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_Hay algún hombre en casa_ - Aquilino Polaino Lorente

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© 2010, Aquilino Polaino
© 2010, EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A.
Henao, 6 - 48009
www.edesclee.com
info@edesclee.com
Asesor literario-editorial: Miguel Janer
ISBN: 978-84-330-3529-5
EDICIÓN DIGITAL: Grammata.es
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede
ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.cedro.org–), si necesita fotocopiar o
escanear algún fragmento de esta obra.
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¿Qué pasará cuando la mayoría de las mujeres puedan decir:
“Qué buen padre es mi pareja”?
Por el momento, una multitud de varones
ni se han matriculado en la asignatura.
Tienen que darse prisa.
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Introducción:
Padre no hay más que uno
Todo el mundo está de acuerdo en que “madre no hay más que una”. Pero es igual
de cierto que “padre tampoco hay más que uno”. Lo cual, por desgracia, se olvida
con demasiada frecuencia. Tanto por parte del hombre, que durante siglos ha
rehuido su responsabilidad en la familia –más allá de una genérica protección
física o de proporcionar el sustento–; como de la mujer, que al reclamar
cotidianamente su cuota de poder, termina monopolizando la educación de los
hijos.
Un ejemplo. Cuando un juez otorga la custodia de un hijo pequeño a la madre –porque
es el progenitor al que más se necesita en esa edad temprana–, no se deja a un padre sin
su hijo: también se deja a ¡un hijo sin su padre! El hijo necesita que, en la relación de
pareja y en la familia, haya un varón que asuma su parte de la tarea.
Como terapeuta he comprobado en multitud de ocasiones que esa ausencia del hombre
acarrea muchos problemas.
En una ocasión, y en un corto lapso de tiempo, acudieron a mi consulta dos muchachos
que necesitaban que alguien les escuchase y les ayudase a encontrar una huella afectiva
en relación con sus padres.
El primero de ellos me contó su problema: “mi padre es una excelente persona”.
Sorprendente que eso sea un problema.
—Mi padre y mi madre se separaron cuando yo tenía siete años –me dijo–. Ahora vivo
con ella y su nueva pareja, un hombre al que también admiro.
Pero el chaval me aclaró que apenas tenía contacto con su padre biológico.
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—Tengo veinte años y desde que se marchó de casa sólo he podido hablar largo y
tendido con él dos veces. Lo he intentado, pero siempre está ocupado.
Me explicó también que había visto pocas manifestaciones de afecto en su progenitor y
eso le resultaba incomprensible.
—Le admiro porque tiene una enorme capacidad de trabajo, su empresa va muy bien…
pero entre nosotros no hay vibraciones. Es generoso conmigo. Creo que le cuesto unos
4.000 euros mensuales. Y eso debe ser porque le importo. Aunque no lo sé. Gana tanto
dinero que quizá mis 4.000 euros son una minucia.
El muchacho siguió hablando sobre la relación entre su padre y su madre biológicos que
estaba rota.
—Sigue pasando dinero. Creo que quiere compensar todo lo que ha hecho.
—Mi relación con la nueva pareja de mi madre es buena. Es lo contrario de mi padre:
bromista, cariñoso, le encanta el deporte, tiene un barco, salimos juntos a pescar, me
anima, me pregunta por mis estudios, siempre me dice que los suspensos están para
convertirlos en sobresalientes.
Pero todo eso no le bastaba.
—Mientras mi padre me siga mandando dinero seguiré viviendo como vivo: paso y he
pasado por todo. Vivo con una chica mientras dure. No estoy seguro de tener ganas de
formalizar la situación.
—Con mi madre me lo paso bien y con su pareja también, pero es como una familia de
acogida: personas que me subvencionan.
El muchacho echaba de menos que su padre se implicara en sus cosas.
—Tendría una bandera por la que luchar. Pero él solo me dice: ¿Cuánto necesitas?
Estaba, en fin, profundamente cabreado. No veía claro el cariño de los que le rodeaban.
—Me digo: “voy a amarme a mí mismo y, aunque los demás no me amen, tiro palante
solo”. Pero no es la solución. Ese amor propio me lleva al huerto.
A veces, llegaba a pensar que mejor hubiera sido que su padre hubiese muerto.
—Habríamos pasado por más estrecheces económicas –comentaba–, pero mi mapa
cognitivo estaría más claro. No me costaría tanto esfuerzo admitir que mi padrastro es
mi padre.
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—Yo no sé por qué me han traído a este mundo».
Otro muchacho me confesaba que tenía más confianza con su madre que con su padre.
Aunque su padre fuera un hombre digno de admiración, que habitualmente se levantaba
a las cinco de la mañana, se ponía a ver papeles y cuando a las ocho desayuna ya tenía
los deberes hechos. Un hombre íntegro y muy leal con su madre, y sus hermanos…
Y aquí torció el gesto.
—Pero a veces pienso que soy un hijo no deseado. Lo que más me duele es que
sistemáticamente todo lo que yo hago está mal: “Vas vestido como un macarra”, “no te
puedes presentar así con tus amigos porque van a decir que eres un friky”, “no eres
capaz de empezar una cosa y acabarla”, “no sirves para nada, otra vez te has dejado la
luz encendida”, “ya has perdido dos móviles, que ya eres un tío mayor de edad que
vota, ¿cómo puedes perder dos móviles?”, “en el fondo eres un irresponsable”.
Incluso comiendo le corregía.
—La solución sería largarme de casa pero –me dijo el chaval–… Pero ¿a dónde voy a
ir? No tengo ni un euro.
Mi interlocutor me aclaró que no necesitaba tanto el elogio, como que su padre le
ayudase a pensar que valía para algo. Nunca lo logró.
—Si todo lo hago tan mal, ¿por qué sigue sosteniéndome?¿Me tiene manía? Yo no le he
hecho nada».
La autoestima del muchacho estaba por los suelos. Creía que esa era la causa de que los
estudios no le fueran bien.
—A veces he pensado cómo hubiera cambiado mi vida si mi padre hubiera tenido
confianza en lo que yo puedo hacer».
Pequeños dramas como estos son más habituales de lo que pueda parecer. Y más
dolorosos. La falta de definición de la figura del hombre en la relación de pareja, o la
falta de un padre comprometido de verdad en las relaciones familiares, puede acarrear
graves disfunciones personales y psicológicas. Por ello, como la familia, en todas sus
manifestaciones, es tan poliédrica, hace falta, ahora más que nunca, tener las ideas
claras.
Con los tiempos que corren ser padre es probablemente una de las tareas más
complicadas. El microuniverso de la familia es complejo y las relaciones padres-hijos y
hombre-mujer tienen muchas dimensiones.
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El hijo es el primer observador de esta compleja realidad. Un niño o una niña tienen
una percepción del padre que puede ser subjetiva o errónea, pero es la suya y la que al
final cuenta; por lo que el impacto de cómo se comporta el padre, desde una caricia a
una mirada correctiva o una bronca, es la medida con que evalúa qué es la paternidad,
la filiación y, en el fondo, la familia donde viven.
Sin ser trágico, muchos jóvenes viven el primer drama de sus vidas en su propia
familia: no han encontrado ese espacio vital necesario para ser felices y viven con un
dolor que puede cercenar su proyecto vital. Esto es grave, porque el ámbito
preconstitutivo de la masculinidad y de la feminidad, la familia, condiciona, y mucho,
el modelo de pareja y hogar que uno forma cuando es adulto.
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La importancia de la figura del padre
Es obvio que los niños y los jóvenes tienen derechos. A lo largo de los últimos años
se han ido recogiendo en los diversos códigos vigentes, inspirados en la Carta
Magna de Los Derechos del Niño. Pero todavía queda mucho por hacer, desde la
perspectiva de la paternidad y la maternidad. Porque a lo primero que tiene
derecho un niño es a tener un padre y una madre. Y no sólo eso. El niño tiene
derecho a tratar y conocer a sus respectivos padres.
Un derecho irrenunciable porque, como demuestran hasta la saciedad todos los estudios
al respecto, esta relación influye sustancialmente en su desarrollo cognitivo y
emocional.Tal relación es constitutiva del ser del hijo y, por eso mismo, no es
negociable. Lo que significa que los padres deben estar informados de los deberes que
deben asumir como obligación natural que deriva de su paternidad.
En este capítulo hago referencia sólo a la paternidad, no porque considere,
evidentemente, que la figura de la madre es menos relevante, o porque aprecie una más
que otra; digamos que, como se dice ahora, es por exigencia del guión. No hay
paternidad sin maternidad, y viceversa: ambas están en paridad, tal como exige la
estructura bicéfala de la familia. El problema es que aunque sólo sea de facto, mucha
gente no cree en esta igualdad, sobre todo en los primeros años del desarrollo de la
criatura.
Y aquí entramos en un tema fundamental: la familia es bicéfala, aunque algunos no
estén de acuerdo. El derecho a la relación hijo/a-padre e hijo/a-madre es el núcleo sobre
el que se vertebra la personalidad del/a niño/a a lo largo del tiempo; es decir, algo que
para él o ella tiene vital importancia y a lo que se le debería dar el mismo valor, como
mínimo, que a la alimentación o cualquier otra cuestión educativa.
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Pero una cosa es lo que debe ser y otra lo que es en la práctica. Actualmente este
derecho del niño es conculcado muchas veces –posiblemente demasiadas para que no
haya secuelas sociales importantes–.
Nunca deja de sorprenderme que en la familia, el énfasis de la educación temprana se
pone más en aspectos como el cuidado de la higiene o la alimentación, y se desatienden
aspectos referentes a las relacionales –e interacción– entre padres e hijos, de las que
dependen cuestiones psicológicas y personales tan o más importantes que las referidas
al mero crecimiento biológico.
Sin esas necesarias interacciones, el hijo o la hija encuentran serias dificultades para
desarrollar su identidad personal. ¿Acaso no es más grave esta falta de desarrollo
afectivo que una deficiencia en el aporte de vitaminas en la dieta o la limpieza del
vestido? ¿Qué es más importante: la identidad personal o la salud bucal? Hay una razón
que podría justificar este despiste: la invisibilidad del proceso de maduración de la
identidad personal de los hijos. Algo que puede considerarse un factor atenuante, pero
no una justificación.
