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Vercruysse_Jos_E_1993_Introduccion_a_la_Teologia_Ecumenica_Estella

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E.S.R.
Digitalizaciones
Título original: Introduzione alia teología ecuménica. Traducción: Jesús Ben- 
goechea.
Cubiertas: Horixe Diseño, Pamplona.
© Edizioni Piemme S.p.A. © Editorial Verbo Divino, 1992. Es propiedad. 
Printed in Spain. Fotocomposición: Cometip, S. L., Plaza de los Fueros, 4. 
31010 Barañáin (Navarra). Impresión: Gráficas Lizarra, S. L., Ctra. Tafalla, 
Km. 1, 31200 Estella (Navarra).
Depósito Legal: NA. 1.632-1993 
ISBN: 84 7151 943 7
Aquel mismo día hubo dos discípulos que iban 
camino de una aldea llamada Emaús, distante unas 
dos leguas de Jerusalén, y comentaban lo sucedido. 
Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona 
se acercó y se puso a caminar con ellos..
«Q uédate con nosotros, que está atardecien­
do...». El entró para quedarse. Recostado a la mesa 
con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo 
partió y se lo ofreció. Se les abrieron los ojos y lo 
reconocieron...
Le 24
Introducción
«Por muchas razones todos amamos la paz y deseamos la 
concordia. Valoramos mucho la unidad de los cristianos, pero 
entre nosotros existen diversas opiniones sobre cómo alcanzar 
este gran don, y qué medios utilizar para llevar a buen término 
esta sagrada tarea. En esto estamos divididos» '.
Estas palabras fueron pronunciadas en 1439 en el conci­
lio de Florencia, que llevó a cabo una efímera unión entre 
la Iglesia occidental y oriental. Las pronunció el famoso ar­
zobispo ortodoxo -y después cardenal- Bessarión (c. 1400- 
1472) en el discurso dogmático acerca de la unidad. Des­
pués de 500 años, esas palabras siguen dejándonos pensati­
vos. El cuarto informe oficial del Grupo mixto de trabajo 
entre la Iglesia católica y el Consejo Ecuménico de las Igle­
sias (CEI) (1975) parece hacerlas suyas cuando afirma «La 
naturaleza de la comunión por la que nos mantenemos uni­
dos no puede todavía ser descrita conjuntamente en térmi­
nos concretos» 1 2.
El compromiso ecuménico tiene su raíces en la concien-
cia viva del escándalo objetivo que supone la división entre 
cristianos y sus Iglesias. La historia de las Iglesias cristianas 
manifiesta que siempre ha habido un malestar por esta si­
tuación anómala. De este escándalo se ha ido tomando más 
conciencia desde finales del siglo XIX. El movimiento ecu­
ménico tiene como principal objetivo el hacer consciente y 
buscar las vías adecuadas para restablecer la comunión ecle- 
sial. En el Decreto sobre el ecumenismo, Unitatis Integra­
do, el concilio Vaticano II habla de la aspiración que sien­
ten las diferentes Iglesias «a la Iglesia de Dios una y visible, 
que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mun­
do, para que éste se convierta al Evangelio y así se salve 
para la Gloria de Dios» 3. El Consejo Ecuménico de las 
Iglesias describe la finalidad de la tarea ecuménica en su 
conjunto, al definir su principal objetivo como llamamiento 
a las Iglesias a alcanzar la meta de la unidad visible en una 
fe única y en la comunión eucarística, expresada en el culto 
y en una vida común en Cristo, invitándolas a progresar en 
la unidad para que el mundo crea 4.
Una palabra extraña: oikoumené
Para sintetizar esta tarea se emplea el término ecuméni­
co/ ecumenismo. La palabra se deriva del griego y significa 
probablemente poco para los no aficionados al trabajo, 
quienes la confunden fácilmente con otra palabra más fami­
liar y, por lo demás, etimológicamente afín, economía. Sin 
embargo, quien utiliza palabras extrañas para expresar rea­
lidades cotidianas corre el riesgo de construir una barrera 
entre el que escucha y dicha realidad. En vez de desenmas­
carar el escándalo de la desunión que debería inquietar a
todos los cristianos, se lo reduce a un asunto para «especia­
listas in rebus oecumenicis», un género especial, junto a 
tantos otros, como la astronomía, la ornitología o la herál­
dica. La palabra exótica debilita la urgencia de la tarea. 
¿Acaso es menos urgente el remedio porque la enfermedad 
lleve un nombre extraño?
La urgencia de un compromiso serio en pro del resta­
blecimiento de la comunión entre las Iglesias cristianas ha 
sido reafirmada con insistencia y autoridad. El informe ya 
mencionado del Grupo mixto dice:
«No es un lujo que puede ser olvidado, ni tampoco una tarea 
que pueda dejarse en manos de especialistas, sino que se trata, 
más bien, de una dimensión fundamental de la vida de la Iglesia, 
a todo nivel, y de la vida de los propios cristianos» 5.
El 25 de junio de 1985, con ocasión del 25 aniversario 
del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, Juan Pa­
blo II afirmaba con insistencia y firmeza ante la Curia ro­
mana:
«Insisto en reafirmar que la Iglesia católica está comprometi­
da en el movimiento ecuménico con una decisión irrevocable, y 
que quiere contribuir a él con todas sus fuerzas. Y para mí, obis­
po de Roma, eso constituye una de mis prioridades pastorales» 6.
Desde el principio hay que subrayar tanto la importan­
cia eclesial como la urgencia que tiene la reconciliación en 
función del restablecimiento de la comunión entre las Igle­
sias. No se trata sólo de una mayor tolerancia, o incluso de 
benevolencia y amistad entre cristianos -que son cierta­
mente presupuestos irrenunciables-, sino de una reconcilia­
ción corporativa entre las Iglesias con todo su peso históri­
co.
Blanky
Resaltado
La palabra ecumenismo/ecuménico sintetiza esta preo­
cupación. Tiene, por tanto, un contenido programático. El 
adjetivo ecuménico, sin embargo, es utilizado en dos senti­
dos diversos. El primero, antiguo y tradicional en el len­
guaje eclesiástico. El segundo, nuevo, aunque ya generali­
zado 7. En el sentido tradicional sigue todavía usándose en 
expresiones como patriarca ecuménico o concilio ecuméni­
co. Estas últimas provienen de una evolución semántica del 
participio griego «oikoumené», que significa el «mundo ha­
bitado»* o sea «civilizado», en oposición al «bárbaro». 
Concretamente se refería, primero, al mundo helénico, des­
pués, al único imperio bizantino-romano ya cristianizado 
y, finalmente, a la Iglesia considerada en su catolicidad. El 
vínculo entre la Iglesia y el emperador bizantino como ga­
rante político de la ortodoxia doctrinal y la unidad externa 
de la Iglesia, se encuentra en el sentido original de «patriar­
ca ecuménico», o lo que es lo mismo, el patriarca de la ciu­
dad imperial de Constantinopla, y de «concilio ecuméni­
co», es decir, el concilio general convocado, precisamente, 
bajo el patrocinio del emperador. Durante la era patrística 
y en la época de la Iglesia no dividida, ecuménico «significa, 
ante todo, lo que se ajusta a la ortodoxia común de Oriente 
y Occidente, y lo que favorece a dicha ortodoxia en la 
perspectiva de la unión entre los dos mundos» 8. Después 
de la ruptura entre Oriente y Occidente la palabra conti­
nuó empleándose también en la Iglesia latina, para indicar 
el concilio «ecuménico», universal y general, y los símbolos 
de la fe «católicos y ecuménicos». Ecuménico significa, 
pues, en este primer sentido, la universalidad y catolicidad 
externa de la Iglesia.
En el sentido que tiene hoy en día como actividad in­
terconfesional para la unión de las Iglesias o el comporta­
miento espiritual correspondiente, la palabra aparece sólo 
esporádicamente en el siglo XIX. Unicamente hacia 1920- 
1930 comenzará a usarse de manera corriente. En 1917 el 
arzobispo luterano de Upsala, Nathan Sóderblom (1866- 
1931), invita a una conferencia que es descrita como «ecu­
ménica». En 1919 propone la creación de un «concilio ecu­
ménico de las Iglesias». En la época de la primera Confe­
rencia mundial del Cristianismo práctico realizada en Esto- 
colmo (1925), la palabra es utilizada ampliamente en Ale­
mania y Suecia. En 1937, la Conferencia de Fe y Constitu­
ción de Oxford afirma:
«El término ecuménico alude a la expresión de la historia de 
la unidad ya concedida a la Iglesia. El pensamiento y la acción de 
la Iglesia son ecuménicos en la medida que tratan de realizar la 
Una Sancta, la comunidad de los cristianosque reconocen al 
único Señor» 9.
Hasta el concilio Vaticano II se percibe en la Iglesia ca­
tólica una gran reticencia frente a este vocablo. La Enciclo­
pedia Católica aún lo define en 1950, subrayando en el ar­
tículo su contradicción con la fe católica. Dice así:
«En sentido específico, ecumenismo es la teoría más reciente 
elaborada por los movimientos interconfesionales, especialmente 
protestantes, para alcanzar la unión de las Iglesias cristianas... 
Para los católicos las vías del ecumenismo, en el sentido original 
del término, están cerradas...» I0.
El concilio Vaticano II, sin embargo, ha eliminado cual­
quier duda o vacilación, dando a la palabra su pleno dere­
cho a existir en la Iglesia católica, aclarando en la Unitatis
Redintegratio «los principios católicos del ecumenismo». 
Con todo, subsiste un matiz diverso que no hay que olvi­
dar. En los ambientes católicos, «ecuménico» se emplea en 
un sentido más bien restringido para indicar la actividad 
específica en función del restablecimiento de la unidad. En 
el ámbito del Consejo Ecuménico de las Iglesias se abre una 
perspectiva bastante más amplia; junto al esfuerzo particu­
lar se señala también la comunión provisoria, pero ya vivi­
da en el culto, el servicio y la misión, que ha encontrado ya 
una expresión transitoria en el propio Consejo Ecuménico 
y en otras iniciativas. Esta diferencia es importante para 
comprender mejor las distintas orientaciones presentes al 
interior del movimiento ecuménico.
Se ha abierto una perspectiva más amplia aún con el lla­
mado «ecumenismo secular» ". Este término ha sido defini­
do como la «consecuencia ecuménica de una teología y una 
fe, basadas en el compromiso global de la Iglesia en el 
mundo secular». Y el convencimiento de «que nuestro pen­
samiento y nuestra acción deben estar centrados en el mun­
do secular, y que la expresión mejor de este trabajo es el 
servicio a los hombres como lo hizo Jesús». Como vere­
mos, esta visión representa, también, una tradición cons­
tante en el movimiento ecuménico.
