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Warren Wiersbe - 21 1ra Juan Genuinos en Cristo

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Genuinos en Cristo 
Estudio Expositivo de la Primera Epístola de Juan 
Warren W. Wiersbe 
Editorial Bautista Independiente 
Genuinos en Cristo fue publicado originalmente en inglés bajo el título Be Real. 
© 
1972 
SP Publications, Inc. 
Wheaton, Illinois 
Todas las citas bíblicas en este libro han sido tomadas de la Versión Reina-Valera (1960). 
© 
1984 
Edición revisada 1994 
Todos los derechos reservados. Está prohibida la reproducción total o parcial, ya sea 
mimeografiada o por otros medios, sin la previa autorización escrita de la Editorial 
Bautista Independiente. 
EBI WW-610 
ISBN 1-879892-11-1 
Editorial Bautista Independiente 
3417 Kenilworth Blvd. 
Sebring, Florida 33870 
www.ebi-bmm.org 
(863) 382-6350 
CONTENIDO 
Capítulo 
Prefacio 
 1 ¡Es Genuino! (1 Juan 1:1–4) 
 2 Andar y Hablar (1 Juan 1:5–2:6) 
 3 Algo Antiguo, Algo Nuevo (1 Juan 2:7–11) 
 4 El Amor que Dios Aborrece (1 Juan 2:12–17) 
 5 Verdad o Consecuencias (1 Juan 2:18–29) 
 6 Los Impostores (1 Juan 3:1–10) 
 7 Amor o Muerte (1 Juan 3:11–24) 
 8 La Verdadera Raíz del Amor (1 Juan 4:1–16) 
 9 Amar, Honrar y Obedecer (1 Juan 4:17–5:5) 
 10 ¿Qué Sabes con Seguridad? (1 Juan 5:6–21) 
Dedicado al 
Dr. Howard F. Sudgen 
Pastor dedicado, Expositor talentoso, Amigo amado 
 
http://www.ebi-bmm.org/
PREFACIO 
La destreza del doctor Warren Wiersbe se manifiesta en su libro, Genuinos en 
Cristo, aquello por lo cual sus amigos le recuerdan y le aprecian. Wiersbe se 
distingue por el modo de ordenar la frase y su selección de palabras. En la 
presente obra no desilusiona, pues su manera de expresarse deleita el corazón de 
aquel que desee ampliar los límites de expresión. 
Wiersbe apoya el humor y a veces hasta la fantasía. Se da la impresión de que 
uno que sabe sonreírse de la raza humana—incluyendo a sí mismo—nunca será 
aburrido. 
Los que lo conocen mejor saben que Warren Wiersbe lleva a sus lectores y a 
los que lo oyen hablar, a una confrontación con la voluntad de Dios. Bajo todos los 
conceptos él es un hombre dedicado a hacer la voluntad de Dios. 
En sus escritos Wiersbe hace uso de la prosa lo que el apóstol Pablo creía 
debe hacerse del canto y de la oración: “Oraré con el espíritu, pero oraré también 
con el entendimiento; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el 
entendimiento” (1 Corintios 14:15). 
La lectura de este libro te traerá bendición. Se puede sentir en el corazón y la 
conciencia el toque del Santo Espíritu de Dios al dar vuelta las hojas; pero Warren 
Wiersbe también te hace pensar. Aquí no tenemos un paquete de cereal religioso 
predigerido: aquí tenemos la verdad bíblica, claramente interpretada y fielmente 
aplicada. 
Adelante, léelo… aprovecha la bendición y sé genuino. 
Robert A. Cook 
Ex presidente 
The King’s College 
Briarcliff Manor, N.Y. 
 
1 
¡Es Genuino! 
1 Juan 1:1–4 
“Había una vez…” ¿Recuerdas qué emocionantes eran esas palabras? Eran la 
puerta de entrada a un mundo de ilusiones, un mundo de ensueños que te 
ayudaba a olvidar todos los problemas de la niñez. 
Luego, ¡paf! Un día diste vuelta a la esquina y “Había una vez” se convirtió en 
asunto de niños. Descubriste que la vida es un campo de batalla y no un campo 
de juegos, y que los cuentos de hadas ya no tenían más sentido. Querías algo 
genuino. 
La búsqueda de algo genuino no es tema nuevo. Se ha sucedido desde los 
comienzos de la historia. Los hombres han buscado realismo y satisfacción en las 
riquezas, las emociones, las conquistas, el poder, el aprendizaje e inclusive la 
religión. 
No hay nada que sea realmente malo en estas experiencias, con la excepción 
de que en sí mismas nunca satisfacen verdaderamente. Querer algo genuino y 
hallar algo genuino son dos cosas diferentes. Tal como en el caso de un niño que 
come algodón de azúcar en el circo, muchas personas esperan morder algo 
genuino, y terminan con un bocado lleno de nada. Malgastan invalorables años en 
sustitutos vacíos de la realidad. 
Aquí es donde entra en escena la primera epístola del apóstol Juan. Escrita 
hace siglos, esta carta trata acerca de un tema siempre actual: la vida que es 
genuina. 
Juan había descubierto que la realidad que satisface no se halla ni en cosas ni 
en emociones, sino en una Persona—Jesucristo, el Hijo de Dios. Sin perder 
tiempo, en el primer párrafo de su carta nos cuenta acerca de esta “realidad 
viviente”. 
A medida que lees 1 Juan 1:1–4, descubres tres hechos vitales acerca de la 
vida que es genuina. 
Esta Vida Se Revela (1 Juan 1:1) 
Mientras leas la carta de Juan, descubrirás que a él le gusta utilizar ciertos 
términos, y que uno de ellos es la palabra manifestar. “Porque la vida fue 
manifestada”, (1 Juan 1:2) dice él. Esta vida no estaba escondida de modo que 
tuviésemos que buscarla y hallarla. ¡No, fue manifestada—revelada abiertamente! 
Si fueras Dios, ¿cómo harías tú para revelarte a los hombres? ¿Cómo les 
dirías acerca de la clase de vida que quieres que disfruten y cómo harías para 
dársela? 
Dios se ha revelado en la creación (Romanos 1:20), pero la creación por sí 
sola nunca podría contarnos la historia del amor de Dios. Dios también se ha 
revelado de manera mucho más plena en su Palabra, la Biblia. Pero la revelación 
definitiva y más completa de Dios está en su Hijo, Jesucristo. Jesús dijo: “El que 
me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). 
Por el hecho de que Jesús es la revelación de Dios mismo, tiene un nombre 
muy especial: “el Verbo de vida” (1 Juan 1:1). 
Este mismo título es el que inicia el evangelio de Juan: “En el principio era el 
Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). 
¿Por qué tiene Jesucristo este nombre? Porque Cristo es a nosotros lo que 
nuestras palabras [verbos] son a los demás. Nuestras palabras [verbos] revelan a 
los demás lo que somos y la forma en que pensamos. Cristo nos revela la mente y 
el corazón de Dios. Él es el medio de comunicación viviente entre Dios y los 
hombres. ¡Conocer a Jesucristo es conocer a Dios! 
Juan no comete ninguna equivocación al identificar a Jesucristo. Jesús es el 
Hijo del Padre, el Hijo de Dios (1 Juan 1:3). En su carta, Juan nos advierte varias 
veces en cuanto a no escuchar a los falsos maestros que dicen mentiras acerca 
de Jesucristo. “¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo?” 
(1 Juan 2:22). “Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es 
de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es 
de Dios” (1 Juan 4:2–3). Si un hombre está equivocado en cuanto a Jesucristo, 
está entonces equivocado en cuanto a Dios, porque Jesucristo es la revelación 
completa y final de Dios a los hombres. 
Por ejemplo, hay quienes nos dicen que Jesús era un hombre, pero que no era 
Dios. ¡Juan no deja lugar para tal clase de maestros! Una de las últimas cosas que 
escribe en su carta es: “Estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el 
verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20). 
La enseñanza falsa es un asunto tan grave que Juan también escribió acerca 
de ello en su segunda carta, advirtiéndoles a los creyentes para que no invitaran a 
entrar en sus casas a los falsos maestros (2 Juan 9–10). Y deja bien claro que el 
hecho de negar que Jesús es Dios es seguir las mentiras del anticristo (1 Juan 
2:22–23). 
Esto conduce a una doctrina bíblica básica que ha consternado a muchas 
personas—la doctrina de la Trinidad. 
En su carta, Juan menciona al Padre, al hijo y al Espíritu Santo. Por ejemplo, él 
dice: “En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que 
Jesucristo ha venido en carne, es de Dios” (1 Juan 4:2). Aquí, en un versículo, se 
hace referencia a Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo. Y en 1 Juan 
4:13–15 aparece otra declaración que menciona a las tres Personas de la 
Trinidad. 
La palabra “trinidad” es una combinación de “tri”, que significa tres, y “unidad”, 
que significa uno. Una “trinidad”, pues, es tres en uno o uno en tres. Es cierto que 
lapalabra “trinidad” no aparece en la Biblia, pero la verdad sí se enseña en ella 
(ve también Mateo 28:19–20; Juan 14:16–17, 26; 2 Corintios 13:14; Efesios 4:4–
6). 
Los creyentes no creen que haya tres dioses. Creen que un Dios existe en tres 
Personas—Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los creyentes tampoco creen 
sencillamente que un Dios se revele a sí mismo de maneras diferentes, tal como 
un hombre puede ser esposo, padre e hijo. No, la Biblia enseña que Dios es uno, 
pero que existe en tres Personas. 
Un maestro de doctrina solía decir: “Trata de explicar la Trinidad y tal vez 
pierdas la cabeza. ¡Pero trata de negarla y ciertamente perderás tu alma!” Y el 
apóstol Juan dice: “Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre” (1 Juan 
2:23). ¡Ninguna Persona de la Trinidad puede ser dejada de lado! 
Al leer los relatos de los evangelios en cuanto a la vida de Jesús, se observa la 
clase de vida maravillosa que Dios quiere que disfrutemos. Pero no es imitando a 
Jesús, nuestro Ejemplo, la forma en que podemos participar de esta vida. No, hay 
una manera mucho mejor: 
Esta Vida Se Experimenta (1 Juan 1:2) 
Vuelve a leer los primeros cuatro versículos de la carta de Juan y observarás 
que el apóstol tuvo un encuentro personal con Jesucristo. ¡No fue una “experiencia 
religiosa” de segunda mano heredada de alguna otra persona o descubierta en un 
libro! No, Juan conoció a Jesucristo cara a cara. El y los otros apóstoles 
escucharon a Jesús hablando. Lo vieron mientras vivía con ellos. De hecho, lo 
estudiaron cuidadosamente, e inclusive tocaron su cuerpo. Ellos sabían que Jesús 
era real—no un fantasma ni una visión, sino Dios en forma corporal humana. 
