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Guía de prevención y tratamiento de problemas en la adolescencia 2 Consulte nuestra página web: www.sintesis.com En ella encontrará el catálogo completo y comentado 3 http://www.sintesis.com 4 Guía de prevención y tratamiento de problemas en la adolescencia Margarita Olmedo 5 6 Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A. © Margarita Olmedo © EDITORIAL SÍNTESIS, S. A. Vallehermoso, 34. 28015 Madrid Teléfono 91 593 20 98 http://www.sintesis.com ISBN: 978-84-995878-1-3 7 http://www.sintesis.com Índice Prólogo Introducción 1. La adolescencia: el significado del cambio 1.1. El estereotipo de la adolescencia 1.2. El valor adaptativo de la adolescencia en el ciclo vital 1.3. Temperamento, estilos de crianza y su influencia en los problemas de los adolescentes 1.3.1. ¿Qué traemos puesto? El temperamento 1.3.2. ¿Qué es lo que nos ponen? La influencia de los estilos de crianza 1.3.3. El resultado PARTE I PROBLEMAS EMOCIONALES EN LA ADOLESCENCIA 2. La adolescencia como factor de riesgo en el desarrollo de problemas emocionales 2.1. El efecto Flynn y el efecto “Flan” 2.2. Definición y diagnóstico de la depresión 2.3. Incidencia de la depresión y factores de riesgo en la etapa adolescente 2.4. Definición y diagnóstico de la ansiedad 8 2.5. Incidencia de la ansiedad y factores de riesgo en la etapa adolescente 2.6. La comorbilidad entre depresión y ansiedad. La explicación a través de modelo tripartito 3. Prevención y tratamiento de la depresión y la ansiedad en adolescentes 3.1. La prevención 3.2. El tratamiento 3.2.1. Incremento de la autoestima 3.2.2. El aprendizaje en técnicas de relajación 3.2.3. Desarrollando su percepción de autoeficacia: el entrenamiento en solución de problemas 3.2.4. El entrenamiento en habilidades sociales 3.2.5. La aplicación del Análisis Transaccional a la educación emocional PARTE II TRASTORNOS DE CONDUCTA 4. Déficit de atención e hiperactividad 4.1. Diagnóstico y epidemiología 4.2. Factores etiológicos (o de riesgo) 4.3. La prevención 4.4. El tratamiento 5. Trastorno del comportamiento perturbador 5.1. El diagnóstico 5.2. Desarrollo normal y comportamiento perturbador 5.3. La prevalencia 5.4. Los subtipos evolutivos de TC 5.5. Los factores de riesgo 5.5.1. Factores biológicos 9 5.5.2. Factores familiares 5.5.3. Factores conductuales y cognitivos 5.5.4. Importancia de las condiciones comórbidas 5.6. Prevención y tratamiento 5.6.1. La prevención 5.6.2. El tratamiento 5.7. Una manifestación concreta del comportamiento perturbador: el bullying PARTE III LAS ADICCIONES 6. Adolescentes y drogas 6.1. Diagnóstico 6.1.1. El tabaquismo 6.1.2. El alcoholismo 6.1.3. Las drogas de diseño 7. Adicción a Internet y a las redes sociales 7.1. Uso, abuso y diagnóstico de adicción 7.2. Incidencia del problema 7.3. Uso problemático y diagnóstico de adicción a las nuevas tecnologías 7.4. Prevención y tratamiento de la adicción a Internet y a las redes sociales 7.4.1. La prevención 7.4.2. El tratamiento Una pequeña reflexión final Nota bibliográfica 10 11 Prólogo La adolescencia es la fase de la vida de la persona en que las cosas cambian más y más deprisa tanto física, como personal y socialmente. Tanta variación es sinónimo de problemas, puesto que, como es bien conocido, los cambios son una de las fuentes de estrés más comunes y generalizadas. Los adolescentes, con gran frecuencia, se hallan confusos e indecisos, porque sus sistemas de hábitos, de referencias, de intereses y motivaciones, que habían ido formando durante su infancia, sufren ahora un vuelco profundo. Sienten que han de inventarse y reconstruirse a sí mismos, sin tener experiencia ni saber cómo hacerlo. Muchos de esos cambios, especialmente aquellos físicos y personales, han sido objeto de mucho estudio, y están en buena medida clarificados por una larga trayectoria de investigación que ha ido proporcionado argumentos sólidos respecto a cómo llevar a cabo una prevención eficaz de aquéllos. En nuestra tradición psicológica en español encontramos unos cuantos nombres que son ya lugares clásicos donde buscar sugerencias e información. Me refiero a nombres como el gran psicopedagogo de la Institución Libre de Enseñanza Domingo Barnés, el pionero de la psicología mexicana Ezequiel Chávez, o el argentino Aníbal Ponce, que hace ya muchos años que se plantearon el análisis de la adolescencia, en sus líneas generales. Precisamente sus libros nos sugieren algunas reflexiones. En efecto, cuando uno se asoma a sus obras, en busca de información o sugerencias para nuevos trabajos, aparece patentemente que aquellos aspectos o elementos de la vida de los adolescentes que tienen un carácter físico, o bien mental y personal, permanecen relativamente estables e invariables. Por el contrario, lo que podríamos considerar como la tercera pata del banco de la adolescencia, a saber, la que se refiere al complejo mundo de lo social, ha cambiado completamente. En este preciso terreno, los problemas son nuevos; se encuentran nuevas desviaciones, y, sobre todo, van apareciendo nuevas soluciones. Es decir, que aunque la problematicidad de la adolescencia permanece, es sobre todo en su elemento social donde esta se alveola y radicaliza. Por eso el tema de la adolescencia es siempre cambiante y está abierto constantemente a revisiones: porque la sociedad es un organismo vivo en constante transformación, en que se generan incesantemente nuevas perspectivas desde las cuales se ven de una manera nueva tanto los problemas como sus soluciones. Precisamente, una de las características de las sociedades contemporáneas es que, en ellas, la figura global de la adolescencia ha estado sometida a grandes y profundas novedades. Por ello es tan importante analizar cómo se conjugan los cambios sociales 12 (poblacionales, sanitarios, familiares, industriales), que tienen lugar en nuestro tiempo, con los cambios biológicos más o menos constantes y estables, que tienen lugar en toda adolescencia. En este marco es en el que hay que situar este libro al que estas palabras ponen prólogo. Éste es, si no he contado mal, el séptimo libro en solitario que publica su autora, en una editorial de prestigio y con gran difusión nacional. Es una obra que pondrá al alcance de los profesionales, los padres y los maestros una información relevante y bien elegida sobre los adolescentes, que son en realidad sus clientes, específicos, integrados por personas que desempeñan unos roles muy básicos, los de hijos y alumnos respectivamente. Su autora, Margarita Olmedo, es una profesora especializada en estos temas, acerca de los cuales viene trabajando desde hace años, como una competente profesora titular de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. He tenido la suerte de verla trabajar en sus investigaciones, prácticamente desde sus comienzos. Comencé dirigiéndole algunas de ellas, y luego hemos colaborado en trabajos posteriores; he pasado de ser su profesora a ser una compañera de viaje. Su interés se ha ido centrando en torno al mundo de las emociones, con incursiones hacia el mundo del trabajo adulto, y al mundo infantil, y en concreto al de la escuela. Ahora se ha atrevido, además, con la presentación y clarificación de uno de los períodos más peliagudos del ciclo vital, que es este de la adolescencia. La adolescencia, en efecto, funciona como un trampolín que permite dar el salto desde la niñez al estado adulto. Esa mutación se hace conjugando una perspectiva biológica en evolución constante con otra social cambiante. Éste es un salto que tiene riesgos y que puede terminar en éxito o fracaso. Su resultado final dependetanto de la pericia del ejecutante (preparación) como de la calidad de los elementos del entorno (recursos). Ambos factores cambian en las distintas fases históricas. Un adolescente del siglo XXI se desarrolla, físicamente, de modo similar a como lo hacía otro del siglo XI, pero los mundos en que eso sucede son diametralmente diferentes y condicionan de muy diversa manera ese cambio. ¿Y cómo es ese mundo social de nuestros adolescentes? Uno de los factores que está en juego hoy es el cambio demográfico. En el siglo XXI cada vez hay más viejos (el 25% de su población, en los países desarrollados europeos, tiene más de 65 años) y en cambio hay menos adolescentes (20%). Este cambio incide directamente sobre el fenómeno de la oferta y la demanda. En una palabra: los viejos se devalúan y los jóvenes se revalorizan, y aprecian. Uno de los resultados es que se ha producido un juvenilismo social, lo que lleva a que todo el mundo quiera ser joven, incluso los viejos. Para visualizar este cambio, pensemos que antes la figura de representación poblacional era un abeto, pero se irá convirtiendo paulatinamente en una seta y esto afecta a la instalación del adolescente, puesto que ha entrado en una etapa de hipervaloración. El desarrollo de la medicina ha hecho posible este vuelco demográfico en el mundo desarrollado. Ha conseguido que los viejos perduren, que los niños no se mueran, pero 13 que nazcan en una proporción muy inferior a la que venía habiendo en tiempos bastante próximos, con lo cual todos los que nacen se mantienen en la vida hasta la extrema vejez, salvo las excepciones minoritarias que representan la enfermedad precoz y los accidentes. La medicina, así, ha aplazado la experiencia de la muerte que antaño constituía la normalidad de la vida. Los jóvenes ciertamente nunca han tenido presente la idea de la muerte propia, pero estaban expuestos a la experiencia de la ajena y eso conformaba una idea de la vida. La existencia de una generación joven sin esta experiencia, no ha ocurrido nunca antes tanto como ahora sucede y es evidente que representa un profundo cambio. ¿Qué consecuencias puede tener el juvenilismo? Es muy posible que el joven tienda a sobrevalorarse y a descuidar la calidad de su formación, mediante el esfuerzo, puesto que está, a priori, seguro de su valor. Además, esto puede estar todavía más