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VÍCTOR CODINA, SJ
Sueños de
un viejo teólogo
Una Iglesia en camino
MENSAJERO
2
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Diseño de cubierta:
Vicente Aznar Mengual, SJ
Edición Digital
ISBN: 978-84-271-4023-3
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Reflexión sobre doce temas candentes de la vida cristiana y de la teología, desde una
perspectiva sapiencial, fruto de largos años de reflexión y docencia teológica.
Escrito abierto a todos los cristianos que quieren profundizar críticamente su fe y su
vida cristiana, y que sueñan con la posibilidad de otro cristianismo y de otra Iglesia más
cercana al seguimiento del Jesús pobre y humilde de Nazaret. Desea sintonizar con el
estilo de transparencia y sinceridad evangélica del papa Francisco.
VÍCTOR CODINA (Barcelona, 1931) es jesuita, doctor en Teología y profesor desde
1965 en Barcelona y desde 1982 en Bolivia, donde reside, alternando la docencia
teológica en la Universidad Católica Boliviana de Cochabamba con el trabajo de
formación de laicos y pastoral popular. Entre sus últimas publicaciones señalamos
«Diario de un teólogo del posconcilio» (Bogotá 2013) y; en la Editorial Sal Terrae: «No
extingáis el Espíritu» (2008); «Una Iglesia nazarena (2012)» y «El Espíritu del Señor
actúa desde abajo» (2015).
5
Índice
Portada
Créditos
Introducción
1. Iniciación cristiana
1.1. Una situación pastoral caótica
1.2. Mis sueños sobre la iniciación cristiana
1.3. El laicado
2. Ministerios
2.1. Ministerio ordenado
2.2. Vocación al presbiterado
2.3. Hacia otras formas de ministerio ordenado
2.4. Formación al ministerio ordenado
2.5. Ministerio ordenado de mujeres
2.6. Ministerios laicales no ordenados
3. Vida religiosa
3.1. La vida religiosa en el Vaticano II
3.2. La crisis actual
3.3. En busca de clarificación
3.4. Cuestionamientos
3.5. Aterrizajes
4. Eucaristía
4.1. La fracción del pan
4.2. Sacrificio pascual
4.3. La presencia eucarística
4.4. Eucaristía e invocación al Espíritu
4.5. Eucaristía e Iglesia
4.6. Eucaristía y justicia
5. Colegialidad episcopal
5.1. Colegialidad y la Nota previa
5.2. Sinodalidad
5.3. Elección episcopal
6. Primado romano
6.1. Datos básicos sobre el Primado romano
6
6.2. Cardenales y nuncios
6.3. Infalibilidad papal
6.4. La curia vaticana
7. La Iglesia de los pobres
7.1. Situación actual de la pobreza
7.2. El proyecto de Dios
7.3. Una Iglesia pobre y de los pobres
7.4. El grito de la Tierra
8. Recepción del Vaticano II
8.1. ¿Qué es «recepción»?
8.2. Un poco de historia
8.3. Mis sueños
8.4. La Iglesia en el mundo de hoy
9. Pneumatología
9.1. Déficit pneumatológico
9.2. Fundamentación bíblica
9.3. Las dos manos del Padre
9.4. Vaticano II
10. Espiritualidad
10.1. ¿Qué es espiritualidad?
10.2. Mis sueños
10.3. Pentecostalismo y renovación carismática
11. Pecado y perdón
11.1. Una pastoral del miedo
11.2. Pecado
11.3. El sacramento del perdón
11.4. Escatología
12. Teología
12.1. Teología y espiritualidad
12.2. Teología liberadora
12.3. Teología y culturas
12.4. Teología y religiones
12.5. Teología ecuménica
12.6. Teología femenina
12.7. Teología simbólica, narrativa y popular
Epílogo
7
A las nuevas generaciones;
para que también ellas
comiencen a soñar.
8
INTRODUCCIÓN
La idea de escribir estas páginas me sobrevino inesperadamente al recordar que Pedro,
el día de Pentecostés, al levantar su voz en medio del pueblo de Jerusalén en nombre de
los once discípulos y afirmar que ellos no estaban borrachos, citó el texto del profeta
Joel:
«Sucederá en los últimos días, dice Dios: yo derramaré mi Espíritu sobre todo
mortal, profetizarán tus hijos y tus hijas, y tus ancianos soñarán sueños y tus jóvenes
verán visiones» (Jl 3,1; Hch 2, 14-17).
Esto me hizo intuir que una de las misiones de los ancianos es tener sueños, soñar
mucho [1] , y que esto puede estar ligado al Espíritu.
Pero, luego de esta primera intuición, he ido descubriendo la complejidad que se
esconde tras el tema de los sueños.
La palabra «sueño» parte del hecho antropológico de la representación de imágenes
y fantasías mientas uno duerme. El sueño nocturno tiene un sentido onírico, irreal,
muchas veces manifestación inconsciente de las profundidades del yo, que el
psicoanálisis puede ayudar a desvelar.
En todas las culturas y religiones tiene mucha importancia el tema de los sueños,
que a veces pueden tener un sentido trascendente y sobrenatural [2] . También en Israel
los sueños son un instrumento por medio del cual Dios se comunica y revela sus
designios de salvación sobre el pueblo. Dios se dirige por medio de sueños a patriarcas
(Gn 15,12-21; 20,3-6; 28,11-22; 37,5-11; 46,2-4), a jueces (Jue 6,25), a reyes (1 Re 3) y
a profetas (1 Sm 3; 2 Sm 7,4-17; Zac 1-67, Dn 2,7), entre ellos Joel (3,1).
En el Nuevo Testamento Dios se manifiesta a José por medio de sueños (Mt 1–2), y
Pablo tiene sueños y visiones nocturnas que guían su caminar (Hch 16,9s; 18,9; 23,11;
27,23).
9
Pero también se puede soñar despierto y se pueden tener sueños colectivos que
pueden expresar utopías transformadoras de la realidad, aunque esto sea algo lejano.
Así, el pueblo de Israel sueña con una tierra que mana leche y miel (Ex 3,15-18),
con un mundo en el que el lobo habitará con el cordero (Is 11,6-9), con un cielo nuevo y
una tierra nueva donde no habrá niños malogrados ni adultos que no colmen sus años (Is
66, 17-21). El proyecto del Reino, proclamado por Jesús también tiene el sentido de un
sueño utópico: un mundo donde habrá libertad para los cautivos y vista para los ciegos
(Lc 4,18-19), donde los pobres, los hambrientos y sedientos, los que lloran y sufren serán
bienaventurados (Lc 6,12-20).
