Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
E.S.R. Digitalizaciones Título original: Introduzione alia teología ecuménica. Traducción: Jesús Ben- goechea. Cubiertas: Horixe Diseño, Pamplona. © Edizioni Piemme S.p.A. © Editorial Verbo Divino, 1992. Es propiedad. Printed in Spain. Fotocomposición: Cometip, S. L., Plaza de los Fueros, 4. 31010 Barañáin (Navarra). Impresión: Gráficas Lizarra, S. L., Ctra. Tafalla, Km. 1, 31200 Estella (Navarra). Depósito Legal: NA. 1.632-1993 ISBN: 84 7151 943 7 Aquel mismo día hubo dos discípulos que iban camino de una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén, y comentaban lo sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos.. «Q uédate con nosotros, que está atardecien do...». El entró para quedarse. Recostado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo ofreció. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron... Le 24 Introducción «Por muchas razones todos amamos la paz y deseamos la concordia. Valoramos mucho la unidad de los cristianos, pero entre nosotros existen diversas opiniones sobre cómo alcanzar este gran don, y qué medios utilizar para llevar a buen término esta sagrada tarea. En esto estamos divididos» '. Estas palabras fueron pronunciadas en 1439 en el conci lio de Florencia, que llevó a cabo una efímera unión entre la Iglesia occidental y oriental. Las pronunció el famoso ar zobispo ortodoxo -y después cardenal- Bessarión (c. 1400- 1472) en el discurso dogmático acerca de la unidad. Des pués de 500 años, esas palabras siguen dejándonos pensati vos. El cuarto informe oficial del Grupo mixto de trabajo entre la Iglesia católica y el Consejo Ecuménico de las Igle sias (CEI) (1975) parece hacerlas suyas cuando afirma «La naturaleza de la comunión por la que nos mantenemos uni dos no puede todavía ser descrita conjuntamente en térmi nos concretos» 1 2. El compromiso ecuménico tiene su raíces en la concien- cia viva del escándalo objetivo que supone la división entre cristianos y sus Iglesias. La historia de las Iglesias cristianas manifiesta que siempre ha habido un malestar por esta si tuación anómala. De este escándalo se ha ido tomando más conciencia desde finales del siglo XIX. El movimiento ecu ménico tiene como principal objetivo el hacer consciente y buscar las vías adecuadas para restablecer la comunión ecle- sial. En el Decreto sobre el ecumenismo, Unitatis Integra do, el concilio Vaticano II habla de la aspiración que sien ten las diferentes Iglesias «a la Iglesia de Dios una y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mun do, para que éste se convierta al Evangelio y así se salve para la Gloria de Dios» 3. El Consejo Ecuménico de las Iglesias describe la finalidad de la tarea ecuménica en su conjunto, al definir su principal objetivo como llamamiento a las Iglesias a alcanzar la meta de la unidad visible en una fe única y en la comunión eucarística, expresada en el culto y en una vida común en Cristo, invitándolas a progresar en la unidad para que el mundo crea 4. Una palabra extraña: oikoumené Para sintetizar esta tarea se emplea el término ecuméni co/ ecumenismo. La palabra se deriva del griego y significa probablemente poco para los no aficionados al trabajo, quienes la confunden fácilmente con otra palabra más fami liar y, por lo demás, etimológicamente afín, economía. Sin embargo, quien utiliza palabras extrañas para expresar rea lidades cotidianas corre el riesgo de construir una barrera entre el que escucha y dicha realidad. En vez de desenmas carar el escándalo de la desunión que debería inquietar a todos los cristianos, se lo reduce a un asunto para «especia listas in rebus oecumenicis», un género especial, junto a tantos otros, como la astronomía, la ornitología o la herál dica. La palabra exótica debilita la urgencia de la tarea. ¿Acaso es menos urgente el remedio porque la enfermedad lleve un nombre extraño? La urgencia de un compromiso serio en pro del resta blecimiento de la comunión entre las Iglesias cristianas ha sido reafirmada con insistencia y autoridad. El informe ya mencionado del Grupo mixto dice: «No es un lujo que puede ser olvidado, ni tampoco una tarea que pueda dejarse en manos de especialistas, sino que se trata, más bien, de una dimensión fundamental de la vida de la Iglesia, a todo nivel, y de la vida de los propios cristianos» 5. El 25 de junio de 1985, con ocasión del 25 aniversario del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, Juan Pa blo II afirmaba con insistencia y firmeza ante la Curia ro mana: «Insisto en reafirmar que la Iglesia católica está comprometi da en el movimiento ecuménico con una decisión irrevocable, y que quiere contribuir a él con todas sus fuerzas. Y para mí, obis po de Roma, eso constituye una de mis prioridades pastorales» 6. Desde el principio hay que subrayar tanto la importan cia eclesial como la urgencia que tiene la reconciliación en función del restablecimiento de la comunión entre las Igle sias. No se trata sólo de una mayor tolerancia, o incluso de benevolencia y amistad entre cristianos -que son cierta mente presupuestos irrenunciables-, sino de una reconcilia ción corporativa entre las Iglesias con todo su peso históri co. Blanky Resaltado La palabra ecumenismo/ecuménico sintetiza esta preo cupación. Tiene, por tanto, un contenido programático. El adjetivo ecuménico, sin embargo, es utilizado en dos senti dos diversos. El primero, antiguo y tradicional en el len guaje eclesiástico. El segundo, nuevo, aunque ya generali zado 7. En el sentido tradicional sigue todavía usándose en expresiones como patriarca ecuménico o concilio ecuméni co. Estas últimas provienen de una evolución semántica del participio griego «oikoumené», que significa el «mundo ha bitado»* o sea «civilizado», en oposición al «bárbaro». Concretamente se refería, primero, al mundo helénico, des pués, al único imperio bizantino-romano ya cristianizado y, finalmente, a la Iglesia considerada en su catolicidad. El vínculo entre la Iglesia y el emperador bizantino como ga rante político de la ortodoxia doctrinal y la unidad externa de la Iglesia, se encuentra en el sentido original de «patriar ca ecuménico», o lo que es lo mismo, el patriarca de la ciu dad imperial de Constantinopla, y de «concilio ecuméni co», es decir, el concilio general convocado, precisamente, bajo el patrocinio del emperador. Durante la era patrística y en la época de la Iglesia no dividida, ecuménico «significa, ante todo, lo que se ajusta a la ortodoxia común de Oriente y Occidente, y lo que favorece a dicha ortodoxia en la perspectiva de la unión entre los dos mundos» 8. Después de la ruptura entre Oriente y Occidente la palabra conti nuó empleándose también en la Iglesia latina, para indicar el concilio «ecuménico», universal y general, y los símbolos de la fe «católicos y ecuménicos». Ecuménico significa, pues, en este primer sentido, la universalidad y catolicidad externa de la Iglesia. En el sentido que tiene hoy en día como actividad in terconfesional para la unión de las Iglesias o el comporta miento espiritual correspondiente, la palabra aparece sólo esporádicamente en el siglo XIX. Unicamente hacia 1920- 1930 comenzará a usarse de manera corriente. En 1917 el arzobispo luterano de Upsala, Nathan Sóderblom (1866- 1931), invita a una conferencia que es descrita como «ecu ménica». En 1919 propone la creación de un «concilio ecu ménico de las Iglesias». En la época de la primera Confe rencia mundial del Cristianismo práctico realizada en Esto- colmo (1925), la palabra es utilizada ampliamente en Ale mania y Suecia. En 1937, la Conferencia de Fe y Constitu ción de Oxford afirma: «El término ecuménico alude a la expresión de la historia de la unidad ya concedida a la Iglesia. El pensamiento y la acción de la Iglesia son ecuménicos en la medida que tratan de realizar la Una Sancta, la comunidad de los cristianosque reconocen al único Señor» 9. Hasta el concilio Vaticano II se percibe en la Iglesia ca tólica una gran reticencia frente a este vocablo. La Enciclo pedia Católica aún lo define en 1950, subrayando en el ar tículo su contradicción con la fe católica. Dice así: «En sentido específico, ecumenismo es la teoría más reciente elaborada por los movimientos interconfesionales, especialmente protestantes, para alcanzar la unión de las Iglesias cristianas... Para los católicos las vías del ecumenismo, en el sentido original del término, están cerradas...» I0. El concilio Vaticano II, sin embargo, ha eliminado cual quier duda o vacilación, dando a la palabra su pleno dere cho a existir en la Iglesia católica, aclarando en la Unitatis Redintegratio «los principios católicos del ecumenismo». Con todo, subsiste un matiz diverso que no hay que olvi dar. En los ambientes católicos, «ecuménico» se emplea en un sentido más bien restringido para indicar la actividad específica en función del restablecimiento de la unidad. En el ámbito del Consejo Ecuménico de las Iglesias se abre una perspectiva bastante más amplia; junto al esfuerzo particu lar se señala también la comunión provisoria, pero ya vivi da en el culto, el servicio y la misión, que ha encontrado ya una expresión transitoria en el propio Consejo Ecuménico y en otras iniciativas. Esta diferencia es importante para comprender mejor las distintas orientaciones presentes al interior del movimiento ecuménico. Se ha abierto una perspectiva más amplia aún con el lla mado «ecumenismo secular» ". Este término ha sido defini do como la «consecuencia ecuménica de una teología y una fe, basadas en el compromiso global de la Iglesia en el mundo secular». Y el convencimiento de «que nuestro pen samiento y nuestra acción deben estar centrados en el mun do secular, y que la expresión mejor de este trabajo es el servicio a los hombres como lo hizo Jesús». Como vere mos, esta visión