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El derecho a la educación de los sentimientos
El derecho del niño a tener la figura del padre cerca al lado de la de la madre en su
proceso de desarrollo, no es el único derecho que, considero, se conculca hoy día.
Existe otro derecho, no menos importante, y no menos vapuleado. Se trata de lo que se
ha dado en llamar “educación sentimental”, es decir, la educación de los hijos en la
afectividad.
En la mayoría de las familias –por no decir en casi todas–, a los hijos no se les educa en
la afectividad con la misma intensidad que se les instruye en otras cuestiones que son
más accidentales. Entre otras cosas, porque los padres no saben cómo hacerlo y porque
las ciencias de la educación no han logrado diseñar y generalizar, por el momento, los
necesarios procedimientos.
¿Significa esto que los padres no educan en la afectividad a sus hijos? No. Nada más
lejos de mi intención mantener algo así. Evidentemente los padres educan en los
sentimientos a sus hijos, pero lo hacen de forma no consciente ni voluntaria, con un
procedimiento in obliquo o derivado.
Voy a explicarme un poco más para que luego no se diga que los psiquiatras no nos
sabemos hacer entender.
Por lo general, cuando los padres manifiestan sus afectos a los hijos en la vida cotidiana
no reparan en que contribuyen a modelar su afectividad, es decir, el talante afectivo que
tendrán cuando sean mayores. Por eso, me he atrevido a decir que no son muy
conscientes de lo que hacen. No que no lo hagan o que lo hagan mal. No es lo mismo,
cuando hablamos con un hijo (después de haber tenido un encontronazo con alguien que
nos ha puesto de mal humor), acariciar al chaval que está pendiente de nosotros o
tratarlo con frialdad. Sin darnos cuenta le estamos enseñando a acoger mejor o peor, o a
rechazar las manifestaciones de afecto o desafecto de los demás. La educación en la
afectividad se realiza de forma espontánea, pero muy poco razonable, porque no es ni
voluntaria ni consciente.
Esa formación de la afectividad es derivada y reactiva, porque al manifestar con un
gesto, una caricia o una palabra la ternura que siento por un hijo, no es el fin inmediato
que me propongo. Manifiesto simplemente mi espontáneo querer (la acción visible,
consciente y voluntaria que realizo), pero ignoro que con ese gesto estoy educando en la
afectividad (de acuerdo con una pedagogía invisible o no manifiesta, aunque no menos
eficaz y necesaria).
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Estoy educando los sentimientos en mis hijos muy a mi pesar y desde una ignorancia
encubierta y no libremente elegida. Si un padre fuese consciente de todo este proceso,
sería más cuidadoso, prudente, exigente en su comportamiento y atendería la peculiar
singularidad personal de cada uno de sus hijos. Estoy convencido que entonces se
exigirá más de esas manifestaciones afectivas, adecuándolas a la forma de ser de cada
hijo y a las necesidades del contexto.
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El escenario natural para el aprendizaje de la afectividad
Otro escenario natural donde los hijos e hijas aprenden a manejar su afectividad es a
través de la observación del comportamiento afectivo de sus padres en las relaciones de
pareja.
Mediante esa observación –siempre atenta– los hijos perciben las miradas de
complicidad que se dirigen sus padres; los gestos de ternura o de contrariedad cuyo
significado exacto tal vez no acaban de comprender, pero sí intuyen; las
manifestaciones verbales de aprobación y apoyo, o de contrariedad y franca oposición;
la afirmación de lo que el otro o la otra dice o su franca o encubierta desaprobación o
descalificación; la unidad y el espíritu creativo que los une o el tedio y aburrimiento que
los separa. Los hijos, después de observar, imitan lo observado, para más tarde
interiorizarlo, identificarse con ello y vivirlo desde su subjetividad original.
Hijos e hijas aprenden del comportamiento de la pareja, que son los padres, los esbozos
de la relación entre un hombre y una mujer, la delicadeza y respeto o la desautorización
más vehemente, la crispación o la armonía. En ese sustrato hundirán más tarde las
raíces de su comportamiento sentimental cuando él o ella inicien una relación de pareja
o emprendan un proyecto familiar. El comportamiento de pareja de los padres es el
escenario natural del aprendizaje sentimental de los hijos en lo relativo a las relaciones
hombre-mujer. Lo que aporta la maternidad y paternidad a los hijos e hijas tiene un
valor incalculable, puesto que el estilo emocional propio de los padres se trasmite a
ellos mediante este aprendizaje.
Por ejemplo, yo pienso que el modo en que mi padre trataba a mi madre a mi me ha
servido mucho para saber cómo debo tratar a una mujer. Eso puede condicionar incluso
mi afectividad respecto de las mujeres. Mi padre, por ejemplo, era muy puntual y mi
madre muy impuntual. Yo veía como él apretaba las manos con tal de no ponerse a
pegar gritos para decirle que llegaban tarde a todas partes. Pero a su vez, la delicadeza
con que se levantaba –aunque ahora nos parecerá versallesco, decía mucho de su parte–
de la silla para ayudar a mi madre a sentarse. O las miradas de complicidad entre ellos,
que yo captaba, aunque no pudiera adivinar de qué se trataba.
Recuerdo especialmente, el modo en que corrigió a uno de mis hermanos una vez que
“se pasó varios pueblos” con mi madre. Ante una corrección de ella, mi hermano mayor
soltó un exabrupto y llamó a mi madre algo que no se le puede llamar nunca. Vi cómo
mi padre se agarraba a los brazos del sillón para no levantarse. Yo miraba a uno y otro
para ver qué sucedía. Mi padre dejó pasar diez minutos y después llamó a mi hermano y
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se fueron los dos al despacho.
Y yo me preguntaba: ¿Qué estará pasando ahí dentro? Luego mi hermano me lo contó.
La escena fue tremenda. Mi padre se sentó ehizo sentar a mi hermano, como a un
palmo, poniéndose cara a cara y mirándole a los ojos. Le puso una mano en cada
mejilla y ojo a ojo, le dijo: “Lo que le has dicho a tu madre, si yo voy por la calle y se
lo dice alguien yo lo mato. Como tú eres mi hijo y te quiero mucho, no te mataré, pero
si lo haces otra vez, probablemente sí te dé una paliza que vas a recordar toda tu vida, si
es que no te dejo tullido, y eso a mí me hace daño, porque si quiero a tu madre, también
te quiero a ti igualmente, y darte una paliza es lo que más puede dolerle ¿Lo has
comprendido?”. Mi hermano lo comprendió para siempre. Mi hermano mayor, que es
muy vehemente, nunca más volvió a tener una grosería con mi madre.
Emerge así un nuevo derecho en los hijos: el derecho a experimentar cómo sus padres
se quieren, cómo se muestran el afecto y cada uno lo acoge y responde adecuadamente.
Cuando las relaciones entre el padre y la madre se crispan, a los hijos se les hace un
triple daño: en primer lugar, sufren el mismo sufrimiento que el padre o madre doliente;
en segundo lugar, sufre por el otro progenitor, al cual quiere tanto como al primero; y,
en tercer lugar, sufren porque la relación entre sus padres no es conforme con el amor y
estima que él les tiene. El amor entre padres resulta indisociable del amor que el niño
les tiene.
Si los padres fuesen conscientes de que están todo el día “en el escaparate”,
probablemente cambiarían su comportamiento conyugal.
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La gran aportación del padre a la familia
Esta es la gran aportación de la paternidad a los hijos, que les enseña a saber que no hay
un “yo” sin un “tú”; que el “yo” se desvela en las relaciones con el “tú”; que en esas
relaciones debe haber paridad y no un “YO” gigante desequilibrado con un “tú” enano,
o a la inversa; que sin el olvido del “yo” no se alcanza la presencia del “tú”; que si se
olvida al “tú” se olvidará el “nosotros” de la pareja; y que si se olvida el “nosotros”, es
inevitable el olvido del “vosotros”, los hijos. La unidad preside el universo en que
conviven padres e hijos: un padre, una madre, una pareja, un amor único, originario,
singular e irrepetible por cada uno de los hijos. Un amor y diversas personas.
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Paternidad, maternidad y filiación
La paternidad y la maternidad exigen y son exigidas por la filiación. Sin hijo no hay
padre ni madre. Y sin madre y padre no hay hijo. Los padres no son jamás padres “de
quita y pon”, padres temporales que en cualquier momento pueden dejar de serlo, con la
facilidad de quien se cambia de chaqueta. Los padres pueden no asumir su
responsabilidad, pero no pueden renunciar por ello a la paternidad o maternidad, que les
confiere un especial estatuto biográfico. Lo mismo sucede con la filiación. Se podrá
admirar, respetar y reconocer o no a los padres, pero siempre se es “hija/o de” o “padre
de”, que remite inevitablemente a la cuestión del propio origen.
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Diversidad, complementariedad y afectos
La natural diversidad del padre y la madre –la masculinidad y feminidad, fisiológica y
psicológica–, genera en el hijo y la hija la identificación con uno de ellos (el del mismo
sexo) y la unión y complementariedad con el otro (el de diferente sexo), además del
necesario aprendizaje de las buenas relaciones que deben darse entre ellos. Este es el
escenario natural en el que surgen las tempranas experiencias emotivas de los hijos, el
apego –attachment–, ese vínculo afectivo, cognitivo, perceptivo, motor, etcétera, que se
establece entre los hijos y sus padres. El protosentimiento, el primer sentimiento de
cualquier persona es reactivo. Un afecto que no surgió de la nada, ni de sí mismo, sino
que emergió como consecuencia y reacción al comportamiento afectivo expresado por
uno o ambos de sus progenitores.
Las primeras experiencias afectivas de los hijos se acunan en la diversidad y
complementariedad afectiva de los padres y se convierten en experiencias modeladoras
de la identidad personal.
