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William Dembski - EL FIN DEL CRISTIANISMO

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El fin del cristianismo
© 2010 por William Dembski
Todos los derechos reservados.
Derechos internacionales registrados.
 
 
Publicado por B&H Publishing Group
Nashville, Tennessee.
 
 
Las citas bíblicas, salvo indicación contraria, corresponden a la Versión Reina-
Valera Revisión de 1960, © 1960 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usada con
permiso.
 
 
Las citas bíblicas marcadas VP se tomaron de Dios Habla Hoy, Versión Popular,
segunda edición © 1966, 1970, 1979, 1983 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usada
con permiso.
 
 
Publicado originalmente en inglés con el título The End of Christianity, © 2009
por William Dembski, publicado por B&H Publishing Group.
Traducción al español: Nora Redaelli.
 
 
ISBN: 978-1-4336-6838-8
Impreso en EE.UU.
1 2 3 4 5 6 • '13 '12 '11 '10
EN MEMORIA DE
ETHEL Y HARRY COOPER
Juan 13:35
LO QUE TÚ CREAS QUE ES VERDAD REGIRÁ TU VIDA,
MÁS ALLÁ DE QUE SEA VERDAD O NO.
Jeremy LaBorde
ÍNDICE
Prólogo por Mark Fitzmaurice
Agradecimientos
Introducción: La mentalidad de nuestro tiempo
 
PARTE I
El problema del mal
Uno El alcance de la cruz
Dos El origen del mal
Tres El pecado humano como origen del mal en el mundo
Cuatro La gravedad del pecado
 
PARTE II
El creacionismo de la tierra joven y de la tierra antigua
Cinco El atractivo de una tierra joven
Seis La constancia de la naturaleza
Siete Una antigüedad aparente
Ocho Los dos libros
Nueve Las dificultades que enfrenta el creacionismo de la tierra antigua
 
PARTE III
La creación y la acción de Dios
Diez El modo trinitario de la creación
Once La información trasciende la materia
Doce El logos
Trece Ser es ser en comunión
Catorce La creación como doble creación
Quince Partículas en movimiento
 
PARTE IV
Las consecuencias retroactivas de la caída
Dieciséis Cronos y kairós
Diecisiete La paradoja de Newcomb
Dieciocho Las dos lógicas de la creación
Diecinueve La dialéctica infinita
Veinte Una lectura de Génesis 1–3 en clave kairológica
 
PARTE V
Cabos sueltos
Veintiuno La cuestión de la evolución
Veintidós Después de Génesis 1–3
VeintitrésDar gracias a Dios por todas las cosas
PRÓLOGO
Durante años me sentí como un pequeño corcho en un inmenso mar, sacudido de aquí
para allá por la naturaleza imprevisible del sufrimiento. Mi única esperanza fue
aferrarme al Cristo que me salva y que un día regresará, pero mientras tanto mi
corazón ansiaba descubrir sentido y propósito en el presente, y con demasiada
frecuencia, me sentía despojado de toda alegría. Me veía como un actor que cumple
un papel en escena y me preguntaba si acaso alguien vivía una vida auténtica.
La semana que leí este libro comencé a ver las cosas de manera diferente; su
lectura influyó profundamente en mi manera de pensar, y le agradezco a mi amigo
Bill Dembski que lo haya escrito. Conocí a Bill a través de su aporte al diseño
inteligente, lo cual le ha valido gran reconocimiento, y no cabe duda de que hizo una
contribución novedosa en ese campo. Ahora, intuyo que será tan recordado por las
ideas que expone en este libro como por su papel precursor en el movimiento del
diseño inteligente.
Bill es un intelectual brillante que no teme exponer sus ideas ya sea como orador o
escritor. A lo largo de su vida se ha esforzado por conocer, amar y comprender a Dios
tal como Él se reveló en Jesucristo y en la creación. Por mi parte, me siento
agradecido de que no considere esa búsqueda una cuestión estrictamente personal;
Bill siente verdadera pasión por compartir y explicar a otros los misterios que él llegó
a comprender. El objetivo inequívoco de todo cuanto hace es mostrar en una luz más
brillante a quien él ama, o más bien, hacerse a un lado mientras la Luz del mundo
ilumina la vida de personas corrientes como yo.
En el inicio de mi vida cristiana, devoré la Biblia; leía porciones extensas y me
esforzaba denodadamente por comprender la historia y los propósitos de Dios a fin de
integrarlos en un todo convincente. Una lectura llana y directa del texto bíblico me
pareció lo más natural. ¿Y qué podía ser más llano y directo que la enseñanza de
Génesis sobre la creación? Así, pues, la idea de que la tierra era un planeta joven me
pareció la única interpretación posible para cualquiera que tomara la Biblia en serio.
Para sobrevivir a la formación que recibí en medicina, creé una suerte de burbuja
en la cual colocaba la información que me parecía incompatible con la teología.
Curiosamente, eran pocos los contenidos de la carrera de medicina que llevaban a
cuestionar la lectura llana y directa del texto bíblico. Sin embargo, en ocasiones los
docentes insistían en inculcarnos una visión evolucionista de la vida y del cuerpo
humano. A pesar de mi incomodidad en aquellas sesiones, estaba convencido de que
un día mis creencias basadas en la Biblia triunfarían sobre los hallazgos científicos.
Simultáneamente, en bioquímica, fisiología, anatomía e histología me confrontaba
con sistemas complejos que en mi opinión, como ex estudiante de ingeniería, eran
indudablemente producto de un diseño inteligente. Debí esperar mucho tiempo hasta
ver el surgimiento de una teoría articulada que confirmara aquella intuición, y me
siento agradecido a Bill por su aporte al desarrollo de dicha teoría.
Durante los doce años que trabajé en un hospital rural en Papúa, Nueva Guinea, vi
muchas situaciones de sufrimiento. Vi muertes y mutilaciones como resultado de las
guerras entre tribus (el sufrimiento provocado por los hombres). Pero también vi
madres y bebés inocentes que murieron durante el parto, personas que murieron
durante una inundación, y vi los estragos de enfermedades como la malaria y la
tuberculosis (el sufrimiento provocado por la naturaleza).
Vivimos en un mundo quebrantado. Cada uno de nosotros imagina los cambios
que haría si fuera Dios. Desde una perspectiva teológica, entiendo que todo el mal y el
sufrimiento son consecuencia de rebelarnos contra Dios. Resulta más fácil sostener
esta visión del mal y del sufrimiento cuando las personas son culpables de su mala
conducta; no se puede culpar a Dios por los trágicos hechos ocurridos el 11 de
setiembre de 2001. Sin embargo, resulta mucho más difícil sostener esta visión del
mal y del sufrimiento cuando no logramos identificar un culpable inmediato.
Nunca traté de apartarme de una lectura llana y directa de Génesis. Era algo que
me imponía con gran dolor y sufrimiento; estaba destrozado, me sentía como un
infiel. Lo mantenía en secreto, consciente de cuál hubiera sido mi propia reacción en
el inicio de mi camino con Dios: cuestionar una lectura de Génesis que mostraba una
tierra joven implicaba cuestionar la Biblia en su totalidad y poner en peligro mi fe.
No me alejé de una lectura lineal de Génesis seducido por los argumentos
teológicos de los así llamados liberales o eruditos de la alta crítica, pero me vi
confrontado con pruebas científicas: la edad de las estrellas y la enorme distancia que
las separa de la tierra; la tierra y su relieve parecen ser el resultado de millones de
años de procesos regulares; hay evidencia sólida de que la muerte y el sufrimiento
existieron en el planeta mucho antes de que Adán y Eva alcanzaran mayor
conocimiento al morder el fruto prohibido.
El principio de la «doble verdad», según el cual la razón enseña una cosa y la fe
puede enseñar exactamente lo opuesto, siempre me ha dejado perplejo; hay personas a
quienes parece no incomodarles la tensión entre ideas claramente contradictorias.
Conozco un geólogo que cree en un planeta joven y, sin embargo, se siente a gusto
escribiendo sobre una historia geológica de millones de años en su tesis doctoral.
Nadie imaginaría al leer su trabajo que él sostiene que la edad del planeta ¡está por
debajo de los 10.000 años! A diferencia de este geólogo, yo no podría vivir en
universos paralelos; uno antiguo y uno joven.
Inmerso en este peligroso terreno de enfrentamiento entre la ciencia y la fe, y sin
nadie a quien confesar mi agonía, al principio me mostré bastante escéptico con
respecto a la tarea emprendida por Bill de explicarcómo la caída de Adán y Eva podía
ser responsable de males naturales que habían ocurrido cientos de millones de años
antes de su existencia. ¿Cómo es posible anteponer el efecto (males naturales que
existieron durante millones de años) a la causa (el pecado de Adán y Eva)? Imaginé
que Bill propondría toda suerte de racionalizaciones y malabares verbales que,
finalmente, no lograrían convencerme.
En cambio, no encuentro otra palabra que «epifanía» para describir lo que
experimenté. En mi mente, la ciencia y la fe ocupaban compartimentos estancos para
impedir cualquier contacto entre ellas y así evitar que una absorbiera a la otra. Temía
que cualquier intento de conciliar la fe y la razón dañara la imagen de Dios. Ahora
siento que estas dos áreas de mi vida están en paz, y que la cabeza y el corazón están
nuevamente juntos.
El fin del cristianismo ofrece un magnífico marco teológico que revela a Dios tal
como es en toda su gloria, aclara el sentido de la cruz en la historia y en el cosmos,
permite vernos tal como somos, expuestos a situaciones de peligro que nosotros
mismos creamos, y acepta el mundo físico tal como es en realidad. Demuestra que el
poder de la caída, como el poder de la muerte y la resurrección de Cristo, no solo tiene
dimensión prospectiva sino también retrospectiva; no solo tiene implicancias hacia el
futuro sino también hacia el pasado.
Ningún pastor debería dejar de leer este libro. Una vez que el pueblo de Dios se
apropie de las ideas aquí expuestas, será una liberación para aquellos que se sienten
atados a creer en un planeta joven por temor a que el poder de la cruz quede anulado
si se admite que la muerte y el sufrimiento precedieron a la caída. Este libro no
obligará al lector a dejar de creer en un planeta joven, pero lo ayudará a ver que no es
la única interpretación que asegura solidez bíblica y fidelidad teológica.
