue configurando como poder que, en el transcurso de los siglos, llegaría a ser
absoluto. Dado que la autoridad, así entendida y ejercida, se caracteriza por ejercer un
control sobre las ideas (e incluso las conciencias) de sus súbditos, forzosamente tenía que
poner el acento en exigir la adhesión completa a las creencias que ella misma fue
sancionando con el paso del tiempo. En concreto: la adhesión al Credo se convirtió en
garantía de pertenencia.
Pero hay todavía un tercer factor, en el que, sin embargo, se ha reparado poco. Me
refiero a las consecuencias derivadas del hecho de que los discípulos y seguidores de
Jesús se hallaban en un nivel de conciencia distinto al del propio Maestro. Este hablaba
como quien “ha visto” y, por tanto, ya no necesita creer; se halla en un estadio de
conciencia (transpersonal) en el que todo se percibe de un modo radicalmente nuevo.
Cuando alguien que se encuentra en un nivel de conciencia diferente (mental) recibe sus
palabras, no tiene otro remedio que “traducirlas” y, sin mala fe, “traicionarlas”. Dicho en
positivo, puede formularse de este modo: sólo quien se halla en un nivel de conciencia en
el que Jesús vivió, es capaz de comprender en profundidad su mensaje.
Pero volvamos a nuestra primera palabra: creer. La fe, decíamos antes, se ha
entendido generalmente como asentimiento mental. Sin embargo, en la propia Biblia,
tiene otra acepción mucho más rica: significa confianza. De hecho, para el hebreo creer
es confiar. Y es creyente, no tanto quien afirma unos determinados contenidos mentales
–aunque también el pueblo judío tuviera su propio Credo básico–, sino quien
experimenta a Dios como una Presencia interior que le asegura una confianza
inquebrantable. La fe, por tanto, no se juega ya en la cabeza, sino en las entrañas. No es
admitir unas ideas u otras, sino hacer la experiencia de sentirse radical y definitivamente
sostenido de un modo incondicional. No es extraño que los judíos proclamen a Yhwh
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como “mi Roca” (Sal 144). En esta acepción, se prioriza esa experiencia, en cierto
sentido inefable e incluso mística –porque trasciende la mente–, en la que la persona se
percibe anclada en una Confianza de la que, parodiando el texto de la Carta a los
Filipenses, puede decirse que “supera todo lo que podemos pensar” (Filp 4,7).
Con todo, desde la nueva perspectiva no-dual, se va incluso más allá de esa acepción,
porque el “creer” es trascendido por el “ver”. Y esto, para los seguidores de Jesús, no
tendría que suponer extrañeza. Si Jesús fue el hombre “que vio”, como tantos otros
hombres y mujeres a lo largo de la historia, sus discípulos quieren también aprender a
“ver”.
Pero así como el “creer” es el modo característico del nivel mental de conciencia, en el
que prima la razón, el “ver” únicamente es posible cuando se trasciende la mente. En ese
nuevo nivel de conciencia, ya no se necesita “creer”: simplemente, se es, se vive, se
confía… Y no se necesita creer, porque se comprende, porque se conoce. Pero se trata
de un conocimiento que únicamente puede adquirirse cuando se es. Únicamente conoce
la verdad quien la es.
Una metáfora que puede ayudar a comprender la diferencia es la imagen del mapa y el
territorio. La creencia es un “mapa”, más o menos ajustado, que apunta hacia el
Territorio, que es realmente lo que nos interesa. Si no se pisa el territorio, el mapa no
sirve de mucho (a no ser para la pura curiosidad intelectual o para la afición del
coleccionista). Por el contrario, cuando se pone el pie en el territorio y se recorre, los
mapas interesan poco.
DIOS
Me parece que la mejor manera de empezar este apartado puede ser recordando las
conocidas palabras de Martin Buber: “Dios: «Dios» es la más preñada de las palabras
de los hombres. Ninguna ha sido tan manchada ni machacada. Precisamente por eso
no puedo prescindir de ella. Generacionesde hombres han arrojado sobre esta palabra
el peso de su vida angustiada o la han pisoteado contra el suelo; yace en el polvo y
lleva el peso de todos ellos. Generaciones de hombres han rasgado la palabra con sus
partidismos religiosos; han matado o muerto por ella; lleva las huellas digitales y la
sangre de todos ellos. ¿Dónde podría encontrar yo una palabra que se le asemejara
para designar lo supremo?... Debemos respetar a los que la prohiben, porque se
rebelan contra la injusticia y la sinvergüencería de aquellos que invocan a «Dios»
para justificarse. Pero no podemos renunciar a ella... Nosotros no podemos ni
17
purificar ni restaurar la palabra «Dios». Pero podemos, esté manchada o desgarrada,
levantarla del suelo y ponerla de pie sobre una hora de gran preocupación”.
“Dios” es una palabra desgastada, porque hemos abusado de ella, usándola como un
comodín; porque hemos proyectado en ella lo mejor y lo peor de nosotros mismos,
haciéndola a nuestra medida; y, quizás sobre todo, porque tras ella hemos “imaginado” –
y, de nuevo, proyectado– un “Individuo Todopoderoso”.
Sin duda, las dos trampas que acechan permanentemente a la persona religiosa son la
proyección y la manipulación de lo divino: hacemos un dios a nuestra imagen y en
nuestro beneficio. La perversión (inconsciente) que puede derivarse de aquí salta a la
vista2.
Parece claro que ambas trampas nacen de una raíz común. Si se me permite un juego
de palabras, diría que la mente proyecta a Dios y el yo lo manipula a su gusto. ¡Y todo
esto sin darse cuenta…, o incluso desde una autoconciencia “muy religiosa”!
Pero el hecho es que “mente” y “yo” son realidades equivalentes. El yo no es más que
la mente “personalizada”, al apropiarse de sus propios contenidos mentales. Por tanto, la
raíz, en realidad, es única. Y sólo desenmascarándola lograremos desactivar las trampas a
que me refería.
La mente es dualista y no puede no serlo. Porque toda su actividad es posible gracias a
la separación inicial sujeto/objeto. Por tanto, para ella, únicamente existen objetos
separados, es decir, “individuos”. Aquí está la explicación de los problemas que los
humanos tenemos cuando decimos “Dios”.
En efecto, al pensar o decir “Dios”, no podemos sino pensar en “un Ser” separado, es
decir, en un individuo, al que luego dotamos de todos los atributos que nuestra mente
imagina como “divinos”.
Si es cierto, como parece, que el término “Dios” (Theos, Deus, Dieu, Dio…) proviene
del sánscrito “dev”, ahí mismo podemos encontrar una explicación de lo ocurrido. “Dev”
significa “luz” o, más exactamente, “luminosidad que atraviesa lo opaco” y que, por
tanto, en todo se manifiesta. Así sería como algunos de nuestros antepasados designaron
la experiencia inefable que vivieron: una experiencia luminosa, pero también serena,
amorosa, plena… La Realidad que captaron en aquella experiencia la llamaron “Dev”
(Luminosidad).