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Afectividad masculina, afectividad femenina
Parece una perogrullada decirlo, pero los hijos tienen afectos, y esos “afectos les
afectan”, aunque de un modo diverso, según su sexo. Las hijas e hijos quieren querer
(aunque no saben cómo) y quieren ser queridos (aunque no acaban de percibir bien las
manifestaciones de afecto que reciben). A los hijos, a las hijas les afectan también los
afectos de los demás, ante los cuales, en muchas ocasiones, no saben cómo
comportarse. A ello se añade el que todavía no saben diferenciar del todo el afecto que
experimentan respecto de un compañero (amistad), del afecto o atracción
experimentadas ante una persona de distinto sexo (amor). La confusión entre estos dos
niveles suele ser especialmente frecuente entre los adolescentes. Y en todo este proceso
son vitales las aportaciones que, vía de maternidad y paternidad, les llegan de sus
padres.
En los niños y adolescentes la afectividad barbota bajo su piel y agita su corazón. La
mayoría de los conflictos adolescentes se basan en el emotivismo, clave a tener en
cuenta para ayudarles a resolver sus problemas. Esto ocurre tanto en las chicas como en
los chicos, aunque con diversas peculiaridades: unas y otros son especialmente
vulnerables y terminan desenvolviéndose en lo que ellos refieren como experiencias de
enamoramiento.
La mayoría de los adolescentes se resisten a hablar de sus emociones y sentimientos
más profundos. Ante la pregunta de “¿cómo te encuentras, cómo te sientes?”, casi todos
responden con un formulario “bien”; apenas un tópico vacío que, en la práctica, no
significa nada. Para lograr que un adolescente manifieste lo que realmente siente, es
preciso insistir con formulaciones diversas, planteando el tema de forma respetuosa,
oportuna y adecuada.
El comportamiento de un chico y una chica adolescentes es muy diverso. De ordinario,
el varón niega sus emociones, que es tanto como negar que bullen dentro de él, que le
agitan, que le hacen sentirse mejor o peor… en definitiva, que es una persona a la que
afectan sus afectos. La negación de toda afección sentimental es sólo una pirueta
ocultadora y a veces perversa, porque los sentimientos están al servicio del encuentro
consigo mismo y –en función de lo que se decida– se ordenan a ser comunicados y
compartidos, o no, con otro o con otra.
En cambio, la mujer adolescente suele disfrazar sus emociones y no siempre; y aunque
lo haga, no las reprime tan radicalmente como el varón. Puede incluso que tenga un don
natural para disfrazarlas mejor que el chico, pero precisamente por ello con harta
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frecuencia encuentra “alguien” con quien sincerarse, abrir su corazón, comunicarse.
Comparte así la intensidad abrasadora de sus sentimientos. Cosa que no ocurre en el
varón.
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El hermetismo emocional
El aislamiento emocional es muy superior en el varón que en la chica y este hecho
diferencial se corresponde con el concepto de masculinidad que el adolescente ha
aprendido, a través del “código varonil” que ha interiorizado. La forma de expresar las
emociones –y de percibirlas– está condicionada por el talante afectivo que ha observado
en la madre y el padre. Ahora bien, si el varón adolescente reprime su afectividad hasta
casi extinguirla, acaba enmascarando su auténtica forma de ser y lo que más le importa
en esta vida, que no es otra cosa que quererse a sí mismo, ser querido por los demás y
querer a quienes le rodean.
Estas tres necesidades vitales están presentes en cualquier persona, pero como no
encajan con el concepto de “masculinidad” de que dispone el adolescente, tratará
erróneamente de aplastarlas o minimizarlas, pero sin éxito. Éste es su mayor problema.
El adolescente no reprime su afectividad porque sus amigos no puedan aceptarla, sino
porque trata de encubrirla con actitudes fanfarronas de chico “duro”, independiente,
indiferente, impermeable a los afectos ajenos, es decir, como un insolente solitario que
no necesita de nadie. Pero esa actitud se demuestra falsa, especialmente cuando ese
varón se aísla y refugia en su habitación, llorando como un chiquillo,acurrucado en la
cama; o cuando fumando a escondidas un cigarrillo se asoma a la ventana presa del
aburrimiento y del sinsentido que experimenta.
La conducta de la chica adolescente es muy diferente. Ante un problema, una
contrariedad que no sabe resolver, puede preverse rigurosamente qué sucederá: la
adolescente corre, huye de la situación conflictiva, abre la puerta de su habitación y se
desploma –si es que no se lanza– en su cama, y rompe a llorar, sin importarle que
alguien la haya seguido y esté observando. Quizá por estas manifestaciones exteriores,
desde la perspectiva de la sociología explícita, se asume –un lugar común– que a las
chicas les afectan más que a los chicos, las rupturas sentimentales.
Esta perspectiva psicológica y sociológica no coincide con lo que yo veo en mi
consulta. Por lo común, al menos en el escenario clínico, cuando abordo a un
adolescente, en pleno conflicto amoroso, si logro hacerle las preguntas adecuadas,
acaba deponiendo las armas, y termina por manifestar que los sentimientos que
experimenta son tan radicales, o más, que los manifestados abierta y espontáneamente
por las chicas adolescentes, en iguales circunstancias.
Esta diferencia de actitudes entre chicos y chicas adolescentes genera consecuencias a
veces fatales para los chicos. Las chicas suelen superar antes las crisis sentimentales y
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son capaces de resolverlas mejor, sea porque olvidan más rápidamente o porque
sustituyen inmediatamente por otro al compañero que dejaron o les dejó. Los chicos, en
cambio, he comprobado que se comportan de otra manera. Es probable que no
manifiesten lo ocurrido ni a sus íntimos amigos, aunque su comportamiento se haya
vuelto extraño. Y ese ocultamiento del conflicto les lleva a inferencias, juicios y
conclusiones disparatadas como, por ejemplo, que “todas las mujeres son iguales”, “la
odio profundamente”, o “para ella es como si me hubiera muerto”. Ninguno de estos
juicios se sostiene por sí mismo. Son simples generalizaciones construidas por la
frustración y el enfado.
La presencia del padre y las buenas relaciones con su hijo contribuyen, con toda
seguridad, a abreviar la crisis, a aliviar al adolescente, a relativizar sus magnificadas
vivencias. Pero si el padre no está, si el hijo no se abre con su padre, lo que pudo ser
apenas un conflicto en una etapa natural en la transición del ciclo vital, puede
transformarse en el motor del resentimiento, origen de comportamientos desajustados.
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La “cultura de la crueldad”
La terapia cognitiva pone de manifiesto la debilidad de muchas poses masculinas –
erróneamente atribuidas a la masculinidad– y su incapacidad para resolver conflictos
afectivos. Es más, aquí tiene su origen lo que se denomina la “cultura de la crueldad”,
que atribuyen al ámbito de los varones adolescentes. Si el conflicto emocional no se
resuelve, es probable que se metamorfosee hacia una agresividad manifiesta, sea con la
incomunicación total con las personas que le rodean (se hace presente paradójicamente
por medio del silencio), a través de la acritud de una rebeldía disolvente o a través de
una conducta abiertamente agresiva.
Ninguna de las anteriores vías permite al adolescente resolver el conflicto emotivo, más
bien lo intensifican y complican. La “cultura de la crueldad” no es nada más que la
punta del iceberg de la “cultura narcisista”, muestra de la impotencia para afrontar y
resolver el más modesto de los problemas.
Si el adolescente se percibe como alguien que ha sido “desestimado” por la persona que
él más estima –suelen formular así sus conflictos emotivos–, lo “lógico” para él, lo más
varonil –según este criterio– es odiarse a uno mismo, entre otras cosas porque si no le
estiman es porque no vale nada.
Pero si se odia a sí mismo –teniendo en cuenta que él es la persona a la que más ama
por su peculiar narcisismo adolescente–, ¿cómo podrá querer a los demás? Si se odia a
sí mismo, lo más varonil es también odiar a los demás; más aún, manifestar a quienes le
rodean el odio que lleva dentro –especialmente las personas más cercanas, como sus
padres–, para que al menos participen de alguna manera de su dolor y entiendan lo
mucho que está sufriendo. Esto es lo que hace que la convivencia con un varón
adolescente en conflicto resulte insoportable, especialmente si los padres no están
avisados de lo que le está sucediendo a su joven hijo.
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El analfabetismo emocional de los sin padre
Tal vez resulte excesivo atribuir el analfabetismo emocional de los varones al
estereotipado concepto de masculinidad que impera, todavía hoy, incluso entre las
generaciones más jóvenes: los roles sociales asumidos acerca de la masculinidad y la
afectividad. Pero no es solo eso. Se cumple ahora más de un cuarto de siglo desde que
Brannon y David (1976) describieran las notas características que distinguían, entonces,
a la masculinidad:
1) La masculinidad consiste en el repudio de lo femenino.
2) La masculinidad es evaluada por la riqueza, el poder y el status social.
3) La masculinidad requiere la impenetrabilidad en las emociones.
4) La masculinidad exige destacar, ser agresivo y realizar acciones arriesgadas en
nuestra sociedad.
Estas notas características dibujan un personaje singular, el varón adolescente, que, en
apariencia ofrece la imagen de un roble vigoroso, poderoso y decidido, cuyas decisiones
y acciones bordean siempre los límites de la audacia y la imprudencia. Una imagen que
a pesar de ser falsa, anticuada y peligrosa, todavía persiste hoy en muchos ambientes,
algunos de ellos insospechados.
La ausencia del padre, su no comparecencia y desencuentro con el hijo, su
deslocalización en el hogar, condiciona poderosamente el desarrollo afectivo tan
anómalo en los hijos. Un desarrollo nefasto, que hace daño al hijo, genera distancia y
rencores con el padre y, lo que es peor, le incapacita a la larga para hacer feliz a la
mujer de su vida. La fanfarronería, la violencia y la misoginia de algunos varones
adolescente ha encontrado en lo dicho hasta ahora el caldo de cultivo para su desarrollo.
Se impone, pues, la configuración de un nuevo concepto de masculinidad. Para ello no
basta con los trabajos de gabinete y menos aún con los trabajos de laboratorio. Y no se
trata tanto de que alguien diseñe cómo ha de ser el varón en el siglo XXI –empresa que
no creo que haya nadie en condiciones de hacer–, como arbitrar el apropiado diseño
educativo para que los padres varones contribuyan a la configuración del concepto de
masculinidad que quieren que se forme en sus hijos.