A veces, la palabra hace referencia a cualquier esfuerzo 
de unión y reconciliación entre todas las religiones inclui­
das las no cristianas; más aún, entre todos los pueblos. 
Tiende a reducir la importancia del movimiento intra-cris- 
tiano considerándolo un esfuerzo ya superado y, por tanto, 
poco adecuado. Aunque se puede aceptar plenamente el re­
to que plantea una crítica así, seguiremos usando el término 
«ecuménico», en su sentido más estricto y específico, para 
indicar el movimiento hacia la reconciliación entre las Igle- 11
sias cristianas, con el fin de que puedan dar un testimonio 
más creíble de reconciliación en el mundo.
«No hay camino...»
La palabra «ecumenismo» abre, por consiguiente, un 
vasto horizonte de reconciliación, unidad y catolicidad en­
tre Iglesias escandalizadas por su separación. Recuerda, 
además, el hecho de que la unidad y la comunión no cons­
tituyen un fin en sí mismos. Desde sus inicios el movi­
miento ecuménico ha tenido un fuerte acento misionero. La 
división, en realidad, debilita la credibilidad del testimonio 
evangélico y pone obstáculos a su propagación, contradi­
ciendo la oración de Jesús «que sean todos uno, para que el 
mundo crea que tú me enviaste» (Jn 17,21).
El camino en este amplio panorama resulta una aventu­
ra. Así lo experimentan todos los que se han decidido a 
recorrerlo. Viene a la mente un aforismo español: «Cami­
nante, no hay camino. Se hace camino al andar...» El resta­
blecimiento de la comunión eclesial, rota históricamente, 
constituye para todas las Iglesias un proceso casi nuevo, 
inédito y complejo, las cuales a duras penas encontrarán en 
el pasado ejemplos y antecedentes válidos para sus tomas 
de decisiones. Lo que se debe hacer queda, en gran parte, a 
merced del propio discernimiento. Las Iglesias deben ac­
tuar con la confianza de que lo que decidan con responsa­
bilidad es también voluntad de Dios. No existe otro cami­
no para hallar la solución.
Tal empresa no está exenta de riesgos. Por eso no es 
una utopía. Un proyecto detallado no existe todavía. Tam­
poco es posible trazar la perspectiva y la dirección, anali­
zando las experiencias pasadas y el camino ya recorrido, 
igual que Abrahán que partió sin saber a donde iba (Heb 
11,8). San Juan enseña, sin embargo, que no debemos asus-
tamos y volvernos pusilánimes, pues «el Espíritu de la ver­
dad os irá guiando en la verdad toda» (Jn 16,13) y, por 
tanto, nos conducirá a la reconciliación y a la comunión 
que es la verdad vivida. Por eso, la actividad ecuménica re­
quiere un discernimiento atento y constante de las mocio­
nes del Espíritu, que llama también hoy.
Esta Introducción a la teología ecuménica pretende ser 
una «guía elemental» para el camino ecuménico. Quiere in­
troducir en él a quien se interesa por la aventura ecuménica 
y anda buscando una primera y básica información. En pri­
mer lugar, se presenta un panorama de la división de la 
cristiandad (cap. I); después se aclara que tal estado de co­
sas no puede ser aceptado en buena conciencia: el Evange­
lio y la propia fe llaman a la reconciliación y a la unidad 
(cap. II). En algunos capítulos se presenta la historia de la 
revisión del planteamiento ecuménico y su articulación. El 
problema central del ecumenismo es el restablecimiento de 
la comunión; ¿cómo lo conciben las distintas y grandes tra­
diciones cristianas? (cap. VII). ¿Cuáles son los modelos que 
ya han sido propuestos? (cap. VIII). En el capítulo nono 
abriremos la caja de Pandora y analizaremos brevemente 
algunos de los problemas teológicos que son de actualidad 
en la discusión ecuménica. El último capítulo, finalmente, 
trata de delinear un esbozo del camino que conduce a 
Emaús, del reconocimiento del Señor resucitado en el pan 
eucarístico partido y compartido por todos los cristianos 
en la comunión humilde y confiada.
Blanky
Resaltado
Geografía de la división
I
La historia de la Iglesia y de las Iglesias se parece a la 
historia del crecimiento del grano de mostaza, que consti­
tuye la predicación de la venida de Dios a los hombres en 
Cristo, y el desarrollo de la comunidad que la ha acogido. 
Pero se trata de un tejido compuesto de muchos hilos. Es 
también la historia de un desacuerdo y una separación cre­
ciente entre quienes se llaman cristianos y guardan la pala­
bra de aquél. Con el andar del tiempo, algunas separaciones 
han sido reabsorbidas, aunque no sin dejar, a veces, alguna 
cicatriz en la enseñanza y la vida de la Iglesia. Pero no han 
conducido al nacimiento y organización de instituciones, 
Iglesias y comunidades paralelas y separadas. Para com­
prender el movimiento ecuménico se necesita, por tanto, 
tener conciencia de la profunda división que existe en el 
mundo cristiano. En este capítulo se pretende describir, de 
manera sucinta, su extensión, recordando únicamente los 
momentos cruciales que han tenido un influjo prolongado 
y que han dado origen a Iglesias y comunidades estables 
que participan actualmente en el diálogo ecuménico.
«... comenzaron a murmurar...»
«Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en 
común» (Hch 2,44). «En el grupo de los creyentes todos
Blanky
Resaltado
pensaban y sentían lo mismo...» (Hch 4,32). En estos tér­
minos idílicos los Hechos de los Apóstoles describen el 
ideal de la comunidad primitiva. Sin embargo, la sombra de 
la división ya se cernía sobre la comunidad. Lucas nos ha­
bla, en los Hechos, de la tensión existente entre los judíos y 
los judíos-«helenistas», que se sentían discriminados en la 
comunidad y fueron a quejarse a los apóstoles. En esta oca­
sión fueron elegidos siete diáconos, escogidos, a juzgar por 
sus nombres, entre los «helenistas». De esta forma se apaci­
guó el descontento (Hch 6,1-6).
Más dramático es el capítulo decimoquinto de los He­
chos. Se habla del concilio de Jerusalén, donde se debía tra­
tar el profundo desacuerdo surgido en Antioquía respecto 
a la observación de la ley mosaica y la circuncisión.En la 
Carta a los Gálatas (21-14), Pablo, en presencia de todos, 
manifiesta su punto de vista en contra de Pedro, defendien­
do la libertad de la predicación del Evangelio entre los gen­
tiles frente a los falsos hermanos que querían imponer las 
costumbres judías.
Y ¿cómo comprender, por otro lado, los incesantes y 
urgentes llamamientos a la humildad, la caridad y la unidad 
en el Nuevo Testamento si no es a la luz de las tensiones y 
conflictos presentes en la Iglesia naciente? Juan hace de la 
caridad el mandamiento nuevo, el tema central del discurso 
de despedida de Jesús en la última cena: «Os doy un man­
damiento nuevo: que os améis unos a otros... En esto cono­
cerán que sois discípulos míos» (Jn 13,34). Jesús ora por 
este amor. La primera Carta de san Juan insiste en ello: 
«porque el mensaje que oísteis desde el principio fue éste: 
que nos amemos unos a otros» (1 Jn 3,11). También Pablo 
predica contra la parcialidad en la Iglesia -como la de Co- 
rinto, dividida en bandos (1 Cor 1,10-17)-, y exhorta incan­
sablemente a la caridad y la paz en el Espíritu. Pues, incluso 
la Cena del Señor se había convertido -como sigue siéndolo 
hoy en día- en signo de división y parcialidad (1 Cor 11,17- 
34). Las comunidades primitivas no fueron lugares idílicos.
Blanky
Resaltado
Los estudios exegéticos modernos han demostrado cómo el 
problema de la unidad y de la diversidad con todas las ten­
siones que conlleva, surgió ya desde los inicios *.
«... injertado en un olivo bueno» (Rm 11,24)
Fueron incalculables para el futuro de la Iglesia las con­
secuencias de la ruptura a finales del siglo primero entre el 
judaismo, por una parte, y la comunidad judeo-cristiana y 
toda la Iglesia cristiana, por otra; entre la sinagoga y la 
Iglesia. Si bien san Pablo celebra en la Carta a los Efesios la 
paz y la reconciliación de los gentiles y los judíos, el cris­
tianismo se ha alejado, de hecho, cada vez más de su matriz 
cultural original para encarnarse en la cultura de los genti­
les: griega, latina, germánica, anglosajona, céltica, viviendo 
así en la diversidad la dimensión universal del mensaje 
evangélico. Esta evolución necesaria, fue acompañada his­
tóricamente de una oposición, más aún, de un rechazo del 
pueblo hebreo y de su cultura - la cual, no obstante, sigue 
siendo a nivel histórico el contexto original y genuino del 
acontecimiento cristiano. Dice el concilio Vaticano II en la 
declaración Nostra Aetate:
«La Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y 
elección se encuentran ya en los patriarcas, Moisés y los profe­
tas... Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la 
revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo 
con el que Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer 
la Antigua Alianza; ni dejar de recordar que se nutre de la raíz 
del buen olivo, en el que se han injertado las ramas del olivo 
silvestre, que son los gentiles» 1 2.
Si bien es cierto que el antisemitismo es un fenómeno 
bastante complejo, y no es justo atribuir toda la culpa de
Blanky
Resaltado
ello al cristianismo, no menos indiscutible es que la teolo­
gía, la ideología y la polémica antisemita contribuyeron, 
muy pronto y de manera terrible en la tradición cristiana, a 
crear una situación en la que no sólo la monstruosidad de 
la shoah y el exterminio eran posibles sin provocar un re­
chazo generalizado, sino que contaban con la connivencia 
de muchos cristianos.
Por diferentes razones históricas y culturales, el des­
amor y la indiferencia por el «hermano mayor» y Abrahán, 
padre en la fe, y todas las consecuencias derivadas del anti­
semitismo, constituyen una herencia común de todas las 
Iglesias y, por tanto, un problema ecuménico 3. Las Iglesias 
deben asumir solidariamente su parte de culpa: «Los cris­
tianos no pueden entrar en diálogo con los judíos sin ser 
conscientes de que el odio y las persecución a éstos se ins­
criben dentro de una larga y pertinaz historia, particular­
mente en las naciones donde los judíos constituyen una mi­
noría entre los cristianos» 4.