representa, también, una tradición cons tante en el movimiento ecuménico. A veces, la palabra hace referencia a cualquier esfuerzo de unión y reconciliación entre todas las religiones inclui das las no cristianas; más aún, entre todos los pueblos. Tiende a reducir la importancia del movimiento intra-cris- tiano considerándolo un esfuerzo ya superado y, por tanto, poco adecuado. Aunque se puede aceptar plenamente el re to que plantea una crítica así, seguiremos usando el término «ecuménico», en su sentido más estricto y específico, para indicar el movimiento hacia la reconciliación entre las Igle- 11 sias cristianas, con el fin de que puedan dar un testimonio más creíble de reconciliación en el mundo. «No hay camino...» La palabra «ecumenismo» abre, por consiguiente, un vasto horizonte de reconciliación, unidad y catolicidad en tre Iglesias escandalizadas por su separación. Recuerda, además, el hecho de que la unidad y la comunión no cons tituyen un fin en sí mismos. Desde sus inicios el movi miento ecuménico ha tenido un fuerte acento misionero. La división, en realidad, debilita la credibilidad del testimonio evangélico y pone obstáculos a su propagación, contradi ciendo la oración de Jesús «que sean todos uno, para que el mundo crea que tú me enviaste» (Jn 17,21). El camino en este amplio panorama resulta una aventu ra. Así lo experimentan todos los que se han decidido a recorrerlo. Viene a la mente un aforismo español: «Cami nante, no hay camino. Se hace camino al andar...» El resta blecimiento de la comunión eclesial, rota históricamente, constituye para todas las Iglesias un proceso casi nuevo, inédito y complejo, las cuales a duras penas encontrarán en el pasado ejemplos y antecedentes válidos para sus tomas de decisiones. Lo que se debe hacer queda, en gran parte, a merced del propio discernimiento. Las Iglesias deben ac tuar con la confianza de que lo que decidan con responsa bilidad es también voluntad de Dios. No existe otro cami no para hallar la solución. Tal empresa no está exenta de riesgos. Por eso no es una utopía. Un proyecto detallado no existe todavía. Tam poco es posible trazar la perspectiva y la dirección, anali zando las experiencias pasadas y el camino ya recorrido, igual que Abrahán que partió sin saber a donde iba (Heb 11,8). San Juan enseña, sin embargo, que no debemos asus- tamos y volvernos pusilánimes, pues «el Espíritu de la ver dad os irá guiando en la verdad toda» (Jn 16,13) y, por tanto, nos conducirá a la reconciliación y a la comunión que es la verdad vivida. Por eso, la actividad ecuménica re quiere un discernimiento atento y constante de las mocio nes del Espíritu, que llama también hoy. Esta Introducción a la teología ecuménica pretende ser una «guía elemental» para el camino ecuménico. Quiere in troducir en él a quien se interesa por la aventura ecuménica y anda buscando una primera y básica información. En pri mer lugar, se presenta un panorama de la división de la cristiandad (cap. I); después se aclara que tal estado de co sas no puede ser aceptado en buena conciencia: el Evange lio y la propia fe llaman a la reconciliación y a la unidad (cap. II). En algunos capítulos se presenta la historia de la revisión del planteamiento ecuménico y su articulación. El problema central del ecumenismo es el restablecimiento de la comunión; ¿cómo lo conciben las distintas y grandes tra diciones cristianas? (cap. VII). ¿Cuáles son los modelos que ya han sido propuestos? (cap. VIII). En el capítulo nono abriremos la caja de Pandora y analizaremos brevemente algunos de los problemas teológicos que son de actualidad en la discusión ecuménica. El último capítulo, finalmente, trata de delinear un esbozo del camino que conduce a Emaús, del reconocimiento del Señor resucitado en el pan eucarístico partido y compartido por todos los cristianos en la comunión humilde y confiada. Blanky Resaltado Geografía de la división I La historia de la Iglesia y de las Iglesias se parece a la historia del crecimiento del grano de mostaza, que consti tuye la predicación de la venida de Dios a los hombres en Cristo, y el desarrollo de la comunidad que la ha acogido. Pero se trata de un tejido compuesto de muchos hilos. Es también la historia de un desacuerdo y una separación cre ciente entre quienes se llaman cristianos y guardan la pala bra de aquél. Con el andar del tiempo, algunas separaciones han sido reabsorbidas, aunque no sin dejar, a veces, alguna cicatriz en la enseñanza y la vida de la Iglesia. Pero no han conducido al nacimiento y organización de instituciones, Iglesias y comunidades paralelas y separadas. Para com prender el movimiento ecuménico se necesita, por tanto, tener conciencia de la profunda división que existe en el mundo cristiano. En este capítulo se pretende describir, de manera sucinta, su extensión, recordando únicamente los momentos cruciales que han tenido un influjo prolongado y que han dado origen a Iglesias y comunidades estables que participan actualmente en el diálogo ecuménico. «... comenzaron a murmurar...» «Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común» (Hch 2,44). «En el grupo de los creyentes todos Blanky Resaltado pensaban y sentían lo mismo...» (Hch 4,32). En estos tér minos idílicos los Hechos de los Apóstoles describen el ideal de la comunidad primitiva. Sin embargo, la sombra de la división ya se cernía sobre la comunidad. Lucas nos ha bla, en los Hechos, de la tensión existente entre los judíos y los judíos-«helenistas», que se sentían discriminados en la comunidad y fueron a quejarse a los apóstoles. En esta oca sión fueron elegidos siete diáconos, escogidos, a juzgar por sus nombres, entre los «helenistas». De esta forma se apaci guó el descontento (Hch 6,1-6). Más dramático es el capítulo decimoquinto de los He chos. Se habla del concilio de Jerusalén, donde se debía tra tar el profundo desacuerdo surgido en Antioquía respecto a la observación de la ley mosaica y la circuncisión.En la Carta a los Gálatas (21-14), Pablo, en presencia de todos, manifiesta su punto de vista en contra de Pedro, defendien do la libertad de la predicación del Evangelio entre los gen tiles frente a los falsos hermanos que querían imponer las costumbres judías. Y ¿cómo comprender, por otro lado, los incesantes y urgentes llamamientos a la humildad, la caridad y la unidad en el Nuevo Testamento si no es a la luz de las tensiones y conflictos presentes en la Iglesia naciente? Juan hace de la caridad el mandamiento nuevo, el tema central del discurso de despedida de Jesús en la última cena: «Os doy un man damiento nuevo: que os améis unos a otros... En esto cono cerán que sois discípulos míos» (Jn 13,34). Jesús ora por este amor. La primera Carta de san Juan insiste en ello: «porque el mensaje que oísteis desde el principio fue éste: que nos amemos unos a otros» (1 Jn 3,11). También Pablo predica contra la parcialidad en la Iglesia -como la de Co- rinto, dividida en bandos (1 Cor 1,10-17)-, y exhorta incan sablemente a la caridad y la paz en el Espíritu. Pues, incluso la Cena del Señor se había convertido -como sigue siéndolo hoy en día- en signo de división y parcialidad (1 Cor 11,17- 34). Las comunidades primitivas no fueron lugares idílicos. Blanky Resaltado Los estudios exegéticos modernos han demostrado cómo el problema de la unidad y de la diversidad con todas las ten siones que conlleva, surgió ya desde los inicios *. «... injertado en un olivo bueno» (Rm 11,24) Fueron incalculables para el futuro de la Iglesia las con secuencias de la ruptura a finales del siglo primero entre el judaismo, por una parte, y la comunidad judeo-cristiana y toda la Iglesia cristiana, por otra; entre la sinagoga y la Iglesia. Si bien san Pablo celebra en la Carta a los Efesios la paz y la reconciliación de los gentiles y los judíos, el cris tianismo se ha alejado, de hecho, cada vez más de su matriz cultural original para encarnarse en la cultura de los genti les: griega, latina, germánica, anglosajona, céltica, viviendo así en la diversidad la dimensión universal del mensaje evangélico. Esta evolución necesaria, fue acompañada his tóricamente de una oposición, más aún, de un rechazo del pueblo hebreo y de su cultura - la cual, no obstante, sigue siendo a nivel histórico el contexto original y genuino del acontecimiento cristiano. Dice el concilio Vaticano II en la declaración Nostra Aetate: «La Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y elección se encuentran ya en los patriarcas, Moisés y los profe tas... Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo con el que Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza; ni dejar de recordar que se nutre de la raíz del buen olivo, en el que se han injertado las ramas del olivo silvestre, que son los gentiles» 1 2. Si bien es cierto que el antisemitismo es un fenómeno bastante complejo, y no es justo atribuir toda la culpa de Blanky Resaltado ello al cristianismo, no menos indiscutible es que la teolo gía, la ideología y la polémica antisemita contribuyeron, muy pronto y de manera terrible en la tradición cristiana, a crear una situación en la que no sólo la monstruosidad de la shoah y el exterminio eran posibles sin provocar un re chazo generalizado, sino que contaban con la connivencia de muchos cristianos. Por diferentes razones históricas y culturales, el des amor y la indiferencia por el «hermano mayor» y Abrahán, padre en la fe, y todas las consecuencias derivadas del anti semitismo, constituyen una herencia común de todas las Iglesias y, por tanto, un problema ecuménico 3. Las Iglesias deben asumir solidariamente su parte de culpa: «Los cris tianos no pueden entrar en diálogo con los judíos sin ser conscientes de que el odio y las persecución a éstos se ins criben dentro de una larga y pertinaz historia, particular mente en las naciones donde los judíos constituyen una mi noría entre los cristianos» 4. La reflexión acerca de las raíces religioso-culturales que objetivamente ya tienen en común, puede acercar a las Igle sias entre sí. Todas tienen un pasado común judío, docu mentado en el Antiguo y Nuevo Testamento. Todas vene ran el Antiguo Testamento, memoria de la historia de Dios con su pueblo Israel, desde el misterioso inicio en el que Dios habló y actuó, y de la Alianza realizada con Abrahán. Celebran el bautismo y la eucaristía, los principales sacra mentos, nacidos en un contexto judío antes de que surgie ran las interpretaciones patrísticas, escolásticas y las propias de cada confesión. Las divergencias confesionales tienen su origen en diferencias teológicas y culturales que brotaron después de la separación entre hebreos y cristianos. Con respecto a este pasado común, los cristianos deben lograr una mayor claridad. La reflexión sobre las raíces he breas ha dado ya sus frutos en el diálogo ecuménico, espe cíficamente en lo que concierne a una mejor comprensión de la Sagrada Escritura y los sacramentos, como lo demues tran, entre otras, las aclaraciones sobre la anamnesi en la declaración de ARCIC sobre la Eucaristía 5, y el texto de Fe y Constitución sobre el Bautismo, la Eucaristía y el Or den. Las antiguas Iglesias orientales Si quisiéramos trazar brevemente la geografía histórica de las prolongadas divisiones ocurridas en el mundo cris tiano, deberíamos, desafortunadamente, comenzar bien pronto en la historia de la cristiandad. En los siglos cuarto y quinto surgen en la cristiandad greco-oriental algunas Igl esias nacionales que subsisten hasta nuestros días, aun que separadas de la comunión con las grandes Iglesias, co mo, por ejemplo, la Iglesia imperial romano-bizantina. Este grupo de Iglesias lo integran la Iglesia Asiria de Oriente y las Iglesias denominadas Iglesias ortodoxas orientales, es decir, Antiguas Iglesias de Oriente o Iglesias pre-calcedo- nenses. Las causas de la ruptura son diversas. Actualmente se subraya, especialmente, el aspecto cultural, nacional y político, incluso lingüístico, de las tensiones que existían en el multinacional mundo helénico. Blanky Resaltado Sin embargo, teológicamente hablando, la ruptura tiene su origen en el prolongado esfuerzo de la Iglesia antigua por lograr una comprensión y formulación satisfactoria de la doctrina sobre la relación entre la persona y las dos natu ralezas en Cristo. La cuestión cristológica dominaba los primeros concilios: el de Nicea (325), Constantinopla I (381), Efeso (431) y Calcedonia (451)6. Este esfuerzo per mitió el surgimiento continuo de diferentes escuelas y ban dos, e, inevitablemente, también condenas recíprocas que llevaron, finalmente, al rompimiento de la unidad. La for mulación de una vía intermedia ortodoxa entre los conci lios de Efeso y Calcedonia condujo posteriormente a la di visión de las Iglesias orientales en tres ramas: los llamados «Nestorianos», o sea la Iglesia asiria, los denominados «Monofisitas», es decir las Antiguas Iglesias de Oriente, y la Iglesia imperial, ortodoxa y «ecuménica». Estas vicisitudes dieron origen a diversas Iglesias nacio nales: la Iglesia asiria, armenia, etíope, copta, siria-ortodoxa o también llamada jacobea. Cada una de estas antiquísimas Iglesias tuvo su época de esplendor que sigue brillando to davía a través de extraordinarias obras de arte y páginas de elevada espiritualidad como las escritas por el sirio Efrén (alrededor de 306-373). Tampoco podemos olvidar la epo peya misionera de algunas de ellas. La Iglesia malabar en Kerala, Sur de la India, conocida como «los cristianos de Santo Tomás», debe su origen a la presencia de una cris tiandad vinculada a los sirio-orientales (asirios), según lo atestigua la Topografía cristiana de Cosme Indicopleustes, a mitad del siglo sexto. Sin embargo, esta Iglesia entró de lleno en la historia con la invasión portuguesa de la India afinales del siglo Blanky Resaltado XV (1498). La Iglesia sirio-malabar entra entonces en co munión con Roma. Los intentos de latinizarla llevan, en 1653, a la ruptura y constitución de la Iglesia de Malankar, aunque permaneciendo en comunión con la Iglesia siria oc cidental y, después, al nacimiento de la Iglesia de Mar Tho- ma, fiel a la Iglesia siria oriental (asiria), pero bajo fuerte influencia del anglicanismo. Próxima a la Iglesia sirio-mala bar existe, además, una Iglesia sirio-malankar en comunión con Roma. A partir del siglo siglo XV, estas Iglesias orientales su frieron muchos siglos de opresión y martirio bajo la inva sión mongólica, primero, y la dominación turco-otomana, después. Actualmente han quedado reducidas, en ciertos casos, a pequeñas Iglesias esparcidas por el mundo, debido a la emigración ocasionada por situaciones políticas adver sas. La Iglesia maronita, nacida en torno a la abadía de San Maro en Siria, y centro de la resistencia contra los monofi- sitas, ocupa un lugar especial. La ausencia de vicisitudes eclesiásticas en la segunda mitad del primer milenio, debida a la ocupación turca, explica la particular evolución de esta Iglesia, perseguida tanto por los jacobeos monofisitas como por los melkitas fieles a la Iglesia imperial bizantina. El ais lamiento en los montes del Líbano permitió, sin duda, que los maronitas no se separasen jamás, formalmente, de la gran Iglesia, y permaneciesen en comunión con la Iglesia de Roma. Gracias al movimiento ecuménico, las Iglesias ortodo xas orientales han podido salir del aislamiento y entrar en contacto con la comunidad ecuménica. Después de la con ferencia pan-ortodoxa de Rodas (1961) y con el apoyo de la Comisión de Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias, tuvieron lugar, a partir de 1964, varias reu niones no oficiales entre teólogos de la Iglesia ortodoxa griega y las Iglesias ortodoxas no calcedónicas. La actividad fue dirigida por una comisión mixta oficial que fue capaz de presentar en la reunión de Anba Bishoy (Egipto)7 y de Chambésy (Suiza)8 9, en 1989 y 1990, los acuerdos en los que se recomienda abolir los anatemas y condenas existen tes entre las dos tradiciones, y restablecer, así, la comunión después de 1500 años. La fundación Pro Oriente de Viena ha patrocinado nu merosos coloquios entre representantes de las Iglesias orientales y la Iglesia católica. También han sido significati vos los encuentros entre el papa y los distintos jefes de es tas Iglesias. En abril de 1983, el papa Juan Pablo II recibía en Roma al catholicos armeno Karekin II Sarkissian v. Con ocasión de la visita a Roma del jefe de la Iglesia sirio-orto doxa, el patriarca de Antioquía, Mar Ignatius Zacea I Iwas, el papa Juan Pablo II y el patriarca publicaron una declara ción conjunta en la que afirmaban solemnemente: «Actualmente no encontramos base real alguna para las pe nosas divisiones y cismas que tuvieron lugar posteriormente (después del concilio de Nicea) entre nosotros, respecto a la doc trina de la encarnación. Con la palabra y la vida, nosotros confe samos la verdadera doctrina de Cristo nuestro Señor, a pesar de las diferencias en la interpretación de esta doctrina surgidas en tiempos del concilio de Calcedonia» l0. También se desarrolló, en 1973, un diálogo provechoso entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa copta, con ocasión del encuentro del papa Pablo VI y el patriarca de Alejandría, Shenouda III. Una comisión mixta internacio nal estudió los caminos para llegar «a una plena comunión de fe manifestada en la comunión y la vida sacramental, así como en la armonía de relaciones recíprocas entre las dos Blanky Resaltado Iglesias hermanas dentro del único pueblo de Dios» Con base en los resultados de estos encuentros se constituyó una comisión mixta de diálogo entre la Iglesia católica y la Iglesia sirio-malankar, que condujo, en junio de 1990, a una declaración conjunta en la cual se expresaba la «com prensión común del gran misterio salvífico de nuestro Se ñor Jesucristo, palabra de Dios hecha carne». Se profesa, además, una misma fe, admitiendo, sin embargo, que su formulación ha conocido, en el curso de la historia, dife rencias en los conceptos y acentos, pero que no debieran dividir a ambas comuniones 12. Roma y Bizancio: Hermanas divididas La separación provocada por el debate cristológico se desarrollaba en la periferia del imperio. La separación trau mática entre la Iglesia occidental y oriental golpeó el cora zón mismo de la Iglesia. La ruptura no puede vincularse con un determinado acontecimiento histórico. Fue, más bien, la consecuencia de un largo proceso de distanciamien- to 13. Las mutuas y clamorosas excomuniones de Umberto di Silva Candida y Miguel Cerulario, en julio de 1504, fue ron la culminación de un conflicto político y personal entre los dos prelados. Dicho conflicto ponía de manifiesto, en todo caso, el hecho de que ambas Iglesias vivían desde ha cía tiempo sin aunténticas relaciones y de que, además, es- taban convencidas de que ni en el futuro tendrían algo de que hablar: «Es doloroso reconocer que el final de una, aunque frágil, comunión, haya sido constatar la imposibili dad de una convivencia, agotada desde tiempo atrás» 14. El hecho, sin embargo, ha adquirido, en la relación entre las dos Iglesias, un significado simbólico. La ruptura, en reali dad, provenía del creciente distanciamiento eclesiológico, cultural y político existente entre el mundo griego y latino. El camino estaba marcado por una serie de acontecimientos especialmente traumáticos. Las raíces hay que buscarlas en la división bajo Diocleciano (285-286) del imperio romano en dos reinos: occidental y oriental, y en la fundación, en 330, de Constantinopla, la nueva Roma cristiana, por parte del emperador Constantino. El concilio de Calcedonia (451) otorgaría posteriormen te a la sede de la nueva Roma, honrada