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La imprescindible presencia del padre
Esta educación tienen que hacerla los padres varones a través de la educación del niño
en la afectividad. Luego, será el adolescente el que querrá identificarse con su
progenitor varón. Este proceso de identificación es muy largo en el tiempo, aunque
comienza con el mismo nacimiento. El niño, apenas nacido, es un espectador de su
mundo, que observa a su manera lo que sucede en su entorno. En esa etapa es necesario
que se dé una frecuente interacción entre padre e hijo. Podría ser suficiente que el padre
le abrazara, jugara con él, le acariciara, le cantara alguna canción, le contara o leyera
algún cuento, practicara con él algún entretenimiento, ensayara con él el aprendizaje de
alguna habilidad o destreza.
Trascurrida la primera infancia, el niño se convierte en un excelente actor. Imita todo
cuanto ve y oye. En esta etapa es vital para que el padre se deje oír y ver, porque el
niño le imitará. Para que esas observaciones visuales y auditivas sean eficaces, es
conveniente que en el comportamiento del padre se manifiesten numerosos valores;
entonces, casi sin esfuerzo, el actor que es su hijo tratará de reproducirlos. Es en esta
etapa donde hay que introducir vigorosamente la educación de los sentimientos.
Más tarde, ya próxima la preadolescencia, el hijo decide manifestar al autor que lleva
dentro. Sólo entonces se sentirá capaz de tomar decisiones, acometer proyectos, pensar
por cuenta propia, es decir, todo lo que lleva parejoel hecho de sentirse único,
irrepetible y dueño de la propia vida. En esta etapa debe también haber mucha
interacción entre padre e hijo, dialogar mucho, competir practicando algún deporte,
compartir pequeñas dificultades, éxitos y fracasos, alegrías y tristezas, aficiones y
frustraciones, ilusiones y expectativas, etc. En esta etapa reaparecen también los papeles
de espectador y actor de las etapas anteriores, a través de los que el niño como autor se
inspira para tratar de ser quien realmente es, aunque al final la representación más
emblemática por la que opta es la de autor.
La educación afectiva debe atravesar todas estas estaciones.
Los padres tienen que saber que las notas estereotipadas que sociológicamente definen
la afectividad masculina, a pesar de los pesares y de los esfuerzos por desterrar los
viejos estereotipos, han de ser profundamente revisadas y modificadas.
No se trata de un cambio de valores de 180 grados, de vertebrar la nueva y emergente
masculinidad de acuerdo a los diversos modelos que ha puesto en circulación la actual
sociedad, como de repensar una masculinidad más conforme al código genético, al sexo
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biológico del hijo, a su personalidad.
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2 
Retrato de familia
La familia es, en definitiva, un universo complejo; tanto, que es casi imposible que
todos sus miembros tengan una misma percepción de ella. En la familia las
relaciones interpersonales son a veces intrincadas y la personalidad de cada uno
tan diversa que incluso los cónyuges puede llegar a tener ideas distintas de la
relación. Además, existe el gran escollo de la incomunicación: la inmensa
ignorancia que tenemos a veces unos de otros. Por eso es necesario elaborar un
buen retrato de familia que nos permita apreciarla con realismo.
Por ejemplo, sé por experiencia personal que la terapia familiar falla, en multitud de
ocasiones, porque el terapeuta no evalúa a cada uno de sus miembros de forma
independiente, tanto desde el punto de vista psicopatológico, como familiar. Cuando se
actúa así, se descubre que, en el 50% de las parejas que acuden a la consulta, uno o
ambos, requieren una pequeña ayuda farmacológica. Y con ese pequeño empujón
médico ¡cuántos problemas, que parecen irresolubles, se solucionan!
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La historia de Venancio
Venancio era un chico muy inteligente, guapo, deportista, muy vinculado a su padre,
que era un hombre trabajador, muy alegre, también deportista pero que súbitamente
murió de un infarto siendo todavía muy joven.
Venancio se hundió en la depresión y no respondía a la medicación que se le prescribió.
Un buen día, sin embargo, cuando empezó a hablar, en una de las sesiones de terapia de
la relación que mantenía con su madre, rompió a llorar y empezó a hablar.
—Yo no perdono a mi madre que no haya querido a mi padre. Por eso no le hablo. Por
eso no hablo nada en casa ni a nadie. Mi padre era para mí lo mejor del mundo.
Jugábamos todas las semanas a squash, hacíamos excursiones, se le notaba que se lo
pasaba muy bien conmigo. A veces estudiábamos juntos y me ayudaba. Pero para mi
padre lo importante no eran los estudios, lo importante era yo. Me trataba como a una
persona mayor, a veces me pedía consejo de cosas suyas profesionales, y yo pensaba:
“¿Con once años me pide consejo mi padre?”. Una de dos, o su padre era muy poco
inteligente o su padre era un ser excepcional. Y como era muy inteligente, estaba
convencido de que era un hombre excepcional.
—A mi me gusta que me llamen por mi nombre, pero más me gusta oír: “Este es el hijo
de...” y dicen el nombre de mi padre –continua Venancio. Porque para mi es un orgullo
ser el “hijo de”. Naturalmente que me gusta ser quien soy, pero me siento tan vinculado
a mi padre que me gustaría de mayor parecerme a él.
—Y, ¿por qué odio a mi madre? Mi madre trabaja mucho sí, hace la comida, lava la
ropa, cuida de la casa y además trabaja media jornada. Pero todo con prisas, todo con
gritos. Mi padre era todo lo contrario. Cuando me anunció que mi padre había muerto,
fue al colegio a recogerme, cosa que habitualmente hacía mi padre, pero ese día se
presentó ella, y la vi muy seca, muy rara, muy callada con lo gritona que es y empezó a
decirme que mi padre estaba mal y le dije pues llévame enseguida al hospital donde
esté: ¿Dónde está?
—Y me dijo, “no te puedo llevar al sitio donde está”, entonces me enfadé, me puse a
gritar y ella se puso nerviosa, paró el coche, me echó una bronca y al final resulta que
antes de llegar a casa, en ese corto trayecto, mi padre había muerto, porque fue lo que
ella me dijo. Y me lo dijo de una forma tan asombrosamente cruel, que me dije “esta
mujer no tiene corazón”.
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—Luego no quisieron que fuera al entierro pero a mi no me pudieron prohibir lo que yo
quería hacer y de hecho estuve en el entierro. Me confundí varias veces porque no sabía
el lugar donde lo tenían que enterrar, pero al final llegué. Yo la ví y estaba con una cara
tan seca que me dije “esta mujer nunca ha querido a mi padre”. Mi padre se merecía
una mujer distinta. Y por eso sigo odiando a mi madre, porque mi madre nunca ha
echado una lágrima y si no ha echado una lágrima es que no ha querido a mi padre.
Porque yo he llorado y llorado, he pasado noches enteras sin dormir llorando. Incluso a
veces he querido quitarme la vida, porque con mi madre no me entiendo.
—Desde que él murió no he aprobado ninguna asignatura y además no pienso aprobar
ninguna…
Pero el caso de Venancio acaba bien. A Venancio se le hizo comprender, cosa que era
cierta, que su madre lloró mucho cuando murió su marido, pero lloró siempre a solas,
cosa que él ignoraba. Venancio entendió al fin el sacrificio que había hecho su madre
para no llorar delante de él, porque pensaba que si no lloraba probablemente su hijo
sufriría menos. Venancio puso cara de asombro y le cambió el gesto cuando le informé
de que su madre también tenía que tomar antidepresivos, porque le preocupaba la salud
de su hijo y que lloraba muchas noches por él. Este fue un argumento definitivo, porque
si su madre lloraba por él era porque le quería. Si a la vez, estaba claro, su madre había
llorado muchísimo por la muerte de su marido y se había exigido cruelmente para no
llorar en público, para erróneamente aliviar la pena de su hijo, era porque su madre
quería infinitamente a su padre.
En Venancio se produjo una completa transformación. Venancio tomó la iniciativa de
pedir perdón a su madre, de no rechazarla, de abrazarla, y de cuidarla. Más aún, llegó a
decirle: “A partir de ahora yo seré quien te proteja, yo seré el padre de esta familia”.
Venancio empezó a sacar buenas notas, a practicar deporte, a ser amigo de sus amigos,
a cuidar de su madre y de sus dos hermanos pequeños y a cargar sobre sus espaldas
toda la responsabilidad de lo que ocurriera en su casa. Se transformó en un niño
demasiado maduro para su edad, pero era como si su padre se hubiera transplantado en
él.
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Tipos de familia
Hace ya 25 años, la Universidad de Minnesota ideó un método para dibujar un retrato
de familia, al tiempo que demostraba la complejidad de la institución. Era la Escala de
Olson. A través de encuestas, sondeó cómo percibe su propia familia cada uno de sus
miembros. El estudio concluyó que hay cuatro tipos de familia en cuanto a
adaptabilidad: caótica, rígida, estructurada o flexible; y cuatro respecto a la cohesión:
desprendida, enredada, separada o unida. Combinando los resultados, resultan 16 tipos
de familias (ver cuadro). Cuatro extremos, ocho intermedios y cuatro mejor
estructurados. Según el diagnóstico psicológico, los más problemáticos son los
extremos y los intermedios. Y, aunque evidentemente vivir en un tipo de familia puede
no determinar nada, sí condiciona los problemas, porque cada tipo de familia es más
vulnerable a cierto tipo de conflictos.
En una familia, aunque es cierto que “todos somos dependientes de todos”, la
independencia, en sí, también es sana. Una familia puede oscilar entre vivir todos
enredados, unos encima de otros y donde se mezcla lo humano y lo divino, o vivircomo extraños, como si fuese una fonda. Los dos extremos son malos.
La libertad humana implica interdependencia: lo que otro haga o deje de hacer me
beneficia o perjudica. En la relación conyugal, por ejemplo, si el marido se enfada por
la noche porque la sopa está fría y monta una bronca perjudica al resto de los miembros
de la familia e incluso a los de fuera. Habrá un hijo que duerma mal esa noche o una
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niña que llore en la cama.