sobredimensionado por el hecho de que, en el mundo desarrollado, la mayor parte de los adolescentes son en nuestros días hijos únicos. Consecuentemente, sus padres tienden a ser excesivamente sobreprotectores, y se les retrasa la edad de la responsabilidad, se les rebaja el nivel de exigencia y tienden a convertirse en progenitores excesivamente condescendientes. Es muy frecuente que estos padres se digan a sí mismos: “yo lo he pasado mal, que él disfrute mientras pueda”. El resultado de este proceso es el “niño mimado”, o spoiled child que describió Locke en el XVII y ya, en aquel entonces, advertía de su peligrosidad a los nobles de su tiempo (que, por otras muy distintas razones a las actuales, solían también tener hijos únicos). Ese niño mimado, en opinión de Ortega y Gasset, vendría a ser lo mismo que lo que en España llamamos un “señorito satisfecho”. Por lo que respecta al mundo familiar encontramos otro profundo cambio. Tiene que ver con la movilidad. Los padres cambian más de residencia, de trabajo y de pareja. Es un hecho muy general, y hace necesario incrementar la capacidad de adaptación del joven. Su flexibilidad se vuelve una pieza fundamental para mantener su capacidad de adaptación. Como es bien sabido, la adaptación es el meollo de la inteligencia. Como se subraya en este libro, parece que se ha constatado fehacientemente que ésta crece. Es evidente que nunca antes en la historia de la Humanidad tantos individuos han tenido acceso a la educación, e incluso a la educación superior, y nunca ha sido tan efectiva la posibilidad del ascenso social mediante la educación. Todo esto afecta a la dimensión intelectual de la inteligencia, pero, sin embargo, no ocurre lo mismo con todo lo que se refiere a la inteligencia emocional. Parece que a medida que crece la posibilidad de educarse intelectualmente, se menoscaba la estabilidad emocional. Por ejemplo, sabemos que se ha acortado enormemente el período de estancia en la familia del neonato y parece que esto puede tener consecuencias emocionales. Al igual que les sucede a los marsupiales, que llevan a sus crías en una bolsa materna o marsupio durante un tiempo, el hombre también necesita una estancia familiar, de máxima proximidad extraplacentaria, para completar su inteligencia social y emocional y formalizar su pertenencia a grupo. Rof Carballo, hace ya muchos años, habló de esa proximidad como el medio a través del cual 14 se establece una ‘urdimbre afectiva’ en la personalidad del infante, y a su través esa personalidad se constituye y consolida. Habría que plantearse seriamente qué es lo que está pasando en tantas y tantas familias para que el apoyo, la seguridad y la comunicación emocional estén fallando y , por lo mismo, no se concluya adecuadamente esa “educación sentimental” que conduce a la seguridad en sí mismo y al equilibrio afectivo. Los datos muestran tercamente que los problemas afectivos, ya sea en sus formas interiorizadas como exteriorizadas, aumentan a medida que las sociedades se hacen más complejas. No es aventurado pensar, y hay una copiosa investigación empírica que viene a probarlo, que los adolescentes que protagonizan matanzas escolares casi siempre están sometidos a unas situaciones familiares desestructuradas. Así, vendría a generarse un desajuste emocional que parece estar en la base de ese tipo de conductas, que para el gran público resultan incomprensibles. Aún hay más cambios. Los cambios técnicos han trastocado la industria y el acceso a los bienes de consumo, pero de rebote han exigido una dedicación total del individuo a un trabajo que le proporciona la posibilidad de obtener todo lo que se produce. Tenemos más cosas que nunca, pero también menos tiempo que nunca para el ocio, para la socialización y para la familia. Si uno observa el modo de vida americano, que es un paradigma para muchos, vemos que, en una mayoría de casos, los individuos viven en unas casas confortables, con inmensas cocinas y amables jardines, pero al tiempo se ve que el trabajo necesario para mantener esa casa impide en realidad poder disfrutar de ella. Cuando llegan a su casa, que es su castillo, según la fórmula anglosajona, están exhaustos y se meten en la cama para cenar viendo la televisión, frecuentemente cada uno en su cuarto y provistos de distintos menús; no hay tiempo para cocinar en esa cocina de cine, la cena se calienta en el microondas y suele ser precocinada, no queda tiempo para utilizar el jardín, aunque haya que cortar el césped con regularidad para no exhibirlo descuidado ante los vecinos. Éste es un panorama un poco caricaturesco y desolador, pero puede ser nuestro futuro, y semejante futuro implica que se incrementará la soledad personal, que es el verdadero mal del desarrollo económico. Los desajustes que se comentan en este libro son, como ya hemos dicho, los más comunes en nuestra sociedad y propios de nuestro tiempo, los interiorizados: ansiedad y depresión, así como los trastornos exteriorizados: hiperactividad y trastornos de conducta. Con ellos se cubre la gama básica de posibles alteraciones. Pero también se tocan dos temas que son especialmente relevantes en la vida de nuestros adolescentes y que representan huidas hacia adelante frente a los problemas emocionales y personales. Me refiero a las dos básicas adicciones de nuestro tiempo: la adicción a la droga, que viene de antiguo, y una novísima, la adicción a las nuevas tecnologías-internet, teléfonos móviles, maquinitas de juegos, que hace estragos entre nuestros adolescentes. Bienvenido sea un libro que puede ayudar a clarificar los problemas más habituales en esta etapa de la vida y que se plantea no sólo el tema de una prevenciónprimaria sino también la prevención secundaria. Éstas son cosas que realmente necesitamos poner, de manera renovada, a la altura de nuestro tiempo, para que sean más eficaces. Las páginas 15 que siguen se refieren, en definitiva, a las cuestiones básicas de cómo podremos ayudar a nuestros adolescentes a ser más felices, más seguros de sí, mejor comunicados, y capaces de construir un mundo donde llegar a ser auténticas personas. Victoria del Barrio 16 Introducción El presente texto ha sido elaborado con la pretensión de proporcionar información sobre las problemáticas más comunes que pueden darse en la etapa adolescente y sus posibles soluciones, tanto desde el punto de vista de la prevención primaria en el ámbito familiar, como de los recursos terapéuticos existentes al respecto, estando dirigido a todas las personas interesadas en adquirir un mayor conocimiento sobre esta etapa vital, sus dificultades y las formas de abordarlas. No es un manual específico sobre problemas psicopatológicos, ni tampoco sobre técnicas de intervención psicológica enfocado a profesionales. No es el objetivo ofrecer una panorámica general y exhaustiva de todos los problemas que, evidentemente, pueden surgir en un adolescente. Se trata, más bien, de profundizar en aquellas cuestiones que los estudios epidemiológicos han resaltado en esta etapa vital y, sobre todo, en la presente década. Comenzaremos ofreciéndoles una perspectiva general sobre lo que acontece durante estos años, hablaremos de la importancia del cambio, del porqué y de sus consecuencias, allí dónde podemos encontrar las raíces de los problemas emocionales y comportamentales que posteriormente serán abordados. Continuamos dando respuesta a cómo pueden influir la genética y los estilos de crianza en este sentido. El resto de los capítulos están dedicados al abordaje de problemas concretos, empezando con aquellos vinculados a las emociones, centrándonos, de forma concreta, en la depresión y la ansiedad, por su incidencia en estos años, y siguiendo con la descripción y el tratamiento de los problemas conductuales más frecuentes, la hiperactividad (con o sin déficit de atención) y el comportamiento perturbador. Finalmente, se afrontan los problemas de las adicciones, al considerar que los hábitos adquiridos en la adolescencia pueden ser de capital importancia, no sólo en el manejo de la vida cotidiana presente, sino que también pueden tener repercusiones futuras. La estructura de los diferentes capítulos, sobre todo en cuanto a las pautas de intervención se refiere, puede variar; debido a que, en algunos casos, como ocurre en los trastornos emocionales, la mayoría de las pautas que resultan de utilidad en su tratamiento están solapadas, y en otros, en cambio, como en el caso de las adicciones, las estrategias de intervención son muy específicas. Aquellos que comparten su vida con un adolescente y están dispuestos a prestar la ayuda necesaria para solventar estos problemas pueden encontrar a través de esta lectura una guía para mejorar la convivencia y resolver algunos problemas frecuentes en esta 17 etapa vital, conduciéndoles hacia una vida adulta psicológicamente sana. A Javier, el artífice capaz de devolverme con su sonrisa a la cándida adolescencia 18 1 La adolescencia: el significado del cambio 1.1. El estereotipo de la adolescencia Una definición escueta de la adolescencia establece que éste es el período entre la niñez y la edad adulta. Una etapa donde tiene lugar gran parte del crecimiento físico, psicológico y social, y es este crecimiento el que hace que la adolescencia ocupe un lugar especial dentro del campo de la psicología evolutiva. A pesar de que se han realizado numerosos estudios que tratan de describir y explicar esta etapa vital y existen excelentes teorías y perspectivas acerca del mismo, es difícil hallar una visión teórica completamente integrada, que sea tanto explicativa como predictiva. Los puntos de vista aportados por los diferentes expertos que se han ocupado del tema suelen ser parciales, centrándose muchos de ellos en aspectos concretos o haciendo referencia a casos especiales de la adolescencia. ¿Cómo se puede llegar entonces a una definición de la adolescencia en la que se consideren todas las ramificaciones del uso que se le da a este término? La percepción