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Guía de prevención y tratamiento de problemas en la adolescencia - Margarita Olmedo

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Guía de prevención y tratamiento de problemas
en la adolescencia
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Guía de prevención y tratamiento de problemas
en la adolescencia
Margarita Olmedo
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Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.
© Margarita Olmedo
© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34. 28015 Madrid
Teléfono 91 593 20 98
http://www.sintesis.com
ISBN: 978-84-995878-1-3
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Índice
Prólogo
Introducción
1. La adolescencia: el significado del cambio
1.1. El estereotipo de la adolescencia
1.2. El valor adaptativo de la adolescencia en el ciclo vital
1.3. Temperamento, estilos de crianza y su influencia en los problemas de los
adolescentes
1.3.1. ¿Qué traemos puesto? El temperamento
1.3.2. ¿Qué es lo que nos ponen? La influencia de los estilos de crianza
1.3.3. El resultado
PARTE I
PROBLEMAS EMOCIONALES EN LA ADOLESCENCIA
2. La adolescencia como factor de riesgo en el desarrollo de problemas
emocionales
2.1. El efecto Flynn y el efecto “Flan”
2.2. Definición y diagnóstico de la depresión
2.3. Incidencia de la depresión y factores de riesgo en la etapa adolescente
2.4. Definición y diagnóstico de la ansiedad
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2.5. Incidencia de la ansiedad y factores de riesgo en la etapa adolescente
2.6. La comorbilidad entre depresión y ansiedad. La explicación a través de modelo
tripartito
3. Prevención y tratamiento de la depresión y la ansiedad en adolescentes
3.1. La prevención
3.2. El tratamiento
3.2.1. Incremento de la autoestima
3.2.2. El aprendizaje en técnicas de relajación
3.2.3. Desarrollando su percepción de autoeficacia: el entrenamiento en
solución de problemas
3.2.4. El entrenamiento en habilidades sociales
3.2.5. La aplicación del Análisis Transaccional a la educación emocional
PARTE II
TRASTORNOS DE CONDUCTA
4. Déficit de atención e hiperactividad
4.1. Diagnóstico y epidemiología
4.2. Factores etiológicos (o de riesgo)
4.3. La prevención
4.4. El tratamiento
5. Trastorno del comportamiento perturbador
5.1. El diagnóstico
5.2. Desarrollo normal y comportamiento perturbador
5.3. La prevalencia
5.4. Los subtipos evolutivos de TC
5.5. Los factores de riesgo
5.5.1. Factores biológicos
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5.5.2. Factores familiares
5.5.3. Factores conductuales y cognitivos
5.5.4. Importancia de las condiciones comórbidas
5.6. Prevención y tratamiento
5.6.1. La prevención
5.6.2. El tratamiento
5.7. Una manifestación concreta del comportamiento perturbador: el bullying
PARTE III
LAS ADICCIONES
6. Adolescentes y drogas
6.1. Diagnóstico
6.1.1. El tabaquismo
6.1.2. El alcoholismo
6.1.3. Las drogas de diseño
7. Adicción a Internet y a las redes sociales
7.1. Uso, abuso y diagnóstico de adicción
7.2. Incidencia del problema
7.3. Uso problemático y diagnóstico de adicción a las nuevas tecnologías
7.4. Prevención y tratamiento de la adicción a Internet y a las redes sociales
7.4.1. La prevención
7.4.2. El tratamiento
Una pequeña reflexión final
Nota bibliográfica
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11
Prólogo
La adolescencia es la fase de la vida de la persona en que las cosas cambian más y más
deprisa tanto física, como personal y socialmente. Tanta variación es sinónimo de
problemas, puesto que, como es bien conocido, los cambios son una de las fuentes de
estrés más comunes y generalizadas. Los adolescentes, con gran frecuencia, se hallan
confusos e indecisos, porque sus sistemas de hábitos, de referencias, de intereses y
motivaciones, que habían ido formando durante su infancia, sufren ahora un vuelco
profundo. Sienten que han de inventarse y reconstruirse a sí mismos, sin tener
experiencia ni saber cómo hacerlo. Muchos de esos cambios, especialmente aquellos
físicos y personales, han sido objeto de mucho estudio, y están en buena medida
clarificados por una larga trayectoria de investigación que ha ido proporcionado
argumentos sólidos respecto a cómo llevar a cabo una prevención eficaz de aquéllos. En
nuestra tradición psicológica en español encontramos unos cuantos nombres que son ya
lugares clásicos donde buscar sugerencias e información. Me refiero a nombres como el
gran psicopedagogo de la Institución Libre de Enseñanza Domingo Barnés, el pionero de
la psicología mexicana Ezequiel Chávez, o el argentino Aníbal Ponce, que hace ya
muchos años que se plantearon el análisis de la adolescencia, en sus líneas generales.
Precisamente sus libros nos sugieren algunas reflexiones. En efecto, cuando uno se
asoma a sus obras, en busca de información o sugerencias para nuevos trabajos, aparece
patentemente que aquellos aspectos o elementos de la vida de los adolescentes que tienen
un carácter físico, o bien mental y personal, permanecen relativamente estables e
invariables. Por el contrario, lo que podríamos considerar como la tercera pata del banco
de la adolescencia, a saber, la que se refiere al complejo mundo de lo social, ha cambiado
completamente. En este preciso terreno, los problemas son nuevos; se encuentran nuevas
desviaciones, y, sobre todo, van apareciendo nuevas soluciones. Es decir, que aunque la
problematicidad de la adolescencia permanece, es sobre todo en su elemento social
donde esta se alveola y radicaliza.
Por eso el tema de la adolescencia es siempre cambiante y está abierto
constantemente a revisiones: porque la sociedad es un organismo vivo en constante
transformación, en que se generan incesantemente nuevas perspectivas desde las cuales
se ven de una manera nueva tanto los problemas como sus soluciones.
Precisamente, una de las características de las sociedades contemporáneas es que,
en ellas, la figura global de la adolescencia ha estado sometida a grandes y profundas
novedades. Por ello es tan importante analizar cómo se conjugan los cambios sociales
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(poblacionales, sanitarios, familiares, industriales), que tienen lugar en nuestro tiempo,
con los cambios biológicos más o menos constantes y estables, que tienen lugar en toda
adolescencia. En este marco es en el que hay que situar este libro al que estas palabras
ponen prólogo.
Éste es, si no he contado mal, el séptimo libro en solitario que publica su autora, en
una editorial de prestigio y con gran difusión nacional. Es una obra que pondrá al alcance
de los profesionales, los padres y los maestros una información relevante y bien elegida
sobre los adolescentes, que son en realidad sus clientes, específicos, integrados por
personas que desempeñan unos roles muy básicos, los de hijos y alumnos
respectivamente.
Su autora, Margarita Olmedo, es una profesora especializada en estos temas, acerca
de los cuales viene trabajando desde hace años, como una competente profesora titular
de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. He
tenido la suerte de verla trabajar en sus investigaciones, prácticamente desde sus
comienzos. Comencé dirigiéndole algunas de ellas, y luego hemos colaborado en trabajos
posteriores; he pasado de ser su profesora a ser una compañera de viaje. Su interés se ha
ido centrando en torno al mundo de las emociones, con incursiones hacia el mundo del
trabajo adulto, y al mundo infantil, y en concreto al de la escuela. Ahora se ha atrevido,
además, con la presentación y clarificación de uno de los períodos más peliagudos del
ciclo vital, que es este de la adolescencia.
La adolescencia, en efecto, funciona como un trampolín que permite dar el salto
desde la niñez al estado adulto. Esa mutación se hace conjugando una perspectiva
biológica en evolución constante con otra social cambiante. Éste es un salto que tiene
riesgos y que puede terminar en éxito o fracaso. Su resultado final dependetanto de la
pericia del ejecutante (preparación) como de la calidad de los elementos del entorno
(recursos). Ambos factores cambian en las distintas fases históricas. Un adolescente del
siglo XXI se desarrolla, físicamente, de modo similar a como lo hacía otro del siglo XI,
pero los mundos en que eso sucede son diametralmente diferentes y condicionan de muy
diversa manera ese cambio. ¿Y cómo es ese mundo social de nuestros adolescentes?
Uno de los factores que está en juego hoy es el cambio demográfico. En el siglo XXI
cada vez hay más viejos (el 25% de su población, en los países desarrollados europeos,
tiene más de 65 años) y en cambio hay menos adolescentes (20%). Este cambio incide
directamente sobre el fenómeno de la oferta y la demanda. En una palabra: los viejos se
devalúan y los jóvenes se revalorizan, y aprecian. Uno de los resultados es que se ha
producido un juvenilismo social, lo que lleva a que todo el mundo quiera ser joven,
incluso los viejos.
Para visualizar este cambio, pensemos que antes la figura de representación
poblacional era un abeto, pero se irá convirtiendo paulatinamente en una seta y esto
afecta a la instalación del adolescente, puesto que ha entrado en una etapa de
hipervaloración.
El desarrollo de la medicina ha hecho posible este vuelco demográfico en el mundo
desarrollado. Ha conseguido que los viejos perduren, que los niños no se mueran, pero
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que nazcan en una proporción muy inferior a la que venía habiendo en tiempos bastante
próximos, con lo cual todos los que nacen se mantienen en la vida hasta la extrema vejez,
salvo las excepciones minoritarias que representan la enfermedad precoz y los accidentes.
La medicina, así, ha aplazado la experiencia de la muerte que antaño constituía la
normalidad de la vida. Los jóvenes ciertamente nunca han tenido presente la idea de la
muerte propia, pero estaban expuestos a la experiencia de la ajena y eso conformaba una
idea de la vida. La existencia de una generación joven sin esta experiencia, no ha
ocurrido nunca antes tanto como ahora sucede y es evidente que representa un profundo
cambio.
