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DIETRICH BONHOEFFER 
 
VENGA TU REINO 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 1 
DIETRICH BONHOEFFER 
 
 
 
 VENGA TU REINO* 
 
La oración de la comunidad 
por el reino de Dios en la tierra 
 
 
 
[1a] 
 Somos «trasmundanos» o somos «secularistas»; pero eso quiere 
decir, que ya no creemos en el reino de Dios. Somos enemigos de la 
tierra porque quisiéramos ser mejores que ella, o somos enemigos de 
Dios porque nos roba la tierra, nuestra madre. Huimos ante el poder de 
la tierra o nos aferramos rígida e inmóvilmente a ella. 
 
[1b] 
 Sin embargo, no somos de esos caminantes que aman la tierra que 
los sustenta, pero la que en el fondo justamente aman sólo porque sobre 
ella van al encuentro de aquella tierra remota que aman por encima de 
todo. De lo contrario, no caminarían. En el reino de Dios sólo puede 
creer quien camina amando simultáneamente a la tierra y a Dios. 
 
* «Venga tu reino» («Dein Reich komme») fue una conferencia pública 
pronunciada por el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) en Berlín, en 
la Fundación Hoffbauer en Potsdam-Hermannswerder, el 19 de noviembre de 
1932. 
El presente texto es una traducción personal del original alemán, en la que se ha 
tomado como referencia la traducción existente en el libro «Dietrich Bonhoeffer / 
Creer y vivir», titulada «Venga a nosotros tu reino», de Ediciones Sígueme, 
Salamanca. También se ha hecho una estructuración del texto con el fin de ayudar 
a orientarse en éste (inserción de códigos entre paréntesis cuadrados). La ocasional 
utilización del formato de letras itálicas es parte del original, no así las negrillas. 
 
© WILFRED FABER, 1992 / Versión: 2.1 (Abr. 2009) / www.venga-tu-reino.blogspot.com 
 
[1c] 
 Somos «trasmundanos» desde descubrimos el ardid de ser 
religiosos, e incluso «cristianos», a costa de la tierra. En el 
«trasmundanismo» se vive espléndidamente. En cuanto la vida 
comienza a volverse penosa y pesada, uno da un salto audaz hacia el 
aire, lanzándose aliviado y despreocupado a las así llamadas «eternas 
praderas». Se salta el presente, se desprecia la tierra, y se es mejor que 
ella, porque al margen de las derrotas temporales se posee victorias 
eternas muy fáciles de alcanzar. 
 Con el «trasmundanismo» resulta también fácil consolar y 
predicar. Una iglesia «trasmundana» puede estar segura que acogerá, 
en un abrir y cerrar de ojos, a todos los débiles, a los engañados y 
defraudados, a los ilusos, a los hijos desleales de la tierra. ¿Quién no 
sería tan humano que allí donde comienza la explosión no se apresurase 
a subir al carro que desciende de los aires y promete llegar a un más 
allá mejor? ¿Qué iglesia sería tan poco misericordiosa, tan inhumana, 
que no saliese compasivamente al encuentro de esta debilidad de los 
hombres dolientes, llevando así su botín de almas al reino de los cielos? 
 El hombre es débil. No soporta la cercanía de la tierra que le 
sostiene. No la soporta porque ella es más fuerte, y porque él quiere ser 
mejor que la tierra malvada. Se deshace de ella, se sustrae a su 
gravedad. ¿Quién lo tomaría a mal, a no ser la envidia de los 
desposeídos? 
 Al fin y al cabo, el hombre es débil; y este débil hombre resulta 
asequible a la religión del «trasmundanismo». ¿Se la habrá que 
renegar? ¿Ha de quedar sin socorro el débil? ¿Es éste el espíritu de 
Jesucristo? No, el hombre débil, debe recibir socorro, lo recibe de 
Cristo. Pero Cristo no quiere esta debilidad, sino que desea vigorizar al 
hombre. No lo conduce a «trasmundos», sino que lo devuelve a la tierra 
como fiel hijo suyo. 
 ¡No seáis «trasmundanos», sino que sed fuertes! 
 