Pero, como también hay sueños mentirosos (Dt 13,2-6; Jer 23,25-32; Zac 10,2), es
necesario discernir los sueños; y el criterio para ello consiste en ver si son conformes con
el designio de Dios.
Los sueños de los que habla la profecía de Joel no son sueños nocturnos ni
personales, sino colectivos y asociados a los ancianos: serán ancianos los que tendrán
sueños ¿Por qué esta referencia a los sueños de los ancianos?
En Israel, a pesar de las sombras teológicas que se cernían sobre la muerte y el más
allá, y a pesar de las críticas a ancianos insensatos, como los envejecidos en la maldad
que espiaban a la casta Susana (Dan 13,52-56) o los ancianos del sanedrín que
condenaron a Jesús (Lc 22,66), existía una postura positiva ante la ancianidad.
Una vida larga y una muerte cargada de años y rodeada de los hijos y de los hijos de
los hijos es una bendición de Dios, que permite morir en paz (Prov 17,6). Los ancianos
están al frente de las comunidades, pues gozan de la autoridad que les confiere su
experiencia, ya que son testigos de la tradición (Ex 3,16; 18,12; 2 Sm 5,3). Su debilidad
física está compensada por su sabiduría y su fortaleza moral.
Abrahán anciano es llamado a ser padre de los creyentes (Gn 12); los libros
sapienciales están llenos de sentencias a favor de la ancianidad; los salmos respiran la
confianza de los ancianos de que Dios no los abandonará jamás: aunque caminen por
cañadas oscuras, el Señor es el pastor que conduce a verdes praderas y a frescas aguas
(Sal 23).
10
En este contexto se comprende la afirmación de Joel de quellegará un día en que
los viejos tendrán sueños proféticos (Jl 3,1) y el que Pedro acuda a esta profecía para
anunciar los nuevos tiempos de la Resurrección de Jesús y la venida del Espíritu (Hch
2,14-17). Hay una relación positiva entre el Espíritu y los sueños de los ancianos.
También en nuestros días vivimos gracias al fruto del trabajo de muchos ancianos y
ancianas en la sociedad y en la Iglesia que han despertado la esperanza del pueblo:
Gandhi, Mandela, Dalai Lama, Atenágoras, Roger Schutz, Konrad Adenauer, Alcide De
Gasperi, Robert Schuman, Juan XXIII, Luther King, Madre Teresa de Calcuta, Dorothy
Stang... También el Papa Francisco en algunas ocasiones ha expresado sus sueños sobre
la Iglesia y sobre la sociedad.
En este contexto, y con todas las limitaciones y prudencias necesarias para una recta
hermenéutica y un verdadero discernimiento, me animo a poner por escrito algunos de
mis sueños de viejo teólogo, de profesor de teología ya jubilado. No son sueños
nocturnos ni son Palabra de Dios, sino sueños en vigila, utópicos; sueños escritos cuando
las sombras del día y de la vida se alargan.
Estos sueños no constituyen directamente críticas a nadie, no son profecías ni
amenazas; son sueños, ideas que hasta ahora, habiendo estado estrechamente ligado al
mundo académico, no me atrevía a pronunciar por miedo a la censura y para no
escandalizar a jóvenes estudiantes que no suelen distinguir el ideal utópico de la crítica
al sistema. La cercanía a la escatología confiere a los ancianos una luz especial y una
gran libertad y serenidad para expresarse sin miedo. El clima de libertad y confianza
suscitado por la llegada del Papa Francisco a Roma es un aliciente más para poder
expresar mis sueños.
Y, aunque estos sueños tienen una dimensión que va más allá de la Iglesia, se
concentrarán mayormente en la Iglesia: sus estructuras, sus diferentes sectores, sus
sacramentos, sus formulaciones, sus diversos ministerios, su pastoral, su espiritualidad,
su teología, etc., aunque siempre con la perspectiva de una Iglesia que sea luz para al
mundo, tenga las puertas abiertas y salga a la calle. En última instancia, son sueños
acerca de una Iglesia que camina hacia el Reino de Dios, un Reino que es el centro de la
predicación de Jesús y que constituye el asunto central de toda la teología cristiana.
11
No usaré mayormente un estilo científico y técnico con multitud de citas a pie de
página, sino más bien un estilo sapiencial que refleje el poso de largos años de lecturas y
de reflexión. Cada capítulo tiene su unidad y puede ser leído separadamente, aunque
todos los capítulos se entrelazan en una visión común. Por eso serán inevitables algunas
repeticiones y constantes.
En última instancia, mis sueños quieren contribuir modestamente a realizar lo que
la profecía de Joel anunciaba al decir que el Espíritu se derramaría sobre toda carne y
que los viejos soñarían mucho. En el fondo, «soñar» forma parte del ejercicio de la
virtud teologal de la esperanza cristiana.
Con estas advertencias y precauciones y sabiendo que, como dice Calderón de la
Barca en La vida es sueño, «los sueños, sueños son», me animo a poner por escrito
algunos de mis sueños, que el lector deberá discernir si son simples ensoñaciones
oníricas sin fundamento real o pueden encerrar a veces algunas inspiraciones del
Espíritu, que siempre es novedad y que actúa desde abajo [3] . Con todo ello, me animo a
comenzar: I have a dream...
[1] . La Dra. Bernardeth Caero, especialista en Antiguo Testamento, opina que se puede traducir el «soñarán
sueños» por «soñarán mucho», porque en hebreo el sujeto y el verbo tienen la misma raíz.
[2] . JAMA, Anthropologie du rêve, PUF, Paris 1997.
[3] . V. CODINA, El Espíritu del Señor actúa desde abajo, Sal Terrae, Santander 2015.
12
1.
INICIACIÓN CRISTIANA
13
1.1. Una situación pastoral caótica
NO pretendo repetir aquí lo que ya he escrito en otros lugares sobre la iniciación
cristiana [1] , sino decir lo que entonces no me atreví a decir por miedo a la censura y a
escandalizar, pero que ahora forma parte de mis sueños.
Lo que no me atreví a decir es que la actual situación de la iniciación cristiana en el
mundo occidental es un auténtico caos, tanto litúrgico como pastoral, muy poco
adaptado al momento histórico y eclesial de hoy.
Prevalece el bautismo de niños, fuertemente urgido por el Derecho canónico [2] y
por el documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (1980) que
critica los intentos pastorales del bautismo diferido. Estas normas doctrinales no tienen
en cuenta que el contexto de la Iglesia de Cristiandad está en lenta pero real agonía en el
mundo occidental; que en muchos lugares se vive un ambiente muy secularizado y con
un gran pluralismo religioso; que los jóvenes no admiten fácilmente haber sido
bautizados sin su previo consentimiento; que mientras muchos viven una creencia sin
pertenencia (en expresión de Grace Davie), otros tienen pertenencia sin creencia; que
hay una crisis de las instituciones religiosas, también de la Iglesia; que el modelo de
familia cristiana tradicional está hoy en crisis, así como la llamada civilización
parroquial...