por la presencia del emperador y del senado, iguales privilegios, incluso en el campo eclesiástico, que los de la antigua Roma, dejando claro que ocuparía el segundo lugar después de ella 15. Otros hechos fueron el traspaso del imperio de Bizan- cio a Roma, a partir de la toma de posición por parte del papa en favor de los francos, y la coronación de Carlomag- no como emperador de Occidente por León III (750 - pa pa 795-816) en la Navidad del año 800; el cisma de Focio (alrededor de 810-895); las polémicas en torno al Filioque y la creciente centralización en Roma después de la reforma de Gregorio VII (1021 - papa 1073-1085). La ocupación y el saqueo de Constantinopla -«centro de todas las ciuda des, célebre en todo el mundo, espectáculo deslumbran te...» durante la cuarta cruzada (1204), por parte de hom bres «que llevaban la señal de la cruz de Cristo en la espal- Blanky Resaltado da» 16, y la fundación posterior del imperio y patriarcado latino en la ciudad (1204-1261), dejaron una huella indele ble en la memoria de Oriente. Estos hechos sólo podían alimentar una profunda aver sión entre bandos. Las dos tentativas de unión, la primera en el segundo concilio de Lyón (1274) y, más tarde, en el concilio de Florencia (1439)17, no fueron bien recibidas por el pueblo, al contrario, agrandaron el foso de separación, dejando también un mal recuerdo en Oriente. La unidad establecida en Florencia condujo, además, a una grave ten sión entre la Iglesia de Constantinopla, considerada ya para entonces herética y filo-latina, y la rusa, que estaba afian zándose al amparo de la expansión soviética. La caída de la gloriosa ciudad de Constantinopla, el 28 de mayo de 1452, en manos del sultán turco-otomano, y por si fuera poco mahometano, Mehmed II, selló la separación y levantó una densa cortina entre Occidente y Oriente. Alrededor del siglo IX y X, una gran parte de la Iglesia ortodoxa desaparecía bajo la tumba de la dominación oto mana, protegida únicamente por el estatuto jurídicodel «milet», o lo que es lo mismo, la «nación». Este estatuto garantizaba a los grupos religiosos y nacionales un autogo bierno limitado, bajo la conducción del jefe religioso: el pa triarca de Constantinopla, para todos los ortodoxos bizan tinos bajo la dominación turca. El esplendor y la ortodoxia de Bizancio fueron reivindicados por Moscú, que se consi deraba ya como único heredero fiel y legítimo de la orto doxia después de la capitulación de los griegos ante los lati nos gracias a la unión de Florencia. La ideología del con cierto existente entre la Iglesia y el imperio se vuelve en tonces zarista. Hoy en día, la Iglesia ortodoxa-griega de rito bizantino está integrada por quince Iglesias autocéfalas, es decir, ple namente independientes, por cuatro Iglesias autónomas, o sea que no gozan todavía de todos los privilegios de las Iglesias autocéfalas, y por algunas Iglesias con un estatuto legal irregular 18. Todos reconocen la preeminencia honorí fica y la primacía entre iguales del patriarca ecuménico de Constantinopla, investido de una especial responsabilidad con respecto a la unidad de la ortodoxia. La Iglesia rusa (patriarcado de Moscú) es numéricamente la mayor de las Iglesias ortodoxas. Hoy en día, la presencia ortodoxa no se limita al Oriente. La diáspora de emigrantes y exiliados, así como la formación de parroquias ortodoxas integradas am pliamente por «occidentales» han hecho que la ortodoxia se haya esparcido por todo el mundo convertiéndose, de esta manera, en un vecino de Occidente. Las relaciones entre Oriente y Occidente están, por tanto, marcadas por una pesada hipoteca de desconfianza recíproca. Durante siglos, ambas se han acusado de arro gancia y soberbia. Aunque los viejos fantasmas se siguen manifestando en los encuentros y contactos, hay que reco nocer que el ambiente ha cambiado profundamente. Las dos tradiciones tratan de suprimir, en un diálogo de cari dad, la deuda acumulada, y reconocerse como Iglesias her manas. Un momento decisivo en este reencontrarse tuvo lugar cuando el papa Pablo VI y el patriarca ecuménico Atenágoras I al final del concilio Vaticano II, el 7 de di ciembre de 1965, anunciaron la supresión «de la memoria de la Iglesia» de la excomunión de 1504 19. La imagen más conmovedora sigue siendo el beso de paz del papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras en el Monte de los Olivos, en Jerusalén, el 5 de enero de 1964: después de siglos de silen cio dos peregrinos se encuentran, puestos los ojos en Cris to, creador y ejemplo de unidad y paz. El diálogo teológico iniciado en 1980 en la Comisión católico-ortodoxa, que, a veces, se desarrolla de manera di ficultosa, continúa siendo un signo de esperanza que puede conducir al restablecimiento de la plena comunión entre las dos hermanas. El terremoto generado por el hundimiento del sistema comunista, así como el surgimiento de los na cionalismos en la ex-Unión soviética, no sólo tiene conse cuencias para las relaciones ecuménicas, sino, sobre todo, para las relaciones internas de la propia Iglesia ortodoxa, marcada desde siempre por la estrecha relación entre Iglesia y nación. La Iglesia reformada según la Palabra de Dios La separación entre la Iglesia griega y latina aconteció en un período ya de por sí lleno de serias contradicciones en el interior de la Iglesia latina. Era la época del cisma de Occidente y del conciliarismo. En ese tiempo se sentía in tensamente la necesidad de una reforma en la cabeza y los miembros, desde lo más elevado hasta lo más bajo, del papa y la curia romana hasta el párroco -por lo regular poco instruido- y el pueblo cristiano. El malestar y descontento se radicalizaron, contribuyendo en el siglo XVI al naci miento de la Reforma protestante. La revolución eclesiásti ca de dicho siglo generó un trauma que perdura hasta hoy. Eliminaba la ideología medieval de la unidad político-reli giosa de la cristiandad dando a luz a una Europa dividida en estados nacionales e Iglesias confesionales con base en el principio de cuius regio, illius religio, según el cual, quien poseía el poder político decidía también sobre la pertenen- Blanky Resaltado cia confesional del pueblo. La división entre Occidente y Oriente era, principalmente, de naturaleza cismática, acen tuándose después de la controversia las diferencias doctri nales como formas de legitimación teológica. La ruptura entre Roma y el protestantismo, en cambio, fue, predomi nantemente, de carácter doctrinal. Para Martín Lutero y sus seguidores la Iglesia romana se había desviado, de hecho, de la doctrina evangélica, pre dicando que la persona debía justificarse mediante sus obras buenas, piadosas y meritorias, en vez de entregarse a la misericordia absoluta e incondicional de Dios, prometida en Cristo y anunciada a través de la Palabra de Dios., La persona humana es justificada solamente por la fe en Cris to, único Mediador, y no por las propias obras. Los refor madores protestantes buscaban, por tanto, una reforma ra dical, no sólo de las costumbres, formas e instituciones, si no, ante todo, de la falsa doctrina que conducía a semejan tes abusos, haciendo, por consiguiente, inalcanzable la pro pia salvación. La visión global de las dos grandes rupturas es, pues, bastante diversa. La Reforma protestante surgió como una protesta radi cal contra tantos abusos presuntos y reales dentro de la Iglesia. Pretendía devolver a la Iglesia a sus orígenes y a lo esencial, como Cristo lo había enseñado en su Palabra. En la práctica, sin embargo, la crisis provocó una reacción en cadena de divisiones, desembocando, a veces, en sanguina rias guerras de religión, en mucha amargura e incompren sión, así como en la confesionalización del continente euro peo y, a través de la colonización, evangelización y emigra ción, del mundo entero, que en dicho siglo era explorado e invadido por Europa. No es nuestra intención describir en estas páginas las distintas Iglesias y comunidades eclesiales nacidas de la Re forma protestante. Ya habrá ocasión de volver sobre ello. Sin embargo, un bosquejo de su evolución puede ilustrar, Blanky Resaltado de alguna manera, la complejidad del movimiento ecuméni co que trata, precisamente, de restaurar la comunión ecle- sial. Aunque la Reforma protestante hunda sus raíces en tantos conflictos y tensiones desde finales de la Edad Me dia, no hay duda que Martín Latero (1483-1546) se consti tuyó en el polo magnético que atrajo gran parte del des contento religioso, y que con sus acciones y escritos lo ca nalizó hacia una reforma más radical, dotándola también de fundamentos teológicos. Surgió así, próximo a la Iglesia ca- tólica-romana -fuertemente golpeada por los acontecimien tos- el movimiento luterano. Cercano a él, y no sin ciertos vínculos, nacieron muy pronto otros movimientos más radicales. El gran rival re sultaría ser, una generación más tarde, el calvinismo. Desde Ginebra, donde Juan Calvino (1509-1564) había organiza do «la Iglesia reformada según la Palabra de Dios», se pro pagó por Europa, particularmente en los Países Bajos, Ale mania y Escocia, y desde ahí a todo el mundo. Esta tenden cia se perpetuó en dos Iglesias que tienen una estructura distinta. Las así llamadas Iglesias presbiterianas son gober nadas en sus distintos niveles hasta el más elevado, por «presbiterios» «asambleas», «consistorios» o «sínodos» in tegrados por representantes electos en la comunidad local. Las Iglesias denominadas congregacionalistas acentúan, en cambio, la independencia y autonomía de cada congrega ción local, en la que todos los cristianos tienen fundamen talmente igual responsabilidad como «sacerdotes ante Dios». En Italia fueron los valdenses los que hicieron suya la tendencia reformada, estando, además, vinculados históri camente más alia de la reforma protestante, con el movi miento