¿Qué consecuencias puede tener el juvenilismo? Es muy posible que el joven tienda
a sobrevalorarse y a descuidar la calidad de su formación, mediante el esfuerzo, puesto
que está, a priori, seguro de su valor. Además, esto puede estar todavía más
sobredimensionado por el hecho de que, en el mundo desarrollado, la mayor parte de los
adolescentes son en nuestros días hijos únicos. Consecuentemente, sus padres tienden a
ser excesivamente sobreprotectores, y se les retrasa la edad de la responsabilidad, se les
rebaja el nivel de exigencia y tienden a convertirse en progenitores excesivamente
condescendientes. Es muy frecuente que estos padres se digan a sí mismos: “yo lo he
pasado mal, que él disfrute mientras pueda”. El resultado de este proceso es el “niño
mimado”, o spoiled child que describió Locke en el XVII y ya, en aquel entonces,
advertía de su peligrosidad a los nobles de su tiempo (que, por otras muy distintas
razones a las actuales, solían también tener hijos únicos). Ese niño mimado, en opinión
de Ortega y Gasset, vendría a ser lo mismo que lo que en España llamamos un “señorito
satisfecho”.
Por lo que respecta al mundo familiar encontramos otro profundo cambio. Tiene
que ver con la movilidad. Los padres cambian más de residencia, de trabajo y de pareja.
Es un hecho muy general, y hace necesario incrementar la capacidad de adaptación del
joven. Su flexibilidad se vuelve una pieza fundamental para mantener su capacidad de
adaptación.
Como es bien sabido, la adaptación es el meollo de la inteligencia. Como se subraya
en este libro, parece que se ha constatado fehacientemente que ésta crece. Es evidente
que nunca antes en la historia de la Humanidad tantos individuos han tenido acceso a la
educación, e incluso a la educación superior, y nunca ha sido tan efectiva la posibilidad
del ascenso social mediante la educación. Todo esto afecta a la dimensión intelectual de
la inteligencia, pero, sin embargo, no ocurre lo mismo con todo lo que se refiere a la
inteligencia emocional. Parece que a medida que crece la posibilidad de educarse
intelectualmente, se menoscaba la estabilidad emocional. Por ejemplo, sabemos que se
ha acortado enormemente el período de estancia en la familia del neonato y parece que
esto puede tener consecuencias emocionales. Al igual que les sucede a los marsupiales,
que llevan a sus crías en una bolsa materna o marsupio durante un tiempo, el hombre
también necesita una estancia familiar, de máxima proximidad extraplacentaria, para
completar su inteligencia social y emocional y formalizar su pertenencia a grupo. Rof
Carballo, hace ya muchos años, habló de esa proximidad como el medio a través del cual
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se establece una ‘urdimbre afectiva’ en la personalidad del infante, y a su través esa
personalidad se constituye y consolida.
Habría que plantearse seriamente qué es lo que está pasando en tantas y tantas
familias para que el apoyo, la seguridad y la comunicación emocional estén fallando y ,
por lo mismo, no se concluya adecuadamente esa “educación sentimental” que conduce
a la seguridad en sí mismo y al equilibrio afectivo.
Los datos muestran tercamente que los problemas afectivos, ya sea en sus formas
interiorizadas como exteriorizadas, aumentan a medida que las sociedades se hacen más
complejas. No es aventurado pensar, y hay una copiosa investigación empírica que viene
a probarlo, que los adolescentes que protagonizan matanzas escolares casi siempre están
sometidos a unas situaciones familiares desestructuradas. Así, vendría a generarse un
desajuste emocional que parece estar en la base de ese tipo de conductas, que para el
gran público resultan incomprensibles.
Aún hay más cambios. Los cambios técnicos han trastocado la industria y el acceso
a los bienes de consumo, pero de rebote han exigido una dedicación total del individuo a
un trabajo que le proporciona la posibilidad de obtener todo lo que se produce. Tenemos
más cosas que nunca, pero también menos tiempo que nunca para el ocio, para la
socialización y para la familia. Si uno observa el modo de vida americano, que es un
paradigma para muchos, vemos que, en una mayoría de casos, los individuos viven en
unas casas confortables, con inmensas cocinas y amables jardines, pero al tiempo se ve
que el trabajo necesario para mantener esa casa impide en realidad poder disfrutar de
ella. Cuando llegan a su casa, que es su castillo, según la fórmula anglosajona, están
exhaustos y se meten en la cama para cenar viendo la televisión, frecuentemente cada
uno en su cuarto y provistos de distintos menús; no hay tiempo para cocinar en esa
cocina de cine, la cena se calienta en el microondas y suele ser precocinada, no queda
tiempo para utilizar el jardín, aunque haya que cortar el césped con regularidad para no
exhibirlo descuidado ante los vecinos. Éste es un panorama un poco caricaturesco y
desolador, pero puede ser nuestro futuro, y semejante futuro implica que se incrementará
la soledad personal, que es el verdadero mal del desarrollo económico.
Los desajustes que se comentan en este libro son, como ya hemos dicho, los más
comunes en nuestra sociedad y propios de nuestro tiempo, los interiorizados: ansiedad y
depresión, así como los trastornos exteriorizados: hiperactividad y trastornos de
conducta. Con ellos se cubre la gama básica de posibles alteraciones. Pero también se
tocan dos temas que son especialmente relevantes en la vida de nuestros adolescentes y
que representan huidas hacia adelante frente a los problemas emocionales y personales.
Me refiero a las dos básicas adicciones de nuestro tiempo: la adicción a la droga, que
viene de antiguo, y una novísima, la adicción a las nuevas tecnologías-internet, teléfonos
móviles, maquinitas de juegos, que hace estragos entre nuestros adolescentes.
Bienvenido sea un libro que puede ayudar a clarificar los problemas más habituales
en esta etapa de la vida y que se plantea no sólo el tema de una prevenciónprimaria sino
también la prevención secundaria. Éstas son cosas que realmente necesitamos poner, de
manera renovada, a la altura de nuestro tiempo, para que sean más eficaces. Las páginas
15
que siguen se refieren, en definitiva, a las cuestiones básicas de cómo podremos ayudar a
nuestros adolescentes a ser más felices, más seguros de sí, mejor comunicados, y
capaces de construir un mundo donde llegar a ser auténticas personas.
Victoria del Barrio
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Introducción
El presente texto ha sido elaborado con la pretensión de proporcionar información sobre
las problemáticas más comunes que pueden darse en la etapa adolescente y sus posibles
soluciones, tanto desde el punto de vista de la prevención primaria en el ámbito familiar,
como de los recursos terapéuticos existentes al respecto, estando dirigido a todas las
personas interesadas en adquirir un mayor conocimiento sobre esta etapa vital, sus
dificultades y las formas de abordarlas.
No es un manual específico sobre problemas psicopatológicos, ni tampoco sobre
técnicas de intervención psicológica enfocado a profesionales. No es el objetivo ofrecer
una panorámica general y exhaustiva de todos los problemas que, evidentemente, pueden
surgir en un adolescente. Se trata, más bien, de profundizar en aquellas cuestiones que
los estudios epidemiológicos han resaltado en esta etapa vital y, sobre todo, en la presente
década.
Comenzaremos ofreciéndoles una perspectiva general sobre lo que acontece
durante estos años, hablaremos de la importancia del cambio, del porqué y de sus
consecuencias, allí dónde podemos encontrar las raíces de los problemas emocionales y
comportamentales que posteriormente serán abordados. Continuamos dando respuesta a
cómo pueden influir la genética y los estilos de crianza en este sentido.
El resto de los capítulos están dedicados al abordaje de problemas concretos,
empezando con aquellos vinculados a las emociones, centrándonos, de forma concreta,
en la depresión y la ansiedad, por su incidencia en estos años, y siguiendo con la
descripción y el tratamiento de los problemas conductuales más frecuentes, la
hiperactividad (con o sin déficit de atención) y el comportamiento perturbador.
Finalmente, se afrontan los problemas de las adicciones, al considerar que los hábitos
adquiridos en la adolescencia pueden ser de capital importancia, no sólo en el manejo de
la vida cotidiana presente, sino que también pueden tener repercusiones futuras.
La estructura de los diferentes capítulos, sobre todo en cuanto a las pautas de
intervención se refiere, puede variar; debido a que, en algunos casos, como ocurre en los
trastornos emocionales, la mayoría de las pautas que resultan de utilidad en su
tratamiento están solapadas, y en otros, en cambio, como en el caso de las adicciones, las
estrategias de intervención son muy específicas.
Aquellos que comparten su vida con un adolescente y están dispuestos a prestar la
ayuda necesaria para solventar estos problemas pueden encontrar a través de esta lectura
una guía para mejorar la convivencia y resolver algunos problemas frecuentes en esta
17
etapa vital, conduciéndoles hacia una vida adulta psicológicamente sana.
A Javier,
el artífice capaz de devolverme
con su sonrisa a la cándida adolescencia
18
1
La adolescencia: el significado del cambio
1.1. El estereotipo de la adolescencia
Una definición escueta de la adolescencia establece que éste es el período entre la niñez y
la edad adulta. Una etapa donde tiene lugar gran parte del crecimiento físico, psicológico
y social, y es este crecimiento el que hace que la adolescencia ocupe un lugar especial
dentro del campo de la psicología evolutiva.
A pesar de que se han realizado numerosos estudios que tratan de describir y
explicar esta etapa vital y existen excelentes teorías y perspectivas acerca del mismo, es
difícil hallar una visión teórica completamente integrada, que sea tanto explicativa como
predictiva. Los puntos de vista aportados por los diferentes expertos que se han ocupado
del tema suelen ser parciales, centrándose muchos de ellos en aspectos concretos o
haciendo referencia a casos especiales de la adolescencia.