A esto se añade que la tradicional unidad litúrgica y sacramental de la iniciación
cristiana, bautismo-confirmación-eucaristía, se ha roto y desarticulado totalmente. No
solo se han separado en el tiempo estos tres sacramentos, sino que se ha invertido su
orden lógico y teológico. La eucaristía, que debería ser la cumbre de la iniciación
cristiana, se sitúa antes de la confirmación, de modo que la confirmación pasa a
convertirse, de facto, en la cumbre de la iniciación cristiana.
La misma confirmación ha ido cambiando de sentido. Lo central ya no parece ser la
recepción del don del Espíritu que complementa y explicita la dimensión cristológica y
pneumatológica del bautismo, sino que pasa a ser una toma de conciencia personal, libre
y responsable del bautismo recibido en la primera infancia. Nadie niega que sea
necesaria esta toma de conciencia personal de la fe bautismal, pero para ello no se
14
requiere propiamente un nuevo sacramento, sino que bastaría con un tiempo de retiro y
de reflexión bíblica y orante sobre la fe y el bautismo. En muchos ambientes pastorales
la confirmación se ha convertido en el sacramento de la juventud. Uno se pregunta: ¿qué
sentido tendría entonces la confirmación para quienes han recibido el bautismo de
adultos?
Ciertamente, los sacramentos se orientan a la vida y a la salud pastoral (sacramenta
propter homines), pero ¿es legítima esta nueva reorientación de la confirmación? ¿No se
habrá convertido en una especie de by-pass sacramental y eclesial que soluciona
momentáneamente un problema urgente, pero que no resuelve la cuestión de fondo ni
deja que la sangre fluya correctamente?
Y, lo que es más grave, en muchos lugares se observa un caos y una debacle
pastoral: luego de la primera comunión hay un vacío de asistencia a la eucaristía
dominical por parte de los recién comulgantes, y luego de la confirmación se percibe una
ausencia y desaparición de la Iglesia por parte de los jóvenes recién confirmados.
¿Seguirá siendo válido este modelo de iniciación?
No queremos negar la validez del bautismo de niños que son bautizados en la fe la
Iglesia; no discutimos su valor teológico, ya que en el bautismo de los niños aparece más
claramente la prioridad de la gracia de Dios sobre la respuesta humana [3] . No estamos
de acuerdo con Karl Barth cuando afirmaba que el bautismo de los niños es una grave
herida en el cuerpo de la Iglesia. Tampoco aceptamos un falso concepto de libertad
absoluta que lastimaría la libertad de los hijos por haberlos bautizado sin su permiso
previo: el nacimiento y el don de la vida son un regalo de Dios anterior a nuestra libre
voluntad. Así, los padres, al engendrar a sus hijos, les transmiten lo que ellos juzgan
mejor: lengua, educación, salud, cultura y fe. Hay que recuperar la noción de gratuidad.
Solo Dios posee una libertad incondicional.
Pero podemos preguntarnossi no se debería replantear la actual estructura de la
iniciación cristiana comenzando por el actual modelo obligatorio del bautismo de los
niños. No deja de ser sintomático que la Iglesia haya ido retrasando tanto la primera
comunión como la confirmación hasta la edad de juicio de razón y más adelante todavía.
¿No habrá llegado el momento de retrasar también el bautismo?
15
No podemos olvidar que la práctica generalizada del bautismo de los niños está
muy ligada a la Iglesia constantiniana, a la unión entre Iglesia y Estado, a la Iglesia de
Cristiandad. De hecho, siempre que la Iglesia se ha separado del Estado, por ejemplo, en
los movimientos de la Reforma, se ha cuestionado el bautismo de los niños. El bautismo
de los niños, por otra parte, depende estrechamente de la doctrina agustiniana del pecado
original desarrollada sobre todo en la controversia de Agustín contra los pelagianos: la
práctica eclesial del bautismo de los niños constituía para Agustín una prueba de la
existencia del pecado original.
Cuando, hoy día, en la mayoría de países occidentales se ha separado el Estado de
la Iglesia y se defiende la libertad religiosa, el bautismo de los niños, pieza clave de la
unión entre Iglesia y Estado, puede legítimamente replantearse. También una nueva
visión teológica del pecado original, menos ligada a la concepción agustiniana biológica
de transmisión del pecado y más cercana al tema bíblico del pecado del mundo y a la
tradición del Oriente cristiano, que ve el bautismo primariamente como recepción de la
vida divina, obliga a repensar el bautismo infantil.
Por otra parte, una revisión de la escatología que no condene al infierno a los niños
muertos sin bautismo (como defendieron algunos autores llamados «torturadores de los
niños») ni los confine en el limbo (opinión teológica medieval ligada a Pedro Lombardo,
que hoy la Iglesia ha abandonado), sino que recomiende a la misericordia benevolente
del Padre a los niños muertos sin bautismo, favorece una revisión de este tipo de
bautismo.
También conviene recordar que, aunque el bautismo de los niños ya se inició al
comienzo de la Iglesia y que esta práctica se extendió a toda la Iglesia en el siglo IV sin
ninguna controversia, como reconoce Hans Urs von Balthasar, sin embargo, durante
siglos coexistió la praxis del bautismo de los niños y la praxis del bautismo de adultos. Y
esto no solo por el abuso de dejar el bautismo para el final de la vida (los llamados
«bautismos clínicos»), sino para poder asumir el bautismo con plena libertad y con
responsabilidad humana y cristiana.
El ejemplo más claro es el de algunos Santos Padres de la Iglesia que, habiendo
nacido en el seno de familias cristianas, se bautizaron en la edad adulta, como Basilio de
Cesarea, Ambrosio, Agustín, Juan Crisóstomo, Paulino de Nola, Gregorio Nacianceno
16
(hijo del obispo de Nacianzo), etc. El paso del bautismo por inmersión al bautismo por
infusión de agua sobre la cabeza del recién nacido, también es consecuencia de este
cambio histórico y eclesial.
Tampoco podemos olvidar que el mayor escándalo pastoral y eclesial no lo
constituye actualmente el bautismo de niños, sino el bautismo de ricos que, sin una
adecuada conversión personal, mantienen estructuras injustas de pecado en la sociedad.