laico de los Pobres de Lyón del siglo XIV. Entre luteranos y reformados existían algunas divergencias,con cretamente en lo que respecta a la cristología y la teología Blanky Resaltado Blanky Resaltado Blanky Resaltado de la Cena del Señor, que los llevaron hasta el anatema re cíproco. Estas controversias quedan suprimidas formal mente en las Iglesias europeas mediante la adhesión a la Concordia de Leuenberg en 1973. Más radical que el luteranismo y el calvinismo, incluso perseguido por ambos, fue el movimiento anabaptista. Na cido en Zurich, entre los seguidores más radicales de Hul- drych Zwinglio (1484-1531), este movimiento no sólo ob servaba el bautismo de los «creyentes», sino que, apoyán dose en una interpretación literal de la Sagrada Escritura, predicaba también la independencia del estado y el rechazo a prestar juramento y ejercer un cargo público. La común aversión de los católicos y protestantes frente al anabaptis mo se debe, no únicamente a posiciones teológicas y a la neutralidad política, sino específicamente a los excesos lle vados a cabo en Münster ( Westfalia) por un grupo de exal tados y revolucionarios que en 1535 querían instaurar a sangre y fuego un reino anabaptista. Próximo a ellos estaba también la obra y predicación del pacífico Menno de Si món (1496-1561), que perdura hasta hoy en las comunida des mennonitas. El anglicanismo ocupa un lugar inconfundible entre to das las Iglesias surgidas de la Reforma eclesiástica del siglo XVI. Sin duda, fue marcado profundamente por las doctri nas protestantes, en particular por el calvinismo, presente precisamente en la tendencia puritana y «evángelica». Pero como los reyes ingleses querían salvaguardar la unidad na cional y utilizar a la Iglesia anglicana con este fin, en un mismo sistema religioso integraban los elementos tradicio nales y católicos. Lo más evidente y determinante es el episcopado histórico, interpretado durante mucho tiempo en el sentido tradicional de la sucesión apostólica. Esta ca racterística constitutiva hace que sea del todo improcedente equiparar la comunión anglicana con las Iglesias protestan tes. Blanky Resaltado Blanky Resaltado El desarrollo mundial del Imperio británico en la época colonial favoreció la internacionalización de la Iglesia an glicana, que abarca en la actualidad un gran número de provincias nacionales independientes, pero que siguen con siderando a la sede primacial de Canterbury como el centro de su comunión. Con frecuencia, prefieren llamarse hoy en día Iglesias episcopalianas. Divergencias, reformas y, sobre todo, movimientos de renovación en el mundo protestante, particularmente en Inglaterra y Estados Unidos de América, dieron origen, a partir del siglo XVIII, a otras Iglesias y comunidades ecle siásticas del denominado tipo «evangélico». El término tie ne, sin embargo, un sentido propio más bien indiferencia do. Bajo tal vocablo se encuentran entre otros grupos: las Iglesias bautistas, los metodistas, los «Discípulos de Cris to», así como también los pentecostales, que dan gran relie ve al «bautismo por el Espíritu Santo». ¿Cuáles son, a pesar de sus profundas diferencias, las características comunes? Todos aceptan plenamente, y en un sentido tal vez aún más radical, los principios fundamentales de la Reforma protes tante, como son: la autoridad normativa de la Sagrada Es critura, el lugar central de Cristo en la salvación y justifica ción del pecador por la sola fe, pero dan, por otra parte, menos importancia a las profesiones de fe o las declaracio nes dogmáticas. A diferencia de las Iglesias «instituidas» («established»), desean mantenerse libres e independientes de cualquier in terferencia estatal. Uno se hace miembro de la Iglesia, vista sobre todo como congregación local, mediante una adhe sión voluntaria manifestada en una experiencia personal de conversión y profesión de fe. En las Iglesias de tipo bautis ta, dicha profesión personal de fe es una condición para ser bautizado. El compromiso de fe se expresa, por lo regular, mediante un testimonio de evangelización misionera, más bien agresiva, que se asemeja, a veces, a un testimonio de Blanky Resaltado tipo sectario 20. La ruptura surgida en Europa fue exportada a los cinco continentes a través de la actividad misionera, la expansión colonial y la emigración masiva. Pero la ulterior inculturación supuso, inevitablemente, una mayor fragmen tación y diversificación. Un esfuerzo ecuménico realista no puede cerrar los ojos a esta otra dimensión centrífuga, pro pia del movimiento misionero. El hecho de que las Iglesias no-católico-romanas, tanto ortodoxas como protestantes, tengan una estructura esen cialmente nacional, da la impresión, a primera vista, de una dispersión mayor de la que existe en realidad. La mayoría de las Iglesias pertenecen a una de las grandes tradiciones o familias confesionales, congregaciones o denominaciones. Son miembros de federaciones o uniones internacionales estructuradas, aunque diferentes en su autocomprensión eclesiológica, como por ejemplo la Iglesia ortodoxa, com puesta esencialmente por Iglesias nacionales autónomas, la comunión anglicana, la Federación Luterana Mundial o la Alianza Reformada Mundial. La posibilidad de nuevas escisiones continúa amenazan do a la Iglesia, y la amenazará hasta el término de su cami nar histórico. Hechos más recientes nos lo recuerdan. Al inicio del siglo XVII y debido a la controversia jansenista surgió en los Países Bajos la Iglesia católica-antigua. Des pués del concilio Vaticano I se unió a un grupo de cristia nos suizos, franceses y alemanes que rechazaban el dogma de la infalibilidad y el primado papal. La Iglesia católica- antigua (Unión de Utrecht) existe todavía en varios países. El caso del obispo tradicionalista Lefebvre o la constitu ción de comunidades de católicos independientes negros en los Estados Unidos, ponen de manifiesto, en época recien te, la plena actualidad de tal amenaza. ¿Quién lanzará la primera piedra? Al examinar las distintas causas de la desunión se des cubre muy pronto que son fruto de procesos históricos y socio-sicológicos en extremo complicados. Tratar de re construirlos de manera enteramente satisfactoria se revela prácticamente imposible. Como siempre, las verdades y los errores hay que buscarlos en todas las partes interesadas. ¿Quién lanzará la primera piedra? La desunión es, sin du da, una consecuencia del pecado: el orgullo, la prepotencia, la impaciencia, la intolerancia, la lentitud en convertirse y reformarse, y tantos otros. Sin embargo, en toda protesta hay también un momento de sinceridad y verdad. La «pro testa» no se dirige únicamente «contra» algo. Se alza la voz en virtud «de» una convicción válida, aunque tal vez obs curecida y en parte olvidada. Ciertamente dicha protesta puede, a veces, resultar unilateral e intempestiva, viciada por la pasión y la agresividad, igual que puede ocurrir con la respuesta. En todo caso, está condicionada por las circunstancias históricas, muchas de las cuales se nos escapan. El momen to de la verdad puede encerrar, también, una preciosa ad vertencia. Frente al mundo y a las demás, todas las Iglesias tienen la pretensión de autenticidad. Alguien se confiesa ortodoxo ante quien se considera heterodoxo; Reformado según la Palabra de Dios, porque está escandalizado de tantas pretensiones humanas, y católico, contra la sectariza- ción y fragmentación. Sin embargo, cada excomunión es un «boomerang». A] excomulgar al hermano o la hermana acontece, a su vez, la separación del hermano y la hermana excomulgados. Por lógica interna, ambas partes se transforman, así, en «confesiones», una al lado de otra, o quizás contra ella. La comunicación queda rota en los dos sentidos. Las dos con fesiones marchan solas cada una por su lado, reafirmándose en las propias razones y justificaciones, y rechazando la re- conciliación. Se desarrolla ideológicamente una lógica de autojustificación, en contraposición explícita con el que ha sido eliminado:de tal manera, que la división se perpetúa y alimenta a sí misma en un proceso de autolegitimación. Junto al pecado y la protesta más o menos legítima, y dejando de lado los hechos casuales y las decisiones perso nales que juegan su papel en cualquier acontecimiento his tórico, la separación y la división están muy condicionadas por factores no teológicos: las frustraciones nacionales y culturales, así como las tensiones históricas con sus conse cuencias socio-sicológicas, y las racionalizaciones ideológi cas y teológicas que de ellas se derivan. La desconfianza llega, a tal punto, que se rompen las relaciones fraternas, porque ya no se entiende la lengua, la cultura, el modo de pensar y vivir del otro. De las sospechas y malentendidos nace la acusación de arrogancia y soberbia. El distanciamiento puede ir de la mano de la domina ción cultural, que humilla con un comportamiento orgullo so y prepotente a quien parece más débil. Cualquier rela ción está envenenada por la sospecha y la desconfianza. La diversidad no se integra en una perspectiva más amplia. La tensión cultural entre el helenismo y la latinidad ha jugado un papel importante en la confrontación entre las Iglesias orientales y occidentales. La tensión secular entre Roma y el imperio germánico no es del todo ajena al nacimiento de la Reforma protestante. La aventura ambigua del colonia lismo moderno y sus interconexiones con la evangeliza- ción, siguen teniendo un peso negativo en la relación entre las Iglesias. Las divergencias y la desunión tienen su propia historia. Desde su surgimiento han sido alimentadas, reafirmadas, defendidas, edificadas ulteriormente durante siglos con los ladrillos de una ideología, una apologética y una polémica que exalta las razones buenas propias, humillando, anate matizando c incluso satanizando al disidente. Estas