[1d] 
 La otra posibilidad es que seamos hijos del mundo. Quien no se 
haya sentido afectado en lo más mínimo por lo que hasta ahora 
llevamos dicho, piense si le atañe lo que sigue. 
 Hemos sucumbido a la secularización piadosa, cristiana. No 
aludimos al ateísmo ni a la cultura bolchevique, sino a la cristiana 
 2 
deposición de Dios como señor de la tierra. 
 Aquí se hace patente que estamos encadenados a la tierra. 
Tenemos que enfrentarnos con ella. No hay escapatoria. Un poder se 
opone a otro. El mundo se opone a la iglesia, y el mundanismo a la 
religión. ¿Qué otra posibilidad nos queda sino forzar a la religión y a la 
iglesia a este enfrentamiento, a esta pugna? 
 Para ello ha de fortificarse la fe como hábito religioso y moral, y la 
iglesia como órgano activo para la reconstrucción ético-religiosa. Así, 
pues, la fe debe armarse, porque los poderes de la tierra la incitan a ello. 
Nosotros que hemos de defender la causa de Dios, hemos de 
construirnos una sólida fortaleza en la que podamos vivir seguros con 
él. Así construimos el reino. 
 Con este secularismo optimista también se vive espléndidamente. 
El hombre ―incluso el hombre religioso― siente deseos de pelear y de 
poner en juego sus fuerzas. ¿Quién tomaría a mal este don de la 
naturaleza, a no ser la envidia de los desposeídos? 
 Además, con este piadoso secularismo, también se puede hablar y 
predicar acertadamente. La iglesia ―si tan sólo actúa un poco más 
tajante― puede estar cierta de que tendrá a su lado en esta guerra santa, 
a todos los valientes, decididos y sensatos, a todos los hijos demasiado 
fieles de la tierra. ¿A qué hombre bueno no le gustaría defender la causa 
de Dios en este mundo perverso? ¿Quién no haría como los antiguos 
egipcios que, según dicen, ponían frente al enemigo las máscaras de sus 
dioses... para ampararse detrás? Sólo que en este caso no sería 
únicamente frente al enemigo, frente al mundo, sino también frente a 
ese mismo Dios, que rompe su máscara contra la tierra, que no quiere 
que el hombre lo imponga en ella por pura fuerza y obstinación ―igual 
que el fuerte se impone al desvalido―, sino que gusta de llevar 
personalmente su causa y de encargarse o no del hombre, con libertad y 
gratuidad; que quiere ser él mismo el señor de la tierra, y que desprecia 
como mal servicio este piadoso celo por su causa. 
 Nuestro secularismo cristiano consiste precisamente en que, con 
nuestra disposición a labrar los derechos de Dios en el mundo, tan sólo 
huyamos de él; en que amamos a la tierra por sí misma, y a causa de 
esta lucha. Pero tampoco así escapamos de Dios, porque él vuelve a 
tomar al hombre bajo su dominio. 
 ¡Haceos débiles en el mundo, y dejad que Dios sea el Señor! 
 
[1e] 
 Y es que tanto el «trasmundanismo» como el «secularismo» no 
son sino dos caras de una misma cuestión: la falta de fe en el reino de 
Dios. No cree el que huye del mundo, buscándolo allí donde no está su 
trabajo, ni cree el que piensa que debe erigirlo como un reino del 
mundo. 
 Quien huye del mundo no encuentra a Dios. Sólo encuentra otro 
mundo, el suyo, mejor, más bello y más apacible, un «trasmundo», pero 
nunca el mundo de Dios que irrumpe en éste. El que huye de la tierra 
para encontrar a Dios, sólo se encuentra a sí mismo. 
El que huye de Dios para encontrar la tierra, encuentra la tierra, 
pero no como tierra de Dios, sino como el divertido escenario de una 
guerra entre buenos y malos, entre piadosos y blasfemos, que él mismo 
ha creado. En una palabra, se encuentra a sí mismo. 
[1f] 
 El que ama a Dios, lo ama como señor de la tierra, tal y como ella 
es; el que ama la tierra, la ama como tierra de Dios. El que ama el reino 
de Dios, lo ama totalmente como reino de Dios, pero también como 
reino de Dios en la tierra. Y la razón es que el rey del reino es el 
creador y conservador de la tierra, es quien la ha bendecido y quien nos 
ha tomado de ella. 
[2a] 
 Pero esa tierra bendita ha sido maldecida por Dios. Vivimos sobre 
un terreno maldito que sólo da espinas y cardos. Sin embargo, en esta 
tierra maldita ha entrado Cristo, de ella ha sido tomada la carne que él 
asumió, y sobre ella ha sido plantado el madero de la maldición. Y es 
este «sin embargo» el que funda el reino de Cristo como reino de Dios 
en la tierra maldita. Por eso el reino de Cristo es un reino descendidode 
lo alto a la tierra maldita. Y está ahí, pero como el tesoro escondido en 
el campo maldito. Pasamos por encima de él y no lo sabemos, y sin 
embargo este no verlo será causa de nuestro juicio. Tú sólo has visto el 
campo, sus espinas y cardos, y también su simiente y su grano, pero no 
has encontrado el tesoro oculto en el campo maldito. 
 Sí, ésta es la verdadera maldición que gravita sobre la tierra: no 
que produzca cardos y espinas, sino que encubra el rostro de Dios, y 
que ni los surcos más profundos de la tierra nos revelen al Dios oculto. 
 3 
 