17
1.2. Mis sueños sobre la iniciación cristiana
Por eso, visto todo lo anterior, soñamos con otra forma de iniciación cristiana. No se
trata de sustituir, sin más, la actual iniciación cristiana basada en el bautismo de los
niños por otra centrada únicamente en el bautismo de adultos, pues ello supondría
sustituir un autoritarismo magisterial y pastoral por otro de signo contrario. Bastaría con
que la Iglesia jerárquica dejase de proponer el bautismo de los niños en las primeras
semanas del nacimiento como la única alternativa válida y obligatoria para las familias
cristianas y abriera las puertas a un bautismo diferido, más concretamente, al bautismo
de personas responsables y adultas.
Junto a esto, sería necesaria una formación cristiana tanto para la infancia como
para la juventud y la madurez, tanto en la familia como en las diversas comunidades
cristianas.
Esta libertad pastoral permitiría a las diferentes Iglesias locales ofrecer a sus fieles
diversos itinerarios pastorales: el actual y, además, uno nuevo para personas más adultas,
en el que se mantuviese la coherencia dinámica y cronológica del bautismo, la
confirmación y la eucaristía, como sucedió en la Iglesia primitiva y se ha mantenido en
las Iglesias del Oriente cristiano. Las Iglesias locales (conferencias episcopales
continentales o nacionales, las diócesis, las parroquias...) deberían concretar, según
lugares y contextos, la secuencia y los tiempos de articulación entre todos y cada uno de
estos tres sacramentos, pero siempre partiendo de un bautismo responsable y consciente
y dejando la eucaristía para el final del proceso iniciático [4] .
Este cambio no va en contra de la Escritura, pues en el Nuevo Testamento no hay
argumentos serios para defender el bautismo de niños como el único obligatorio para
todos. Tampoco es contrario a la Tradición cristiana, pues no hay un modelo único de
iniciación cristiana, ya que hay dualidad y coexistencia durante siglos de dos modelos de
pastoral, el bautismo de niños y el bautismo de adultos estructurado en el catecumenado.
La actual revisión teológica del pecado original no exige el «cuanto antes» del
bautismo, pues todos nacemos en un mundo redimido por el misterio pascual de Jesús,
donde la gracia superabunda sobre el pecado. Todo niño nace bajo el amor
18
misericordioso del Padre, y no hay que esperar al bautismo para considerarlo hijo de
Dios: el bautismo no significa que la persona bautizada sea hija de Dios, y los no
bautizados hijos del Maligno, sino que significa de modo sacramental y eficaz el amor
del Padre a todos sus hijos que vienen a este mundo.
Tampoco hay que vivir angustiados por la suerte de los niños muertos sin bautismo,
pues confiamos plenamente en la bondad misericordiosa del Padre, que abraza a estos
niños inocentes, libres de toda culpa personal.
Superados estos escollos, podemos soñar con la posibilidad de una iniciación
cristiana diferente de la actual, consciente, libre, madura, lúcida [5] , donde al bautismo
siga la unción del Espíritu, y todo el proceso culmine en la eucaristía.
A quienes creen que esto supone privar de la gracia por mucho tiempo a los futuros
cristianos, hay que recordarles que la gracia de Dios no se reduce a los sacramentos, sino
que actúa desde el nacimiento de las personas; forma parte del designio amoroso de
Dios, y los sacramentos, por tanto, no se limitan a momentos puntuales de gracia, sino
que son signos simbólicos de la acción del Espíritu siempre presente y actuante; acción
del Espíritu que no se agota en el momento sacramental, sino que precede, acompaña y
abraza toda la vida del creyente.
Tampoco supondría dejar a las personas sin formación cristiana ni catequesis hasta
la adultez. Las familias cristianas, las comunidades cristianas, etc. deberían iniciar en la
fe a los niños desde su infancia e ir acomodando su formación catequética a lo largo de
los años. En el fondo, se trataría de restablecer el catecumenado con una duración que
dependería de la edad del bautismo y de las fechas de los demás sacramentos. Frente al
modelo «bautismo de niños y luego catecumenado» para la primera comunión y
confirmación, se podría establecer el modelo inverso: «catecumenado que desemboca en
los sacramentos de iniciación cristiana».
Más aún, así como en la antigüedad, después del bautismo en la vigilia pascual
tenían lugar las catequesis mistagógicas que explicitaban con profundidad lo que se
había vivido en la noche de la Pascua, también ahora a los sacramentos de iniciación
cristiana podrían seguir algunas catequesis mistagógicas o profundizaciones teológico-
espirituales.
19
Por otra parte, dado el concepto pedagógico que posee la iniciación en todas las
culturas y religiones [6] , habría que articularmuy bien estos años de preparación a los
sacramentos gracias a una verdadera mistagogía o iniciación a la experiencia espiritual.
Esto supondría una cierta ruptura o segregación del ambiente «mundano» y una
iniciación a los misterios de la fe, para ir confirmando una actitud de muerte a un mundo
de pecado y el nacimiento a un mundo nuevo, que encuentra en la Iglesia su lugar
sacramental y comunitario.
Los misterios de la fe (credo, mandamientos, sacramentos...) no deben ser
presentados desde el comienzo de forma dogmática y autoritaria, sino de forma
narrativa, procesual y mistagógica: iniciación a la Palabra, concretamente a los
evangelios, de modo que la figura de Jesús de Nazaret sea lo que seduzca y atraiga, el
centro, y lo que mueva a la alegría del evangelio y al seguimiento.
Todo ello implica momentos no solo doctrinales, sino mistagógicos: silencio,
contemplación, oración, conversión... Y siempre con una fuerte orientación comunitaria:
la iniciación nos introduce a la comunidad de Jesús, la Iglesia, que es comunidad de
gracia, del Espíritu, capaz de enfrentarse a las estructuras de pecado del mundo. Esta
Iglesia ya está presente en la familia, Iglesia doméstica, de modo que la iniciación
cristiana nace ya en la casa, en el hogar familiar.
El respeto a la libertad de decisión de los hijos no significa crear una atmósfera
aséptica y secular en la familia para dejar al hijo libre de elección, sino que, por el
contrario, la familia ha de ir encaminando al niño y al joven para que pueda un día
asumir personalmente el compromiso de la fe cristiana. Por eso, el nacimiento del hijo
puede ir acompañado de un rito iniciático de bendición y de acción de gracias a Dios por
el don de la vida, dirigido por los mismos padres o por ministros de la parroquia local.
Este nuevo itinerario no es menos exigente que el anterior; al contrario, supone
mayor compromiso y colaboración de todos: padres, padrinos, catequistas, ministros,
Iglesia local.
Sueño con un bautismo de inmersión, como en la Iglesia primitiva, que expresa
mucho mejor que el de infusión sobre la cabeza el simbolismo doble del agua, muerte y
vida, y la asimilación vital al misterio pascual de Cristo muerto y resucitado por medio
de la inmersión y salida del agua.