Sin embargo, posteriormente, como suele ocurrir, la palabra adquirió vida propia y
terminó objetivando aquel Misterio o Realidad inapresable como si de un ser individual
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se tratara. La Realidad luminosamente plena quedó convertida en un individuo separado.
Y nos resulta fácil entenderlo: la mente no podía hacer otra cosa. Si además tenemos en
cuenta que el “individuo” es, en el nivel mental, el valor más alto, no es de extrañar que
lo aplicáramos a la Divinidad tan rápidamente.
Con todo esto, quiero dar a entender una sola cosa: en el modelo dual (mental) de
conocer, Dios no puede ser considerado sino como un “Individuo separado”, con
diferente modalidad según los niveles de conciencia. En el nivel mágico, Dios será
percibido como el gran Mago, cuya voluntad podemos atraer a nuestro servicio; en el
mítico, como un ser distante e intervencionista, al que apelar en aquellas circunstancias
donde aparece nuestra impotencia; en el racional, como un “Tú” personalizado e incluso
íntimo, con quien dialogar… Pero el modelo mental (dual) no puede dar más de sí.
En el modelo no-dual, por el contrario, todo queda modificado…, porque se modifica
el propio perceptor. En este modelo, la mente queda “detenida”, acallada –algo que
siempre han experimentado los místicos, de todas las épocas y todas las latitudes–, y
emerge el Silencio, con una percepción radicalmente distinta: nada está separado de nada.
Todo es un “juego” de formas en las que se expresa constantemente el Misterio de Lo
que es.
¿Significa esto que hemos “perdido” a Dios? Al Dios que pensaba nuestra mente, sin
ninguna duda; era sólo una proyección suya. Y es ahora cuando podemos percibir que
Dios no puede ser considerado nunca como un individuo, es decir, un Ser separado, “al
margen” del cual pudiera existir algo. Si Dios es Lo que es y hace ser, ¿cómo podría ser
Algo/Alguien “al lado” de lo que es?
Lejos de aparecer como un “ser separado”, empezamos a percibir a Dios como la
Mismidad de todo lo que es, el núcleo último constituyente de todo lo real; lo Real
mismo manifestándose y expresándose de infinitas y admirables formas y maneras…, sin
que pueda haber nada al margen de él.
Lo característico de esta nueva percepción no-dual –transpersonal o mística– es
precisamente la no-separación. Esto no niega que la persona, en tanto en cuanto se
percibe como “yo”, pueda dirigirse al Misterio de lo Real llamándolo “Tú”; conscientes
de donde venimos y donde estamos, esa actitud me parece, no sólo legítima, sino
valiosa…, a condición de no caer en la trampa de pensarlo separado.
Por decirlo de un modo más tajante: si en el modelo mental, Dios es el Señor
“separado”, en el no-dual, Dios y nosotros (Dios y todo lo real) somos no-dos.
19
Entre el dualismo insostenible, inevitablemente característico del modelo mental, y el
panteísmo (o monismo) simplista, que no da razón de la variedad evidente, la no-
dualidad, no sólo aparece como la percepción más ajustada, sino –esto es más
importante– al alcance de cualquier persona que aprende a silenciar la mente.
La mente es una herramienta admirable, así como uno de los logros más altos de toda
la evolución; sin embargo, la identificación con ella (eso es el yo) constituye un velo
opaco que deforma y desfigura la realidad. Al silenciarla, descorremos ese velo, y
aparece la comprensión3.
Es fácil reconocer que, con el cambio del modelo mental por el no-dual, cae por tierra
cualquier imagen antropomórfica de Dios; esas imágenes que han sido (son) objeto del
rechazo de tanta gente que se niega a ver a Dios como un Individuo, por todopoderoso
que se le designe; imágenes que, por esa misma razón, han generado tanto ateísmo.
Pero después de un cambio de tal envergadura –puede preguntarse la persona
religiosa–, ¿se sigue “creyendo” en “Dios”? Los entrecomillados hablan por sí solos.
Porque se ha modificado lo que entendemos por “creer” y por “Dios”.
Personalmente, diría que el “creer” se ha traducido en un reconocer, estar, vivir (“en
Él somos, nos movemos y existimos”: Hech 17,28)…, porque, como ha escrito Ken
Wilber, al acallar la mente y experimentar “la simple sensación de Ser…, la
omnipresente conciencia Divina plenamente iluminada no es difícil de alcanzar, sino
imposible de evitar”.
Y “Dios” es lo Real mismo, que todo lo alienta y en todo se muestra, en una no-
dualidad, que no es confusión panteísta, pero tampoco personalismo individualista. Dios
es Lo Que Es, Presencia atemporal, Plenitud y Vida, Ser… del que nada está separado.
Por eso, lo vemos –aunque no lo reconozcamos– en todo aquello con lo que nos
encontramos, en todo aquello que vivimos, sin excepción.
Tiene razón Willigis Jäger cuando dice que Dios no quiere ser adorado, sino vivido.
El “dios mental”, “Señor todopoderoso”, reclamaba atención y exigía sumisión. Al quitar
el velo de la mente, empezamos a percibir que Dios no es sino el Darse mismo
permanente que, dándose, se está viviendo en cada una de las formas: cada uno de
nosotros somos formas en las que Dios quiere vivirse.
Como dice Javier Melloni, “nuestra existencia [podríamos añadir: cada forma] es el
éxtasis de Dios, la joyainfinita de Dios. ¿Qué me priva de gozar de lo mismo que
Dios goza y es para él joya?”.
20
¿Significa esto que Dios no es “persona”? He aquí un ejemplo de pregunta falsa, en
cuanto sólo tiene sentido en el modelo mental de conocer, pero no en éste. Porque, aun
sin entrar en la discusión sobre el concepto mismo de “persona”, es fácil percibir que
Dios trasciende cualquier categoría. Si hubiera que emplear un término –mental, también,
al fin y al cabo; no tenemos otros, todavía–, no sería el de “personal” o “impersonal”,
sino el de “transpersonal”. Cuando el místico afirma que Dios “no es persona”, no está
abogando por una idea “impersonal” de Dios –inferior a lo personal–; lo que está
diciendo es que transciende infinitamente ese concepto y lo que con él se quiere expresar.