La reflexión acerca de las raíces religioso-culturales que 
objetivamente ya tienen en común, puede acercar a las Igle­
sias entre sí. Todas tienen un pasado común judío, docu­
mentado en el Antiguo y Nuevo Testamento. Todas vene­
ran el Antiguo Testamento, memoria de la historia de Dios 
con su pueblo Israel, desde el misterioso inicio en el que 
Dios habló y actuó, y de la Alianza realizada con Abrahán.
Celebran el bautismo y la eucaristía, los principales sacra­
mentos, nacidos en un contexto judío antes de que surgie­
ran las interpretaciones patrísticas, escolásticas y las propias 
de cada confesión. Las divergencias confesionales tienen su 
origen en diferencias teológicas y culturales que brotaron 
después de la separación entre hebreos y cristianos.
Con respecto a este pasado común, los cristianos deben 
lograr una mayor claridad. La reflexión sobre las raíces he­
breas ha dado ya sus frutos en el diálogo ecuménico, espe­
cíficamente en lo que concierne a una mejor comprensión 
de la Sagrada Escritura y los sacramentos, como lo demues­
tran, entre otras, las aclaraciones sobre la anamnesi en la 
declaración de ARCIC sobre la Eucaristía 5, y el texto de 
Fe y Constitución sobre el Bautismo, la Eucaristía y el Or­
den.
Las antiguas Iglesias orientales
Si quisiéramos trazar brevemente la geografía histórica 
de las prolongadas divisiones ocurridas en el mundo cris­
tiano, deberíamos, desafortunadamente, comenzar bien 
pronto en la historia de la cristiandad. En los siglos cuarto 
y quinto surgen en la cristiandad greco-oriental algunas 
Igl esias nacionales que subsisten hasta nuestros días, aun­
que separadas de la comunión con las grandes Iglesias, co­
mo, por ejemplo, la Iglesia imperial romano-bizantina. Este 
grupo de Iglesias lo integran la Iglesia Asiria de Oriente y 
las Iglesias denominadas Iglesias ortodoxas orientales, es 
decir, Antiguas Iglesias de Oriente o Iglesias pre-calcedo- 
nenses. Las causas de la ruptura son diversas. Actualmente 
se subraya, especialmente, el aspecto cultural, nacional y 
político, incluso lingüístico, de las tensiones que existían en 
el multinacional mundo helénico.
Blanky
Resaltado
Sin embargo, teológicamente hablando, la ruptura tiene 
su origen en el prolongado esfuerzo de la Iglesia antigua 
por lograr una comprensión y formulación satisfactoria de 
la doctrina sobre la relación entre la persona y las dos natu­
ralezas en Cristo. La cuestión cristológica dominaba los 
primeros concilios: el de Nicea (325), Constantinopla I 
(381), Efeso (431) y Calcedonia (451)6. Este esfuerzo per­
mitió el surgimiento continuo de diferentes escuelas y ban­
dos, e, inevitablemente, también condenas recíprocas que 
llevaron, finalmente, al rompimiento de la unidad. La for­
mulación de una vía intermedia ortodoxa entre los conci­
lios de Efeso y Calcedonia condujo posteriormente a la di­
visión de las Iglesias orientales en tres ramas: los llamados 
«Nestorianos», o sea la Iglesia asiria, los denominados 
«Monofisitas», es decir las Antiguas Iglesias de Oriente, y 
la Iglesia imperial, ortodoxa y «ecuménica».
Estas vicisitudes dieron origen a diversas Iglesias nacio­
nales: la Iglesia asiria, armenia, etíope, copta, siria-ortodoxa 
o también llamada jacobea. Cada una de estas antiquísimas 
Iglesias tuvo su época de esplendor que sigue brillando to­
davía a través de extraordinarias obras de arte y páginas de 
elevada espiritualidad como las escritas por el sirio Efrén 
(alrededor de 306-373). Tampoco podemos olvidar la epo­
peya misionera de algunas de ellas. La Iglesia malabar en 
Kerala, Sur de la India, conocida como «los cristianos de 
Santo Tomás», debe su origen a la presencia de una cris­
tiandad vinculada a los sirio-orientales (asirios), según lo 
atestigua la Topografía cristiana de Cosme Indicopleustes, 
a mitad del siglo sexto.
Sin embargo, esta Iglesia entró de lleno en la historia 
con la invasión portuguesa de la India afinales del siglo
Blanky
Resaltado
XV (1498). La Iglesia sirio-malabar entra entonces en co­
munión con Roma. Los intentos de latinizarla llevan, en 
1653, a la ruptura y constitución de la Iglesia de Malankar, 
aunque permaneciendo en comunión con la Iglesia siria oc­
cidental y, después, al nacimiento de la Iglesia de Mar Tho- 
ma, fiel a la Iglesia siria oriental (asiria), pero bajo fuerte 
influencia del anglicanismo. Próxima a la Iglesia sirio-mala­
bar existe, además, una Iglesia sirio-malankar en comunión 
con Roma.
A partir del siglo siglo XV, estas Iglesias orientales su­
frieron muchos siglos de opresión y martirio bajo la inva­
sión mongólica, primero, y la dominación turco-otomana, 
después. Actualmente han quedado reducidas, en ciertos 
casos, a pequeñas Iglesias esparcidas por el mundo, debido 
a la emigración ocasionada por situaciones políticas adver­
sas. La Iglesia maronita, nacida en torno a la abadía de San 
Maro en Siria, y centro de la resistencia contra los monofi- 
sitas, ocupa un lugar especial. La ausencia de vicisitudes 
eclesiásticas en la segunda mitad del primer milenio, debida 
a la ocupación turca, explica la particular evolución de esta 
Iglesia, perseguida tanto por los jacobeos monofisitas como 
por los melkitas fieles a la Iglesia imperial bizantina. El ais­
lamiento en los montes del Líbano permitió, sin duda, que 
los maronitas no se separasen jamás, formalmente, de la 
gran Iglesia, y permaneciesen en comunión con la Iglesia de 
Roma.
Gracias al movimiento ecuménico, las Iglesias ortodo­
xas orientales han podido salir del aislamiento y entrar en 
contacto con la comunidad ecuménica. Después de la con­
ferencia pan-ortodoxa de Rodas (1961) y con el apoyo de 
la Comisión de Fe y Constitución del Consejo Ecuménico 
de las Iglesias, tuvieron lugar, a partir de 1964, varias reu­
niones no oficiales entre teólogos de la Iglesia ortodoxa 
griega y las Iglesias ortodoxas no calcedónicas. La actividad 
fue dirigida por una comisión mixta oficial que fue capaz
de presentar en la reunión de Anba Bishoy (Egipto)7 y de 
Chambésy (Suiza)8 9, en 1989 y 1990, los acuerdos en los 
que se recomienda abolir los anatemas y condenas existen­
tes entre las dos tradiciones, y restablecer, así, la comunión 
después de 1500 años.
La fundación Pro Oriente de Viena ha patrocinado nu­
merosos coloquios entre representantes de las Iglesias 
orientales y la Iglesia católica. También han sido significati­
vos los encuentros entre el papa y los distintos jefes de es­
tas Iglesias. En abril de 1983, el papa Juan Pablo II recibía 
en Roma al catholicos armeno Karekin II Sarkissian v. Con 
ocasión de la visita a Roma del jefe de la Iglesia sirio-orto­
doxa, el patriarca de Antioquía, Mar Ignatius Zacea I Iwas, 
el papa Juan Pablo II y el patriarca publicaron una declara­
ción conjunta en la que afirmaban solemnemente:
«Actualmente no encontramos base real alguna para las pe­
nosas divisiones y cismas que tuvieron lugar posteriormente 
(después del concilio de Nicea) entre nosotros, respecto a la doc­
trina de la encarnación. Con la palabra y la vida, nosotros confe­
samos la verdadera doctrina de Cristo nuestro Señor, a pesar de 
las diferencias en la interpretación de esta doctrina surgidas en 
tiempos del concilio de Calcedonia» l0.
También se desarrolló, en 1973, un diálogo provechoso 
entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa copta, con 
ocasión del encuentro del papa Pablo VI y el patriarca de 
Alejandría, Shenouda III. Una comisión mixta internacio­
nal estudió los caminos para llegar «a una plena comunión 
de fe manifestada en la comunión y la vida sacramental, así 
como en la armonía de relaciones recíprocas entre las dos
Blanky
Resaltado
Iglesias hermanas dentro del único pueblo de Dios» Con 
base en los resultados de estos encuentros se constituyó 
una comisión mixta de diálogo entre la Iglesia católica y la 
Iglesia sirio-malankar, que condujo, en junio de 1990, a 
una declaración conjunta en la cual se expresaba la «com­
prensión común del gran misterio salvífico de nuestro Se­
ñor Jesucristo, palabra de Dios hecha carne». Se profesa, 
además, una misma fe, admitiendo, sin embargo, que su 
formulación ha conocido, en el curso de la historia, dife­
rencias en los conceptos y acentos, pero que no debieran 
dividir a ambas comuniones 12.
Roma y Bizancio: Hermanas divididas
La separación provocada por el debate cristológico se 
desarrollaba en la periferia del imperio. La separación trau­
mática entre la Iglesia occidental y oriental golpeó el cora­
zón mismo de la Iglesia. La ruptura no puede vincularse 
con un determinado acontecimiento histórico. Fue, más 
bien, la consecuencia de un largo proceso de distanciamien- 
to 13. Las mutuas y clamorosas excomuniones de Umberto 
di Silva Candida y Miguel Cerulario, en julio de 1504, fue­
ron la culminación de un conflicto político y personal entre 
los dos prelados. Dicho conflicto ponía de manifiesto, en 
todo caso, el hecho de que ambas Iglesias vivían desde ha­
cía tiempo sin aunténticas relaciones y de que, además, es-
taban convencidas de que ni en el futuro tendrían algo de 
que hablar: «Es doloroso reconocer que el final de una, 
aunque frágil, comunión, haya sido constatar la imposibili­
dad de una convivencia, agotada desde tiempo atrás» 14. El 
hecho, sin embargo, ha adquirido, en la relación entre las 
dos Iglesias, un significado simbólico. La ruptura, en reali­
dad, provenía del creciente distanciamiento eclesiológico, 
cultural y político existente entre el mundo griego y latino. 
El camino estaba marcado por una serie de acontecimientos 
especialmente traumáticos. Las raíces hay que buscarlas en 
la división bajo Diocleciano (285-286) del imperio romano 
en dos reinos: occidental y oriental, y en la fundación, en 
330, de Constantinopla, la nueva Roma cristiana, por parte 
del emperador Constantino.