actitu- des se transforman pronto en prejuicios y símbolos fáciles, como el ya generalizado del papa «anticristo» y de Lutero «hijo del diablo». En tal clima de cosas es posible escribir en un elogio barroco de san Ignacio de Loyola: «De los despojos de Arrio, Maniqueo, Donato y demás antiguos herejes, Lutero ha hecho nacer un pueblo enemigo de Dios. Ignacio, por el contrario, instituía un ejército de santos doctores para destruir y abatir a Lutero y sus secuaces» 21. Al actuar en favor de la reconciliación, hay que ser conscientes de que existe un muro divisorio, no sólo en las relaciones externas entre las diversas confesiones, sino tam bién en la mente de los cristianos. Por eso, una tarea priori taria del movimiento ecuménico consiste en desenredar ese amontonamiento de recuerdos e interpretaciones. Cuando se conoce mejor el proceso histórico y psico-sociológico de la separación de las Iglesias, comienzan a purificarse los ojos de la memoria. En su discurso a la Federación de las Iglesias evangélicas suizas Juan Pablo II decía: «Dar el justo sentido a estas memorias constituye uno de los elementos más importantes en el desarrollo ecuménico» 22. El docu mento publicado a finales de 1990 por la Comisión mixta de estudio católica romana-reformada, Una comprensión conjunta de la Iglesia, subraya la necesidad de una reconci liación de las memorias, «en la que comencemos a tener una única visión del pasado en vez de dos» 23. En la primera parte del documento, la comisión presenta una revisión de los acontecimientos que dieron vida a la Reforma del siglo XVI y a los comportamientos de ellos derivados, frente a la otra parte. El capítulo «está compuesto de relatos, escritos después de haber consultado a cada delegación, de nuestras historias respectivas, unas en relación con otras, tal como las vemos después de cinco años de diálogos anuales» 24. Contribuir a esta reconcilización es tarea de los historiado res: ellos deben reexaminar juntos y en diálogo, los oríge nes, desarrollos e interpretaciones de las divergencias y se paraciones. El teólogo habrá de reflexionar sobre la fe, a la escucha de los interrogantes y las propuestas presentadas por las demás confesiones, revisando las impugnaciones y respuestas a la luz de la investigación actual. También en el plano de la memoria colectiva, desde ha ce tiempo calmada, hay que emprender un esfuerzo. Esta memoria colectiva se ha ido forjando debido a campañas denigrantes a través de la predicación, el catecismo y la lite ratura popular, proclive a la calumnia. Una polémica re duccionista ha generado idiosincrasias y neurosis confesio nales que siguen distorsionando la visión. La memoria, en realidad, no se refiere únicamente al acto puntual de «re cordar» como tal, sino que mira también al contexto, es decir, los condicionamientos y prejuicios personales y co lectivos, en el que nacen los recuerdos. Para alcanzar la ver dadera reconciliación no basta una conciencia racional de los hechos; se necesita, además, la voluntad y la conversión, o lo que es lo mismo, la acción misma de reconciliarse. Hay que pasar de la antipatía y la contradicción secular, a la simpatía, la acogida y el diálogo. No solamente confesional Un movimiento dedicado al restablecimiento de la uni dad que se limitase, únicamente, al aspecto confesional, se ría una caricatura de la llamada evangélica. La separación y la división del mundo cristiano no puede quedar reducida Blanky Resaltado sólo a su dimensión puramente eclesiástica y confesional. Todos los conflictos políticos y sociales afectan también a las relaciones internas de la Iglesia. Por esa razón, el movi miento ecuménico, desde sus inicios, ha puesto sus ojos en los problemas que afligen a la comunidad humana. La uni dad de la Iglesia y de la humanidad están íntimamente liga das. Lo que divide al mundo divide también a la Iglesia. Si la Iglesia quiere ser signo profético creíble y sacramento de comunión y reconciliación, no puede dejar de interesarse por ellos. En esta perspectiva hay que entender la sensibili dad del movimiento ecuménico hacia el conflicto entre po bres y ricos, entre el Norte y el Sur, y su compromiso con tra el racismo y el apartheid, así como en favor de los dere chos de la persona humana y el pleno reconocimiento del papel de la mujer en la Iglesia y la sociedad. La misma preocupación se manifiesta en el Procedi miento conciliar para la justicia, la paz y la integridad de la creación, y en el programa teológico de la Comisión de Fe y Constitución sobre la Unidad de la Iglesia y la renovación de la comunidad humana. En un documento de la comi sión se llama la atención sobre el hecho de que el restable cimiento de la comunión entre las Iglesias tiene su lugar en una perspectiva más amplia. Es signo profético de la irrup ción del «shalom» del Reino de Dios. La paz bíblica «no es sólo ausencia de conflictos, sino un estado de bienestar y armonía, en el que todas las relaciones entre Dios, la huma nidad y la creación están perfectamente ordenadas» 25. El movimiento ecuménico adquiere, así, una amplitud desco nocida para muchos, lo cual molesta a algunos porque lo consideran una traición. En realidad, lo único que quiere mostrar es que la reconciliación y la unidad constituyen un todo. Blanky Resaltado Si no existe una preocupación por la unidad mayor, el esfuerzo por la unidad eclesial resulta poco creíble. «En este sentido universal que abarca a toda la humanidad y sus divisiones, se dan ‘pasos hacia la unidad’ cuando, dentro de nuestros esfuerzos ecuménicos, cristianos de diversa nacionali dad, raza, color de la piel, cultura, con distintas convicciones so ciales y políticas y de diversa extracción social, se encuentran en la comprensión mutua y se tienden la mano unos a otros en la reconciliación. ‘Pasos hacia la unidad’, en este sentido más am plio, son también todos los esfuerzos que hacemos cuando tra bajamos juntos por la paz, la justicia y la reconciliación del mun do, para eliminar, así, los prejuicios políticos (o confesionales) y todas las autojustificacionesque de ellos se derivan» 26. El movimiento ecuménico no puede limitarse a poner de acuerdo las diferencias propias de la diversidad humana y cultural. Más bien, tiene como principal tarea reconciliar lo que está separado y dividido, y que daña, en consecuen cia, la unidad fundamental de la Iglesia. El que se casa se enfrentará, inevitablemente, con la diversidad del compañe ro o compañera. Quien se reconcilia después de un divor cio tiene, además, que afrontar la separación y la ruptura. Debe perdonar y reconciliarse, asumiendo el peso de la di vergencia acrecentada entre tanto. El esfuerzo ecuménico es análogo. A partir de su compromiso ecuménico, las Iglesias son invitadas a dar este paso de conversión, perdón y re conciliación. Blanky Resaltado Unidad y reconciliación II La desunión de las Iglesias es, por tanto, una realidad amarga y escandalosa. Contradice la propia esencia del Evangelio. La unidad de la Iglesia y la urgencia del perdón y la reconciliación están, en cierto modo, impresas en el fundamento mismo del mensaje de Cristo. «Credo ecclesiam unam...» «Las Iglesias-miembros del Consejo ecuménico se basan en el N uevo Testamento para afirmar que la Iglesia de Cristo es una. El movimiento ecuménico debe su existencia al hecho de que este artículo de fe se impone a los creyentes, hombres y mu jeres, de manera consciente, con una fuerza irresistible, en un gran número de Iglesias» '. Las Iglesias cristianas profesan, con las mismas palabras del símbolo ecuménico de Constantinopla, que la Iglesia es «una, santa, católica y apostólica». Esta confesión de fe aparece en todos los catecismos de las distintas confesiones. Calvino, comentando la palabra católica, escribe: «Esta so ciedad es católica, es decir, universal, porque no existen dos 1 o tres Iglesias; sino que los elegidos de Dios están, de tal manera unidos e integrados en Cristo, que así como depen den de una cabeza, igualmente crecen formando un cuerpo, uniéndose unos con otros, lo mismo que se articulan los miembros de un mismo cuerpo» 2. En un comentario re ciente sobre la fe apostólica en la actualidad, publicado por el Consejo ecuménico de las Iglesias, se describe la unidad de la Iglesia del modo siguiente: «Dentro de la diversidad de Iglesias locales sólo existe una Iglesia. Todos los bautizados están incorporados en un único cuerpo, y son llamados a dar testimonio de su solo y único Sal vador. La unidad de todos los cristianos debe expresarse visible mente en la unidad de la fe fundamental y en la vida sacramental. El único bautismo, la única Sagrada Escritura, las confesiones de fe de la Iglesia antigua y la oración común, manifiestan esta uni dad visible que sólo puede llegar a su plenitud en la única cele bración conjunta de la eucaristía. Esta unidad no significa uni formidad, sino un vínculo orgánico entre todas las Iglesias loca les dentro de su legítima diversidad, de tal manera que todos los bautizados, profesando la misma fe, son capaces de compartir los mismos sacramentos, particularmente la eucaristía, signo de uni dad en el cuerpo de Cristo (conciliaridad^diversidad reconcilia da)» 3. Con ocasión del tercer encuentro de los representantes del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa (C CCE) y de la Conferencia de las Iglesias europeas (KEK) en Riva del Garda (octubre de 1984), se publicó un texto común en el que los participantes confesaban juntos su fe como fuente de esperanza. Respecto a la unidad de la Iglesia afirmaban: «L a Iglesia, pueblo elegido por el Padre, cuerpo de Cristo, templo y construcción del Espíritu Santo, constituye el seno de la nueva vida que D ios Trinidad nos ha concedido. Esto es lo que podemos afirmar todos juntos, con la esperanza de que es cuchando la Palabra de Dios tengamos, también, un mismo pen samiento. La Iglesia es una porque ella es el pueblo congregado en la unidad del Padre, del hijo y del Espíritu Santo (Cipriano, de O ratione dom inica, 23, PL 4.553). Los signos de esta unidad son el único bautismo, la única Sagrada Escritura del Antiguo y N uevo Testamento, las confesiones de fe de las Iglesia antigua, la oración común, y esperamos que un día la única eucaristía nos reúna a todos» 4. En los años 1988-1990, el Grupo mixto de trabajo de la Iglesia católica romana y del Consejo ecuménico de las Iglesias publicó un estudio sobre la Iglesia local y univer sal, manifestando también esa fe de que «sólo existe una única Iglesia de Dios, ya sea que se exprese local o univer salmente». 