Con todo esto, ¿qué significa “creer en Dios”, en esta nueva perspectiva? Para
empezar, reconocernos en la Identidad ilimitada y compartida. Trascender la identidad
egoica, dejar de confundir el “papel” (yo) con el “actor” (la Identidad ilimitada), para
reconocer y experimentar, superando esa confusión, que nuestra auténtica identidad no
se expresa como “yo soy esto…”, sino sencillamente como “Yo Soy”. Dicho de otro
modo: lo Totalmente Otro es, al mismo tiempo, la Mismidad de lo que siempre ha sido y
somos sin saberlo, en la No-dualidad.
Así se expresa la espiritualidad… Y de esta búsqueda creciente somos testigos. Lo que
parece imposible es que personas que van atisbando el modelo no-dual –aunque ni
siquiera sean conscientes de ello– puedan decir “Creo en Dios”, si piensan en él como un
Ser-Individuo separado. Es su propio nivel de conciencia el que no se lo permite. Y ésta
es, en mi opinión, una clave importante para entender el masivo ateísmo moderno,
particularmente entre los jóvenes, en nuestro medio sociocultural. De hecho, soy testigo
de que personas que no pueden creer en ese Dios-Individuo separado, conectan
fácilmente con propuestas de genuina búsqueda espiritual, que encuentran profundo eco
en su interior.
UN SOLO DIOS
El monoteísmo ha tendido a presentarse a sí mismo como la forma de religión más
“elevada”; como si, con él, se hubiera alcanzado el culmen de un proceso religioso que
fue dejando atrás formas más “primitivas” como el animismo o el politeísmo.
La afirmación de la fe en “un solo Dios” parecía hacer más justicia a la Trascendencia
y Unicidad divinas, y generar un comportamiento ético de mayor altura y compromiso.
Sin embargo, son crecientes también las voces que tienden a señalar la potencial
intolerancia que se encierra en las llamadas “religiones abrahámicas”. No sólo porque,
como ha escrito algún filósofo actual, el Primer Testamento es un libro que destila sangre
21
en casi todas sus páginas –para el jesuita Norbert Lohfink, uno de los biblistas
contemporáneos más reconocidos, la Biblia es “uno de los libros más llenos de sangre
de la literatura mundial”–, sino porque la afirmación misma de “un solo Dios” –hecha
desde un nivel mental de conciencia– hace coincidir a ese supuesto “Dios único” con “el
nuestro”. La conclusión salta a la vista: en cuanto el ego (sea individual o colectivo; en el
segundo caso, se autoproclamará “pueblo elegido”) se apropia de Dios, ya ha generado
un ídolo tan falso como peligroso.
Es sabido que una característica central del nivel mítico de conciencia, en el que nacen
las grandes religiones, es justamente el etnocentrismo. Y es igualmente conocido que,
mientras nos reduzcamos al nivel mental, todo lo pensado es objetivado y separado.
Como justa consecuencia, al nacer las religiones monoteístas, Dios aparece con dos
rasgos que vienen a definirlo: es separado y es del propio pueblo (“nuestro Dios”).
A partir de ese mismo momento, a los fieles les acecha un doble riesgo: el de vivir, en
el sentido etimológico de la palabra, alienados –volcados en un Ser separado de ellos– y
el de proyectar sobre Dios, a partes iguales, antropomorfismo y etnocentrismo. El “Dios”
así resultante es un Individuo separado, que no tiene rival y que nos ha elegido a
nosotros como pueblo, por encima y con preferencia sobre los demás. Se han asentado,
inadvertidamente, las bases de toda intolerancia: quien vaya en contra del propio pueblo,
va también contra Dios.
¿Dónde se encuentra la trampa de la afirmación teísta? En el carácter mental y mítico
de la misma, tal como acabo de señalar. Una cosa es el “Uno”, Misterio inefable que no
puede ser pensado, porque no puede ser delimitado, y otra bien diferente el “Uno
separado”, pensado forzosamente como Individuo.
Con todo, el núcleo de la trampa radica justamente en la apropiación –tan
característica del ego–, que lleva a creer que Dios es “de los nuestros” y que posee los
rasgos que nuestra religión le atribuye.
Con lo dicho, queda claro que la afirmación que venimos tratando puede tener otra
lectura, desde el nivel transpersonal de conciencia y su correspondiente modelo no-dual:
“Creemos en un solo Dios”, es decir, vivimos en la Adhesión confiada al Misterio de Lo
Que Es y Somos, reconociéndonos en la Mismidad de lo Real, que se expresa en estas
formas concretas, sin separación.
En este nivel, no cabe la apropiación, porque el Misterio es inapresable y porque, en la
no-dualidad, no hay lugar para ningún tipo de exclusión. ¿Cómo podría excluir al otro –o
22
incluso compararme con él–, si ese otro es no-separado de mí y es también expresión del
mismo Misterio? Nos hallamos en un nivel “espiritual”, que trasciende las religiones,
abrazándolas.
PADRE
Para los discípulos de Jesús, ésta es, sin duda, la expresión más querida a la hora de
nombrar a Dios. Porque remite al propio maestro de Nazaret quien, de un modo
inaudito, ante un público probablemente dividido entre el escándalo y la fascinación, se
dirigía a Dios como “Abba” (Padre querido), en una expresión cargada de intimidad y
cariño.
Pero Jesús no sólo usó esa palabra, sino que él mismo vivió a Dios como “Padre”, al
tiempo que se percibía a sí mismo como hijo amado y dócil, en una actitud marcada por
la confianza y la disponibilidad, en fidelidad a su Voluntad.
Para el mundo semita, ser hijo conlleva la exigencia de “parecerse” al padre, actuando
en la línea en la que éste actúa, viviendo como éste vive. Y todo eso es lo que queda
subrayado en los textos, particularmente en el cuarto evangelio. Para el Jesús joánico, el
Padre es su referencia constante; se vive remitido permanentemente a él, de un modo
que se plasma incluso en el lenguaje utilizado: vengo del Padre, voy al Padre, hablo lo
que me dice el Padre, hago lo que veo hacer al Padre, he venido para hacer la voluntad
del Padre y ése es mi alimento (Jn 4,34; 8,29; 13,1, etc.)4.
Con todo, por más que provenga del propio Jesús, el término “padre”, aplicado a Dios,
no puede ser sino analógico. Y cuando esto se olvida, vuelven los antropomorfismos de
todo tipo, que acaban generando ateísmo. Que sea analógico significa que no existe
palabra humana que pueda contener el Misterio, y que todas nuestras expresiones –
también las que aparecen en los textos evangélicos– son sólo, y en el mejor de los casos,
flechas que orientan o apuntan hacia una dirección que trasciende absolutamente todo
concepto y toda palabra.
Digámoslo de un modo más simple: también la expresión “Padre” tiene que terminar
conduciendo al Silencio en el que se saborea el Único Sabor que está “más allá”
(infinitamente más acá) de lo que nuestra mente conoce y que únicamente se puede
percibir cuando ésta se acalla.