¿Cómo se puede llegar entonces a una definición de la adolescencia en la que se
consideren todas las ramificaciones del uso que se le da a este término?
La percepción de este período vital y las definiciones correspondientes varían desde
las que da el hombre de la calle o el padre involucrado personalmente, hasta las de los
profesionales que tienen interés en los adolescentes en cuanto a sus relaciones cara a cara
y las de aquellos que los consideran como sujetos de su estudio teórico. Puesto que estas
personas tienen diferentes tipos de educación, finalidades y experiencias con el
adolescente, sus percepciones y planteamientos son distintos. Así mismo, es evidente la
tendencia a generalizar a partir del adolescente que se conoce o a partir de un grupo de
adolescentes que forman una subcultura.
Sin embargo, en este punto, nos parece relevante subrayar la frecuencia con que los
adultos consideran a los adolescentes en función de estereotipos fomentados por los
medios masivos de comunicación y, en menor grado, por profesionales que han escrito
sobre la adolescencia. Ha sido tan grande la discusión acerca del conflicto entre
generaciones, que muchas personas, incluidos los padres, están convencidos de que con
la pubertad comienza a gestarse, por lo menos, una guerra fría. Al adolescente se le ha
descrito de muy diversas maneras, entre las que destacan adjetivos como “emocional”,
“voluble” y “egocéntrico”. También se ha destacado su escaso contacto con la realidad,
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su incapacidad para la autocrítica, su inestabilidad y su sensibilidad.
Estos estereotipos tienden a actuar en dos sentidos. El adolescente sabe lo que se
dice de él y se esfuerza por emular la imagen que de él ha sustentado la sociedad.
Conforma su comportamiento para satisfacer lo que se espera de él: la personificación del
estereotipo. En este punto somos testigos de un círculo vicioso de la conducta. El
adolescente trata de comportarse como los adultos sospechan que debe ser, y el adulto,
que atestigua este comportamiento, obtiene la confirmación de su idea. Mientras tanto, la
sociedad, en general, llega a conocer esa conducta a través de los medios de
comunicación, que difunden aún más el estereotipo, perfeccionándolo. En lo que
respecta al adolescente, todo esto refuerza las creencias acerca de lo apropiado de su
comportamiento, y nuevamente trata de cumplir lo que se espera de él.
Al margen de estos patrones, la visión que nosotros tratamos de aportar asume que
este período de la vida tiene características diferentes para cada individuo. El impacto de
la adolescencia y sus efectos varían de una persona a otra, de una cultura a otra y de una
generación a la siguiente. Sin embargo, es importante tener en cuenta que aun existiendo
variaciones individuales, hay denominadores comunes y, con las limitaciones del caso, se
pueden aplicar ciertas generalidades. En este sentido, cabe citar la vulnerabilidad del
adolescente a los problemas emocionales y conductuales. Durante la adolescencia se
observa que las emociones y las conductas tienden a mostrar mayores variaciones que en
las etapas que la preceden y la siguen. Los períodos de gran entusiasmo e intentos por
alcanzar grandes logros son seguidos por períodos de languidez, depresión, insatisfacción
y conductas transgresoras.
1.2. El valor adaptativo de la adolescencia en el ciclo vital
La adolescencia es un tiempo de grandes cambios que a menudo pueden ser confusos
tanto para la propia persona como para quienes le rodean. Saber lo que significa la
adolescencia puede ayudar a las personas cercanas a comprender mejor el
comportamiento en esta etapa vital y a ejercer una influencia mayor en sus decisiones.
La mayoría de los jóvenes de 12 a 16 años experimentan un aumento rápido de
estatura de peso, dando comienzo su desarrollo sexual. El resultado de estos cambios es
que muchos adolescentesestán más pendientes de su cuerpo que cuando eran más
pequeños y comienzan a compararse con otros jóvenes y a preguntarse si son
suficientemente altos(as), delgados(as), fuertes o atractivos(as).
En esta etapa, algunas estructuras cerebrales no han terminado de desarrollarse, por
lo que es normal que tengan dificultades a la hora de realizar algunas funciones, a menos
que hayan tenido un desarrollo específico que de forma temprana haya favorecido la
madurez de las mismas. Concretamente, los lóbulos frontales de un adolescente, la parte
del cerebro encargada de pensar en las consecuencias de nuestros actos antes de actuar,
de planificar nuestro futuro, de tener consciencia social, del control de nuestro instinto
20
agresivo y sexual y de ponernos en el lugar de otras personas, no se encuentran
totalmente maduros.
Por otra parte, el cambio hormonal en la adolescencia también influye
comportamentalmente. El cuerpo inicia la producción de hormonas y se presentan
cambios en los órganos sexuales, lo cual tiene dos implicaciones importantes: en primer
lugar, se les despierta la libido, una libido que no saben controlar, y en segundo lugar,
sienten que ya han dejado de ser niños e imitan la conducta de los mayores. Dos
características que pueden llegar a convertirse en una “caja de bombas” si la inestabilidad
emocional y la falta de control están en la base.
A la hora de describir la adolescencia existe un acuerdo general en considerar que es
un período de inestabilidad, de búsqueda, de cambios.
Con frecuencia los adolescentes se sienten incapaces de superar los retos que tienen
por delante (los estudios, encontrar trabajo…) y de responder a las demandas que los
demás, adultos y pares, depositan sobre ellos. En esta etapa de la vida los amigos y “la
aceptación” cobran más importancia, comenzando a cuestionar los valores y las reglas de
los adultos, buscando en su grupo de amigos, y a través de los medios de comunicación,
las claves de cómo deben comportarse.
Dadas las citadas connotaciones, no debe sorprendernos que los padres a menudo
tengan conflictos con sus hijos. Durante este tiempo, a veces turbulento, quizá el reto
más grande para los padres y, en general, los educadores sea lograr un balance entre
proveerles de apoyo y establecer los límites adecuados, a la vez que respetar la necesidad
cada vez mayor de independencia que reclaman.
La mayoría de los adolescentes aún están muy orientados hacia el “ahora” y sólo
comienzan a entender que sus acciones pueden tener consecuencias negativas de difícil
solución. Además, tienden a creer que nada malo les va a suceder, lo que contribuye a
explicar por qué a menudo toman riesgos indebidos. Es un momento de tránsito en el que
el ser autónomos cobra un valor especial, sin saber aún afrontar muchas de las
responsabilidades exigidas. La inseguridad y las dudas sobre sus capacidades tienen en
esta etapa un caldo de cultivo favorable, ya que se sienten cuestionados y amenazados
por lo que todavía no dominan. Si un adolescente siente, de alguna forma, que no da “la
talla”, tiene mayor probabilidad de desarrollar problemas emocionales o conductuales,
pudiendo incluso caer en una adicción experimentando con diferentes sustancias para
agradar a sus amigos.
En esta etapa del desarrollo prima una actitud cuestionadora que se opone a las
normas. El joven, en este momento de su vida, está convencido de tener la razón en todo
y que la realidad es tal y como él la percibe. Las únicas personas que pueden influir en el
adolescente son las que despiertan su admiración convirtiéndose así en sus modelos a
seguir. No obstante, no suelen elegir a un único individuo como su modelo, sino que van
tomando rasgos que les agradan de diferentes personas y van construyendo así su propia
identidad.
Para adaptarse más fácilmente a un grupo de amigos o “pares” el adolescente tiende
a hablar como ellos, actuar como ellos, vestirse como ellos, lo cual le proporciona un
21
sentido de pertenencia que resulta de gran relevancia en esta etapa, considerando su
niñez y la dependencia de las figuras de autoridad algo a superar. Los amigos se
convierten en las personas de referencia en su vida pasando la familia a un plano que
limita o supera lo meramente instrumental, ya que aún siguen necesitando de su
protección y sustento para llevar a cabo lo que estiman conveniente.
1.3. Temperamento, estilos de crianza y su influencia en los problemas de los
adolescentes
1.3.1. ¿Qué traemos puesto? El temperamento
La adaptación de los niños al entorno social, en su núcleo familiar y, posteriormente, en
el escolar, tiene una repercusión directa sobre su desarrollo como persona y sobre el
ambiente donde se desenvuelve. Pero esta adaptación viene claramente influida por el
temperamento, una variable orgánica, con carga genética, que podemos observar desde
los primeros momentos en la vida de un niño. Muchos de los modelos del temperamento
(Bronfenbrenner, 1998; Buss, 1984; Keenan y Shaw, 2003) subrayan que el ajuste de un
individuo a su entorno es consecuencia de la interacción de un conjunto de variables
orgánicas y ambientales. En los niños, el temperamento representa el origen
constitucional de las diferencias individuales que se manifiesta en la activación
(reactividad) y la capacidad para autorregular la expresión de estas tendencias
(autorregulación).
Tanto la reactividad como la autorregulación están influidas por la herencia, la
maduración y la experiencia. Así, el temperamento representa la base afectiva de la
activación y atención de la persona y, en cambio, la personalidad es el resultado de un
proceso más complejo que, además del temperamento, incluye pensamientos,
habilidades, hábitos, valores, moral, creencias y cogniciones sociales (Rothbart y
Derriberry, 1981).