20
Sueño con una confirmación que no sea simplemente el sacramento de la juventud,
sino el sacramento del Espíritu que hace presente de forma simbólica sacramental la
realidad del misterio trinitario, las dos manos del Padre: la mano del Hijo y la mano del
Espíritu. Y todo ello mediante el simbolismo de la unción, que nos invita a recuperar el
mesianismo de la unción de reyes, profetas y sacerdotes en Israel en favor de los pobres
y, sobre todo, la unción mesiánica de Jesús en su bautismo, que le llevará a defender el
derecho y la justicia y a evangelizar a los pobres. La confirmación debería mantener la
dimensión pentecostal de la Iglesia misionera.
La primera eucaristía tendría que expresar no solo la comunión con el Cuerpo y
Sangre del Señor resucitado, presente en el sacramento (como se pide en la primera
epíclesis o invocación al Espíritu), sino el ingreso pleno a la Iglesia (como se pide en la
segunda epíclesis).
La participación en la eucaristía sería el término final de la iniciación cristiana, el
final del catecumenado y de la formación de cristianos discípulos misioneros, capaces de
dar razón de su fe y de comprometerse con la Iglesia en el anuncio del Reino y la alegría
del evangelio. Y todo ello por la fuerza del Espíritu. No es un proceso concluido, sino
una forma nueva de vivir en la Iglesia.
En los lugares donde todavía se vive cultural y eclesialmente bajo el régimen de
Cristiandad, o donde los padres así lo deseen, se podría mantener la iniciación cristiana
actual, pero sabiendo que en la Iglesia otra forma de iniciación también es posible. No se
hace violencia a nadie, se respetan los diversos procesos, pero se abren las puertas a una
nueva forma de iniciación cristiana, en muchos aspectos más arraigada en la tradición,
más coherente con el mundo de hoy, más lúcida y mejor fundamentada y que, sin duda,
podrá dar mejores frutos pastorales.
Este es mi sueño sobre la iniciación cristiana. ¿Una quimera o una nueva propuesta
viable?
21
1.3. El laicado
Dentro del contexto de la iniciación cristiana podemos reflexionar y soñar sobre el
laicado. Hagamos ahora una primera introducción que luego iremos completando en los
siguientes capítulos.
La palabra «laico», como es sabido, viene del griego laós, que significa «pueblo».
Por el bautismo entramos a formar parte del Pueblo de Dios. En este sentido, todos los
bautizados podemos llamarnos laicos, pero a lo largo de los años la palabra «laico» ha
quedado reservada a los bautizados que no han recibido el sacramento del orden ni
forman parte de la vida religiosa (LG 31).
Sin embargo, esta definición negativa no expresa toda la riqueza del laico en la
Iglesia, el cual participa del sacerdocio, el profetismo y la realeza de Cristo y vive su fe
en las condiciones normales de matrimonio y familia, trabajo, política, cultura, etc.
Ahora bien, este laico, que en la Iglesia primitiva vivía su fe de forma activa,
dinámica y misionera, fue progresivamente postergado a una situación de pasividad por
el crecimiento del clericalismo en la Iglesia. La Iglesia parece identificarse con la
jerarquía; el laico no contaba o se enfrentaba al clero a través de los señores y príncipes
temporales. La eclesiología como ciencia teológica aparece en la Edad Media como el
tratado del poder del Papa frente al poder del emperador. Por eso, con el tiempo, la
palabra «laico» vino a significar lo secular y temporal, en cuanto opuesto a lo sagrado.
Por todo ello, cuando Pío XII afirmó que los laicos formaban parte de la Iglesia,
para muchos fue una auténtica novedad. La teología anterior al Vaticano II comenzó a
desarrollar el sentido teológico del laico (Congar), y el Vaticano II concedió al laico su
pleno estatuto de ciudadanía eclesial (LG IV). Luego del concilio hubo un sínodo sobre
los laicos y una exhortación postsinodal de Juan Pablo II (Christifideles laici, 1988).
Sueño con que los laicos recuperen su sentido y su dignidad en la Iglesia; que,
como en los comienzos de la Iglesia, se sientan miembros activos y participativos de la
comunidad, recordando que la Iglesia se extendió por diferentes lugares, gracias sobre
todo a los laicos, que comunicaban a todos la alegría del evangelio: que Dios es nuestro
22
Padre, que todos somos hermanos-as, que Jesús es nuestro Salvador, que todos hemos
recibido el Espíritu.
Sueño con que los laicos recuperen el sentido eclesial que el Vaticano II defendió:
todos los bautizados somos miembros del Pueblo de Dios, de la Iglesia de Jesús; una
Iglesia que es humana y divina, santa y pecadora, con defectos y con santos, a la que el
Espíritu del Señor nunca abandona, que es Cuerpo y Esposa de Cristo.
Sueño con que, como dice el papa Francisco, recordemos que «todos ingresamos a
la Iglesia como laicos. El primer sacramento, el que sella para siempre nuestra identidad
y del que tendríamos que estar siempre orgullosos, es el del bautismo. Por él y con la
unción del Espíritu Santo, [los fieles] quedan consagrados como casa espiritual y
sacerdocio santo (LG 10). Nuestra primera y fundamental consagración hunde sus raíces
en nuestro bautismo. A nadie han bautizado cura ni obispo. Nos han bautizados laicos, y
es el signo indeleble que nunca podrá nadie eliminar. Nos hace bien recordar que la
Iglesia no es una élite de los sacerdotes, de los consagrados, de los obispos, sino que
todos formamos el Santo Pueblo fiel de Dios» [7] .
Sueño con que quienes han sido bautizados de niños vayan tomando conciencia de
qué es ser un cristiano bautizado y sepan que lo esencial de un cristiano es seguir a Jesús
de Nazaret, como los primeros discípulos siguieron a Jesús en Galilea.
Sueño con que los laicos descubran que seguir a Jesús significa, ante todo, estar con
él, conocerlo, creer en él, amarlo, como hicieron losprimeros discípulos, que
convivieron con él durante tres años; nosotros conocemos a Jesús sobre todo través de
los Evangelios.
Sueño con que los laicos sientan la alegría del evangelio, la alegría de ser discípulos
de Jesús, de estar con él en la oración y en la vida. Lamentablemente, hay muchos
cristianos que han ido al catecismo, que conocen los mandamientos y que incluso
frecuentan el templo, pero no tienen una experiencia personal viva de Jesús. Son como
árboles plantados fuera del agua, que a la larga se secan y no dan fruto.
