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El fin del cristianismo © 2010 por William Dembski Todos los derechos reservados. Derechos internacionales registrados. Publicado por B&H Publishing Group Nashville, Tennessee. Las citas bíblicas, salvo indicación contraria, corresponden a la Versión Reina- Valera Revisión de 1960, © 1960 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usada con permiso. Las citas bíblicas marcadas VP se tomaron de Dios Habla Hoy, Versión Popular, segunda edición © 1966, 1970, 1979, 1983 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usada con permiso. Publicado originalmente en inglés con el título The End of Christianity, © 2009 por William Dembski, publicado por B&H Publishing Group. Traducción al español: Nora Redaelli. ISBN: 978-1-4336-6838-8 Impreso en EE.UU. 1 2 3 4 5 6 • '13 '12 '11 '10 EN MEMORIA DE ETHEL Y HARRY COOPER Juan 13:35 LO QUE TÚ CREAS QUE ES VERDAD REGIRÁ TU VIDA, MÁS ALLÁ DE QUE SEA VERDAD O NO. Jeremy LaBorde ÍNDICE Prólogo por Mark Fitzmaurice Agradecimientos Introducción: La mentalidad de nuestro tiempo PARTE I El problema del mal Uno El alcance de la cruz Dos El origen del mal Tres El pecado humano como origen del mal en el mundo Cuatro La gravedad del pecado PARTE II El creacionismo de la tierra joven y de la tierra antigua Cinco El atractivo de una tierra joven Seis La constancia de la naturaleza Siete Una antigüedad aparente Ocho Los dos libros Nueve Las dificultades que enfrenta el creacionismo de la tierra antigua PARTE III La creación y la acción de Dios Diez El modo trinitario de la creación Once La información trasciende la materia Doce El logos Trece Ser es ser en comunión Catorce La creación como doble creación Quince Partículas en movimiento PARTE IV Las consecuencias retroactivas de la caída Dieciséis Cronos y kairós Diecisiete La paradoja de Newcomb Dieciocho Las dos lógicas de la creación Diecinueve La dialéctica infinita Veinte Una lectura de Génesis 1–3 en clave kairológica PARTE V Cabos sueltos Veintiuno La cuestión de la evolución Veintidós Después de Génesis 1–3 VeintitrésDar gracias a Dios por todas las cosas PRÓLOGO Durante años me sentí como un pequeño corcho en un inmenso mar, sacudido de aquí para allá por la naturaleza imprevisible del sufrimiento. Mi única esperanza fue aferrarme al Cristo que me salva y que un día regresará, pero mientras tanto mi corazón ansiaba descubrir sentido y propósito en el presente, y con demasiada frecuencia, me sentía despojado de toda alegría. Me veía como un actor que cumple un papel en escena y me preguntaba si acaso alguien vivía una vida auténtica. La semana que leí este libro comencé a ver las cosas de manera diferente; su lectura influyó profundamente en mi manera de pensar, y le agradezco a mi amigo Bill Dembski que lo haya escrito. Conocí a Bill a través de su aporte al diseño inteligente, lo cual le ha valido gran reconocimiento, y no cabe duda de que hizo una contribución novedosa en ese campo. Ahora, intuyo que será tan recordado por las ideas que expone en este libro como por su papel precursor en el movimiento del diseño inteligente. Bill es un intelectual brillante que no teme exponer sus ideas ya sea como orador o escritor. A lo largo de su vida se ha esforzado por conocer, amar y comprender a Dios tal como Él se reveló en Jesucristo y en la creación. Por mi parte, me siento agradecido de que no considere esa búsqueda una cuestión estrictamente personal; Bill siente verdadera pasión por compartir y explicar a otros los misterios que él llegó a comprender. El objetivo inequívoco de todo cuanto hace es mostrar en una luz más brillante a quien él ama, o más bien, hacerse a un lado mientras la Luz del mundo ilumina la vida de personas corrientes como yo. En el inicio de mi vida cristiana, devoré la Biblia; leía porciones extensas y me esforzaba denodadamente por comprender la historia y los propósitos de Dios a fin de integrarlos en un todo convincente. Una lectura llana y directa del texto bíblico me pareció lo más natural. ¿Y qué podía ser más llano y directo que la enseñanza de Génesis sobre la creación? Así, pues, la idea de que la tierra era un planeta joven me pareció la única interpretación posible para cualquiera que tomara la Biblia en serio. Para sobrevivir a la formación que recibí en medicina, creé una suerte de burbuja en la cual colocaba la información que me parecía incompatible con la teología. Curiosamente, eran pocos los contenidos de la carrera de medicina que llevaban a cuestionar la lectura llana y directa del texto bíblico. Sin embargo, en ocasiones los docentes insistían en inculcarnos una visión evolucionista de la vida y del cuerpo humano. A pesar de mi incomodidad en aquellas sesiones, estaba convencido de que un día mis creencias basadas en la Biblia triunfarían sobre los hallazgos científicos. Simultáneamente, en bioquímica, fisiología, anatomía e histología me confrontaba con sistemas complejos que en mi opinión, como ex estudiante de ingeniería, eran indudablemente producto de un diseño inteligente. Debí esperar mucho tiempo hasta ver el surgimiento de una teoría articulada que confirmara aquella intuición, y me siento agradecido a Bill por su aporte al desarrollo de dicha teoría. Durante los doce años que trabajé en un hospital rural en Papúa, Nueva Guinea, vi muchas situaciones de sufrimiento. Vi muertes y mutilaciones como resultado de las guerras entre tribus (el sufrimiento provocado por los hombres). Pero también vi madres y bebés inocentes que murieron durante el parto, personas que murieron durante una inundación, y vi los estragos de enfermedades como la malaria y la tuberculosis (el sufrimiento provocado por la naturaleza). Vivimos en un mundo quebrantado. Cada uno de nosotros imagina los cambios que haría si fuera Dios. Desde una perspectiva teológica, entiendo que todo el mal y el sufrimiento son consecuencia de rebelarnos contra Dios. Resulta más fácil sostener esta visión del mal y del sufrimiento cuando las personas son culpables de su mala conducta; no se puede culpar a Dios por los trágicos hechos ocurridos el 11 de setiembre de 2001. Sin embargo, resulta mucho más difícil sostener esta visión del mal y del sufrimiento cuando no logramos identificar un culpable inmediato. Nunca traté de apartarme de una lectura llana y directa de Génesis. Era algo que me imponía con gran dolor y sufrimiento; estaba destrozado, me sentía como un infiel. Lo mantenía en secreto, consciente de cuál hubiera sido mi propia reacción en el inicio de mi camino con Dios: cuestionar una lectura de Génesis que mostraba una tierra joven implicaba cuestionar la Biblia en su totalidad y poner en peligro mi fe. No me alejé de una lectura lineal de Génesis seducido por los argumentos teológicos de los así llamados liberales o eruditos de la alta crítica, pero me vi confrontado con pruebas científicas: la edad de las estrellas y la enorme distancia que las separa de la tierra; la tierra y su relieve parecen ser el resultado de millones de años de procesos regulares; hay evidencia sólida de que la muerte y el sufrimiento existieron en el planeta mucho antes de que Adán y Eva alcanzaran mayor conocimiento al morder el fruto prohibido. El principio de la «doble verdad», según el cual la razón enseña una cosa y la fe puede enseñar exactamente lo opuesto, siempre me ha dejado perplejo; hay personas a quienes parece no incomodarles la tensión entre ideas claramente contradictorias. Conozco un geólogo que cree en un planeta joven y, sin embargo, se siente a gusto escribiendo sobre una historia geológica de millones de años en su tesis doctoral. Nadie imaginaría al leer su trabajo que él sostiene que la edad del planeta ¡está por debajo de los 10.000 años! A diferencia de este geólogo, yo no podría vivir en universos paralelos; uno antiguo y uno joven. Inmerso en este peligroso terreno de enfrentamiento entre la ciencia y la fe, y sin nadie a quien confesar mi agonía, al principio me mostré bastante escéptico con respecto a la tarea emprendida por Bill de explicarcómo la caída de Adán y Eva podía ser responsable de males naturales que habían ocurrido cientos de millones de años antes de su existencia. ¿Cómo es posible anteponer el efecto (males naturales que existieron durante millones de años) a la causa (el pecado de Adán y Eva)? Imaginé que Bill propondría toda suerte de racionalizaciones y malabares verbales que, finalmente, no lograrían convencerme. En cambio, no encuentro otra palabra que «epifanía» para describir lo que experimenté. En mi mente, la ciencia y la fe ocupaban compartimentos estancos para impedir cualquier contacto entre ellas y así evitar que una absorbiera a la otra. Temía que cualquier intento de conciliar la fe y la razón dañara la imagen de Dios. Ahora siento que estas dos áreas de mi vida están en paz, y que la cabeza y el corazón están nuevamente juntos. El fin del cristianismo ofrece un magnífico marco teológico que revela a Dios tal como es en toda su gloria, aclara el sentido de la cruz en la historia y en el cosmos, permite vernos tal como somos, expuestos a situaciones de peligro que nosotros mismos creamos, y acepta el mundo físico tal como es en realidad. Demuestra que el poder de la caída, como el poder de la muerte y la resurrección de Cristo, no solo tiene dimensión prospectiva sino también retrospectiva; no solo tiene implicancias hacia el futuro sino también hacia el pasado. Ningún pastor debería dejar de leer este libro. Una vez que el pueblo de Dios se apropie de las ideas aquí expuestas, será una liberación para aquellos que se sienten atados a creer en un planeta joven por temor a que el poder de la cruz quede anulado si se admite que la muerte y el sufrimiento precedieron a la caída. Este libro no obligará al lector a dejar de creer en un planeta joven, pero lo ayudará a ver que no es la única interpretación que asegura solidez bíblica y fidelidad teológica. Después de leer este libro, amo aún más a Dios; su lectura avivó en