5 En su esencia, sin embargo, la Iglesia es una en la histo ria y en el espacio; unidad que es más profunda que sus concreciones históricas y locales. También su plasmación más universal posible es, necesariamente, temporal y provi sional. La unidad de la Iglesia es un don y participación en la comunión trinitaria, visible sacramentalmente, y vivida en la humildad, fragilidad e insuficiencia de la historia hu mana, lugar, al mismo tiempo, de gracia y pecado, de elec ción y paciencia divina. La desunión y la infidelidad no son capaces de destruir la unidad concedida a la Iglesia. «En el plan de Dios, la Una Sancta es creación de Dios - una rea lidad escatológica que se hace presente en el curso de la historia, desde los inicios (Ecclesia ab Abelj hasta la venida de Cristo glorioso» 6. ¡Gracias a Dios, los muros de la divi sión no llegan hasta el cielo! Blanky Resaltado El documento ya mencionado de la Comisión mixta de estudio católica romana-reformada, Hacia una compren sión conjunta de la Iglesia, llama la atención sobre el des acuerdo interconfesional existente respecto a la relación en tre la Iglesia una, objeto de la fe y confesada en el símbolo, es decir la Iglesia según el designio divino, por una parte, y su realización histórica y provisional, por otra. Esta última se manifiesta únicamente en la limitación histórica humana y, hoy en día, en un conglomerado de confesiones, Iglesias, comunidades y sectas que tienen todas como referencia a Cristo y su Evangelio. En el movimiento ecuménico las Iglesias están de acuer do en rechazar un concepto de unidad que admita la sepa ración clara y precisa entre la Iglesia una, aunque invisible, de un lado, y las Iglesias instituidas y visibles por otro. Y cada Iglesia reivindica un vínculo con la Iglesia una, confe sada en el símbolo. Este nexo le confiere su verdadera legi timidad, ya sea como Iglesia «ortodoxa», «católica», o co mo «reformada según la Palabra de Dios», llamándola a la obediencia y responsabilidad, para vivir de una forma más visible la unidad confesada. Pero las Iglesias no se ponen de acuerdo sobre la modalidad de esta unidad fundamental y la relación que hay entre visibilidad e invisibilidad de la Iglesia. La tradición protestante enseña que la unidad con siste en un conjunto de Iglesias completamente autónomas que se ponen de acuerdo y se aceptan mutuamente en tor no a la predicación del Evangelio, la administración de los sacramentos y una solidaridad fraterna de servicio y testi monio. ¿O existe, en cambio, un vínculo estrecho entre la Iglesia como tal y una expresión determinada de ella, la cual, gracias a la fidelidad de Dios, ha permanecido subs tancialmente fiel, en su fe y constitución, a la llamada origi nal, a pesar de todas las tempestades que la han sacudido y golpeado durante su existencia histórica? ¿Sería ésta la pos tura de la Iglesia ortodoxa, la cual está íntimamente con vencida y consciente de que es la depositaría y testigo de la fe y tradición de la Iglesia indivisible, una, santa, católica y apostólica? 7 La misma persuasión se pone de manifiesto en los decretos Lumen Gentium y Unitatis Redintegratio del Vaticano II. Aunque la Iglesia católica ya no habla de una identifica ción pura y simple de la dimensión escatológica de la Igle sia con su realización histórica, mantiene, sin embargo, la profunda convicción de fe de que en ella sigue subsistiendo, sin posibilidadde extraviarse, la Iglesia tal como fue insti tuida por Cristo 8. La unidad de la Iglesia está, pues, inse parablemente ligada a una institución claramente identifica- ble, que se convierte en el eje de cualquier esfuerzo para el restablecimiento de la unidad eclesial. Es evidente que tal diferencia en la orientación eclesiológica tiene consecuen cias inmediatas en el compromiso ecuménico de cada Igle sia y en las mutuas relaciones. La solución «federalista» que correspondería a la primera propuesta, no sería satisfactoria para la segunda. No obstante, hay el peligro de que las Iglesias de tipo católico minimicen la dimensión genuina- mente eclesial de las demás Iglesias. A la teología ecuméni ca le queda la tarea de reflexionar ulteriormente sobre las implicaciones de la reinterpretación positiva que ofrece la Declaración de Toronto, del Consejo ecuménico de las Iglesias (1950) y el Concilio Vaticano II, en torno a la doc trina tradicional de los «vestigios de la Iglesia» (vestigia ec- clesiae), afirmando de manera global que: «Además de los elementos o bienes que en su conjunto cons tituyen y vivifican a la Iglesia, algunos, o mejor, muchísimos y muy importantes, pueden encontrarse fuera del recinto visible de la Iglesia católica: la Palabra de D ios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y algunos dones interiores del Espíritu Santo, y elementos visibles...» 9. La tarea ecuménica exige una conversión hermenéutica, es decir, que el punto de vista y la perspectiva eclesiológi- cas deben ser correctas. Así como antes cada Iglesia se con sideraba el centro y el criterio último de verdad, ahora tie nen que tener en cuenta las relaciones recíprocas, y refle xionar, en primer lugar, sobre el nexo que tienen con la realidad que las trasciende: la Iglesia según el plan de Dios, el Reino de Dios y la creación. Aun en el caso de que una valoración diferente del propio papel, en el conjunto de la actividad ecuménica, siga dividiendo a las diferentes ecle- siologías confesionales, la introducción de una perspectiva más grande contribuirá a valorar las mutuas relaciones den tro de un horizonte más amplio. La eclesiología católica ha de valorar, plenamente, el hecho reconocido de que el Es píritu de Cristo se sirve de todas las Iglesias como instru mentos de salvación. La aceptación de este hecho lleva a la superación del aislamiento confesional y sirve de funda mento a una profundización ulterior de la comunión ya existente entre las Iglesias, a pesar de que persista todavía la separación. «Perdónanos... como nosotros perdonamos» Las Iglesias están dividas y separadas entre sí. El cami no -angosto y humilde, en realidad- hacia la unidad, pasa a través del perdón y la reconciliación. El movimiento ecu ménico es esencialmente un movimiento de reconciliación. Por eso mismo es, también, un camino profundamente evangélico. No es difícil demostrar que el perdón y la re- conciliación constituyen el corazón del Evangelio. Por otra parte, pensamos demasiado fácilmente, sobre todo, en la re conciliación individual. Las Iglesias se presentan, de buena gana, como profetas de paz y reconciliación en las relacio nes personales y sociales. Las exhortaciones a la fraterni dad, solidaridad y paz resuenan a menudo, con justo título, en la predicación. ¿Pero no deberíamos estar más atentos y tratar de aplicar esta profecía a la reconciliación de las dis tintas confesiones e Iglesias entre sí? De hecho, éste es el único campo que queda plenamente bajo la responsabilidad de las comunidades cristianas. Después de haber asumido el escándalo de la división, nuestra culpa es mayor por no ha ber hecho todo lo posible -al menos algo más- para recon ciliarnos. El perdón recíproco entre las Iglesias cristianas es una señal poderosa que invita al mundo a construir, con todo empeño, la solidaridad y la paz. Muchas exhortacio nes resultan poco convincentes porque no corresponden al esfuerzo en el campo de la propia responsabilidad. El resta blecimiento de la unidad podría alcanzar una dimensión «política», al convertirse en un signo profético en la polis, o sea la ciudad secular. «La Iglesia manifiesta cierta audacia cuando afirma que es signo de la unidad futura de la huma nidad...» 