Después de leer este libro, amo aún más a Dios; su lectura avivó en mí el deseo de
dedicar mi vida, por amor, al servicio de Jesucristo y de aquellos que Él ama. Ahora
comprendo más cabalmente la gravedad de mi propio pecado y el increíble valor de la
gracia de Dios que obra en mi vida. También comprendo cuáles son las consecuencias
del pecado humano en el cosmos y que la redención en Cristo abarca la realidad toda.
Siento un respeto más profundo por la Palabra de Dios revelada en la Biblia y una
esperanza renovada en una eternidad de gozo en la presencia de Dios, mi Creador y
Redentor.
Mark Fitzmaurice, Médico
Sydney, Australia
AGRADECIMIENTOS
Dedico este libro a Ethel y Harry Cooper, una maravillosa pareja afroamericana que
significó mucho para mí en los años de mi niñez en Chicago. Harry trabajaba en el
Instituto de Teología Garret, en Evanston, y Ethel, en las tiendas Marshall Field, en el
centro de Chicago. Hacia fines de los años sesenta, una época muy convulsionada en
los Estados Unidos, nuestra familia solía celebrar Acción de Gracias con los Cooper,
que vivían en la zona sur de la ciudad. En el otoño de 1969 falleció la madre de Ethel,
que vivía con ellos. Semanas más tarde, en diciembre del mismo año, falleció Harry.
Como a mi madre le habían diagnosticado cáncer, Ethel no quiso darle la noticia de
inmediato y no lo hizo hasta que mi madre, al otro lado del teléfono, levantó el tono
de voz: «¡Ethel, por favor, dime qué sucede!». En 1981, Ethel murió a causa de un
cáncer de páncreas. Llegué a visitarla y ofrecerle algo de compañía y consuelo, pero
hubiera deseado hacer algo más por ella. La bondad y la generosidad de Ethel y Harry
siguen siendo para mí, hoy, testimonio del amor de Cristo. Si no fuera por personas
como ellos, todo lo que escribí en este libro sería hueco y carecería de valor.
El fin del cristianismo comenzó como un artículo titulado «La teodicea cristiana a
la luz de Génesis y la ciencia moderna» que publiqué en mi sitio en internet,
www.designinference.com. El artículo despertó gran interés, y numerosas personas
hicieron valiosos aportes durante el proceso de elaboración y revisión que luego se
plasmó en este libro. Deseo agradecer la colaboración de: Jake Akins, Barry
Arrington, la lista ASA (www.calvin.edu/archive/asa), Robert Bass, John
Baumgardner, Chris Beling, Ray Bohlin, Joel Borofsky, Jon Buell, Jack Collins,
Samuel Conner, Bryan Cross, Stephen Davis, Ted Davis, Edward Fackerell, Mark
Fitzmaurice, Michael Flannery, Bruce Gordon, Jack Greenoe, Paul Hodge, Michael
Keas, Mario Lopez, Robert Marks, Donald McLaughlin, J. P. Moreland, Terry
Mortenson, Bill Newby, Denyse O'Leary, Don Page, J. Brian Pitts, Fuz Rana, Brock
Ratcliff, Geoff Robinson, Hugh Ross, Greg Smith, David Snoke, el foro anual
«Creation Conversation» del Seminario del Sudoeste, Ide Trotter, Rick Wade, Mark
Whorton y Peter Zoeller-Greer. Agradezco especialmente a Mark Fitzmaurice por
escribir el prólogo y a Denyse O'Leary por su excelente edición del manuscrito final.
El proceso de investigar, reflexionar y poner por escrito todo este material se
extendió a lo largo de gran parte de la última década, y durante todo este tiempo
obtuve valioso apoyo financiero de parte de diferentes instituciones. Me gustaría
agradecer a la Fundación Templeton, que ofreció generoso apoyo económico para un
proyecto sobre metafísica de la información (la Parte III del presente libro surge de
ese proyecto y, en algún momento, llegará a ser un libro por derecho propio, con el
título tentativo «Ser es ser en comunión»). También quiero agradecer al Centro
Berkeley de Teología y Ciencias Naturales (Berkeley's Center for Theology and the
Natural Sciences) que, a través del estímulo de Bob Russell y Ted Peters, me
impulsaron a comenzar a escribir sobre el tema de la teodicea (en 2003, en el
Graduate Theological Union me pidieron una ponencia que titulé: «¿Se volverá
imposible el cometido de la teodicea? El diseño inteligente y el problema del mal».
Asimismo, deseo agradecerle al Centro para la Ciencia y la Cultura del Instituto
Discovery (Discovery Institute's Center for Science and Culture) cuyo apoyo moral,
intelectual y financiero resultó indispensable a lo largo de estos años. Por último,
expreso mi gratitud al Seminario de Teología Bautista del Sudoeste (Southwestern
Baptist Theological Seminary) que bajo la dirección del rector Paige Patterson y el
vicerrector Craig Blaising me brindó un ámbito de trabajo increíblemente fecundo.
Son muchas las personas que a lo largo de los años contribuyeron a formar mis
ideas sobre la bondad de Dios reflejada en la creación. Los más influyentes en este
sentido fueron Diogenes Allen, Louise Cowan, William Lane Craig, Thomas Hopko,
Steve Kreissl, John Stott y, muy especialmente, Jana, mi amada esposa. A todos ellos,
mi más sincero y profundo agradecimiento. Jana y yo nos conocimos cuando éramos
estudiantes en el Seminario de Teología de Princeton.
William A. Dembski
Southwestern Baptist Theological Seminary
Fort Worth, Texas
Posdata: Las notas con explicaciones y referencias representan el 20% del libro,
por consiguiente, una lectura cuidadosa del libro requiere prestar atención a las
notas.
N
INTRODUCCIÓN
LA MENTALIDAD DE NUESTRO TIEMPO
UESTRA vida no se desarrolla únicamente en un medio ambiente físico sino
también en un medio ambiente moral. El filósofo Simon Blackburn, de
Cambridge, define este último como «el clima de ideas en nuestro entorno sobre
cómo se debe vivir».1 Si bien no podemos abstraernos del ambiente físico, a menudo
no somos conscientes del ambiente moral que nos rodea, aun cuando ejerce una
poderosa influencia sobre nosotros. Blackburn lo describe en estos términos:
Define qué es aceptable o inaceptable, qué es digno de admiración o de
desprecio; define nuestra idea de cuándo las cosas andan bien y cuándo andan
mal; define nuestra idea sobre qué nos corresponde recibir y qué nos
corresponde dar en la relación con los demás; modela nuestras reacciones
emocionales y determina qué cosas son motivo de orgullo o vergüenza, de
gratitud o de enojo, qué perdonamos y qué consideramos imperdonable.2
El medio ambientemoral que describe Blackburn forma parte de un ambiente aún
mayor: la mentalidad imperante en nuestro tiempo, es decir, el sistema de ideas del
cual nos valemos para comprender el mundo. La mentalidad siempre incluye lo moral,
puesto que nuestra idea acerca de cómo debemos vivir es una de las principales
herramientas que usamos para comprender el mundo. Pero la mentalidad tiene un
alcance más amplio; incluye nuestras ideas sobre lo que existe, lo que podemos
conocer, y lo que consideramos evidencia válida de nuestras creencias; determina el
valor de nuestra vida y nuestro trabajo, y por sobre todas las cosas, determina nuestras
estructuras de plausibilidad: cuándo consideramos algo razonable o irracional,
verosímil o inverosímil, admisible o inadmisible.3
En 1988 obtuve el doctorado en matemáticas en la Universidad de Chicago, y creí
que ese sería mi último título de posgrado. Seguidamente, obtuve una beca de
investigación posdoctoral en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por
sus siglas en inglés). Allí me impactó la facilidad con que mis colegas consideraban
que el cristianismo había pasado de moda; no creían que representara un peligro ni
que fuera necesario erradicarlo, sino que había perdido vitalidad intelectual y debía ser
ignorado. En su opinión, la derrota del cristianismo era un hecho consumado; la
guerra había terminado, y el cristianismo había perdido.
Para la mentalidad de mis colegas del MIT, el cristianismo era irrelevante. Como
cristiano, creía entonces, y sigo creyendo hoy, que la revelación de Dios en Jesucristo
es la máxima verdad de la humanidad, y por lo tanto, me preocupó que se desechara el
cristianismo con tanta ligereza. ¿Cómo podían mis colegas rechazar tan fácilmente el
cristianismo? Debía llegar hasta el fondo de esta pregunta, y fue así que abandoné una
carrera promisoria como investigador en el campo de las matemáticas para estudiar
filosofía y teología.
Hubo muchos cambios en la cultura norteamericana en estos 20 años transcurridos
desde mi paso por el MIT. Un aspecto destacable es el crecimiento del movimiento
del diseño inteligente en el ámbito internacional, lo cual obligó a los intelectuales de
Occidente a considerar seriamente la afirmación de que la vida y el cosmos son
producto de una inteligencia. Sin duda, muchos de ellos rechazan categóricamente tal
afirmación, pero su interés en enfrentarla y rebatirla es señal de que la mentalidad de
nuestro tiempo ya no sigue estancada en el materialismo ateo que durante tanto
tiempo dominó la vida intelectual de Occidente. Esta cosmovisión atea,
supuestamente apoyada por la ciencia, constituyó el principal impedimento, al menos
en Occidente, para tomar en serio el cristianismo.4 Ahora que se cuestiona el propio
materialismo ateo, el cristianismo vuelve a estar sobre el tapete.