Partiendo de estas premisas, se puede considerar el temperamento como un
ingrediente de la personalidad, pero aun siendo ésta más compleja, el temperamento
contiene la disposición previa que condiciona no pocos de los cauces en los que la
personalidad se constituye. Por ejemplo, el temperamento proporciona el proceso
atencional básico, pero no cogniciones concretas específicas, así como la intensidad de
reacción emocional (Rothbart, Bates, Eisenberg, Damony Lerner, 2006). Es decir,
podemos considerar el temperamento como una disposición a nativitate para reaccionar
ante estímulos, pero ello se plasma en diversas dimensiones específicas. Estas
dimensiones se configuran en un perfil más concreto y, consecuentemente, en
instrumentos de medida para su utilización en la investigación.
Si consideramos la emoción como una dimensión del temperamento, ésta se
convierte en el elemento básico del anterior, en sus dos formas cualitativas: positiva y
22
negativa.
La emocionalidad negativa hace referencia a la disposición para mostrar varias
formas de afecto negativo. Buss y Plomin (1984) señalan, como distintivo de esta
dimensión, cinco elementos: dos cuantitativos, el umbral estimular necesario para evocar
una respuesta y la intensidad de la misma; y tres cualitativos, malestar (distress), miedo e
ira. La intensidad de la respuesta emocional ha sido la pieza fundamental para determinar
el temperamento difícil (Strelau, 1983), aunque los trabajos con adolescentes, Larsen y
Diener (1987) se han centrado en la intensidad afectiva más que en la frecuencia de las
mismas. En este tipo de estudios, la intensidad temperamental reactiva ha sido
considerada como la magnitud del temperamento que correlaciona tanto con afectividad
negativa, incorporándose paulatinamente al constructo de la personalidad (Watson, Clark
y Tellegen, 1988). Se incluyen en el mismo conductas observables como malestar ante
las limitaciones, miedo, tristeza, frustración, retraimiento, timidez.
En el otro extremo de la emocionalidad negativa aparece la emocionalidad positiva,
considerada como la tendencia a expresar júbilo o alegría. Para Thomas, Chess y Birch
(1968), la emocionalidad positiva o cualidad del humor positivo es entendida como una
cualidad del comportamientoamistoso, agradable y alegre, de manera que el concepto de
sociabilidad o acercamiento se solapa con el de emocionalidad positiva.
No obstante, en el temperamento podemos observar la incidencia de otros
parámetros que pasamos a describir a continuación:
– La adaptabilidad. El concepto de adaptabilidad consiste en el grado de
aceptación, por parte del sujeto, de las situaciones o personas nuevas que
aparezcan en su vida. Esta dimensión tiende agruparse empíricamente con la
dimensión de aproximación. Los parámetros que la evalúan están relacionados
con la velocidad de ajuste al cambio ambiental, o a la ausencia de una
reacción negativa al cambio, así como a la placidez y a la quietud en las
respuestas emocionales a una variedad de eventos ambientales. Se trata, pues,
de la velocidad de ajuste a los cambios. En un polo de un continuo aparece el
niño adaptativo, que se presenta plácido y tranquilo, y en el otro polo está el
niño difícil, que crea problemas para su manejo. Este constructo se ha
relacionado negativamente con el componente de emocionalidad negativa,
pero de forma moderada (Windle, 1992).
– La actividad, entendida como frecuencia e intensidad de la actividad motora.
Esta dimensión se ha definido como factor independiente, desde el período
preescolar hasta la adolescencia. Eaton y Enns (1986) la definen como el nivel
usual de energía gastada por un individuo a través del movimiento. Para Buss
y Plomin (1984), la actividad es principalmente un rasgo estilístico que marca
la manera en la cual las respuestas son emitidas y que, además, están sujetas a
un proceso evolutivo, ya que la actividad y sus dos componentes, tiempo y
vigor, se modifican con la edad. Strelau (1983) ofrece apoyo empírico a la
creencia de que hay patrones sistemáticos de funcionamiento neuroendocrino,
23
bajo las características psicológicas y conductuales relevantes para la
reactividad. Así, la actividad del sistema nervioso central aumenta o suprime la
estimulación, especialmente activa en la formación reticular y en el córtex, y
existen evidencias de que los índices psicofisiológicos tienen alguna conexión
significativa con la conducta emanada del temperamento, como anteriormente
sostenía Eysenck (1947).
– La regulación, una variable también definida en varias direcciones, se
manifiesta en varios procesos que desempeñan un papel en tres dominios
principales (Eisenberg et al., 1995): la regulación de la experiencia emocional;
la emoción evocada en una situación dada, y la conducta dirigida
emocionalmente. Rothbart (1981) se ha referido a este concepto, bien como
distracción, bien como ciclo atencional o persistencia de la tarea en niños
escolares, o bien como duración de la orientación. Rothbart y Reznick (1989)
proponen el concepto de autorregulación como un elemento nuclear dentro de
su teoría, entendiéndolo como el conjunto de procesos que pueden modular
(facilitar o inhibir) la reactividad. Rothbart y Derriberry (1981) definen la
regulación en términos de modulación de la reactividad interna como respuesta
conductual y atencional a emociones internas y fisiológicas en respuesta al
procesamiento de estímulos externos. La regulación en los modelos actuales
implica procesos atencionales (atención focalizada y cambiante) y la habilidad
para activar o inhibir la conducta (Derryberry y Rothbart, 1988; Windle y
Lerner, 1986).
– La inhibición conductual o retraimiento, descrita por Thomas y Chess (1977)
es una dimensión de acercamiento-huida que, junto con aquellos modelos
derivados de su concepción, la han entendido como la reacción inicial de un
sujeto ante personas u objetos extraños, así como la aparición de ansiedad o
de miedo ante los extraños o la tendencia a buscar situaciones nuevas. Se ha
caracterizado por una alta actividad motora e irritabilidad en los niños de corta
edad y en la adolescencia como retraimiento, pasividad y conductas de
evitación (Turner, Beidel y Wolff, 1996). Según Rothbart (1981), la inhibición
conductual, a diferencia de la sociabilidad, es un patrón temperamental que se
asocia a un estado emocional displacentero o negativo, provocando huida,
evitación o retraimiento ante situaciones novedosas o poco familiares. Entre
estas situaciones pueden figurar tanto aquellas relacionadas con un contenido
social (inhibición social) como situaciones nuevas o poco familiares, no
estrictamente sociales (inhibición conductual).
Resumiendo, podríamos decir que el temperamento infantil se refiere al conjunto de
diferencias individuales de origen constitucional, presentes desde los inicios de la vida y
con un curso evolutivo cambiante pero con una alta continuidad y coherencia a lo largo
del desarrollo. Este concepto se ha delimitado a partir de diferentes dimensiones, entre
las que cabe destacar la emocionalidad (positiva y negativa), la adaptabilidad, la
24
sociabilidad, el nivel de actividad, la reactividad, la autorregulación y la inhibición
conductual. Estas dimensiones están influidas por la herencia, la maduración y la
experiencia, y en interacción con los diferentes contextos de socialización del niño (por
ejemplo la familia, la escuela o compañeros); es la plataforma sobre la que se desarrollará
la personalidad adulta.
El análisis de la estructura temperamental ha sido abordada desde distintas
aproximaciones. Thomas, Chess y Birch (1968) distinguen entre temperamento fácil,
difícil y lento. Estos autores proponen el constructo de bondad de ajuste para describir la
adecuación o no del conjunto de interacciones circulares entre los cuidadores y el niño.
Pero, independientemente del modelo al cual nos acojamos para su estudio, lo importante
es que el temperamento tiende a ser estable en el tiempo, aunque en los primeros años de
vida puede mostrar mayor variabilidad. Durante el primer mes de vida se aprecia la
emocionalidad negativa, la orientación, la alerta, y la aproximación o retraimiento como
su única expresión; entre los 2 y 12 meses siguientes aparecen las reacciones positivas;
entre los 13 y 36 meses, el esfuerzo de control culmina el proceso que se inició con la
inhibición conductual; por último entre los 3 y los 6 años toma prioridad la
autorregulación verbal.
1.3.2. ¿Qué es lo que nos ponen? La influencia de los estilos de crianza
Al margen de las variables orgánicas o constitucionales que nos diferencian, hemos de
partir de un hecho claro: la familia es el primer núcleo de socialización del niño, con
importantes repercusiones en la adaptación y el ajuste de los hijos. Dentro de la crianza
distinguimos entre dos niveles de análisis: los estilos educativos y los hábitos de crianza.
Los primeros son los de mayor nivel de abstracción y se refieren al clima familiar general
que resulta de la combinación de los hábitos de crianza o pautas educativas de los padres.
La mayoría de los autores (Musitu y García, 2001) coinciden en establecer, al
menos, cuatro estilos educativos: democrático o autorizado, autoritario, permisivo y el
negligente. Cada uno de ellos resulta de la combinación de dos grandes dimensiones en
las que se agrupan los diferentes hábitos de crianza, el afecto y el control. El estilo
educativo democrático es el que se ha relacionado con mayores niveles de ajuste y
adaptación en el niño. Coherentemente con este estilo, los hábitos de crianza consistentes
y relacionados con el afecto y el control inductivo, democrático y positivo son los que se
han vinculado con menores problemas psicológicos en los hijos; mientras que la
hostilidad, la crítica o el control autoritario se ha relacionado, entre otras, con problemas
de rendimiento académico, peor autoestima, mayor incidencia de conductas agresivas, o
depresión. Por tanto, la crianza de los hijos, es decir, el estilo educativo de los padres y
los hábitos de crianza que de éste se derivan, así como sus interacciones lúdicas, poseen
un importante papel en la predicción de futuros problemas en la infancia. De ahí, que la
intervención dirigida a modificar el comportamiento parental en la dirección reduce los
25
problemasde ajuste en los hijos y previene la aparición futura de problemas psicológicos
en éstos.
Si consideramos los datos expuestos desde una perspectiva evolutiva y
contemplamos las dos dimensiones independientes de mayor influencia en la crianza de
los hijos –el control y el afecto–, su significado varía sustancialmente, según la edad de
los hijos.