[2b] 
 Cuando oramos por la venida del reino sólo podemos hacerlo 
como los que se hallan por completo en la tierra. No puede orar por el 
reino quien se arranca de la miseria propia y ajena, ni quien, en el 
aislamiento y soledad de las horas piadosas, vive para lo «sólo-santo». 
Puede haber horas en que la iglesia soporte también esto; nosotros no 
podemos. 
 Las circunstancias en que hoy ora la iglesia por la venida del reino, 
la fuerzan a meterse por completo, venga lo que viniere, dentro de la 
sociedad de los hijos de la tierra y del mundo, la conjuran a permanecer 
leal a la tierra, a la miseria, al hambre, a la muerte; la tornan plenamente 
solidaria con el mal y con la culpa del hermano. 
 Las circunstancias en que hoy oramos por el reino de Dios nos 
impelen a la más honda solidaridad con el mundo, estando con dientes 
encajados y puño apretado; nos impelen no a un «sólo-santo» 
murmurado en la soledad, sino a un grito comunitario: «pase este 
mundo que nos ha encadenado en la necesidad, y venga a nosotros tu 
reino». Es el eterno derecho de Prometeo, que a diferencia del que huye 
cobarde a «trasmundos», se le permite acercarse al reino de Dios, 
porque ama la tierra, la «tierra que es madre de todos» (Si 40, 1). 
[2c] 
Tampoco puede orar por el reino quien se lo imagina por sí mismo 
en audaces utopías, sueños y esperanzas, quien vive su propia 
concepción del mundo y sabe mil recetas y programas para curarlo. 
Decidámonos a ponernos de una vez y sin tapujos ante nosotros mismos 
en cuanto nos sorprendamos en tales pensamientos, y no tardará en 
manifestársenos algo sorprendente. Ninguno de nosotros sabe en el 
fondo lo que quiere. Hagámonos estas sencillas preguntas: ¿cómo te 
imaginas en realidad el reino de Dios en la tierra? ¿cómo preferirías en 
realidad a los hombres? ¿han de ser más morales, más piadosos, más 
uniformes, menos apasionados? ¿deben no volver a estar enfermos, ni 
hambrientos, ni sometidos a la muerte? ¿no han de haber listos y tontos, 
fuertes y débiles, pobres y ricos? 
 Es realmente asombroso, que en cuanto planteamos esta cuestión 
con sinceridad y queremos darle nuestra respuesta, ya no sabemos qué 
hacer ni por donde tirar. Es cierto que queremos algo, pero a su vez no 
tenemos buenas razones para quererlo. A poco que pongamos honradez 
y seriedad en la reflexión, ya no habrá modo de construirse una sola 
utopía sobre el reino de Dios en la tierra. 
 Y es que, sencillamente, nos ha sido negada la posibilidad de un 
pensar universal, de una visión unificada. Todos nuestros anhelos de 
hacer del campo maldito un campo bendito, de recuperarlo, fracasan 
debido a que es Dios mismo el que lo ha maldecido, y sólo él puede 
retirar su palabra y volver a bendecirlo. 
[2d] 
 Tenemos que despertar de la obnubilación que nos causó el 
veneno del campo maldito. La tierra quiere nuestra seriedad, no nos 
permite escapar a un «trasmundo» de piadosa bienaventuranza, ni a la 
inmanencia de una utopía secular, sino que nos muestra al desnudo su 
finitud esclavizada. Su servidumbre es la nuestra, y con ella estamos 
sometidos. 
 