Esto no significa que sea un debate en términos amigables ni que el cristianismo
esté a punto de ser aceptado ampliamente en lugares como el MIT. Me refiero a que
ahora, en lugar de ignorarlo por fuerza de la costumbre, como ocurría 20 años atrás,
muchos intelectuales de Occidente han adoptado una actitud de manifiesto desprecio
hacia el cristianismo, dedicando tiempo a escribir y hablar en su contra. Pero esto es
un avance. A los muertos se los ignora y se los olvida; la burla y el desprecio es para
los vivos. Me resultó gratificante ver la oleada reciente de libros escritos por
«neoateos», entre ellos, The God Delusion, de Richard Dawkins, god Is Not Great, de
Christopher Hitchens (Hitchens insiste en no usar mayúsculas al referirse a la deidad),
y The End of Faith, de Sam Harris.5 Esta literatura carecería de sentido si el
cristianismo, y el teísmo en general, no hubieran cobrado nueva vigencia.6
La primera línea de ataque de los neoateos al cuestionar las creencias religiosas, y
en particular el cristianismo, es invocar a la ciencia como principal responsable del
descrédito del cristianismo. Según ellos, gracias a la ciencia se podría comprobar que
la idea de que hay algo detrás del universo (un Dios o una inteligencia o un
propósito), no solo es fútil sino contraria a la razón. Sin embargo, la evidencia
científica prueba exactamente lo contrario. Los argumentos a favor de un diseño
inteligente que creó la vida y el cosmos tienen gran solidez como queda demostrado a
través de libros tales como, The Design of Life y The Privileged Planet.7 Por cierto,
no les resulta sencillo a los neoateos desacreditar la fe cristiana apelando simplemente
a argumentos científicos. Si bien sus críticas al cristianismo contienen numerosas
referencias a la «ciencia», se asemejan más bien a un ritual que usa la palabra
«ciencia» como un conjuro (como decir «abracadabra»). Hay pocos argumentos
verdaderamente científicos en sus acusaciones.
En lugar de presentar evidencia científica que demuestre que el ateísmo es válido
(o probable), los neoateos moralizan sobre cuánto mejor marcharía el mundo si el
ateísmo fuese verdad. Lejos de demostrar que Dios no existe, los neoateos solo
pueden demostrar cuán fervientemente desean que no exista. En su opinión, la
existencia del Dios del cristianismo sería el peor dato de la realidad. Por ejemplo,
según Richard Dawkins, «puede decirse que [el Dios judeocristiano] es el personaje
más desagradable de toda la literatura de ficción. Es celoso y se enorgullece de serlo;
un monstruo autoritario, mezquino, injusto e incapaz de perdonar; un ser vengativo y
sanguinario que promueve la limpieza étnica; racista misógino y homofóbico,
prepotente, malvado y caprichoso, infanticida, genocida, filicida, megalómano y
sadomasoquista».8
La obsesión de Dawkins con el Dios del cristianismo raya lo patológico, sin
embargo, pone de manifiesto la razón principal por la que la gente niega a Dios: no
pueden creer que Dios sea bueno. Eva, en el huerto de Edén, rehusó creerle a Dios
porque pensó que Él le había negado un beneficio que le correspondía, el fruto del
árbol del conocimiento del bien y del mal.9 Resulta obvio que un Dios que le niega a
sus criaturas los beneficios que estas creen merecer no puede ser bueno. Por cierto,
nuestra incapacidad de ver la ironía que encierra esta actitud de echarle la culpa a Dios
es una señal de nuestra naturaleza caída. ¿No deberíamos acaso confiar en que si Dios
nos niega algo lo hace por nuestro bien? Los neoateos también presentan
innumerables quejas contra Dios y una lista de beneficios no otorgados mucho más
extensa que la de Eva, lo cual no es extraño dado que ¡tuvieron mucho más tiempo
para elaborarla!
En una entrevista realizada años atrás, le preguntaron al filósofo Cornel West, de
la universidad de Princeton, «¿Cuál es su principal búsqueda filosófica?».10 West
respondió: «Creo que tiene que ver fundamentalmente con el problema del mal».11 El
esfuerzo por explicar el problema del mal le compete a una rama de la teología
filosófica llamada teodicea. La teodicea trata de conciliar la existencia de Dios con la
presencia del mal en el mundo. Los neoateos, igual que Cornel West, se ocupan del
problema del mal, aunque a diferencia de West, ellos pretenden una solución
simplista. Para ellos, Dios no existe y la fe es una ilusión vana, el peor engaño
imaginable, un engaño que destruirá a la humanidad si no se lo detiene.
Dawkins, por ejemplo, considera que creer en un Dios que no existe es la raíz de
todos los males. Precisamente, fue el narrador de un documental de la BBC en 2006
que llevaba ese título: ¿La raíz de todos los males?12 La demonización de la fe
religiosa no es algo nuevo para Dawkins. Diez años antes había comentado: «Creo
que se puede probar que la fe es uno de los grandes males del mundo, comparable al
virus de la viruela aunque más difícil de erradicar».13 Dawkins podría sorprenderse al
saber que sus palabras repetían las de Adolf Hitler: «La razón por la cual el mundo
antiguo era tan puro, luminoso y sereno es que aún no se conocían las dos plagas
mayores: la viruela y el cristianismo».14 Si la fe en Dios es la peor plaga que aflige a
la humanidad, la única tarealegítima de la teodicea sería erradicarla.
En contraposición, el reto de este libro es formular una teodicea fiel a la ortodoxia
del cristianismo (que remarque, por ende, la existencia, el poder y la bondad de Dios)
y, a la vez, creíble para la mentalidad de nuestro tiempo (un reto a los neoateos en su
propio terreno).15 Cabe preguntarse si vale la pena elaborar esta clase de teodicea.
Como cristianos, ¿debería preocuparnos que esta teodicea sea creíble? ¿Creíble para
quién? ¿Acaso la credibilidad no está sobrevalorada? Después de todo, la Escritura
enseña que el corazón humano se ha corrompido, que nuestras acciones están dictadas
por la conveniencia más que por los principios y que, a menudo, no usamos nuestra
inteligencia para buscar la verdad sino para justificar falsedades que quisiéramos que
fueran verdad (ver Jer. 17:9). Sería lógico deducir que la mentalidad predominante se
ha corrompido, y que las ideas verosímiles bien podrían ser falsas. A decir verdad,
dada una mentalidad suficientemente corrupta, ¿qué sentido tendría presentar algo
creíble? En ese caso, la validez de una proposición ¡podría ser la causa misma de su
rechazo!
Como cristianos, no debemos confundir la necesidad de presentarle al mundo una
fe verosímil con la búsqueda de aprobación. El deseo de obtener la aprobación del
mundo nos llevará inevitablemente a la perdición. No obstante, el cristianismo se
niega a abandonar el mundo a su propia suerte y trata de que este restaure su relación
con Dios. Ahora bien, para que la restauración sea posible, mínimamente se requiere
que la gente cambie su manera de pensar.16 Y para que eso ocurra, es preciso
intervenir y modificar la mentalidad imperante. En alguna parte debemos comenzar, y
recordemos que hasta en la mentalidad más corrompida no todo está mal. Debemos
buscar «entradas», que suelen ser las áreas de mayor necesidad o duda de una
cultura.17 Si en esas áreas mostramos la verdad y pertinencia de la fe cristiana,
podremos probar su credibilidad. Sobre todo, debemos hacerlo sin diluir la fe ni
abaratarla en el afán de conservar un vano lustre de respetabilidad.
La teodicea planteada en este libro intenta combinar credibilidad, con relación a la
mentalidad imperante, y fidelidad, con relación a la ortodoxia cristiana. Para lograrlo,
se requiere un mayor grado de elaboración y complejidad, lo cual plantea un
problema: ¿qué diremos de la gente que en el pasado pudo vivir sin teodiceas
complejas, aun cuando enfrentaron mucho más dolor y sufrimiento que nosotros hoy?
En el siglo XIV, por ejemplo, un tercio de la población de Europa murió a causa de la
peste; la mortalidad infantil era mucho más alta en tiempos pasados y afectaba
prácticamente a todas las familias. Sin embargo, a pesar del sufrimiento y las
dificultades, no había necesidad de teodiceas muy elaboradas. ¿Por qué, entonces, es
necesaria hoy? ¿Será porque los intelectuales consentidos de Occidente tienen tiempo
de sobra para ocuparse de minucias que nuestros antepasados, más fuertes que
nosotros, hubieran considerado ridiculeces? Dos breves respuestas a estas preguntas:
1. Que en el pasado la gente no tuviera necesidad de elaborar complejas teodiceas
no significa que no sintieran el peso del problema del mal. Muy posiblemente, solo
significa que creían tener la teodicea apropiada. Por ejemplo, muchos cristianos, a
través de los siglos, hallaron respuesta satisfactoria en la teodicea de Agustín, que
plantea que Dios mitiga el mal extrayendo de él un bien mayor. En lo personal, yo
también reconozco el valor de esta teodicea, solo que propongo avanzar un poco más.
2. La necesidad de una teodicea más elaborada surge a partir de una serie de
nuevos problemas planteados por la ciencia sobre la bondad de Dios en la creación. A
lo largo de la historia y del movimiento de la Reforma, la Iglesia sostuvo una posición
creacionista y creyó en un planeta joven. Con el auge de la ciencia moderna, en
particular los descubrimientos en el campo de la geología y la biología en el siglo XIX
y de la física y la cosmología en el siglo XX, cobró relevancia el problema de la
existencia del mal natural previo a la caída así como, quizá más importante aún, la
veracidad de la descripción bíblica de la Creación. Fue necesario encarar ambas
cuestiones.
Dicho con sencillez, necesitamos elaborar teodiceas más complejas porque ahora
la gente plantea preguntas más difíciles sobre la benevolencia divina. Las respuestas
aceptadas en el pasado no satisfacen las necesidades del presente; debemos encontrar
respuestas que hagan creíble la bondad de Dios para la mentalidad de la sociedad
actual. Antes de establecer el marco para una teodicea específicamente cristiana,
analizaremos de qué se ocupa la teodicea en general.
La teodicea trata, fundamentalmente, sobre la benevolencia de la realidad última;
si aquello que en última instancia sustenta al mundo es benevolente o no lo es. Una
teodicea logra su propósito si puede demostrar que a pesar del mal existente, la
realidad última es benevolente. Aunque considero estos términos intercambiables,
prefiero benevolencia en lugar de bondad porque bondad a menudo se refiere a cosas
impersonales o abstracciones, que pueden ser indiferentes al bienestar humano. La
benevolencia, en cambio, indica interés y participación activa en la promoción del
bienestar humano, tanto individual como comunitario. En este sentido, entiendo que la
tarea principal de la teodicea es convencernos de que la realidad última es benevolente
y que los seres humanos somos objetos (quizás el principal objeto) de esa
benevolencia.
Muchos intelectuales contemporáneos han abandonado el campo de la teodicea.