Por una parte, el afecto es la dimensión que adquiere especial relevancia desde los
orígenes de la relación padres-hijos, por ser la base del establecimiento del apego. Se
gesta a lo largo de un proceso que culmina en los dos primeros años de la vida y cuya
calidad está en función de la aceptación, el cariño, la empatía, la sensibilidad y la
respuesta de los padres a las necesidades de los hijos. A partir de estos primeros
momentos, el afecto seguirá siendo una de las piezas claves de una crianza adecuada. Si
analizamos esta dimensión en función de la edad del hijo, se observa un cambio en las
formas en las que el afecto se manifiesta. En los primeros años de vida, las expresiones
de cariño tienen un mayor soporte físico, tales como besos, abrazos, arrumacos, etc.; sin
embargo, a medida que los hijos crecen, los padres sustituyen, en gran medida, las
expresiones físicas de cariño por la comunicación verbal compresiva y empática como
medio de transmisión del afecto. Por tanto, a lo largo de los años las expresiones de
cariño en la interacción padres-hijos disminuye y experimenta un cambio cualitativo en la
manera de manifestarse (Shek, 2000; Spera, 2005). En línea con estos estudios, un
reciente trabajo de Rodríguez, del Barrio y Carrasco (2009) muestra que a medida que
los hijos crecen informan de un decremento en el afecto y la comunicación de sus padres
y madres, especialmente la comunicación materna con los hijos varones.
Por otra parte, el control que los padres ejercen sobre sus hijos con la finalidad de
establecer normas y reglas que les permitan de manera autónoma y socialmente adaptada
también experimenta cambios con la edad. Como hemos señalado, el control se
manifiesta en aquellas prácticas educativas que incluyen, fundamentalmente, implicación,
disciplina y supervisión. Si bien cuando los niños son pequeños, las rutinas y el
establecimiento de normas más directivas son la forma inicial de ejercer este control,
conforme el hijo crece y va adquiriendo madurez y autonomía, los padres modifican
estas estrategias de control más autoritarias, basadas en la interacción física, en la
imposición o el poder, por estrategias más inductivas, basadas en el razonamiento, la
interacción verbal y el manejo de reforzadores (Cava y Musitu, 2001; Rodríguez et al.,
2009).
1.3.3. El resultado
Gran número de trabajos realizados a lo largo del siglo pasado, relativos a la socialización
infantil, han puesto consistentemente de manifiesto que una de las influencias más
determinantes del bienestar psicológico y conductual de los adolescentes es el tipo de
26
crianza que reciben (Klaas, Hannay, Caroselli, y Fletcher, 1999). Por tanto, el contexto
familiar para los hijos puede significar, en unas circunstancias, un factor de vulnerabilidad
y, en otras, de protección (Collins et al., 2000; del Barrio, 1997). Dependiendo del tipo
de hábitos de crianza que utilizan los padres para educar a los hijos, el desarrollo de éstos
puede ir en una u otra dirección (Rapee, 1997). Los hábitos de crianza relacionados con
el cariño, el apoyo o el seguimiento de los hijos aumentan la probabilidad de adaptación
de éstos al contexto familiar, mejorando su cohesión y armonía; otros, como la
hostilidad, la ira, la crítica o el control psicológico se relacionan con menor éxito
académico, menor autoestima y mayores tasas de comportamientos agresivos o
depresivos en los hijos (Scaramella, Conger y Simons, 1999).
Como hemos comentado, el estilo educativo democrático o autorizado es el
resultado de la combinación de altos niveles de afecto y control, lo que se traducen en
comportamientos parentales de flexibilidad, apoyo, afecto, aceptación y supervisión. Este
estilo educativo ha sido el que sistemáticamente ha mostrado en los diferentes estudios
mayores beneficios para el ajuste y la adaptación de los hijos. En términos generales,
atendiendo a los hábitos de crianza, más que a los estilos educativos, la firmeza, el
afecto, el fomento de la autonomía, la supervisión y el apoyo son aquellos que se han
vinculado con mejores indicadores de ajuste (Gray y Steinberg, 1999). Si, además, estos
hábitos de crianza son consistentes en el tiempo y entre los dos progenitores, sus efectos
sobre el ajuste es aún más palpable (Rodríguez et al., 2009). A pesar de estas relaciones
claramente establecidas, conviene recordar que no siempre las relaciones entre crianza y
ajuste infantil han sido directas. Tal y como hemos comentado, tales relaciones vienen
mediadas por el temperamento del niño.
27
PARTE I
Problemas emocionales en la adolescencia
28
Hace más de cien años que G. Stanley Hall resumió su propio pensamiento y una extensa
investigación sobre la adolescencia en una obra de dos volúmenes y 1.375 páginas, en la
que propuso su hipótesis acerca de la inevitabilidad de los problemas emocionales
durante la adolescencia. Cuarenta años después, los antropólogos culturales empezaron a
dudar de la validez de dicha hipótesis. En la actualidad esta cuestión aún es motivo de
controversia. Hasta cierto punto, es posible que para un adolescente que viva en la
cultura occidental la verdad esté ubicada entre estos dos extremos (Olmedo, 1997).
29
2
La adolescencia como factor de riesgo en el
desarrollo de problemas emocionales
2.1. El efecto Flynn y el efecto “Flan”
Con la intención de obtener un mayor conocimiento sobre el tema que nos ocupa, en las
últimas décadas se han realizado numerosas investigaciones de carácter epidemiológico
(Bragado et al., 1996; Polaino y Domenech, 1990) cuyos resultados han puesto de
manifiesto que, ciertamente, los adolescentes se deprimen y angustian en distintos
momentos más allá de los límites de lo que se podría esperar bajo la perspectiva de las
personas mayores que los rodean. Si bien en un tiempo se creía que la depresión y la
ansiedad eran perturbaciones típicas de la mediana edad, los estudios realizados en
edades inferiores han demostrado que los problemas de depresión, al igual que los de
ansiedad, pueden ocurrir, y de hecho ocurren, mucho antes de alcanzar la etapa adulta.
Incluso hoy se tiene la convicción de que son los sujetos adolescentes y adultos muy
jóvenes los que están alcanzando las prevalencias más altas en este tipo de trastornos en
las sociedades desarrolladas (Kandel y Davies, 1986).
Las razones argumentadas por diferentes autores para explicar tales datos son
diversas. Algunas tienen carácter sociológico, considerando las características de
sociedades “desarrolladas” como la aceleración del ritmo de vida y los rápidos cambios
culturales como factores de riesgo respecto a las alteraciones emocionales en esta etapa
de la vida. Otras argumentaciones se realizan desde un perspectiva biológica,
investigando cómo influyen en los trastornos emocionales variables bioquímicas como
pueden ser los cambios hormonales o las alteraciones de algunos neurotransmisores.
Desde las teorías del aprendizaje y cognitivas también se aportan hipótesis. Para los
conductistas, son los aprendizajes desadaptativos que el sujeto adquiere de forma casi
mecánica en su relación con el mundo los desencadenantes de dichos trastornos. Las
teorías cognitivas, por su parte, valoran especialmente las representaciones que el sujeto
tiene de sí mismo y del mundo exterior a la hora de explicar las causas de los problemas
emocionales.
Una perspectiva con pretensiones que abarca los diferentes aspectos aludidos
30
podemos encontrarla en la paradoja entre el “efecto Flynn” y el “efecto flan”.
R. J. Flynn, después de realizar una investigación longitudinal que abarcaba una
extensa población infantil perteneciente a 14 países desarrollados, publicaba en una
prestigiosa revista científicade psicología una noticia que, en 1987, hizo sentir orgullos a
padres y docentes: “en los adolescentes actuales ha incrementado el CI (inteligencia
psicométrica) una desviación típica (unos 15 puntos de media) respecto a generaciones
anteriores”. Este fenómeno tomo el nombre de “efecto Flynn” y ha continuado
constatándose en los últimos 20 años. No obstante, de forma paralela ha surgido otro
fenómeno que sería factible denominar, sarcásticamente, por su connotación poco
consistente, “efecto flan”, y que haría referencia a esos otros muchos estudios en los que
se pone de manifiesto que la presente generación de adolescentes está más confusa
emocionalmente que la anterior, más sola y deprimida, más enojada y sin reglas, más
nerviosa y preocupada, más impulsiva y agresiva. La hiperactividad y los
comportamientos agresivos alcanzan niveles desproporcionados (es rara el aula en la que
no coinciden dos o más alumnos con este tipo de problema). En definitiva, podemos
concluir que mientras la inteligencia psicométrica avanza, en términos generales, la
Inteligencia Emocional también, en términos generales, decrece. Tal afirmación bien
merece un análisis casuístico, no siendo difícil intuir algunas de las razones que explican
ambos fenómenos.
El aumento de la inteligencia psicométrica se debe con probabilidad a factores como
las mejores condiciones de vida (actualmente existen menos enfermedades infantiles, y
las padecidas dejan menor huella, y la alimentación es mejor que hace décadas, no hay
escasez); la enseñanza es obligatoria y ha aumentado el nivel de edad para dejar la
escuela también en las últimas décadas; los padres muestran mayor preocupación que
antaño por el rendimiento académico de sus hijos; existe más información y de más fácil
acceso (basta con encender el televisor para estar informados) y, por último, los juegos
disponibles facilitan las destrezas intelectuales medidas a través de las pruebas de CI.