mí el deseo de dedicar mi vida, por amor, al servicio de Jesucristo y de aquellos que Él ama. Ahora comprendo más cabalmente la gravedad de mi propio pecado y el increíble valor de la gracia de Dios que obra en mi vida. También comprendo cuáles son las consecuencias del pecado humano en el cosmos y que la redención en Cristo abarca la realidad toda. Siento un respeto más profundo por la Palabra de Dios revelada en la Biblia y una esperanza renovada en una eternidad de gozo en la presencia de Dios, mi Creador y Redentor. Mark Fitzmaurice, Médico Sydney, Australia AGRADECIMIENTOS Dedico este libro a Ethel y Harry Cooper, una maravillosa pareja afroamericana que significó mucho para mí en los años de mi niñez en Chicago. Harry trabajaba en el Instituto de Teología Garret, en Evanston, y Ethel, en las tiendas Marshall Field, en el centro de Chicago. Hacia fines de los años sesenta, una época muy convulsionada en los Estados Unidos, nuestra familia solía celebrar Acción de Gracias con los Cooper, que vivían en la zona sur de la ciudad. En el otoño de 1969 falleció la madre de Ethel, que vivía con ellos. Semanas más tarde, en diciembre del mismo año, falleció Harry. Como a mi madre le habían diagnosticado cáncer, Ethel no quiso darle la noticia de inmediato y no lo hizo hasta que mi madre, al otro lado del teléfono, levantó el tono de voz: «¡Ethel, por favor, dime qué sucede!». En 1981, Ethel murió a causa de un cáncer de páncreas. Llegué a visitarla y ofrecerle algo de compañía y consuelo, pero hubiera deseado hacer algo más por ella. La bondad y la generosidad de Ethel y Harry siguen siendo para mí, hoy, testimonio del amor de Cristo. Si no fuera por personas como ellos, todo lo que escribí en este libro sería hueco y carecería de valor. El fin del cristianismo comenzó como un artículo titulado «La teodicea cristiana a la luz de Génesis y la ciencia moderna» que publiqué en mi sitio en internet, www.designinference.com. El artículo despertó gran interés, y numerosas personas hicieron valiosos aportes durante el proceso de elaboración y revisión que luego se plasmó en este libro. Deseo agradecer la colaboración de: Jake Akins, Barry Arrington, la lista ASA (www.calvin.edu/archive/asa), Robert Bass, John Baumgardner, Chris Beling, Ray Bohlin, Joel Borofsky, Jon Buell, Jack Collins, Samuel Conner, Bryan Cross, Stephen Davis, Ted Davis, Edward Fackerell, Mark Fitzmaurice, Michael Flannery, Bruce Gordon, Jack Greenoe, Paul Hodge, Michael Keas, Mario Lopez, Robert Marks, Donald McLaughlin, J. P. Moreland, Terry Mortenson, Bill Newby, Denyse O'Leary, Don Page, J. Brian Pitts, Fuz Rana, Brock Ratcliff, Geoff Robinson, Hugh Ross, Greg Smith, David Snoke, el foro anual «Creation Conversation» del Seminario del Sudoeste, Ide Trotter, Rick Wade, Mark Whorton y Peter Zoeller-Greer. Agradezco especialmente a Mark Fitzmaurice por escribir el prólogo y a Denyse O'Leary por su excelente edición del manuscrito final. El proceso de investigar, reflexionar y poner por escrito todo este material se extendió a lo largo de gran parte de la última década, y durante todo este tiempo obtuve valioso apoyo financiero de parte de diferentes instituciones. Me gustaría agradecer a la Fundación Templeton, que ofreció generoso apoyo económico para un proyecto sobre metafísica de la información (la Parte III del presente libro surge de ese proyecto y, en algún momento, llegará a ser un libro por derecho propio, con el título tentativo «Ser es ser en comunión»). También quiero agradecer al Centro Berkeley de Teología y Ciencias Naturales (Berkeley's Center for Theology and the Natural Sciences) que, a través del estímulo de Bob Russell y Ted Peters, me impulsaron a comenzar a escribir sobre el tema de la teodicea (en 2003, en el Graduate Theological Union me pidieron una ponencia que titulé: «¿Se volverá imposible el cometido de la teodicea? El diseño inteligente y el problema del mal». Asimismo, deseo agradecerle al Centro para la Ciencia y la Cultura del Instituto Discovery (Discovery Institute's Center for Science and Culture) cuyo apoyo moral, intelectual y financiero resultó indispensable a lo largo de estos años. Por último, expreso mi gratitud al Seminario de Teología Bautista del Sudoeste (Southwestern Baptist Theological Seminary) que bajo la dirección del rector Paige Patterson y el vicerrector Craig Blaising me brindó un ámbito de trabajo increíblemente fecundo. Son muchas las personas que a lo largo de los años contribuyeron a formar mis ideas sobre la bondad de Dios reflejada en la creación. Los más influyentes en este sentido fueron Diogenes Allen, Louise Cowan, William Lane Craig, Thomas Hopko, Steve Kreissl, John Stott y, muy especialmente, Jana, mi amada esposa. A todos ellos, mi más sincero y profundo agradecimiento. Jana y yo nos conocimos cuando éramos estudiantes en el Seminario de Teología de Princeton. William A. Dembski Southwestern Baptist Theological Seminary Fort Worth, Texas Posdata: Las notas con explicaciones y referencias representan el 20% del libro, por consiguiente, una lectura cuidadosa del libro requiere prestar atención a las notas. N INTRODUCCIÓN LA MENTALIDAD DE NUESTRO TIEMPO UESTRA vida no se desarrolla únicamente en un medio ambiente físico sino también en un medio ambiente moral. El filósofo Simon Blackburn, de Cambridge, define este último como «el clima de ideas en nuestro entorno sobre cómo se debe vivir».1 Si bien no podemos abstraernos del ambiente físico, a menudo no somos conscientes del ambiente moral que nos rodea, aun cuando ejerce una poderosa influencia sobre nosotros. Blackburn lo describe en estos términos: Define qué es aceptable o inaceptable, qué es digno de admiración o de desprecio; define nuestra idea de cuándo las cosas andan bien y cuándo andan mal; define nuestra idea sobre qué nos corresponde recibir y qué nos corresponde dar en la relación con los demás; modela nuestras reacciones emocionales y determina qué cosas son motivo de orgullo o vergüenza, de gratitud o de enojo, qué perdonamos y qué consideramos imperdonable.2 El medio ambientemoral que describe Blackburn forma parte de un ambiente aún mayor: la mentalidad imperante en nuestro tiempo, es decir, el sistema de ideas del cual nos valemos para comprender el mundo. La mentalidad siempre incluye lo moral, puesto que nuestra idea acerca de cómo debemos vivir es una de las principales herramientas que usamos para comprender el mundo. Pero la mentalidad tiene un alcance más amplio; incluye nuestras ideas sobre lo que existe, lo que podemos conocer, y lo que consideramos evidencia válida de nuestras creencias; determina el valor de nuestra vida y nuestro trabajo, y por sobre todas las cosas, determina nuestras estructuras de plausibilidad: cuándo consideramos algo razonable o irracional, verosímil o inverosímil, admisible o inadmisible.3 En 1988 obtuve el doctorado en matemáticas en la Universidad de Chicago, y creí que ese sería mi último título de posgrado. Seguidamente, obtuve una beca de investigación posdoctoral en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés). Allí me impactó la facilidad con que mis colegas consideraban que el cristianismo había pasado de moda; no creían que representara un peligro ni que fuera necesario erradicarlo, sino que había perdido vitalidad intelectual y debía ser ignorado. En su opinión, la derrota del cristianismo era un hecho consumado; la guerra había terminado, y el cristianismo había perdido. Para la mentalidad de mis colegas del MIT, el cristianismo era irrelevante. Como cristiano, creía entonces, y sigo creyendo hoy, que la revelación de Dios en Jesucristo es la máxima verdad de la humanidad, y por lo tanto, me preocupó que se desechara el cristianismo con tanta ligereza. ¿Cómo podían mis colegas rechazar tan fácilmente el cristianismo? Debía llegar hasta el fondo de esta pregunta, y fue así que abandoné una carrera promisoria como investigador en el campo de las matemáticas para estudiar filosofía y teología. Hubo muchos cambios en la cultura norteamericana en estos 20 años transcurridos desde mi paso por el MIT. Un aspecto destacable es el crecimiento del movimiento del diseño inteligente en el ámbito internacional, lo cual obligó a los intelectuales de Occidente a considerar seriamente la afirmación de que la vida y el cosmos son producto de una inteligencia. Sin duda, muchos de ellos rechazan categóricamente tal afirmación, pero su interés en enfrentarla y rebatirla es señal de que la mentalidad de nuestro tiempo ya no sigue estancada en el materialismo ateo que durante tanto tiempo dominó la vida intelectual de Occidente. Esta cosmovisión atea, supuestamente apoyada por la ciencia, constituyó el principal impedimento, al menos en Occidente, para tomar en serio el cristianismo.4 Ahora que se cuestiona el propio materialismo ateo, el cristianismo vuelve a estar sobre el tapete. Esto no significa que sea un debate en términos amigables ni que el cristianismo esté a punto de ser aceptado ampliamente en lugares como el MIT. Me refiero a que ahora, en lugar de ignorarlo por fuerza de la costumbre, como ocurría 20 años atrás, muchos intelectuales de Occidente han adoptado una actitud de manifiesto desprecio hacia el cristianismo, dedicando tiempo a escribir y hablar en su contra. Pero esto es un avance. A los muertos se los ignora y se los olvida; la burla y el desprecio es para los vivos. Me resultó gratificante ver la oleada reciente de libros escritos por «neoateos», entre ellos, The God Delusion, de Richard Dawkins, god Is Not Great, de Christopher Hitchens (Hitchens insiste en no usar mayúsculas al referirse a la deidad), y The End of Faith, de Sam Harris.5 Esta literatura carecería de sentido si el cristianismo, y el teísmo en general, no hubieran cobrado nueva vigencia.6 La primera línea de ataque de los neoateos al cuestionar las creencias religiosas, y en particular el cristianismo, es invocar a la ciencia como principal responsable del descrédito del cristianismo. Según