Sueño con que los laicos descubran que seguir a Jesús significa aceptar su proyecto,
lo que él predica y busca: el Reino de Dios, un mundo donde todos nos sintamos hijos-as
del Padre y hermanos-as, sin discriminaciones ni exclusiones, sin violencia, sin
machismo; donde todos respetemos las diferencias; donde los más importantes y
23
predilectos sean los pobres, los pequeños, los que sufren, a los que hemos de ayudar,
pues Jesús se identifica con ellos: lo que hacemos a los enfermos, prisioneros,
hambrientos, refugiados..., se lo hacemos a Jesús (Mt 25,31-45). Entonces ser discípulos
de Jesús significa ser también misioneros (Aparecida).
Sueño con que los laicos tomen conciencia de que, aunque seguir a Jesús supone
una postura personal, el seguimiento se hace en comunidad, con otros bautizados, en la
Iglesia. Por eso es muy importante tener encuentros comunitarios de todos los
bautizados, sobre todo en la eucaristía dominical y en otros grupos más pequeños de
cristianos reunidos para orar, profundizar en la fe, ayudarse mutuamente, etc.
Sueño con una visión del laico que no se reduzca al sector eclesial y familiar, sino
que se comprometa en la sociedad y haga presente el Reino en las estructuras
económicas, políticas, científicas, culturales, etc.; que se inserte en el corazón del
mundo, discierna los signos de los tiempos y vaya transfigurando la realidad en la línea
del Reino.
Concretamente, el compromiso de los laicos es tanto hacia dentro de la Iglesia
(participación activa) como hacia fuera de la Iglesia (testigos del evangelio en la
sociedad): ser cristianos en el corazón del mundo y ciudadanos en el corazón de la
Iglesia.
Sueño con que los laicos vivan este compromiso hacia dentro y hacia fuera de la
Iglesia desde su realidad: familia, trabajo, profesión, cultura, barrios, política, relación
con la naturaleza, etc.; que se inserten en el corazón del mundo y transfiguren las
estructuras temporales en signos del Reino.
El evangelio (Mt 5,13-16) usa dos comparaciones para expresar la presencia de los
discípulos de Jesús en la sociedad que valen especialmente para los laicos.
Sueño con que los laicos sean sal de la tierra, es decir, los que dan sabor y sentido a
la vida, los que con su vida y testimonio enseñen que la vida no es solo trabajar, ganar
dinero, comer, beber, pasarlo bien, etc., sino que hay un sentido más profundo, que no
todo acaba aquí, que la enfermedad e incluso la muerte se iluminan a la luz de Jesús de
Nazaret. Ser sal significa hacer que las estructuras (profesión, cultura, política,
economía, Iglesia) se acerquen lo más posible al proyecto de Jesús, al Reino de Dios;
significa ser honestos, no corruptos, transparentes, solidarios, ejemplares.
24
Además, los cristianos laicos han de ser luz que ilumina en medio de la oscuridad:
no podemos esconder la lámpara bajo la cama.
Sueño con que los laicos, según las posibilidades y capacidades de cada cual,
anuncien el evangelio, no se avergüencen de ser cristianos, enseñen a sus hijos en la
familia, en la catequesis. ¿Quién enseña a rezar a los niños por las noches, sino los
padres de familia? La exhortación postsinodal del papa Francisco La alegría del amor es
una invitación a vivir la dimensión cristiana en la familia con toda su riqueza, aun en
medio de sus dificultades.
Para todo lo cual hay que formarse y conocer bien la Palabra de Dios. Pero en esta
tarea de ser sal y luz del mundo, de dar testimonio, nadie está solo: el Espíritu del Señor
nos acompaña siempre.
Ahora bien, mi sueño sobre el laicado afecta también directamente a los
responsables de la jerarquía, al clero. Existe un claro y fuerte clericalismo en muchos de
los miembros de la jerarquía, lo cual produce una situación muy problemática para los
laicos, y mucho más para las mujeres laicas, víctimas del patriarcalismo imperante: los
laicos han sido sistemáticamente postergados, no tenidos en cuenta, reducidos a sujetos
pasivos, a escuchar, callar, rezar y pagar.
Como afirma el papa Francisco, el clericalismo «no solo anula la personalidad de
los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal
que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente. El clericalismo lleva a la
funcionalización de los laicos, tratándolos como “mandaderos”, coarta las distintas
iniciativas, esfuerzos –y hasta me animo a decir “osadías”– necesarios para poder llevar
la Buena Nueva del Evangelio a todos los ámbitos del quehacer social, y especialmente
político. El clericalismo, lejos de impulsar los distintos aportes y propuestas, poco a poco
va apagando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar en el
corazón de sus pueblos. El clericalismo olvida que la visibilidad y la sacramentalidad de
la Iglesia pertenece a todo el Pueblo de Dios (cf. LG 9-14) y no solo a unos pocos
elegidos e iluminados» [8] . La piedad y la religiosidad popular es, en gran parte, la
defensa del pueblo frente al clericalismo dominante.
Sueño con una incorporación activa y plena del laicado en la comunidad eclesial,
con diversidad de ministerios, como más adelante iremos concretando y justificando.
25
La reciente disminución de vocaciones al ministerio ordenado y a la vida religiosa
¿no será una llamada del Espíritu a potenciar el laicado en la Iglesia? Se afirma que es la
hora de los laicos, pero parece que el reloj de la historia se ha parado.
Pero toda esta problemática del laicado se irá clarificando y profundizando en los
siguientes capítulos.
[1] . Cf. V. CODINA – D. IRARRÁZAVAL, Sacramentos de iniciación cristiana, San Pablo, Madrid 1987,
concretamente los capítulos III-V, pp. 43-137, que son de mi autoría.
[2] . Canon 867: «Los padres tiene la obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras
semanas; cuanto antes después del nacimiento, e incluso antes de él, acudan al párroco para pedir el sacramento
para su hijo y prepararse debidamente».
[3] . Lo cual, aunque es cierto, tiene el grave riesgo de convertir el bautismo de niños en el prototipo de todo
sacramento, es decir, en sacramentos meramente pasivos y sin cooperación ni respuesta personal. En términos
técnicos, el ex opere operato ahoga el ex opere operantis.
[4] . Luego del Vaticano II se ha publicado el Rito de iniciación cristiana de adultos (RICA), lo cual supone
que cada vez son más los adultos que piden el bautismo. Este rito retoma fundamentalmente la estructura del
antiguo catecumenado. Pero este rito para adultos no es propiamente una alternativa oficial al bautismo
tradicional, ya que se mantiene la urgencia del bautismo a las pocas semanas del nacimiento... En algunos lugares
(por ejemplo, en Lyon) hay parroquias que ya ofrecen a los padres la doble alternativa: bautismo de niños o
bautismo de adultos; pero esta es una propuesta privada que no tiene respaldo oficial, puesto que se mantiene lo
prescrito en el canon 867.