de este período vital y las definiciones correspondientes varían desde las que da el hombre de la calle o el padre involucrado personalmente, hasta las de los profesionales que tienen interés en los adolescentes en cuanto a sus relaciones cara a cara y las de aquellos que los consideran como sujetos de su estudio teórico. Puesto que estas personas tienen diferentes tipos de educación, finalidades y experiencias con el adolescente, sus percepciones y planteamientos son distintos. Así mismo, es evidente la tendencia a generalizar a partir del adolescente que se conoce o a partir de un grupo de adolescentes que forman una subcultura. Sin embargo, en este punto, nos parece relevante subrayar la frecuencia con que los adultos consideran a los adolescentes en función de estereotipos fomentados por los medios masivos de comunicación y, en menor grado, por profesionales que han escrito sobre la adolescencia. Ha sido tan grande la discusión acerca del conflicto entre generaciones, que muchas personas, incluidos los padres, están convencidos de que con la pubertad comienza a gestarse, por lo menos, una guerra fría. Al adolescente se le ha descrito de muy diversas maneras, entre las que destacan adjetivos como “emocional”, “voluble” y “egocéntrico”. También se ha destacado su escaso contacto con la realidad, 19 su incapacidad para la autocrítica, su inestabilidad y su sensibilidad. Estos estereotipos tienden a actuar en dos sentidos. El adolescente sabe lo que se dice de él y se esfuerza por emular la imagen que de él ha sustentado la sociedad. Conforma su comportamiento para satisfacer lo que se espera de él: la personificación del estereotipo. En este punto somos testigos de un círculo vicioso de la conducta. El adolescente trata de comportarse como los adultos sospechan que debe ser, y el adulto, que atestigua este comportamiento, obtiene la confirmación de su idea. Mientras tanto, la sociedad, en general, llega a conocer esa conducta a través de los medios de comunicación, que difunden aún más el estereotipo, perfeccionándolo. En lo que respecta al adolescente, todo esto refuerza las creencias acerca de lo apropiado de su comportamiento, y nuevamente trata de cumplir lo que se espera de él. Al margen de estos patrones, la visión que nosotros tratamos de aportar asume que este período de la vida tiene características diferentes para cada individuo. El impacto de la adolescencia y sus efectos varían de una persona a otra, de una cultura a otra y de una generación a la siguiente. Sin embargo, es importante tener en cuenta que aun existiendo variaciones individuales, hay denominadores comunes y, con las limitaciones del caso, se pueden aplicar ciertas generalidades. En este sentido, cabe citar la vulnerabilidad del adolescente a los problemas emocionales y conductuales. Durante la adolescencia se observa que las emociones y las conductas tienden a mostrar mayores variaciones que en las etapas que la preceden y la siguen. Los períodos de gran entusiasmo e intentos por alcanzar grandes logros son seguidos por períodos de languidez, depresión, insatisfacción y conductas transgresoras. 1.2. El valor adaptativo de la adolescencia en el ciclo vital La adolescencia es un tiempo de grandes cambios que a menudo pueden ser confusos tanto para la propia persona como para quienes le rodean. Saber lo que significa la adolescencia puede ayudar a las personas cercanas a comprender mejor el comportamiento en esta etapa vital y a ejercer una influencia mayor en sus decisiones. La mayoría de los jóvenes de 12 a 16 años experimentan un aumento rápido de estatura de peso, dando comienzo su desarrollo sexual. El resultado de estos cambios es que muchos adolescentesestán más pendientes de su cuerpo que cuando eran más pequeños y comienzan a compararse con otros jóvenes y a preguntarse si son suficientemente altos(as), delgados(as), fuertes o atractivos(as). En esta etapa, algunas estructuras cerebrales no han terminado de desarrollarse, por lo que es normal que tengan dificultades a la hora de realizar algunas funciones, a menos que hayan tenido un desarrollo específico que de forma temprana haya favorecido la madurez de las mismas. Concretamente, los lóbulos frontales de un adolescente, la parte del cerebro encargada de pensar en las consecuencias de nuestros actos antes de actuar, de planificar nuestro futuro, de tener consciencia social, del control de nuestro instinto 20 agresivo y sexual y de ponernos en el lugar de otras personas, no se encuentran totalmente maduros. Por otra parte, el cambio hormonal en la adolescencia también influye comportamentalmente. El cuerpo inicia la producción de hormonas y se presentan cambios en los órganos sexuales, lo cual tiene dos implicaciones importantes: en primer lugar, se les despierta la libido, una libido que no saben controlar, y en segundo lugar, sienten que ya han dejado de ser niños e imitan la conducta de los mayores. Dos características que pueden llegar a convertirse en una “caja de bombas” si la inestabilidad emocional y la falta de control están en la base. A la hora de describir la adolescencia existe un acuerdo general en considerar que es un período de inestabilidad, de búsqueda, de cambios. Con frecuencia los adolescentes se sienten incapaces de superar los retos que tienen por delante (los estudios, encontrar trabajo…) y de responder a las demandas que los demás, adultos y pares, depositan sobre ellos. En esta etapa de la vida los amigos y “la aceptación” cobran más importancia, comenzando a cuestionar los valores y las reglas de los adultos, buscando en su grupo de amigos, y a través de los medios de comunicación, las claves de cómo deben comportarse. Dadas las citadas connotaciones, no debe sorprendernos que los padres a menudo tengan conflictos con sus hijos. Durante este tiempo, a veces turbulento, quizá el reto más grande para los padres y, en general, los educadores sea lograr un balance entre proveerles de apoyo y establecer los límites adecuados, a la vez que respetar la necesidad cada vez mayor de independencia que reclaman. La mayoría de los adolescentes aún están muy orientados hacia el “ahora” y sólo comienzan a entender que sus acciones pueden tener consecuencias negativas de difícil solución. Además, tienden a creer que nada malo les va a suceder, lo que contribuye a explicar por qué a menudo toman riesgos indebidos. Es un momento de tránsito en el que el ser autónomos cobra un valor especial, sin saber aún afrontar muchas de las responsabilidades exigidas. La inseguridad y las dudas sobre sus capacidades tienen en esta etapa un caldo de cultivo favorable, ya que se sienten cuestionados y amenazados por lo que todavía no dominan. Si un adolescente siente, de alguna forma, que no da “la talla”, tiene mayor probabilidad de desarrollar problemas emocionales o conductuales, pudiendo incluso caer en una adicción experimentando con diferentes sustancias para agradar a sus amigos. En esta etapa del desarrollo prima una actitud cuestionadora que se opone a las normas. El joven, en este momento de su vida, está convencido de tener la razón en todo y que la realidad es tal y como él la percibe. Las únicas personas que pueden influir en el adolescente son las que despiertan su admiración convirtiéndose así en sus modelos a seguir. No obstante, no suelen elegir a un único individuo como su modelo, sino que van tomando rasgos que les agradan de diferentes personas y van construyendo así su propia identidad. Para adaptarse más fácilmente a un grupo de amigos o “pares” el adolescente tiende a hablar como ellos, actuar como ellos, vestirse como ellos, lo cual le proporciona un 21 sentido de pertenencia que resulta de gran relevancia en esta etapa, considerando su niñez y la dependencia de las figuras de autoridad algo a superar. Los amigos se convierten en las personas de referencia en su vida pasando la familia a un plano que limita o supera lo meramente instrumental, ya que aún siguen necesitando de su protección y sustento para llevar a cabo lo que estiman conveniente. 1.3. Temperamento, estilos de crianza y su influencia en los problemas de los adolescentes 1.3.1. ¿Qué traemos puesto? El temperamento La adaptación de los niños al entorno social, en su núcleo familiar y, posteriormente, en el escolar, tiene una repercusión directa sobre su desarrollo como persona y sobre el ambiente donde se desenvuelve. Pero esta adaptación viene claramente influida por el temperamento, una variable orgánica, con carga genética, que podemos observar desde los primeros momentos en la vida de un niño. Muchos de los modelos del temperamento (Bronfenbrenner, 1998; Buss, 1984; Keenan y Shaw, 2003) subrayan que el ajuste de un individuo a su entorno es consecuencia de la interacción de un conjunto de variables orgánicas y ambientales. En los niños, el temperamento representa el origen constitucional de las diferencias individuales que se manifiesta en la activación (reactividad) y la capacidad para autorregular la expresión de estas tendencias (autorregulación). Tanto la reactividad como la autorregulación están influidas por la herencia, la maduración y la experiencia. Así, el temperamento representa la base afectiva de la activación y atención de la persona y, en cambio, la personalidad es el resultado de un proceso más complejo que, además del temperamento, incluye pensamientos, habilidades, hábitos, valores, moral, creencias y cogniciones sociales (Rothbart y Derriberry, 1981). Partiendo de estas premisas, se puede considerar el temperamento como un ingrediente de la personalidad, pero aun siendo ésta más compleja, el temperamento contiene la disposición previa que condiciona no pocos de los cauces en los que la personalidad se constituye. Por ejemplo, el temperamento proporciona el proceso atencional básico, pero no cogniciones concretas específicas, así como la intensidad de reacción emocional (Rothbart, Bates, Eisenberg, Damony Lerner, 2006). Es decir, podemos considerar el temperamento