Algunos estudiantes del siglo 20 pueden decir: “Sí, y esto significa que Juan 
tuvo una ventaja. Vivió cuando Jesús andaba sobre la tierra. Lo conoció 
personalmente. ¡Pero yo nací 20 siglos tarde!” 
¡Pero aquí es donde nuestro alumno se equivoca! No fue la cercanía física que 
los apóstoles tuvieron con Jesucristo lo que los convirtió en lo que fueron. Fue la 
cercanía espiritual. Ellos se habían consagrado a él para que fuera su Salvador y 
Señor. Jesucristo era algo real y emocionante para Juan y sus colegas porque 
ellos habían confiado en él. ¡Al confiar en Cristo, habían experimentado la vida 
eterna! 
En esta carta, Juan utiliza seis veces la frase “nacido de Dios”. Esta no era una 
idea que Juan había inventado, sino que había escuchado a Jesús utilizando estas 
palabras. “El que no naciere de nuevo”, había dicho Jesús, “no puede ver el reino 
de Dios… Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, 
espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 
3:3, 6, 7). Nosotros podemos experimentar esta “vida verdadera” sólo después de 
creer el evangelio, poner nuestra confianza en Cristo y ser “nacido de Dios”. 
“Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Juan 5:1). 
La vida eterna no es algo que ganamos por las buenas obras ni que merecemos 
por causa de nuestro buen carácter. La vida eterna, la vida que es verdadera, es 
un don de Dios para los que confían en su Hijo como Salvador. 
Juan escribió su evangelio para decirle a la gente cómo recibir esta vida 
maravillosa (Juan 20:31) y escribió su primera carta para decirles cómo estar 
seguros de que realmente han nacido de Dios (1 Juan 5:9–13). 
Un alumno universitario regresó para continuar con sus estudios luego de 
haber ido a su casa para un funeral, y casi inmediatamente sus calificaciones 
comenzaron a bajar. Su consejero pensó que la muerte de la abuela había 
afectado al muchacho y que el tiempo sanaría la herida, pero las calificaciones 
sólo empeoraron. Finalmente el joven confesó cuál era el verdadero problema. 
Mientras había estado en su casa, se le ocurrió mirar la antigua Biblia de su 
abuela, y allí descubrió en el registro de la familia que era hijo adoptivo. 
“No sé a quién pertenezco”, le dijo a su consejero. “¡No sé de dónde he 
venido!” 
La seguridad de que estamos en la familia de Dios—que hemos “nacido de 
Dios”—es vitalmente importante para todos nosotros. Hay ciertas características 
que son ciertas con respecto a todos los hijos de Dios. Una persona que nace de 
Dios vive una vida justa (1 Juan 2:29). Un hijo de Dios no practica el pecado. Un 
creyente ocasionalmente cometerá pecado (1 Juan 1:8–2:2), pero no hará del 
pecado un hábito. 
Los hijos de Dios también se aman unos a otros y aman al Padre celestial (1 
Juan 4:7; 5:1). No tienen amor hacia el sistema mundial que los rodea (1 Juan 
2:15–17) y, debido a esto, el mundo los odia (1 Juan 3:13). En lugar de ser 
vencidos por las presiones de este mundo y desequilibrados, los hijos de Dios 
vencen al mundo (1 Juan 5:4). Esta es otra señal de un verdadero hijo de Dios. 
¿Por qué es importante que sepamos que hemos nacido de Dios? Juan nos da 
la respuesta. Hay dos clases de hijos en este mundo: los hijos de Dios y los hijos 
del diablo (1 Juan 3:10). Podrías llegar a pensar que un “hijo del diablo” es una 
persona que vive en pecados groseros, pero éste no siempre es el caso. Un 
incrédulo es un “hijo del diablo”. Tal vez sea moralista y aun religioso. Quizá sea 
un cristiano falso. Pero todavía es “hijo” de Satanás porque nunca ha “nacido de 
Dios” ni ha experimentado personalmente la vida espiritual. 
Un cristiano falso—y estos son comunes—es algo parecido a un billete de diez 
dólares falso. 
Supongamos que tienes un billete falso, pero que en realidad crees que es 
genuino. Lo utilizas para pagar cuando colocas combustible en el tanque. El 
encargado de la estación de combustible lo utiliza para comprar mercadería. El 
proveedor utiliza el billete para pagarle al mayorista. El mayorista apila el billete 
junto a otros 49 billetes de diez dólares y lo lleva al banco. Y el cajero dice: “Lo 
lamento, pero este billete es falso”. 
Ese billete de diez dólares quizá haya hecho mucho bien mientras estaba en 
circulación, pero cuando llegó al banco, fue expuesto por lo que realmente era, y 
fue sacado de circulación. 
Así sucede con un creyente falso. Tal vez haga muchas cosas buenas en esta 
vida, pero cuando enfrente el juicio final será rechazado. “Muchos me dirán en 
aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos 
fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les 
declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí; hacedores de maldad” (Mateo 7:22–
23). 
Cada uno de nosotros debe preguntarse honestamente: “¿Soy un verdadero 
hijo de Dios o soy un creyente falso? ¿Verdaderamente he nacido de Dios?” 
¡Si tú no has experimentado la vida eterna, esta vida verdadera, puedes 
experimentarla ahora mismo! Lee cuidadosamente 1 Juan 5:9–15. Dios lo ha dado 
a conocer abiertamente en su Palabra. Te ofrece el regalo de la vida eterna. Cree 
en su promesa y pídele ese regalo. “Todo aquel que invocare el nombre del Señor, 
será salvo” (Romanos 10:13). 
Hemos descubierto dos hechos importantes en cuanto a “la vida que es 
verdadera”: es revelada en Jesucristo y se experimenta cuando colocamos 
nuestra confianza en él como nuestro Salvador. ¡Pero Juan no se detiene aquí! 
Esta Vida Se Comparte (1 Juan 1:3–4) 
“Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos” (1 Juan 1:3). Y una vez que tú 
hayas experimentado esta vida emocionante y verdadera, tú querrás compartir de 
ella a otras personas, tal como Juan quiso anunciarla a todos sus lectores del 
primer siglo. 
Un pastor recibió una llamada telefónica de una mujer que estaba enojada. —
¡He recibido una porción de literatura religiosa de su iglesia!,— gritó ella, —¡y me 
molesta que utilice el correo para trastornar a la gente! 
—¿Qué fue lo que le molestó tanto del envío de la iglesia?,— preguntó con 
calma el pastor. 
—¡Usted no tiene derecho a tratar de cambiar mi religión!,— dijo la mujer 
encolerizada. —¡Usted tiene su religión y yo tengo la mía, y yo no estoy tratando 
de cambiar la suya! (Ella en realidad lo estaba haciendo,pero el pastor no discutió 
con ella.) 
—Nuestro propósito no es cambiar su religión ni la religión de nadie,— explicó 
el pastor. —Lo que sucede es que nosotros hemos experimentado una maravillosa 
vida nueva por medio de la fe en Cristo, y queremos hacer todo lo que podamos 
para compartirla con los demás. 
Muchas personas (inclusive algunos creyentes) tienen la idea de que “testificar” 
es sinónimo de disputar en cuanto a creencias religiosas o de sentarse a comparar 
iglesias. 
¡Eso no es lo que Juan tenía en mente! Él nos dice que testificar significa 
compartir con otros nuestras experiencias espirituales, tanto por medio de la vida 
que vivimos como por las palabras que decimos. 
Juan escribió esta carta para compartir a Cristo con nosotros. A medida que la 
leas, descubrirás que Juan tenía en mente cinco propósitos para compartir: 
Para que tengamos comunión (1:3). Esta palabra “comunión” es importante 
dentro del vocabulario de un creyente. Simplemente significa tener en común. En 
su condición de pecadores, los hombres no tienen nada en común con un Dios 
santo. Pero Dios, en su gracia, envió a Cristo para tener algo en común con los 
hombres. Cristo tomó un cuerpo humano y se convirtió en hombre. Luego fue a la 
cruz y llevó sobre ese cuerpo los pecados del mundo (1 Pedro 2:24). Puesto que 
él pagó el precio de nuestros pecados, el camino está abierto para que Dios nos 
perdone y nos introduzca en su familia. Al confiar en Cristo nos convertimos en 
“participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). El término que se traduce 
“participantes” en la epístola de Pedro proviene de la misma raíz griega que la 
palabra traducida “comunión” en 1 Juan 1:3. 
¡Qué milagro tan asombroso! ¡Jesucristo tomó sobre sí la naturaleza del 
hombre para que nosotros, por medio de la fe, pudiésemos recibir la naturaleza 
misma de Dios! 
Un famoso escritor británico partía de Liverpool en barco. Observó que los 
otros pasajeros saludaban a los amigos que estaban en el muelle, agitando los 
brazos. Bajó inmediatamente al muelle y llamó a un muchachito. “Si te pago, ¿me 
saludarías agitando los brazos?”, le preguntó al joven y, desde luego, éste aceptó. 
El escritor volvió a subir rápidamente a bordo y se inclinó sobre la baranda, 
contento de tener a alguien a quien saludar. ¡Tal como se esperaba, allí estaba el 
muchacho devolviéndole el saludo, agitando los brazos! 
¿Una historia sin sentido? Quizá, pero nos recuerda que el hombre odia la 
soledad. Todos nosotros queremos ser queridos. La vida que es verdadera ayuda 
a resolver el problema básico de la soledad, ya que los creyentes tienen comunión 
genuina con Dios y los unos con los otros. Jesús prometió: “He aquí yo estoy con 
vosotros todos los días” (Mateo 28:20). En su carta, Juan explica el secreto de la 
comunión con Dios y con los otros creyentes. Este es el primer propósito que 
menciona Juan por el cual escribió su carta—compartir su experiencia de la vida 
eterna. 
Para que tengamos gozo (1:4). La comunión es la respuesta de Cristo a la 
soledad de la vida. El gozo es su respuesta a la vacuidad y superficialidad de la 
vida. 
En su epístola, Juan utiliza una sola vez la palabra “gozo”, pero la idea del 
gozo se extiende a lo largo de toda la carta. El gozo no es algo que 
manufacturamos para nosotros mismos, sino que es un maravilloso subproducto 
que viene como resultado de nuestra comunión con Dios. David conocía el gozo 
que menciona Juan. Él dijo: “En tu presencia hay plenitud de gozo” (Salmo 16:11). 
Básicamente, el pecado es la causa de la falta de felicidad que abruma a 
nuestro mundo actual. El pecado promete gozo, pero siempre produce tristeza. 
Los deleites del pecado duran sólo un tiempo—son temporales (Hebreos 11:25). 
Los deleites de Dios duran eternamente—son para siempre (Salmo 16:11). 
La vida que es verdadera produce un gozo que es verdadero—no solamente 
un débil sustituto. Jesús dijo, la noche antes de ser crucificado: “Nadie os quitará 
vuestro gozo” (Juan 16:22). “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en 
vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Juan 15:11). 