ellos, gracias a la ciencia se podría comprobar que la idea de que hay algo detrás del universo (un Dios o una inteligencia o un propósito), no solo es fútil sino contraria a la razón. Sin embargo, la evidencia científica prueba exactamente lo contrario. Los argumentos a favor de un diseño inteligente que creó la vida y el cosmos tienen gran solidez como queda demostrado a través de libros tales como, The Design of Life y The Privileged Planet.7 Por cierto, no les resulta sencillo a los neoateos desacreditar la fe cristiana apelando simplemente a argumentos científicos. Si bien sus críticas al cristianismo contienen numerosas referencias a la «ciencia», se asemejan más bien a un ritual que usa la palabra «ciencia» como un conjuro (como decir «abracadabra»). Hay pocos argumentos verdaderamente científicos en sus acusaciones. En lugar de presentar evidencia científica que demuestre que el ateísmo es válido (o probable), los neoateos moralizan sobre cuánto mejor marcharía el mundo si el ateísmo fuese verdad. Lejos de demostrar que Dios no existe, los neoateos solo pueden demostrar cuán fervientemente desean que no exista. En su opinión, la existencia del Dios del cristianismo sería el peor dato de la realidad. Por ejemplo, según Richard Dawkins, «puede decirse que [el Dios judeocristiano] es el personaje más desagradable de toda la literatura de ficción. Es celoso y se enorgullece de serlo; un monstruo autoritario, mezquino, injusto e incapaz de perdonar; un ser vengativo y sanguinario que promueve la limpieza étnica; racista misógino y homofóbico, prepotente, malvado y caprichoso, infanticida, genocida, filicida, megalómano y sadomasoquista».8 La obsesión de Dawkins con el Dios del cristianismo raya lo patológico, sin embargo, pone de manifiesto la razón principal por la que la gente niega a Dios: no pueden creer que Dios sea bueno. Eva, en el huerto de Edén, rehusó creerle a Dios porque pensó que Él le había negado un beneficio que le correspondía, el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal.9 Resulta obvio que un Dios que le niega a sus criaturas los beneficios que estas creen merecer no puede ser bueno. Por cierto, nuestra incapacidad de ver la ironía que encierra esta actitud de echarle la culpa a Dios es una señal de nuestra naturaleza caída. ¿No deberíamos acaso confiar en que si Dios nos niega algo lo hace por nuestro bien? Los neoateos también presentan innumerables quejas contra Dios y una lista de beneficios no otorgados mucho más extensa que la de Eva, lo cual no es extraño dado que ¡tuvieron mucho más tiempo para elaborarla! En una entrevista realizada años atrás, le preguntaron al filósofo Cornel West, de la universidad de Princeton, «¿Cuál es su principal búsqueda filosófica?».10 West respondió: «Creo que tiene que ver fundamentalmente con el problema del mal».11 El esfuerzo por explicar el problema del mal le compete a una rama de la teología filosófica llamada teodicea. La teodicea trata de conciliar la existencia de Dios con la presencia del mal en el mundo. Los neoateos, igual que Cornel West, se ocupan del problema del mal, aunque a diferencia de West, ellos pretenden una solución simplista. Para ellos, Dios no existe y la fe es una ilusión vana, el peor engaño imaginable, un engaño que destruirá a la humanidad si no se lo detiene. Dawkins, por ejemplo, considera que creer en un Dios que no existe es la raíz de todos los males. Precisamente, fue el narrador de un documental de la BBC en 2006 que llevaba ese título: ¿La raíz de todos los males?12 La demonización de la fe religiosa no es algo nuevo para Dawkins. Diez años antes había comentado: «Creo que se puede probar que la fe es uno de los grandes males del mundo, comparable al virus de la viruela aunque más difícil de erradicar».13 Dawkins podría sorprenderse al saber que sus palabras repetían las de Adolf Hitler: «La razón por la cual el mundo antiguo era tan puro, luminoso y sereno es que aún no se conocían las dos plagas mayores: la viruela y el cristianismo».14 Si la fe en Dios es la peor plaga que aflige a la humanidad, la única tarealegítima de la teodicea sería erradicarla. En contraposición, el reto de este libro es formular una teodicea fiel a la ortodoxia del cristianismo (que remarque, por ende, la existencia, el poder y la bondad de Dios) y, a la vez, creíble para la mentalidad de nuestro tiempo (un reto a los neoateos en su propio terreno).15 Cabe preguntarse si vale la pena elaborar esta clase de teodicea. Como cristianos, ¿debería preocuparnos que esta teodicea sea creíble? ¿Creíble para quién? ¿Acaso la credibilidad no está sobrevalorada? Después de todo, la Escritura enseña que el corazón humano se ha corrompido, que nuestras acciones están dictadas por la conveniencia más que por los principios y que, a menudo, no usamos nuestra inteligencia para buscar la verdad sino para justificar falsedades que quisiéramos que fueran verdad (ver Jer. 17:9). Sería lógico deducir que la mentalidad predominante se ha corrompido, y que las ideas verosímiles bien podrían ser falsas. A decir verdad, dada una mentalidad suficientemente corrupta, ¿qué sentido tendría presentar algo creíble? En ese caso, la validez de una proposición ¡podría ser la causa misma de su rechazo! Como cristianos, no debemos confundir la necesidad de presentarle al mundo una fe verosímil con la búsqueda de aprobación. El deseo de obtener la aprobación del mundo nos llevará inevitablemente a la perdición. No obstante, el cristianismo se niega a abandonar el mundo a su propia suerte y trata de que este restaure su relación con Dios. Ahora bien, para que la restauración sea posible, mínimamente se requiere que la gente cambie su manera de pensar.16 Y para que eso ocurra, es preciso intervenir y modificar la mentalidad imperante. En alguna parte debemos comenzar, y recordemos que hasta en la mentalidad más corrompida no todo está mal. Debemos buscar «entradas», que suelen ser las áreas de mayor necesidad o duda de una cultura.17 Si en esas áreas mostramos la verdad y pertinencia de la fe cristiana, podremos probar su credibilidad. Sobre todo, debemos hacerlo sin diluir la fe ni abaratarla en el afán de conservar un vano lustre de respetabilidad. La teodicea planteada en este libro intenta combinar credibilidad, con relación a la mentalidad imperante, y fidelidad, con relación a la ortodoxia cristiana. Para lograrlo, se requiere un mayor grado de elaboración y complejidad, lo cual plantea un problema: ¿qué diremos de la gente que en el pasado pudo vivir sin teodiceas complejas, aun cuando enfrentaron mucho más dolor y sufrimiento que nosotros hoy? En el siglo XIV, por ejemplo, un tercio de la población de Europa murió a causa de la peste; la mortalidad infantil era mucho más alta en tiempos pasados y afectaba prácticamente a todas las familias. Sin embargo, a pesar del sufrimiento y las dificultades, no había necesidad de teodiceas muy elaboradas. ¿Por qué, entonces, es necesaria hoy? ¿Será porque los intelectuales consentidos de Occidente tienen tiempo de sobra para ocuparse de minucias que nuestros antepasados, más fuertes que nosotros, hubieran considerado ridiculeces? Dos breves respuestas a estas preguntas: 1. Que en el pasado la gente no tuviera necesidad de elaborar complejas teodiceas no significa que no sintieran el peso del problema del mal. Muy posiblemente, solo significa que creían tener la teodicea apropiada. Por ejemplo, muchos cristianos, a través de los siglos, hallaron respuesta satisfactoria en la teodicea de Agustín, que plantea que Dios mitiga el mal extrayendo de él un bien mayor. En lo personal, yo también reconozco el valor de esta teodicea, solo que propongo avanzar un poco más. 2. La necesidad de una teodicea más elaborada surge a partir de una serie de nuevos problemas planteados por la ciencia sobre la bondad de Dios en la creación. A lo largo de la historia y del movimiento de la Reforma, la Iglesia sostuvo una posición creacionista y creyó en un planeta joven. Con el auge de la ciencia moderna, en particular los descubrimientos en el campo de la geología y la biología en el siglo XIX y de la física y la cosmología en el siglo XX, cobró relevancia el problema de la existencia del mal natural previo a la caída así como, quizá más importante aún, la veracidad de la descripción bíblica de la Creación. Fue necesario encarar ambas cuestiones. Dicho con sencillez, necesitamos elaborar teodiceas más complejas porque ahora la gente plantea preguntas más difíciles sobre la benevolencia divina. Las respuestas aceptadas en el pasado no satisfacen las necesidades del presente; debemos encontrar respuestas que hagan creíble la bondad de Dios para la mentalidad de la sociedad actual. Antes de establecer el marco para una teodicea específicamente cristiana, analizaremos de qué se ocupa la teodicea en general. La teodicea trata, fundamentalmente, sobre la benevolencia de la realidad última; si aquello que en última instancia sustenta al mundo es benevolente o no lo es. Una teodicea logra su propósito si puede demostrar que a pesar del mal existente, la realidad última es benevolente. Aunque considero estos términos intercambiables, prefiero benevolencia en lugar de bondad porque bondad a menudo se refiere a cosas impersonales o abstracciones, que pueden ser indiferentes al bienestar humano. La benevolencia, en cambio, indica interés y participación activa en la promoción del bienestar humano, tanto individual como comunitario. En este sentido, entiendo que la tarea principal de la teodicea es convencernos de que la realidad última es benevolente y que los seres humanos somos objetos (quizás el principal objeto) de esa benevolencia. Muchos intelectuales contemporáneos han abandonado el campo de la teodicea. Tal es el caso de los materialistas que entienden que la realidad última consiste en entidades materiales gobernadas por leyes naturales inquebrantables. Veamos, por ejemplo, lo que dice Richard Dawkins: «En un universo de fuerzas físicas ciegas