Tal es el caso de los materialistas que entienden que la realidad última consiste en
entidades materiales gobernadas por leyes naturales inquebrantables. Veamos, por
ejemplo, lo que dice Richard Dawkins: «En un universo de fuerzas físicas ciegas y de
replicación genética, algunas personas sufrirán dolor, otras personas serán
afortunadas, y no se encuentra motivo ni explicación, mucho menos justicia, en lo que
les toca vivir. El universo que observamos tiene exactamente las propiedades que uno
debe esperar al no existir detrás de todo esto ningún designio ni propósito, ni bien ni
mal; nada excepto indiferencia ciega e inclemente».18 Indudablemente, para Dawkins
y sus colegas materialistas ateos, la realidad fundamental no es benevolente.
Para los cristianos, por el contrario, Dios es la realidad última, y damos por
sentado la benevolencia de Dios hacia su creación. Pero ¿en qué se basan los
cristianos para creer que Dios es benevolente? Según el poeta inglés John Milton,
necesitamos un argumento: «Ilumina en mí lo que está oscuro / eleva y sostén lo que
está abatido / a fin de que desde la altura de este grande argumento / pueda afirmar la
eterna Providencia / y justificar las miras de Dios a los hombres».19 Sin embargo, a
muchos de nosotros nos parecerá vana la idea de que un argumento puede justificar la
manera de actuar de Dios y de ese modo convencernos de la benevolencia de Dios.
¿Cómo podremos preservar nuestra confianza en la benevolencia divina frente al mal
y la crueldad del mundo? Este es el gran desafío que tenemos por delante. Las
circunstancias de la vida no siempre se desenvuelven como quisiéramos, y cuando se
vuelven adversas, a veces de manera violenta, nuestra confianza en la benevolencia
divina no depende tanto de un argumento sino más bien de una actitud.
Epicteto resumió esa actitud de la siguiente manera: «Es fácil agradecer a la
Providencia por todo cuanto sucede en el mundo si la persona posee al menos estas
dos virtudes: una mirada amplia para entender lo que les sucede a los demás y un
temperamento agradecido. Sin lo primero, no percibirá el valor de las cosas que
ocurren; sin lo segundo, no sentirá gratitud por todas esas cosas».20 El apóstol Pablo
muestra esta misma actitud cuando señala que Dios dispone todas las cosas para
nuestro bien (Rom. 8:28) y que debemos darle siempre gracias a Dios por todo (Ef.5:20). Sin embargo, tal actitud solo se justifica si aquello que en última instancia
sustenta al mundo es benevolente. ¿Cómo podremos saberlo? Pues tal parece que
necesitamos contar con algún argumento a favor de la benevolencia divina, aunque
más no sea para justificar esta actitud.
Epicteto, filósofo estoico, justificaba esta actitud desde su filosofía. Los cristianos,
por su parte, recurren a la teología cristiana para formular una teodicea cristiana que
justifique dicha actitud. En palabras del teólogo católico Edward Oakes, el propósito
de una teodicea cristiana es «demostrar que un Dios omnipotente y benevolente puede
coexistir con el mal en su creación finita».21 Según Oakes, en la teodicea de Agustín
encontramos la clave para resolver el problema de nuestra teodicea. En su manual de
apologética Enchiridion, Agustín escribió «Dios ha juzgado que sacar el bien del mal
es mejor que no permitir la existencia de algún mal».22 Para Agustín, igual que para
Epicteto, la teodicea exige amplitud de perspectiva. No es posible ver el triunfo del
bien sobre el mal desde una visión estrecha; se necesita, por el contrario, una visión
infinitamente amplia del propósito final de Dios para el mundo. En este sentido,
Oakes plantea que la teodicea de Agustín exige entender el mundo como «una
totalidad bajo la égida de la escatología».23
Todo esto es parte de una sólida teodicea cristiana, pero tiene ciertas limitaciones;
una teodicea cristiana debe ir más lejos para lograr conciliar estas tres afirmaciones:
1. Dios, en virtud de su sabiduría, creó el mundo de la nada.
2. La providencia de Dios opera de un modo particular en el mundo.
3. Toda expresión del mal en el mundo tiene su origen en el pecado humano.
Algunas de las principales corrientes teológicas consideran problemáticas las dos
primeras; y la tercera, decididamente absurda. En contraposición, mi argumento es
que las tres afirmaciones son verdaderas y pueden integrarse en una teodicea cristiana
coherente.
La afirmación 1, un Dios omnisciente que creó el universo de la nada, no ha
gozado de mucha popularidad últimamente. Para salvaguardar la teodicea, los
teólogos de las principales corrientes han adoptado progresivamente una visión
recortada de la sabiduría, el conocimiento y el poder divinos. Nos encontramos, pues,
con un dios que, aunque bien intencionado, no logra vencer por completo el mal en el
mundo; un dios que es bueno, pero deficiente en algunos aspectos. Es decir, se
preserva la bondad de Dios, pero a costa de sus otros atributos. La teología del
proceso, que entiende que el mundo es autónomo y que Dios cambia junto con el
mundo, es un ejemplo de este pensamiento.24 El concepto de dioses que evolucionan
sujetos a las leyes naturales está muy en boga en nuestro tiempo. Dado que la idea de
una creación a partir de la nada apunta a un Dios que tiene dominio sobre todo, los
dioses empequeñecidos de estas teologías tienden a no ser el hacedor supremo, sino
que parecen depender de aspectos más profundos de la realidad.25
La afirmación 2, respecto de una providencia particular, remite a la voluntad y
capacidad de Dios de actuar para bien de la creación en un tiempo y lugar
determinados. Vale decir, la acción de Dios no solo se verifica en la creación
considerada como un todo, sino también en algunos elementos en particular, entre los
cuales, nosotros, los seres humanos, somos el más importante. La providencia
particular de Dios incluye milagros, respuestas a la oración, profecías y, lo más
significativo de la fe cristiana, la redención de la humanidad mediante la cruz de
Cristo. La providencia particular es diferente de la providencia general mediante la
cual Dios dirige el mundo entero (ordenando, por ejemplo, los cambios en cada
estación del año). Así, un dios de providencia general, no particular, ordena los
patrones climáticos, pero no se responsabiliza por el tornado que derribó el granero
que usted construyó ni presta oídos a su oración pidiéndole que lo proteja del tornado.
En contraste, un Dios de providencia particular lo conoce por su nombre y tiene
contados los cabellos de su cabeza.
La afirmación 3, que atribuye la aparición del mal en el mundo al pecado humano,
es la más difícil de conciliar con la mentalidad de nuestro tiempo. Y es, a la vez, la
clave para resolver el problema de una teodicea específicamente cristiana. Si uno se
propone echarle la culpa del mal a algo que no sea Dios, tiene dos posibilidades: la
rebeldía consciente de las criaturas (el ser humano o el diablo que desobedecen a
Dios) o un mundo autónomo (el mundo marcha a su antojo, y Dios aunque se aflige y
se agarra la cabeza, no puede hacer nada para mejorar las cosas). La mentalidad de
nuestra época prefiere un mundo autónomo y opta por recortar el poder de Dios en los
casos en que su intervención pudiera arrojar dudas sobre su bondad. Ciertamente, la
resistencia que la teología contemporánea opone a las afirmaciones 1 y 2 refleja una
imperiosa necesidad de preservar la bondad de Dios aun cuando eso signifique
recortar su poder. En cambio, si el mal no es consecuencia de un mundo autónomo, no
hay necesidad de limitar el poder de Dios. Se deduce que una vez demostrada la
verosimilitud de la tercera afirmación, también resultan verosímiles la primera y la
segunda.
Si bien me propongo tratar las tres afirmaciones en el presente libro, el aporte
original, si acaso lo hubiere, es el análisis de la tercera afirmación. Al aseverar que, en
última instancia, todo el mal en el mundo se origina en el pecado humano, la
afirmación 3 no le atribuye a la humanidad el origen del mal en términos absolutos,
sino que declara que el pecado humano es la causa más próxima o inmediata del mal
en el mundo. En Génesis 3, los seres humanos son tentados por una serpiente,
tradicionalmente reconocida como Satanás, un ángel caído, es decir, una criatura que
no comparte la misma materia de la cual están hechos los seres humanos. Por lo tanto,
la caída de la humanidad presupone la caída de los seres angelicales. Y la caída de los
seres angelicales podría presuponer elementos más profundos de la realidad que son
causales del mal.26
De todas maneras, la pregunta fundamental no es sobre el origen último del mal,
sino preguntarnos si todo el mal que existe en el mundo tuvo sus orígenes en la
humanidad y su pecado. De acuerdo con esta visión, la humanidad es el guardián que
deja entrar el mal en el mundo. En esta metáfora, la caída representa la incapacidad
del guardián de controlar la puerta de acceso. La metáfora tiene aplicación
independientemente de cuál sea el origen último del mal que se encuentra más allá de
la puerta (ya sea algo que derriba la puerta o que soborna al guardián, o ambas cosas).
Gran parte de mi trabajo anterior estuvo dedicado al diseño inteligente y a la
controversia en torno a la evolución. Sin embargo, no hay ningún pronunciamiento en
este libro respecto de ese debate. Al argumentar que la caída marca la entrada del mal
en el mundo (tanto del mal personal como del mal natural), no adopto ninguna
posición respecto de la edad de la tierra, los límites de la evolución ni la prevalencia
del diseño. La teodicea aquí desarrollada no pone la mira en la ciencia sino en la
metafísica de la acción y el propósito divinos. La idea central de esta teodicea es que
las consecuencias de la caída pueden ser tanto retroactivas como prospectivas (así
como el efecto salvífico de la cruz no se proyecta solo hacia el futuro sino también
hacia el pasado, salvando, por ejemplo, a los santos del Antiguo Testamento).
La visión de que, en última instancia, el origen de todo el mal está en el pecado
humano solía ser parte integral de la cosmovisión cristiana; formaba parte de nuestra
mentalidad. La Enciclopedia Católica apunta lo siguiente:
La filosofía cristiana, como la hebrea, atribuyen el mal moral y físico a la
acción de la voluntad, creada libre. El hombre se ha provocado a sí mismo el
mal que sufre, transgrediendo la ley de Dios o la obediencia, de la que
dependía su felicidad.[…] Los errores de la humanidad, confundiendo las
verdaderas condiciones de su propio bienestar, han sido la causa del mal moral
y físico.27
En los capítulos siguientes, como parte de mi defensa de esta visión tradicional de
cómo el mal entró en el mundo, analizaré cómo la mentalidad de nuestro tiempo llegó
a considerarla cada vez más inverosímil.