Carlos Marx escribió: “El primer requisito para la felicidad de la gente es abolir 
la religión”. Pero el apóstol Juan escribe, de hecho, que “la fe en Jesucristo te da 
un gozo que el mundo jamás puede reproducir. Yo mismo he experimentado este 
gozo y quiero compartirlo con ustedes”. 
Para que no pequemos (2:1). Juan encara directamente el problema del 
pecado (1 Juan 3:4–9, por ejemplo) y anuncia cuál es la única respuesta a este 
enigma—la Persona y obra de Jesucristo. Cristo no sólo murió por nosotros para 
llevar la pena de nuestros pecados, sino que resucitó de los muertos para 
interceder por nosotros ante el trono de Dios: “Si alguno hubiere pecado, abogado 
tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). 
Cristo es nuestro Representante. Él nos defiende ante el trono del Padre. 
Satanás puede levantarse allí como el acusador de los hermanos (Zacarías 3; 
Apocalipsis 12:10), pero Cristo se levanta allí como nuestro Abogado—¡El apela a 
nuestro favor! En respuesta a sus oraciones, la respuesta de Dios ante nuestra 
pecaminosidad es el perdón continuo. 
—Me gustaría convertirme en creyente,— una mujer interesada le dijo a un 
pastor que estaba de visita, —pero tengo miedo de no poder mantenerme firme. 
¡Estoy segura de que volveré a pecar! 
Yendo a 1 Juan 1, el pastor dijo: —No hay duda de que sí volverá a pecar, 
pero Dios dice: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros 
mismos, y la verdad no está en nosotros” (v.8). Pero si usted realmente peca, Dios 
le perdonará si confiesa su pecado ante él. Pero no es necesario que un creyente 
peque. En la medida que andemos en comunión con él y en obediencia a su 
Palabra, él nos da la capacidad para resistir y tener victoria sobre la tentación. 
Luego el pastor recordó que la mujer había sido operada hacía unos meses. 
Cuando la operaron,— preguntó él, —¿existía la posibilidad de complicaciones 
o problemas posteriores? 
—Ah, sí,— respondió ella. —Pero cuando tenía algún problema, iba a ver al 
doctor y él se ocupaba de ello. 
¡Fue entonces cuando captó la verdad! —¡Ahora lo entiendo!,— exclamó ella. 
—¡Cristo está siempre disponible para prevenir que peque o para perdonar mi 
pecado! 
La vida que es verdadera es una vida de victoria. En su carta, Juan nos dice 
cómo recurrir a nuestros recursos divinos para experimentar la victoria sobre la 
tentación y el pecado. 
Para que no seamos engañados (2:26). Como nunca antes, en la actualidad 
los creyentes necesitan la habilidad para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, 
entre la verdad y el error. En nuestra generación impera la noción de que no hay 
“absolutos”—que ninguna cosa es siempre incorrecta y que nada es siempre 
correcto. Por lo tanto, las doctrinas falsas predominan más que en ninguna otra 
época de la historia—y la mayoría de los hombres y mujeres parecen estar más 
dispuestos a aceptar casi cualquier enseñanza, menos las verdades de la Biblia. 
En la epístola de Juan aparece una palabra que no utiliza ningún otro escritor 
del Nuevo Testamento—“anticristo” (1 Juan 2:18, 22; 4:3; 2 Juan 7). Ese prefijo 
“anti” tiene dos significados: contra y en lugar de. En este mundo hay enseñadores 
de mentiras que se oponen a Cristo, y el método que utilizan para “seducir” a la 
gente es la mentira. Ofrecen un Cristo sustituto, una salvación sustituta y una 
Biblia sustituta. Quieren darte algo en lugar de la verdadera Palabra de Dios y la 
verdadera vida eterna. 
Cristo es la Verdad (Juan 14:6), pero Satanás es el mentiroso (Juan 8:44). El 
diablo descarría a la gente—no necesariamente con graves pecados sensuales, 
sino con verdades a medias y con mentiras abiertas. El comenzó su carrera de 
seducir a los hombres en el huerto de Edén. Le preguntó a Eva: “¿Conque Dios os 
ha dicho?” Aun en aquel entonces, no se le apareció a Eva en su verdadera 
naturaleza, sino que se disfrazó como unacriatura hermosa (ve 2 Corintios 11:13–
15). 
¡En la actualidad, Satanás a menudo dispersa sus mentiras aun a través de 
grupos religiosos! No todo hombre que se para en un púlpito predica la verdad de 
la Palabra de Dios. Los falsos predicadores y los maestros de religiones falsas 
siempre han formado parte de las herramientas favoritas y más eficaces del 
diablo. 
En el día de hoy, ¿cómo pueden los creyentes detectar las mentiras de 
Satanás? ¿Cómo pueden identificar a los falsos maestros? ¿Cómo pueden crecer 
en el conocimiento de la verdad, de manera que no sean víctimas de doctrinas 
falsas? 
Juan responde a estas preguntas. La vida que es verdadera se caracteriza por 
el discernimiento. 
El Espíritu Santo, al cual Juan hace referencia como “la unción que vosotros 
recibisteis de él” (1 Juan 2:27) es la respuesta de Cristo para nuestra necesidad 
de discernimiento. El Espíritu es nuestro Maestro. Es quien nos capacita para 
detectar la verdad y el error y para permanecer en Cristo. Es nuestra protección 
contra la ignorancia, el engaño y la mentira. 
En los capítulos 5 y 6 de este libro volveremos a prestar atención al tema del 
discernimiento de las doctrinas falsas y de los maestros falsos. 
Para que sepamos que somos salvos (5:13). Ya hemos tocado esta verdad, 
pero es tan importante que merece ser repetida. La vida que es verdadera no se 
construye sobre esperanzas falsas—o deseos—basadas en suposiciones 
humanas. Se fundamenta en la seguridad. De hecho, al leer la carta de Juan 
encuentras más de 30 veces las palabras conocer y saber o sus derivados. Si a un 
creyente se le pregunta si va a ir al cielo o no, no hay necesidad de que diga, 
“Espero que sí” o “Creo que sí”. No debe tener absolutamente ninguna duda. 
La vida que es verdadera se caracteriza por ser libre y emocionante porque 
está basada en el conocimiento de hechos verdaderos. “Conoceréis la verdad, y la 
verdad os hará libres” (ve Juan 8:32), prometió Jesús. “No… siguiendo fábulas 
artificiosas” (2 Pedro 1:16), fue el testimonio de los discípulos de Jesús. Estos 
hombres, los cuales casi en su totalidad murieron por causa de su fe, no 
entregaron sus vidas por causa de una inteligente mentira inventada por ellos, tal 
como afirman neciamente algunos críticos del cristianismo. ¡Ellos sabían lo que 
habían visto! 
Hace años, un personaje de entretenimientos itinerante se anunciaba como “la 
mosca humana”. Sin la ayuda de sogas ni la protección de redes trepaba por los 
costados de edificios y monumentos. Generalmente todo el vecindario salía para 
verlo. 
Durante una presentación, “la mosca humana” llegó hasta un punto de la pared 
del edificio donde hizo una pausa como si no supiese qué hacer a continuación. 
Luego extendió el brazo derecho para aferrarse a un trozo de revoque y así 
elevarse. Pero, en lugar de moverse hacia arriba, cayó hacia atrás dando un grito 
y muriendo al golpear contra el pavimento. 
Cuando la policía le abrió la mano derecha, lo que contenía no era un trozo de 
revoque. ¡Tenía un puñado de sucias telas de araña! La “mosca” había tratado de 
trepar apoyándose de telarañas, pero por supuesto, esto fue imposible. 
En el pasaje que ya hemos citado, Jesús advirtió en contra de tal seguridad 
falsa. Muchos de los que profesan ser creyentes serán rechazados en el día del 
juicio de Dios. 
En su carta, Juan está diciendo: “Quiero que estén seguros de que tienen vida 
eterna”. 
A medida que leas esta carta fascinante, descubrirás que Juan a menudo 
repite las cosas. Una y otra vez entrelaza tres temas en estos capítulos: 
obediencia, amor y comunión. En los capítulos 1 y 2 de 1 Juan, el apóstol enfatiza 
la comunión, y nos dice que las condiciones para la misma son: obediencia (1 
Juan 1:5–2:6), amor (1 Juan 2:7–17) y verdad (1 Juan 2:18–29). 
En la última mitad de la carta, Juan trata primordialmente acerca de la 
filiación—el hecho de ser “nacidos de Dios”. ¿Cómo puede alguien saber 
realmente que es hijo de Dios? Bueno, dice Juan, la condición de hijo se revela 
por la obediencia (1 Juan 3), el amor (1 Juan 4) y la verdad (1 Juan 5). 
Obediencia—amor—verdad. ¿Por qué utiliza Juan estas tres pruebas 
particulares de la comunión y la filiación? Por una razón muy práctica. 
Cuando Dios nos hizo, nos hizo a su imagen (Génesis 1:26–27). Esto significa 
que tenemos una personalidad según el modelo de Dios. Tenemos una mente con 
la cual pensar, un corazón con el cual sentir y una voluntad con la cual tomar 
decisiones. A veces nos referimos a estos aspectos de nuestra personalidad como 
intelecto, emociones y voluntad. 
La vida que es verdadera debe abarcar todos los elementos de la 
personalidad. 
En la actualidad, la mayoría de las personas están insatisfechas porque la 
totalidad de su personalidad nunca ha estado controlada por algo verdadero y 
significativo. Cuando una persona nace de Dios por la fe en Cristo, el Espíritu de 
Dios entra en su vida para vivir allí para siempre. El Espíritu Santo puede controlar 
su mente, corazón y voluntad en la medida que la persona tenga comunión con 
Dios a través de la lectura y estudio de la Biblia, y la oración. ¿Y qué sucede 
entonces? 
Una mente controlada por el Espíritu sabe y entiende la verdad. 
Un corazón controlado por el Espíritu siente amor. 
Una voluntad controlada por el Espíritu nos induce a la obediencia. 
Juan quiere que esta realidad quede marcada en nosotros, y esa es la razón 
por la cual utiliza una serie de contrastes en su carta: verdad versus mentiras, 
amor versus odio y obediencia versus desobediencia. 
En la vida que es verdadera no hay término medio. Debemos estar de un lado 
o del otro. 
Esta, pues, es la vida verdadera. Se reveló en Cristo, la experimentaron 
aquellos que confiaron en Cristo y hoy en día puede ser compartida. 
Esta vida comienza con la filiación y continúa con la comunión. En primer lugar 
nacemos de Dios; luego andamos (vivimos) con Dios. 
Esto significa que hay dos clases de personas que no pueden entrar en el gozo 
y la victoria acerca de lo cual estamos pensando: los que nunca han nacido de 
Dios y los que, aunque son salvos, están fuera de la comunión con Dios. 