El concilio de Calcedonia (451) otorgaría posteriormen­
te a la sede de la nueva Roma, honrada por la presencia del 
emperador y del senado, iguales privilegios, incluso en el 
campo eclesiástico, que los de la antigua Roma, dejando 
claro que ocuparía el segundo lugar después de ella 15.
Otros hechos fueron el traspaso del imperio de Bizan- 
cio a Roma, a partir de la toma de posición por parte del 
papa en favor de los francos, y la coronación de Carlomag- 
no como emperador de Occidente por León III (750 - pa­
pa 795-816) en la Navidad del año 800; el cisma de Focio 
(alrededor de 810-895); las polémicas en torno al Filioque y 
la creciente centralización en Roma después de la reforma 
de Gregorio VII (1021 - papa 1073-1085). La ocupación y 
el saqueo de Constantinopla -«centro de todas las ciuda­
des, célebre en todo el mundo, espectáculo deslumbran­
te...» durante la cuarta cruzada (1204), por parte de hom­
bres «que llevaban la señal de la cruz de Cristo en la espal-
Blanky
Resaltado
da» 16, y la fundación posterior del imperio y patriarcado 
latino en la ciudad (1204-1261), dejaron una huella indele­
ble en la memoria de Oriente.
Estos hechos sólo podían alimentar una profunda aver­
sión entre bandos. Las dos tentativas de unión, la primera 
en el segundo concilio de Lyón (1274) y, más tarde, en el 
concilio de Florencia (1439)17, no fueron bien recibidas por 
el pueblo, al contrario, agrandaron el foso de separación, 
dejando también un mal recuerdo en Oriente. La unidad 
establecida en Florencia condujo, además, a una grave ten­
sión entre la Iglesia de Constantinopla, considerada ya para 
entonces herética y filo-latina, y la rusa, que estaba afian­
zándose al amparo de la expansión soviética. La caída de la 
gloriosa ciudad de Constantinopla, el 28 de mayo de 1452, 
en manos del sultán turco-otomano, y por si fuera poco 
mahometano, Mehmed II, selló la separación y levantó una 
densa cortina entre Occidente y Oriente.
Alrededor del siglo IX y X, una gran parte de la Iglesia 
ortodoxa desaparecía bajo la tumba de la dominación oto­
mana, protegida únicamente por el estatuto jurídicodel 
«milet», o lo que es lo mismo, la «nación». Este estatuto 
garantizaba a los grupos religiosos y nacionales un autogo­
bierno limitado, bajo la conducción del jefe religioso: el pa­
triarca de Constantinopla, para todos los ortodoxos bizan­
tinos bajo la dominación turca. El esplendor y la ortodoxia 
de Bizancio fueron reivindicados por Moscú, que se consi­
deraba ya como único heredero fiel y legítimo de la orto­
doxia después de la capitulación de los griegos ante los lati­
nos gracias a la unión de Florencia. La ideología del con­
cierto existente entre la Iglesia y el imperio se vuelve en­
tonces zarista.
Hoy en día, la Iglesia ortodoxa-griega de rito bizantino 
está integrada por quince Iglesias autocéfalas, es decir, ple­
namente independientes, por cuatro Iglesias autónomas, o 
sea que no gozan todavía de todos los privilegios de las 
Iglesias autocéfalas, y por algunas Iglesias con un estatuto 
legal irregular 18. Todos reconocen la preeminencia honorí­
fica y la primacía entre iguales del patriarca ecuménico de 
Constantinopla, investido de una especial responsabilidad 
con respecto a la unidad de la ortodoxia. La Iglesia rusa 
(patriarcado de Moscú) es numéricamente la mayor de las 
Iglesias ortodoxas. Hoy en día, la presencia ortodoxa no se 
limita al Oriente. La diáspora de emigrantes y exiliados, así 
como la formación de parroquias ortodoxas integradas am­
pliamente por «occidentales» han hecho que la ortodoxia se 
haya esparcido por todo el mundo convertiéndose, de esta 
manera, en un vecino de Occidente.
Las relaciones entre Oriente y Occidente están, por 
tanto, marcadas por una pesada hipoteca de desconfianza 
recíproca. Durante siglos, ambas se han acusado de arro­
gancia y soberbia. Aunque los viejos fantasmas se siguen 
manifestando en los encuentros y contactos, hay que reco­
nocer que el ambiente ha cambiado profundamente. Las 
dos tradiciones tratan de suprimir, en un diálogo de cari­
dad, la deuda acumulada, y reconocerse como Iglesias her­
manas. Un momento decisivo en este reencontrarse tuvo 
lugar cuando el papa Pablo VI y el patriarca ecuménico 
Atenágoras I al final del concilio Vaticano II, el 7 de di­
ciembre de 1965, anunciaron la supresión «de la memoria 
de la Iglesia» de la excomunión de 1504 19. La imagen más 
conmovedora sigue siendo el beso de paz del papa Pablo
VI y el patriarca Atenágoras en el Monte de los Olivos, en 
Jerusalén, el 5 de enero de 1964: después de siglos de silen­
cio dos peregrinos se encuentran, puestos los ojos en Cris­
to, creador y ejemplo de unidad y paz.
El diálogo teológico iniciado en 1980 en la Comisión 
católico-ortodoxa, que, a veces, se desarrolla de manera di­
ficultosa, continúa siendo un signo de esperanza que puede 
conducir al restablecimiento de la plena comunión entre las 
dos hermanas. El terremoto generado por el hundimiento 
del sistema comunista, así como el surgimiento de los na­
cionalismos en la ex-Unión soviética, no sólo tiene conse­
cuencias para las relaciones ecuménicas, sino, sobre todo, 
para las relaciones internas de la propia Iglesia ortodoxa, 
marcada desde siempre por la estrecha relación entre Iglesia 
y nación.
La Iglesia reformada según la Palabra de Dios
La separación entre la Iglesia griega y latina aconteció 
en un período ya de por sí lleno de serias contradicciones 
en el interior de la Iglesia latina. Era la época del cisma de 
Occidente y del conciliarismo. En ese tiempo se sentía in­
tensamente la necesidad de una reforma en la cabeza y los 
miembros, desde lo más elevado hasta lo más bajo, del papa 
y la curia romana hasta el párroco -por lo regular poco 
instruido- y el pueblo cristiano. El malestar y descontento 
se radicalizaron, contribuyendo en el siglo XVI al naci­
miento de la Reforma protestante. La revolución eclesiásti­
ca de dicho siglo generó un trauma que perdura hasta hoy. 
Eliminaba la ideología medieval de la unidad político-reli­
giosa de la cristiandad dando a luz a una Europa dividida 
en estados nacionales e Iglesias confesionales con base en el 
principio de cuius regio, illius religio, según el cual, quien 
poseía el poder político decidía también sobre la pertenen-
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Resaltado
cia confesional del pueblo. La división entre Occidente y 
Oriente era, principalmente, de naturaleza cismática, acen­
tuándose después de la controversia las diferencias doctri­
nales como formas de legitimación teológica. La ruptura 
entre Roma y el protestantismo, en cambio, fue, predomi­
nantemente, de carácter doctrinal.
Para Martín Lutero y sus seguidores la Iglesia romana 
se había desviado, de hecho, de la doctrina evangélica, pre­
dicando que la persona debía justificarse mediante sus 
obras buenas, piadosas y meritorias, en vez de entregarse a 
la misericordia absoluta e incondicional de Dios, prometida 
en Cristo y anunciada a través de la Palabra de Dios., La 
persona humana es justificada solamente por la fe en Cris­
to, único Mediador, y no por las propias obras. Los refor­
madores protestantes buscaban, por tanto, una reforma ra­
dical, no sólo de las costumbres, formas e instituciones, si­
no, ante todo, de la falsa doctrina que conducía a semejan­
tes abusos, haciendo, por consiguiente, inalcanzable la pro­
pia salvación. La visión global de las dos grandes rupturas 
es, pues, bastante diversa.
La Reforma protestante surgió como una protesta radi­
cal contra tantos abusos presuntos y reales dentro de la 
Iglesia. Pretendía devolver a la Iglesia a sus orígenes y a lo 
esencial, como Cristo lo había enseñado en su Palabra. En 
la práctica, sin embargo, la crisis provocó una reacción en 
cadena de divisiones, desembocando, a veces, en sanguina­
rias guerras de religión, en mucha amargura e incompren­
sión, así como en la confesionalización del continente euro­
peo y, a través de la colonización, evangelización y emigra­
ción, del mundo entero, que en dicho siglo era explorado e 
invadido por Europa.
No es nuestra intención describir en estas páginas las 
distintas Iglesias y comunidades eclesiales nacidas de la Re­
forma protestante. Ya habrá ocasión de volver sobre ello. 
Sin embargo, un bosquejo de su evolución puede ilustrar,
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Resaltado
de alguna manera, la complejidad del movimiento ecuméni­
co que trata, precisamente, de restaurar la comunión ecle- 
sial.
Aunque la Reforma protestante hunda sus raíces en 
tantos conflictos y tensiones desde finales de la Edad Me­
dia, no hay duda que Martín Latero (1483-1546) se consti­
tuyó en el polo magnético que atrajo gran parte del des­
contento religioso, y que con sus acciones y escritos lo ca­
nalizó hacia una reforma más radical, dotándola también de 
fundamentos teológicos. Surgió así, próximo a la Iglesia ca- 
tólica-romana -fuertemente golpeada por los acontecimien­
tos- el movimiento luterano.
Cercano a él, y no sin ciertos vínculos, nacieron muy 
pronto otros movimientos más radicales. El gran rival re­
sultaría ser, una generación más tarde, el calvinismo. Desde 
Ginebra, donde Juan Calvino (1509-1564) había organiza­
do «la Iglesia reformada según la Palabra de Dios», se pro­
pagó por Europa, particularmente en los Países Bajos, Ale­
mania y Escocia, y desde ahí a todo el mundo. Esta tenden­
cia se perpetuó en dos Iglesias que tienen una estructura 
distinta. Las así llamadas Iglesias presbiterianas son gober­
nadas en sus distintos niveles hasta el más elevado, por 
«presbiterios» «asambleas», «consistorios» o «sínodos» in­
tegrados por representantes electos en la comunidad local. 
Las Iglesias denominadas congregacionalistas acentúan, en 
cambio, la independencia y autonomía de cada congrega­
ción local, en la que todos los cristianos tienen fundamen­
talmente igual responsabilidad como «sacerdotes ante 
Dios».