Al no tener en cuenta ese principio elemental, de nuevo se acaba creando un ídolo, por
más que ahora se le llame “Padre”. Un ídolo que, como todos ellos, exigirá sacrificios; y
23
que, en este caso, ha podido generar una doble víctima: la autonomía humana y la
valoración de lo femenino. Veámoslo por separado.
Dios no es rival ni ahoga la autonomía humana. En algunas culturas –y en
determinadas experiencias personales–, la palabra “padre”, consciente o
inconscientemente, evoca binomios peligrosos: “paternalismo / infantilismo”,
“autoritarismo/ sometimiento”. Frente a ellos, resulta saludable tener en cuenta toda la
denuncia que viene desde la psicología, a partir de Freud.
Cada vez somos más conscientes del modo como influyen en la estructuración de la
personalidad los acontecimientos vividos en la primera infancia, así como la relación que
allí se estableció con las “personas importantes” para el niño.
Durante esa etapa, el niño vive ante las figuras paterna y materna, aunque de manera
diversa, una marcada ambivalencia afectiva. Por lo que se refiere al padre, constituye
tanto el objeto de su identificación como el rival frente a la madre. Se comprende que lo
ame y lo odie al mismo tiempo. De esa misma ambivalencia surgirán toda una serie de
sentimientos, como la culpabilidad y la necesidad de reparación, que quedarán guardados
en el inconsciente infantil. Evidentemente, el influjo será diferente según los diversos
factores que interactúen en el desarrollo del niño y que hagan que la etapa edípica se
resuelva de una u otra manera.
Ahora bien, de lo que no cabe duda es de que la palabra “padre” ya no podrá ser
nunca “neutral”, sino que vendrá acompañada de determinada carga emocional (positiva
o negativa), según haya sido la experiencia vivida. Por esa razón, cuando una persona
religiosa llama a Dios “Padre”, está poniendo en juego muchísimo más contenido del que
ella misma es consciente. Para bien o para mal, la imagen de Dios Padre no podrá dejar
de estar filtrada a partir de lo vivido con el padre biológico.
Me viene al recuerdo una experiencia personal, que puede ejemplificar lo que estoy
diciendo. Me encontraba, con poco más de veinte años, en un grupo de oración, que era
“guiado” por una persona que nos acompañaba, la cual nos invitaba a escuchar, en
nuestro interior, la voz de Dios. Todo iba bien…, hasta que llegó un momento en que
tuve la innegable impresión de que Dios usaba el mismo tono y hasta los mismos
contenidos que mi propio padre. Ese día me liberé de un ídolo.
Todo aquello vivido en la relación con nuestro padre aflorará, de un modo u otro, en la
relación que mantengamos con Dios. Y si en aquélla se produjeron fenómenos nada
infrecuentes como apego, sometimiento, oposición, rivalidad, culpa, exigencia,
24
perfeccionismo, reparación, proyección, necesidad de seguridad “todopoderosa”…, todo
eso reaparecerá en el ámbito religioso y oracional.
Sólo una lucidez creciente podrá avisarnos de proyecciones inconscientes y sólo el
reconocimiento y la aceptación de lo vivido en la propia infancia podrá capacitarnos para
tomar distancia de una imagen de Dios demasiado deudora de ello.
En cualquier caso, parece claro que la génesis de la idea de un Dios rival o celoso de
nuestra autonomía no es difícil de hallar. Basta un cóctel que contenga estos elementos:
pensamiento mítico, modelo mental de conocer y experiencias psicoafectivas infantiles.
Como resultado, emergerá la idea de un Dios separado, distante, intervencionista y
rival…, aunque –o precisamente porque– se le llame “Padre”.
Dios no es varón. María López Vigil, parafraseando a Mary Daily, suele decir que
“cuando Dios es varón, los varones se creen dioses”. No le falta razón. Y propugna, a
continuación, que es necesario quitar a los varones el monopolio del saber sobre Dios.
Algo parece claro: la religiosidad tradicional ha dado por sentado que Dios es varón, y
que quienes lo representan son varones5.
La imagen de “Padre”, en la práctica, ha venido a reforzar la idea de un Dios
masculino. Basta pensar en las resistencias que, en tantos ambientes religiosos,
encontraba el uso de la palabra “Madre”, aplicada a la Divinidad.
Es cierto que no siempre fue así. Nuestros antepasados adoraban a la Diosa –Madre
Tierra, Pacha Mama–, hasta que el desarrollo de la agricultura posibilitó la emergencia de
sociedades patricarcales y la realidad empezó a verse desde una perspectiva masculina.
La conclusión se impone. “Padre” –aplicado a Dios– es sólo una metáfora, por más
que, para muchas personas religiosas, resulte entrañable.
Al decirla en el Credo, habría que tener, desde mi perspectiva, un doble cuidado. Por
un lado, no olvidar que se trata de una metáfora: llamar a Dios “Padre” significa cometer
lo que el maestro Paul Ricoeur califica de un “error consciente”. Por otro, no caer en la
idea del dios separado. Veámoslo desde una perspectiva afirmativa.
La metáfora “Padre” habla de Origen y Fuente de vida (no más, por otro lado, que la
de “Madre”). Con esa expresión, la persona religiosa se siente centrada en la Presencia
de quien está naciendo en todo momento, dejándose vivir sentimientos de amor,
confianza, disponibilidad, entrega a la vida y a los otros…, en la línea que percibimos en
Jesús.
Y, al mismo tiempo, ese “Padre” del que hablamos se halla no-separado de nosotros,
25
en una intimidad que resulta imposible de expresar. Si san Agustín vibraba ante la
vivencia de que “Dios es más íntimo que mi propia intimidad”, y el Corán proclama
que “Dios está más cerca de ti que tu propia yugular”, la experiencia de Jesús nos hace
conectar con la nuestra propia hasta poder llegar a decir: “El Padre y yo somos uno” (Jn
10,30), por lo que “quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9).
Eso es lo que somos; Jesús lo sabía. Pero eso no se puede pensar –y cuando se dice,
se malinterpreta–, porque se trata de una realidad que está más allá (más acá) de la
palabra y de la mente.
Llamar a Dios “Padre” tendría que ayudarnos a vislumbrar, entrever, atisbar,
pregustar, añorar, anhelar, saborear… que, aunque seamos diferentes, somos lo mismo.
Eso no se puede pensar. Más aún: basta pensarlo para que deshaga el contenido al que
quiere apuntar. Requiere aquietarse, detener la mente, reconocerse en la Presencia
atemporal y dejarse saborear y descansar en esa Identidad compartida y unitaria, en la
que nos encontramos con todo y con todos, en una intimidad inimaginada.