No obstante, algunas de estas circunstancias pueden incidir negativamente en el
escaso desarrollo de la Inteligencia Emocional. Según los informes aportados por
estadísticas recientes, el tiempo que los padres dedican a sus hijos ha decrecido; además,
el tiempo compartido se emplea en ver la televisión y ayudar con los deberes. Los niños
pasan el 51% más de tiempo viendo la televisión que con sus padres y el 11% más que
con sus madres. Otro gran protagonista en la vida de los niños son los juegos individuales
(videojuegos), que le restan oportunidades de interacción con los iguales y fomentan
actitudes competitivas y violentas, actitudes que, igualmente, aparecen de forma
destacada en numerosos programas de televisión elaborados, en principio, para el público
infantil.
Ciertamente, los niños disponen de mucha información a través de las numerosas
“ventanas” que, desde su propia casa, pueden abrir: Internet, televisión, vídeos…, pero
esta información es, en muchas ocasiones, contradictoria, el héroe agresivo de una
película mata o amedrenta a sus enemigos y así se gana el respeto de sus compañeros,
seguidamente, en otra temática, nos presentan a una víctima de maltrato, intentando
31
captar la sensibilidad del menor. Los mensajes publicitarios también están cargados de
contradicciones, nos anuncian un postre fantástico y seguidamente el lugar donde ir a
hacerse un liposucción.
Ejemplos habría para llenar páginas, pero basta una reflexión sobre lo que
cotidianamente vemos y/u oímos para darnos cuenta de que, si a los adultos nos cuesta
manejar de forma coherente toda esta información, los esquemas mentales, más
primarios, de los niños apenas pueden digerirla, lo cual se plasma en las dificultades
evolutivas hasta llegar a la adolescencia.
A las contrariedades halladas en la información que les llega de forma externa,
aunque estén en casa, hay que sumar la ambigüedad de las normas que frecuentemente
existen en los hogares. Hace décadas el sistema de valores que los padres empleaban en
la educación de sus hijos era más purista: “esto está permitido y esto no”, “esto está bien
y aquello mal”. Actualmente, la mayoría de los padres nos debatimos ante lo que
podemos permitir o no a nuestros hijos, reñimos cuando nos importunan, les dejamos
solos frente al televisor, y después nos sentimos culpables y les regalamos el último
capricho requerido, sin que ellos sepan el porqué. Unas veces consentimos y otras no,
dependiendo de nuestros quehaceres y el estado de ánimo, a lo que hay que añadir la
falta de coherencia que los menores encuentran entre las figuras de autoridad, a lo que
“papá” dice que sí, “mamá” dice no, la abuela también sí, al igual que la cuidadora y el
maestro dice no (o viceversa y en diferentes combinaciones). Los padres critican
frecuentemente las pautas educativas llevadas a cabo en el ámbito escolar, y ante el
desconcierto, es probable que el niño, y aún más el adolescente, aprenda a ser astuto,
basándose en algunas estrategias adoptadas desde modelos televisivos, para salirse con la
suya, pero, en ningún caso, tales circunstancias favorecen el bienestar emocional, sino
que resultan favorecedoras de la confusión, dando paso a problemas de depresión o
ansiedad, cuando no a conductas impulsivas o agresivas.
A partir del análisis de las diferentes explicaciones propuestas cabe señalar que,
aunque las teorías sobre los trastornos emocionales intentan dar cuenta de la depresión y
la ansiedad desde distintas perspectivas, con la finalidad de poder comprender y tratar las
emociones, no existe una única y verdadera respuesta (Achenbach, 1995; Del Barrio,
1997). Por tanto, desde nuestro punto de vista, consideramos de mayor utilidad obtener
un conocimiento de los factores que se hallan relacionados con la depresión y la
ansiedad, y sobre los que es posible intervenir para lograr su mejora.
No obstante, de cara a clarificar qué entendemos por depresión y ansiedad y sus
características en esta etapa vital dedicaremos las siguientes páginas a esclarecer algunos
conceptos sobre su diagnóstico.
2.2. Definición y diagnóstico de la depresión
En la actualidad, la mayoría de los autores consideran que los criterios utilizados para el
32
diagnóstico de la depresión en la adolescencia son similares a los usados para definir la
depresión en la etapa adulta. Sin embargo, podemos matizar que dicho trastorno
emocional tiene una faceta evolutiva. En este sentido, podemos decir que una de las
características más importantes de la depresión infantil es el estado de ánimo irritable que
se hace manifiesto a través de protestas, lloros, conductas agresivas y/o aislamiento.
Estos síntomas conductuales se van transformando durante la adolescencia en síntomas
de oposición y transgresión de la norma, cediendo más importancia a los factores
cognitivos.
En cualquier caso, podemos hablar de un problema psicológico complejo cuyas
características son: por una parte, el estado de ánimo irritable y/o disfórico, y por otra, la
desmotivación y la disminución de la conducta instrumental adaptativa. Otras
características o síntomas secundarios son:
– Alteraciones del apetito (normalmente disminución de las ganas de comer con la
consecuente pérdida de peso, pero también hay casos en que tal alteración
consiste en un incremento del apetito y preferencias alimentarias, por ejemplo,
dulces).
– Alteraciones del sueño (con más frecuencia insomnio, aunque también puede
darse hipersomnia).
– Alteraciones en la actividad motora, pudiendo darse tanto agitación motora
observable (incapacidad para permanecer sentado, pellizcarse, frotarse las
manos continuamente o arrugar objetos) como enlentecimiento motor
manifiesto a través del habla y movimientos corporales enlentecidos, aumento
de la latencia de respuestas, bajo volumen de voz, menos inflexiones y menor
cantidad de verbalizaciones.
– Cansancio y fatiga excesiva sin hacer realizado un ejercicio físico que lo
justifique, siendo más patente este cansancio por las mañanas.
– Sentimientos de inutilidad o de culpa excesivos o inapropiados. El adolescente
depresivo suelerealizar una evaluación negativa no realista de la propia valía,
interpretando acontecimientos cotidianos neutros como prueba de defectos
personales.
– Dificultades para pensar, concentrarse, recordar, tomar decisiones y, en
definitiva, para funcionar intelectualmente del mismo modo que antes, lo cual
se manifiesta en una disminución del rendimiento académico.
– Pensamientos de muerte, ideación suicida o tentativas de suicidio, pensando
que los demás estarían mejor si ellos muriesen. Estos pensamientos pueden
ser transitorios (1 o 2 minutos) pero recurrentes o pueden consistir en planes
específicos para llevar a cabo la acción suicida. En este punto, cabe destacar
que el suicidio, junto con los accidentes de tráfico, constituyen las primeras
causas de mortalidad adolescente en los países desarrollados.
33
Como se desprende de la sintomatología citada, el trastorno depresivo repercute
negativamente a nivel personal al conllevar malestar físico y psicológico, como familiar
(por ejemplo, deteriorando las relaciones padres-adolescente), escolar (bajo rendimiento
académico) y social a través de las conductas de aislamiento.
La naturaleza de las áreas afectadas varía con la edad, siendo en la preadolescencia
los sistemas psicofisiológico y motor los más afectados, adquiriendo relevancia con el
paso de los años el sistema cognitivo, pudiendo incluso llegar a afectar otros ámbitos
como el sexual o el legal (Méndez, 1999).
2.3. Incidencia de la depresión y factores de riesgo en la etapa adolescente
La incidencia de este tipo de trastorno en la población también tiene un cariz evolutivo,
pasando desde una afectación entre 1 y 2% en la población infantil, hasta alcanzar su
pico más alto en la adolescencia. Los estudios epidemiológicos al respecto estiman una
prevalencia de depresión de un 10% entre los 13 y los 18 años, siendo más frecuente
entre las chicas que entre los chicos. De cada 4 adolescentes con depresión 3 son chicas
(Del Barrio, 2007).
Los factores desencadenantes o de riesgo que propician la aparición de este
trastorno emocional pueden ser de índole variada, ejercen su influencia tanto factores
personales como sociales. Si en la infancia podemos decir que el factor de riesgo de
mayor relevancia son los problemas familiares, en la adolescencia suelen ser los
problemas relacionados con la identidad (¿quién soy yo?), los fracasos amorosos y los
fracasos escolares (Olmedo, 1996). La influencia del ámbito social se deja notar por la
mayor prevalencia de la depresión en las sociedades desarrolladas, especialmente en los
grandes núcleos urbanos (Del Barrio, 2007).
Dado que una de las características de la depresión en esta etapa vital son las
conductas de oposición y la tendencia a trasgredir las normas, es frecuente encontrar un
solapamiento de este trastorno emocional con el consumo y/o abuso de sustancias
nocivas, desde la nicotina, hasta las drogas ilegales, sustancias que, a su vez, provocan
un incremento de los trastornos emocionales (incluso la nicotina está relacionada en
alguna medida con la depresión) (Becoña, 2009). De manera que podemos hablar de un
círculo que se retroalimenta a sí mismo.
Los modelos que tratan de dar explicación al desarrollo de la sintomatología
depresiva se basan, en su mayor parte, en factores personales, considerando que la
variable clave para explicar el estado de ánimo es la valoración que el sujeto realiza de la
situación, más que la situación misma. Al margen de los modelos biológicos que subrayan
la importancia de las alteraciones neuroendocrinas y psicofisiológicas en el desarrollo de
la depresión, los modelos psicológicos, sin denostar dichos factores, hacen hincapié en
cuestiones relacionadas con el procesamiento de la información. Por ejemplo:
34
– En los errores que provienen de la autoobservación, atendiendo selectivamente
a los eventos negativos a la vez que ignoran los positivos y atendiendo
también selectivamente a las consecuencias inmediatas, o sea que atienden
más a los efectos a corto plazo que a los efectos a medio y largo plazo. Estos
sesgos atencionales originan una visión negativa y pesimista de la vida.