En Italia fueron los valdenses los que hicieron suya la 
tendencia reformada, estando, además, vinculados históri­
camente más alia de la reforma protestante, con el movi­
miento laico de los Pobres de Lyón del siglo XIV. Entre 
luteranos y reformados existían algunas divergencias,con­
cretamente en lo que respecta a la cristología y la teología
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de la Cena del Señor, que los llevaron hasta el anatema re­
cíproco. Estas controversias quedan suprimidas formal­
mente en las Iglesias europeas mediante la adhesión a la 
Concordia de Leuenberg en 1973.
Más radical que el luteranismo y el calvinismo, incluso 
perseguido por ambos, fue el movimiento anabaptista. Na­
cido en Zurich, entre los seguidores más radicales de Hul- 
drych Zwinglio (1484-1531), este movimiento no sólo ob­
servaba el bautismo de los «creyentes», sino que, apoyán­
dose en una interpretación literal de la Sagrada Escritura, 
predicaba también la independencia del estado y el rechazo 
a prestar juramento y ejercer un cargo público. La común 
aversión de los católicos y protestantes frente al anabaptis­
mo se debe, no únicamente a posiciones teológicas y a la 
neutralidad política, sino específicamente a los excesos lle­
vados a cabo en Münster ( Westfalia) por un grupo de exal­
tados y revolucionarios que en 1535 querían instaurar a 
sangre y fuego un reino anabaptista. Próximo a ellos estaba 
también la obra y predicación del pacífico Menno de Si­
món (1496-1561), que perdura hasta hoy en las comunida­
des mennonitas.
El anglicanismo ocupa un lugar inconfundible entre to­
das las Iglesias surgidas de la Reforma eclesiástica del siglo 
XVI. Sin duda, fue marcado profundamente por las doctri­
nas protestantes, en particular por el calvinismo, presente 
precisamente en la tendencia puritana y «evángelica». Pero 
como los reyes ingleses querían salvaguardar la unidad na­
cional y utilizar a la Iglesia anglicana con este fin, en un 
mismo sistema religioso integraban los elementos tradicio­
nales y católicos. Lo más evidente y determinante es el 
episcopado histórico, interpretado durante mucho tiempo 
en el sentido tradicional de la sucesión apostólica. Esta ca­
racterística constitutiva hace que sea del todo improcedente 
equiparar la comunión anglicana con las Iglesias protestan­
tes.
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Resaltado
El desarrollo mundial del Imperio británico en la época 
colonial favoreció la internacionalización de la Iglesia an­
glicana, que abarca en la actualidad un gran número de 
provincias nacionales independientes, pero que siguen con­
siderando a la sede primacial de Canterbury como el centro 
de su comunión. Con frecuencia, prefieren llamarse hoy en 
día Iglesias episcopalianas.
Divergencias, reformas y, sobre todo, movimientos de 
renovación en el mundo protestante, particularmente en 
Inglaterra y Estados Unidos de América, dieron origen, a 
partir del siglo XVIII, a otras Iglesias y comunidades ecle­
siásticas del denominado tipo «evangélico». El término tie­
ne, sin embargo, un sentido propio más bien indiferencia­
do. Bajo tal vocablo se encuentran entre otros grupos: las 
Iglesias bautistas, los metodistas, los «Discípulos de Cris­
to», así como también los pentecostales, que dan gran relie­
ve al «bautismo por el Espíritu Santo». ¿Cuáles son, a pesar 
de sus profundas diferencias, las características comunes? 
Todos aceptan plenamente, y en un sentido tal vez aún más 
radical, los principios fundamentales de la Reforma protes­
tante, como son: la autoridad normativa de la Sagrada Es­
critura, el lugar central de Cristo en la salvación y justifica­
ción del pecador por la sola fe, pero dan, por otra parte, 
menos importancia a las profesiones de fe o las declaracio­
nes dogmáticas.
A diferencia de las Iglesias «instituidas» («established»), 
desean mantenerse libres e independientes de cualquier in­
terferencia estatal. Uno se hace miembro de la Iglesia, vista 
sobre todo como congregación local, mediante una adhe­
sión voluntaria manifestada en una experiencia personal de 
conversión y profesión de fe. En las Iglesias de tipo bautis­
ta, dicha profesión personal de fe es una condición para ser 
bautizado. El compromiso de fe se expresa, por lo regular, 
mediante un testimonio de evangelización misionera, más 
bien agresiva, que se asemeja, a veces, a un testimonio de
Blanky
Resaltado
tipo sectario 20. La ruptura surgida en Europa fue exportada 
a los cinco continentes a través de la actividad misionera, la 
expansión colonial y la emigración masiva. Pero la ulterior 
inculturación supuso, inevitablemente, una mayor fragmen­
tación y diversificación. Un esfuerzo ecuménico realista no 
puede cerrar los ojos a esta otra dimensión centrífuga, pro­
pia del movimiento misionero.
El hecho de que las Iglesias no-católico-romanas, tanto 
ortodoxas como protestantes, tengan una estructura esen­
cialmente nacional, da la impresión, a primera vista, de una 
dispersión mayor de la que existe en realidad. La mayoría 
de las Iglesias pertenecen a una de las grandes tradiciones o 
familias confesionales, congregaciones o denominaciones. 
Son miembros de federaciones o uniones internacionales 
estructuradas, aunque diferentes en su autocomprensión 
eclesiológica, como por ejemplo la Iglesia ortodoxa, com­
puesta esencialmente por Iglesias nacionales autónomas, la 
comunión anglicana, la Federación Luterana Mundial o la 
Alianza Reformada Mundial.
La posibilidad de nuevas escisiones continúa amenazan­
do a la Iglesia, y la amenazará hasta el término de su cami­
nar histórico. Hechos más recientes nos lo recuerdan. Al 
inicio del siglo XVII y debido a la controversia jansenista 
surgió en los Países Bajos la Iglesia católica-antigua. Des­
pués del concilio Vaticano I se unió a un grupo de cristia­
nos suizos, franceses y alemanes que rechazaban el dogma 
de la infalibilidad y el primado papal. La Iglesia católica- 
antigua (Unión de Utrecht) existe todavía en varios países. 
El caso del obispo tradicionalista Lefebvre o la constitu­
ción de comunidades de católicos independientes negros en 
los Estados Unidos, ponen de manifiesto, en época recien­
te, la plena actualidad de tal amenaza.
¿Quién lanzará la primera piedra?
Al examinar las distintas causas de la desunión se des­
cubre muy pronto que son fruto de procesos históricos y 
socio-sicológicos en extremo complicados. Tratar de re­
construirlos de manera enteramente satisfactoria se revela 
prácticamente imposible. Como siempre, las verdades y los 
errores hay que buscarlos en todas las partes interesadas. 
¿Quién lanzará la primera piedra? La desunión es, sin du­
da, una consecuencia del pecado: el orgullo, la prepotencia, 
la impaciencia, la intolerancia, la lentitud en convertirse y 
reformarse, y tantos otros. Sin embargo, en toda protesta 
hay también un momento de sinceridad y verdad. La «pro­
testa» no se dirige únicamente «contra» algo. Se alza la voz 
en virtud «de» una convicción válida, aunque tal vez obs­
curecida y en parte olvidada. Ciertamente dicha protesta 
puede, a veces, resultar unilateral e intempestiva, viciada 
por la pasión y la agresividad, igual que puede ocurrir con 
la respuesta.
En todo caso, está condicionada por las circunstancias 
históricas, muchas de las cuales se nos escapan. El momen­
to de la verdad puede encerrar, también, una preciosa ad­
vertencia. Frente al mundo y a las demás, todas las Iglesias 
tienen la pretensión de autenticidad. Alguien se confiesa 
ortodoxo ante quien se considera heterodoxo; Reformado 
según la Palabra de Dios, porque está escandalizado de 
tantas pretensiones humanas, y católico, contra la sectariza- 
ción y fragmentación. Sin embargo, cada excomunión es un 
«boomerang».
A] excomulgar al hermano o la hermana acontece, a su 
vez, la separación del hermano y la hermana excomulgados. 
Por lógica interna, ambas partes se transforman, así, en 
«confesiones», una al lado de otra, o quizás contra ella. La 
comunicación queda rota en los dos sentidos. Las dos con­
fesiones marchan solas cada una por su lado, reafirmándose 
en las propias razones y justificaciones, y rechazando la re-
conciliación. Se desarrolla ideológicamente una lógica de 
autojustificación, en contraposición explícita con el que ha 
sido eliminado:de tal manera, que la división se perpetúa y 
alimenta a sí misma en un proceso de autolegitimación.
Junto al pecado y la protesta más o menos legítima, y 
dejando de lado los hechos casuales y las decisiones perso­
nales que juegan su papel en cualquier acontecimiento his­
tórico, la separación y la división están muy condicionadas 
por factores no teológicos: las frustraciones nacionales y 
culturales, así como las tensiones históricas con sus conse­
cuencias socio-sicológicas, y las racionalizaciones ideológi­
cas y teológicas que de ellas se derivan. La desconfianza 
llega, a tal punto, que se rompen las relaciones fraternas, 
porque ya no se entiende la lengua, la cultura, el modo de 
pensar y vivir del otro. De las sospechas y malentendidos 
nace la acusación de arrogancia y soberbia.
El distanciamiento puede ir de la mano de la domina­
ción cultural, que humilla con un comportamiento orgullo­
so y prepotente a quien parece más débil. Cualquier rela­
ción está envenenada por la sospecha y la desconfianza. La 
diversidad no se integra en una perspectiva más amplia. La 
tensión cultural entre el helenismo y la latinidad ha jugado 
un papel importante en la confrontación entre las Iglesias 
orientales y occidentales. La tensión secular entre Roma y 
el imperio germánico no es del todo ajena al nacimiento de 
la Reforma protestante. La aventura ambigua del colonia­
lismo moderno y sus interconexiones con la evangeliza- 
ción, siguen teniendo un peso negativo en la relación entre 
las Iglesias.
Las divergencias y la desunión tienen su propia historia. 
Desde su surgimiento han sido alimentadas, reafirmadas, 
defendidas, edificadas ulteriormente durante siglos con los 
ladrillos de una ideología, una apologética y una polémica 
que exalta las razones buenas propias, humillando, anate­
matizando c incluso satanizando al disidente. Estas actitu-
des se transforman pronto en prejuicios y símbolos fáciles, 
como el ya generalizado del papa «anticristo» y de Lutero 
«hijo del diablo». En tal clima de cosas es posible escribir 
en un elogio barroco de san Ignacio de Loyola: «De los 
despojos de Arrio, Maniqueo, Donato y demás antiguos 
herejes, Lutero ha hecho nacer un pueblo enemigo de Dios. 