Llamar a Dios “Padre” es una invitación al Silencio y a la Unidad, al Gozo y al Amor,
a la Paz y a la Compasión. Y dejarnos estar en esa Realidad que somos, hasta que toda
nuestra persona vaya quedando transformada y transfigurada: nos habremos dejado
hacer a imagen del Padre, como Jesús, por el Dinamismo del Espíritu.
TODOPODEROSO
No sé si mi percepción es acertada, pero el creyente contemporáneo prefiere confesar
a Dios como “Padre”, antes que como “Todopoderoso”. Más aún, tengo la sensación de
que esta última designación sólo encuentra un eco favorable entre creyentes más
“fanatizados” o que tienen más necesidad de afirmar su propia seguridad y la de sus
creencias.
Dado que el lenguaje nunca es “inocente”, tanto el uso como el no uso de ciertas
palabras pone de manifiesto toda una estructura mental, afectiva y espiritual. La
designación de Dios como “Padre” suele revelar una religiosidad más centrada en lo
afectivo; la de “Todopoderoso” apunta a otra que gira más en torno al deber/obediencia.
En ambos casos –como en todo posicionamiento humano–, existe un riesgo grave:
proyectar una imagen de Dios a partir de las propias necesidades del creyente. Con ello,
la Divinidad se convierte en “refugio afectivo” o en garante de la propia seguridad (o
incluso del propio poder): dime cómo es tu Dios y te diré cómo eres.
Por eso, antes de entrar en el contenido propio de este término del Credo, siento
26
bueno hacer una doble anotación. En primer lugar, teniendo en cuenta lo desarrollado en
el parágrafo anterior, y aun sabiendo que todo lo humano tiene un origen multifactorial,
sería interesante analizar cómo lo vivido en la relación infantil con el padre –necesidades,
frustraciones y defensas– condiciona el modo adulto de plantear la religiosidad (y las
preferencias sobre una determinada imagen de Dios, o incluso la incapacidad de
nombrarlo como “Padre”).
En segundo lugar, me parece importante crecer en lucidez para advertir que la
religiosidad suele ser una herramienta muy poderosa a la que se aferra el yo, para dotarse
de aquello que todo ego busca desesperadamente: la autoafirmación. Esto explica dos
cosas: por unlado, que según sean las necesidades que predominen en nuestro “yo
psicológico”, así serán nuestras (inconscientes) “preferencias” religiosas; y por otro, que
más allá de esas diferencias, el ego tiende siempre a apropiarse de las creencias religiosas,
para dotarse de una sensación de existencia e incluso de eternidad. Desde una
perspectiva espiritual (o transpersonal), la percepción se modifica radicalmente: porque
de lo que se trata no es de perpetuar el yo, sino de liberarnos de nuestra identificación
con él.
Volvamos al término del Credo: “Todopoderoso”. Quizás debido tanto a la siempre
menesterosa condición humana como al momento histórico en el que surge la religión, si
algún atributo ha caracterizado a la Divinidad ha sido el de la omnipotencia. En cierto
sentido, decir “Dios” equivalía a decir “el Omnipotente” (el que todo lo puede). Y ésa
parecía ser la diferencia primera entre Dios y todas las criaturas.
Parece que no hay duda: los humanos habían proyectado en Dios aquello que más
hubieran deseado tener: el poder absoluto sobre todo (¿qué busca el ser humano, sino
tener poder, es decir, “controlar” todos los factores que lo condicionan?). Ahora bien,
aquella prioridad dada al atributo de la omnipotencia para pensar a Dios tampoco resultó
“neutral”, sino que dio como resultado un planteamiento religioso en clave de
heteronomía e incluso de rivalidad, a imagen de la relación patrón/siervo, el omnipotente
y el impotente…
Cuando nuestros antepasados llamaban a Dios “Omnipotente”, lo entendían,
indudablemente, en una clave mágica: Dios puede hacer absolutamente todo lo que
quiere…, aunque eso condujera a callejones sin salida, como les gustaba poner de relieve
a algunas discusiones sofistas medievales: “¿Podría Dios crear una piedra tan grande que
él mismo no pudiera moverla?”. Es claro que, cualquiera que fuera la respuesta, la
27
omnipotencia divina, entendida de aquel modo, quedaba puesta gravemente en
entredicho.
Esto significa que cuando hablamos de la omnipotencia, se requiere entenderla de otro
modo. Pero antes de entrar en ello, permítaseme todavía señalar algún motivo por el que
este atributo divino se encuentra en horas bajas. Ello nos ayudará, espero, en la
elaboración de un nuevo planteamiento.
Si la sensibilidad contemporánea no gusta de llamar a Dios el “Omnipotente”, esto no
puede ser casual. Por eso me gustaría señalar algunos factores que, a mi modo de ver, lo
explican.
1. Por una parte, un factor decisivo es el crecimiento moderno en la conciencia de la
propia autonomía. Sabemos que “autonomía” es una de las palabras “sagradas” de la
Modernidad, en contraste con la heteronomía de la que proveníamos. Ahora bien, la
imagen de un Dios omnipotente cuadra bien en una cosmovisión marcada por la
heteronomía –un Dios que interviene “desde fuera”, según su voluntad omnipotente y
arbitraria, dirigiendo los hilos del mundo–, pero entra en crisis necesariamente en otra,
celosa de su propia autonomía.
Esto conduce, inevitablemente, a un replanteamiento de la noción de Dios. No puede
tratarse –por usar la imagen de Andrés Torres Queiruga– de una presencia “paralela” a
nuestro mundo, en el que intervendría arbitrariamente, sino más bien de otra
“perpendicular”. O, por decirlo con palabras de Karl Rahner, “Dios obra el mundo, no
obra en el mundo”. No es la suya una presencia “competidora” con nuestra autonomía,
sino que se mueve radicalmente en otro nivel.
Decir de Dios que es Todopoderoso no es imaginar un poder mágico, arbitrario e
intervencionista, que puede hacer todo lo que se le ocurra. Nótese que, detrás de esa
imagen, latía otra a la que hemos alusión más arriba: la de Dios como un ser separado o
individuo, al que se le atribuía semejante omnipotencia. Descartada esta imagen tan
groseramente antropomórfica, la omnipotencia divina no es sino el Poder intrínseco de lo
Real, como Dinamismo (Energía o Espíritu) que todo lo sostiene y conduce. Por eso,
nuestra Identidad última es omnipotente…, pero nos encontramos todavía muy alejados
de ella.
2. Otro factor decisivo que ha hecho entrar en crisis el concepto de la omnipotencia
divina, tal como habitualmente se entendía, ha sido la toma de conciencia creciente del
mal en el mundo y, en concreto, del sufrimiento de los inocentes.