El título del presente libro, El fin del cristianismo, requiere una explicación, ya
que puede interpretárselo de diversas maneras. Para aquellos que tienen una posición
hostil hacia el cristianismo y las creencias religiosas, la expresión «fin del
cristianismo» significa su desaparición como religión institucionalizada y sistema de
creencias. Ven al cristianismo como un organismo al borde de la extinción, que ya no
ocupa un nicho ecológico. Sin embargo, esta opinión sobre la desaparición del
cristianismo no es más que una expresión de deseo. Según las mejores estimaciones,
el cristianismo es la religión con mayor número de adherentes en el mundo. El
cristianismo no muestra señales de estar próximo a la extinción; por el contrario, en
algunos sentidos está creciendo con un vigor nunca visto. Por lo tanto, lejos de
referirse a su desaparición, la expresión «el fin del cristianismo» bien podría significar
su triunfo final. Los cristianos cuentan con numerosas imágenes para representar el
triunfo final de la fe; las más importantes son Cristo y la cruz.
En este libro, me propongo dar una tercera interpretación a la expresión «el fin del
cristianismo». Sin duda, como cristiano, rechazo la idea de que el cristianismo está
condenado a desaparecer (primera interpretación) y adhiero a la idea de que
finalmente triunfará (segunda interpretación). No obstante, el triunfo final del
cristianismo no se ha cumplido hasta ahora. Por tanto, en este libro me gustaría
plantear, y ayudar a responder, la pregunta sobre cómo debemos nosotros, los
cristianos, contribuir a que se concrete el triunfo final de Cristo. De acuerdo con 1
Juan 5:4, la fe es la victoria que vence al mundo. La fe cristiana, una fe viva cuyo
autor y consumador es Cristo (Heb. 12:2), se describe como el elemento fundamental
para hacer realidad el triunfo final de Cristo. Deseo, por lo tanto, interpretar la
expresión «el fin del cristianismo» como lo que nuestra fe debe llegar a ser, en el aquí
y ahora, para hacer realidad el triunfo final.
¿Cómo debe ser, entonces, nuestra fe? La señal de una fe que vence al mundo es
poder discernir la bondad de Dios en medio de las manifestaciones del mal. No hay
duda de que una fe que pueda hacer realidad el triunfo final de Cristo debe ser
necesariamente una fe que pueda discernir la bondad de Dios. Así como la caída de la
humanidad, y el consecuente ascenso del mal, fue consecuencia de creer
equivocadamente que la bondad divina era imperfecta (observemos la actitud de Eva
en el huerto del Edén: rechaza la voluntad de Dios y reafirma la suya propia), así
también la restauración de la humanidad y el triunfo final de Cristo sobre el mal será
consecuencia de creer firmemente que la bondad divina es perfecta (observemos a
Cristo en el huerto de Getsemaní: subordina su voluntad a la voluntad de Dios).
El fin del cristianismo, tal como se lo concibe en este libro, implica un
reordenamiento radical de nuestro pensamiento para vislumbrar la bondad de Dios en
la creación a pesar del mal que existe en el mundo y del efecto distorsionante del
pecado en nuestro corazón.
NOTAS
1 Simon Blackburn, Being Good: A Short Introduction to Ethics, Oxford University Press, Oxford,
2001, p. 1. Traducido del original inglés.
2 Ibídem.
3 Mentalidad no es lo mismo que cosmovisión o visión del mundo; conviene diferenciarlas. La
mentalidad característica de una época tiene carácter colectivo y remite a un grupo, población o cultura.
En cambio, una cosmovisión pertenece, en principio, a un individuo, aunque puede ser compartida por
otros y, en ese caso, adquirir dimensión colectiva. Así, por ejemplo, se habla de «la cosmovisión
cristiana». El conjunto de creencias que usted tiene sobre cómo es el mundo conforma su cosmovisión,
sin que exista diferencia entre aquellas que son convicciones profundas y otras mucho menos
significativas. La mentalidad, por el contrario, pone el énfasis en las estructuras cognitivas y morales
profundamente arraigadas mediante las cuales le encontramos sentido a la vida. Por consiguiente, la
mentalidad de nuestra época suele ejercer una influencia mucho más poderosa que una cosmovisión.
Por ejemplo, los cristianos nacidos de nuevo creen en la sacralidad del matrimonio como parte de su
cosmovisión; sin embargo, el divorcio tiene igual prevalencia entre ellos que en el resto de la sociedad,
y tampoco lo consideran un estigma. La prevalencia y aceptación generalizada del divorcio en nuestra
cultura, incluso entre los cristianos nacidos de nuevo, dice más de la mentalidad de nuestro tiempo que
de nuestra cosmovisión. Para más información sobre los índices de divorcios entre los cristianos
nacidos de nuevo, ver el informe en inglés del Barna Group, «Born Again Christians Just As Likely to
Divorce As Are Non-Christians», 8 septiembre 2004, en el sitio: http://www.barna.org/FlexPage.aspx?
Page=BarnaUpdate Narrow&BarnaUpdateID=170 (Fecha de consulta: 13 de febrero 2009).
4 Para una visión crítica sobre cómo se abusa de la ciencia para justificar el ateísmo, ver John Lennox,
God's Undertaker: Has Science Buried God?, Lion Hudson, Oxford, 2007.
5 Richard Dawkins, The God Delusion, Houghton Mifflin, Nueva York, 2006; Christopher Hitchens,
god Is Not Great: How Religion Poisons Everything, Hachette, Nueva York, 2007; Sam Harris, The
End of Faith: Religion, Terror, and the Future of Reason, W. W. Norton, Nueva York, 2004.
6 Los neoateos tienen muchos defectos, pero la apatía no es uno de ellos. Según el psicólogo Rollo
May, «Lo opuesto al amor no es el odio, sino la apatía». En ese caso, hemos logrado un notable avance
desde mi paso por el MIT. La cita de May pertenece a su libro Love and Will, Norton, Nueva York,
1969, p. 29.
7 William Dembski y Jonathan Wells, The Design of Life: Discovering Signs of Intelligence in
Biological Systems, Foundation for Thought and Ethics, Dallas, 2008; Guillermo Gonzalez y Jay W.
Richards, The Privileged Planet: How Our Place in the Cosmos Is Designed for Discovery, Regnery,
Washington, DC, 2004.
8 Dawkins, The God Delusion, p. 31.
9 El error de Eva, al menos en parte, fue aceptar sin cuestionamientos la explicación de Satanás sobre la
prohibición de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal impuesta por Dios. No se preguntó
quién era Satanás ni por qué repentinamente aparecía como una opinión autorizada con relación a Dios.
Si hubiera hecho algún tipo de averiguación, habría descubierto que Satanás había sido expulsado del
paraíso, que en la actualidad vivía muy lejos de Dios, y que se lo conocía como mentiroso y padre de
mentira (Juan 8:44).
10 Cornel West, «On My Intellectual Vocation», en The Cornel West Reader, Basic Civitas, Nueva
York, 1999, p.33. Publicado originalmente en George Yancy, ed., African American Philosophers: 17
Conversations, Routledge, Londres, 1998, pp. 32-48.
11 Ibídem.
12 Ver el sitio
http://www.channel4.com/culture/microsites/C/can_you_believe_it/debates/rootofevil.html (Fecha de
consulta: 22 de mayo de 2008).
13 Richard Dawkins, «Is Science a Religion?», The Humanist 57, enero/febrero 1997, p. 26.
14 La cita pertenece a Hitler's Table Talk (1941–1943), incluida en el libro de Alan Bullock, Hitler: A
Study in Tyranny, ed. rev., Harper & Row, Nueva York, 1964, p. 672. Le envié un correo electrónico a
Dawkins el 13 de enero 2006: «¿Tenía conocimiento de la cita de Hitler antes de hacer su comentario o
no hubo relación alguna entre ambos?». Respondió ese mismo día: «Me pregunta si conocía la cita de
Hitler cuando hice aquella afirmación, y la respuesta es no. Pero supe de su existencia hace poco
tiempo mientras investigaba la creencia religiosa de Hitler». De inmediato pasó a defender su
cosmovisión atea,afirmando que es «ridículo» sugerir que «Hitler, Stalin o Mao cometieron
atrocidades motivados por su ateísmo». Tal parece, entonces, que a Dawkins no le sorprendió enterarse
de que estaba haciéndose eco de palabras de Hitler.
15 La teodicea que propongo se inscribe en la teología filosófica, una disciplina que parte de datos
teológicos y trata de interpretarlos desde un pensamiento filosófico. En el tema que nos ocupa, trata de
interpretar filosóficamente los datos bíblicos sobre el mal, el pecado y el sufrimiento. Existe otro tipo
de teodicea, que pertenece a la categoría de filosofía de la religión. Esta disciplina toma en cuenta los
datos de la realidad universal, en lugar de datos específicamente teológicos, y trata de interpretar, en
términos filosóficos, la coexistencia de un Dios bueno y poderoso con la realidad del mal. Un primer
objetivo de este tipo de teodicea es responder a los críticos que sostienen que el problema del mal es un
escollo insuperable para el teísmo cristiano, haciéndolo caer en un absurdo lógico. Para un ejemplo de
esta clase de teodicea, ver Peter van Inwagen, The Problem of Evil, Oxford University Press, Oxford,
2006.
16 En Rom. 12:2, el apóstol Pablo escribió: «No os conforméis a este siglo, sino transformaos por
medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de
Dios, agradable y perfecta». Diecinueve siglos más tarde, J. Gresham Machen describió qué ocurre
cuando los cristianos no toman en serio las palabras de Pablo: «Las ideas falsas son el principal
obstáculo al evangelio. Podemos predicar con el fervor de un reformista y, aun así, solo conseguir
sumar algún rezagado aquí y allá, si dejamos que el sentir colectivo de una nación o del mundo esté
dominado por ideas que, por fuerza de la lógica, impiden toda otra consideración del cristianismo que
no sea la de una ilusión inofensiva». La cita pertenece a J. Gresham Machen, What Is Christianity?,
Eerdmans, Grand Rapids, Mich., 1951, p. 162. Traducción del original inglés.