Ignacio, por el contrario, instituía un ejército de santos 
doctores para destruir y abatir a Lutero y sus secuaces» 21.
Al actuar en favor de la reconciliación, hay que ser 
conscientes de que existe un muro divisorio, no sólo en las 
relaciones externas entre las diversas confesiones, sino tam­
bién en la mente de los cristianos. Por eso, una tarea priori­
taria del movimiento ecuménico consiste en desenredar ese 
amontonamiento de recuerdos e interpretaciones. Cuando 
se conoce mejor el proceso histórico y psico-sociológico de 
la separación de las Iglesias, comienzan a purificarse los 
ojos de la memoria. En su discurso a la Federación de las 
Iglesias evangélicas suizas Juan Pablo II decía: «Dar el justo 
sentido a estas memorias constituye uno de los elementos 
más importantes en el desarrollo ecuménico» 22. El docu­
mento publicado a finales de 1990 por la Comisión mixta 
de estudio católica romana-reformada, Una comprensión 
conjunta de la Iglesia, subraya la necesidad de una reconci­
liación de las memorias, «en la que comencemos a tener 
una única visión del pasado en vez de dos» 23. En la primera 
parte del documento, la comisión presenta una revisión de 
los acontecimientos que dieron vida a la Reforma del siglo 
XVI y a los comportamientos de ellos derivados, frente a la 
otra parte. El capítulo «está compuesto de relatos, escritos 
después de haber consultado a cada delegación, de nuestras
historias respectivas, unas en relación con otras, tal como 
las vemos después de cinco años de diálogos anuales» 24. 
Contribuir a esta reconcilización es tarea de los historiado­
res: ellos deben reexaminar juntos y en diálogo, los oríge­
nes, desarrollos e interpretaciones de las divergencias y se­
paraciones. El teólogo habrá de reflexionar sobre la fe, a la 
escucha de los interrogantes y las propuestas presentadas 
por las demás confesiones, revisando las impugnaciones y 
respuestas a la luz de la investigación actual.
También en el plano de la memoria colectiva, desde ha­
ce tiempo calmada, hay que emprender un esfuerzo. Esta 
memoria colectiva se ha ido forjando debido a campañas 
denigrantes a través de la predicación, el catecismo y la lite­
ratura popular, proclive a la calumnia. Una polémica re­
duccionista ha generado idiosincrasias y neurosis confesio­
nales que siguen distorsionando la visión. La memoria, en 
realidad, no se refiere únicamente al acto puntual de «re­
cordar» como tal, sino que mira también al contexto, es 
decir, los condicionamientos y prejuicios personales y co­
lectivos, en el que nacen los recuerdos. Para alcanzar la ver­
dadera reconciliación no basta una conciencia racional de 
los hechos; se necesita, además, la voluntad y la conversión, 
o lo que es lo mismo, la acción misma de reconciliarse. 
Hay que pasar de la antipatía y la contradicción secular, a 
la simpatía, la acogida y el diálogo.
No solamente confesional
Un movimiento dedicado al restablecimiento de la uni­
dad que se limitase, únicamente, al aspecto confesional, se­
ría una caricatura de la llamada evangélica. La separación y 
la división del mundo cristiano no puede quedar reducida
Blanky
Resaltado
sólo a su dimensión puramente eclesiástica y confesional. 
Todos los conflictos políticos y sociales afectan también a 
las relaciones internas de la Iglesia. Por esa razón, el movi­
miento ecuménico, desde sus inicios, ha puesto sus ojos en 
los problemas que afligen a la comunidad humana. La uni­
dad de la Iglesia y de la humanidad están íntimamente liga­
das. Lo que divide al mundo divide también a la Iglesia. Si 
la Iglesia quiere ser signo profético creíble y sacramento de 
comunión y reconciliación, no puede dejar de interesarse 
por ellos. En esta perspectiva hay que entender la sensibili­
dad del movimiento ecuménico hacia el conflicto entre po­
bres y ricos, entre el Norte y el Sur, y su compromiso con­
tra el racismo y el apartheid, así como en favor de los dere­
chos de la persona humana y el pleno reconocimiento del 
papel de la mujer en la Iglesia y la sociedad.
La misma preocupación se manifiesta en el Procedi­
miento conciliar para la justicia, la paz y la integridad de la 
creación, y en el programa teológico de la Comisión de Fe y 
Constitución sobre la Unidad de la Iglesia y la renovación 
de la comunidad humana. En un documento de la comi­
sión se llama la atención sobre el hecho de que el restable­
cimiento de la comunión entre las Iglesias tiene su lugar en 
una perspectiva más amplia. Es signo profético de la irrup­
ción del «shalom» del Reino de Dios. La paz bíblica «no es 
sólo ausencia de conflictos, sino un estado de bienestar y 
armonía, en el que todas las relaciones entre Dios, la huma­
nidad y la creación están perfectamente ordenadas» 25. El 
movimiento ecuménico adquiere, así, una amplitud desco­
nocida para muchos, lo cual molesta a algunos porque lo 
consideran una traición. En realidad, lo único que quiere 
mostrar es que la reconciliación y la unidad constituyen un 
todo.
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Resaltado
Si no existe una preocupación por la unidad mayor, el 
esfuerzo por la unidad eclesial resulta poco creíble.
«En este sentido universal que abarca a toda la humanidad y 
sus divisiones, se dan ‘pasos hacia la unidad’ cuando, dentro de 
nuestros esfuerzos ecuménicos, cristianos de diversa nacionali­
dad, raza, color de la piel, cultura, con distintas convicciones so ­
ciales y políticas y de diversa extracción social, se encuentran en 
la comprensión mutua y se tienden la mano unos a otros en la 
reconciliación. ‘Pasos hacia la unidad’, en este sentido más am­
plio, son también todos los esfuerzos que hacemos cuando tra­
bajamos juntos por la paz, la justicia y la reconciliación del mun­
do, para eliminar, así, los prejuicios políticos (o confesionales) y 
todas las autojustificacionesque de ellos se derivan» 26.
El movimiento ecuménico no puede limitarse a poner 
de acuerdo las diferencias propias de la diversidad humana 
y cultural. Más bien, tiene como principal tarea reconciliar 
lo que está separado y dividido, y que daña, en consecuen­
cia, la unidad fundamental de la Iglesia. El que se casa se 
enfrentará, inevitablemente, con la diversidad del compañe­
ro o compañera. Quien se reconcilia después de un divor­
cio tiene, además, que afrontar la separación y la ruptura. 
Debe perdonar y reconciliarse, asumiendo el peso de la di­
vergencia acrecentada entre tanto. El esfuerzo ecuménico es 
análogo. A partir de su compromiso ecuménico, las Iglesias 
son invitadas a dar este paso de conversión, perdón y re­
conciliación.
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Resaltado
Unidad y reconciliación
II
La desunión de las Iglesias es, por tanto, una realidad 
amarga y escandalosa. Contradice la propia esencia del 
Evangelio. La unidad de la Iglesia y la urgencia del perdón 
y la reconciliación están, en cierto modo, impresas en el 
fundamento mismo del mensaje de Cristo.
«Credo ecclesiam unam...»
«Las Iglesias-miembros del Consejo ecuménico se basan en 
el N uevo Testamento para afirmar que la Iglesia de Cristo es 
una. El movimiento ecuménico debe su existencia al hecho de 
que este artículo de fe se impone a los creyentes, hombres y mu­
jeres, de manera consciente, con una fuerza irresistible, en un 
gran número de Iglesias» '.
Las Iglesias cristianas profesan, con las mismas palabras 
del símbolo ecuménico de Constantinopla, que la Iglesia es 
«una, santa, católica y apostólica». Esta confesión de fe 
aparece en todos los catecismos de las distintas confesiones. 
Calvino, comentando la palabra católica, escribe: «Esta so­
ciedad es católica, es decir, universal, porque no existen dos 1
o tres Iglesias; sino que los elegidos de Dios están, de tal 
manera unidos e integrados en Cristo, que así como depen­
den de una cabeza, igualmente crecen formando un cuerpo, 
uniéndose unos con otros, lo mismo que se articulan los 
miembros de un mismo cuerpo» 2. En un comentario re­
ciente sobre la fe apostólica en la actualidad, publicado por 
el Consejo ecuménico de las Iglesias, se describe la unidad 
de la Iglesia del modo siguiente:
«Dentro de la diversidad de Iglesias locales sólo existe una 
Iglesia. Todos los bautizados están incorporados en un único 
cuerpo, y son llamados a dar testimonio de su solo y único Sal­
vador. La unidad de todos los cristianos debe expresarse visible­
mente en la unidad de la fe fundamental y en la vida sacramental. 
El único bautismo, la única Sagrada Escritura, las confesiones de 
fe de la Iglesia antigua y la oración común, manifiestan esta uni­
dad visible que sólo puede llegar a su plenitud en la única cele­
bración conjunta de la eucaristía. Esta unidad no significa uni­
formidad, sino un vínculo orgánico entre todas las Iglesias loca­
les dentro de su legítima diversidad, de tal manera que todos los 
bautizados, profesando la misma fe, son capaces de compartir los 
mismos sacramentos, particularmente la eucaristía, signo de uni­
dad en el cuerpo de Cristo (conciliaridad^diversidad reconcilia­
da)» 3.
Con ocasión del tercer encuentro de los representantes 
del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa 
(C CCE) y de la Conferencia de las Iglesias europeas 
(KEK) en Riva del Garda (octubre de 1984), se publicó un 
texto común en el que los participantes confesaban juntos 
su fe como fuente de esperanza. Respecto a la unidad de la 
Iglesia afirmaban:
«L a Iglesia, pueblo elegido por el Padre, cuerpo de Cristo, 
templo y construcción del Espíritu Santo, constituye el seno de
la nueva vida que D ios Trinidad nos ha concedido. Esto es lo 
que podemos afirmar todos juntos, con la esperanza de que es­
cuchando la Palabra de Dios tengamos, también, un mismo pen­
samiento. La Iglesia es una porque ella es el pueblo congregado 
en la unidad del Padre, del hijo y del Espíritu Santo (Cipriano, 
de O ratione dom inica, 23, PL 4.553). Los signos de esta unidad 
son el único bautismo, la única Sagrada Escritura del Antiguo y 
N uevo Testamento, las confesiones de fe de las Iglesia antigua, la 
oración común, y esperamos que un día la única eucaristía nos 
reúna a todos» 4.