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Ya desde hace muchos siglos, personas sensibles ante el dolor de los más pequeños se
plantearon su malestar religioso en forma de dilema: impasible o impotente, no hay otra
posibilidad. Cuatro siglos antes de Cristo, Epicuro lo planteaba con exactitud y crudeza:
“O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede; o puede, pero no lo quiere
quitar; o no puede ni quiere; o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si
puede y no quiere, no nos ama; si no quiere ni puede, no es el Dios bueno y, además,
es impotente; si puede y quiere –y esto es lo más seguro–, entonces, ¿de dónde viene el
mal real y por qué no lo elimina?”.
Ante la persistencia del mal, sigue vigente el dilema planteado más arriba; un dilema
que, en el ámbito propio de la religión, es irresoluble. Sólo cabe apelar a un designio
“misterioso” que se nos escapa…, con tal de que nuestras creencias no se vean
cuestionadas: tal vez porque preferimos ser incoherentes, antes que perder la seguridad
que aquéllas nos proporcionan6.
3. Un tercer factor es el que proviene de la propia perspectiva cristiana, en la medida
en que la hemos tomado en serio. Durante siglos, la novedad del mensaje de Jesús
pareció ser engullida por ideas pre-concebidas acerca de la Divinidad. Esto llevó a una
grave contradicción: los cristianos no veían a Dios a través de Jesús, sino más al
contrario, éste y su mensaje eran leídos a la luz de una determinada idea (filosófica) de
Dios.
En la medida en que nos hemos liberado de ese pesado lastre, descubrimos que Dios
no es aquél ser imaginado desde nuestra mente, sino el que se hace presente en la
impotencia y abandono de la cruz. No es el Dios todopoderoso, sino, en todo caso, el
todomisericordioso. Sin ninguna duda, el Dios que se nos manifiesta en Jesús no tiene
nada que ver con el “Omnipotente” mágico de nuestros sueños, nacido de la sed de
seguridad de nuestro yo, que nos acompaña desde el nacimiento, en lo que el
psicoanálisis llama “el sueño infantil de omnipotencia”, que busca siempre un “objeto” en
el que proyectarse (el padre, el grupo, Dios…).
No es extraño que la religión haya entrado en crisis. El planteamiento religioso
tradicional conducía a aporías, que entraban en franco contraste con la conciencia
moderna. Aquel idioma dejaba de ser coherente para nosotros y provocaba la emergencia
de un nuevo paradigma: el paradigma de la espiritualidad, caracterizado por un nivel
transpersonal (transegoico) de conciencia y un modelo no-dual de cognición.
Descubierta la ficción de un yo que se arrogaba nada menos que el estatus de nuestra
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identidad última, ¿quién necesita la religión? Es cierto que seguirá vigente mientras
perdure nuestra identificación con el yo. Pero la simple vislumbre del nuevo nivel de
conciencia hace que todo quede replanteado de un modo radical y absolutamente
novedoso.
Era sólo el yo (la mente, con su característico dualismo) quien se imaginaba el Misterio
de lo Real como un Ser separado, dotado del poder absoluto que el propio yo echaba
tanto de menos.
Con la crisis del yo, venimos a descubrir que la pregunta primera no es: ¿qué significa
“Omnipotente”?, sino, ¿qué queremos decir cuando decimos “Dios”? El final de la idea
de un Dios-Individuo significa también el final de no pocos pseudoproblemas nacidos del
modelo mental.
El Misterio de lo Real, Lo Que Es, trasciende definitivamente nuestra capacidad de
pensarlo y todas nuestras categorías mentales: Padre, Todopoderoso, Creador… los
percibimos como conceptos contaminados por la pretensión mental de atrapar su conte​-
nido.
Ninguna categoría mental será nunca ajustada para hablar de Lo Que Es. Somos
invitados a acallar la mente y entrar por un camino de adoración asombrada que nos
permita crecer, simultáneamente,en comprensión y compasión. Es el camino de la
espiritualidad, que abraza a todos, porque respeta pero no absolutiza ninguna de las
fórmulas que nuestra mente pueda llegar a emplear. En el Misterio, que es “Más” que
todas nuestras formulaciones –un “Más” siempre abierto e ilimitado–, no sólo nos
encontramos con todos y con todo, sino que nos re-conocemos, empezamos a percibir
nuestra Identidad más profunda.
Para concluir este parágrafo, me gustaría señalar que, frente al obsoleto positivismo
científico –que, negando la visión profunda o espiritual de la realidad, tanto ha
empobrecido al ser humano occidental–, la ciencia moderna apunta también,
invariablemente, hacia un “Más”… Sin confundirse, espiritualidad y ciencia parecen
converger.
CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA, DE TODO LO VISIBLE Y LO INVISIBLE
La idea de la creación que se ha forjado en nuestras cabezas –y en el imaginario
colectivo– quedó magistralmente “visibilizada” en el impresionante fresco que Miguel
Ángel dejara grabado en la Capilla Sixtina: Adán (la creación) “saliendo” de la mano de
Dios…
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Es decir, como cualquier otra, la idea de la creación no podía ser sino dualista. Al leer
la mitología bíblica, en los primeros capítulos del Génesis, fácilmente nos imaginábamos
a Dios viviendo en soledad…, hasta que un día decide crear el mundo a partir de la nada.
Este tipo de afirmaciones elementales tiene la ventaja de que prenden muy fácilmente,
son fáciles de captar e incluso resultan atractivas. Pero en sí mismas encierran aporías,
que se convierten en callejones sin salida.
La más grave puede plantearse en estos términos: después de la creación, ¿hay “más”
realidad que antes o no? Si la respuesta es negativa, significa que no ha acontecido nada
nuevo; pero si es positiva, significa que Dios no era “completo”, puesto que, a partir del
acto creador, aparece algo “nuevo”.
La siguiente pregunta viene sola: esa realidad “nueva”, ¿vive separada de Dios? Pero,
¿acaso puede existir algo que no participe de lo que Es? No hay nada que no sea y esté
en Dios, porque todo lo que es comparte absolutamente el hecho de que “es”.
Una vez más, la trampa se esconde en el dualismo típico del modo mental de conocer.
Aunque se hable de “creatio ex nihilo” (creación de la nada), la mente no puede no
entenderla sino como “fabricación”. Así, se ha imaginado a Dios como el que pone en
marcha todo el universo, como si construyera un sofisticado instrumento de relojería: el
Dios separado fabrica un objeto (mundo) igualmente separado; tan separado, que puede
ser castigado, expulsado (más separado aún) del Paraíso, e incluso “condenado” –
¡privado de Dios!– durante toda la eternidad… Las aporías se multiplican –nunca mejor
dicho– hasta el infinito.
Crear, sin embargo, no es lo mismo que fabricar; y la “nada” no es un algo vacío que
estuviera allí y que, gracias al acto creador, se viera de pronto lleno de seres…
Hablar de “nada” es otro modo de decir que todo lo que existe nace –otro
antropomorfismo– del interior de Dios (no hay “nada” más). Pero esto no ocurre en un
momento del tiempo –antes de la creación, no existe el tiempo ni el espacio–, sino en el
Presente atemporal y, por ello, en todo tiempo, también ahora mismo.