y de replicación genética, algunas personas sufrirán dolor, otras personas serán afortunadas, y no se encuentra motivo ni explicación, mucho menos justicia, en lo que les toca vivir. El universo que observamos tiene exactamente las propiedades que uno debe esperar al no existir detrás de todo esto ningún designio ni propósito, ni bien ni mal; nada excepto indiferencia ciega e inclemente».18 Indudablemente, para Dawkins y sus colegas materialistas ateos, la realidad fundamental no es benevolente. Para los cristianos, por el contrario, Dios es la realidad última, y damos por sentado la benevolencia de Dios hacia su creación. Pero ¿en qué se basan los cristianos para creer que Dios es benevolente? Según el poeta inglés John Milton, necesitamos un argumento: «Ilumina en mí lo que está oscuro / eleva y sostén lo que está abatido / a fin de que desde la altura de este grande argumento / pueda afirmar la eterna Providencia / y justificar las miras de Dios a los hombres».19 Sin embargo, a muchos de nosotros nos parecerá vana la idea de que un argumento puede justificar la manera de actuar de Dios y de ese modo convencernos de la benevolencia de Dios. ¿Cómo podremos preservar nuestra confianza en la benevolencia divina frente al mal y la crueldad del mundo? Este es el gran desafío que tenemos por delante. Las circunstancias de la vida no siempre se desenvuelven como quisiéramos, y cuando se vuelven adversas, a veces de manera violenta, nuestra confianza en la benevolencia divina no depende tanto de un argumento sino más bien de una actitud. Epicteto resumió esa actitud de la siguiente manera: «Es fácil agradecer a la Providencia por todo cuanto sucede en el mundo si la persona posee al menos estas dos virtudes: una mirada amplia para entender lo que les sucede a los demás y un temperamento agradecido. Sin lo primero, no percibirá el valor de las cosas que ocurren; sin lo segundo, no sentirá gratitud por todas esas cosas».20 El apóstol Pablo muestra esta misma actitud cuando señala que Dios dispone todas las cosas para nuestro bien (Rom. 8:28) y que debemos darle siempre gracias a Dios por todo (Ef.5:20). Sin embargo, tal actitud solo se justifica si aquello que en última instancia sustenta al mundo es benevolente. ¿Cómo podremos saberlo? Pues tal parece que necesitamos contar con algún argumento a favor de la benevolencia divina, aunque más no sea para justificar esta actitud. Epicteto, filósofo estoico, justificaba esta actitud desde su filosofía. Los cristianos, por su parte, recurren a la teología cristiana para formular una teodicea cristiana que justifique dicha actitud. En palabras del teólogo católico Edward Oakes, el propósito de una teodicea cristiana es «demostrar que un Dios omnipotente y benevolente puede coexistir con el mal en su creación finita».21 Según Oakes, en la teodicea de Agustín encontramos la clave para resolver el problema de nuestra teodicea. En su manual de apologética Enchiridion, Agustín escribió «Dios ha juzgado que sacar el bien del mal es mejor que no permitir la existencia de algún mal».22 Para Agustín, igual que para Epicteto, la teodicea exige amplitud de perspectiva. No es posible ver el triunfo del bien sobre el mal desde una visión estrecha; se necesita, por el contrario, una visión infinitamente amplia del propósito final de Dios para el mundo. En este sentido, Oakes plantea que la teodicea de Agustín exige entender el mundo como «una totalidad bajo la égida de la escatología».23 Todo esto es parte de una sólida teodicea cristiana, pero tiene ciertas limitaciones; una teodicea cristiana debe ir más lejos para lograr conciliar estas tres afirmaciones: 1. Dios, en virtud de su sabiduría, creó el mundo de la nada. 2. La providencia de Dios opera de un modo particular en el mundo. 3. Toda expresión del mal en el mundo tiene su origen en el pecado humano. Algunas de las principales corrientes teológicas consideran problemáticas las dos primeras; y la tercera, decididamente absurda. En contraposición, mi argumento es que las tres afirmaciones son verdaderas y pueden integrarse en una teodicea cristiana coherente. La afirmación 1, un Dios omnisciente que creó el universo de la nada, no ha gozado de mucha popularidad últimamente. Para salvaguardar la teodicea, los teólogos de las principales corrientes han adoptado progresivamente una visión recortada de la sabiduría, el conocimiento y el poder divinos. Nos encontramos, pues, con un dios que, aunque bien intencionado, no logra vencer por completo el mal en el mundo; un dios que es bueno, pero deficiente en algunos aspectos. Es decir, se preserva la bondad de Dios, pero a costa de sus otros atributos. La teología del proceso, que entiende que el mundo es autónomo y que Dios cambia junto con el mundo, es un ejemplo de este pensamiento.24 El concepto de dioses que evolucionan sujetos a las leyes naturales está muy en boga en nuestro tiempo. Dado que la idea de una creación a partir de la nada apunta a un Dios que tiene dominio sobre todo, los dioses empequeñecidos de estas teologías tienden a no ser el hacedor supremo, sino que parecen depender de aspectos más profundos de la realidad.25 La afirmación 2, respecto de una providencia particular, remite a la voluntad y capacidad de Dios de actuar para bien de la creación en un tiempo y lugar determinados. Vale decir, la acción de Dios no solo se verifica en la creación considerada como un todo, sino también en algunos elementos en particular, entre los cuales, nosotros, los seres humanos, somos el más importante. La providencia particular de Dios incluye milagros, respuestas a la oración, profecías y, lo más significativo de la fe cristiana, la redención de la humanidad mediante la cruz de Cristo. La providencia particular es diferente de la providencia general mediante la cual Dios dirige el mundo entero (ordenando, por ejemplo, los cambios en cada estación del año). Así, un dios de providencia general, no particular, ordena los patrones climáticos, pero no se responsabiliza por el tornado que derribó el granero que usted construyó ni presta oídos a su oración pidiéndole que lo proteja del tornado. En contraste, un Dios de providencia particular lo conoce por su nombre y tiene contados los cabellos de su cabeza. La afirmación 3, que atribuye la aparición del mal en el mundo al pecado humano, es la más difícil de conciliar con la mentalidad de nuestro tiempo. Y es, a la vez, la clave para resolver el problema de una teodicea específicamente cristiana. Si uno se propone echarle la culpa del mal a algo que no sea Dios, tiene dos posibilidades: la rebeldía consciente de las criaturas (el ser humano o el diablo que desobedecen a Dios) o un mundo autónomo (el mundo marcha a su antojo, y Dios aunque se aflige y se agarra la cabeza, no puede hacer nada para mejorar las cosas). La mentalidad de nuestra época prefiere un mundo autónomo y opta por recortar el poder de Dios en los casos en que su intervención pudiera arrojar dudas sobre su bondad. Ciertamente, la resistencia que la teología contemporánea opone a las afirmaciones 1 y 2 refleja una imperiosa necesidad de preservar la bondad de Dios aun cuando eso signifique recortar su poder. En cambio, si el mal no es consecuencia de un mundo autónomo, no hay necesidad de limitar el poder de Dios. Se deduce que una vez demostrada la verosimilitud de la tercera afirmación, también resultan verosímiles la primera y la segunda. Si bien me propongo tratar las tres afirmaciones en el presente libro, el aporte original, si acaso lo hubiere, es el análisis de la tercera afirmación. Al aseverar que, en última instancia, todo el mal en el mundo se origina en el pecado humano, la afirmación 3 no le atribuye a la humanidad el origen del mal en términos absolutos, sino que declara que el pecado humano es la causa más próxima o inmediata del mal en el mundo. En Génesis 3, los seres humanos son tentados por una serpiente, tradicionalmente reconocida como Satanás, un ángel caído, es decir, una criatura que no comparte la misma materia de la cual están hechos los seres humanos. Por lo tanto, la caída de la humanidad presupone la caída de los seres angelicales. Y la caída de los seres angelicales podría presuponer elementos más profundos de la realidad que son causales del mal.26 De todas maneras, la pregunta fundamental no es sobre el origen último del mal, sino preguntarnos si todo el mal que existe en el mundo tuvo sus orígenes en la humanidad y su pecado. De acuerdo con esta visión, la humanidad es el guardián que deja entrar el mal en el mundo. En esta metáfora, la caída representa la incapacidad del guardián de controlar la puerta de acceso. La metáfora tiene aplicación independientemente de cuál sea el origen último del mal que se encuentra más allá de la puerta (ya sea algo que derriba la puerta o que soborna al guardián, o ambas cosas). Gran parte de mi trabajo anterior estuvo dedicado al diseño inteligente y a la controversia en torno a la evolución. Sin embargo, no hay ningún pronunciamiento en este libro respecto de ese debate. Al argumentar que la caída marca la entrada del mal en el mundo (tanto del mal personal como del mal natural), no adopto ninguna posición respecto de la edad de la tierra, los límites de la evolución ni la prevalencia del diseño. La teodicea aquí desarrollada no pone la mira en la ciencia sino en la metafísica de la acción y el propósito divinos. La idea central de esta teodicea es que las consecuencias de la caída pueden ser tanto retroactivas como prospectivas (así como el efecto salvífico de la cruz no se proyecta solo hacia el futuro sino también hacia el pasado, salvando, por ejemplo, a los santos del Antiguo Testamento). La visión de que, en última instancia, el origen de todo el mal está en el pecado humano solía ser parte integral de la cosmovisión cristiana; formaba parte de nuestra mentalidad. La Enciclopedia Católica apunta lo siguiente: La filosofía cristiana, como la hebrea, atribuyen el mal moral y físico a la acción de la voluntad, creada libre. El hombre se ha provocado a sí mismo el mal que sufre, transgrediendo la ley de Dios o la obediencia, de la que dependía su felicidad.