como una disposición a nativitate para reaccionar ante estímulos, pero ello se plasma en diversas dimensiones específicas. Estas dimensiones se configuran en un perfil más concreto y, consecuentemente, en instrumentos de medida para su utilización en la investigación. Si consideramos la emoción como una dimensión del temperamento, ésta se convierte en el elemento básico del anterior, en sus dos formas cualitativas: positiva y 22 negativa. La emocionalidad negativa hace referencia a la disposición para mostrar varias formas de afecto negativo. Buss y Plomin (1984) señalan, como distintivo de esta dimensión, cinco elementos: dos cuantitativos, el umbral estimular necesario para evocar una respuesta y la intensidad de la misma; y tres cualitativos, malestar (distress), miedo e ira. La intensidad de la respuesta emocional ha sido la pieza fundamental para determinar el temperamento difícil (Strelau, 1983), aunque los trabajos con adolescentes, Larsen y Diener (1987) se han centrado en la intensidad afectiva más que en la frecuencia de las mismas. En este tipo de estudios, la intensidad temperamental reactiva ha sido considerada como la magnitud del temperamento que correlaciona tanto con afectividad negativa, incorporándose paulatinamente al constructo de la personalidad (Watson, Clark y Tellegen, 1988). Se incluyen en el mismo conductas observables como malestar ante las limitaciones, miedo, tristeza, frustración, retraimiento, timidez. En el otro extremo de la emocionalidad negativa aparece la emocionalidad positiva, considerada como la tendencia a expresar júbilo o alegría. Para Thomas, Chess y Birch (1968), la emocionalidad positiva o cualidad del humor positivo es entendida como una cualidad del comportamientoamistoso, agradable y alegre, de manera que el concepto de sociabilidad o acercamiento se solapa con el de emocionalidad positiva. No obstante, en el temperamento podemos observar la incidencia de otros parámetros que pasamos a describir a continuación: – La adaptabilidad. El concepto de adaptabilidad consiste en el grado de aceptación, por parte del sujeto, de las situaciones o personas nuevas que aparezcan en su vida. Esta dimensión tiende agruparse empíricamente con la dimensión de aproximación. Los parámetros que la evalúan están relacionados con la velocidad de ajuste al cambio ambiental, o a la ausencia de una reacción negativa al cambio, así como a la placidez y a la quietud en las respuestas emocionales a una variedad de eventos ambientales. Se trata, pues, de la velocidad de ajuste a los cambios. En un polo de un continuo aparece el niño adaptativo, que se presenta plácido y tranquilo, y en el otro polo está el niño difícil, que crea problemas para su manejo. Este constructo se ha relacionado negativamente con el componente de emocionalidad negativa, pero de forma moderada (Windle, 1992). – La actividad, entendida como frecuencia e intensidad de la actividad motora. Esta dimensión se ha definido como factor independiente, desde el período preescolar hasta la adolescencia. Eaton y Enns (1986) la definen como el nivel usual de energía gastada por un individuo a través del movimiento. Para Buss y Plomin (1984), la actividad es principalmente un rasgo estilístico que marca la manera en la cual las respuestas son emitidas y que, además, están sujetas a un proceso evolutivo, ya que la actividad y sus dos componentes, tiempo y vigor, se modifican con la edad. Strelau (1983) ofrece apoyo empírico a la creencia de que hay patrones sistemáticos de funcionamiento neuroendocrino, 23 bajo las características psicológicas y conductuales relevantes para la reactividad. Así, la actividad del sistema nervioso central aumenta o suprime la estimulación, especialmente activa en la formación reticular y en el córtex, y existen evidencias de que los índices psicofisiológicos tienen alguna conexión significativa con la conducta emanada del temperamento, como anteriormente sostenía Eysenck (1947). – La regulación, una variable también definida en varias direcciones, se manifiesta en varios procesos que desempeñan un papel en tres dominios principales (Eisenberg et al., 1995): la regulación de la experiencia emocional; la emoción evocada en una situación dada, y la conducta dirigida emocionalmente. Rothbart (1981) se ha referido a este concepto, bien como distracción, bien como ciclo atencional o persistencia de la tarea en niños escolares, o bien como duración de la orientación. Rothbart y Reznick (1989) proponen el concepto de autorregulación como un elemento nuclear dentro de su teoría, entendiéndolo como el conjunto de procesos que pueden modular (facilitar o inhibir) la reactividad. Rothbart y Derriberry (1981) definen la regulación en términos de modulación de la reactividad interna como respuesta conductual y atencional a emociones internas y fisiológicas en respuesta al procesamiento de estímulos externos. La regulación en los modelos actuales implica procesos atencionales (atención focalizada y cambiante) y la habilidad para activar o inhibir la conducta (Derryberry y Rothbart, 1988; Windle y Lerner, 1986). – La inhibición conductual o retraimiento, descrita por Thomas y Chess (1977) es una dimensión de acercamiento-huida que, junto con aquellos modelos derivados de su concepción, la han entendido como la reacción inicial de un sujeto ante personas u objetos extraños, así como la aparición de ansiedad o de miedo ante los extraños o la tendencia a buscar situaciones nuevas. Se ha caracterizado por una alta actividad motora e irritabilidad en los niños de corta edad y en la adolescencia como retraimiento, pasividad y conductas de evitación (Turner, Beidel y Wolff, 1996). Según Rothbart (1981), la inhibición conductual, a diferencia de la sociabilidad, es un patrón temperamental que se asocia a un estado emocional displacentero o negativo, provocando huida, evitación o retraimiento ante situaciones novedosas o poco familiares. Entre estas situaciones pueden figurar tanto aquellas relacionadas con un contenido social (inhibición social) como situaciones nuevas o poco familiares, no estrictamente sociales (inhibición conductual). Resumiendo, podríamos decir que el temperamento infantil se refiere al conjunto de diferencias individuales de origen constitucional, presentes desde los inicios de la vida y con un curso evolutivo cambiante pero con una alta continuidad y coherencia a lo largo del desarrollo. Este concepto se ha delimitado a partir de diferentes dimensiones, entre las que cabe destacar la emocionalidad (positiva y negativa), la adaptabilidad, la 24 sociabilidad, el nivel de actividad, la reactividad, la autorregulación y la inhibición conductual. Estas dimensiones están influidas por la herencia, la maduración y la experiencia, y en interacción con los diferentes contextos de socialización del niño (por ejemplo la familia, la escuela o compañeros); es la plataforma sobre la que se desarrollará la personalidad adulta. El análisis de la estructura temperamental ha sido abordada desde distintas aproximaciones. Thomas, Chess y Birch (1968) distinguen entre temperamento fácil, difícil y lento. Estos autores proponen el constructo de bondad de ajuste para describir la adecuación o no del conjunto de interacciones circulares entre los cuidadores y el niño. Pero, independientemente del modelo al cual nos acojamos para su estudio, lo importante es que el temperamento tiende a ser estable en el tiempo, aunque en los primeros años de vida puede mostrar mayor variabilidad. Durante el primer mes de vida se aprecia la emocionalidad negativa, la orientación, la alerta, y la aproximación o retraimiento como su única expresión; entre los 2 y 12 meses siguientes aparecen las reacciones positivas; entre los 13 y 36 meses, el esfuerzo de control culmina el proceso que se inició con la inhibición conductual; por último entre los 3 y los 6 años toma prioridad la autorregulación verbal. 1.3.2. ¿Qué es lo que nos ponen? La influencia de los estilos de crianza Al margen de las variables orgánicas o constitucionales que nos diferencian, hemos de partir de un hecho claro: la familia es el primer núcleo de socialización del niño, con importantes repercusiones en la adaptación y el ajuste de los hijos. Dentro de la crianza distinguimos entre dos niveles de análisis: los estilos educativos y los hábitos de crianza. Los primeros son los de mayor nivel de abstracción y se refieren al clima familiar general que resulta de la combinación de los hábitos de crianza o pautas educativas de los padres. La mayoría de los autores (Musitu y García, 2001) coinciden en establecer, al menos, cuatro estilos educativos: democrático o autorizado, autoritario, permisivo y el negligente. Cada uno de ellos resulta de la combinación de dos grandes dimensiones en las que se agrupan los diferentes hábitos de crianza, el afecto y el control. El estilo educativo democrático es el que se ha relacionado con mayores niveles de ajuste y adaptación en el niño. Coherentemente con este estilo, los hábitos de crianza consistentes y relacionados con el afecto y el control inductivo, democrático y positivo son los que se han vinculado con menores problemas psicológicos en los hijos; mientras que la hostilidad, la crítica o el control autoritario se ha relacionado, entre otras, con problemas de rendimiento académico, peor autoestima, mayor incidencia de conductas agresivas, o depresión. Por tanto, la crianza de los hijos, es decir, el estilo educativo de los padres y los hábitos de crianza que de éste se derivan, así como sus interacciones lúdicas, poseen un importante papel en la predicción de futuros problemas en la infancia. De ahí, que la intervención dirigida a modificar el comportamiento parental en la dirección reduce los 25 problemasde ajuste en los hijos y previene la aparición futura de problemas psicológicos en éstos. Si consideramos los datos expuestos desde una perspectiva evolutiva y contemplamos las dos dimensiones independientes de mayor