Con otras palabras: la creación no es un concepto histórico –algo que tuvo lugar en un
momento–, sino teológico: acontece en cada instante, está ocurriendo en este preciso
momento. Ahora mismo todo está “naciendo” –siendo creado– del interior de Dios, de
un Dios que no actúa desde “fuera”, sino desde “dentro” mismo de lo real.
Entender la creación como un acontecimiento “histórico” –que tuvo lugar en un tiempo
concreto– significa haber leído el mito en su literalidad. Pero un mito no es una crónica
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histórica; por tanto, aquello a lo que el mito apunta trasciende los límites
espaciotemporales.
No es extraño que a los teólogos medievales les gustara hablar de “creatio continua”:
la creación, lejos de ser un hecho puntual, es una acción continuada.
Captamos la creación que está aconteciendo aquí y ahora cuando acallamos la mente y
nos permitimos conectar con la pura, simple y desnuda conciencia de ser. Sólo ser… Es
el misterio de la creación.
Todas las mitologías –relatos legendarios a través de los cuales, en una determinada
época de la humanidad, los seres humanos trataron de dar respuestas a sus interrogantes
más básicos– hablan del “principio”. No es extraño que, queriendo encontrar sentido a su
propia situación, se hayan querido preguntar cómo empezó todo. Ellos intuyeron que la
respuesta debía encontrarse en el origen. Lo mismo seguimos creyendo nosotros; por
eso, la ciencia se afana en el estudio del origen del universo.
La mitología bíblica presenta, en el principio, a Dios creador: todo habría salido de
sus manos, en una obra de creación a partir de la nada y “a su imagen y semejanza”. La
metáfora parecía apropiada. Pero, al entenderse la “creación” como “fabricación” –la
mente humana sólo sabe de “fabricar”, no de “crear”–, se dio lugar a un dualismo
Dios/creación, que habría de oscurecer y dificultar una comprensión más adecuada de la
Unidad de todo lo real.
Otras mitologías lo expresan de modos diferentes, pero todas ellas quieren remontarse
“al principio”. La mitología kogui, por ejemplo, en una imagen hermosa, lo hace de esta
manera:
“Primero estaba el mar, todo estaba oscuro. No había sol ni luna, ni gente, ni
animales, ni plantas. El mar estaba en todas partes. El era la Madre; la Madre no
era gente, ni nada, ni cosa alguna. Ella era espíritu de lo que iba a venir y ella
era pensamiento y memoria”.
La imagen de la “Madre” remite también a una “creación” o, quizás mejor,
“nacimiento”, aunque subrayando la no-separación entre ella y el mundo que se puede
palpar: porque era “espíritu de lo que iba a venir”.
Todas las mitologías parecen entender el carácter polar de lo real: una cara de la
realidad es lo material, todo aquello que podemos tocar y medir; la otra es la dimensión
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“oculta”, velada a los sentidos y a la mente. Pero ambas caras no corren paralelas; ni
siquiera se hallan separadas. Es la misma y única Realidad –Lo que es, es Todo y es
Uno– en su doble aspecto: lo que se despliega en el tiempo es el Misterio único; lo que se
manifiesta es lo Inmanifestado.
Cuando separamos ambas dimensiones, caemos en el dualismo fragmentador,
característico de la mente. Cuando negamos el Misterio, desembocamos en la
“superficialidad chata”, incapaz de dar razón de lo que es.
A poco que prestemos atención a la vida y hayamos desarrollado una actitud
contemplativa capaz de admirarse ante el despliegue de lo real, es probable que
terminemos asintiendo al Misterio que, aunque inefable, todo lo llena.
Y en la medida en que podemos silenciar la mente y adentrarnos en el Silencio
elocuente –la “soledad sonora”, de Juan de la Cruz–, vamos percibiendo que el mismo
Misterio constituye el núcleo de nuestra identidad más profunda, porque es el
constituyente último de todo lo real. A partir de ahí, su Presencia se nos hace imposible
de evitar y saboreamos lo que es vivirnos en –como– Él.
En esa misma medida, todo lo que existe se convierte en transparencia del Misterio, la
realidad entera es elocuente –como han descubierto siempre los místicos y los poetas– y
todos los seres nos traen un “guiño” de la Divinidad. Todo, sin excepción, es expresión
de su Rostro.
“Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”… Una vez
superado el dualismo mental, podemos reconocer la inseparabilidad de Dios y su
creación, resolviendo así aquella primera aporía –la de que, después del acto creador,
hubiera “más” realidad que antes– y dejándonos adentrar en el Misterio sin fisuras de lo
Real.
Dios y la creación no son sino los dos aspectos de la Realidad Una, que no se
confunden –la superación del dualismo no conduce al panteísmo–, pero tampoco pueden
separarse (nada más que en nuestra mente), en una admirable No-dualidad.
Según la mitología bíblica, en el Presente estamos naciendo de Dios, “a su imagen y
semejanza”,es decir, sin ningún tipo de distancia ni separación. Ahora mismo –en cada
Ahora–, venimos a reconocer nuestra verdad más honda cuando nos percibimos a
nosotros mismos, junto con toda la realidad, naciendo de Dios. Ante ello, nuestra mente
se detiene y fácilmente entramos en adoración silenciosa. Al acallarse la mente, el yo –
como entidad separada– se desvanece y emerge nuestra Identidad más profunda, la que
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trasciende las “formas” mentales y materiales.
Si permanecemos en ella, creceremos progresivamente en desapropiación del yo,
saliendo de la ignorancia y el sufrimiento que van siempre asociados a la identificación
con él, y Dios mismo podrá expresarse en nosotros.
Más allá de las diferencias –aunque sin negarlas–, el modelo no-dual nos lleva a
reconocer la Unidad básica de todo, en una imagen holográfica, en la que cada parte está
en el Todo, y el Todo se halla en cada parte. Se acaban, por tanto, las divisiones,
separaciones y descalificaciones: todo está en cada uno de nosotros, en cada uno de los
seres. “En el principio” –Ahora, en el Presente atemporal–, todo sin excepción está
naciendo de Dios y muestra a Dios.
1. Si bien, desde muy temprano, fruto de situaciones y necesidades concretas, se generaron creencias y normas
específicas, que dieron lugar a comunidades diferenciadas. Hoy se conoce bien que el cristianismo primitivo fue
cualquier cosa menos monolítico: R. AGUIRRE (ed.), Así empezó el cristianismo, Verbo Divino, Estella, 2010.