17 Los misioneros que han trabajado con personas que nunca antes habían tenido contacto con el
evangelio saben a qué me refiero. Ver, por ejemplo, Don Richardson, Peace Child, 4.a ed., Regal
Books, Ventura, Calif., 2005. Allí Richardson describe cómo el pueblo sawi de Nueva Guinea
premiaba el engaño y la traición. Sin embargo, tenían un principio inviolable respecto de que la ofrenda
de paz de un niño, intercambiada entre facciones antagónicas debía respetarse sin excepción. Esto dio la
oportunidad de presentar el evangelio identificando a Jesucristo como «el hijo de paz» ofrecido por
Dios a la humanidad. El resultado se vio en el enorme número de conversos entre la población sawi.
18 Richard Dawkins, River out of Eden, HarperCollins, Nueva York, 1996, p. 133.
19 John Milton, El paraíso perdido I.22–26, Librería de E. Pujal, 1849, Biblioteca de Catalunya,
Digitalizado 21 enero 2009, http://books.google.com (Fecha de consulta: 23 agosto 2009).
20 Epicteto, Discourses I.6, en Epictetus, Discourses and Enchiridion, trad. al inglés T. W. Higginson,
Walter J. Black, Nueva York,1946, p. 17. La cita en español fue traducida del original inglés. Comparar
la afirmación de William Law: «¿Podría usted reconocer a la persona más santa del mundo? […] Es
aquella que siempre se muestra agradecida a Dios, que desea todo lo que Dios desea, que todo lo acepta
como una instancia de la bondad de Dios y que tiene un corazón siempre dispuesto a alabar a Dios por
ello». La cita pertenece a A Serious Call to a Devout and Holy Life, cap. 15, disponible en:
http://www.worldinvisible.com/library/law/seriouscall/scch15.htm (Fecha de consulta: 29 marzo 2003).
Traducido del original inglés.
21 Edward T. Oakes, «Edward T. Oakes and His Critics: An Exchange» , First Things 112, abril 2001.
Disponible en inglés en el sitio: http://www.firstthings.com/article.php3?id_article=2168. (Fecha de
consulta: 3 junio 2008).
22 Agustín, Enchiridion, trad. al inglés A.C.Outler, cap. 27. Ver
http://www.ccel.org/ccel/augustine/enchiridion.txt (Fecha de consulta: 15 marzo 2007). Cita traducida
del original inglés.
23 Oakes, «His Critics».
24 Ver, por ejemplo, el libro de Charles Hartshorne, teólogo de esta corriente: Omnipotence and Other
Theological Mistakes, SUNY Press, Albany, N. Y., 1983. Para la teología cristiana clásica, la
autonomía nunca fue una característica del mundo. Antes bien, como muestra Georges Florovsky en su
resumen de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia sobre la creación, el mundo exhibe «completa
calidad de creado y una total dependencia». Ver Georges Florovsky, «Creation and Creaturehood», en
William A. Dembski, Wayne J. Downs, y Fr. Justin B. A. Frederick, eds., The Patristic Understanding
of Creation: An Anthology of Writings from the Church Fathers on Creation and Design, Erasmus,
Riesel, Texas, 2008, p.552.
25 En el pensamiento teológico contemporáneo, un ejemplo particularmente impactante de este cambio
hacia una realidad última que trasciende a Dios se encuentra en James E. Huchingson, Pandemonium
Tremendum: Chaos and Mystery in the Life of God, Pilgrim, Cleveland, 2001.
26 Por ejemplo, un determinismo teológico absoluto atribuiría el origen último del mal al propio Dios
(entre los textos bíblicos citados como fundamento de esta postura se encuentran Isa. 45:7; Lam. 3:38;
Rom. 9:11-13; Ex. 14:4 y 1 Rey. 24:1). En el marco de este determinismo, Dios no está en el origen del
mal en el sentido pasivo de crear las condiciones en las que el mal puede manifestarse
espontáneamente, sino que Dios tiene un papel activo disponiendo los medios que hacen posible que el
mal ocurra. Dentro de la teología cristiana, hay una corriente de pensamiento desde Pablo, pasando por
Agustín hasta Calvino, que acepta este tipo de determinismo.
27 Enciclopedia Católica, s/v «mal». Disponible en línea en: http://ec.aciprensa.com/m/mal.htm (Fecha
de consulta 25 agosto 2009). El artículo de la Enciclopedia Católica fundamenta este pasaje con citas de
Dionisio Aeropagita y Agustín. Aquí llaman «mal moral» lo que yo he llamado «mal personal», y «mal
físico» lo que yo llamo «mal natural».
PARTE I
EL PROBLEMA DEL MAL
L
UNO
EL ALCANCE DE LA CRUZ
A bondad de Dios en la creación comienza y finaliza con la cruz de Cristo. Así lo
han creído los cristianos desde siempre. En 1 Corintios, Pablo subraya la
centralidad de la cruz:
Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de
Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no
saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado (1 Cor.
2:1-2).
¿Por qué Pablo, en su ministerio entre los corintios, se centró casi exclusivamente en
la cruz? ¿Por qué la cruz jugó un papel tan preponderante en la teología cristiana?
¿Por qué ocupa el centro indiscutido de la iconografía cristiana? ¿Por qué George
Bernard Shaw, un escéptico respecto de la religión, pensaba que los cristianos debían
cambiar de nombre y llamarse «crucianos»?1
En la cruz, el eterno Hijo de Dios asume plenamente la condición humana, carga
sobre sí todo el pecado y el sufrimiento humano, y aniquila de una vez y para siempre
el poder del mal sobre nuestras vidas. Para llevar a cabo tan grandiosa salvación,
Cristo pagó el precio más alto, soportando el desprecio, la humillación, la tortura
física y mental, y por último, la muerte. Por amor a la humanidad, entregó su vida por
nosotros y así aseguró nuestra redención. Luego, mediante su resurrección, derrotó a
la muerte y nos dio vida eterna. Así lo expresa un antiguo y jubiloso himno de Pascua:
Cristo ya ha resucitado, Aleluya.
De la muerte ha triunfado, Aleluya.
[…]
El que a muerte se entregó, Aleluya.
El que así nos redimió, Aleluya.
Hoy en gloria celestial, Aleluya.
Reina en vida triunfal, Aleluya.2
Ciertamente, no hay mayor sufrimiento ni mayor triunfo del amor que el sacrificio de
Cristo en la cruz por nosotros.
Este último párrafo forma parte de la ortodoxia tradicional. Seguramente hemos
escuchadoestas palabras en incontables sermones. Pero ¿lo creemos de verdad? Y en
caso afirmativo, ¿deberíamos creerlo? Pensemos en James Carroll, un ex sacerdote
católico, que no ve la cruz como un medio de redención divino sino como una excusa
de los cristianos para perseguir a los judíos, por haber sido cómplices de la crucifixión
de Cristo.3 Admito que la historia del antisemitismo incluye capítulos de persecución
de los judíos por parte de personas que supuestamente representaban al cristianismo.
Es sabido que se cometieron toda clase de crímenes horrendos por parte de personas
que se decían cristianas. Por consiguiente, lo que verdaderamente importa no es lo que
la gente hace en nombre del cristianismo, sino lo que el cristianismo es en esencia.
Jesús era judío, igual que los primeros cristianos que difundieron la buena noticia de
la obra redentora de Dios en la cruz. Desacreditar la cruz porque se la ha interpretado
equivocadamente constituye un nuevo falseamiento.
Más preocupante aún resulta un comentario sobre la cruz en el diario personal de
Anna Williams, una investigadora en medicina que desarrolló su labor a comienzos
del siglo XX. La cruz no la confortaba en absoluto. En su opinión, Jesús sabía que su
padecimiento sería pasajero y que, a cambio de ello, lograría salvar el mundo. Leemos
en su diario: «[Jesús] sabía qué ocurriría […] ¡Ay, si tuviésemos esa certeza, qué no
seríamos capaces de soportar!».4 De sus palabras se desprende que cualquier persona
estaría dispuesta a soportar la cruz si el cálculo costo-beneficio resultara favorable, es
decir, que el costo fuera mínimo comparado con los enormes beneficios.
¿Cómo le responderíamos a Williams? ¿Tiene importancia mencionar que en
Cristo no había pecado y, por lo tanto, a diferencia del resto del mundo, no mereció en
absoluto el castigo que recibió (ver Heb. 4:15)? ¿Ayuda saber que la crucifixión era la
peor forma de tortura en la antigüedad? ¿Puede decirse, entonces, que Anna Williams
tomaba con demasiada liviandad los padecimientos de nuestro Señor? ¿Qué puede
saber del sufrimiento una intelectual cómodamente instalada en su torre de marfil?
¿Acaso Cristo, en la cruz, no sufrió más de lo que ella jamás podría imaginar en su
mundo pequeñoburgués? En lugar de quejarse porque la cruz no le parecía suficiente,
¿no debió aceptar con gratitud la redención que solo la cruz pudo ofrecerle?
Pero estas preguntas son inconducentes. No fue el propósito de Williams comparar
sus propios padecimientos con los de Cristo sino levantar interrogantes respecto del
alcance de la cruz. Concretamente, se preguntaba si el sufrimiento de Cristo en la cruz
podía abarcar plenamente el sufrimiento humano en toda su magnitud. Williams
sugiere que el sacrificio «le salió barato». Después de todo, su pasión duró solo unas
horas, desde la mañana hasta la caída de la tarde; poco tiempo según la práctica
habitual de la época. Por supuesto, se deben contabilizar los azotes, pero no debemos
olvidar que la crucifixión, un castigo común en el Imperio Romano, la mayoría de las
veces no acababa en cuestión de horas sino de días. El sufrimiento físico de nuestro
Señor no fue diferente a los brutales castigos romanos. De modo que para Williams, la
cruz de Cristo fue un bajo precio a cambio de obtener la redención del mundo entero.
No es mi intención relativizar el sufrimiento físico de nuestro Señor, pero me
parece que Williams hace un planteo válido. Pone de manifiesto por qué una película
como La pasión de Cristo, de Mel Gibson, no logra transmitir en toda su dimensión lo
que Cristo soportó en la cruz para asegurar nuestra redención. Mel Gibson, un maestro
de la violencia en el cine (que se remonta a sus comienzos en Mad Max), estaba en lo
suyo al representar la crueldad que Jesús sufrió a manos de los romanos. Pero al
insistir en la violencia física que rodeó la crucifixión, Gibson perdió de vista una
dimensión mucho más profunda del sufrimiento de nuestro Señor, de la cual el
sufrimiento físico vivido en la cruz fue solo la expresión más visible.