influencia en la crianza de los hijos –el control y el afecto–, su significado varía sustancialmente, según la edad de los hijos. Por una parte, el afecto es la dimensión que adquiere especial relevancia desde los orígenes de la relación padres-hijos, por ser la base del establecimiento del apego. Se gesta a lo largo de un proceso que culmina en los dos primeros años de la vida y cuya calidad está en función de la aceptación, el cariño, la empatía, la sensibilidad y la respuesta de los padres a las necesidades de los hijos. A partir de estos primeros momentos, el afecto seguirá siendo una de las piezas claves de una crianza adecuada. Si analizamos esta dimensión en función de la edad del hijo, se observa un cambio en las formas en las que el afecto se manifiesta. En los primeros años de vida, las expresiones de cariño tienen un mayor soporte físico, tales como besos, abrazos, arrumacos, etc.; sin embargo, a medida que los hijos crecen, los padres sustituyen, en gran medida, las expresiones físicas de cariño por la comunicación verbal compresiva y empática como medio de transmisión del afecto. Por tanto, a lo largo de los años las expresiones de cariño en la interacción padres-hijos disminuye y experimenta un cambio cualitativo en la manera de manifestarse (Shek, 2000; Spera, 2005). En línea con estos estudios, un reciente trabajo de Rodríguez, del Barrio y Carrasco (2009) muestra que a medida que los hijos crecen informan de un decremento en el afecto y la comunicación de sus padres y madres, especialmente la comunicación materna con los hijos varones. Por otra parte, el control que los padres ejercen sobre sus hijos con la finalidad de establecer normas y reglas que les permitan de manera autónoma y socialmente adaptada también experimenta cambios con la edad. Como hemos señalado, el control se manifiesta en aquellas prácticas educativas que incluyen, fundamentalmente, implicación, disciplina y supervisión. Si bien cuando los niños son pequeños, las rutinas y el establecimiento de normas más directivas son la forma inicial de ejercer este control, conforme el hijo crece y va adquiriendo madurez y autonomía, los padres modifican estas estrategias de control más autoritarias, basadas en la interacción física, en la imposición o el poder, por estrategias más inductivas, basadas en el razonamiento, la interacción verbal y el manejo de reforzadores (Cava y Musitu, 2001; Rodríguez et al., 2009). 1.3.3. El resultado Gran número de trabajos realizados a lo largo del siglo pasado, relativos a la socialización infantil, han puesto consistentemente de manifiesto que una de las influencias más determinantes del bienestar psicológico y conductual de los adolescentes es el tipo de 26 crianza que reciben (Klaas, Hannay, Caroselli, y Fletcher, 1999). Por tanto, el contexto familiar para los hijos puede significar, en unas circunstancias, un factor de vulnerabilidad y, en otras, de protección (Collins et al., 2000; del Barrio, 1997). Dependiendo del tipo de hábitos de crianza que utilizan los padres para educar a los hijos, el desarrollo de éstos puede ir en una u otra dirección (Rapee, 1997). Los hábitos de crianza relacionados con el cariño, el apoyo o el seguimiento de los hijos aumentan la probabilidad de adaptación de éstos al contexto familiar, mejorando su cohesión y armonía; otros, como la hostilidad, la ira, la crítica o el control psicológico se relacionan con menor éxito académico, menor autoestima y mayores tasas de comportamientos agresivos o depresivos en los hijos (Scaramella, Conger y Simons, 1999). Como hemos comentado, el estilo educativo democrático o autorizado es el resultado de la combinación de altos niveles de afecto y control, lo que se traducen en comportamientos parentales de flexibilidad, apoyo, afecto, aceptación y supervisión. Este estilo educativo ha sido el que sistemáticamente ha mostrado en los diferentes estudios mayores beneficios para el ajuste y la adaptación de los hijos. En términos generales, atendiendo a los hábitos de crianza, más que a los estilos educativos, la firmeza, el afecto, el fomento de la autonomía, la supervisión y el apoyo son aquellos que se han vinculado con mejores indicadores de ajuste (Gray y Steinberg, 1999). Si, además, estos hábitos de crianza son consistentes en el tiempo y entre los dos progenitores, sus efectos sobre el ajuste es aún más palpable (Rodríguez et al., 2009). A pesar de estas relaciones claramente establecidas, conviene recordar que no siempre las relaciones entre crianza y ajuste infantil han sido directas. Tal y como hemos comentado, tales relaciones vienen mediadas por el temperamento del niño. 27 PARTE I Problemas emocionales en la adolescencia 28 Hace más de cien años que G. Stanley Hall resumió su propio pensamiento y una extensa investigación sobre la adolescencia en una obra de dos volúmenes y 1.375 páginas, en la que propuso su hipótesis acerca de la inevitabilidad de los problemas emocionales durante la adolescencia. Cuarenta años después, los antropólogos culturales empezaron a dudar de la validez de dicha hipótesis. En la actualidad esta cuestión aún es motivo de controversia. Hasta cierto punto, es posible que para un adolescente que viva en la cultura occidental la verdad esté ubicada entre estos dos extremos (Olmedo, 1997). 29 2 La adolescencia como factor de riesgo en el desarrollo de problemas emocionales 2.1. El efecto Flynn y el efecto “Flan” Con la intención de obtener un mayor conocimiento sobre el tema que nos ocupa, en las últimas décadas se han realizado numerosas investigaciones de carácter epidemiológico (Bragado et al., 1996; Polaino y Domenech, 1990) cuyos resultados han puesto de manifiesto que, ciertamente, los adolescentes se deprimen y angustian en distintos momentos más allá de los límites de lo que se podría esperar bajo la perspectiva de las personas mayores que los rodean. Si bien en un tiempo se creía que la depresión y la ansiedad eran perturbaciones típicas de la mediana edad, los estudios realizados en edades inferiores han demostrado que los problemas de depresión, al igual que los de ansiedad, pueden ocurrir, y de hecho ocurren, mucho antes de alcanzar la etapa adulta. Incluso hoy se tiene la convicción de que son los sujetos adolescentes y adultos muy jóvenes los que están alcanzando las prevalencias más altas en este tipo de trastornos en las sociedades desarrolladas (Kandel y Davies, 1986). Las razones argumentadas por diferentes autores para explicar tales datos son diversas. Algunas tienen carácter sociológico, considerando las características de sociedades “desarrolladas” como la aceleración del ritmo de vida y los rápidos cambios culturales como factores de riesgo respecto a las alteraciones emocionales en esta etapa de la vida. Otras argumentaciones se realizan desde un perspectiva biológica, investigando cómo influyen en los trastornos emocionales variables bioquímicas como pueden ser los cambios hormonales o las alteraciones de algunos neurotransmisores. Desde las teorías del aprendizaje y cognitivas también se aportan hipótesis. Para los conductistas, son los aprendizajes desadaptativos que el sujeto adquiere de forma casi mecánica en su relación con el mundo los desencadenantes de dichos trastornos. Las teorías cognitivas, por su parte, valoran especialmente las representaciones que el sujeto tiene de sí mismo y del mundo exterior a la hora de explicar las causas de los problemas emocionales. Una perspectiva con pretensiones que abarca los diferentes aspectos aludidos 30 podemos encontrarla en la paradoja entre el “efecto Flynn” y el “efecto flan”. R. J. Flynn, después de realizar una investigación longitudinal que abarcaba una extensa población infantil perteneciente a 14 países desarrollados, publicaba en una prestigiosa revista científicade psicología una noticia que, en 1987, hizo sentir orgullos a padres y docentes: “en los adolescentes actuales ha incrementado el CI (inteligencia psicométrica) una desviación típica (unos 15 puntos de media) respecto a generaciones anteriores”. Este fenómeno tomo el nombre de “efecto Flynn” y ha continuado constatándose en los últimos 20 años. No obstante, de forma paralela ha surgido otro fenómeno que sería factible denominar, sarcásticamente, por su connotación poco consistente, “efecto flan”, y que haría referencia a esos otros muchos estudios en los que se pone de manifiesto que la presente generación de adolescentes está más confusa emocionalmente que la anterior, más sola y deprimida, más enojada y sin reglas, más nerviosa y preocupada, más impulsiva y agresiva. La hiperactividad y los comportamientos agresivos alcanzan niveles desproporcionados (es rara el aula en la que no coinciden dos o más alumnos con este tipo de problema). En definitiva, podemos concluir que mientras la inteligencia psicométrica avanza, en términos generales, la Inteligencia Emocional también, en términos generales, decrece. Tal afirmación bien merece un análisis casuístico, no siendo difícil intuir algunas de las razones que explican ambos fenómenos. El aumento de la inteligencia psicométrica se debe con probabilidad a factores como las mejores condiciones de vida (actualmente existen menos enfermedades infantiles, y las padecidas dejan menor huella, y la alimentación es mejor que hace décadas, no hay escasez); la enseñanza es obligatoria y ha aumentado el nivel de edad para dejar la escuela también en las últimas décadas; los padres muestran mayor preocupación que antaño por el rendimiento académico de sus hijos; existe más información y de más fácil acceso (basta con encender el televisor para estar informados) y, por último, los juegos disponibles facilitan las destrezas intelectuales medidas a través de las pruebas de CI. No obstante, algunas de estas circunstancias pueden incidir negativamente en el escaso desarrollo de la Inteligencia Emocional. Según los informes aportados por estadísticas recientes, el tiempo que los padres dedican a sus hijos ha