Supongamos que al día siguiente a uno de los chicos le encargan una redacción en el
colegio y en el escrito jura que nunca se casará. La profesora se sorprende y como
aprecia al pequeño le pregunta el motivo, lo que le obliga a trabajar una hora más. Y
todo porque a aquel tipo se le ocurrió tener un berrinche por la sopa. Pero si todos
dependemos de todos, también es cierto, que nadie debe depender afectivamente de
otro, entendiendo aquí por dependencia la inmadurez que hace a una persona que
padezca hambre de afecto se valore sólo en función del cariño que recibe.
Según el estudio de la Universidad de Minnesota, la dependencia es muy alta en la
familia enredada, donde la cohesión es máxima, a la vez que los vínculos emocionales
(si sufre uno, sufrimos todos) mientras que en la familia desprendida, la unión es casi
nula, la dependencia es baja y los vínculos emocionales también (que cada palo aguante
su vela). Esto no quiere decir que en este último caso los familiares no se quieran, sino
que no demuestran el afecto necesario ni están demasiado pendientes unos de otros;
porque no saben, no pueden, no quieren o todo a un tiempo.
Evidentemente, la familia es un universo complejo.
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Delimitar el espacio vital
En toda familia hay límites internos y externos, que delimitan el espacio vital de cada
miembro. Límite interno es, por ejemplo, cómo un hijo entra en el dormitorio de su
hermana y le coge prestada una prenda, con o sin permiso. Los límites favorecen, por
ejemplo, que el nieto respete al abuelo o a sus padres. Con límites demasiado holgados,
los problemas internos son desastrosos.
Los límites externos, en cambio, delimitan las relaciones de la familia con el resto
mundo. Por ejemplo, ¿cuántos amigos de mis hijos han estado en casa? En una familia
rígida, donde lo único importante son las normas que rigen la convivencia, casi
ninguno. En una casa así, todo brilla, predomina el orden y la limpieza y los amigos no
entran porque ensucian y desordenan. Pero ¿cómo puede un padre saber qué hace su
hija con sus amigos si no los conoce? La niña sale con muchos chicos y últimamente
con uno que ¡lleva coleta! ¿Qué es preferible, mantener la casa impoluta o que ella
salga con desconocidos? Los límites familiares pueden ser abiertos, cerrados o
semiabiertos. Por lo general, es preferible que los externos sean abiertos y los internos,
semiabiertos. Sin respeto, el hogar será un desastre.
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Saltos generacionales sin barreras
Los límites generacionales marcan una barrera entre los miembros de la familia; es
necesario que éstos sean claros y que no impidan al intercambio entre ellos. En una
familia demasiado unida, una familia enredada, el mocoso de tres años se apropia del
asiento del abuelo, que debe acomodarse en una gastada silla de cocina.
Aunque también hay niños que han aprendido más de su abuelo que de su padre. El
último caso del que tuve noticia me emocionó mucho: un chaval perdió a su abuelo en
septiembre y a su padre en diciembre. Con su abuelo paseaba, compartía momentos
memorables… El muchacho sentía más pena por la muerte de su abuelo, que por la de
su padre; no porque quisiera menos al segundo, sino porque su abuelo había dejado una
huella más profunda en su vida. Ahora quiere estudiar medicina. Naturalmente, su
abuelo era médico jubilado. Es muy útil que una generación aprenda de la anterior,
incluso también de las que le siguen; por eso es necesario definir bien los límites
generacionales, para no caer en un familia excesivamente rígida o excesivamente
caótica.
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Tiempo compartido, entre la soledad y la asfixia
Todos necesitamos un espacio y un tiempo propios, pero en el hogar hemos de
compartirlos. En una familia enredada, siempre están todos juntos; si alguno se levanta
los demás le siguen y todos se van a la cama a la misma hora... En la desprendida, en
cambio, es extraño que el padre coma alguna vez con sus hijos o que la madre hable
con ellos. No sé cuál es el peor de estos errores: en una familia enredada, todos se
asfixian; en una desprendida, se sienten solos. En la familia desprendida, las comidas
carecen por completo de función social. Cada cual llega a la hora que le da la gana,
abre la nevera y come lo que encuentra. Una verdadera comida implica dialogar,
compartir, ofrecer: “Sírvete más”, “¿te gusta?”, “¿cómo te ha ido en la universidad?”.
Abrir la nevera y engullir lo primero que salta a la vista es más propio de los primates
que de un ser humano. En la familia separada, sus miembros se ven las caras muy de
vez en cuando; en la unida, comparten el tiempo necesario sin asfixiarse.
Para diagnosticar el tipo de familia en que vivimos, podemos preguntarnos con quién
pasamos la mayor parte de nuestro tiempo: la pareja, los amigos, compañeros,
conocidos. En la familia enredada, las amistades suelen ser comunes: una hija nunca
saldrá con un tipo que no conozcan sus padres y hermanos. Necesita el visto bueno de
todos, que lo mirarán con lupa, le preguntarán si fuma o no, cómo se lleva con sus
padres… La niña no irá con nadie que no pase el examen. En el otro extremo, la madre
de una familia desprendida desconoce por completo a los amigos de su hijo. Y si el
muchacho tiene carisma, puede tener un centenar de amigos que para la mujer serán
simplemente “gente”; y si desconoce las relaciones de su hijo, ¿podrá sostener que le
conoce?
Ambos extremos son insanos. Hay que buscar un equilibrio entre la debida
independencia de los hijos, para decidir con qué personas quieren relacionarse, y la
necesidad de los padres de conocer a la gente que forma parte de la vida de sus hijos.
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¿Quién manda en el hogar?
Cada ser humano, por ser libre, es responsable de las decisiones de su vida. Por eso, no
podemos organizar la de los demás al dictado de la nuestra, así como la nuestra no
puede girar en torno al dictado de los otros.
En la familia desprendida, cada cual toma las decisiones por su cuenta y es raro que los
padres interfieran con los hijos. En el polo opuesto, en la familia enredada, toman todas
las decisiones en equipo. El novio de la hija se convierte en el novio de la familia.
Pongo un ejemplo.
La madre pregunta a su hija:
—¿Qué vas a estudiar en la universidad?
—A mí me gustaría ser farmacéutica.
—¡Farmacéutica! Ya hablaremos en la noche.
Al llegar su padre le dice:
—Me ha comentado tu madre lo que quieres estudiar. Esa carrera no te la pago. Con la
cabeza que tienes, debes estudiar biogenética. Vamos a pensarlo.
Su madre agrega:
—Yo creo que lo suyo es la biogenética.
Y el hermano mayor:
—Sí, estoy de acuerdo con vosotros.
El lunes, la chica estará inscrita en una carrera que no le interesa.
En una familia enredada, toda decisión se toma en conjunto, aplastando la libertad de
cada uno. En la separada, sólo algunas decisiones se toman conjuntamente y porque
resulta inevitable ponerse de acuerdo en alguna nimiedad. Por otro lado, en la familia
rígida, las decisiones y las tradiciones de familia son inapelables, lo que puede provocar
que algunas discusiones terminen en conflicto. En el polo contrario, en la familia
caótica no hay ningún criterio por el que puedan regirse sus componentes.
La familia unida, en cambio, alcanza el equilibrio entre la independencia y la decisión
conjunta. En el hogar cabe orientar, consultar, aconsejar a los padres, hijos o hermanos.
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Pero cada uno debe responsabilizarse de sus decisiones. No podemos abusar de la
libertad de los otros, ni por exceso ni por defecto; en el caso contrario, los hijos suelen
ser los más afectados.
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Veinte preguntas sobre la familia
Las preguntasde la Escala de Olson pueden ayudarnos a perfilar nuestro retrato
familiar.
1. ¿Nos pedimos ayuda unos a otros?
En especial entre marido y mujer. Cuando a uno se le presenta un problema en el
trabajo, ¿pide ayuda al otro? Tal vez “técnicamente” no pueda ayudarle, pero casi
siempre podrá ofrecerle apoyo y comprensión. Para ayudar es conveniente saber
aceptar, de buen grado, la ayuda que se nos ofrece. Si no se acoge, el que nos ofrece su
apoyo se sentirá frustrado. Lo ideal es que cada uno no espere a que le pidan ayuda,
sino que se adelante y se ofrezca cuando advierta que le necesitan.
2. ¿Tenemos en cuenta las sugerencias de nuestros hijos al plantear soluciones a los
problemas?
Si los hijos tienen poca edad y los problemas son muy graves, consultarles tal vez no
sea lo más conveniente. Pero si tienen 18 ó 20 años es importante contar con ellos; de
otro modo, no los valoramos en lo que valen y conducimos la familia de manera
despótica.
3. ¿Estamos de acuerdo con los amigos de cada uno?
Las familias sin amigos, en que sus miembros comparten poco y viven encerrados en sí
mismos, suelen ser las más problemáticas; pero también pueden aparecer dificultades si
las amigas de la mujer son enemigas del marido o los amigos de él no son bienvenidos
en casa. Muchos matrimonios consiguen unirse más gracias a que los compañeros de
trabajo del marido son bien recibidos en casa con sus respectivas mujeres, y la esposa
hace amistad con ellas rápidamente. Así, ella se entera del trabajo del marido y él se
siente a gusto con sus compañeros. Si los amigos del marido le caen mal y la mujer
prohíbe invitarlos, ésta no sabrá nada acerca de su trabajo.
4. ¿Escuchamos lo que dicen nuestros hijos en lo que se refiere a la disciplina?
No es cuestión de obedecerlos, pero sí de escucharlos.
5. ¿Disfrutamos haciendo planes con nuestra familia?
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Esto indica si la pareja se ha aislado de sus respectivas familias de origen o si, por el
contrario, tienen una relación permeable y abierta.
6. ¿Mandan en nuestra familia varias personas?