2. He analizado estas trampas en E. MARTÍNEZ LOZANO, ¿Dios hoy? Creyentes y no creyentes ante un nuevo
paradigma, Narcea, Madrid 2005, pp.65ss.
3. Se entiende bien la sabiduría que encierra la expresión de san Juan de la Cruz: “Y no supe”, con frecuencia
repetida en sus escritos. El místico ha experimentado, simultáneamente, el Descanso y la Sabiduría que se
encierran en el No-saber: sólo cuando se renuncia a “saber con la mente”, aparece la comprensión, porque
mientras se permanece en la mente no es posible superar el erróneo dualismo. Quien lo ha experimentado ya no
necesita “saber”; y comparte la afirmación sanjuanista: “Entreme donde no supe, y quedeme no sabiendo, toda
ciencia trascendiendo”. Ahora bien, para acceder a ello se requiere “aguantar” la frustración que supone para la
mente reconocer que hay otro saber más alto (o más profundo), al que ella no puede acceder. Es lo que se
aprende a vivir en la práctica de la meditación.
4. E. MARTÍNEZ LOZANO, Recuperar a Jesús. Una mirada transpersonal, Desclée De Brouwer, Bilbao 22010,
p.43.
5. Marcus Borg cuenta un caso extremo: “Hace un par de años un grupo de baptistas se separaron de la
Convención Baptista de Texas basándose en que ellos creen que Dios es un ser con género, y específicamente que
Dios es un ser masculino (¡por supuesto!)”: M.J. BORG, El corazón del cristianismo. Redescubrir una vida de fe,
PPC, Madrid 2005, p.87.
6. En un planteamiento de ese tipo, el creyente solía verse atrapado entre su necesidad de seguir creyendo en
Dios (incluso “defendiéndolo”) y su frustración porque sus oraciones no recibían la respuesta deseada: “Si Dios
es bueno y quiere mi bien; si además es todopoderoso, ¿por qué no responde a nuestras necesidades legítimas?”.
Para las implicaciones en la teodicea, pueden verse las posturas encontradas de dos grandes teólogos españoles:
Juan Antonio Estrada y Andrés Torres Queiruga. J.A. ESTRADA, La imposible teodicea. La crisis de la fe en
Dios, Trotta, Madrid 1997; ID., El sentido y sinsentido de la vida. Preguntas a la filosofía y a la religión, Trotta,
Madrid 2010; A. TORRES QUEIRUGA, Repensar el mal. De la ponerología a la teodicea, Trotta, Madrid 2011.
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II
DIOS DE DIOS
Una relectura de la divinidad de Jesús
Creemos en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes
de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue
hecho.
Únicamente podremos entender la formulación del Credo que ha llegado hasta
nosotros si caemos en la cuenta de su dependencia de la filosofía griega. Como queda
claro en su propio nombre (Símbolo niceno-constantinopolitano), nuestro Credo es el
resultado de las discusiones teológicas de los primeros siglos, que habrían de culminar,
oficialmente, en Nicea (325), Constantinopla (381) y Calcedonia (451). Como he escrito
en otro lugar, “con los recursos filosóficos a su alcance, aquellos creyentes trataron de
encontrar un modo «adecuado» de expresar su fe en la divinidad de Jesús. Es de valorar
su esfuerzo, su agudeza filosófica y hasta su genialidad. Con la fórmula hallada, creyeron
haber resuelto la contradicción: Jesús era «Dios de Dios, nacido del Padre antes de
todos los siglos…, verdadero Dios y verdadero hombre»”1.
La divinidad de Jesús quedó así formulada, en el marco de unas categorías específicas,
hijas también de un tiempo y un espacio determinados. En ese contexto, conservan su
validez; otra cosa diferente es cuando se pretenden imponer como si fueran definitivas y
expresión exacta de aquello a lo que se refieren.
Necesitamos seguir insistiendo todavía –hasta que se rinda la arrogancia mental que
pretende encerrar la verdad en unas fórmulas, confundiéndola con las creencias,
doctrinas o dogmas– en la relatividad del modo humano de conocer. Todas las
expresiones que utilicemos, en cualquier tiempo y lugar, son sólo “flechas” que buscan
apuntar hacia una dirección que siempre estará fuera del alcance de nuestra mente. Toda
fórmula es mental –al día de hoy, no puede no serlo–, y todo lo que es mental, es
relativo.
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UN TRIPLE CONDICIONAMIENTO
Por lo que se refiere a las afirmaciones del Credo que ahora nos ocupan, es preciso
reconocer en ellas un triple condicionamiento: proceden de la filosofía helenista, nacen en
un nivel de conciencia mítico y son definitivamente deudoras de un modelo mental (dual)
de cognición. Veamos rápidamente cada uno de estos tres puntos.
En primer lugar, las afirmaciones que se hacen en el Credo proceden de la filosofía
helenista. Esto es algo tan evidente que ningún autor serio deja de reconocer que tales
expresiones hubieran sido absolutamente impensables en el ámbito religioso y teológico
judío. Dicho en positivo: el Credo es como es, porque nace donde nace.
No sólo eso. La formulación del Credo nace en un nivel de conciencia mítico, en el
que Dios es pensado como un ser separado e intervencionista, a distancia del mundo
material; en definitiva, como un individuo. En ese contexto, pudo haber –y las hubo–
discusiones y luchas entre los defensores de distintas fórmulas en Nicea y en Calcedonia,
pero ninguno de ellos tenían dificultad en aceptar una idea de Dios separado e
interviniente en el mundo, así como tampoco la de un “Hijo de Dios” que “descendiera
del cielo” y apareciera como un humano más. En el nivel de conciencia mítico, todo eso
podía aparecer, en un contexto como el griego, perfectamente coherente: de hecho, la
idea del “Salvador celeste” era compartida por no pocas religiones y cultos mistéricos. En
síntesis, el Credo es como es, porque nace cuando nace.
Finalmente, y como no podía ser de otro modo, todas esas expresiones son deudoras
de un modelo mental (dual) de cognición, que se basa –como ha quedado dicho– en la
separación primera sujeto/objeto, a partir de la cual, toda la realidad aparecerá como
fracturada. Ese modelo únicamente puede pensar a Dios como “Un ser” (aunque se le
llame “Primero”). Las imágenes de Dios que ese modelo genera –y que pueblan todavía
el imaginario colectivo de la gran masa de los creyentes… y de los ateos, la mayoría de
los cuales lo que niegan es esa idea de Dios– son las que siguen sosteniendo las
creencias, tal como se formulan en el Credo que recitamos. En conclusión, el Credo es
como es, porque nace de donde nace.
Hijas de ese triple condicionamiento, no es raro que las fórmulas que aparecen en el
Símbolo de la fe resulten absolutamente extrañas a una parte creciente de nuestros
contemporáneos que, aunque no

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