En los años 1988-1990, el Grupo mixto de trabajo de la 
Iglesia católica romana y del Consejo ecuménico de las 
Iglesias publicó un estudio sobre la Iglesia local y univer­
sal, manifestando también esa fe de que «sólo existe una 
única Iglesia de Dios, ya sea que se exprese local o univer­
salmente». 5
En su esencia, sin embargo, la Iglesia es una en la histo­
ria y en el espacio; unidad que es más profunda que sus 
concreciones históricas y locales. También su plasmación 
más universal posible es, necesariamente, temporal y provi­
sional. La unidad de la Iglesia es un don y participación en 
la comunión trinitaria, visible sacramentalmente, y vivida 
en la humildad, fragilidad e insuficiencia de la historia hu­
mana, lugar, al mismo tiempo, de gracia y pecado, de elec­
ción y paciencia divina. La desunión y la infidelidad no son 
capaces de destruir la unidad concedida a la Iglesia. «En el 
plan de Dios, la Una Sancta es creación de Dios - una rea­
lidad escatológica que se hace presente en el curso de la 
historia, desde los inicios (Ecclesia ab Abelj hasta la venida 
de Cristo glorioso» 6. ¡Gracias a Dios, los muros de la divi­
sión no llegan hasta el cielo!
Blanky
Resaltado
El documento ya mencionado de la Comisión mixta de 
estudio católica romana-reformada, Hacia una compren­
sión conjunta de la Iglesia, llama la atención sobre el des­
acuerdo interconfesional existente respecto a la relación en­
tre la Iglesia una, objeto de la fe y confesada en el símbolo, 
es decir la Iglesia según el designio divino, por una parte, y 
su realización histórica y provisional, por otra. Esta última 
se manifiesta únicamente en la limitación histórica humana 
y, hoy en día, en un conglomerado de confesiones, Iglesias, 
comunidades y sectas que tienen todas como referencia a 
Cristo y su Evangelio.
En el movimiento ecuménico las Iglesias están de acuer­
do en rechazar un concepto de unidad que admita la sepa­
ración clara y precisa entre la Iglesia una, aunque invisible, 
de un lado, y las Iglesias instituidas y visibles por otro. Y 
cada Iglesia reivindica un vínculo con la Iglesia una, confe­
sada en el símbolo. Este nexo le confiere su verdadera legi­
timidad, ya sea como Iglesia «ortodoxa», «católica», o co­
mo «reformada según la Palabra de Dios», llamándola a la 
obediencia y responsabilidad, para vivir de una forma más 
visible la unidad confesada. Pero las Iglesias no se ponen de 
acuerdo sobre la modalidad de esta unidad fundamental y 
la relación que hay entre visibilidad e invisibilidad de la 
Iglesia. La tradición protestante enseña que la unidad con­
siste en un conjunto de Iglesias completamente autónomas 
que se ponen de acuerdo y se aceptan mutuamente en tor­
no a la predicación del Evangelio, la administración de los 
sacramentos y una solidaridad fraterna de servicio y testi­
monio. ¿O existe, en cambio, un vínculo estrecho entre la 
Iglesia como tal y una expresión determinada de ella, la 
cual, gracias a la fidelidad de Dios, ha permanecido subs­
tancialmente fiel, en su fe y constitución, a la llamada origi­
nal, a pesar de todas las tempestades que la han sacudido y 
golpeado durante su existencia histórica? ¿Sería ésta la pos­
tura de la Iglesia ortodoxa, la cual está íntimamente con­
vencida y consciente de que es la depositaría y testigo de la
fe y tradición de la Iglesia indivisible, una, santa, católica y 
apostólica? 7 La misma persuasión se pone de manifiesto en 
los decretos Lumen Gentium y Unitatis Redintegratio del 
Vaticano II.
Aunque la Iglesia católica ya no habla de una identifica­
ción pura y simple de la dimensión escatológica de la Igle­
sia con su realización histórica, mantiene, sin embargo, la 
profunda convicción de fe de que en ella sigue subsistiendo, 
sin posibilidadde extraviarse, la Iglesia tal como fue insti­
tuida por Cristo 8. La unidad de la Iglesia está, pues, inse­
parablemente ligada a una institución claramente identifica- 
ble, que se convierte en el eje de cualquier esfuerzo para el 
restablecimiento de la unidad eclesial. Es evidente que tal 
diferencia en la orientación eclesiológica tiene consecuen­
cias inmediatas en el compromiso ecuménico de cada Igle­
sia y en las mutuas relaciones. La solución «federalista» que 
correspondería a la primera propuesta, no sería satisfactoria 
para la segunda. No obstante, hay el peligro de que las 
Iglesias de tipo católico minimicen la dimensión genuina- 
mente eclesial de las demás Iglesias. A la teología ecuméni­
ca le queda la tarea de reflexionar ulteriormente sobre las 
implicaciones de la reinterpretación positiva que ofrece la 
Declaración de Toronto, del Consejo ecuménico de las 
Iglesias (1950) y el Concilio Vaticano II, en torno a la doc­
trina tradicional de los «vestigios de la Iglesia» (vestigia ec- 
clesiae), afirmando de manera global que:
«Además de los elementos o bienes que en su conjunto cons­
tituyen y vivifican a la Iglesia, algunos, o mejor, muchísimos y 
muy importantes, pueden encontrarse fuera del recinto visible de 
la Iglesia católica: la Palabra de D ios escrita, la vida de la gracia,
la fe, la esperanza y la caridad, y algunos dones interiores del 
Espíritu Santo, y elementos visibles...» 9.
La tarea ecuménica exige una conversión hermenéutica, 
es decir, que el punto de vista y la perspectiva eclesiológi- 
cas deben ser correctas. Así como antes cada Iglesia se con­
sideraba el centro y el criterio último de verdad, ahora tie­
nen que tener en cuenta las relaciones recíprocas, y refle­
xionar, en primer lugar, sobre el nexo que tienen con la 
realidad que las trasciende: la Iglesia según el plan de Dios, 
el Reino de Dios y la creación. Aun en el caso de que una 
valoración diferente del propio papel, en el conjunto de la 
actividad ecuménica, siga dividiendo a las diferentes ecle- 
siologías confesionales, la introducción de una perspectiva 
más grande contribuirá a valorar las mutuas relaciones den­
tro de un horizonte más amplio. La eclesiología católica ha 
de valorar, plenamente, el hecho reconocido de que el Es­
píritu de Cristo se sirve de todas las Iglesias como instru­
mentos de salvación. La aceptación de este hecho lleva a la 
superación del aislamiento confesional y sirve de funda­
mento a una profundización ulterior de la comunión ya 
existente entre las Iglesias, a pesar de que persista todavía la 
separación.
«Perdónanos... como nosotros perdonamos»
Las Iglesias están dividas y separadas entre sí. El cami­
no -angosto y humilde, en realidad- hacia la unidad, pasa a 
través del perdón y la reconciliación. El movimiento ecu­
ménico es esencialmente un movimiento de reconciliación. 
Por eso mismo es, también, un camino profundamente 
evangélico. No es difícil demostrar que el perdón y la re-
conciliación constituyen el corazón del Evangelio. Por otra 
parte, pensamos demasiado fácilmente, sobre todo, en la re­
conciliación individual. Las Iglesias se presentan, de buena 
gana, como profetas de paz y reconciliación en las relacio­
nes personales y sociales. Las exhortaciones a la fraterni­
dad, solidaridad y paz resuenan a menudo, con justo título, 
en la predicación. ¿Pero no deberíamos estar más atentos y 
tratar de aplicar esta profecía a la reconciliación de las dis­
tintas confesiones e Iglesias entre sí? De hecho, éste es el 
único campo que queda plenamente bajo la responsabilidad 
de las comunidades cristianas. Después de haber asumido el 
escándalo de la división, nuestra culpa es mayor por no ha­
ber hecho todo lo posible -al menos algo más- para recon­
ciliarnos. El perdón recíproco entre las Iglesias cristianas es 
una señal poderosa que invita al mundo a construir, con 
todo empeño, la solidaridad y la paz. Muchas exhortacio­
nes resultan poco convincentes porque no corresponden al 
esfuerzo en el campo de la propia responsabilidad. El resta­
blecimiento de la unidad podría alcanzar una dimensión 
«política», al convertirse en un signo profético en la polis, o 
sea la ciudad secular. «La Iglesia manifiesta cierta audacia 
cuando afirma que es signo de la unidad futura de la huma­
nidad...» 10.
La aplicación de algunos textos del Nuevo Testamento 
a la actividad ecuménica puede reavivar la conciencia de la 
urgencia de la reconciliación.
En un contexto bastante diverso, san Agustín enseña 
que orar con la misma plegaria mueve a la concordia. To­
dos los cristianos, dice, -incluidos los donacianos- rezan el 
mismo Padre Nuestro: «Tú dices como yo, Padre nuestro
que estás en los cielos. Si decimos lo mismo, ¿por qué no 
tenemos la misma paz?» 11 ¿No contiene el Padre Nuestro 
el secreto para alcanzar la paz, si las Iglesias aplicaran a sus 
relaciones mutuas el nexo que existe entre el perdón divino 
y el humano? «Perdónanos nuestras deudas, que también 
nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12; Le 
11,4). Y con insistencia Mateo añade: «Pues si perdonáis 
sus culpas a los demás, también vuestro Padre del cielo os 
perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, 
tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas (Mt 6,14- 
15). Para quien no perdona hay una severa advertencia: 
«Pues lo mismo -es decir, la entrega a los verdugos- os 
tratará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón, cada 
uno a su hermano» (Mt 18,35). El evangelista Marcos vin­
cula idéntica recomendación con la oración: «Y cuando es­
téis de pie orando, perdonad lo que tengáis contra otros, 
para que también vuestro Padre del cielo os perdone vues­
tras culpas» (Me 11,25). Este texto nos lleva a otra palabra 
exigente del Señor que presenta Mateo en el discurso de la 
Montaña: «En consecuencia, si yendo a presentar tu ofren­
da al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo 
contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y ve primero a 
reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu 
ofrenda» (Mt 5,23-24). La reconciliación aparece como una 
dimensión de la radicalidad cristiana que va más allá de la 
justicia y la prudencia de los doctores y los fariseos. No se 
trata de una «deuda» del hermano o la hermana hacia noso­
tros, sino de «algo» indefinido que marca las relaciones 
mutuas. La falta de reconciliación desvirtúa, de manera de­
cisiva, la ofrenda presentada. La meditación de estos ver­
sículos encierra una gran responsabilidad ecuménica. En 
realidad, las comunidades eclesiales, con demasiada fre­
cuencia, van a ofrecer tranquilamente sus ofrendas al Señor
sin ponerse a pensar si otras comunidades tienen «algo» 
contra ellas, y sin preocupación alguna por reconciliarse.