Sería sabio que hiciéramos un inventario espiritual (ve 2 Corintios 13:5) y 
veamos si estamos habilitados para disfrutar de la experiencia espiritual acerca de 
la cual trata la carta de Juan o no lo estamos. 
Ya hemos enfatizado la importancia de haber nacido de Dios, pero si tienes 
alguna duda o pregunta, sería beneficioso que repasaras el Punto 2. 
Si un creyente verdadero está fuera de la comunión con Dios, generalmente es 
por una de tres razones: 
1. Ha desobedecido la voluntad de Dios. 
2. No se lleva bien con los otros creyentes. 
3. Cree en una mentira y, en consecuencia, está viviendo una mentira. 
Aun un creyente puede estar equivocado en cuanto a entender la verdad de 
Dios. Esta es la razón por la cual Juan nos advierte: “Hijitos, nadie os engañe” (1 
Juan 3:7). 
Estas tres razones van paralelamente ligadas a los tres temas importantes de 
Juan: obediencia, amor y verdad. Una vez que un creyente descubre la razón por 
la cual está fuera de la comunión con Dios, debe confesarle ese pecado (o esos 
pecados) al Señor y reclamar el perdón completo (1 Juan 1:9–2:2). Un creyente 
nunca puede tener una comunión gozosa con el Señor si el pecado se eleva en 
medio de ellos. 
La invitación de Dios para nosotros en el día de hoy es: “¡Vengan y disfruten la 
comunión conmigo y los unos con los otros! ¡Vengan y compartan la vida que es 
genuina!” 
2 
Andar y Hablar 
1 Juan 1:5–2:6 
Toda forma de vida tiene sus enemigos. Los insectos deben cuidarse de los 
pájaros hambrientos, y los pájaros deben estar atentos ante los gatos o perros con 
hambre. Aun los seres humanos tienen que esquivar los automóviles y luchar 
contra los gérmenes. 
La vida que es verdadera también tiene un enemigo, y es en esta sección 
donde leemos acerca del mismo. Este enemigo es el pecado. En estos versículos, 
Juan menciona ocho veces elpecado, así que es evidente que el tema no carece 
de importancia. Juan ilustra su tema utilizando el contraste entre la luz y las 
tinieblas: Dios es luz, el pecado es tinieblas. 
Pero aquí también hay otro contraste: el contraste entre decir y hacer. Juan 
escribe cuatro veces: “Si decimos” o “el que dice” (1 Juan 1:6, 8, 10; 2:4). Es claro 
el hecho de que nuestra vida cristiana debe ser más que un mero “hablar”; 
también debemos “andar” o vivir lo que creemos. Si tenemos comunión con Dios 
(si estamos “andando en la luz”), entonces nuestra vida respaldará lo que decimos 
con los labios. Pero si estamos viviendo en pecado (“andando en tinieblas”), 
entonces nuestra vida estará en contradicción con lo que dicen nuestros labios, 
convirtiéndonos así en hipócritas. 
El Nuevo Testamento denomina a la vida cristiana como un “andar” [caminar]. 
Este andar comienza con un paso de fe al confiar en Cristo como Salvador. Pero 
la salvación no es el final de la vida espiritual, sino sólo el principio. El andar 
implica progreso, y se supone que los creyentes tienen que avanzar en la vida 
espiritual. De la manera que un niño debe aprender a caminar y debe vencer 
muchas dificultades al hacerlo, así un creyente debe aprender a andar en la luz. Y 
la dificultad fundamental que se incluye aquí es esta cuestión del pecado. 
Desde luego, el pecado no es simplemente la desobediencia exterior, sino que 
es también la rebelión o deseos internos. Por ejemplo, se nos advierte en cuanto a 
los deseos de la carne, y los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 
2:16), siendo todas estas cosas pecaminosas. El pecado allí es transgresión de la 
ley (1 Juan 3:4) o, literalmente, ilegalidad, desobediencia. El pecado es la negativa 
a someterse a la ley de Dios. La desobediencia o independencia de la ley es la 
esencia misma del pecado. Si un creyente decide vivir una vida independiente, 
¿qué posibilidad hay de que viva en comunión con Dios? “¿Andarán dos juntos, si 
no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3:3) 
La Biblia, ni en el Antiguo Testamento ni en el Nuevo, encubre los pecados de 
los santos. Por escapar del hecho de padecer hambre, Abraham se debilita en la 
fe y desciende a Egipto, mintiéndole a Faraón (Génesis 12). Más tarde, el 
patriarca intenta ayudar a Dios casándose con Agar y engendrando un hijo 
(Génesis 16). En ambos casos, Dios le perdonó a Abraham su pecado, pero 
Abraham tuvo que cosechar lo que había sembrado. Dios puede borrar el registro, 
y lo hará, pero él no cambia los resultados. Nadie puede reconstruir un huevo una 
vez que ya ha sido batido. 
Pedro negó tres veces al Señor y trató de matar a un hombre en el huerto 
cuando Jesús fue arrestado. Satanás es mentiroso y asesino (Juan 8:44), ¡y Pedro 
estaba totalmente entregado en manos de él! Desde luego, Cristo perdonó a 
Pedro (ve Juan 21), pero lo que Pedro había hecho afectó en gran manera su 
testimonio y obstaculizó la obra de Dios. 
Hay algunas personas, en especial los creyentes nuevos, que se molestan 
cuando los creyentes pecan. Ellos se olvidan de que el hecho de recibir la nueva 
naturaleza no elimina la vieja naturaleza con la cual han nacido. La vieja 
naturaleza (que tiene su origen en el nacimiento físico) lucha contra la nueva 
naturaleza que recibimos cuando nacemos de nuevo (Gálatas 5:16–26). No hay 
ninguna clase de autodisciplina ni ninguna serie de reglamentos establecidos por 
el hombre que puedan controlar esta vieja naturaleza. Sólo el Espíritu de Dios 
puede capacitarnos para hacer morir la vieja naturaleza (Romanos 8:12–13) y 
producir en nosotros el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22–23) por medio de la nueva 
naturaleza. 
La mención que la Biblia hace de los pecados de los santos no es para 
desanimarnos, sino para advertirnos. 
—¿Por qué nos sigue predicando sobre el pecado a los que ya somos 
creyentes?,— le dijo al pastor una mujer que era miembro de su iglesia. —
¡Después de todo, el pecado en la vida de un creyente es distinto al pecado en la 
vida de una persona que no es salva! 
—Sí,— respondió el pastor, —es diferente. ¡Es mucho peor! 
Por lo tanto, todos nosotros debemos ocuparnos de nuestros pecados si es 
que vamos a disfrutar de la vida que es verdadera. En esta sección, Juan explica 
tres maneras de hacerlo: 
Podemos Tratar de Ocultar Nuestros Pecados (1 Juan 1:5–6, 8, 10; 2:4) 
“Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5). Cuando fuimos 
salvos, Dios nos llamó, sacándonos de las tinieblas para que entráramos en su luz 
(1 Pedro 2:9). Somos hijos de luz (1 Tesalonicenses 5:5). Los que hacen las cosas 
mal odian la luz (Juan 3:19–21). Cuando la luz brilla sobre nosotros, entonces 
revela nuestra verdadera naturaleza (Efesios 5:8–13). 
La luz produce vida, crecimiento y belleza, pero el pecado es oscuridad, y la 
oscuridad y la luz no pueden existir en el mismo lugar. Si estamos andando en la 
luz, entonces se tienen que ir las tinieblas. Si nos mantenemos aferrados al 
pecado, entonces la luz se va. En lo que respecta al pecado no hay término 
medio, no existe un área “gris” indefinida. 
¿Cómo tratan los creyentes de ocultar sus pecados? ¡Diciendo mentiras! En 
primer lugar, les decimos mentiras a los demás (1 Juan 1:6). Queremos que 
nuestros amigos creyentes piensen que somos “espirituales”, así que mentimos en 
cuanto a nuestra vida y tratamos de impresionarlos de manera favorable. 
Queremos que piensen que estamos andando en la luz, aunque en realidad 
estamos andando en tinieblas. 
Una vez que uno comienza a mentirles a los demás, tarde o temprano 
comienza a mentirse a sí mismo, y nuestro pasaje trata acerca de esto (1 Juan 
1:8). Ahora el problema no está en engañar a los demás, sino en engañarnos a 
nosotros mismos. Es posible que un creyente viva en pecado y que, aún así, se 
convenza a sí mismo que todo está bien en su relación con el Señor. 
Quizá el ejemplo clásico de esto sea el rey David (2 Samuel 11–12). En primer 
lugar, David deseó tener a Betsabé. Luego cometió literalmente adulterio. En vez 
de admitir abiertamente lo que había hecho, trató de ocultar su pecado. Intentó 
engañar al esposo de Betsabé, lo hizo emborrachar e hizo que lo mataran. Se 
mintió a sí mismo y trató de seguir cumpliendo con sus deberes reales de la 
manera acostumbrada. Cuando el profeta Natán, el capellán de la corte, lo 
enfrentó con una situación hipotética similar, David condenó al otro hombre, 
aunque él mismo no se sentía condenado en absoluto. Una vez que comenzamos 
a mentirles a los demás, tal vez no pase mucho tiempo antes de que realmente 
creamos nuestra mentira. 
Pero la caída espiritual se hace aún peor: el paso siguiente es tratar de 
mentirle a Dios (1 Juan 1:10). ¡Nosotros mismos nos hemos hecho mentirosos y 
ahora tratamos de hacer mentiroso a Dios! Contradecimos su Palabra, la cual dice 
que “todos pecaron”, y sostenemos que nosotros somos excepciones a la regla. 
Aplicamos la Palabra de Dios a los demás, pero no a nosotros mismos. Nos 
sentamos en las reuniones en la iglesia o escuchamos estudios bíblicos, pero las 
enseñanzas bíblicas no nos tocan. Los creyentes que han alcanzado ese nivel 
bajo generalmente critican muchísimo a los otros creyentes, pero se resisten 
duramente a aplicar la Palabra a sus propias vidas. 
¡El cuadro inspirado por el Espíritu Santo que se da del corazón humano es 
ciertamente devastador! Un creyente miente en cuanto a su comunión (1 Juan 
1:6), en cuanto a su naturaleza—“¡Yo nunca podría hacer una cosa como esa!” (1 
Juan 1:8) y en cuanto a sus acciones (1 Juan 1:10). 
El pecado tiene una forma mortal de extenderse, ¿no es así? 
En este momento debemos considerar un factor sumamente importante en 
nuestra experiencia de la vida que es verdadera. Ese factor es la honradez. 
Debemos ser honrados con nosotros mismos, honrados con los demás y honrados 
con Dios. Nuestro pasaje describe a un creyente que está viviendo una vida no 
honrada: es un falso. Está representando un papel, pero no está viviendo una vida 
genuina.No es sincero. 
¿Qué pérdidas experimenta esta clase de persona? 