[5] . Véase, a modo de ejemplo, las propuestas de iniciación para el mundo de hoy de A. FOSSION, Dieu
désirable. Proposition de la foi et initiation, Lumen vitae, Bruxelles 2010.
[6] . La iniciación se puede definir como «un conjunto de ritos y enseñanzas orales, encaminadas a realizar
una transformación del estatuto religioso y social del iniciando. Desde el punto de vista filosófico, la iniciación
equivale a una mutación ontológica existencial. Al final de las pruebas, el neófito goza de una existencia
totalmente diferente de la que poseía antes: se ha transformado en otro»; cf. MirceaELIADE, Iniciaciones místicas,
Cristiandad, Madrid 1974, 5, 10.
[7] . Francisco a la Asamblea de la Comisión Pontificia para América Latina, 19 de marzo de 2016.
[8] . ID., ibid.
26
2.
MINISTERIOS
Frente a la visión eclesial dual que distingue en la Iglesia jerarquía y laicado,
proponemos volver a la visión eclesial primitiva, que considera a la Iglesia como una
comunidad con ministerios y carismas que brotan de las dos misiones trinitarias, la de
Cristo y la del Espíritu.
Vamos ahora a abordar los ministerios. El tema es tan amplio que lo dividiremos en
diferentes aspectos del ministerio.
27
2.1. Ministerio ordenado
Si hay un tema preocupante en la Iglesia actual es el del ministerio ordenado, el
clásicamente denominado «orden sacerdotal», el ministerio presbiteral, el clero; lo que
popularmente se llama «los curas» [1] .
En el mundo occidental se da una gran escasez de clero, junto a un innegable
envejecimiento de sus miembros. Las pirámides estadísticas de las edades están
invertidas: una pequeña base joven frente a una ancha cumbre de ancianos. Aumentan
las parroquias sin párroco; se van formando unidades supra-parroquiales animadas por
un pequeño equipo itinerante que las visita periódicamente; aumenta el número de
comunidades sin eucaristía dominical y solo con la celebración de la Palabra, presidida
por laicos o religiosas. En Brasil, el 75% de las celebraciones dominicales son sin
sacerdote ni eucaristía.
A esta preocupante escasez de clero se añade el abandono del ministerio por parte
de numerosos presbíteros, a veces después de largos años de pastoral, otras veces poco
después de la ordenación sacerdotal. ¿A qué se deben estas «deserciones»? ¿La culpa es
solo de los ministros, de sus debilidades, de su falta de fervor, de su inconstancia, de su
infidelidad... o hay también causas estructurales en todo ello?
No podemos silenciar en este breve elenco de problemas ministeriales los recientes
y numerosos abusos sexuales con niños y jóvenes por parte de miembros del clero,
incluso de obispos. ¿No indica esto que hay algo que no marcha bien en este estamento
eclesial?
Sin embargo, no parece que la Iglesia-institución se dé cuenta cabal de la gravedad
de esta crítica situación, y menos aún que quiera ponerle remedio. Siempre aparecen
estadísticas optimistas sobre el número de ordenaciones, sobre el aumento de vocaciones
en Asia y África, etc., y se opina que esta situación es pasajera y coyuntural.
Los documentos del Vaticano II sobre los sacerdotes (el Decreto Presbyterorum
ordinis, sobre la vida de los presbíteros, y el Decreto Optatam totius, sobre la formación
sacerdotal) ofrecen buenos fundamentos teológicos y excelentes consejos: se da
28
prioridad al ministerio de la Palabra sobre el sacramental; se habla de una cierta tensión
entre la segregación del presbítero para consagrarse totalmente a su misión y su
inserción en la comunidad humana, a cuya vida no puede ser extraño; se mantiene la
dialéctica entre el sentirse hermano y amigo del obispo y la necesaria obediencia; se
habla de la múltiple posible actividad presbiteral: parroquia, investigación, enseñanza,
incluso trabajo manual en el mundo obrero; se acentúa la importancia del presbiterio
como comunidad colegial fraterna de acogida y de ayuda tanto material como espiritual;
etc.
A estas dimensiones más estructurales se añade una serie de elementos que
configuran la vida personal del presbítero: su vocación a la perfección, la caridad
pastoral, la aceptación libre y gozosa del celibato (aunque se reconoce que no es esencial
al ministerio presbiteral), la aceptación voluntaria de la pobreza y el alejamiento de la
ambición y del espíritu de lucro, por más que el presbítero necesite una justa
remuneración y una previsión social, etc. Se exhorta al presbítero a una vida espiritual
intensa, a la lectura de la Palabra y al contacto personal con el Señor, al estudio sobre
todo de las Escrituras, a la confianza en el Señor ante la soledad y ante el sentimiento de
esterilidad apostólica, etc.
Se reconoce que hoy día el ministerio presenta dificultades y que habrá de
acomodarse a las circunstancias de mundo de hoy; pero no se sacan mayores
consecuencias de todo ello. El tono de estos textos es sereno y positivo, y sus autores no
parecen darse cuenta de la crítica situación del ministerio, del cual, aunque se ha
agravado en estos últimos años, ya en tiempos del Vaticano II se podían detectar
alarmantes síntomas.
Aunque también en el posconcilio ha habido documentos y exhortaciones sobre la
vida de los presbíteros (por ejemplo, las cartas de Juan Pablo II con motivo del Jueves
Santo), no hay señales de querer abordar los problemas de fondo ni afrontar cambios
estructurales en la vocación, formación y vida de los ministros ordenados.
Parecería, como en el conocido cuento de H. C. Andersen, El rey desnudo, que sería
preciso que algún niño ingenuamente dijese que la realidad no es tan brillante como se
presenta, sino que la crítica situación del clero requiere ser vista en toda su cruda
desnudez, con lucidez y realismo. En este caso no será un niño, sino un presbítero-
29
anciano, quien se atreva a hablar: no es una crisis meramente local ni coyuntural y
pasajera, sino algo más estructural y de fondo.
El problema es tan amplio y complejo que mis sueños necesariamente se
diversificarán de acuerdo con cada problema. Ya se ha escrito mucho sobre estos temas,
y no pretendo presentar un boletín bibliográfico sobre la problemática actual del clero,
sino ofrecer algunas consideraciones sapienciales, tal vez utópicas: I have a dream...
30
2.2. Vocación al presbiterado
Ordinariamente, un joven se presenta al seminario avalado por su párroco, afirmando
que tiene vocación sacerdotal. A veces se trata de niños que ingresan en los seminarios
menores, movidos tal vez más por sus padres, que desean garantizar sus estudios, que
por propia iniciativa.