– En los errores que provienen de la autoevaluación, estableciendo criterios poco
realistas, es decir, son muy estrictos para concederse una valoración positiva
de sus logros y muy proclives a considerar su conducta como fracaso. Sin
embargo, cuando han de valorar las actuaciones ajenas emplean, justo
criterios contrarios. Es frecuente que la persona depresiva realice atribuciones
depresógenas consistentes en atribuir los resultados positivos de su conducta a
factores externos, específicos e inestables y los negativos a factores internos
globales y estables (si he aprobado un examen es porque he tenido suerte, el
profesor de literatura es buena persona o me han preguntado justo aquello que
sabía; si, en cambio, he suspendido es porque soy incapaz de retener nada en
la memoria, no se me dan bien los estudios y jamás terminaré el bachillerato).
Esta autoevaluación inapropiada merma la autoestima.
– En la autoadministración de consecuencias, las personas con depresión se
proporcionan consecuencias a sí mismos en función de la autoevaluación
precedente, lo cual da lugar a un déficit de autorreforzamiento que genera
pasividad y falta de iniciativa, y a un exceso de castigo que, por otra parte,
suele ser reforzado por los adultos que rodean al adolescente depresivo al
valorar positivamente que el joven se esfuerce en controlar su mala conducta
(Méndez, 1999).
Las estrategias, tanto de prevención como de tratamiento, para mitigar los
mencionados factores de riesgo serán abordadas en apartados posteriores, pero con
anterioridad pasamos a describir las características de otro problema emocional de gran
prevalencia en la etapa adolescente: la ansiedad.
2.4. Definición y diagnóstico de la ansiedad
La ansiedad es probablemente la más común y universal de las emociones y está
presente a lo largo de toda la vida del individuo. A partir de los años 80, los estudios
sobre ansiedad pasaron a ocupar un primer lugar en la literatura psicológica y
psiquiátrica, y hoy en día se mantiene dicha tendencia.
Existen numerosas definiciones de la palabra ansiedad, pero básicamente puede
conceptualizarse como un estado emocional crónico, en el que sus efectos se manifiestan
en cualquier tipo de situación; o como susceptibilidad a presentar reacciones emocionales
en determinadas situaciones (Bermúdez, 1991).
35
La ansiedad, en sentido genérico, es una emoción o afecto, pero además también se
trata de un drive biológico básico como pueda serlo el hambre o la sed. Aparece como
una señal de peligro ante cualquier eventualidad que amenace la integridad o la identidad
del yo o que sea interpretada por el sujeto como tal amenaza. Vista desde un punto
evolutivo, la ansiedad es la reacción adaptativa de urgencia ante peligros inmediatos, que
aporta al individuo las máximas capacidades para sobrevivir, usualmente por mecanismos
de lucha o huida.
De forma general, podemos definir la ansiedad como una respuesta anticipatoria
que consiste en sentimientos de aprehensión, nerviosismo, preocupación y activación del
sistema nervioso autónomo (Sandín y Chorot, 1995), que a diferencia del miedo tiene un
carácter difuso, no está centrada en un objeto o situación específica.
La reacción a la ansiedad puede ser provocada tanto por estímulos externos como
internos (pensamientos, ideas, imágenes…), que son percibidos por el individuo como
amenazantes. El tipo de estímulos internos y externos, capaces de evocar la reacción de
ansiedad, estará, en gran parte determinado por las características personales, existiendo
notables diferencias individuales en cuanto a la tendencia a manifestar reacciones
ansiógenas ante las distintas situaciones.
Como hemos podido observar en la anterior descripción sintomatológica de la
ansiedad, esta perturbación se manifiesta como todas las emociones mediante un
conjunto de respuestas agrupadas en tres sistemas (Klein, 1987):
– El cognitivo-subjetivo(preocupación, inseguridad, falta de concentración,
dificultad para tomar decisiones, interpretaciones catastrofistas y, en general
sensaciones subjetivas de distrés).
– El fisiológico o corporal (manifestadas a través del reacciones del sistema
nervioso autónomo, como taquicardia, sequedad de boca, escalofríos,
temblores, sudoración, náuseas, mareo…).
– El motor (movimientos repetitivos o torpes, movimientos sin finalidad concreta,
paralización, tartamudeo y, básicamente, conductas de evitación).
No obstante, cada persona tiene su propia forma de reacción; existen individuos que
muestran una reacción equilibrada entre los tres sistemas y otros en los que destaca
algunos de ellos sobre los demás, lo que implica que las personas, al reaccionar de forma
ansiosa, pueden activar en mayor o menor grado cada uno de estos sistemas.
Por otra parte, también encontramos una distinción dentro del amplio espectro de
los trastornos de ansiedad, nos referimos a la diferencia entre ansiedad generalizada y los
trastornos de ansiedad específicos, entre los que cabe incluir las diferentes fobias, el
trastorno de pánico, el trastorno por estrés postraumático o el trastorno obsesivo
compulsivo.
Centrándonos en la ansiedad generalizada como el trastorno objeto de descripción y
tratamiento (por ser la más frecuente en la adolescencia y la que más covaría con la
36
depresión en esta etapa de la vida), pasamos a ofrecer una serie de criterios, que según el
DSM-IV (APA, 1995) caracterizan a este trastorno, a partir de los cuales podemos
obtener más fiabilidad y exactitud en su diagnóstico:
– Ansiedad y preocupación excesivas sobre una amplia gama de acontecimientos
o actividades que se prolongan más de seis meses.
– Al individuo le resulta difícil controlar ese estado constante de preocupación.
– La ansiedad y la preocupación se asocian a tres o más de los seis síntomas
siguientes (en los niños solo se requiere uno):
1. Inquietud o impaciencia.
2. Fatigabilidad fácil.
3. Dificultad para concentrarse o tener la mente en blanco.
4. Irritabilidad.
5. Tensión muscular.
6. Alteraciones del sueño.
– El centro de la ansiedad y la preocupación es generalizado, no se limita a
facetas vitales, eventos o situaciones concretas.
– La ansiedad, la preocupación o los síntomas físicos provocan malestar
clínicamente significativo o deterioro social, académico o de otras áreas
importantes en la actividad de la persona.
– Dichas alteraciones no se deben a los efectos fisiológicos directos de una
sustancia o enfermedad médica.
Si nos remitimos directamente a las características de la ansiedad en la etapa
adolescente, podemos decir que su connotación más particular es la preocupación
excesiva y no realista sobre sucesos futuros, además de la preocupación acerca de lo
apropiado de su comportamiento en la actualidad o en el pasado, o acerca del
rendimiento académico o sobre la opinión de los demás, las relaciones sociales…
(Echeburúa, 1993).
También este trastorno se manifiesta en la adolescencia a través de componentes
somáticos, como por ejemplo las conductas de inquietud psicomotora (tic, onicofagia…),
así como a través de disfunciones gastrointestinales o trastornos del sueño.
A ello habría que añadir el destacado papel que la ansiedad desempeña en la
adicción a las drogas y/o el alcohol, los trastornos de alimentación y su cormorbilidad con
la depresión, aspecto que abordamos en el último apartado de este capítulo.
2.5. Incidencia de la ansiedad y factores de riesgo en la etapa adolescente
37
El interés teórico y clínico en el estudio de la ansiedad se debe a su elevada prevalencia.
Podemos afirmar que los trastornos de ansiedad suponen la enfermedad psicológica más
frecuente, seguidos de la depresión y el consumo excesivo de drogas y alcohol. A lo largo
de la vida, entre el 13 y el 15% de la población desarrollará el trastorno de ansiedad,
padeciéndolo con mucha mayor frecuencia (más del doble) las mujeres que los hombres
(Miguel-Tobal, 1996). Este dato se confirma especialmente en la etapa adolescente, las
chicas entre 14 y 17 años diagnosticadas de ansiedad duplican a los varones (de edad
semejante) afectos de este trastorno.
La edad de comienzo es un aspecto importante en la epidemiología del trastorno, ya
que tanto la vulnerabilidad orgánica como los eventos vitales típicos de ciertas edades
pueden considerarse como factores de riesgo a tener en cuenta para lograr una mejor
comprensión y prevención del problema. En este sentido, podemos afirmar, siempre en
términos generales, que los trastornos de ansiedad son problemas psicológicos que suelen
tener su comienzo en torno a la adolescencia (Olmedo, 1997). Los trastornos de ansiedad
suelen ser los más prevalentes en muestras no clínicas de niños y adolescentes,
situándose su índice de prevalencia alrededor del 18%, aunque se observa grandes
diferencias en función de la edad, los criterios de diagnóstico o la fuente de información
utilizada (cuando preguntamos a los padres, informan de menor ansiedad o depresión en
sus hijos que si le preguntamos al adolescente) (Del Barrio, Moreno, Olmedo, 1997,
Olmedo et al., 2000b).
Así pues, y partiendo de las estadísticas que dan cuenta del trastorno, podemos
decir que la adolescencia, en sí misma, es un factor de riesgo para su desarrollo.
Igualmente, es necesario considerar las diferencias encontradas en función del género; es
factible afirmar que el hecho de ser mujer incrementa las posibilidades de sufrir ansiedad
(Olmedo et al., 2000a).
Aunque en el caso de la ansiedad, los factores socio-demográficos de riesgo no han
sido tan investigados como en otros trastornos (por ejemplo, la depresión), recientemente
se han realizado estudios que destacan la importancia que tienen la educación y el nivel
socioeconómico, apareciendo dicha perturbación con mayor frecuencia en los niveles
educativos y socioeconómicos más desfavorecidos (Sandín y Chorot, 1995).