La familia no es monárquica ni presidencialista; es bicéfala: tienen que mandar tanto
marido como mujer. Se trata de un gobierno con dos cabezas que, sin darse cabezazos,
abarcan un horizonte de visión más amplio, se alternan, delegan funciones, se
sustituyen... y eso es necesario. Por ejemplo, si el padre exige al hijo o le regaña, la
madre puede luego animar al chico y ser amable. En la siguiente ocasión deberá ser ella
la que hable fuerte y él quien le apoye. Si siempre es el padre quien reprende, la madre
queda sin autoridad y el marido se convierte en verdugo.
Educar hijos es gobernar personas, y sólo se puede hacer bien cuando se posee la
autoridad que otorga el prestigio, no de la que procede de la simple función de padre.
Ésta es la autoridad de “función”, es decir: “Soy tu padre y se acabó”. Autoridad de
“prestigio” es ir por delante, hacer más cosas que ellos, exigirse más y pedir las cosas
con delicadeza, sabiendo que si las incumplen se pondrá a los hijos en su lugar.
Gobernar es difícil, pero los padres tienen todas las ventajas: son hombre y mujer, dos
estilos de gobierno diferentes, unidos, con muy buena preparación por la experiencia de
la vida y con mucha diferencia de edad respecto de los hijos.
7. ¿Nos sentimos más unidos entre nosotros que con personas que no forman parte de
la familia?
Puede parecer absurdo, pero hay ocasiones en que los hijos, incluso los padres, se
sienten más unidos a otras personas ajenas a la familia.
8. ¿Tenemos formas muy diversas de solucionar los problemas?
Ante un problema, ¿siempre se hace lo mismo? Uno se niega a hablar del asunto, la otra
grita, él se marcha, ella da un portazo... Estas actitudes no resuelven nada. ¿Acaso
cuando van al trabajo, a su empresa, el hombre y la mujer actúan de la misma forma?
¡Claro que no!, ya las habrían echado a la calle. Y no es que quieran más a la empresa
que a su familia, pero en aquella adoptan una actitud profesional. El matrimonio
también exige cierta profesionalidad para tratar cada problema según su naturaleza.
9. ¿Nos gusta compartir el tiempo libre con los demás miembros de la familia?
Cómo se organiza el ocio, el tiempo libre, las reuniones familiares, el pasarlo bien, son
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indicadores importantes del ambiente familiar.
10. ¿Hablamos en la pareja sobre el modo de premiar o castigar a nuestros hijos?
Para que la disciplina sea justa y evitar los extremos de consentir todo o explotar por
nada, conviene decidir entre el padre y la madre los castigos, a no ser que la
circunstancia exija una corrección ejemplar e inmediata. En ese caso, después se
analizará con el otro cónyuge si la reacción fue la adecuada.
Hay que evitar conductas impulsivas, machismo, feminismo y padres tiranos, pues los
niños son muy sensibles a la injusticia. El que se vean obligados a calificar de injustos a
sus padres, es uno de los peores traumas que puede sufrir un chiquillo, y un verdadero
conflicto, porque las personas a las que más quieren, se convierten en las que más
detestan. Si los padres se equivocan y castigan al inocente o imponen un castigo
excesivamente riguroso, tienen que pedir perdón; eso fortalece su autoridad.
11. ¿Nos sentimos muy unidos entre nosotros?
La unión entre marido y mujer debe ser más fuerte que entre padres e hijos. Es la
primera unión y constituye el fundamento de las demás. Sin padres no hay hijos.
12. ¿Participan nuestros hijos en algunas decisiones familiares?
Los hijos tienen que tomar decisiones propias, porque son libres. La libertad se les
concede gradualmente, desde los seis años, empezando con cosas pequeñas. Esa es la
grandeza de la paternidad y la maternidad. Los hijos no son propiedad, como si fueran
un nuevo brazo que brota del hombro; por eso deben ir tomando paulatinamente
decisiones y los padres desprenderse de ellos poco a poco.
13. ¿Suele faltar alguien cuando la familia se reúne para hacer algo?
La ausencia o presencia de un miembro de la familia en determinados momentos, indica
el grado de disciplina, código normativo, unión, adaptación, etcétera, por los que se
rigen.
14. ¿Cambian con frecuencia las normas a las que se atiene nuestra familia?
Las normas son la estructura que sostiene la familia, por ello deben ser estables,
constantes, pocas, estudiadas reflexivamente y admitidas por todos. Pero las normas se
han hecho para el hombre, no el hombre para ellas. No es bueno cambiar los principios,
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aunque sí lo es adaptar la aplicación de las normas, cuando de ello depende la salud, la
adaptación, o la felicidad de la familia.
15. ¿Resulta fácil pensar en cosas para hacer todos juntos en familia?
Desgraciadamente muchos contestarán a esta pregunta: “Nada fácil. Cuando se propone
un plan conjunto, salen todos corriendo”.
16. ¿Intercambiamos entre nosotros las responsabilidades, tareas y obligaciones de
casa?
Si no se quiere tener una “casa-pensión” e hijos maleducados, conviene pensar, casi
antes de que nazcan, qué encargo se les podrá confiar cuando tengan cuatro años. Al
igual que los padres se encargan de darles de comer y traer el dinero a casa, para que
puedan ir al colegio, salir con sus amigos, etcétera, ningún hijo debe quedar sin una
tarea concreta que realizar.
17. ¿Consultamos al resto de la familia sobre las decisiones personales?
Lo sano es que lo hagamos sobre algunas, y sobre otras no.
18. ¿Es difícil saber quién manda en nuestra familia?
Si es muy difícil, la familia es un caos; y si es un caos, las normas no se cumplen y así
no se puede educar a los hijos.
19. ¿Es muy importante para la familia que nos sintamos unidos?
Hay familias en las que sí y otras en las que no.
20. ¿Es difícil decir quién es el encargado de cada una de las tareas de la casa?
Se relaciona con la pregunta 16 y refleja el grado de adaptación.
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La incomunicación mata el amor
En una investigación que realicé hace algún tiempo, entre mujeres casadas de 27 a
55 años, el 81% de ellas consideró que el principal problema de la parejaes la
incomunicación. Es verdad que los hombres podemos alegar en nuestro descargo,
frente a las ansias comunicativas de la mujer, que hablamos menos que ellas; pero
también es cierto que cuando se trata de hablar en la oficina o en el bar, la
comunicación es más fluída y divertida. El porqué de esta diferencia es un
misterio.
La vida humana es narrativa, una continúa interacción con los demás que permite que
nos conozcamos. Es algo tan sencillo como cuando alguien nos cuenta lo que le pasa o
nosotros se lo contamos a él o a ella. Si la comunicación es tan fundamental para las
personas –sin ella no seríamos quienes somos–, en el matrimonio, mucho más que en
cualquier otra relación personal es absolutamente necesaria.
Esta narrativa debe estar cimentada en la verdad de la propia vida, en la adecuación
entre la realidad y lo que se dice. Si no, no habrá relación alguna, mucho menos en las
parejas, la familia y la sociedad. El papel de la verdad es insustituible y primordial.
Nuestra razón y entendimiento necesitan la veracidad, de lo contrario se dislocan.
Si los contenidos de la comunicación en el matrimonio –palabras o gestos– no son
verdaderos, se abre paso el engaño, la manipulación y la mentira, porque la primera
condición para comunicarse es la veracidad. Si somos veraces los problemas se
resolverán siempre. Sin veracidad da igual si se habla mucho o poco; es más, cuanto
más se hable, peor: aquello terminará mal.
En general, la mujer es más predispuesta a comunicarse. Su hemisferio izquierdo
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cerebral procesa la información verbal más rápidamente que el varón y su habilidad y
competencia lingüísticas son también más fluidas. En el caso del hombre no es así, pero
debe intentarlo, de lo contrario el ensamblaje hombre-mujer no funciona.
Hablar exige otra operación muy importante: escuchar, una actividad agotadora que,
lejos de ser pasiva, implica atender al otro, salir y olvidarse de sí para poner los cinco
sentidos en lo que nos dicen; atender es acoger y entender.
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Con cuerpo y alma
Hay dos niveles de comunicación: la verbal y la no verbal. Gracias a la palabra yo
puedo hacer participe de mi intimidad a otra persona.
Otro nivel de comunicación es el de los gestos. Aunque la palabra es más abstracta, más
racional y conceptualmente más rica, la comunicación gestual transmite mejor las
emociones. En este sentido, es más rápida que la verbal y sus matices de intimidad son
inefables. Un abrazo, un beso, una caricia, dicen más que mil palabras porque trasladan
nuestras vivencias de un modo imposible de decir con palabras. Pero lo verbal y lo
gestual no están enfrentados, se apoyan simultáneamente. Si hay tanta diferencia entre
el lenguaje verbal y el escrito, es porque los gestos apoyan al primero y están ausentes
en el segundo. Podemos decir más con dos miradas, que con todo un discurso. Incluso,
cuando intentamos manipular a alguien con unas apariencias teatrales, el engaño se
advierte enseguida: la comunicación gestual dice lo contrario de lo que dicen las
palabras. En el matrimonio, muchos conflictos suelen iniciarse con engaños de este
tipo.
Veamos los trastornos más frecuentes en la comunicación conyugal.
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Indiferentismo
La indiferencia consiste en no escuchar ni atender a los demás como personas. Nos
metemos en una concha, cerramos las puertas. Nadie merece ese trato.
La dignidad de cada persona exige ese plus de atención diferencial que singulariza a
cada persona. Vale más insultar a alguien, porque de alguna manera estamos diciendo
que ese alguien todavía nos importa. Cada uno de nosotros somos únicos, irrepetibles,
insustituibles y cuando trato a alguien con indiferencia destruyo todos estos valores
personales. Para asesinar el amor por una vía rápida y fulminante, basta con introducir
la indiferencia en una relación.
La indiferencia conyugal se vive de muchas maneras. Una frecuente es confundir los
niveles epistemológicos. Por ejemplo, él siempre besa a su mujer antes de irse al
trabajo. Un día ella le retira la mejilla, porque la noche anterior no se pusieron de
acuerdo en qué iban a hacer el fin de semana con sus hijos y ella está enfadada... Es
decir, ella está enojada porque no sabe qué hacer el domingo: ese es un nivel.