decrecido; además, el tiempo compartido se emplea en ver la televisión y ayudar con los deberes. Los niños pasan el 51% más de tiempo viendo la televisión que con sus padres y el 11% más que con sus madres. Otro gran protagonista en la vida de los niños son los juegos individuales (videojuegos), que le restan oportunidades de interacción con los iguales y fomentan actitudes competitivas y violentas, actitudes que, igualmente, aparecen de forma destacada en numerosos programas de televisión elaborados, en principio, para el público infantil. Ciertamente, los niños disponen de mucha información a través de las numerosas “ventanas” que, desde su propia casa, pueden abrir: Internet, televisión, vídeos…, pero esta información es, en muchas ocasiones, contradictoria, el héroe agresivo de una película mata o amedrenta a sus enemigos y así se gana el respeto de sus compañeros, seguidamente, en otra temática, nos presentan a una víctima de maltrato, intentando 31 captar la sensibilidad del menor. Los mensajes publicitarios también están cargados de contradicciones, nos anuncian un postre fantástico y seguidamente el lugar donde ir a hacerse un liposucción. Ejemplos habría para llenar páginas, pero basta una reflexión sobre lo que cotidianamente vemos y/u oímos para darnos cuenta de que, si a los adultos nos cuesta manejar de forma coherente toda esta información, los esquemas mentales, más primarios, de los niños apenas pueden digerirla, lo cual se plasma en las dificultades evolutivas hasta llegar a la adolescencia. A las contrariedades halladas en la información que les llega de forma externa, aunque estén en casa, hay que sumar la ambigüedad de las normas que frecuentemente existen en los hogares. Hace décadas el sistema de valores que los padres empleaban en la educación de sus hijos era más purista: “esto está permitido y esto no”, “esto está bien y aquello mal”. Actualmente, la mayoría de los padres nos debatimos ante lo que podemos permitir o no a nuestros hijos, reñimos cuando nos importunan, les dejamos solos frente al televisor, y después nos sentimos culpables y les regalamos el último capricho requerido, sin que ellos sepan el porqué. Unas veces consentimos y otras no, dependiendo de nuestros quehaceres y el estado de ánimo, a lo que hay que añadir la falta de coherencia que los menores encuentran entre las figuras de autoridad, a lo que “papá” dice que sí, “mamá” dice no, la abuela también sí, al igual que la cuidadora y el maestro dice no (o viceversa y en diferentes combinaciones). Los padres critican frecuentemente las pautas educativas llevadas a cabo en el ámbito escolar, y ante el desconcierto, es probable que el niño, y aún más el adolescente, aprenda a ser astuto, basándose en algunas estrategias adoptadas desde modelos televisivos, para salirse con la suya, pero, en ningún caso, tales circunstancias favorecen el bienestar emocional, sino que resultan favorecedoras de la confusión, dando paso a problemas de depresión o ansiedad, cuando no a conductas impulsivas o agresivas. A partir del análisis de las diferentes explicaciones propuestas cabe señalar que, aunque las teorías sobre los trastornos emocionales intentan dar cuenta de la depresión y la ansiedad desde distintas perspectivas, con la finalidad de poder comprender y tratar las emociones, no existe una única y verdadera respuesta (Achenbach, 1995; Del Barrio, 1997). Por tanto, desde nuestro punto de vista, consideramos de mayor utilidad obtener un conocimiento de los factores que se hallan relacionados con la depresión y la ansiedad, y sobre los que es posible intervenir para lograr su mejora. No obstante, de cara a clarificar qué entendemos por depresión y ansiedad y sus características en esta etapa vital dedicaremos las siguientes páginas a esclarecer algunos conceptos sobre su diagnóstico. 2.2. Definición y diagnóstico de la depresión En la actualidad, la mayoría de los autores consideran que los criterios utilizados para el 32 diagnóstico de la depresión en la adolescencia son similares a los usados para definir la depresión en la etapa adulta. Sin embargo, podemos matizar que dicho trastorno emocional tiene una faceta evolutiva. En este sentido, podemos decir que una de las características más importantes de la depresión infantil es el estado de ánimo irritable que se hace manifiesto a través de protestas, lloros, conductas agresivas y/o aislamiento. Estos síntomas conductuales se van transformando durante la adolescencia en síntomas de oposición y transgresión de la norma, cediendo más importancia a los factores cognitivos. En cualquier caso, podemos hablar de un problema psicológico complejo cuyas características son: por una parte, el estado de ánimo irritable y/o disfórico, y por otra, la desmotivación y la disminución de la conducta instrumental adaptativa. Otras características o síntomas secundarios son: – Alteraciones del apetito (normalmente disminución de las ganas de comer con la consecuente pérdida de peso, pero también hay casos en que tal alteración consiste en un incremento del apetito y preferencias alimentarias, por ejemplo, dulces). – Alteraciones del sueño (con más frecuencia insomnio, aunque también puede darse hipersomnia). – Alteraciones en la actividad motora, pudiendo darse tanto agitación motora observable (incapacidad para permanecer sentado, pellizcarse, frotarse las manos continuamente o arrugar objetos) como enlentecimiento motor manifiesto a través del habla y movimientos corporales enlentecidos, aumento de la latencia de respuestas, bajo volumen de voz, menos inflexiones y menor cantidad de verbalizaciones. – Cansancio y fatiga excesiva sin hacer realizado un ejercicio físico que lo justifique, siendo más patente este cansancio por las mañanas. – Sentimientos de inutilidad o de culpa excesivos o inapropiados. El adolescente depresivo suelerealizar una evaluación negativa no realista de la propia valía, interpretando acontecimientos cotidianos neutros como prueba de defectos personales. – Dificultades para pensar, concentrarse, recordar, tomar decisiones y, en definitiva, para funcionar intelectualmente del mismo modo que antes, lo cual se manifiesta en una disminución del rendimiento académico. – Pensamientos de muerte, ideación suicida o tentativas de suicidio, pensando que los demás estarían mejor si ellos muriesen. Estos pensamientos pueden ser transitorios (1 o 2 minutos) pero recurrentes o pueden consistir en planes específicos para llevar a cabo la acción suicida. En este punto, cabe destacar que el suicidio, junto con los accidentes de tráfico, constituyen las primeras causas de mortalidad adolescente en los países desarrollados. 33 Como se desprende de la sintomatología citada, el trastorno depresivo repercute negativamente a nivel personal al conllevar malestar físico y psicológico, como familiar (por ejemplo, deteriorando las relaciones padres-adolescente), escolar (bajo rendimiento académico) y social a través de las conductas de aislamiento. La naturaleza de las áreas afectadas varía con la edad, siendo en la preadolescencia los sistemas psicofisiológico y motor los más afectados, adquiriendo relevancia con el paso de los años el sistema cognitivo, pudiendo incluso llegar a afectar otros ámbitos como el sexual o el legal (Méndez, 1999). 2.3. Incidencia de la depresión y factores de riesgo en la etapa adolescente La incidencia de este tipo de trastorno en la población también tiene un cariz evolutivo, pasando desde una afectación entre 1 y 2% en la población infantil, hasta alcanzar su pico más alto en la adolescencia. Los estudios epidemiológicos al respecto estiman una prevalencia de depresión de un 10% entre los 13 y los 18 años, siendo más frecuente entre las chicas que entre los chicos. De cada 4 adolescentes con depresión 3 son chicas (Del Barrio, 2007). Los factores desencadenantes o de riesgo que propician la aparición de este trastorno emocional pueden ser de índole variada, ejercen su influencia tanto factores personales como sociales. Si en la infancia podemos decir que el factor de riesgo de mayor relevancia son los problemas familiares, en la adolescencia suelen ser los problemas relacionados con la identidad (¿quién soy yo?), los fracasos amorosos y los fracasos escolares (Olmedo, 1996). La influencia del ámbito social se deja notar por la mayor prevalencia de la depresión en las sociedades desarrolladas, especialmente en los grandes núcleos urbanos (Del Barrio, 2007). Dado que una de las características de la depresión en esta etapa vital son las conductas de oposición y la tendencia a trasgredir las normas, es frecuente encontrar un solapamiento de este trastorno emocional con el consumo y/o abuso de sustancias nocivas, desde la nicotina, hasta las drogas ilegales, sustancias que, a su vez, provocan un incremento de los trastornos emocionales (incluso la nicotina está relacionada en alguna medida con la depresión) (Becoña, 2009). De manera que podemos hablar de un círculo que se retroalimenta a sí mismo. Los modelos que tratan de dar explicación al desarrollo de la sintomatología depresiva se basan, en su mayor parte, en factores personales, considerando que la variable clave para explicar el estado de ánimo es la valoración que el sujeto realiza de la situación, más que la situación misma. Al margen de los modelos biológicos que subrayan la importancia de las alteraciones neuroendocrinas y psicofisiológicas en el desarrollo de la depresión, los modelos psicológicos, sin denostar dichos factores, hacen hincapié en cuestiones relacionadas con el procesamiento de la información. Por ejemplo: 34 – En los errores que provienen de la autoobservación, atendiendo selectivamente a los eventos negativos a la vez que ignoran los positivos y atendiendo también selectivamente a las consecuencias inmediatas, o sea que atienden más a los efectos a corto plazo que a los efectos a medio y largo plazo. Estos sesgos atencionales originan una visión negativa y pesimista de la vida. – En los