También es un dato a destacar la tendencia al incremento de este tipo de trastornos
en las sociedades desarrolladas y especialmente en las zonas urbanas (Fergusson et al.,
1995), lo que parece encontrarse relacionado con hechos como la aceleración del ritmo
de vida, los cambios en el rol de la mujer, la inestabilidad familiar y la movilidad social
(Gotlib y Hammen, 1996). En este sentido, es factible remitir a las observaciones
realizadas en el capítulo 3 al hablar del “efecto Flan” en las nuevas generaciones.
Obviamente, el temperamento del niño y los estilos de crianza también ejercen su
efecto en la posibilidad de desarrollar ansiedad llegada la adolescencia. Respecto al
temperamento, podemos argumentar que un niño que haya mostrado signos de
dificultades adaptativas, es decir, que haya encontrado problemas a la hora de ajustarse a
los cambios sobrevenidos, que se haya caracterizado por una actividad excesiva a nivel
motor, que haya mostrado problemas para autorregularse o que haya mostrado inhibición
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social, será siempre más proclive a desarrollar un trastorno de ansiedad en la etapa
adolescente.
Asimismo, un estilo de crianza basado en la hostilidad, la crítica o el control
autoritario se ha relacionado, entre otros problemas con la prevalencia de perturbaciones
de tipo ansiógeno. En el apartado del siguiente capítulo, dedicado a la prevención de la
ansiedad y la depresión, veremos cómo los diferentes estilos de interacción familiar
pueden influenciar la aparición o atenuación de dichos problemas emocionales.
Finalmente, conviene aludir a la cronicidad también como factor de riesgo, siempre
y cuando no se trate de cuadros reactivos a circunstancias desencadenantes específicas,
ya que cuando la ansiedad aparece en las primeras etapas vitales y se instala de forma
constante en la vida del niño o adolescente, resulta difícil su extinción, ya que las formas
de seleccionar y procesar la información van a marcar un camino que conduce
inevitablemente a la generación de ansiedad.
2.6. La comorbilidad entre depresión y ansiedad. La explicación a través de
modelo tripartitoComo hemos visto, la ansiedad y la depresión constituyen dos tipos de emociones
negativas de alta frecuencia en la práctica psicológica, las cuales normalmente se
presentan de forma coincidente y solapada en distintos grados, es decir, son trastornos
comórbidos, manifestando puntos de confluencia en su génesis, sus síntomas, así como
en los aspectos terapéuticos adecuados para tratar ambas problemáticas.
El diagnóstico diferencial entre depresión y ansiedad resulta, en ocasiones, difícil de
esclarecer, especialmente si no se trata de población adulta, ya que en edades inferiores
como la adolescencia, los sujetos tienen más limitaciones a la hora de describir en qué
consiste concretamente su malestar subjetivo, independientemente del auténtico
solapamiento de estos trastornos en dicha etapa vital.
Las personas depresivas y ansiosas comparten con frecuencia síntomas como
problemas de sueño, irritabilidad, preocupación… Sin embargo, la ansiedad y la
depresión no deben confundirse, ya que constituyen dos complejos emocionales
diferentes: mientras que la ansiedad implica una hiperactivación orgánica, en la depresión
lo que predomina es la inhibición y la tristeza.
No obstante, dadas las dificultades para perfilar adecuadamente la discriminación
entre ambos problemas, han surgido algunos modelos que tratan de esclarecer esta
cuestión. Entre ellos destacamos el “Modelo Tripartito” sobre el afecto propuesto por
Watson, Clark y Tellegen (1988), considerando que, probablemente, es uno de los que
mejor explica el fenómeno de la comorbilidad entre depresión y ansiedad.
Según este modelo la afectividad positiva y negativa no serían polos de un mismo
continuo, sino que podrían existir de forma independiente. En otras palabras, la
estructura del afecto encajaría en un modelo no unidimensional, sino bidimensional.
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Los resultados aportados en las investigaciones realizadas por los citados autores
poseen unas implicaciones de gran relevancia, tanto para la conceptualización como para
el tratamiento de ambos trastornos.
Clark y Watson (1991) consideran que la depresión “pura” se caracteriza por
presentar una baja afectividad positiva (manifestada, por ejemplo, a través de la
anhedonia o apatía) y una alta afectividad negativa (preocupación o adelantamiento de
sucesos negativos, rumiaciones, sentimientos de culpa…). Este último componente, de
afecto negativo, sería el compartido con el trastorno de ansiedad. Por tanto, la ansiedad y
la depresión “puras” poseen un componente común, el afecto negativo, pero también
componentes específicos a cada una de ellas que harían referencia a la hiperactividad
fisiológica en el caso de la ansiedad y a la baja afectividad positiva en el caso de la
depresión.
Los componentes de este modelo tripartito facilitan la comprensión de las relaciones
existentes entre ambos trastornos. Así, por ejemplo, el denominado trastorno mixto
ansiedad-depresión conllevaría un aumento en el componente compartido de ambas
perturbaciones, una elevada afectividad negativa pero, en cambio, los componentes
específicos de cada trastorno (hiperactividad fisiológica y baja afectividad positiva) se
encontrarían decrementados (Joiner et al, 1996).
Siguiendo los estudios de los citados autores (Joiner et al, 1996), podemos
constatar la plausibilidad del modelo en varias culturas, incluyendo la española. Además,
del hecho referido a las diferencias en función del género: todos los componentes del
modelo tripartito, menos la depresión “pura” son más comunes en las mujeres que en los
varones, un dato que corrobora los resultados obtenidos por Ochoa, Beck y Steer
(1992), al afirmar que no existían diferencias de género relativas al diagnóstico de
depresión, cuando ésta no se presentaba de forma conjunta a la ansiedad, en cambio,
cuando el diagnóstico era comórbido existía una proporción mujer/hombre de 2:1.
El modelo tripartito que venimos exponiendo, si bien inicialmente fue probado en
población adulta, no tardo en contar con evidencia en niños y adolescentes. El criterio
evolutivo adquiere aquí una especial importancia, no sólo de cara a la teoría sino también
por sus implicaciones prácticas en el tratamiento de estos problemas.
Entre los resultados de estos estudios podemos destacar varios hallazgos:
– La presencia de depresión y ansiedad de forma conjunta se da más en la
adolescencia en comparación con la población infantil (Joiner et al., 1996).
– Cuando los dos problemas se dan conjuntamente existe un número de síntomas
mayor y los síntomas de ansiedad usualmente preceden a los de depresión
(Alloy et al., 1990).
– Los niños y adolescentes con desórdenes de ansiedad informan normalmente de
menos síntomas depresivos, pero los niños y adolescentes con depresión
informan, igualmente, de síntomas de ansiedad (Kendall et al., 1992).
Con respecto al pronóstico, contamos con trabajos anteriores a este modelo
tripartito, en los que se ponía de manifiesto que las formas mixtas del trastorno, en las
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que conviven la depresión y la ansiedad, tienen un peor ajuste social, una mayor
tendencia a la cronicidad y una respuesta terapéutica más pobre, que cuando dichas
perturbaciones se presentan de forma aislada (Clancy et al., 1972).
En cualquier caso, y no denostando la utilidad de los sistemas diagnósticos
prevalentes en la actualidad, como el DSM-IV (APA, 1995), podemos argumentar de
acuerdo con Bragado et al. (1996) que, de cara al objetivo fundamental desde la
psicología clínica (la prestación de ayuda, fomentando el bienestar de las personas que la
solicitan), quizá las investigaciones en este ámbito deberían atender, en mayor medida, a
los factores de riesgo, indagando sobre los mecanismos causales y a encontrar técnicas
terapéuticas eficientes, más que a “obsesionarse” por encontrar la clave para realizar un
diagnóstico “perfectamente válido” y purista del trastorno en cuestión.
Si hacemos una recopilación de los datos aportados en referencia a los trastornos
abordados, sería posible encontrar factores de riesgo comunes para la depresión y la
ansiedad, incluso cuando los estudios que tomamos como punto de referencia difieren en
función de la muestra de partida. Por ejemplo, la distribución por características sociales,
sexo y edad en las perturbaciones de ansiedad y depresión es bastante parecida en la
mayoría de los trabajos realizados en este ámbito. Asimismo, la mayoría de las
investigaciones coinciden en informar acerca de los altos índices de comorbilidad entre
depresión y ansiedad en la etapa adolescente (Del Barrio, 1997). Este cúmulo de
consistencias lleva a plantearnos la idoneidad de trabajar en prevención y tratamiento de
forma conjunta para estos dos trastornos de tipo emocional (Kendall et al., 1992).
Siguiendo este razonamiento, en el capítulo siguiente exponemos las pautas de
prevención y tratamiento que numerosos estudios han destacado en cuanto a su eficacia;
sin olvidarnos de que cada caso es un mundo particularizado, y que siempre deberemos
ajustar el tratamiento, tanto en el ámbito familiar, como terapéutico, a las demandas y
características del adolescente que manifiesta problemas emocionales.
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3
Prevención y tratamiento de la depresión y la
ansiedad en adolescentes
Desde el presente manual subrayamos la importancia del aprendizaje de estrategias de
afrontamiento que resulten útiles de cara a la prevención y abordaje de la ansiedad y la
depresión.
Como hemos mencionado, los expertos en el ámbito de estudio que venimos
tratando están de acuerdo en afirmar que el período de la adolescencia contiene cierto
potencial de alteraciones afectivas y reacciones al estrés (Del Barrio, 1997), sin embargo,
también han destacado la importancia que adquieren los factores que actúan como
“moderadores” frente al estrés percibido, es decir, la relevancia de aquellas habilidades o
estrategias que pueden resultar útiles para hacer frente a los eventos vitales estresantes y
cuya limitación supone, en la mayoría de los casos, una correlación significativa con los
niveles altos de

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