[…] Los errores de la humanidad, confundiendo las verdaderas condiciones de su propio bienestar, han sido la causa del mal moral y físico.27 En los capítulos siguientes, como parte de mi defensa de esta visión tradicional de cómo el mal entró en el mundo, analizaré cómo la mentalidad de nuestro tiempo llegó a considerarla cada vez más inverosímil. El título del presente libro, El fin del cristianismo, requiere una explicación, ya que puede interpretárselo de diversas maneras. Para aquellos que tienen una posición hostil hacia el cristianismo y las creencias religiosas, la expresión «fin del cristianismo» significa su desaparición como religión institucionalizada y sistema de creencias. Ven al cristianismo como un organismo al borde de la extinción, que ya no ocupa un nicho ecológico. Sin embargo, esta opinión sobre la desaparición del cristianismo no es más que una expresión de deseo. Según las mejores estimaciones, el cristianismo es la religión con mayor número de adherentes en el mundo. El cristianismo no muestra señales de estar próximo a la extinción; por el contrario, en algunos sentidos está creciendo con un vigor nunca visto. Por lo tanto, lejos de referirse a su desaparición, la expresión «el fin del cristianismo» bien podría significar su triunfo final. Los cristianos cuentan con numerosas imágenes para representar el triunfo final de la fe; las más importantes son Cristo y la cruz. En este libro, me propongo dar una tercera interpretación a la expresión «el fin del cristianismo». Sin duda, como cristiano, rechazo la idea de que el cristianismo está condenado a desaparecer (primera interpretación) y adhiero a la idea de que finalmente triunfará (segunda interpretación). No obstante, el triunfo final del cristianismo no se ha cumplido hasta ahora. Por tanto, en este libro me gustaría plantear, y ayudar a responder, la pregunta sobre cómo debemos nosotros, los cristianos, contribuir a que se concrete el triunfo final de Cristo. De acuerdo con 1 Juan 5:4, la fe es la victoria que vence al mundo. La fe cristiana, una fe viva cuyo autor y consumador es Cristo (Heb. 12:2), se describe como el elemento fundamental para hacer realidad el triunfo final de Cristo. Deseo, por lo tanto, interpretar la expresión «el fin del cristianismo» como lo que nuestra fe debe llegar a ser, en el aquí y ahora, para hacer realidad el triunfo final. ¿Cómo debe ser, entonces, nuestra fe? La señal de una fe que vence al mundo es poder discernir la bondad de Dios en medio de las manifestaciones del mal. No hay duda de que una fe que pueda hacer realidad el triunfo final de Cristo debe ser necesariamente una fe que pueda discernir la bondad de Dios. Así como la caída de la humanidad, y el consecuente ascenso del mal, fue consecuencia de creer equivocadamente que la bondad divina era imperfecta (observemos la actitud de Eva en el huerto del Edén: rechaza la voluntad de Dios y reafirma la suya propia), así también la restauración de la humanidad y el triunfo final de Cristo sobre el mal será consecuencia de creer firmemente que la bondad divina es perfecta (observemos a Cristo en el huerto de Getsemaní: subordina su voluntad a la voluntad de Dios). El fin del cristianismo, tal como se lo concibe en este libro, implica un reordenamiento radical de nuestro pensamiento para vislumbrar la bondad de Dios en la creación a pesar del mal que existe en el mundo y del efecto distorsionante del pecado en nuestro corazón. NOTAS 1 Simon Blackburn, Being Good: A Short Introduction to Ethics, Oxford University Press, Oxford, 2001, p. 1. Traducido del original inglés. 2 Ibídem. 3 Mentalidad no es lo mismo que cosmovisión o visión del mundo; conviene diferenciarlas. La mentalidad característica de una época tiene carácter colectivo y remite a un grupo, población o cultura. En cambio, una cosmovisión pertenece, en principio, a un individuo, aunque puede ser compartida por otros y, en ese caso, adquirir dimensión colectiva. Así, por ejemplo, se habla de «la cosmovisión cristiana». El conjunto de creencias que usted tiene sobre cómo es el mundo conforma su cosmovisión, sin que exista diferencia entre aquellas que son convicciones profundas y otras mucho menos significativas. La mentalidad, por el contrario, pone el énfasis en las estructuras cognitivas y morales profundamente arraigadas mediante las cuales le encontramos sentido a la vida. Por consiguiente, la mentalidad de nuestra época suele ejercer una influencia mucho más poderosa que una cosmovisión. Por ejemplo, los cristianos nacidos de nuevo creen en la sacralidad del matrimonio como parte de su cosmovisión; sin embargo, el divorcio tiene igual prevalencia entre ellos que en el resto de la sociedad, y tampoco lo consideran un estigma. La prevalencia y aceptación generalizada del divorcio en nuestra cultura, incluso entre los cristianos nacidos de nuevo, dice más de la mentalidad de nuestro tiempo que de nuestra cosmovisión. Para más información sobre los índices de divorcios entre los cristianos nacidos de nuevo, ver el informe en inglés del Barna Group, «Born Again Christians Just As Likely to Divorce As Are Non-Christians», 8 septiembre 2004, en el sitio: http://www.barna.org/FlexPage.aspx? Page=BarnaUpdate Narrow&BarnaUpdateID=170 (Fecha de consulta: 13 de febrero 2009). 4 Para una visión crítica sobre cómo se abusa de la ciencia para justificar el ateísmo, ver John Lennox, God's Undertaker: Has Science Buried God?, Lion Hudson, Oxford, 2007. 5 Richard Dawkins, The God Delusion, Houghton Mifflin, Nueva York, 2006; Christopher Hitchens, god Is Not Great: How Religion Poisons Everything, Hachette, Nueva York, 2007; Sam Harris, The End of Faith: Religion, Terror, and the Future of Reason, W. W. Norton, Nueva York, 2004. 6 Los neoateos tienen muchos defectos, pero la apatía no es uno de ellos. Según el psicólogo Rollo May, «Lo opuesto al amor no es el odio, sino la apatía». En ese caso, hemos logrado un notable avance desde mi paso por el MIT. La cita de May pertenece a su libro Love and Will, Norton, Nueva York, 1969, p. 29. 7 William Dembski y Jonathan Wells, The Design of Life: Discovering Signs of Intelligence in Biological Systems, Foundation for Thought and Ethics, Dallas, 2008; Guillermo Gonzalez y Jay W. Richards, The Privileged Planet: How Our Place in the Cosmos Is Designed for Discovery, Regnery, Washington, DC, 2004. 8 Dawkins, The God Delusion, p. 31. 9 El error de Eva, al menos en parte, fue aceptar sin cuestionamientos la explicación de Satanás sobre la prohibición de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal impuesta por Dios. No se preguntó quién era Satanás ni por qué repentinamente aparecía como una opinión autorizada con relación a Dios. Si hubiera hecho algún tipo de averiguación, habría descubierto que Satanás había sido expulsado del paraíso, que en la actualidad vivía muy lejos de Dios, y que se lo conocía como mentiroso y padre de mentira (Juan 8:44). 10 Cornel West, «On My Intellectual Vocation», en The Cornel West Reader, Basic Civitas, Nueva York, 1999, p.33. Publicado originalmente en George Yancy, ed., African American Philosophers: 17 Conversations, Routledge, Londres, 1998, pp. 32-48. 11 Ibídem. 12 Ver el sitio http://www.channel4.com/culture/microsites/C/can_you_believe_it/debates/rootofevil.html (Fecha de consulta: 22 de mayo de 2008). 13 Richard Dawkins, «Is Science a Religion?», The Humanist 57, enero/febrero 1997, p. 26. 14 La cita pertenece a Hitler's Table Talk (1941–1943), incluida en el libro de Alan Bullock, Hitler: A Study in Tyranny, ed. rev., Harper & Row, Nueva York, 1964, p. 672. Le envié un correo electrónico a Dawkins el 13 de enero 2006: «¿Tenía conocimiento de la cita de Hitler antes de hacer su comentario o no hubo relación alguna entre ambos?». Respondió ese mismo día: «Me pregunta si conocía la cita de Hitler cuando hice aquella afirmación, y la respuesta es no. Pero supe de su existencia hace poco tiempo mientras investigaba la creencia religiosa de Hitler». De inmediato pasó a defender su cosmovisión atea,afirmando que es «ridículo» sugerir que «Hitler, Stalin o Mao cometieron atrocidades motivados por su ateísmo». Tal parece, entonces, que a Dawkins no le sorprendió enterarse de que estaba haciéndose eco de palabras de Hitler. 15 La teodicea que propongo se inscribe en la teología filosófica, una disciplina que parte de datos teológicos y trata de interpretarlos desde un pensamiento filosófico. En el tema que nos ocupa, trata de interpretar filosóficamente los datos bíblicos sobre el mal, el pecado y el sufrimiento. Existe otro tipo de teodicea, que pertenece a la categoría de filosofía de la religión. Esta disciplina toma en cuenta los datos de la realidad universal, en lugar de datos específicamente teológicos, y trata de interpretar, en términos filosóficos, la coexistencia de un Dios bueno y poderoso con la realidad del mal. Un primer objetivo de este tipo de teodicea es responder a los críticos que sostienen que el problema del mal es un escollo insuperable para el teísmo cristiano, haciéndolo caer en un absurdo lógico. Para un ejemplo de esta clase de teodicea, ver Peter van Inwagen, The Problem of Evil, Oxford University Press, Oxford, 2006. 16 En Rom. 12:2, el apóstol Pablo escribió: «No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta». Diecinueve siglos más tarde, J. Gresham Machen describió qué ocurre cuando los cristianos no toman en serio las palabras de Pablo: «Las ideas falsas son el principal obstáculo al evangelio. Podemos predicar con el fervor de un reformista y, aun así, solo conseguir sumar algún rezagado aquí y allá, si dejamos que el sentir colectivo de una nación o del mundo esté dominado por ideas que, por fuerza de la lógica, impiden toda otra consideración del cristianismo que no sea la de una ilusión inofensiva». La cita pertenece a J. Gresham Machen, What Is Christianity?, Eerdmans, Grand Rapids, Mich., 1951, p. 162. Traducción del original inglés. 