[2e] 
 La muerte, la soledad y la sed... he aquí las tres fuerzas que 
atenazan la tierra; más aún, éste es el poder único, contrario, malvado, 
que no renuncia a los derechos alcanzados sobre la criatura caída; más 
aún, éste es el poder de la maldición surgida de la boca del creador. Y 
por eso, con nuestras utopías, no podemos sustraernos a nuestra muerte, 
a nuestra soledad, a nuestra sed: todo ello pertenece a la tierra maldita. 
Pero es que tampoco tenemos que sustraernos a ello; al contrario, el 
reino viene a nosotros en nuestra muerte, en nuestra soledad, en nuestra 
sed; viene a nosotros allí donde la iglesia se une en solidaridad con el 
mundo y sólo espera el reino de Dios. 
[2f] 
 «Venga tu reino». Ésta no es la oración de la fugitiva y solitaria 
alma piadosa, ni la del utópico y delirante, la del obstinado corrector 
del mundo; es la oración de la comunidad de los hijos de la tierra, los 
que no se segregan ni pueden aportar proyectos especiales para la 
mejora del mundo, los que tampoco se consideran mejores que el 
mundo, pero los que unidos perseveran estando en el centro, en la 
profundidad de la tierra, en forma cotidiana y humilde; porque 
justamente en esta existencia son maravillosamente fieles, y clavan su 
mirada fijamente en ese extraño lugar de la tierra, en el que esperan 
asombrados la ruptura de la maldición, la más honda afirmación de 
Dios al mundo; en el que, en medio del agonizante, desgarrado y 
 4 
sediento mundo, comienza a revelarse algo a aquel que tiene fe: la 
resurrección de Jesucristo. 
 Aquí ha ocurrido el milagro. Aquí se ha roto la sentencia de 
muerte: el reino de Dios acude a nosotros en la tierra, en nuestro 
mundo; aquí está la afirmación de Dios al mundo, la bendición de Dios 
que levanta la maldición. En este acontecimiento es donde únicamente 
prende la oración por el reino; en este acontecimiento es donde la vieja 
tierra dice sí, y Dios es invocado como señor de la tierra; en este 
acontecimiento se levanta la maldición sobre la tierra maldita y aparece 
la nueva tierra. El reino de Dios es el reino de la resurrección en la 
tierra. 
 
[2g] 
 Pero con nuestra ambigua incredulidad nos alzamos contra este 
reino. Ponemos fronteras a Dios diciendo con fingida humildad que 
Dios no puede venir a nosotros, que es demasiado grande, que su reino 
no es para este mundo, que Dios y su reino son una perpetua 
trascendencia. ¿Que humildad se creería capaz de determinar el límite 
de su hacer, a un Dios que muere y resucita? 
 Esta humildad no es sino el orgullo mal encubierto de quien 
pretende saber por sí mismo qué es el reino de Dios, y que, en su celo 
mal disimulado, quiere hacer por sí mismo el milagro y ser él quien 
construya el reino de Dios, viendo su venida en la vigorización de la 
iglesia, en la cristianización de la cultura, la política y la educación, en 
el resurgir de la moral cristiana. Pero con ello tan sólo recae en la 
maldición de la tierra, en la que el reino de Dios se halla oculto como 
un tesoro. ¿Quién erraría tanto que no acertase a ver que sólo Dios 
puede provocar esta irrupción, este milagro, este reino de la 
resurrección? 
 
[2h] 
 Lo que funda nuestra oración por la venida del reino no es lo que 
Dios puede y lo que nosotros podemos, sino lo que Dios hace y quiere 
seguir haciendo en nosotros. Es reino de Dios para la tierra, sobre la 
tierra bajo la maldición, es rompimiento de la ley de la muerte, de la 
soledad y de la sed en el mundo; y es totalmente reino de Dios, su 
hacer, su palabra, su resurrección. Éste es el auténtico milagro, el 
milagro de Dios de destruir la muerte y hacer surgir la vida, el milagro 
que sustenta nuestra fe y nuestra oración por el reino. 
 
[2i] 
 ¿Por qué hemos de avergonzarnos de tener un Dios que obra 
milagros, que crea vida y vence a la muerte? Un dios incapaz de 
milagros somos nosotros mismos. Y si Dios es realmente Dios... 
entonces es él mismo, su reino milagroso, el propio milagro. ¿Por qué 
somos tan miedosos, tan precavidos y tan cobardes? Será Dios mismo 
quien nos llene de vergüenza cuando algún día nos muestre cosas mil 
veces más maravillosas que todo lo anterior. Tendremos que 
avergonzarnos ante él, ante el Dios maravilloso. Y así dirigimos nuestra 
mirada a su obrar milagroso, y decimos: «Venga a nosotros tu reino». 
 