errores que provienen de la autoevaluación, estableciendo criterios poco realistas, es decir, son muy estrictos para concederse una valoración positiva de sus logros y muy proclives a considerar su conducta como fracaso. Sin embargo, cuando han de valorar las actuaciones ajenas emplean, justo criterios contrarios. Es frecuente que la persona depresiva realice atribuciones depresógenas consistentes en atribuir los resultados positivos de su conducta a factores externos, específicos e inestables y los negativos a factores internos globales y estables (si he aprobado un examen es porque he tenido suerte, el profesor de literatura es buena persona o me han preguntado justo aquello que sabía; si, en cambio, he suspendido es porque soy incapaz de retener nada en la memoria, no se me dan bien los estudios y jamás terminaré el bachillerato). Esta autoevaluación inapropiada merma la autoestima. – En la autoadministración de consecuencias, las personas con depresión se proporcionan consecuencias a sí mismos en función de la autoevaluación precedente, lo cual da lugar a un déficit de autorreforzamiento que genera pasividad y falta de iniciativa, y a un exceso de castigo que, por otra parte, suele ser reforzado por los adultos que rodean al adolescente depresivo al valorar positivamente que el joven se esfuerce en controlar su mala conducta (Méndez, 1999). Las estrategias, tanto de prevención como de tratamiento, para mitigar los mencionados factores de riesgo serán abordadas en apartados posteriores, pero con anterioridad pasamos a describir las características de otro problema emocional de gran prevalencia en la etapa adolescente: la ansiedad. 2.4. Definición y diagnóstico de la ansiedad La ansiedad es probablemente la más común y universal de las emociones y está presente a lo largo de toda la vida del individuo. A partir de los años 80, los estudios sobre ansiedad pasaron a ocupar un primer lugar en la literatura psicológica y psiquiátrica, y hoy en día se mantiene dicha tendencia. Existen numerosas definiciones de la palabra ansiedad, pero básicamente puede conceptualizarse como un estado emocional crónico, en el que sus efectos se manifiestan en cualquier tipo de situación; o como susceptibilidad a presentar reacciones emocionales en determinadas situaciones (Bermúdez, 1991). 35 La ansiedad, en sentido genérico, es una emoción o afecto, pero además también se trata de un drive biológico básico como pueda serlo el hambre o la sed. Aparece como una señal de peligro ante cualquier eventualidad que amenace la integridad o la identidad del yo o que sea interpretada por el sujeto como tal amenaza. Vista desde un punto evolutivo, la ansiedad es la reacción adaptativa de urgencia ante peligros inmediatos, que aporta al individuo las máximas capacidades para sobrevivir, usualmente por mecanismos de lucha o huida. De forma general, podemos definir la ansiedad como una respuesta anticipatoria que consiste en sentimientos de aprehensión, nerviosismo, preocupación y activación del sistema nervioso autónomo (Sandín y Chorot, 1995), que a diferencia del miedo tiene un carácter difuso, no está centrada en un objeto o situación específica. La reacción a la ansiedad puede ser provocada tanto por estímulos externos como internos (pensamientos, ideas, imágenes…), que son percibidos por el individuo como amenazantes. El tipo de estímulos internos y externos, capaces de evocar la reacción de ansiedad, estará, en gran parte determinado por las características personales, existiendo notables diferencias individuales en cuanto a la tendencia a manifestar reacciones ansiógenas ante las distintas situaciones. Como hemos podido observar en la anterior descripción sintomatológica de la ansiedad, esta perturbación se manifiesta como todas las emociones mediante un conjunto de respuestas agrupadas en tres sistemas (Klein, 1987): – El cognitivo-subjetivo(preocupación, inseguridad, falta de concentración, dificultad para tomar decisiones, interpretaciones catastrofistas y, en general sensaciones subjetivas de distrés). – El fisiológico o corporal (manifestadas a través del reacciones del sistema nervioso autónomo, como taquicardia, sequedad de boca, escalofríos, temblores, sudoración, náuseas, mareo…). – El motor (movimientos repetitivos o torpes, movimientos sin finalidad concreta, paralización, tartamudeo y, básicamente, conductas de evitación). No obstante, cada persona tiene su propia forma de reacción; existen individuos que muestran una reacción equilibrada entre los tres sistemas y otros en los que destaca algunos de ellos sobre los demás, lo que implica que las personas, al reaccionar de forma ansiosa, pueden activar en mayor o menor grado cada uno de estos sistemas. Por otra parte, también encontramos una distinción dentro del amplio espectro de los trastornos de ansiedad, nos referimos a la diferencia entre ansiedad generalizada y los trastornos de ansiedad específicos, entre los que cabe incluir las diferentes fobias, el trastorno de pánico, el trastorno por estrés postraumático o el trastorno obsesivo compulsivo. Centrándonos en la ansiedad generalizada como el trastorno objeto de descripción y tratamiento (por ser la más frecuente en la adolescencia y la que más covaría con la 36 depresión en esta etapa de la vida), pasamos a ofrecer una serie de criterios, que según el DSM-IV (APA, 1995) caracterizan a este trastorno, a partir de los cuales podemos obtener más fiabilidad y exactitud en su diagnóstico: – Ansiedad y preocupación excesivas sobre una amplia gama de acontecimientos o actividades que se prolongan más de seis meses. – Al individuo le resulta difícil controlar ese estado constante de preocupación. – La ansiedad y la preocupación se asocian a tres o más de los seis síntomas siguientes (en los niños solo se requiere uno): 1. Inquietud o impaciencia. 2. Fatigabilidad fácil. 3. Dificultad para concentrarse o tener la mente en blanco. 4. Irritabilidad. 5. Tensión muscular. 6. Alteraciones del sueño. – El centro de la ansiedad y la preocupación es generalizado, no se limita a facetas vitales, eventos o situaciones concretas. – La ansiedad, la preocupación o los síntomas físicos provocan malestar clínicamente significativo o deterioro social, académico o de otras áreas importantes en la actividad de la persona. – Dichas alteraciones no se deben a los efectos fisiológicos directos de una sustancia o enfermedad médica. Si nos remitimos directamente a las características de la ansiedad en la etapa adolescente, podemos decir que su connotación más particular es la preocupación excesiva y no realista sobre sucesos futuros, además de la preocupación acerca de lo apropiado de su comportamiento en la actualidad o en el pasado, o acerca del rendimiento académico o sobre la opinión de los demás, las relaciones sociales… (Echeburúa, 1993). También este trastorno se manifiesta en la adolescencia a través de componentes somáticos, como por ejemplo las conductas de inquietud psicomotora (tic, onicofagia…), así como a través de disfunciones gastrointestinales o trastornos del sueño. A ello habría que añadir el destacado papel que la ansiedad desempeña en la adicción a las drogas y/o el alcohol, los trastornos de alimentación y su cormorbilidad con la depresión, aspecto que abordamos en el último apartado de este capítulo. 2.5. Incidencia de la ansiedad y factores de riesgo en la etapa adolescente 37 El interés teórico y clínico en el estudio de la ansiedad se debe a su elevada prevalencia. Podemos afirmar que los trastornos de ansiedad suponen la enfermedad psicológica más frecuente, seguidos de la depresión y el consumo excesivo de drogas y alcohol. A lo largo de la vida, entre el 13 y el 15% de la población desarrollará el trastorno de ansiedad, padeciéndolo con mucha mayor frecuencia (más del doble) las mujeres que los hombres (Miguel-Tobal, 1996). Este dato se confirma especialmente en la etapa adolescente, las chicas entre 14 y 17 años diagnosticadas de ansiedad duplican a los varones (de edad semejante) afectos de este trastorno. La edad de comienzo es un aspecto importante en la epidemiología del trastorno, ya que tanto la vulnerabilidad orgánica como los eventos vitales típicos de ciertas edades pueden considerarse como factores de riesgo a tener en cuenta para lograr una mejor comprensión y prevención del problema. En este sentido, podemos afirmar, siempre en términos generales, que los trastornos de ansiedad son problemas psicológicos que suelen tener su comienzo en torno a la adolescencia (Olmedo, 1997). Los trastornos de ansiedad suelen ser los más prevalentes en muestras no clínicas de niños y adolescentes, situándose su índice de prevalencia alrededor del 18%, aunque se observa grandes diferencias en función de la edad, los criterios de diagnóstico o la fuente de información utilizada (cuando preguntamos a los padres, informan de menor ansiedad o depresión en sus hijos que si le preguntamos al adolescente) (Del Barrio, Moreno, Olmedo, 1997, Olmedo et al., 2000b). Así pues, y partiendo de las estadísticas que dan cuenta del trastorno, podemos decir que la adolescencia, en sí misma, es un factor de riesgo para su desarrollo. Igualmente, es necesario considerar las diferencias encontradas en función del género; es factible afirmar que el hecho de ser mujer incrementa las posibilidades de sufrir ansiedad (Olmedo et al., 2000a). Aunque en el caso de la ansiedad, los factores socio-demográficos de riesgo no han sido tan investigados como en otros trastornos (por ejemplo, la depresión), recientemente se han realizado estudios que destacan la importancia que tienen la educación y el nivel socioeconómico, apareciendo dicha perturbación con mayor frecuencia en los niveles educativos y socioeconómicos más desfavorecidos (Sandín y Chorot, 1995). También es un dato a destacar la tendencia al incremento de este tipo de trastornos en las sociedades desarrolladas y especialmente en las zonas urbanas (Fergusson et al., 1995), lo que parece