Por un lado, pierde la Palabra. ¡Deja de practicar la verdad (1 Juan 1:6), luego 
la verdad no está más en él (1 Juan 1:8) y más tarde convierte la verdad en 
mentiras (1 Juan 1:10)! “Tu palabra es verdad” (Juan 17:17), dijo Jesús. Pero una 
persona que vive una mentira, pierde la Palabra. El primer síntoma de andar en 
tinieblas es la pérdida de la bendición que proviene de la Biblia. Uno no puede leer 
la Palabra obteniendo de ella beneficios mientras está andando en la oscuridad. 
Pero una persona no honrada pierde algo más: pierde su comunión con Dios y 
con el pueblo de Dios (1 Juan 1:6, 7). Como resultado de ello, la oración se 
convierte en un formalismo vacío. La adoración es una rutina aburrida. Comienza 
a criticar a los otros creyentes y deja de asistir a la iglesia: “¿Y qué comunión 
[tiene] la luz con las tinieblas?” (2 Corintios 6:14). 
Por ejemplo, un esposo que se ha alejado de Dios y está andando en 
oscuridad espiritual, fuera de la comunión con Dios, jamás puede disfrutar de 
comunión plena con su esposa, la cual está andando en la luz. La pareja puede 
tener compañerismo de manera superficial, pero es imposible que tenga 
verdadera comunión espiritual. Esta imposibilidad de compartir experiencias 
espirituales provoca muchos problemas personales en el hogar y entre los 
miembros de las iglesias locales. 
Un grupo de miembros de una iglesia estaba hablando acerca del nuevo 
pastor. 
—Por alguna razón,— dijo un hombre, —no me siento realmente cómodo con 
él. Creo que es un buen hombre, sin nada malo, pero parece como si algo se 
interpusiese entre nosotros. 
Otro miembro respondió: —Sí, creo que sé a lo que te refieres. Yo tenía el 
mismo problema con él, pero ahora ya no lo tengo más. El pastor y yo tenemos 
una gran comunión. 
—¿Qué hizo él para mejorar las cosas? 
—El no hizo nada,— dijo el amigo. —Yo fui quien cambió. 
—¿Tú fuiste el que cambió? 
—Sí, decidí ser abierto y recto en cuanto a las cosas, tal como es nuestro 
pastor. Ves, no hay ni la más mínima muestra de hipocresía en su vida y había 
tanta falsedad en mi vida que no encajábamos el uno con el otro. Desde que 
comencé a vivir una vida cristiana recta, todo está mejor. 
¡Uno de los problemas del mentiroso es que la tarea de mantener un registro 
de todas nuestras mentiras y falsedades ocupa todo el tiempo! ¡Abraham Lincoln 
solía decir que, si un hombre va a ser mentiroso, más vale que tenga buena 
memoria! Cuando una persona gasta toda su energía fingiendo, no le queda nada 
para estar viviendo, y la vida se torna en algo superficial y sin sentido. Una 
persona que finge, no sólo se evade de la realidad, sino que deja de crecer: su 
verdadero yo es sofocado bajo el yo falso. 
La tercera pérdida es, en realidad, el resultado de las dos primeras: el creyente 
pierde su carácter (1 Juan 2:4). ¡El proceso comienza con el hecho de decir 
mentiras y termina convirtiéndolo en mentiroso! Su falta de sinceridad y de 
veracidad es, al principio, un papel que está representando. Luego, ya no es más 
un papel, sino que se convierte en la esencia misma de su vida. Se ha corrompido 
su carácter. Ya no es más un mentiroso porque dice mentiras. Ahora dice mentiras 
porque es un mentiroso declarado. 
¿Es de sorprenderse que Dios diga: “El que encubre sus pecados no 
prosperará” (Proverbios 28:13)? David trató de encubrir su pecado y eso le costó 
su salud (Salmo 32:3, 4), su gozo (Salmo 51), su familia y casi su reino. Si 
queremos disfrutar de la vida que es verdadera, entonces nunca debemos ocultar 
nuestros pecados. 
¿Qué debemos hacer? 
Podemos Confesar Nuestros Pecados (1 Juan 1:7, 9) 
Juan le da a Jesucristo dos títulos interesantes: Abogado y Propiciación (1 
Juan 2:1–2). Es importante que entendamos estos dos títulos porque ellos 
representan dos ministerios que sólo el Señor lleva a cabo. 
Comencemos con la Propiciación. Si buscas esta palabra en el diccionario, tal 
vez obtengas la idea equivocada de su significado. El diccionario nos dice que 
“propiciar” quiere decir apaciguar a alguien que está enojado. Si esto se aplica a 
Cristo, entonces se obtiene el horrible cuadro de un Dios enojado, a punto de 
destruir el mundo, y de un Salvador amoroso que se entrega a sí mismo para 
apaciguar al airado Dios, ¡y este no es el cuadro bíblico de la salvación! 
Indudablemente Dios está enojado frente al pecado. Después de todo, él es 
infinitamente santo. Pero la Biblia nos asegura que “de tal manera amó [no odió] 
Dios al mundo” (Juan 3:16). 
No, la palabra “propiciación” no quiere decir que se apacigua a un Dios 
enojado. Más bien, se refiere al cumplimiento de la santa ley de Dios. “Dios es luz” 
(1 Juan 1:5) y, por lo tanto, no puede cerrar los ojos ante el pecado. Pero también 
“Dios es amor” (1 Juan 4:8) y quiere salvar a los pecadores. 
¿Cómo, pues, puede un Dios santo mantener su propia justicia y, al mismo 
tiempo, perdonar a los pecadores? La respuesta está en el sacrificio de Cristo. 
Dios, en su santidad, juzgó el pecado en la cruz. Dios, en su amor, le ofrece al 
mundo a Jesucristo como Salvador. Dios es justo al castigar el pecado, pero él es 
también amor al ofrecer el perdón gratuito a través de lo que Jesús hizo en el 
Calvario. (Lee 1 Juan 4:10 y también considera Romanos 3:23–26.) 
Cristo es el Sacrificio por los pecados de todo el mundo, pero él es Abogado 
solamente para los creyentes. “…Abogado tenemos [los creyentes] para con el 
Padre”. La palabra que utiliza Juan es la misma que utilizó Jesús cuando hablaba 
de la venida del Espíritu Santo (Juan 14:16, 26; 15:26). Literalmente significa uno 
que es llamado para estar al lado. Cuando un hombre era citado a la corte, llevaba 
con él a un abogado para que se colocara a su lado y apelara el caso. 
Jesús consumó su obra en la tierra (Juan 17:4), la obra de dar su vida como 
sacrificio por el pecado. Actualmente tiene una obra inconclusa en el cielo. El nos 
representa ante el trono de Dios. En su función de Sumo Sacerdote se compadece 
de nuestras debilidades y tentaciones y nos da gracia (Hebreos 4:15–16; 7:23–
28). Como nuestro Abogado, nos ayuda cuando pecamos. Cuando le confesamos 
a Dios nuestro pecado, Dios nos perdona por causa de la defensa de Cristo. 
El Antiguo Testamento contiene un cuadro hermoso de esto. Josué (Zacarías 
3:1–7) era el sumo sacerdote judío después de que los judíos regresaron a la 
tierra tras el cautiverio babilónico. (No confundas este Josué con el Josué que 
conquistó la tierra prometida.) La nación había pecado, y para simbolizar esta 
situación, Josué se presentó delante de Dios con vestiduras viles y Satanás 
estaba a su diestra para acusarle (ve Apocalipsis 12:10). Dios el Padre era el 
Juez; Josué, representando al pueblo, era el acusado y Satanás era el fiscal. (La 
Biblia lo llama el acusador de los hermanos.) Daba la impresión de que para 
Satanás era un caso cerrado. Pero Josué tenía un Abogado que estaba a la 
diestra de Dios, y esto cambió la situación. Cristo le dio a Josué vestiduras para 
cambiarse y acalló las acusaciones de Satanás. 
Esto es lo que se tiene en vista cuando Jesucristo es denominado nuestro 
“Abogado”. El representa a los creyentes delante del trono de Dios, y los méritos 
de su sacrificio hacen posible el perdón de los pecados del creyente. Por el hecho 
de que Cristo murió por los pecados de su pueblo, así satisfizo la justicia de Dios. 
(“La paga del pecado es muerte”.) Puesto que él vive por nosotros a la diestra de 
Dios, puede aplicar día tras día su sacrificio a nuestras necesidades. 
Lo único que él pide es que, cuando hayamos falla do, confesemos nuestros 
pecados. 
¿Qué significa confesar? Bueno, confesar pecados quiere decir mucho más 
que el simple hecho de admitirlos. La palabra confesar realmente significa decir lo 
mismo [acerca de]. Confesar pecado, entonces, significa decir lo mismo que Dios 
dice acerca de ello. 
Un consejero estaba tratando de ayudar a un hombre que había pasadoal 
frente durante una reunión evangelística. —Soy creyente,— dijo el hombre, —pero 
hay pecado en mi vida y necesito ayuda.— El consejero le mostró 1 Juan 1:9 y 
sugirió que el hombre le confesara sus pecados a Dios. 
—Oh, Padre,— comenzó diciendo el hombre, —si hemos hecho algo malo 
—¡Aguarde un momento!,— interrumpió el consejero. —¡No me arrastre a mí 
en su pecado! Hermano mío, no es ni “si” ni “nosotros”. ¡Es mejor que usted 
arregle sus cosas de frente con Dios! 
El consejero tenía razón. 
La confesión no es la expresión de una oración amorosa ni la presentación de 
excusas piadosas ni el intento de impresionar a Dios y a los demás creyentes. La 
confesión verdadera es nombrar el pecado, llamarlo de la manera que Dios lo 
llama: envidia, odio, concupiscencia, engaño o lo que sea. Confesión simplemente 
significa ser sincero con nosotros mismos y con Dios, y si hay otras personas 
involucradas, ser sincero también con ellos. Es más que admitir el pecado. 
Significa juzgar el pecado y enfrentarlo directamente. 
Cuando confesamos nuestros pecados, Dios promete perdonarnos (1 Juan 
1:9). ¡Pero esta promesa no es una “pata de conejo mágica” que nos facilita el 
hecho de desobedecer a Dios! 
—Salí y pequé,— le dijo un estudiante al capellán de la universidad, —porque 
sabía que podía regresar y pedirle a Dios que me perdonara. 
—¿En base a qué te puede perdonar Dios?,— le preguntó el capellán, 
señalando 1 Juan 1:9. 
—Dios es fiel y justo,— le respondió el muchacho. 
—Esas dos palabras te tendrían que haber mantenido lejos del pecado,— dijo 
el capellán. —¿Sabes lo que le costó a Dios perdonar tus pecados? 
El muchacho inclinó la cabeza. —Jesús tuvo que morir por mí. 
Entonces el capellán le habló directamente. —Correcto. El perdón no es 
ninguna treta barata que Dios ejecuta. Dios es fiel a su promesa y Dios es justo 
porque Cristo murió por tus pecados y pagó la pena en tu lugar. Ahora, la próxima 
vez que pienses en pecar, ¡recuerda que vas a pecar contra un Dios amoroso y 
fiel! 