Leamos la parábola del hijo pródigo en una perspectiva 
ecuménica (Le 15,11-32). Veamos, esta vez, en los dos her­
manos no a individuos sino a comunidades eclesiales. A la 
luz de la narración, lo importante no es determinar qué co­
munidad se identifica con el hermano menor que despilfa­
rra todo y termina en la perdición y la desgracia en una 
país lejano donde la gente no tiene corazón siquiera para 
darle las algarrobas de los cerdos, y que descubre allí, poco 
a poco, en la desolación, la gracia; ni tampoco a quién re­
presenta el hermano mayor que permaneció fiel... pero que 
podría, sin embargo, perder la gracia, porque rehúsa acer­
carse al Padre para reconciliarse con el hermano muerto y 
devuelto a la vida. Por desgracia, las Iglesias también se han 
sentido seguras de sí mismas, «Mira cómo te sirvo...», exco­
mulgando a las demás comunidades, en la época del cisma 
y la herejía. La parábola, sin embargo, es como un calei­
doscopio. El hermano menor vuelve arrepentido a la casa 
del padre -Dios misericordioso-, y encuentra la plena re­
conciliación. El hermano mayor -que trabaja fiel a su de­
ber, «fuera» «en los campos» se niega a entrar en el ámbito 
de la reconciliación junto al Padre. En la memoria del 
mayor, el menor aparece excomulgado-«ese hijo tuyo (¡y 
no mi hermano!) que se ha comido tus bienes con malas 
mujeres...». Lucas, sin embargo, deja abierta la respuesta 
del muchacho. A nosotros nos toca, como comunidades e 
Iglesias, dar una respuesta entrando en el ámbito del per­
dón y la reconciliación, sin enorgullecemos de nuestras re­
formas y ortodoxias.
Escribiendo a los efesios, el autor de la carta afirma que, 
en la cruz, Cristo ha reconciliado con Dios a dos mundos 
en un solo cuerpo. Ciertamente el autor habla de la divi­
sión entre judíos y gentiles (Ef 2,11-22); para nosotros, sin 
embargo, el llamamiento incluye una invitación a eliminar
toda forma de hostilidad en el cuerpo de la Iglesia y en el 
mundo. Con mucha más razón, por tanto, entre quienes se 
encuentran «cercanos» en la fe, aunque todavía «separa­
dos». Cristo es nuestra paz. En la cruz destruyó el muro de 
separación. Hace poco, Th. P. Rausch escribía justamente: 
«Tal vez, el mayor obstáculo para el avance ecuménico se 
encuentra en el hecho de que pocos cristianos desean ver­
daderamente la reconciliación» 12 *.
El drama de la división se sitúa dentro de la única Igle­
sia de Dios. Es una separación y desunión en el interior de 
la propia familia, un conflicto entre hermanos y hermanas. 
Por eso, tal vez, el litigio ha sido tan áspero y duro, llegan­
do incluso a culminar en el odio fratricida de las guerras de 
religión. El fundamento de la reconciliación sólo puede 
consistir en la toma de conciencia de todo lo que tenemos 
en común. La Sagrada Escritura, el Antiguo y el Nuevo 
Testamento, constituye para todos los cristianos el testimo­
nio normativo de lo que Dios ha realizado en favor de su 
pueblo, en Israel y en Cristo, y sigue haciendo en su Iglesia 
y en el mundo. Hemos sido bautizados con un mismo bau­
tismo. Por tanto, el reconocimiento recíproco del bautismo 
común es una de las columnas que sostienen la actividad 
ecuménica. Un tesoro de oraciones, entre las que se en­
cuentran los salmos y el Padre Nuestro, nos reúnen en 
Cristo ante el Padre, quien al darnos el Espíritu nos hace 
gritar «¡Abba Padre!» (Rm 8,15). Cabe recordar, ahora, 
una experiencia de los inicios del movimiento ecuménico, 
que aparece mencionada en el mensaje de la Conferencia 
Mundial de Estocolmo (1925), y que se ha repetido innu­
merables veces desde entonces: «Cuando recitábamos jun­
tos, cada uno en su propia lengua materna, la oración del 
Padre Nuestro, descubríamos como una nueva conciencia
de la unidad de nuestra fe, y sentíamos, como nunca antes, 
que la Iglesia de Dios es una, a pesar de sus divisiones» 13.
Al celebrar la eucaristía recordamos la misma pasión del 
Señor, su sacrificio y su Pascua por nuestra redención. Co­
mo las divergencias respecto a la eucaristía constituyen el 
centro de la división y hacen todavía imposible la plena co­
munión en la misma eucaristía, con frecuencia, resulta difí­
cil garantizar plenamente las convergencias y acuerdos al­
canzados. Además, hemos observado que el Vaticano II no 
deja de mencionar entre los bienes compartidos, la vida de 
la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y demás dones 
interiores del Espíritu Santo. Enumera, así, realidades que 
no pueden quedar circunscritas a categorías y cantidades 
bien definidas, haciendo referencia a una unidad espiritual 
mucho más profunda, o mejor aún, fundamental.
Cristo crucificado será quien juzgue nuestra desunión. 
Sólo cuando todos los cristianos de cada confesión miren 
-en silencio- a aquel a quien traspasaron (Zac 12,10 - Jn 
19,37), tomando conciencia existencialmente de que con­
templan al mismo Señor, descubrirán una comunión más 
profunda en el sentirse necesitados ante el Señor que los ha 
amado hasta el fin, en obediencia hasta la muerte (Jn 13,1 - 
Flp 2,8). La imagen de Cristo crucificado tiene un significa­
do ecuménicamente eficaz.
La tercera Conferencia mundial de Fe y constitución 
reunida en Lund (1952) reconoce la cercanía de todos los 
cristianos congregados en torno a la cruz: «Nuevamente se 
ha demostrado verdadero el hecho de que en la medida que 
nos acercamos a Cristo nos aproximamos también unos a 
otros» H. Y añade, «porque creemos y esperamos en Jesu- 15
cristo crucificado y resucitado, el cual actúa ya en nosotros 
según el designio de su perfecta voluntad, y recoge, al mis­
mo tiempo, cada partícula de esfuerzo obediente orientado 
al cumplimiento de tal fin» 15.
El movimiento ecuménico no se reduce sólo al restable­
cimiento de la comunión formal y visible entre las Iglesias 
cristianas. Se trata, esencialmente, de una obediencia al 
Evangelio. A la convicción de que la unidad de la Iglesia es 
un don y una gracia de Dios, corresponde por parte del 
hombre la responsabilidad ineludible de realizarla. Para es­
te fin, debe emplear toda su imaginación, coraje, inteligen­
cia, corazón y voluntad. Y ha de asumir los riesgos que ello 
comporta. No hay otro camino, por muy largo, monótono 
y arduo que sea. Las dificultades y los riesgos, sin embar­
go, no pueden convertirse en excusas para la inactividad y 
el aplazamiento. Al deseo de comunión y reconciliación 
podría aplicársele la palabra del Maestro Eckhart: «ahí está 
Dios que escucha y espera... Te ama mil veces más que tú a 
él» 15 16. De igual forma, Dios espera también nuestro esfuer­
zo de reconciliación.
Concluyamos este capítulo con una exhortación de 
Bessarión a los padres del concilio de Florencia. Exhorta­
ción que no ha perdido nada de su vigencia:
«¿Q ué excusa podem os aducir para justificar nuestro negati­
va a reunirnos con ellos? ¿Q ué vamos a responder a Dios para 
dar razón de que estamos separados de los hermanos dado que 
Cristo bajó del cielo, se hizo hombre y fue crucificado para reu­
nirnos y conducirnos como un rebaño? ¿Cóm o nos defendere­
mos ante las generaciones futuras, más aún, ante nuestros con­
temporáneos, por las desgracias ocasionadas?» 17
El movimiento ecuménico contemporáneo
III
Los inicios:
hacia el Consejo ecuménico de las Iglesias
En la historia de las Iglesias cristianas el proceso de di­
visión ha tenido, por desgracia, un peso mayor que el de 
los intentos de reconciliación. Sin embargo, la mala con­
ciencia, impulsada por circunstancias culturales y políticas 
particulares, dio lugar a algunas iniciativas de acercamiento. 
Recuerdo de ello son los concilios ecuménicos de Lyón II 
(1274) y Florencia (1439), que restablecieron la unidad, un 
tanto efímera e impugnada, entre la Iglesia oriental y occi­
dental. Tampoco los reformadores protestantes buscaban la 
ruptura. Calvino lamentaba que no se veía, en absoluto, 
que predominara la sagrada unidad entre los miembros de 
Cristo, a la que todos confiesan con los labios pero pocos 
buscan con sinceridad. Añadía: «Por lo que a mí respecta, 
si mi presencia se considerara útil, no dudaría en atravesar 
diez océanos, si fuese necesario, para afrontar este proble­
ma» '.
Diego Laínez (1512-1565), contemporáneo suyo, teólo­
go en el concilio de Trento y segundo general de la Com­
pañía de Jesús, con ocasión de dicho concilio escribe: «Es­
peremos que el Espíritu Santo, así como en otros concilios 
ha unificado grandes divergencias, lo haga ahora con las ac­
tuales, y que la Divina Providencia, del mal de la separa­
ción extraiga el bien de la unidad y la reforma de su Igle­
sia» 2. Entre los nombres que merecen mención especial es­
tá el de Desiderio Erasmo (1469-1536). Con su espíritu 
conciliador influyó en los intentos de mediación en la épo­
ca de la Reforma. Los nombres, publicaciones y propuestas 
dignos de ser mencionados quedaron, por otra parte, mar­
ginados, y únicamente a la luz del movimiento ecuménico 
actual han adquirido un interés histórico. Con todo, tanto 
los católicos como los protestantes veían con sospecha es­
tas tentativas, pues desconfiaban de un modo de actuar más 
conciliador y menos dogmático. Capítulo a parte sería el 
estudio de los intentos de unión entre las diversas corrien­
tes al interior de la propia reforma protestante, vulnerada 
por

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