17 Los misioneros que han trabajado con personas que nunca antes habían tenido contacto con el evangelio saben a qué me refiero. Ver, por ejemplo, Don Richardson, Peace Child, 4.a ed., Regal Books, Ventura, Calif., 2005. Allí Richardson describe cómo el pueblo sawi de Nueva Guinea premiaba el engaño y la traición. Sin embargo, tenían un principio inviolable respecto de que la ofrenda de paz de un niño, intercambiada entre facciones antagónicas debía respetarse sin excepción. Esto dio la oportunidad de presentar el evangelio identificando a Jesucristo como «el hijo de paz» ofrecido por Dios a la humanidad. El resultado se vio en el enorme número de conversos entre la población sawi. 18 Richard Dawkins, River out of Eden, HarperCollins, Nueva York, 1996, p. 133. 19 John Milton, El paraíso perdido I.22–26, Librería de E. Pujal, 1849, Biblioteca de Catalunya, Digitalizado 21 enero 2009, http://books.google.com (Fecha de consulta: 23 agosto 2009). 20 Epicteto, Discourses I.6, en Epictetus, Discourses and Enchiridion, trad. al inglés T. W. Higginson, Walter J. Black, Nueva York,1946, p. 17. La cita en español fue traducida del original inglés. Comparar la afirmación de William Law: «¿Podría usted reconocer a la persona más santa del mundo? […] Es aquella que siempre se muestra agradecida a Dios, que desea todo lo que Dios desea, que todo lo acepta como una instancia de la bondad de Dios y que tiene un corazón siempre dispuesto a alabar a Dios por ello». La cita pertenece a A Serious Call to a Devout and Holy Life, cap. 15, disponible en: http://www.worldinvisible.com/library/law/seriouscall/scch15.htm (Fecha de consulta: 29 marzo 2003). Traducido del original inglés. 21 Edward T. Oakes, «Edward T. Oakes and His Critics: An Exchange» , First Things 112, abril 2001. Disponible en inglés en el sitio: http://www.firstthings.com/article.php3?id_article=2168. (Fecha de consulta: 3 junio 2008). 22 Agustín, Enchiridion, trad. al inglés A.C.Outler, cap. 27. Ver http://www.ccel.org/ccel/augustine/enchiridion.txt (Fecha de consulta: 15 marzo 2007). Cita traducida del original inglés. 23 Oakes, «His Critics». 24 Ver, por ejemplo, el libro de Charles Hartshorne, teólogo de esta corriente: Omnipotence and Other Theological Mistakes, SUNY Press, Albany, N. Y., 1983. Para la teología cristiana clásica, la autonomía nunca fue una característica del mundo. Antes bien, como muestra Georges Florovsky en su resumen de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia sobre la creación, el mundo exhibe «completa calidad de creado y una total dependencia». Ver Georges Florovsky, «Creation and Creaturehood», en William A. Dembski, Wayne J. Downs, y Fr. Justin B. A. Frederick, eds., The Patristic Understanding of Creation: An Anthology of Writings from the Church Fathers on Creation and Design, Erasmus, Riesel, Texas, 2008, p.552. 25 En el pensamiento teológico contemporáneo, un ejemplo particularmente impactante de este cambio hacia una realidad última que trasciende a Dios se encuentra en James E. Huchingson, Pandemonium Tremendum: Chaos and Mystery in the Life of God, Pilgrim, Cleveland, 2001. 26 Por ejemplo, un determinismo teológico absoluto atribuiría el origen último del mal al propio Dios (entre los textos bíblicos citados como fundamento de esta postura se encuentran Isa. 45:7; Lam. 3:38; Rom. 9:11-13; Ex. 14:4 y 1 Rey. 24:1). En el marco de este determinismo, Dios no está en el origen del mal en el sentido pasivo de crear las condiciones en las que el mal puede manifestarse espontáneamente, sino que Dios tiene un papel activo disponiendo los medios que hacen posible que el mal ocurra. Dentro de la teología cristiana, hay una corriente de pensamiento desde Pablo, pasando por Agustín hasta Calvino, que acepta este tipo de determinismo. 27 Enciclopedia Católica, s/v «mal». Disponible en línea en: http://ec.aciprensa.com/m/mal.htm (Fecha de consulta 25 agosto 2009). El artículo de la Enciclopedia Católica fundamenta este pasaje con citas de Dionisio Aeropagita y Agustín. Aquí llaman «mal moral» lo que yo he llamado «mal personal», y «mal físico» lo que yo llamo «mal natural». PARTE I EL PROBLEMA DEL MAL L UNO EL ALCANCE DE LA CRUZ A bondad de Dios en la creación comienza y finaliza con la cruz de Cristo. Así lo han creído los cristianos desde siempre. En 1 Corintios, Pablo subraya la centralidad de la cruz: Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado (1 Cor. 2:1-2). ¿Por qué Pablo, en su ministerio entre los corintios, se centró casi exclusivamente en la cruz? ¿Por qué la cruz jugó un papel tan preponderante en la teología cristiana? ¿Por qué ocupa el centro indiscutido de la iconografía cristiana? ¿Por qué George Bernard Shaw, un escéptico respecto de la religión, pensaba que los cristianos debían cambiar de nombre y llamarse «crucianos»?1 En la cruz, el eterno Hijo de Dios asume plenamente la condición humana, carga sobre sí todo el pecado y el sufrimiento humano, y aniquila de una vez y para siempre el poder del mal sobre nuestras vidas. Para llevar a cabo tan grandiosa salvación, Cristo pagó el precio más alto, soportando el desprecio, la humillación, la tortura física y mental, y por último, la muerte. Por amor a la humanidad, entregó su vida por nosotros y así aseguró nuestra redención. Luego, mediante su resurrección, derrotó a la muerte y nos dio vida eterna. Así lo expresa un antiguo y jubiloso himno de Pascua: Cristo ya ha resucitado, Aleluya. De la muerte ha triunfado, Aleluya. […] El que a muerte se entregó, Aleluya. El que así nos redimió, Aleluya. Hoy en gloria celestial, Aleluya. Reina en vida triunfal, Aleluya.2 Ciertamente, no hay mayor sufrimiento ni mayor triunfo del amor que el sacrificio de Cristo en la cruz por nosotros. Este último párrafo forma parte de la ortodoxia tradicional. Seguramente hemos escuchadoestas palabras en incontables sermones. Pero ¿lo creemos de verdad? Y en caso afirmativo, ¿deberíamos creerlo? Pensemos en James Carroll, un ex sacerdote católico, que no ve la cruz como un medio de redención divino sino como una excusa de los cristianos para perseguir a los judíos, por haber sido cómplices de la crucifixión de Cristo.3 Admito que la historia del antisemitismo incluye capítulos de persecución de los judíos por parte de personas que supuestamente representaban al cristianismo. Es sabido que se cometieron toda clase de crímenes horrendos por parte de personas que se decían cristianas. Por consiguiente, lo que verdaderamente importa no es lo que la gente hace en nombre del cristianismo, sino lo que el cristianismo es en esencia. Jesús era judío, igual que los primeros cristianos que difundieron la buena noticia de la obra redentora de Dios en la cruz. Desacreditar la cruz porque se la ha interpretado equivocadamente constituye un nuevo falseamiento. Más preocupante aún resulta un comentario sobre la cruz en el diario personal de Anna Williams, una investigadora en medicina que desarrolló su labor a comienzos del siglo XX. La cruz no la confortaba en absoluto. En su opinión, Jesús sabía que su padecimiento sería pasajero y que, a cambio de ello, lograría salvar el mundo. Leemos en su diario: «[Jesús] sabía qué ocurriría […] ¡Ay, si tuviésemos esa certeza, qué no seríamos capaces de soportar!».4 De sus palabras se desprende que cualquier persona estaría dispuesta a soportar la cruz si el cálculo costo-beneficio resultara favorable, es decir, que el costo fuera mínimo comparado con los enormes beneficios. ¿Cómo le responderíamos a Williams? ¿Tiene importancia mencionar que en Cristo no había pecado y, por lo tanto, a diferencia del resto del mundo, no mereció en absoluto el castigo que recibió (ver Heb. 4:15)? ¿Ayuda saber que la crucifixión era la peor forma de tortura en la antigüedad? ¿Puede decirse, entonces, que Anna Williams tomaba con demasiada liviandad los padecimientos de nuestro Señor? ¿Qué puede saber del sufrimiento una intelectual cómodamente instalada en su torre de marfil? ¿Acaso Cristo, en la cruz, no sufrió más de lo que ella jamás podría imaginar en su mundo pequeñoburgués? En lugar de quejarse porque la cruz no le parecía suficiente, ¿no debió aceptar con gratitud la redención que solo la cruz pudo ofrecerle? Pero estas preguntas son inconducentes. No fue el propósito de Williams comparar sus propios padecimientos con los de Cristo sino levantar interrogantes respecto del alcance de la cruz. Concretamente, se preguntaba si el sufrimiento de Cristo en la cruz podía abarcar plenamente el sufrimiento humano en toda su magnitud. Williams sugiere que el sacrificio «le salió barato». Después de todo, su pasión duró solo unas horas, desde la mañana hasta la caída de la tarde; poco tiempo según la práctica habitual de la época. Por supuesto, se deben contabilizar los azotes, pero no debemos olvidar que la crucifixión, un castigo común en el Imperio Romano, la mayoría de las veces no acababa en cuestión de horas sino de días. El sufrimiento físico de nuestro Señor no fue diferente a los brutales castigos romanos. De modo que para Williams, la cruz de Cristo fue un bajo precio a cambio de obtener la redención del mundo entero. No es mi intención relativizar el sufrimiento físico de nuestro Señor, pero me parece que Williams hace un planteo válido. Pone de manifiesto por qué una película como La pasión de Cristo, de Mel Gibson, no logra transmitir en toda su dimensión lo que Cristo soportó en la cruz para asegurar nuestra redención. Mel Gibson, un maestro de la violencia en el cine (que se remonta a sus comienzos en Mad Max), estaba en lo suyo al representar la crueldad que Jesús sufrió a manos de los romanos. Pero al insistir en la violencia física que rodeó la crucifixión, Gibson perdió de vista una dimensión mucho más profunda del sufrimiento de nuestro Señor, de la cual el sufrimiento físico vivido en la cruz fue solo la expresión más visible. Seamos sinceros; si el tormento físico sufrido en la cruz representara la totalidad del sufrimiento de Cristo, entonces, Anna Williams tendría razón: el sufrimiento de Cristo por la humanidad tendría un alcance limitado. Quizás alcance a algunos occidentales bien alimentados e indolentes, siempre en busca de entretenimiento, cuyos principales problemas son el estrés y el desencanto. Pero, ¿puede alcanzar a toda la humanidad y a los terribles males que la aquejan? Hay numerosas formas de muerte, degradación y tortura mucho peores que las pocas horas de sufrimiento de Cristo a manos de los romanos. Cito tres casos a modo de ejemplo: 1. El síndrome de cautiverio, un cuadro clínico en el que el paciente pierde toda capacidad de respuesta o movimiento, pero permanece plenamente consciente. Imagínese quedar en ese estado, muerto en vida, durante décadas. 