[2j] 
La oración por elreino no es la mendicidad de una alma miedosa 
que pide por su bienaventuranza, ni es un adorno cristiano para los 
correctores del mundo. Es la oración de la comunidad sufriente y 
militante en el mundo, oración por el linaje humano y por la realización 
de la gloria de Dios en él. Hoy ya no nos planteamos el «yo y Dios», 
sino el «nosotros y Dios». Nuestra oración de hoy no consiste en pedir 
que Dios penetre en mi alma, sino en suplicar que surja entre nosotros 
su reino. 
[2k] 
¿Cómo viene a nosotros el reino de Dios? Simplemente viniendo 
él mismo, con la ruptura de la sentencia de muerte, con la resurrección, 
con el milagro y, simultáneamente, con la afirmación de la tierra, con la 
irrupción en su estructura, en sus comunidades, en su historia. Ambas 
cosas se corresponden, pues sólo en la afirmación total de la tierra 
puede ésta ser seriamente desgarrada y aniquilada; y sólo en el hecho 
de que la maldición de la tierra haya sido quebrada, permite una 
aceptación seria de ésta. 
 En otras palabras: Dios dirige a la tierra de modo que pueda 
romper la ley de la muerte que pesa sobre ella. Así Dios es, al mismo 
tiempo, el que acepta la tierra y el que rompe su maldición. La tierra 
con la que Dios solidariza es la tierra que él mantiene; la caída, perdida, 
maldita tierra. Frente a ella él se reconoce como autor frente a su obra. 
 Pero donde está Dios allí está su reino. Dios acude siempre con su 
reino. Su reino ha de recorrer el mismo camino que él mismo. Adviene 
con él a la tierra, y entre nosotros no está sino bajo su doble aspecto: 
como el reino de la resurrección, del milagro que rompe, niega, supera 
 5 
y aniquila todos los reinos de la tierra, todo reino creado por el hombre 
y sometido a la maldición de la muerte y, simultáneamente, como el 
reino del orden, que afirma y mantiene la tierra con sus leyes, sus 
comunidades y su historia. 
[3a] 
Milagro y orden: he aquí los dos aspectos en los que se configura 
el reino de Dios en la tierra, en los que se manifiesta escindido. El 
milagro como superación de todo orden, y el orden como supuesto para 
el milagro. Pero también el milagro late oculto en el mundo de los 
órdenes, y el orden sólo se manifiesta en su total limitación a través del 
milagro. El aspecto bajo el cual el reino de Dios se manifiesta como 
milagro lo llamamos iglesia; y el aspecto bajo el cual el reino de Dios 
se manifiesta como orden lo llamamos estado. 
 El reino de Dios en nuestro mundo no es otra cosa que la dualidad 
de iglesia y estado. Ambos se hallan necesariamente en relación. 
Ninguno de los dos existe sólo para sí. Cualquier intento por parte de 
uno de apoderarse del otro desprecia esta relación del reino de Dios en 
la tierra. Toda oración por la venida del reino que no se refiere a iglesia 
y estado, es o «trasmundanismo» o «secularismo», y en todo caso, 
supone una incredulidad en el reino. 
 
[3b] 
 El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en que ésta 
da testimonio del milagro de Dios. El testimonio de la resurrección de 
Cristo de entre los muertos, del fin de la ley de la muerte establecida 
bajo maldición en este mundo, del poder de Dios en la nueva creación: 
he aquí el ministerio de la iglesia. 
 El reino de Dios se configura en el estado en la medida en que éste 
reconoce y preserva el orden del mantenimiento de la vida, en la 
medida en que se sabe responsable de guardar este mundo de su 
desgarramiento, y de convertir su autoridad en garantía contra la 
aniquilación de la vida. Su ministerio no consiste en la creación de 
nueva vida, sino en el mantenimiento de la que ya existe. 
 Así, pues, el poder de la muerte se deshace en la iglesia por obra 
del pleno testimonio del milagro de la resurrección, y se conserva en el 
estado a través del orden de la conservación de la vida. El estado, con 
toda su autoridad, con la que se sabe responsable del orden de la vida, 
apunta al testimonio de la iglesia sobre la superación de la ley de 
muerte en el mundo de la resurrección. Y la iglesia, con su testimonio 
de la resurrección, remite al obrar conservador y ordenador del estado 
en el mundo maldito que ha recibido. Así es como ambos atestiguan al 
reino de Dios, que es totalmente reino de Dios y totalmente reino para 
nosotros. 
 