Seamos sinceros; si el tormento físico sufrido en la cruz representara la totalidad
del sufrimiento de Cristo, entonces, Anna Williams tendría razón: el sufrimiento de
Cristo por la humanidad tendría un alcance limitado. Quizás alcance a algunos
occidentales bien alimentados e indolentes, siempre en busca de entretenimiento,
cuyos principales problemas son el estrés y el desencanto. Pero, ¿puede alcanzar a
toda la humanidad y a los terribles males que la aquejan? Hay numerosas formas de
muerte, degradación y tortura mucho peores que las pocas horas de sufrimiento de
Cristo a manos de los romanos. Cito tres casos a modo de ejemplo:
1. El síndrome de cautiverio, un cuadro clínico en el que el paciente pierde toda
capacidad de respuesta o movimiento, pero permanece plenamente consciente.
Imagínese quedar en ese estado, muerto en vida, durante décadas.
2. Ser uno de los sujetos escogidos por Josef Mengele para sus experimentos
médicos en el campo de exterminio nazi en Auschwitz.
3. Ser violada y torturada durante meses por uno de los hijos de Saddam Hussein
por haber rechazado sus insinuaciones amorosas y, finalmente, acabar en las fauces de
sus perros dóberman.
Lo invito a preguntarse qué consuelo encontraría en la cruz si, ante tales horrores,
pensara que el padecimiento de Jesús desde los primeros azotes hasta la crucifixión
solo duró unas pocas horas. ¿Qué consuelo hallaría en sus palabras: «He aquí yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mat. 28:20) si, hasta donde usted
sabe, el sufrimiento de Jesús fue considerablemente menor que el suyo? Gregorio de
Nazianzo, uno de los Padres de la Iglesia, hizo hincapié en que Cristo no puede
redimir lo que Él mismo no asume. La formulación teológica tradicional reza: «Lo
que no se asume no se redime».5 ¿Cómo puede Cristo vencer el pecado del mundo si
su experiencia de las consecuencias de ese pecado es, en el mejor de los casos, parcial
–si no bebió hasta el fondo la copa de la ira de Dios contra el pecado?
El breve período de tiempo en el que se concentró la pasión de Cristo no es el
único problema a tener en cuenta. Al anunciar la pasión, Jesús da toda la impresión de
saber exactamente qué iba a suceder y cuándo. Todo parece formar parte de un guión,
y cada cosa sucede como previsto en el libreto. El Evangelio de Juan cuenta que Jesús
sabía desde el comienzo que Judas lo traicionaría (Juan 6:64). En la cruz, Jesús
exclamó que Dios lo había desamparado (Mat. 27:46), sin embargo, el terror ante ese
desamparo acabó antes de pasadas seis horas, cuando Jesús dijo «Consumado es» y
entregó su espíritu (Juan 19:30). Además, preparando el camino hacia la cruz, Jesús
aseguró reiteradas veces a sus discípulos que resucitaría al tercer día (Mar. 9:31), una
profecía que cumplió en el tiempo exacto (Mar. 16:2-6).
En cambio, la mayoría de nosotros, a la hora de soportar la agonía y el
sufrimiento, no podemos darnos el lujo de una escenografía tan bien montada. No
sabemos qué sucederá ni en qué momento, ni cuándo acabará, si es que acaba. Con
frecuencia no podemos anticipar el fin del sufrimiento y no sabemos cuál será el
desenlace. La incertidumbre respecto del curso de los acontecimientos hace aún más
difícil sobrellevar el sufrimiento. Sin embargo, nuestro Señor parece haber eludido
este aspecto del sufrimiento porque Él conocía el futuro. El estadístico David
Bartholomew llega al extremo de preguntarse si «Jesús fue verdaderamente humano»
habida cuenta de que no experimentó la incertidumbre ni el riesgo «que es parte de lo
que significa ser humano».6
¿Qué alcance tiene, entonces, la cruz? ¿Es suficiente para abrazar la condición
humana? Yo sostengo que lo es, pero para reconocerlo es preciso ir más allá de la
agonía física de la cruz. La cruz apunta a una realidad más profunda del sufrimiento
divino, que perdemos de vista casi por completo en películas como La pasión de
Cristo. ¿Cómo llegar a ver que la cruz abarca todas las consecuencias de la caída,
incluido elsufrimiento humano en su totalidad? No creo que nuestras mentes finitas
puedan comprender cabalmente el alcance de la cruz, pero sí podemos vislumbrarlo.
Algunas escenas bíblicas indican que el sufrimiento en la cruz no se limitó a las
pocas horas que duró la pasión de Cristo en la tierra. Después de resucitar, Jesús se
apareció a Tomás, el discípulo de la duda, y le pidió que tocara las heridas que había
recibido durante la crucifixión. ¿Por qué el cuerpo del resucitado habría de llevar las
marcas de la cruz, y por qué el libro de Apocalipsis presenta a Cristo como el cordero
inmolado? No hay nada en la Escritura que indique que, en la eternidad, los redimidos
por Cristo llevarán las marcas de sus padecimientos aquí en la tierra. Sin embargo,
nuestro Señor lleva esas marcas en la eternidad, como lo indica la descripción en
Apocalipsis 13:8: «el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo».7 Es
evidente, entonces, que el padecimiento de Cristo trasciende la tortura infligida por los
romanos.
Otro aspecto que debemos considerar al analizar el alcance de la cruz es la
voluntad indeclinable de Cristo de aceptarla. En situaciones de angustia y dolor, la
mayoría de nosotros intenta encontrar la manera de librarse. Si tuviéramos la
posibilidad de presionar un botón que hiciera desaparecer todos nuestros problemas,
quizá no dudaríamos en presionarlo. En nuestro caso, ese botón no suele estar
disponible, pero cuando Jesús se entregó para ser crucificado, podría haber detenido el
proceso en el momento que lo deseara. Eso se ve claramente en las Escrituras, cuando
les explica a los discípulos que nadie le quita la vida, sino que Él la entrega por su
propia voluntad (Juan 10:17-18). También les dijo que podría, en cualquier momento,
convocar a más de doce legiones de ángeles que vendrían a rescatarlo (Mat. 26:53).
Un himno que se canta en Viernes Santo dice: «A Aquel que suspendió la tierra sobre
las aguas lo vemos ahora colgado de la cruz».8 En verdad, la cruz no sostuvo a Jesús;
fue Jesús quien sostuvo la cruz en alto. ¿Qué nos dice de nuestro Señor que Él mismo
haya elegido, por nosotros, padecer tan terrible agonía aun teniendo la posibilidad de
evitarla?
Otra manera de ver cómo el alcance de la cruz excede lo que percibimos a primera
vista proviene, quizás inesperadamente, de la doctrina de la omnisciencia divina. Dios
conoce todas las cosas, pero si es verdad que conoce todas las cosas, ¿conoce
verdaderamente, en su sentido más pleno, la experiencia del dolor humano?
Específicamente, ¿sabe qué se siente ante la incertidumbre de no saber cómo o cuándo
acabará nuestro sufrimiento?
El filósofo y ateo Bertrand Russell estableció una distinción interesante entre dos
formas de conocimiento: conocimiento por descripción y conocimiento por
familiaridad.9 Conozco por descripción lo que significa escalar el monte Everest;
tengo ese conocimiento porque leí o escuché la descripción del ascenso, pero no tengo
conocimiento por familiaridad del hecho porque jamás escalé una montaña ni tengo
intención de hacerlo.
Ahora pensemos en Dios y su conocimiento de la experiencia humana. ¿Conoce la
experiencia humana simplemente por descripción o la conoce también por
familiaridad? Y si fuera lo segundo, ¿qué tan profunda es su familiaridad? Si Dios
solo conociera la experiencia humana por descripción, sería como un monarca
inmensamente rico que, sin inmutarse, observa cómo sus famélicos súbditos mueren
de hambre. Aun cuando este rey aliviara en parte sus problemas y les asegurara que
sus sufrimientos lo afectan profundamente, su papel de consolador se vería
irremediablemente comprometido porque Él jamás pasó hambre.
Tampoco resultan muy convincentes los misioneros que viven en mansiones
mientras el grueso de los pobladores vive en chozas. Como seres humanos, sentimos
hondamente la necesidad de ser conocidos, y ser conocidos significa que nos
conozcan por familiaridad, no meramente por descripción. El conocimiento por
descripción se obtiene de los libros; en cambio, el conocimiento por familiaridad
requiere «ensuciarse las manos» para entrar de lleno en lo humano. Eso es
exactamente lo que Cristo hizo en la cruz: asumió plenamente la condición humana;
Cristo la conoce por familiaridad.
En consecuencia, la doctrina de la omnisciencia divina entraña una paradoja: a fin
de conocerlo todo, Dios debe conocer por familiaridad la experiencia humana en toda
su dimensión y debe conocer, por lo tanto, lo que significa no conocer, puesto que la
falta de conocimiento (es decir, la «ignorancia») es una característica básica de la
finitud humana. Sabemos que Jesús experimentó esa limitación porque en referencia a
su niñez las Escrituras enseñan que Jesús creció no solo física sino también
mentalmente (Luc. 2:52). Más adelante, encontramos un Jesús adulto explicándoles a
los discípulos que hay cosas que el Padre sabe, pero que Él desconoce (Mar. 13:32).
Deseo aclarar que no estoy a favor de la teología abierta ni del teísmo abierto.
Ambas perspectivas consideran que el futuro es indefinido y, por lo tanto, no es
pasible de ser conocido, ni siquiera por Dios. La teología abierta se opone a la
ortodoxia cristiana que, durante siglos, ha enseñado que Dios tiene total conocimiento
del futuro.10 Sí, efectivamente se cuestiona esta enseñanza tradicional del
cristianismo, y estos cuestionamientos aparecen en un número creciente de
publicaciones. Pero una reflexión cuidadosa pone en evidencia la incompatibilidad de
la teología abierta con la ortodoxia cristiana. En particular, aceptar la idea de un futuro
rigurosamente incierto implica que Dios no puede garantizar el cumplimiento de sus
promesas porque la autonomía del mundo siempre podría anular sus acciones. Por
supuesto, podríamos encontrar una salida diciendo que Dios puede intervenir cuando
la situación está fuera de control, pero eso va en contra de la premisa de la teología
abierta de limitar a Dios y así absolverlo del mal.