Desde luego, la limpieza tiene dos facetas: la judicial y la personal. La sangre 
de Jesucristo, derramada en la cruz, nos libra de la culpa del pecado y nos da una 
posición correcta (justificación) delante de Dios. Dios puede perdonar porque la 
muerte de Jesús ha satisfecho su santa ley. 
Dios también tiene interés en limpiar interiormente al pecador. David oró: “Crea 
en mí, oh Dios, un corazón limpio” (Salmo 51:10). Cuando la confesión es sincera, 
Dios hace una obra de limpieza (1 Juan 1:9) en nuestro corazón por medio del 
Espíritu y a través de su Palabra (Juan 15:3). 
El gran error que el rey David cometió fue el de tratar de encubrir sus pecados, 
en vez de confesarlos. Quizá por un año entero vivió en el engaño y la derrota. 
Con razón escribió (Salmo 32:6) que un hombre debe orar en el tiempo de 
descubrir. 
¿Cuándo debemos confesar nuestro pecado? ¡En el preciso instante en que lo 
descubrimos! “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa 
y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13). Al andar en la luz, somos 
capaces de ver la suciedad en nuestra vida y ocuparnos inmediatamente de ella. 
Esto conduce a una tercera manera de tratar con los pecados: podemos tratar 
de encubrirlos, podemos confesarlos o 
Podemos Triunfar Sobre Nuestros Pecados (1 Juan 2:1–3, 5–6) 
Juan deja claro que los creyentes no tienen que pecar. “Estas cosas os escribo 
para que no pequéis” (1 Juan 2:1). 
El secreto de la victoria sobre el pecado se halla en la frase “andamos en luz” 
(1 Juan 1:7). 
Andar en la luz significa ser abierto y recto, ser sincero. Pablo oró pidiendo que 
sus amigos pudieran ser “sinceros e irreprensibles” (Filipenses 1:10). La palabra 
sincero viene de dos palabras latinas, sine y cera, que significa sin cera. Parece 
ser que, en época de los romanos, algunos escultores cubrían sus errores con 
cera, la cual no era inmediatamente visible, sino hasta que la estatua había sido 
expuesta al sol durante un tiempo. Pero los escultores más confiables se 
aseguraban de que sus clientes supieran que las estatuas que ellos vendían eran 
sin cera. 
Es lamentable que las iglesias y las clases bíblicas hayan sido invadidas por 
personas que no son sinceras, personas cuyas vidas no pueden soportar ser 
probadas por la luz de Dios. “Dios es luz” y, cuando andamos en luz, no hay nada 
que podamos esconder. ¡Qué alentador es encontrarse con un creyente que es 
abierto y sincero y que no está tratando de fingir! 
Andar en la luz significa ser sinceros con Dios, con nosotros mismos y con los 
demás. Significa que, cuando la luz nos revela nuestro pecado, inmediatamente se 
lo confesamos a Dios y le pedimos que nos perdone. Y si nuestro pecado daña a 
otro, le pedimos perdón también a esa persona. 
Pero andar en la luz significa algo más: significa obedecer la Palabra de Dios 
(1 Juan 2:3–4). “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” 
(Salmo 119:105). Andar en la luz significa pasar tiempo en la Palabra de Dios 
diariamente, descubriendo su voluntad, y obedeciendo luego lo que él nos ha 
dicho. 
La obediencia a la Palabra de Dios es prueba de nuestro amor a él. Hay tres 
motivaciones para la obediencia. Podemos obedecer porque tenemos que hacerlo, 
porque necesitamos hacerlo o porque queremos hacerlo. 
Un esclavo obedece porque tiene que hacerlo. Si no obedece, entonces será 
castigado. Un empleado obedece porque necesita hacerlo. ¡Tal vez no disfrute de 
su trabajo, pero sí disfruta cuando recibe el sueldo! Necesita obedecer porque 
tiene una familia a la cual alimentar y vestir. Pero un creyente tiene que obedecer 
a su Padre celestial porque quiere hacerlo, porque el amor es la relación que los 
une. “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). 
Esta es la manera en que aprendimos a obedecer cuando éramos niños. 
Primero, obedecíamos porque teníamos que hacerlo. ¡Si no obedecíamos, nos 
daban una paliza! Pero, a medida que fuimos creciendo, descubrimos que la 
obediencia era sinónimo de alegría y recompensa, así que comenzamos a 
obedecer porque suplía ciertas necesidades de nuestra vida. Y fue una señal de 
verdadera madurez cuando comenzamos a obedecer por amor. 
Los “bebés creyentes” deben ser constantemente advertidos y 
recompensados. Los creyentes maduros escuchan la Palabra de Dios y la 
obedecen simplemente porque le aman a él. 
Andar en la luz involucra honradez, obediencia y amor. También incluye seguir 
el ejemplo de Cristo y andar como él anduvo (1 Juan 2:6). Desde luego, nadie se 
convierte en creyente por seguir el ejemplo de Cristo, pero después de entrar en la 
familia de Dios, tenemos que mirar a Jesucristo como el gran Ejemplo de la clase 
de vida que debemos vivir. 
Esto es lo que quiere decir permanecer en Cristo. Cristo no es sólo la 
Propiciación (o sacrificio) por nuestros pecados (1 Juan 2:2) y el Abogado que nos 
representa delante de Dios (1 Juan 2:1), sino que él también es el modelo perfecto 
(él es “Jesucristo el justo”) para nuestra vida diaria. 
La declaración clave aquí es “como él” (1 Juan 2:6). “Pues como él es, así 
somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Tenemos que andar en la luz 
“como él está en luz” (1 Juan 1:7). Tenemos que purificarnos “así como él es puro” 
(1 Juan 3:3). “El que hace justicia es justo, como él es justo” (1 Juan 3:7). Andar 
en la luz significa vivir aquí en la tierra de la manera que Jesús vivió cuando él 
estuvo aquí y como él está ahora en el cielo. 
Esto tiene aplicaciones sumamente prácticas en nuestra vida diaria. Por 
ejemplo, ¿qué debe hacer un creyente cuando otro creyente peca contra él? La 
respuesta es que los creyentes deben perdonarse unos a otros “como Dios 
también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32; ve Colosenses 3:13). 
Andar en la luz—siguiendo el ejemplo de Cristo—afectará el hogar. Se supone 
que los esposos deben amar a sus esposas “como Cristo amó a la iglesia” 
(Efesios 5:25). Se espera que los esposos cuiden a sus esposas “comoCristo” 
cuida a la iglesia (Efesios 5:29). Y las esposas tienen que respetar y obedecer a 
sus esposos (Efesios 5:22–24). 
Nuestra responsabilidad es hacer lo que Jesús haría en cada área de la vida. 
“Como él es, así somos nosotros en este mundo”. Debemos “andar [vivir] como él 
anduvo [vivió]”. 
Jesús mismo les enseñó a sus discípulos qué significa permanecer en él. Lo 
explica en la ilustración de la vid y los pámpanos (Juan 15). Tal como el pámpano 
obtiene la vida permaneciendo en contacto con la vid, así el creyente recibe su 
fortaleza al mantenerse en comunión con Dios. 
Permanecer en Cristo significa depender completamente de él para todo lo que 
necesitamos, de manera que vivamos para él y le sirvamos. Es una relación 
viviente. En la medida en que él vive a través de nosotros, entonces somos 
capaces de seguir su ejemplo y andar como él anduvo. Pablo expresa 
perfectamente esta experiencia: “¡vive Cristo en mí!” (Gálatas 2:20). 
Esta es una referencia a la obra del Espíritu Santo. Cristo es nuestro Abogado 
en el cielo (1 Juan 2:1) para representarnos delante de Dios cuando pecamos. El 
Espíritu Santo es el Abogado de Dios para nosotros aquí en la tierra. Cristo está 
intercediendo por nosotros (Romanos 8:34) y el Espíritu Santo también está 
intercediendo por nosotros (Romanos 8:26–27). Formamos parte de un fantástico 
“grupo de oración celestial”: Dios el Hijo ora por nosotros en el cielo y Dios el 
Espíritu ora por nosotros en nuestro corazón. Tenemos comunión con el Padre por 
medio del Hijo, y el Padre tiene comunión con nosotros por medio del Espíritu. 
Cristo vive su vida a través de nosotros por el poder del Espíritu, el cual vive 
dentro de nuestro cuerpo. No es por medio de la imitación que permanecemos en 
Cristo y andamos como él anduvo. No, es por medio de la encarnación: por medio 
de su Espíritu, “Cristo vive en mí”. Andar en la luz es andar en el Espíritu y no 
satisfacer los deseos de la carne (ve Gálatas 5:16). 
De este modo, Dios ha provisto para nosotros la manera de triunfar sobre el 
pecado. Nunca podemos perder o cambiar la naturaleza pecaminosa con la que 
nacimos (1 Juan 1:8), pero no hay necesidad de que obedezcamos sus deseos. A 
medida que andemos en la luz y veamos el pecado tal como es realmente, 
entonces lo odiaremos y nos alejaremos de él. Y si pecamos, lo confesamos 
inmediatamente a Dios y reclamamos su limpieza. Permanecemos en Cristo y 
“andamos como él anduvo” al depender del poder del Espíritu que mora en 
nosotros. 
Pero todo esto comienza cuando somos abiertos y sinceros delante de Dios y 
de los hombres. En el instante en que comenzamos a representar un papel, a 
fingir, a impresionar a los demás, es allí donde salimos de la luz y nos 
introducimos en las sombras. Sir Walter Scott lo coloca de esa manera: 
¡Oh, que enredada telaraña tejemos 
Cuando comenzamos a practicar el engaño! 
La vida que es genuina no puede ser construida sobre cosas que son 
engañosas. Antes de poder andar en la luz, debemos conocernos a nosotros 
mismos, aceptarnos y entregarnos a Dios. ¡Es tonto tratar de engañar a los demás 
porque Dios ya sabe lo que somos realmente! 
Todo esto ayuda a explicar la razón por la cual andar en la luz hace que la vida 
sea muchísimo más fácil y feliz. Cuando andas en la luz, vives para agradar 
solamente a una Persona: Dios. ¡Esto realmente simplifica las cosas! Jesús dijo: 
“Porque yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29). Se nos dice que debemos 
andar como conviene conduciros y agradar a Dios (1 Tesalonicenses 4:1). Si 
vivimos para agradarnos a nosotros mismos y a Dios, entonces estamos tratando 
de servir a dos señores, y esto nunca resulta bien. Si vivimos para agradar a los 
hombres, siempre estaremos metidos en problemas porque no hay dos personas 
que estén de acuerdo y nosotros nos encontraremos atrapados en el medio. Andar 
en la luz—vivir agradando a Dios—simplifica nuestras metas, unifica nuestra vida 
y nos da una sensación de paz y equilibrio. 