[3c] 
 El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en que 
supera la soledad del hombre con el milagro de la confesión y del 
perdón. Porque en la iglesia, en la comunidad de los santos creada por 
la resurrección, uno puede y debe llevar la culpa del otro, y esa es la 
razón de que se haya roto la última cadena de la soledad, el odio, y se 
haya vuelto a fundar y restaurar la comunidad. Es el inexplicable 
milagro de la confesión, el que hace ilusoria toda comunidad anterior, 
suprimiéndola, aniquilándola, rompiéndola y creando, pues aquí, la 
nueva comunidad del mundo de la resurrección. 
 El reino de Dios se configura en el estado, en la medida en que 
conserva el orden de las comunidades existentes dentro de la autoridad 
y la responsabilidad. Ante el hecho de que la humanidad se desmorone, 
por voluntad de individuos obstinados en su deseo de desintegración, el 
estado se declara dispuesto a mantener, en el mundo de la maldición, 
los ordenamientos propios de sus comunidades, matrimonio, familia, 
pueblo. No crea nuevas comunidades, sino que conserva las 
precedentes: éste es su ministerio. 
 El poder de la soledad ha sido aniquilado dentro de la iglesia en el 
acontecimiento de la confesión; en el estado se mantiene por la 
conservación del orden comunitario. Y de nuevo vemos cómo el 
estado, con su limitado obrar, apunta al último milagro de Dios, a la 
resurrección; y cómo la iglesia, con su pleno testimonio de superación 
del mundo, apunta al mandamiento del orden en el mundo de la 
maldición. 
[3d] 
El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en que el 
poder de la sed es transformado por el testimonio del milagro de Dios. 
La sed del hombre que se halla exclusivamente orientado a sí mismo, 
es sentenciada, aniquilada y destruida en la proclamación de la cruz y 
de la resurrección de Cristo. Nuestra sed es orientada hacia el cuerpo 
crucificado de Cristo. Pero es simultáneamente transfigurada y 
 6 
recreada, en el mundo de la resurrección como sed humana del prójimo, 
de Dios y del hermano; como sed de amor, de paz, alegría y 
bienaventuranza. 
 El reino de Dios se configura en el estado en la medida en que la 
sed del hombre es controlada, mantenida en el orden, con autoridad y 
responsabilidad; en la medida en que uno es protegido y resguardado de 
la sed del otro. Pero no es que se aniquile la sed, sino que es refrenada 
para que se conserve y fructifique al servicio de la comunidad del 
mundo caído. También aquí hay amor, pero sin duda sumido en la 
posibilidad del odio; también aquí hay alegría, pero jamás sin la 
amargura de su transitoriedad; también aquí hay felicidad, pero siempre 
al borde de la desesperación. 
 El poder de la sed es superado y transfigurado en la iglesia, es 
ordenado y controlado en el estado; y también aquí el limitado obrar 
del estado apunta al testimonio pleno de la iglesia, igual que ésta apunta 
al orden del estado que ejerce su ministerio en este mundo de la 
maldición. 
 
[3e] 
 La iglesia limita al estado, quien, a su vez limita a la iglesia. 
Ambos deben permanecer conscientes de esta recíproca limitación, y 
deben sobrellevar esta tensa coexistencia, que nunca debe convertirse 
en interferencia. Sólo así se referirán ambos conjuntamente ―nunca 
cada uno por su cuenta― al reino de Dios, que tan maravillosamente se 
atestigua en esta doble manifestación. 
 