10. La aplicación de algunos textos del Nuevo Testamento a la actividad ecuménica puede reavivar la conciencia de la urgencia de la reconciliación. En un contexto bastante diverso, san Agustín enseña que orar con la misma plegaria mueve a la concordia. To dos los cristianos, dice, -incluidos los donacianos- rezan el mismo Padre Nuestro: «Tú dices como yo, Padre nuestro que estás en los cielos. Si decimos lo mismo, ¿por qué no tenemos la misma paz?» 11 ¿No contiene el Padre Nuestro el secreto para alcanzar la paz, si las Iglesias aplicaran a sus relaciones mutuas el nexo que existe entre el perdón divino y el humano? «Perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12; Le 11,4). Y con insistencia Mateo añade: «Pues si perdonáis sus culpas a los demás, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas (Mt 6,14- 15). Para quien no perdona hay una severa advertencia: «Pues lo mismo -es decir, la entrega a los verdugos- os tratará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón, cada uno a su hermano» (Mt 18,35). El evangelista Marcos vin cula idéntica recomendación con la oración: «Y cuando es téis de pie orando, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vues tras culpas» (Me 11,25). Este texto nos lleva a otra palabra exigente del Señor que presenta Mateo en el discurso de la Montaña: «En consecuencia, si yendo a presentar tu ofren da al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23-24). La reconciliación aparece como una dimensión de la radicalidad cristiana que va más allá de la justicia y la prudencia de los doctores y los fariseos. No se trata de una «deuda» del hermano o la hermana hacia noso tros, sino de «algo» indefinido que marca las relaciones mutuas. La falta de reconciliación desvirtúa, de manera de cisiva, la ofrenda presentada. La meditación de estos ver sículos encierra una gran responsabilidad ecuménica. En realidad, las comunidades eclesiales, con demasiada fre cuencia, van a ofrecer tranquilamente sus ofrendas al Señor sin ponerse a pensar si otras comunidades tienen «algo» contra ellas, y sin preocupación alguna por reconciliarse. Leamos la parábola del hijo pródigo en una perspectiva ecuménica (Le 15,11-32). Veamos, esta vez, en los dos her manos no a individuos sino a comunidades eclesiales. A la luz de la narración, lo importante no es determinar qué co munidad se identifica con el hermano menor que despilfa rra todo y termina en la perdición y la desgracia en una país lejano donde la gente no tiene corazón siquiera para darle las algarrobas de los cerdos, y que descubre allí, poco a poco, en la desolación, la gracia; ni tampoco a quién re presenta el hermano mayor que permaneció fiel... pero que podría, sin embargo, perder la gracia, porque rehúsa acer carse al Padre para reconciliarse con el hermano muerto y devuelto a la vida. Por desgracia, las Iglesias también se han sentido seguras de sí mismas, «Mira cómo te sirvo...», exco mulgando a las demás comunidades, en la época del cisma y la herejía. La parábola, sin embargo, es como un calei doscopio. El hermano menor vuelve arrepentido a la casa del padre -Dios misericordioso-, y encuentra la plena re conciliación. El hermano mayor -que trabaja fiel a su de ber, «fuera» «en los campos» se niega a entrar en el ámbito de la reconciliación junto al Padre. En la memoria del mayor, el menor aparece excomulgado-«ese hijo tuyo (¡y no mi hermano!) que se ha comido tus bienes con malas mujeres...». Lucas, sin embargo, deja abierta la respuesta del muchacho. A nosotros nos toca, como comunidades e Iglesias, dar una respuesta entrando en el ámbito del per dón y la reconciliación, sin enorgullecemos de nuestras re formas y ortodoxias. Escribiendo a los efesios, el autor de la carta afirma que, en la cruz, Cristo ha reconciliado con Dios a dos mundos en un solo cuerpo. Ciertamente el autor habla de la divi sión entre judíos y gentiles (Ef 2,11-22); para nosotros, sin embargo, el llamamiento incluye una invitación a eliminar toda forma de hostilidad en el cuerpo de la Iglesia y en el mundo. Con mucha más razón, por tanto, entre quienes se encuentran «cercanos» en la fe, aunque todavía «separa dos». Cristo es nuestra paz. En la cruz destruyó el muro de separación. Hace poco, Th. P. Rausch escribía justamente: «Tal vez, el mayor obstáculo para el avance ecuménico se encuentra en el hecho de que pocos cristianos desean ver daderamente la reconciliación» 12 *. El drama de la división se sitúa dentro de la única Igle sia de Dios. Es una separación y desunión en el interior de la propia familia, un conflicto entre hermanos y hermanas. Por eso, tal vez, el litigio ha sido tan áspero y duro, llegan do incluso a culminar en el odio fratricida de las guerras de religión. El fundamento de la reconciliación sólo puede consistir en la toma de conciencia de todo lo que tenemos en común. La Sagrada Escritura, el Antiguo y el Nuevo Testamento, constituye para todos los cristianos el testimo nio normativo de lo que Dios ha realizado en favor de su pueblo, en Israel y en Cristo, y sigue haciendo en su Iglesia y en el mundo. Hemos sido bautizados con un mismo bau tismo. Por tanto, el reconocimiento recíproco del bautismo común es una de las columnas que sostienen la actividad ecuménica. Un tesoro de oraciones, entre las que se en cuentran los salmos y el Padre Nuestro, nos reúnen en Cristo ante el Padre, quien al darnos el Espíritu nos hace gritar «¡Abba Padre!» (Rm 8,15). Cabe recordar, ahora, una experiencia de los inicios del movimiento ecuménico, que aparece mencionada en el mensaje de la Conferencia Mundial de Estocolmo (1925), y que se ha repetido innu merables veces desde entonces: «Cuando recitábamos jun tos, cada uno en su propia lengua materna, la oración del Padre Nuestro, descubríamos como una nueva conciencia de la unidad de nuestra fe, y sentíamos, como nunca antes, que la Iglesia de Dios es una, a pesar de sus divisiones» 13. Al celebrar la eucaristía recordamos la misma pasión del Señor, su sacrificio y su Pascua por nuestra redención. Co mo las divergencias respecto a la eucaristía constituyen el centro de la división y hacen todavía imposible la plena co munión en la misma eucaristía, con frecuencia, resulta difí cil garantizar plenamente las convergencias y acuerdos al canzados. Además, hemos observado que el Vaticano II no deja de mencionar entre los bienes compartidos, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y demás dones interiores del Espíritu Santo. Enumera, así, realidades que no pueden quedar circunscritas a categorías y cantidades bien definidas, haciendo referencia a una unidad espiritual mucho más profunda, o mejor aún, fundamental. Cristo crucificado será quien juzgue nuestra desunión. Sólo cuando todos los cristianos de cada confesión miren -en silencio- a aquel a quien traspasaron (Zac 12,10 - Jn 19,37), tomando conciencia existencialmente de que con templan al mismo Señor, descubrirán una comunión más profunda en el sentirse necesitados ante el Señor que los ha amado hasta el fin, en obediencia hasta la muerte (Jn 13,1 - Flp 2,8). La imagen de Cristo crucificado tiene un significa do ecuménicamente eficaz. La tercera Conferencia mundial de Fe y constitución reunida en Lund (1952) reconoce la cercanía de todos los cristianos congregados en torno a la cruz: «Nuevamente se ha demostrado verdadero el hecho de que en la medida que nos acercamos a Cristo nos aproximamos también unos a otros» H. Y añade, «porque creemos y esperamos en Jesu- 15 cristo crucificado y resucitado, el cual actúa ya en nosotros según el designio de su perfecta voluntad, y recoge, al mis mo tiempo, cada partícula de esfuerzo obediente orientado al cumplimiento de tal fin» 15. El movimiento ecuménico no se reduce sólo al restable cimiento de la comunión formal y visible entre las Iglesias cristianas. Se trata, esencialmente, de una obediencia al Evangelio. A la convicción de que la unidad de la Iglesia es un don y una gracia de Dios, corresponde por parte del hombre la responsabilidad ineludible de realizarla. Para es te fin, debe emplear toda su imaginación, coraje, inteligen cia, corazón y voluntad. Y ha de asumir los riesgos que ello comporta. No hay otro camino, por muy largo, monótono y arduo que sea. Las dificultades y los riesgos, sin embar go, no pueden convertirse en excusas para la inactividad y el aplazamiento. Al deseo de comunión y reconciliación podría aplicársele la palabra del Maestro Eckhart: «ahí está Dios que escucha y espera... Te ama mil veces más que tú a él» 15 16. De igual forma, Dios espera también nuestro esfuer zo de reconciliación. Concluyamos este capítulo con una exhortación de Bessarión a los padres del concilio de Florencia. Exhorta ción que no ha perdido nada de su vigencia: «¿Q ué excusa podem os aducir para justificar nuestro negati va a reunirnos con ellos? ¿Q ué vamos a responder a Dios para dar razón de que estamos separados de los hermanos dado que Cristo bajó del cielo, se hizo hombre y fue crucificado para reu nirnos y conducirnos como un rebaño? ¿Cóm o nos defendere mos ante las generaciones futuras, más aún, ante nuestros con temporáneos, por las desgracias ocasionadas?» 17 El movimiento ecuménico contemporáneo III Los inicios: hacia el Consejo ecuménico de las Iglesias En la historia de las Iglesias cristianas el proceso de di visión ha tenido, por desgracia, un peso mayor que el de los intentos de reconciliación. Sin embargo, la mala con ciencia, impulsada por circunstancias culturales y políticas particulares, dio lugar a algunas iniciativas de acercamiento. Recuerdo de ello son los concilios ecuménicos de Lyón II (1274) y Florencia (1439), que restablecieron la unidad, un tanto efímera e impugnada, entre la Iglesia oriental y occi dental. Tampoco los reformadores protestantes buscaban la ruptura. Calvino lamentaba que no se veía, en absoluto, que predominara la sagrada unidad entre los miembros de Cristo, a la que todos confiesan con los labios pero pocos buscan con sinceridad. Añadía: «Por lo que a mí respecta, si mi presencia se considerara útil, no dudaría en atravesar diez océanos, si fuese necesario, para afrontar este proble ma» '. Diego Laínez (1512-1565), contemporáneo suyo, teólo go en el concilio de Trento y segundo general de la Com pañía de Jesús, con ocasión de dicho concilio escribe: «Es peremos que el Espíritu Santo, así como en otros concilios ha unificado grandes divergencias, lo haga ahora con las ac tuales, y que la Divina Providencia, del mal de la separa ción extraiga el bien de la unidad y la reforma de su Igle sia» 2. Entre los nombres que merecen mención especial es tá el de Desiderio Erasmo (1469-1536). Con su espíritu conciliador influyó en los intentos de mediación en la épo ca de la Reforma. Los nombres, publicaciones y propuestas dignos de ser mencionados quedaron, por otra parte, mar ginados, y únicamente a la luz del movimiento ecuménico actual han adquirido un interés histórico. Con todo, tanto los católicos como los protestantes veían con sospecha es tas tentativas, pues desconfiaban de un modo de actuar más conciliador y menos dogmático. Capítulo a parte sería el estudio de los intentos de unión entre las diversas corrien tes al interior de la propia reforma protestante, vulnerada por
Compartir