El conocimiento de Dios incluye el conocimiento del futuro. Sin embargo, cuando
Dios se hizo hombre en Jesucristo, dejó a un lado la omnisciencia divina. Dios se hizo
hombre porque deseaba identificarse plenamente con la condición humana, y esto no
hubiera sido posible si Cristo conservaba todas sus prerrogativas divinas. No renunció
a todas ellas, sino que conservó la capacidad de sanar a las personas con solo dar una
orden, de resucitar muertos, expulsar demonios y calmar tempestades. Sólo renunció
al privilegio de ser inmune a nuestras desgracias. Particularmente en la cruz, Cristo se
identificó con el sufrimiento humano en pleno y experimentó, incluso, esa misma
ignorancia e incertidumbre que agrava nuestro sufrimiento.
Pero ¿acaso esto es posible? ¿Cómo pudo Dios en Cristo identificarse tan
intensamente con la humanidad hasta conocer el sufrimiento humano en su dimensión
más profunda (aun sin haber pecado)? ¿Puede Cristo mirarnos a los ojos a cada uno de
nosotros y decirnos, con absoluta sinceridad, que en razón de lo que soportó en la
cruz, Él sabe cómo nos sentimos, incluso mejor que nosotros mismos? Como
cristianos, deseamos que esto sea verdad y, en lo más íntimo de nuestro corazón,
sabemos que lo es. Pero ¿cómo puede ser verdad? He aquí un misterio que nuestra
mente finita jamás comprenderá por entero. No obstante, permítanme hacer dos
reflexiones que pueden ayudarnos.
En primer lugar, debemos ver la cruz como una ventana que se abre a una realidad
mucho más profunda del sufrimiento divino. Por ejemplo, las Escrituras enseñan que
para Dios un día es como mil años. Pero si un día es como mil años, luego, cada día
en esos mil años equivale a mil años. Si hacemos el cálculo, un día para Dios es
también 365 millones de años. La conclusión matemática es que para Dios un instante
es una eternidad. Entonces, que Jesús permaneciera solo seis horas en la Cruz no
impide que Dios cargue sobre Él todo el sufrimiento de la humanidad.
Segundo, en la encarnación y, en particular, en la cruz, Jesús se identificó con la
humanidad hasta lo más profundo.En Colosenses 3:4, Pablo enseña que Cristo es
nuestra vida; en Gálatas 2:20, habla del creyente como alguien que fue crucificado
con Cristo, y en Filipenses 3, el apóstol se goza en compartir los sufrimientos de
Cristo hasta tal extremo que nuestro sufrimiento se vuelve expresión del sufrimiento
de Él. No se trata de un vano intento de Cristo por imaginar nuestro sufrimiento;
cuando sufrimos, Él sufre con nosotros.
Esto se ve con claridad en Mateo 25, cuando Jesús describe el juicio final como el
momento en que se separa a las ovejas de los cabritos. La falta cometida por los
cabritos es que no tuvieron misericordia de Cristo cuando lo vieron hambriento,
enfermo y encarcelado. Cuando estos preguntan en qué momento se negaron a atender
sus necesidades, Jesús responde que lo que no hicieron por otras personas, tampoco lo
hicieron por Él (Mat. 25:45). Su falta fue desobedecer el mandamiento de Jesús de
amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mat. 22:39). Esto no quiere decir
que al mirarnos en el espejo, debemos repasar todos los buenos sentimientos que
tenemos para con nosotros mismos y, luego, decidirnos a proyectar esos buenos
sentimientos hacia los demás (lo cual no serviría de mucho dado que tener buenos
sentimientos no siempre es fácil). Jesús se refería a los lazos que, como descendientes
de Adán, y ahora del segundo Adán, deberían mantenernos unidos como parte de una
misma humanidad.
Debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos porque en nuestro
prójimo está nuestro propio ser. Con esta afirmación no pretendo proponer la visión
panteísta de «todo es uno», al estilo del panteísmo popularizado en la canción «Soy la
morsa» de los Beatles. Nuestro ser y el ser de los demás forman una unidad porque
nuestra vida y sus vidas son de Cristo (Col. 3:4). Cristo en la cruz sacrificó su vida por
la vida del mundo y mediante su entrega dio vida al mundo (Juan 6:51). Al amarnos
unos a otros, amamos a Cristo; cuando nos negamos a amarnos unos a otros, nos
negamos a amar a Cristo.
Cristo se identificó con nosotros al asumir nuestras limitaciones y debilidades, e
hizo posible que Dios nos ame y nos llame sus amigos (Juan 15:13-15). En verdad, no
hay indicio de que alguna otra religión o sistema de pensamiento pueda explicar el
amor de Dios por la humanidad. Aristóteles, por ejemplo, consideraba que la amistad
solo era posible entre iguales. Por consiguiente, su Dios, «un ser que mueve sin ser
movido», estaba tan lejos y tan por encima de la humanidad que era imposible que
fuera nuestro amigo: «Si la brecha es grande, como lo es entre el hombre y Dios, no
puede haber amistad».11 Indudablemente, el Dios de Aristóteles solo pensaba en sí
mismo, dado que pensar en cualquier otra cosa implicaba degradarse, y por ende, era
indigno de Dios.12
Pero en la encarnación, y luego en la cruz, Dios en Cristo ciertamente se degradó.
La palabra degradación proviene del latín y significa «privación del grado o privación
de la dignidad». Dios aceptó perder su dignidad para salvarnos. El mayor acto de
amor de Dios es, por lo tanto, su mayor acto de humildad. El Dios excelso que colma
los cielos y a quien los cielos no pueden contener no solo bajó a nuestro nivel sino que
llegó hasta lo más bajo que alguien puede llegar. En 2 Corintios 5:21, Pablo nos
enseña que Dios «al que no conoció pecado [a Cristo], por nosotros lo hizo pecado,
para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él». Este mismo planteo
aparece en el pasaje sobre el siervo sufriente, en Isaías 53.
La ética de Aristóteles, por lo tanto, es esencialmente incompleta. Entre el vasto
número de virtudes que componen su ética, no hay lugar alguno para la humildad. Sin
embargo, la humildad es la única virtud que resume el amor de Dios hacia la
humanidad, amor que alcanzó su máxima expresión en la cruz. Solo en virtud de la
humildad pudo Cristo, y pueden aquellos que comparten su vida, vencer el pecado del
orgullo que llevó a la caída. Como bien lo señaló Martín Lutero, sin humildad, todas
las demás virtudes no son otra cosa que ocasión para caer en el orgullo (como si
dijéramos: «Vean qué bien me comporto»).13
Mediante la cruz, un Dios infinito establece una relación de amor y amistad con
las criaturas finitas. En matemáticas hay dos maneras de tender al infinito: una es
crecer sin límite; la otra, crear una fracción cuyo denominador tienda a cero. La cruz
es un camino de humildad en el que un Dios infinito se hace finito y luego se contrae
hasta cero, solo para resucitar y de ese modo unir una humanidad finita dentro de una
recién inaugurada infinitud.
Por eso las Escrituras enseñan que el poder de Dios se perfecciona en la debilidad
(2 Cor. 12:9). En contraste con el Dios de Aristóteles, el Dios de los cristianos no
piensa exclusivamente en sí mismo. Antes bien, «los ojos de Jehová contemplan toda
la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él»
(2 Crón. 16:9). Lejos de considerar la finitud humana como un impedimento, Dios se
recrea en ella y descubre allí una potencialidad creativa imposible de hallar en un
infinito inmutable.
En la cruz confluyen la infinitud divina y la finitud humana. De allí que, según
Timothy Keller, «la muerte de Jesús fue cualitativamente diferente de cualquier otra
muerte».14 Los relatos de los Evangelios se encargan de remarcar esta diferencia, y
todos ellos «muestran que Jesús no enfrentó las horas previas a su muerte con el
aplomo y el estoicismo que la mayoría esperaba de un héroe espiritual. Los
recordados mártires macabeos, que padecieron bajo el gobierno sirio de Antíoco
Epifanes, eran paradigmas de coraje espiritual frente a la persecución. Se habían
hecho célebres por hablar de Dios con valentía y convicción mientras les cercenaban
miembros».15
En cambio, Jesús, en el huerto de Getsemaní, ante la inminencia de su muerte se
muestra profundamente turbado (Mar. 14:33-36 y Luc. 22:42-44). ¿Por qué? No fue a
causa del sufrimiento físico. Keller lo explica de este modo:
El sufrimiento físico fue insignificante comparado con la experiencia espiritual
del abandono cósmico. El cristianismo es la única religión en el mundo que
afirma que Dios en Jesucristo se hizo humano, plenamente y de manera única,
y conoce, por experiencia propia, la angustia, el rechazo, la soledad, la
pobreza, la pérdida de un ser querido, la cárcel y la tortura. En la cruz, Dios
padeció un sufrimiento mucho mayor que la peor expresión del sufrimiento
humano, y el dolor y el desamparo cósmico que experimentó exceden
infinitamente el nuestro, así como su conocimiento y poder exceden nuestro
conocimiento y poder.16
Pero ¿fue la cruz realmente necesaria? Si Dios y la humanidad se habían
distanciado, ¿por qué debía ser el sufrimiento –el sufrimiento de Cristo en la cruz– la
pieza clave de la reconciliación? En un mundo caído, el sufrimiento es el único patrón
de medida del valor del amor. En realidad, la única manera de saber cuánto ama una
persona a otra es averiguar cuánto está dispuesta a soportar por ella. Sin el costo que
implica el sufrimiento, se rebaja el amor entre criaturas de naturaleza caída y se torna
autocomplaciente. El sufrimiento elimina toda sospecha de que el bien que hacemos
por los demás tiene motivos ocultos, establece condiciones o es una relación por
conveniencia. Al aceptar la cruz y allí cargar sobre sí el pecado del mundo, Cristo
mostró el amor de Dios en toda su plenitud. Además, solo en virtud de esta cabal
demostración del amor de Dios, podemos nosotros amar a Dios de todo corazón. La
magnitud de nuestro amor por Dios depende de la magnitud del amor que Él mostró
por nosotros, y esto depende de la magnitud del mal que Dios debió asumir, padecer y
vencer por nosotros.
Pero no olvidemos que nuestra capacidad de amar a Dios también depende de que
reconozcamos la magnitud de nuestra falta contra Dios y estemos dispuestos a recibir,
con gratitud, el perdón que el sufrimiento de Dios en la cruz de Cristo hizo posible. El
principio rector lo encontramos en Lucas 7:47: quienes

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