2. Ser uno de los sujetos escogidos por Josef Mengele para sus experimentos médicos en el campo de exterminio nazi en Auschwitz. 3. Ser violada y torturada durante meses por uno de los hijos de Saddam Hussein por haber rechazado sus insinuaciones amorosas y, finalmente, acabar en las fauces de sus perros dóberman. Lo invito a preguntarse qué consuelo encontraría en la cruz si, ante tales horrores, pensara que el padecimiento de Jesús desde los primeros azotes hasta la crucifixión solo duró unas pocas horas. ¿Qué consuelo hallaría en sus palabras: «He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mat. 28:20) si, hasta donde usted sabe, el sufrimiento de Jesús fue considerablemente menor que el suyo? Gregorio de Nazianzo, uno de los Padres de la Iglesia, hizo hincapié en que Cristo no puede redimir lo que Él mismo no asume. La formulación teológica tradicional reza: «Lo que no se asume no se redime».5 ¿Cómo puede Cristo vencer el pecado del mundo si su experiencia de las consecuencias de ese pecado es, en el mejor de los casos, parcial –si no bebió hasta el fondo la copa de la ira de Dios contra el pecado? El breve período de tiempo en el que se concentró la pasión de Cristo no es el único problema a tener en cuenta. Al anunciar la pasión, Jesús da toda la impresión de saber exactamente qué iba a suceder y cuándo. Todo parece formar parte de un guión, y cada cosa sucede como previsto en el libreto. El Evangelio de Juan cuenta que Jesús sabía desde el comienzo que Judas lo traicionaría (Juan 6:64). En la cruz, Jesús exclamó que Dios lo había desamparado (Mat. 27:46), sin embargo, el terror ante ese desamparo acabó antes de pasadas seis horas, cuando Jesús dijo «Consumado es» y entregó su espíritu (Juan 19:30). Además, preparando el camino hacia la cruz, Jesús aseguró reiteradas veces a sus discípulos que resucitaría al tercer día (Mar. 9:31), una profecía que cumplió en el tiempo exacto (Mar. 16:2-6). En cambio, la mayoría de nosotros, a la hora de soportar la agonía y el sufrimiento, no podemos darnos el lujo de una escenografía tan bien montada. No sabemos qué sucederá ni en qué momento, ni cuándo acabará, si es que acaba. Con frecuencia no podemos anticipar el fin del sufrimiento y no sabemos cuál será el desenlace. La incertidumbre respecto del curso de los acontecimientos hace aún más difícil sobrellevar el sufrimiento. Sin embargo, nuestro Señor parece haber eludido este aspecto del sufrimiento porque Él conocía el futuro. El estadístico David Bartholomew llega al extremo de preguntarse si «Jesús fue verdaderamente humano» habida cuenta de que no experimentó la incertidumbre ni el riesgo «que es parte de lo que significa ser humano».6 ¿Qué alcance tiene, entonces, la cruz? ¿Es suficiente para abrazar la condición humana? Yo sostengo que lo es, pero para reconocerlo es preciso ir más allá de la agonía física de la cruz. La cruz apunta a una realidad más profunda del sufrimiento divino, que perdemos de vista casi por completo en películas como La pasión de Cristo. ¿Cómo llegar a ver que la cruz abarca todas las consecuencias de la caída, incluido elsufrimiento humano en su totalidad? No creo que nuestras mentes finitas puedan comprender cabalmente el alcance de la cruz, pero sí podemos vislumbrarlo. Algunas escenas bíblicas indican que el sufrimiento en la cruz no se limitó a las pocas horas que duró la pasión de Cristo en la tierra. Después de resucitar, Jesús se apareció a Tomás, el discípulo de la duda, y le pidió que tocara las heridas que había recibido durante la crucifixión. ¿Por qué el cuerpo del resucitado habría de llevar las marcas de la cruz, y por qué el libro de Apocalipsis presenta a Cristo como el cordero inmolado? No hay nada en la Escritura que indique que, en la eternidad, los redimidos por Cristo llevarán las marcas de sus padecimientos aquí en la tierra. Sin embargo, nuestro Señor lleva esas marcas en la eternidad, como lo indica la descripción en Apocalipsis 13:8: «el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo».7 Es evidente, entonces, que el padecimiento de Cristo trasciende la tortura infligida por los romanos. Otro aspecto que debemos considerar al analizar el alcance de la cruz es la voluntad indeclinable de Cristo de aceptarla. En situaciones de angustia y dolor, la mayoría de nosotros intenta encontrar la manera de librarse. Si tuviéramos la posibilidad de presionar un botón que hiciera desaparecer todos nuestros problemas, quizá no dudaríamos en presionarlo. En nuestro caso, ese botón no suele estar disponible, pero cuando Jesús se entregó para ser crucificado, podría haber detenido el proceso en el momento que lo deseara. Eso se ve claramente en las Escrituras, cuando les explica a los discípulos que nadie le quita la vida, sino que Él la entrega por su propia voluntad (Juan 10:17-18). También les dijo que podría, en cualquier momento, convocar a más de doce legiones de ángeles que vendrían a rescatarlo (Mat. 26:53). Un himno que se canta en Viernes Santo dice: «A Aquel que suspendió la tierra sobre las aguas lo vemos ahora colgado de la cruz».8 En verdad, la cruz no sostuvo a Jesús; fue Jesús quien sostuvo la cruz en alto. ¿Qué nos dice de nuestro Señor que Él mismo haya elegido, por nosotros, padecer tan terrible agonía aun teniendo la posibilidad de evitarla? Otra manera de ver cómo el alcance de la cruz excede lo que percibimos a primera vista proviene, quizás inesperadamente, de la doctrina de la omnisciencia divina. Dios conoce todas las cosas, pero si es verdad que conoce todas las cosas, ¿conoce verdaderamente, en su sentido más pleno, la experiencia del dolor humano? Específicamente, ¿sabe qué se siente ante la incertidumbre de no saber cómo o cuándo acabará nuestro sufrimiento? El filósofo y ateo Bertrand Russell estableció una distinción interesante entre dos formas de conocimiento: conocimiento por descripción y conocimiento por familiaridad.9 Conozco por descripción lo que significa escalar el monte Everest; tengo ese conocimiento porque leí o escuché la descripción del ascenso, pero no tengo conocimiento por familiaridad del hecho porque jamás escalé una montaña ni tengo intención de hacerlo. Ahora pensemos en Dios y su conocimiento de la experiencia humana. ¿Conoce la experiencia humana simplemente por descripción o la conoce también por familiaridad? Y si fuera lo segundo, ¿qué tan profunda es su familiaridad? Si Dios solo conociera la experiencia humana por descripción, sería como un monarca inmensamente rico que, sin inmutarse, observa cómo sus famélicos súbditos mueren de hambre. Aun cuando este rey aliviara en parte sus problemas y les asegurara que sus sufrimientos lo afectan profundamente, su papel de consolador se vería irremediablemente comprometido porque Él jamás pasó hambre. Tampoco resultan muy convincentes los misioneros que viven en mansiones mientras el grueso de los pobladores vive en chozas. Como seres humanos, sentimos hondamente la necesidad de ser conocidos, y ser conocidos significa que nos conozcan por familiaridad, no meramente por descripción. El conocimiento por descripción se obtiene de los libros; en cambio, el conocimiento por familiaridad requiere «ensuciarse las manos» para entrar de lleno en lo humano. Eso es exactamente lo que Cristo hizo en la cruz: asumió plenamente la condición humana; Cristo la conoce por familiaridad. En consecuencia, la doctrina de la omnisciencia divina entraña una paradoja: a fin de conocerlo todo, Dios debe conocer por familiaridad la experiencia humana en toda su dimensión y debe conocer, por lo tanto, lo que significa no conocer, puesto que la falta de conocimiento (es decir, la «ignorancia») es una característica básica de la finitud humana. Sabemos que Jesús experimentó esa limitación porque en referencia a su niñez las Escrituras enseñan que Jesús creció no solo física sino también mentalmente (Luc. 2:52). Más adelante, encontramos un Jesús adulto explicándoles a los discípulos que hay cosas que el Padre sabe, pero que Él desconoce (Mar. 13:32). Deseo aclarar que no estoy a favor de la teología abierta ni del teísmo abierto. Ambas perspectivas consideran que el futuro es indefinido y, por lo tanto, no es pasible de ser conocido, ni siquiera por Dios. La teología abierta se opone a la ortodoxia cristiana que, durante siglos, ha enseñado que Dios tiene total conocimiento del futuro.10 Sí, efectivamente se cuestiona esta enseñanza tradicional del cristianismo, y estos cuestionamientos aparecen en un número creciente de publicaciones. Pero una reflexión cuidadosa pone en evidencia la incompatibilidad de la teología abierta con la ortodoxia cristiana. En particular, aceptar la idea de un futuro rigurosamente incierto implica que Dios no puede garantizar el cumplimiento de sus promesas porque la autonomía del mundo siempre podría anular sus acciones. Por supuesto, podríamos encontrar una salida diciendo que Dios puede intervenir cuando la situación está fuera de control, pero eso va en contra de la premisa de la teología abierta de limitar a Dios y así absolverlo del mal. El conocimiento de Dios incluye el conocimiento del futuro. Sin embargo, cuando Dios