Pero la manifestación de afecto a su marido, con el habitual beso matutino, pertenece a
otro nivel. La mezcla de los dos niveles (enfado por un plan de fin de semana y una
manifestación de cariño conyugal) puede desencadenar en el marido dudas sin
fundamento: “A lo mejor es que no me quiere, está muy rara. ¿Y si le gusta alguien más
joven que yo?”. Las consecuencias de la negación de un afecto por un conflicto del fin
de semana pueden llegar a ser desastrosas, hasta conducir a la destrucción de la pareja y
la familia si se repiten con demasiada frecuencia.
En las relaciones interpersonales no deben confundirse los niveles epistemológicos de
los diversos ámbitos. Por ejemplo, con los hijos. Si solo se les exige, existe un elevado
riesgo de destrozarles la vida. Es muy diferente decir a un hijo que va mal en los
estudios: “Es que tú tienes que estudiar más, porque eres un sinvergüenza”, a decirle:
“Eres muy listo pero no estudias. Te voy a ayudar. Me he venido antes del trabajo”. Y
más tarde añadir: “No te cambiaría por ningún hijo del mundo.” Exige, pero quiere.
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Dependencia afectiva
Surge por dos errores conceptuales. Primero: “La afectividad es un pastel que se reparte
hasta que se acaba”. ¡Falso! Un matrimonio con 4 hijos quiere a cada uno de ellos como
si fuera hijo único. Segundo: “Yo valgo por el cariño de los demás.” Falso también.
Cada persona vale por sí misma, independientemente del cariño que los demás le den.
Todos somos interdependientes y nuestras relaciones son muy importantes: amigos,
enemigos, antepasados, padres, familiares, profesores, compañeros, empleados,
superiores... Pero es una dependencia libre: reconozco que quiero querer y quiero ser
querido; pero lo normal es ejercer ese derecho libremente.
Hablamos de dependencia afectiva cuando alguien no sabe querer y solo aspira a ser
querido. Su necesidad de afecto es patológica, no puede hacer nada sin la persona que
desea que la quiera. Es capaz de prostituirse con tal de conseguir una migaja de ese
afecto. La unión marido-mujer no significa dependencia afectiva, sino al contrario.
Paradójicamente, muchos matrimonios se rompen por culpa de la excesiva dependencia
afectiva. Por ejemplo, y sin que nadie se me enfade, en los países latinos es frecuente
que la mujer no rompa del todo el vínculo con su madre. En la jerarquía de los afectos
la mujer y el marido deben estar antes que los padres. Las obligaciones y
responsabilidades para con los padres no pueden llegar a ser incompatibles con el
matrimonio.
Los padres no deben ni tienen porqué saber todo lo que sucede en casa de sus hijos y
mucho menos en la intimidad del matrimonio. Cuando después del viaje de novios, la
esposa cuenta a su madre, a toda prisa y con pelos y señales todo lo ocurrido, me dan
ganas de aconsejarles directamente la separación. Lo que ocurre en la intimidad del
matrimonio pertenece a los esposos y a nadie más. Si uno de ellos desvela ese misterio,
le roba la intimidad al otro y la arroja a la calle.
La dependencia suele producirse en uno de los dos niveles siguientes:
1) De uno de los cónyuges con respecto a su familia de origen; y
2) de uno de los cónyuges respecto del otro.
Un ejemplo del segundo sucede cuando una mujer llama al marido al trabajo, a las 11
de la mañana y le dice: “Oye, se fue la luz, ¿qué hago?”. A las 12 vuelve a llamar: “No
sé qué hacer de comer”. A las dos horas: “Ya están listos unos zapatos que me
arreglaron pero no puedo ir sola a recogerlos, acompáñame”. Esa mujer no es una
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esposa, es una niña que necesita una guardería infantil. O un marido que llama
constantemente a su mujer cada vez que tiene un contratiempo, por mínimo que sea.
Los maridos adultos, necesitan mujeres adultas, y viceversa: personas libres,
autónomas, que quieren porque les da la gana,más allá de la necesidad de ser queridos.
Un querer esclavo e impuesto no sirve. La expresión “Que haría yo sin ti”, porque no sé
hacer la “O” con un canuto en las tareas de la casa, es un buen ejemplo de ello.
En un matrimonio es imposible que ambos cónyuges se quieran por igual, y también es
improbable que manifiesten el afecto del mismo modo: sus corazones no son los
mismos ni experimentan los mismos sentimientos, y eso poco importa; cada uno quiere
al otro tanto como puede. Ese es el amor humano. Ningún miembro de la pareja puede
desear que su corazón sea la medida que encadene y mida el corazón del otro.
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Apropiación posesiva
Sucede cuando uno de los cónyuges trata al otro como algo que le pertenece, como una
posesión. Cierto que en cualquier relación de pareja hay una donación, él es de ella y al
revés, pero no como si se tratase de, por ejemplo, un reloj que me han regalado. La
donación y el compromiso conyugales son libres. Los dos deben respetar el ámbito de
autonomía y libertad personal natural de cada uno. Ver al cónyuge como “cosa” deviene
en aberraciones como los malos tratos o la violación dentro del matrimonio. La mujer
es libre y aunque ofrece su cuerpo y su alma a su marido no está obligada a tener
relaciones sexuales con él si no quiere.
Esta actitud da paso a la desconfianza por parte del miembro posesivo de la pareja, una
desconfianza que lleva a escuchar al otro con la convicción de que siempre está
intentando engañarnos y si uno se siente continuamente engañado, busca confirmar la
sospecha, y empieza a vigilar, a sospechar… un círculo que se hace obsesivo.
La otra persona cuando se siente vigilada, empieza a su vez a desconfiar del que la
vigila. La desconfianza se vuelve reciproca y se acaba con el amor: nadie en su sano
juicio regala su vida a la persona que acosa y de la que desconfía. La desconfianza
puede darse en muchos ámbitos: económico, educación de los hijos, relación con los
abuelos y los suegros, amistades, negocios, profesión, trato con compañeros, etc. Y
todos ellos arrancan casi siempre de una mala comunicación previa.
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Independentismo
En algunos casos resulta que a pesar de haber iniciado una relación en común, el
hombre y la mujer desean seguir siendo independiente. La libertad, a veces da miedo,
porque además de la capacidad de elegir, supone renuncia y compromiso. Al elegir a
una persona como pareja renunciamos a todas las demás. Juntarse o casarse (en el
segundo caso de forma más radical y definitiva) implica tomar la propia libertad y
dársela al otro, comprometerse con otra persona, queriéndola en la medida en que cada
uno es capaz de querer. Una vida sin libertad se vuelve basura. Cuando elegimos,
renunciamos a mucho, pero nos enriquece también mucho. Tengo que vivir con una
sola cabeza y un solo corazón. Porque entonces sí vale la pena la renuncia. Lo
contrario, no elegir, significa renunciar; porque no quiero renunciar a elegir me veo
avocado a renunciar a todo. Y eso nos convierte en nada, porque no existe compromiso
alguno con nadie.
Paradójicamente, cuando la libertad se compromete, crece, y cuando se teme al
compromiso, decrece. Quienes no se atreven a elegir libremente por miedo a renunciar
a algo se convierten en esclavos de sus temores y en personas sin libertad. ¿Para qué
sirve alguien sin libertad? ¿Puedo amar si no soy libre? ¿Puedo ser amado? ¿En eso
consiste la tan cacareada independencia, racionalidad, madurez? Esto ocurre con los
hijos que no se marchan de casa. ¡Venga! Todos como pollitos debajo del ala de papá y
mamá, que sufren como locos por culpa de unos hijos malcriados: los chavales ganan su
dinerito y no sueltan un euro y a cambio tienen asistencia, cama, ropa, comida,
teléfono... y a los 30 años todavía no se han independizado. No son ni hombres ni
mujeres, son adolescentes maleducados.
La libertad está para gastarla. Paradójicamente, una vez más, cuanto más la
comprometemos más libres somos y más opciones se nos abren por delante gracias a
una mayor madurez. Evidentemente tengo que procurar evitar, en la medida de lo
posible, los errores al elegir pero la probabilidad de equivocarnos no debe paralizarnos.
Merece prestar atención al asunto del miedo en el matrimonio, porque el temor es
incompatible con el amor. La mejor forma de provocar una neurosis es someter a
alguien simultáneamente al temor y al amor, a la repulsión y a la atracción. Por eso es
muy importante el primer año de la vida conyugal o de relación de pareja estable. En
esa etapa, ambos miembros están aprendiendo a convivir, a adaptarse y evidentemente
surgen los conflicto intrínsecos a cualquier relación: hay bastantes discusiones. El temor
sobreviene en las situaciones de descontrol: cuando discuten algo y ella grita, él la
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insulta, ella grita más y él se marcha dando un portazo. Chillando no se resuelve nada,
solo se consigue terminar afónicos. Puede haber discusiones serías, pero sin gritos; así
se evita la helicoidal de la violencia que acaba en el temor. Un temor psíquico que
puede terminar siendo físico. Cuando una mujer, la parte más débil físicamente, ha
recibido dos amenazas, la tercera vez hará las cosas por temor o dejará a su pareja
plantada. Se han roto muchas cosas, como el respeto, la confianza, la sinceridad, la
veracidad. Entre ellos la comunicación se vuelve fingimiento. Viven juntos, pero como
si estuvieran de visita.
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Infidelidad
No es ni de ayer ni de hoy y por desgracia viene de antiguo.
Actualmente, tal y como están las cosas y con los tiempos que corren, cuando pensamos
en la fidelidad nos planteamos la cuestión de cómo puede uno comprometerse para
siempre con otra persona si la vida es incierta y las exigencias propias del amor humano
pueden cambiar e ir por otro lado. Pero, de otra parte, es evidente que la persona
humana es el único animal que puede prometer y cumplir lo prometido.
Analicemos las dos cuestiones siguientes.
1. Los valores
Las propiedades del amor natural (ecológico diríamos hoy día) son unidad, exclusividad
y eternidad. De estas características se deriva la exigencia de la fidelidad. Alguien
podría decir que este planteamiento es sólo para los católicos o para fundamentalistas
religiosos, pero no se trata de un asunto de religiones. El matrimonio católico adopta
estas características porque son las propiedades naturales que caracterizan al amor
humano y no a la inversa.