Juan deja claro que la vida que es verdadera no tiene amor por el pecado. Un 
creyente verdadero, en vez de tratar de encubrir el pecado, lo confiesa y trata de 
triunfar sobre el mismo andando en la luz de la Palabra de Dios. No está contento 
con saber simplemente que va al cielo. El quiere disfrutar esa vida celestial aquí y 
ahora. “Como él es, así somos nosotros en este mundo”. Se ocupa diligentemente 
de hacer que su andar esté de acuerdo con su hablar. No trata de impresionarse a 
sí mismo, a Dios o a los otros creyentes con muchas palabras piadosas. 
Como himno de cierre, una congregación estaba cantando la canción 
conocida: “Por Ti Estoy Orando”. El orador se dirigió a un hombre que estaba en la 
plataforma y le preguntó en voz baja: —¿Por quién está usted orando? 
El hombre se sorprendió. —Bueno, creo que no estoy orando por nadie. ¿Por 
qué me lo pregunta? 
—Bueno, acabo de escucharlo decir: “Por ti estoy orando”, y pensé que lo 
decía en serio, —le respondió el predicador. 
—Ah, no, —dijo el hombre.— Sólo estoy cantando. 
¡Palabras piadosas! ¡Una religión de palabras! Parafraseando Santiago 1:22: 
“Deberíamos ser hacedores de la Palabra así como somos habladores de la 
Palabra”. Debemos andar lo que hablamos. No basta con conocer el lenguaje. 
También debemos vivir la vida. “Si decimos”, ¡entonces también debemos hacer! 
3 
Algo Antiguo, Algo Nuevo 
1 Juan 2:7–11 
“¡Eso es un amor!” 
“¡Ah, si hay algo que realmente amo son esa clase de frijoles tostados, 
preparados como en épocas pasadas!” 
“Pero, mamá, ¿no te das cuenta de que Tomás y yo nos amamos?” 
Las palabras, al igual que las monedas, pueden estar en circulación por tanto 
tiempo que comienzan a desgastarse. Desafortunadamente, la palabra amor está 
perdiendo su valor y se la utiliza para cubrir una multitud de pecados. 
¡Es realmente difícil entender cómo puede un hombre utilizar la misma palabra 
para expresar su amor hacia la esposa y también para decir lo que siente en 
cuanto a los frijoles tostados! Las palabras realmente significan poco o 
absolutamente nada cuando se las usa de manera tan descuidada. Al igual que el 
dólar, éstas han sido devaluadas. 
A medida que Juan describe la vida que es verdadera, utiliza tres palabras en 
forma repetitiva: vida, amor y luz. De hecho, dedica tres secciones de su carta al 
tema del amor cristiano. Explica que el amor, la vida y la luz están íntimamente 
ligados. Lee estas tres secciones (1 Juan 2:7–11, 3:10–24; 4:7–21) sin los 
versículos intermedios y verás que el amor, la vida y la luz no deben ser 
separados. 
En nuestro estudio presente (1 Juan 2:7–14) sabremos de qué manera el amor 
cristiano se ve afectado por la luz y las tinieblas. Un creyente que está andando en 
la luz (lo cual significa simplemente que está obedeciendo a Dios) va a amar a su 
hermano creyente. 
En 1 Juan 3:10–24 se nos dice que el amor cristiano es una cuestión de vida o 
muerte: vivir con odio es vivir en muerte espiritual. En 1 Juan 4:7–21 vemos que el 
amor cristiano es una cuestión de verdad y error (ve 1 Juan 4:6): debido a que 
conocemos el amor de Dios hacia nosotros, entonces mostramos amor hacia los 
demás. 
En estas tres secciones, pues, encontramos tres buenas razones por las 
cuales los creyentes se deben amar los unos a los otros: 
1. Dios nos ha mandado que amemos (1 Juan 2:7–11). 
2. Hemos nacido de Dios y el amor de Dios vive en nosotros (1 Juan 3:10–24). 
3. Dios nos reveló primero su amor hacia nosotros (1 Juan 4:7–21). 
“Nosotros… amamos… porque él nos amó primero”. 
Juan no sólo escribe acerca del amor, sino que también lo practica. Uno de sus 
nombres favoritos para dirigirse a sus lectores es “amados”. El sentía amor hacia 
ellos. Juan es conocido como el “apóstol del amor” porque tanto en su evangelio 
como en sus cartas le da una tremenda preponderancia a este tema. Sin embargo, 
Juan no fue siempre el “apóstol del amor”. En una ocasión, Jesús les puso a Juan 
y a su hermano Jacobo, los cuales tenían temperamentos fuertes,el sobrenombre 
de “Boanerges” (Marcos 3:17), que quiere decir hijos del trueno. En otra 
oportunidad, estos dos hermanos querían hacer descender fuego del cielo para 
destruir una ciudad (Lucas 9:51–56). 
Puesto que el Nuevo Testamento fue escrito en griego, a menudo los 
escritores podían utilizar un lenguaje más preciso. Es lamentable que la palabra 
amor tenga tantas variedades de significado (algunas de ellas contradictorias). 
Cuando leemos del “amor” en 1 Juan, la palabra griega que se usa es agape, el 
término para el amor de Dios hacia el hombre, el amor de un creyente hacia otros 
creyentes y el amor de Dios para su iglesia (Efesios 5:22–33). 
Otra palabra griega para amor, fileo, es usada en otros casos y lleva la idea de 
amor de amigos. Este no es tan profundo o divino como el amor agape. (La 
palabra para el amor sensual, eros, de la cual obtenemos la palabra erótico, no se 
utiliza para nada en el Nuevo Testamento.) 
Lo asombroso es que el amor cristiano es tanto antiguo como nuevo (1 Juan 
2:7–8). Esto parece ser una contradicción. Desde luego, el amor en sí no es nuevo 
ni tampoco es algo nuevo el mandamiento—que los hombres amen a Dios y los 
unos a los otros. Jesús mismo combinó dos mandamientos antiguotestamentarios, 
Deuteronomio 6:5 y Levítico 19:18, y dijo (Marcos 12:28–34) que estos dos 
mandamientos resumen toda la ley y los profetas. Amar a Dios y amar al prójimo 
eran responsabilidades antiguas y conocidas antes de que Jesús viniera a la 
tierra. 
¿En qué sentido, entonces, es el “améis los unos a los otros” un mandamiento 
“nuevo” (1 Juan 2:8)? Una vez más, un vistazo al griego ayuda a responder a la 
pregunta. 
Los griegos tenían dos palabras para “nuevo”: una significa nuevo en el tiempo 
y la otra quiere decir nuevo en calidad. Por ejemplo, uno utilizaría la primera 
palabra para describir el último modelo de automóvil, el más reciente. Pero si 
compraras un coche que fuera tan revolucionario que lo hace radicalmente 
diferente, entonces se utilizaría la segunda palabra—nuevo en calidad. (Los 
términos españoles “reciente” y “renovado” expresan en cierto modo esta 
distinción: “reciente” significa nuevo en el tiempo, “renovado” significa nuevo en 
carácter.) 
El mandamiento de amarse los unos a los otros no es nuevo en el tiempo, pero 
sí lo es en carácter. Por causa de Jesucristo, el antiguo mandamiento de amarse 
unos a otros ha cobrado un nuevo significado. En estos cinco breves versículos (1 
Juan 2:7–11) aprendemos que el mandamiento es nuevo en tres aspectos 
importantes. 
Es Nuevo en Énfasis (1 Juan 2:7) 
En el párrafo previo (1 Juan 2:3–6), Juan ha estado hablando acerca de “los 
mandamientos” en general, pero ahora centraliza el énfasis en un solo 
mandamiento. En el Antiguo Testamento, el mandato de que el pueblo de Dios se 
amara mutuamente era sólo uno entre muchos, pero este antiguo mandamiento 
ahora es elevado y colocado en un lugar de preeminencia. 
¿Cómo es posible que un mandamiento sobresalga tanto por encima de todos 
los demás? Esto se explica en el hecho de que el amor es el cumplimiento de la 
ley de Dios (Romanos 13:8–10). 
Los padres deben cuidar a los hijos según la ley. La negligencia hacia los niños 
es un crimen grave. Pero, ¿cuántos padres tienen conversaciones como ésta 
cuando suena el reloj despertador en la mañana? 
Ella: —Querido, es mejor que te levantes y vayas a trabajar. No queremos que 
nos arresten. 
El: —Sí, y es mejor que te levantes y prepares el desayuno para los niños y 
también la ropa. Podría aparecer la policía y ponernos a los dos en la cárcel. 
Ella: —Tienes razón. ¡Hombre, qué bueno es que tengan una ley, de lo 
contrario nos quedaríamos todos el día en la cama! 
Es dudoso que el temor a la ley sea a menudo el motivo que está detrás del 
hecho de ganarse la vida o cuidar de los hijos. Los padres cumplen con sus 
responsabilidades (aunque en ocasiones sea de mala gana) porque se aman el 
uno al otro y a sus hijos. El hacer lo correcto no es para ellos una cuestión de la 
ley, sino una cuestión de amor. 
El mandamiento de “amarse los unos a los otros” es el cumplimiento de la ley 
de Dios de la misma manera. Cuando amas a las personas, entonces no mientes 
en cuanto a ellas ni les robas. No tienes deseos de matarlas. ¡El amor a Dios y el 
amor a los demás motiva a una persona para que obedezca los mandamientos de 
Dios sin siquiera pensar en ellos! Cuando una persona actúa motivada por el amor 
cristiano, entonces obedece a Dios y sirve a los demás, no por causa del temor, 
sino como resultado de su amor. 
Esta es la razón por la cual Juan dice que “améis unos a otros” es un 
mandamiento nuevo: es nuevo en su énfasis. No es simplemente uno entre 
muchos mandamientos. ¡No, es el que encabeza la lista! 
Pero también es nuevo en énfasis en otro sentido. Está ubicado al principio de 
la vida cristiana. “Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis oído desde 
el principio” (1 Juan 2:7). Esta frase “desde el principio” se usa de dos formas 
diferentes en la carta de Juan, y es importante que las diferenciemos. En 1 Juan 
1:1, al describir la eternidad de Cristo, leemos que él existió “desde el principio”. 
En Juan 1:1—un versículo paralelo—leemos: “En el principio era el Verbo”. 
Pero en 1 Juan 2:7, el tema es el principio de la vida cristiana. El mandamiento 
de amarse los unos a los otros no es un apéndice agregado a nuestra experiencia 
cristiana, tal como si a Dios se le hubiese ocurrido después. ¡No! Está en nuestro 
corazón desde el comienzo mismo de nuestra fe en Jesucristo. Si esto no fuera 
así, Juan no podría haber escrito: “Nosotros sabemos que hemos pasado de 
muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (1 Juan 3:14). Y Jesús dijo: “En 
esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los 
otros” (Juan 13:35). 