se hizo hombre en Jesucristo, dejó a un lado la omnisciencia divina. Dios se hizo hombre porque deseaba identificarse plenamente con la condición humana, y esto no hubiera sido posible si Cristo conservaba todas sus prerrogativas divinas. No renunció a todas ellas, sino que conservó la capacidad de sanar a las personas con solo dar una orden, de resucitar muertos, expulsar demonios y calmar tempestades. Sólo renunció al privilegio de ser inmune a nuestras desgracias. Particularmente en la cruz, Cristo se identificó con el sufrimiento humano en pleno y experimentó, incluso, esa misma ignorancia e incertidumbre que agrava nuestro sufrimiento. Pero ¿acaso esto es posible? ¿Cómo pudo Dios en Cristo identificarse tan intensamente con la humanidad hasta conocer el sufrimiento humano en su dimensión más profunda (aun sin haber pecado)? ¿Puede Cristo mirarnos a los ojos a cada uno de nosotros y decirnos, con absoluta sinceridad, que en razón de lo que soportó en la cruz, Él sabe cómo nos sentimos, incluso mejor que nosotros mismos? Como cristianos, deseamos que esto sea verdad y, en lo más íntimo de nuestro corazón, sabemos que lo es. Pero ¿cómo puede ser verdad? He aquí un misterio que nuestra mente finita jamás comprenderá por entero. No obstante, permítanme hacer dos reflexiones que pueden ayudarnos. En primer lugar, debemos ver la cruz como una ventana que se abre a una realidad mucho más profunda del sufrimiento divino. Por ejemplo, las Escrituras enseñan que para Dios un día es como mil años. Pero si un día es como mil años, luego, cada día en esos mil años equivale a mil años. Si hacemos el cálculo, un día para Dios es también 365 millones de años. La conclusión matemática es que para Dios un instante es una eternidad. Entonces, que Jesús permaneciera solo seis horas en la Cruz no impide que Dios cargue sobre Él todo el sufrimiento de la humanidad. Segundo, en la encarnación y, en particular, en la cruz, Jesús se identificó con la humanidad hasta lo más profundo.En Colosenses 3:4, Pablo enseña que Cristo es nuestra vida; en Gálatas 2:20, habla del creyente como alguien que fue crucificado con Cristo, y en Filipenses 3, el apóstol se goza en compartir los sufrimientos de Cristo hasta tal extremo que nuestro sufrimiento se vuelve expresión del sufrimiento de Él. No se trata de un vano intento de Cristo por imaginar nuestro sufrimiento; cuando sufrimos, Él sufre con nosotros. Esto se ve con claridad en Mateo 25, cuando Jesús describe el juicio final como el momento en que se separa a las ovejas de los cabritos. La falta cometida por los cabritos es que no tuvieron misericordia de Cristo cuando lo vieron hambriento, enfermo y encarcelado. Cuando estos preguntan en qué momento se negaron a atender sus necesidades, Jesús responde que lo que no hicieron por otras personas, tampoco lo hicieron por Él (Mat. 25:45). Su falta fue desobedecer el mandamiento de Jesús de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mat. 22:39). Esto no quiere decir que al mirarnos en el espejo, debemos repasar todos los buenos sentimientos que tenemos para con nosotros mismos y, luego, decidirnos a proyectar esos buenos sentimientos hacia los demás (lo cual no serviría de mucho dado que tener buenos sentimientos no siempre es fácil). Jesús se refería a los lazos que, como descendientes de Adán, y ahora del segundo Adán, deberían mantenernos unidos como parte de una misma humanidad. Debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos porque en nuestro prójimo está nuestro propio ser. Con esta afirmación no pretendo proponer la visión panteísta de «todo es uno», al estilo del panteísmo popularizado en la canción «Soy la morsa» de los Beatles. Nuestro ser y el ser de los demás forman una unidad porque nuestra vida y sus vidas son de Cristo (Col. 3:4). Cristo en la cruz sacrificó su vida por la vida del mundo y mediante su entrega dio vida al mundo (Juan 6:51). Al amarnos unos a otros, amamos a Cristo; cuando nos negamos a amarnos unos a otros, nos negamos a amar a Cristo. Cristo se identificó con nosotros al asumir nuestras limitaciones y debilidades, e hizo posible que Dios nos ame y nos llame sus amigos (Juan 15:13-15). En verdad, no hay indicio de que alguna otra religión o sistema de pensamiento pueda explicar el amor de Dios por la humanidad. Aristóteles, por ejemplo, consideraba que la amistad solo era posible entre iguales. Por consiguiente, su Dios, «un ser que mueve sin ser movido», estaba tan lejos y tan por encima de la humanidad que era imposible que fuera nuestro amigo: «Si la brecha es grande, como lo es entre el hombre y Dios, no puede haber amistad».11 Indudablemente, el Dios de Aristóteles solo pensaba en sí mismo, dado que pensar en cualquier otra cosa implicaba degradarse, y por ende, era indigno de Dios.12 Pero en la encarnación, y luego en la cruz, Dios en Cristo ciertamente se degradó. La palabra degradación proviene del latín y significa «privación del grado o privación de la dignidad». Dios aceptó perder su dignidad para salvarnos. El mayor acto de amor de Dios es, por lo tanto, su mayor acto de humildad. El Dios excelso que colma los cielos y a quien los cielos no pueden contener no solo bajó a nuestro nivel sino que llegó hasta lo más bajo que alguien puede llegar. En 2 Corintios 5:21, Pablo nos enseña que Dios «al que no conoció pecado [a Cristo], por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él». Este mismo planteo aparece en el pasaje sobre el siervo sufriente, en Isaías 53. La ética de Aristóteles, por lo tanto, es esencialmente incompleta. Entre el vasto número de virtudes que componen su ética, no hay lugar alguno para la humildad. Sin embargo, la humildad es la única virtud que resume el amor de Dios hacia la humanidad, amor que alcanzó su máxima expresión en la cruz. Solo en virtud de la humildad pudo Cristo, y pueden aquellos que comparten su vida, vencer el pecado del orgullo que llevó a la caída. Como bien lo señaló Martín Lutero, sin humildad, todas las demás virtudes no son otra cosa que ocasión para caer en el orgullo (como si dijéramos: «Vean qué bien me comporto»).13 Mediante la cruz, un Dios infinito establece una relación de amor y amistad con las criaturas finitas. En matemáticas hay dos maneras de tender al infinito: una es crecer sin límite; la otra, crear una fracción cuyo denominador tienda a cero. La cruz es un camino de humildad en el que un Dios infinito se hace finito y luego se contrae hasta cero, solo para resucitar y de ese modo unir una humanidad finita dentro de una recién inaugurada infinitud. Por eso las Escrituras enseñan que el poder de Dios se perfecciona en la debilidad (2 Cor. 12:9). En contraste con el Dios de Aristóteles, el Dios de los cristianos no piensa exclusivamente en sí mismo. Antes bien, «los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él» (2 Crón. 16:9). Lejos de considerar la finitud humana como un impedimento, Dios se recrea en ella y descubre allí una potencialidad creativa imposible de hallar en un infinito inmutable. En la cruz confluyen la infinitud divina y la finitud humana. De allí que, según Timothy Keller, «la muerte de Jesús fue cualitativamente diferente de cualquier otra muerte».14 Los relatos de los Evangelios se encargan de remarcar esta diferencia, y todos ellos «muestran que Jesús no enfrentó las horas previas a su muerte con el aplomo y el estoicismo que la mayoría esperaba de un héroe espiritual. Los recordados mártires macabeos, que padecieron bajo el gobierno sirio de Antíoco Epifanes, eran paradigmas de coraje espiritual frente a la persecución. Se habían hecho célebres por hablar de Dios con valentía y convicción mientras les cercenaban miembros».15 En cambio, Jesús, en el huerto de Getsemaní, ante la inminencia de su muerte se muestra profundamente turbado (Mar. 14:33-36 y Luc. 22:42-44). ¿Por qué? No fue a causa del sufrimiento físico. Keller lo explica de este modo: El sufrimiento físico fue insignificante comparado con la experiencia espiritual del abandono cósmico. El cristianismo es la única religión en el mundo que afirma que Dios en Jesucristo se hizo humano, plenamente y de manera única, y conoce, por experiencia propia, la angustia, el rechazo, la soledad, la pobreza, la pérdida de un ser querido, la cárcel y la tortura. En la cruz, Dios padeció un sufrimiento mucho mayor que la peor expresión del sufrimiento humano, y el dolor y el desamparo cósmico que experimentó exceden infinitamente el nuestro, así como su conocimiento y poder exceden nuestro conocimiento y poder.16 Pero ¿fue la cruz realmente necesaria? Si Dios y la humanidad se habían distanciado, ¿por qué debía ser el sufrimiento –el sufrimiento de Cristo en la cruz– la pieza clave de la reconciliación? En un mundo caído, el sufrimiento es el único patrón de medida del valor del amor. En realidad, la única manera de saber cuánto ama una persona a otra es averiguar cuánto está dispuesta a soportar por ella. Sin el costo que implica el sufrimiento, se rebaja el amor entre criaturas de naturaleza caída y se torna autocomplaciente. El sufrimiento elimina toda sospecha de que el bien que hacemos por los demás tiene motivos ocultos, establece condiciones o es una relación por conveniencia. Al aceptar la cruz y allí cargar sobre sí el pecado del mundo, Cristo mostró el amor de Dios en toda su plenitud. Además, solo en virtud de esta cabal demostración del amor de Dios, podemos nosotros amar a Dios de todo corazón. La magnitud de nuestro amor por Dios depende de la magnitud del amor que Él mostró por nosotros, y esto depende de la magnitud del mal que Dios debió asumir, padecer y vencer por nosotros. Pero no olvidemos que nuestra capacidad de amar a Dios también depende de que reconozcamos la magnitud de nuestra falta contra Dios y estemos dispuestos a recibir, con gratitud, el perdón que el sufrimiento de Dios en la cruz de Cristo hizo posible. El principio rector lo encontramos en Lucas 7:47: quienes
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