[4a] 
 Todo lo expuesto no es una mera elucubración teórica, sino que 
adquiere gravedad en el momento en que entre iglesia y estado, 
hablamos del pueblo. Porque el pueblo está llamado al reino de Dios es 
por lo que se halla encuadrado en el estado y en la iglesia. Y así es 
como el pueblo, nosotros mismos, nos convertimos en el escenariodonde se realiza el encuentro; somos llamados a tomar en serio las 
fronteras aquí, y a contemplar personalmente el alma viviente del reino 
de Dios allí donde realmente se chocan las fronteras y flamea el fuego. 
 Cuando oramos ¡Venga tu reino! rogamos por la iglesia, para que 
dé testimonio del milagro de la resurrección de Dios, y por el estado, 
para que proteja con su autoridad los ordenamientos del mundo maldito 
que ha recibido. Que la iglesia sólo ejerza su ministerio en el milagro y 
el estado sólo en el orden; que entre la iglesia y el estado, el pueblo de 
Dios, la cristiandad, viva obediente: he aquí la oración por el reino de 
Cristo. 
 
[4b] 
 El reino de Cristo es el reino de Dios, pero en su configuración 
prevista para nosotros; no como poderoso imperio visible, como 
«nuevo» reino del mundo, sino como reino del otro mundo, irrumpido 
en la escisión, en la contradicción de este mundo; y, simultáneamente; 
como evangelio impotente e indefenso de la resurrección, del milagro; 
y como estado que posee autoridad y poder para preservar el orden. 
Sólo en la recta relación y delimitación de ambos se hace realidad el 
reino de Cristo. 
 Esto puede parecer demasiado escueto y austero, pero así debe ser, 
pues sólo así se nos llamará a la obediencia a Dios en la iglesia y en el 
estado. El reino de Dios no está en otro mundo diferente, sino en medio 
de nosotros, y por eso pide nuestra obediencia a su contradictoria 
manifestación; y a través de nuestra obediencia, quiere que 
resplandezca el milagro, el relámpago de aquel nuevo mundo perfecto 
y bendito de la última promesa. 
 Dios quiere ser honrado por nosotros en la tierra, quiere ser 
honrado en el hermano, no en otra parte. Él hace descender su reino 
sobre el campo maldito. Abramos los ojos, seamos sensatos, 
obedezcámosle aquí. «¡Venid benditos de mi padre, entrad en posesión 
del reino!». Esto sólo lo dirá el Señor a quienes haya dicho: «Tuve 
hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber. En 
cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo 
hicisteis.» (Mt 25, 34-40). 
 
[4c] 
 Y porque el reino de Dios ha de ser eterno, Dios creará un cielo 
nuevo y una tierra nueva. Pero de verdad una nueva tierra. Entonces 
existirá el reino de Dios en la tierra, en la nueva tierra de la promesa, en 
la vieja tierra de la creación. Ésta es la promesa: un día veremos el 
mundo de la resurrección, que concebimos aquí en la palabra de la 
iglesia, y al que apunta el estado. 
 No quedaremos en la escisión, sino que Dios será todo en todo; 
Cristo pondrá a sus pies su reino, y así se consumará el reino de la 
perfección, el reino en que ya no habrá lágrimas, ni dolor, ni gritos, ni 
 7 
muerte; el reino de la vida, de la comunidad, de la transfiguración. Y ya 
no habrá iglesia ni estado, sino que ambos devolverán su ministerio a 
quien se lo confió, y sólo él será el Señor, como creador, crucificado y 
resucitado, como espíritu que penetra y gobierna su comunidad sagrada. 
 «Venga tu reino»: tal es nuestra oración por ese reino último, 
nacida de la certidumbre de que su reino ha irrumpido ya entre 
nosotros. Vendrá también sin nuestra oración, dice Lutero, pero en ella 
nosotros pedimos que venga también a nosotros, que no seamos 
encontrados fuera de él. 
 