Una persona que no es salva puede ser, por naturaleza, egoísta y aun odiosa. 
A pesar de cuánto amemos a un bebé recién nacido, debemos confesar que el 
niño es egocéntrico y que piensa que todo el mundo gira alrededor de su cuna. El 
niño es representativo de una persona que no es salva. “Porque nosotros también 
éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de 
concupiscencias y de deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, 
y aborreciéndonos unos a otros” (Tito 3:3). ¡Tal vez este retrato sin retocar del 
incrédulo no sea hermoso, pero es indudablemente exacto! Algunas personas no 
regeneradas no exhiben los rasgos que se mencionan aquí, pero las obras de la 
carne (Gálatas 5:19–21) están siempre en potencia en sus intenciones. 
Cuando un pecador confía en Cristo, recibe una vida nueva y una nueva 
naturaleza. El Espíritu Santo de Dios entra a vivir en él y el amor de Dios es 
derramado en su corazón por el Espíritu (Romanos 5:5). ¡Dios no tiene que darle 
al creyente nuevo una extensa disertación acerca del amor! “…Vosotros mismos 
habéis aprendido de Dios [esto es, por el Espíritu Santo que está dentro vuestro] 
que os améis unos a otros” (1 Tesalonicenses 4:9). ¡Un creyente nuevo descubre 
que ahora odia aquello que acostumbraba a amar y que ama aquello que solía 
odiar! 
Así que, el mandamiento de amarse los unos a los otros es nuevo en énfasis: 
es uno de los mandamientos más importantes que nos dio Cristo (Juan 13:34). De 
hecho, “amaos los unos a los otros” se repite, por lo menos, una docena de veces 
en el Nuevo Testamento (Juan 13:34; 15:9, 12, 17; Romanos 13:8; 1 
Tesalonicenses 4:9; 1 Pedro 1:22; 1 Juan 3:11, 23; 4:7, 11–12; 2 Juan 5). Y hay 
muchas otras referencias al amor fraternal. 
Es importante que entendamos el significado del amor cristiano. No es una 
emoción sentimental superficial que los creyentes tratan de “elaborar” para 
poderse llevar bien entre sí. Es una cuestión de la voluntad más que una 
emoción—un afecto o atracción hacia ciertas personas. Es cuestión de 
determinar—decidir—que permitirás que el amor de Dios alcance a los demás a 
través de ti, actuando luego paracon ellos de manera amorosa. No debes actuar 
“como si los amaras”, sino por el hecho de que los amas. Esto no es hipocresía; 
es obediencia a Dios. 
Quizá 1 Corintios 13 sea la mejor explicación del amor cristiano. Algunas 
traducciones modernas de este capítulo transmiten el mensaje en toda su fuerza: 
¡la vida cristiana sin amor NO ES NADA! 
Pero el mandamiento de “amaos los unos a los otros” no es solamente nuevo 
en énfasis. Es nuevo en otro sentido. 
Es Nuevo en Ejemplo (1 Juan 2:8) 
Juan señala que “amaos los unos a los otros” fue una realidad primero en 
Cristo, y ahora es real en la vida de aquellos que están confiando en Cristo. Jesús 
mismo es el mayor ejemplo de este mandamiento. 
Más adelante consideraremos esa gran declaración: “Dios es amor” (1 Juan 
4:8), pero aquí se anticipa. Cuando uno mira a Jesucristo, se ve el amor 
corporizado y ejemplificado. Al ordenarnos amar, Jesús no nos está pidiendo que 
hagamos algo que él mismo no haya hecho ya. El registro de los cuatro evangelios 
es el relato de una vida vivida en el espíritu del amor, y esa vida fue vivida bajo 
condiciones muy lejos de lo que se considera ideal. Jesús, en realidad, nos dice: 
“Yo viví en base a este gran mandamiento y puedo capacitarte para que sigas mi 
ejemplo”. 
Jesús ilustró el amor por medio de la vida que él vivió. Nunca mostró odio o 
malicia. Su alma recta odiaba todo pecado y desobediencia, pero nunca odió a la 
gente que cometía tales pecados. Aun en sus justos anuncios de juicio siempre 
había una corriente de amor manifestado entre líneas. 
Es alentador pensar en el amor de Jesús hacia sus 12 discípulos. ¡Cuántas 
veces le deben haber quebrantado el corazón cuando discutían sobre quién sería 
el mayor o trataban de impedir que la gente viera a su Maestro! Cada uno de ellos 
era diferente a los demás, y el amor de Cristo era lo suficientemente amplio como 
para incluir a cada uno de manera personal y comprensiva. Fue paciente con la 
impulsividad de Pedro, la incredulidad de Tomás y aun la traición de Judas. 
Cuando Jesús les mandó a sus discípulos que se amaran unos a otros, sólo les 
estaba diciendo que hicieran como él había hecho. 
Considera también el amor de nuestro Señor hacia toda clase de personas. 
Los publicanos y pecadores fueron atraídos (Lucas 15:1) por su amor e inclusive 
la peor de las bajezas podía llorar a sus pies (Lucas 7:36–39). El rabino 
Nicodemo, con su hambre espiritual, podía encontrarse con él privadamente y de 
noche (Juan 3:1–21) y 4.000 de las “personas comunes” pudieron escuchar sus 
enseñanzas durante tres días (Marcos 8:1–9), recibiendo luego de parte de él una 
comida milagrosa. Sostuvo bebés en sus brazos. Habló de los niños que jugaban. 
Aun consoló a las mujeres que lloraban cuando los soldados lo conducían al 
Calvario. 
Quizá lo más grandioso del amor de Dios fue la forma en que tocó aun la vida 
de sus enemigos. Con una pena impregnada de amor miraba a los líderes 
religiosos los cuales, en su ceguera espiritual, lo acusaron de estar aliado con 
Satanás (Mateo 12:24). Cuando vino la multitud para arrestarlo, podría haber 
llamado a los ejércitos del cielo para que lo protegieran, pero se entregó a sus 
enemigos. Y luego murió por ellos, ¡por sus enemigos! “Nadie tiene mayor amor 
que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). ¡Pero Jesús no 
sólo murió por sus amigos, sino también por sus enemigos! Y cuando lo 
crucificaron, él oró por ellos, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que 
hacen”. 
Tanto en su vida como en sus enseñanzas y en su muerte, Jesús es el ejemplo 
perfecto de este mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros”. Y esto es lo 
que ayuda a hacer “nuevo” este mandamiento. En Cristo tenemos una nueva 
ilustración de la antigua verdad que dice que Dios es amor y que la vida de amor 
es la vida de gozo y victoria. 
Lo que es una realidad en Cristo debe ser también realidad en cada creyente. 
“Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Un creyente debe 
vivir una vida de amor cristiano “…porque las tinieblas van pasando, y la luz 
verdadera ya alumbra” (1 Juan 2:8). Esto nos hace recordar el énfasis (1 Juan 1) 
en cuanto a andar en la luz. Se hace un contraste entre dos formas de vida: los 
que andan en la luz practican el amor y los que andan en tinieblas practican el 
odio. La Biblia enfatiza repetidamente esta verdad. 
Las tinieblas van pasando, pero la luz aún no brilla plenamente sobre todo el 
mundo ni tampoco penetra en todas las áreas, inclusive en el caso de la vida del 
creyente. 
Cuando Cristo nació, visitó al mundo “desde lo alto la aurora” (Lucas 1:78). La 
aurora quiere decir amanecer. ¡El nacimiento de Cristo fue el comienzo de un 
nuevo día para la humanidad! El esparció la luz de la vida y del amor mientras 
vivió delante de los hombres, enseñándoles y sirviéndoles. “El pueblo asentado en 
tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les 
resplandeció” (Mateo 4:16). 
Pero en este mundo hay un conflicto entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de 
las tinieblas. Y la luz resplandece sobre las tinieblas, y las tinieblas no la pueden 
apagar (Juan 1:5). Satanás es el príncipe de las tinieblas y extiende su reino 
maligno por medio de mentiras y odio. Cristo es el Sol de Justicia (Malaquías 4:2) 
y extiende su reino por medio de la verdad y el amor. 
Hoy en día, los reinos de Cristo y de Satanás están en conflicto, pero “la senda 
de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es 
perfecto” (Proverbios 4:18). Las tinieblas van pasando poco a poco y la Luz 
Verdadera se hace cada vez más brillante en nuestros corazones. 
Jesucristo es el modelo de amor para los creyentes. “Un mandamiento nuevo 
os doy: Que os améis unos a otros”, dice él. “Como yo os he amado, que también 
os améis unos a otros” (Juan 13:34). Y repite: “Este es mi mandamiento: Que os 
améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 15:12). No tenemos que medir 
nuestro amor cristiano comparándolo con el amor de algún otro creyente (¡y 
generalmente escogemos a alguien cuya vida es más una excusa que un 
ejemplo!), sino frente al amor de Jesucristo, nuestro Señor. El antiguo 
mandamiento se torna “nuevo” para nosotros al verlo ejemplificado en Cristo. 
Así que, el mandamiento “Amaos unos a otros” es nuevo en énfasis y nuevo en 
ejemplo. También es nuevo en un tercer aspecto. 
Es Nuevo en Experiencia (1 Juan 2:9–11) 
Nuestro pasaje continúa con la ilustración de la luz y las tinieblas. Si un 
creyente anda en la luz y está en comunión con Dios, entonces estará también en 
comunión con los demás miembros de la familia de Dios. El amor y la luz van 
juntos, así como sucede con el odio y las tinieblas. 
Es fácil hablar del amor cristiano, pero es mucho más difícil practicarlo. Por una 
parte, un amor así no es un mero hablar (1 Juan 2:9). Es una mentira cuando un 
creyente dice (¡o canta!) que ama a los hermanos, cuando en realidad odia a otro. 
En otras palabras (y esta es una verdad muy solemne), es imposible estar al 
mismo tiempo en comunión con el Padre y sin comunión con otro creyente. 
Esta es una de las razones por las cuales Dios estableció la iglesia local, la 
comunión de creyentes. “No puedes ser creyente solo”. Una persona no puede 
vivir ni desarrollar una vida cristiana completa a menos que esté en comunión con 
el pueblo de Dios. La vida cristiana tiene dos relaciones: la vertical (en dirección a 
Dios) y la horizontal (en dirección a los hombres). ¡Y lo que Dios ha juntado, el 
hombre no lo debe separar! Y cada una de estas dos relaciones tiene que ser de 
amor, el uno hacia el otro. 
Jesús trata este asunto en el Sermón del Monte (ve Mateo 5:21–26). Una 
ofrenda carecía de valor en el altar si el adorador tenía algún problema que 
arreglar con su hermano. Obsérvese que Jesús no dice que el adorador tenía algo 
contra su hermano, sino que el hermano tenía algo contra el adorador. Pero aun 
en el caso de que nosotros hayamos

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