Por ejemplo, observemos a una pareja de novios cualquiera, la típica escena romántica
de película, enternecedora, aunque un poco acaramelada. El mayor deseo de él y de ella
es estar uno con el otro, a solas (no con la amiga ni el hermano), y siempre que puedan.
Eso significa exclusividad y unidad. Porque si él le dice a ella: “Oye, Rosi, fíjate que
voy a Cancún con mi prima y dos amigas suyas y, naturalmente, voy a salir con las tres.
Lo digo para que no te enfades”, podemos imaginar lo que sentirá y dirá la chica.
Además, los novios quieren estar juntos siempre. “Siempre” es una palabra muy fuerte,
porque en cierto sentido implica la eternidad. Pero como él y ella todavía no han ido a
vivir juntos, porque no les alcanzan sus sueldos de mileuristas para la hipoteca, no
siempre pueden estar juntos y sufren cada separación, aunque sólo sea cuando él la deja
en casa de sus padres por la noche, después de llevarla en su SEAT panda. En la puerta
de la residencia paterna, estiran el tiempo todo lo posible entre arrumacos, se alarga la
desgarradora despedida y ninguno de los dos quiere ser el primero en decir adiós. Eso,
tan cotidiano y en apariencia tan pueril es la eternidad en la Tierra, ese “siempre” que
ansían los enamorados.
2. La incertidumbre y el cambio
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La vida está llena de vicisitudes y podemos caer en el engaño de justificar la infidelidad
en la insoportable levedad de ser. Pero también es un hecho que, a pesar del cambio, en
el ser humano permanece inalterable la identidad personal, lo que en cada uno, más allá
de todos los vaívenes, no cambia jamás. Puedo perder un brazo o una pierna, o incluso
la cabeza,pero siempre seré yo y como mínimo tendré que asumir las consecuencias de
mis actos. Sólo puedo dejar de ser yo si me vuelvo loco. La palabra empeñada y su
cumplimiento forman parte de nuestra identidad.
Sin embargo y a pesar de toda esta digresión, lamentablemente, los casos de infidelidad
se dan con frecuencia. Parecerá de perogrullo decirlo así, pero una solución para
evitarlos es la prudencia. Nadie que desee ser fiel a su pareja va a tomar un whisky con
su jefe o su compañero, después de un día de intenso trabajo. Porque acabará
contándole los conflictos con su marido o llegará a creerse que su compañero es muy
guapo, atento y comprensivo. Luego, los whiskys serán cada viernes y más tarde todos
los días, hasta que se enamoren. Mi abuela diría aquello de tanto va el cántaro a la
fuente…
Conviene hablar de fidelidad antes de casarse o iniciar una relación estable. A los
integrantes de la pareja debe quedarles claro que una relación extra conyugal supone el
finiquito de la relación. Ya no sirve ni vale hacer la vista gorda, aunque en otros
tiempos se estilara más esta reacción. La mujer consiente, calla y hace mal: no es una
esclava. En este caso ella no es tan libre, adulta y responsable como el marido. Si no lo
consiente es más libre, más adulta y más responsable. No tiene por qué consentirlo. Y
viceversa.
Si la prevención no funciona y uno de los integrantes de la pareja es infiel, la situación
se complica. En algunos casos, puede llegar a admitirse la infidelidad y el perdón, pero
hace falta mucha madurez por parte de ambos: porque entre los dos se ha colado una
tercera persona, que siempre se interpondrá y los separa, y separa su cabeza y su
corazón. Algún imprudente puede incluso llegar a preguntar o a preguntarse en secreto:
“¿Y qué tal el otro?, ¿Y en la cama?”. Sí están en el betre o conocen a alguien que lo
esté, no hagan preguntas, ni tampoco contesten. En estas circunstancias es una
estupidez tanto preguntar como responder.
Si se quiere resolver el problema solo hay dos caminos: perdonar y olvidar, si no cada
uno por su lado. Pero tenemos que plantearnos que el perdón es la donación a la
enésima potencia: dar algo que no se debe, es un regalo. Perdonar es mucho más,
supone extinguir la ofensa que se nos ha hecho: el regalo por antonomasia. Y aunque
este comportamiento ya no se estile y la otra opción sea legítima, nadie puede negar que
sea hermoso. Pero hay que hacerlo bien. No vale esa expresión de “yo perdono, pero no
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olvido”. No es conveniente actuar así. No se puede vivir con el recuerdo permanente de
la persona que se interpuso entre mi amor y yo. Sería un infierno.
“¿Y si después de que he olvidado, me la vuelve a jugar?”. Pues yo por esa puerta y tú
por aquella. Separación. Pero todo esto debe quedar muy claro antes de casarse.
Actualmente, la primera causa de divorcio es la infidelidad conyugal. No importa si
eres testigo de Jehová, agnóstico o simplemente hijo de tu madre y de tu padre, filisteo
con pimienta o de cualquier raza o religión. Es la causa número uno en todas las
culturas. Lo que prueba, aunque algunos crean lo contrario, que el amor humano natural
exige la fidelidad.
¿Se ha metido usted acaso en la cabeza de una niña de 11 años que sabe que su padre es
infiel? ¿Se ha metido en el corazón de una niña de 15 años que se entera en la calle que
su padre es infiel? ¿Sabe que eso puede cambiar la vida de los hijos para siempre?
¿Vale la pena un orgasmo, de diez minutos, aunque sea una vez por semana, a cambio
de esto? Ordinariamente la rampa que conduce a la infidelidad y la misma infelicidad es
gradualmente descendente: una caricia, un afecto; “ella me valora, mi mujer no”, “él es
muy tierno, mi manido no”, “la otra me grita, ésta no”, “él me escucha, mi marido no
me comprende”. Pero la quinceañera, sin culpa alguna, sigue pagando los platos rotos.
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Sin secretos
Sé por experiencia que los trastornos en la comunicación de pareja se dan
paulatinamente. No llegan de golpe, van precedidos de pequeños vicios que debemos
evitar. Muchas parejas guardan secretos a menudo de forma bienintencionada: ahorran,
para una posible emergencia, sin que la otra parte se entere, etc… pero en ningún caso
es bueno tener reservas con el cónyuge y menos en cuestiones que atañen a ambos. Si
hacemos pequeñas trampas en la comunicación, el lenguaje se vuelve un engaño y la
amenaza de divorcio o separación estará más cerca que nunca. Además, el desastre no
avisa; un buen día por la mañana, con la ley española de divorcio exprés en la mano,
empiezan a desaparecer cosas y maletas… y ya...
Es lamentable la pobre cantidad de tiempo que dedican las parejas a conversar entre
ellos y más si se compara con lo que hablaban antes de casarse. Muchos parejas ni se
conocen ni hablan de ellos, no comparten lo que son, sus personas; cuando hablan sólo
se refieren a asuntos accidentales. La comunicación suele ser abstracta o en el mejor de
los casos funcional y anodina: “¿Me pasas el aceite?”, “¿cerraste la persiana?”, “ya
hablé con el profesor de los niños”. Eso no es hablar de “tú y yo”. Es más importante
hablar del “nosotros” que de las notas del niño. Aunque también de eso haya que
hablar.
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Dificultades, conflictos conyugales y soluciones
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Hasta que el conflicto nos separe
Muchas parejas y matrimonios al principio confían su felicidad a la sensiblería y
olvidan que la estabilidad sólo se logra trabajando a conciencia. Por eso, cuando
aparecen los primeros problemas, creen o suponen que el amor se ha terminado, lo
cual es una soberana estupidez. Si una pareja asegura que en su relación nunca ha
habido conflictos, miente o vive un simulacro, pues la vida de pareja es una
relación delicada y compleja, en la que necesariamente surgen problemas y
desacuerdos.
El matrimonio es un nido de felicidad… y de complicaciones. ¿Cómo iba a ser de otro
modo? Una pareja de desconocidos, diferentes en todo, salvo en el amor que se
profesan, deciden hacer vida en común. ¡Es lógico que aparezcan problemas! Problemas
que en ocasiones son simples equívocos mal tratados y que pueden transformarse en
tragedias. Por eso, es necesario que él y ella se esfuercen en identificar la raíz de los
conflictos, para lidiarlos mejor.
El matrimonio, la relación estable de pareja, es una unión de personas que buscan la
comunión interpersonal, sin que sus identidades se confundan. La vivencia de cada uno
debe ser compartida con el otro, de manera que se transforme en convivencia. Pero
parten de la diversidad y eso siempre implica dificultades.
Entre ella y él todo puede ser distinto –afectividad, inteligencia, motricidad, morfología,
anatomía, fisiología, personalidad…–, pero ambos están diseñados genómicamente,
desde su gestación, para completarse y no para oponerse ni competir ni guerrear ni
destrozarse. Machismo y feminismo, como todos los ismos, llevan siempre a
enfrentamientos inútiles. Los filósofos de la antigüedad calificaban esta situación con el
término unitas multiplex: lograr la unidad en la multiplicidad. Hombre y mujer se
oponen, pero es precisamente esa oposición la que les hace coincidir.
A las dificultades producidas por las diferencias naturales entre él y ella se agrega otra:
la vida en pareja cambia. Es lo que se llama el ciclo vital de la familia. Unos recién
casados no se comportan igual que unos esposos que acaban de tener su primer hijo. Ya
no es: “yo para ti, tú para mí, sin nadie”, sino “yo para ti, yo para el tercero, tú para mí,
tú para el tercero, y el tercero contra los dos”. Donde antes había cónyuges —mujer y
varón—, ahora hay padres. Tampoco es lo mismo la vida familiar con un hijo que con
tres, ni el estilo educativo de una familia en una ciudad que en otra, ni convivir con un
hijo enfermo que con todos sanos, ni mucho menos una familia en la que hay hijos
adolescentes o ha habido una separación… Luego llega el momento en que los padres
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vuelven a estar solos y cuando esto sucede han vivido mucho juntos, se han conocido
mejor y han resuelto unidos muchos conflictos.