[4d] 
 El antiguo testamento cuenta la extraña historia de Jacob, que, 
fugitivo de la patria, de la tierra prometida de Dios, caído bajo el odio 
de su hermano, vive largos años en el extranjero. Pero no aguanta más, 
desea retornar a la tierra prometida, a la tierra de la promesa; desea 
volver junto a su hermano. Está ya de viaje, es la última noche antes de 
que vuelva a entrar en la tierra de la promesa. Sólo un pequeño río le 
separa de ella. Cuando quiere cruzarlo, es detenido; alguien lucha con 
él, él no lo conoce; es de noche. Jacob no debe volver a la patria, debe 
ser derrotado a las puertas de la tierra prometida, debe morir. Pero 
crecen en Jacob fuerzas inauditas, hace frente al adversario, lo domina y 
no lo suelta hasta que le oye decir: «Déjame marchar pues raya el alba». 
Entonces Jacob reúne sus últimas fuerzas y no lo suelta: «No te dejaré 
partir sino cuando me hayas bendecido». Es como si le hubiese 
sobrevenido el fin: tan fuerte lo remueve su adversario. Pero en ese 
momento recibe la bendición, y el desconocido ya no está. Entonces le 
salió el sol a Jacob, y él, cojeando, entró en la tierra prometida. El 
camino estaba libre, había sido destruida la oscura puerta de acceso a la 
tierra de la promesa. De la maldición había surgido la bendición; había 
salido el sol (Gn 32). 
 Que todo nuestro camino lleva a la tierra de la promesa a través de 
la noche, que también nosotros sólo lo recorremos con cicatrices ―tal 
vez de extraño aspecto― de la lucha con Dios, de la lucha por su reino 
y su gracia; que como guerreros heridos entramos en la tierra de Dios y 
del hermano..., esto es lo que tenemos los cristianos en común con 
Jacob; y que sepamos que el sol también nos ha sido asignado a 
nosotros, lo que nos permite soportar con paciencia y confianza el 
tiempo señalado a nuestra peregrinación y espera. Pero hay algo que 
sabemos más allá de la perspectiva de Jacob: que no somos nosotros 
quienes hemos de llegar, sino que es él quien viene. Éste es nuestro 
consuelo hoy, víspera del domingo de difuntos: que se acerca adviento 
y navidad. Por eso oramos: «Venga también a nosotros tu reino». 
 8 
 
ÍNDICE (Basado en la estructuración del texto) 
 
Los que no pueden creer en el reino de Dios: los «trasmundanos» y los «secularistas». Pág. 
 
[1a] Los que no pueden creer en el reino de Dios: los «trasmundanos» y los «secularistas» 1 
[1b] Los que sí pueden creer en el reino de Dios 1 
[1c] Los «trasmundanos»: Descripción, esperanza y exhortación 1 
[1d] Los «secularistas»: Descripción, esperanza y exhortación 1 
[1e] El «trasmundano» y el «secularista» no pueden creer en el reino de Dios, y sólo se encuentran a sí mismos 2 
[1f] El correcto amor a Dios y a la tierra 2 
 
La oración por el reino de Dios en la tierra maldita. Dios levanta la maldición con el milagro de la resurrección. 
 
[2a] La tierra maldita 2 
[2b] La correcta actitud en la oración por la venida del reino. El «trasmundano» no puede orar por el reino 3 
[2c] El «secularista» no puede orar por el reino 3 
[2d] Un desafío al «trasmundano» y al «secularista» 3 
[2e] Los 3 poderes de la tierra maldita: La muerte, la soledad y la sed 3 
[2f] ¿De quienes es, y no es, la oración por la venida del reino? Se levanta la maldición con el milagro de la resurrección 3 
[2g] La incredulidad frente al milagro 4 
[2h] El milagro es sólo de Dios 4 
[2i] La vergüenza frente al milagro 4 
[2j] ¿Qué es, y no es, la oración por la venida del reino? 4 
[2k] ¿Cómo viene a nosotros el reino de Dios? 4 
 
El reino de Dios se configura en milagro y en orden, y se manifiesta en la iglesia y en el estado, respectivamente. 
 
[3a] El reino de Dios se configura en milagro y orden, y se manifiesta en la iglesia y en el estado, respectivamente 5 
[3b] ¿Cómo se configura el reino de Dios en la iglesia y en el estado, para enfrentar al poder de la muerte? 5 
[3c] ¿Cómo se configura el reino de Dios en la iglesia y en el estado, para enfrentar al poder de la soledad? 5 
[3d] ¿Cómo se configura el reino de Dios en la iglesia y en el estado, para enfrentar al poder de la sed? 5 
[3e] La correcta relación entre la iglesia y el estado 6 
 
La oración por el reino de Dios manifestado en la iglesia y en el estado. El futuro del reino de Dios y de su doble manifestación. 
 
[4a] La correcta oración por el reino de Dios, en relación a la iglesia, al estado y al pueblo 6 
[4b] La obediencia al reino de Dios en su doble manifestación, en contraste con la creencia del «secularista» y del «trasmundano» 6 
[4c] El futuro del reino de Dios y de su doblemanifestación 6 
[4d] Epílogo: La historia de Jacob, y lo que tenemos en común con ella 7

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