encontrarse relacionado con hechos como la aceleración del ritmo de vida, los cambios en el rol de la mujer, la inestabilidad familiar y la movilidad social (Gotlib y Hammen, 1996). En este sentido, es factible remitir a las observaciones realizadas en el capítulo 3 al hablar del “efecto Flan” en las nuevas generaciones. Obviamente, el temperamento del niño y los estilos de crianza también ejercen su efecto en la posibilidad de desarrollar ansiedad llegada la adolescencia. Respecto al temperamento, podemos argumentar que un niño que haya mostrado signos de dificultades adaptativas, es decir, que haya encontrado problemas a la hora de ajustarse a los cambios sobrevenidos, que se haya caracterizado por una actividad excesiva a nivel motor, que haya mostrado problemas para autorregularse o que haya mostrado inhibición 38 social, será siempre más proclive a desarrollar un trastorno de ansiedad en la etapa adolescente. Asimismo, un estilo de crianza basado en la hostilidad, la crítica o el control autoritario se ha relacionado, entre otros problemas con la prevalencia de perturbaciones de tipo ansiógeno. En el apartado del siguiente capítulo, dedicado a la prevención de la ansiedad y la depresión, veremos cómo los diferentes estilos de interacción familiar pueden influenciar la aparición o atenuación de dichos problemas emocionales. Finalmente, conviene aludir a la cronicidad también como factor de riesgo, siempre y cuando no se trate de cuadros reactivos a circunstancias desencadenantes específicas, ya que cuando la ansiedad aparece en las primeras etapas vitales y se instala de forma constante en la vida del niño o adolescente, resulta difícil su extinción, ya que las formas de seleccionar y procesar la información van a marcar un camino que conduce inevitablemente a la generación de ansiedad. 2.6. La comorbilidad entre depresión y ansiedad. La explicación a través de modelo tripartitoComo hemos visto, la ansiedad y la depresión constituyen dos tipos de emociones negativas de alta frecuencia en la práctica psicológica, las cuales normalmente se presentan de forma coincidente y solapada en distintos grados, es decir, son trastornos comórbidos, manifestando puntos de confluencia en su génesis, sus síntomas, así como en los aspectos terapéuticos adecuados para tratar ambas problemáticas. El diagnóstico diferencial entre depresión y ansiedad resulta, en ocasiones, difícil de esclarecer, especialmente si no se trata de población adulta, ya que en edades inferiores como la adolescencia, los sujetos tienen más limitaciones a la hora de describir en qué consiste concretamente su malestar subjetivo, independientemente del auténtico solapamiento de estos trastornos en dicha etapa vital. Las personas depresivas y ansiosas comparten con frecuencia síntomas como problemas de sueño, irritabilidad, preocupación… Sin embargo, la ansiedad y la depresión no deben confundirse, ya que constituyen dos complejos emocionales diferentes: mientras que la ansiedad implica una hiperactivación orgánica, en la depresión lo que predomina es la inhibición y la tristeza. No obstante, dadas las dificultades para perfilar adecuadamente la discriminación entre ambos problemas, han surgido algunos modelos que tratan de esclarecer esta cuestión. Entre ellos destacamos el “Modelo Tripartito” sobre el afecto propuesto por Watson, Clark y Tellegen (1988), considerando que, probablemente, es uno de los que mejor explica el fenómeno de la comorbilidad entre depresión y ansiedad. Según este modelo la afectividad positiva y negativa no serían polos de un mismo continuo, sino que podrían existir de forma independiente. En otras palabras, la estructura del afecto encajaría en un modelo no unidimensional, sino bidimensional. 39 Los resultados aportados en las investigaciones realizadas por los citados autores poseen unas implicaciones de gran relevancia, tanto para la conceptualización como para el tratamiento de ambos trastornos. Clark y Watson (1991) consideran que la depresión “pura” se caracteriza por presentar una baja afectividad positiva (manifestada, por ejemplo, a través de la anhedonia o apatía) y una alta afectividad negativa (preocupación o adelantamiento de sucesos negativos, rumiaciones, sentimientos de culpa…). Este último componente, de afecto negativo, sería el compartido con el trastorno de ansiedad. Por tanto, la ansiedad y la depresión “puras” poseen un componente común, el afecto negativo, pero también componentes específicos a cada una de ellas que harían referencia a la hiperactividad fisiológica en el caso de la ansiedad y a la baja afectividad positiva en el caso de la depresión. Los componentes de este modelo tripartito facilitan la comprensión de las relaciones existentes entre ambos trastornos. Así, por ejemplo, el denominado trastorno mixto ansiedad-depresión conllevaría un aumento en el componente compartido de ambas perturbaciones, una elevada afectividad negativa pero, en cambio, los componentes específicos de cada trastorno (hiperactividad fisiológica y baja afectividad positiva) se encontrarían decrementados (Joiner et al, 1996). Siguiendo los estudios de los citados autores (Joiner et al, 1996), podemos constatar la plausibilidad del modelo en varias culturas, incluyendo la española. Además, del hecho referido a las diferencias en función del género: todos los componentes del modelo tripartito, menos la depresión “pura” son más comunes en las mujeres que en los varones, un dato que corrobora los resultados obtenidos por Ochoa, Beck y Steer (1992), al afirmar que no existían diferencias de género relativas al diagnóstico de depresión, cuando ésta no se presentaba de forma conjunta a la ansiedad, en cambio, cuando el diagnóstico era comórbido existía una proporción mujer/hombre de 2:1. El modelo tripartito que venimos exponiendo, si bien inicialmente fue probado en población adulta, no tardo en contar con evidencia en niños y adolescentes. El criterio evolutivo adquiere aquí una especial importancia, no sólo de cara a la teoría sino también por sus implicaciones prácticas en el tratamiento de estos problemas. Entre los resultados de estos estudios podemos destacar varios hallazgos: – La presencia de depresión y ansiedad de forma conjunta se da más en la adolescencia en comparación con la población infantil (Joiner et al., 1996). – Cuando los dos problemas se dan conjuntamente existe un número de síntomas mayor y los síntomas de ansiedad usualmente preceden a los de depresión (Alloy et al., 1990). – Los niños y adolescentes con desórdenes de ansiedad informan normalmente de menos síntomas depresivos, pero los niños y adolescentes con depresión informan, igualmente, de síntomas de ansiedad (Kendall et al., 1992). Con respecto al pronóstico, contamos con trabajos anteriores a este modelo tripartito, en los que se ponía de manifiesto que las formas mixtas del trastorno, en las 40 que conviven la depresión y la ansiedad, tienen un peor ajuste social, una mayor tendencia a la cronicidad y una respuesta terapéutica más pobre, que cuando dichas perturbaciones se presentan de forma aislada (Clancy et al., 1972). En cualquier caso, y no denostando la utilidad de los sistemas diagnósticos prevalentes en la actualidad, como el DSM-IV (APA, 1995), podemos argumentar de acuerdo con Bragado et al. (1996) que, de cara al objetivo fundamental desde la psicología clínica (la prestación de ayuda, fomentando el bienestar de las personas que la solicitan), quizá las investigaciones en este ámbito deberían atender, en mayor medida, a los factores de riesgo, indagando sobre los mecanismos causales y a encontrar técnicas terapéuticas eficientes, más que a “obsesionarse” por encontrar la clave para realizar un diagnóstico “perfectamente válido” y purista del trastorno en cuestión. Si hacemos una recopilación de los datos aportados en referencia a los trastornos abordados, sería posible encontrar factores de riesgo comunes para la depresión y la ansiedad, incluso cuando los estudios que tomamos como punto de referencia difieren en función de la muestra de partida. Por ejemplo, la distribución por características sociales, sexo y edad en las perturbaciones de ansiedad y depresión es bastante parecida en la mayoría de los trabajos realizados en este ámbito. Asimismo, la mayoría de las investigaciones coinciden en informar acerca de los altos índices de comorbilidad entre depresión y ansiedad en la etapa adolescente (Del Barrio, 1997). Este cúmulo de consistencias lleva a plantearnos la idoneidad de trabajar en prevención y tratamiento de forma conjunta para estos dos trastornos de tipo emocional (Kendall et al., 1992). Siguiendo este razonamiento, en el capítulo siguiente exponemos las pautas de prevención y tratamiento que numerosos estudios han destacado en cuanto a su eficacia; sin olvidarnos de que cada caso es un mundo particularizado, y que siempre deberemos ajustar el tratamiento, tanto en el ámbito familiar, como terapéutico, a las demandas y características del adolescente que manifiesta problemas emocionales. 41 3 Prevención y tratamiento de la depresión y la ansiedad en adolescentes Desde el presente manual subrayamos la importancia del aprendizaje de estrategias de afrontamiento que resulten útiles de cara a la prevención y abordaje de la ansiedad y la depresión. Como hemos mencionado, los expertos en el ámbito de estudio que venimos tratando están de acuerdo en afirmar que el período de la adolescencia contiene cierto potencial de alteraciones afectivas y reacciones al estrés (Del Barrio, 1997), sin embargo, también han destacado la importancia que adquieren los factores que actúan como “moderadores” frente al estrés percibido, es decir, la relevancia de aquellas habilidades o estrategias que pueden resultar útiles para hacer frente a los eventos vitales estresantes y cuya limitación supone, en la mayoría de los casos, una correlación significativa con los niveles altos de
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