Indudablemente, en toda vocación hay una dimensión personal, una experiencia
espiritual centrada en Jesús y su seguimiento, la ilusión de llegar a ser pastor, tal vez a
ejemplo de un cura conocido. Sin esta base personal no puede hablarse de vocación.
Pero faltaría destacar la dimensión comunitaria eclesial. Es la Iglesia, «la santa
madre Iglesia», la que en la ordenación sacerdotal pide al obispo que ordene a los nuevos
ministros. El obispo pregunta si son dignos. A veces hay testimonios positivos de la
comunidad; otras veces es el Rector del seminario quien garantiza su aptitud. Pero ¿es
esto suficiente para un ministerio directamente encaminado a presidir la comunidad? El
breve interrogatorio entre el obispo y los representantes de la comunidad tiene
importancia teológica: es la comunidad la que debe hacerse presente y responsable de la
ordenación de sus ministros.
¿Qué diríamos de un joven que se presentase ante las autoridades públicas diciendo
que quiere ser alcalde, gobernador, magistrado, senador, diputado, presidente? No basta
la buena voluntad y el deseo de gobernar, sino la competencia y el testimonio de su
capacidad de liderazgo.
Todo ello cuestiona la imagen clásica del joven bachiller que pide ingresar en el
seminario y nos hace pensar en la necesidad de otro tipo de vocaciones más adultas, más
maduras, con mayor experiencia humana, espiritual y eclesial, que sepan bien lo que
buscan y a lo que renuncian. Si se admite lo que hemos dicho antes sobre la iniciación
cristiana en edad más adulta, mucho más lógico es que el candidato al sacerdocio tenga
mayor edad y experiencia. ¿Qué futuro tendrían, en esta hipótesis, los seminarios
menores, si una gran parte del pueblo de Dios se bautizase en edad adulta?
31
La historia de la Iglesia nos recuerda que en torno a los siglos III y IV los obispos
iban al desierto a buscar futuros candidatos al presbiterado e incluso al episcopado entre
los monjes con gran experiencia humana y espiritual. Algunos fueron forzados a aceptar
el ministerio incluso contra su voluntad (los llamados inviti o coacti). Otras veces era la
comunidadcristiana la que pedía que alguien fuera su ministro o pastor ordenado (por
ejemplo, tanto en el caso de Ambrosio como en el de Agustín). Todo ello nos indica que
para la vocación no basta la buena voluntad y la generosidad personal del candidato, sino
que se requiere algo más: la aptitud, el testimonio e incluso la llamada por parte de la
Iglesia al servicio de la comunidad.
Muchas veces se identifican las vocaciones religiosas y las vocaciones al ministerio
ordenado, y se afirma que ambas exigen consagración y servicio; pero en realidad el
dinamismo interno de ambas vocaciones es teológicamente diverso: la vocación religiosa
es carismático-profética, mientras que la vocación al ministerio tiene un carácter más de
tipo institucional y pastoral. No fueron los apóstoles los que le dijeron a Jesús que
querían seguirlo: fue Jesús quien los llamó y los eligió. Fueron los apóstoles quienes
llamaron y eligieron a sus colaboradores: Matías, Bernabé, Tito, Timoteo..., no estos
quienes se ofrecieron a seguirles.
Por todo este conjunto de motivos, sueño con otro tipo de vocaciones, otro tipo de
candidatos al ministerio ordenado: vocaciones más adultas y experimentadas, no solo
con el respaldo de la comunidad, sino incluso con la iniciativa y a sugerencia de la
comunidad. Sería la comunidad eclesial la que le pediría a uno que fuese su pastor.
Por esto mismo, ante la crisis de vocaciones, uno se puede preguntar si hay crisis de
candidatos al ministerio o si más bien falta madurez, audacia y coraje en la comunidad
eclesial y en sus pastores para llamar e invitar a los futuros ministros. ¿Quién llama,
quién convoca hoy? Esta falta de convocantes sería un ejemplo de lo que K. Rahner
llamaba pigritia eclesial, pereza eclesial, falta de iniciativa y de acción, conformismo.
Además, cuando en la plegaria de los fieles se pide con insistencia al Señor «danos
muchas y santas vocaciones al ministerio ordenado», se olvida que hemos puesto
muchas condiciones al presbiterado: no pueden acceder a él ni las mujeres ni los
hombres casados, que constituyen la mayor parte de la humanidad. ¿Podemos poner
estas condiciones y frenar la libre iniciativa y la novedad del Espíritu? ¿Faltan
32
vocaciones o falta lucidez y audacia por parte de la Iglesia institucional para convocar a
personas aptas para el ministerio, de cualquier género y situación personal?
Esto nos abre el camino para reflexionar sobre otras formas posibles de ministerio
ordenado.
33
2.3. Hacia otras formas de ministerio ordenado
Indudablemente, aquí entra la cuestión del celibato. ¿Se puede imponer el celibato a
alguien que no tenga este carisma? No todos los que se sienten llamados y son aptos para
el ministerio tienen necesariamente el carisma del celibato. Esto nos lleva a plantear el
tema del celibato obligatorio o libre para el presbiterado de la Iglesia latina. Y una vez
más aparece aquí la diferencia entre la vocación al presbiterado y la vocación religiosa:
mientras que para la vida religiosa el celibato es esencial a su vocación carismática, para
el ministerio presbiteral no es algo constitutivo, aunque la Iglesia latina haya unido
ambas dimensiones.
Todos sabemos que ni en el Nuevo Testamento ni en la Iglesia primitiva ni en parte
de la Iglesia medieval el celibato era obligatorio, sino que la obligatoriedad nace de
concilios locales y universales de la Iglesia latina, concretamente del II Concilio
Lateranense (1139), mientras que en la Iglesia católica oriental no se exige el celibato
para el presbiterado. Es claro que el celibato bien asumido es una gran ayuda para el
desempeño pastoral del ministerio (Decreto sobre el ministerio de los presbíteros,
Presbyterorum ordinis, 16), pero no es algo necesariamente exigible y, para muchos, es
más una rémora y pesada carga que una ayuda.
Para muchos posibles candidatos al ministerio ordenado, la mayor dificultad para
asumir el ministerio es la obligatoriedad del celibato; la gran mayoría de abandonos de la
vida sacerdotal se deben a problemas afectivo-sexuales, y podemos preguntarnos
también si los recientes casos de abusos sexuales con niños no tienen mucho que ver con
un celibato mal aceptado, mal asumido y mal vivido.
Esto supuesto, podemos preguntarnos si no habrá llegado la hora de separar
nuevamente celibato y ministerio. Una ley eclesiástica, por venerable que sea, no puede
prevalecer sobre la ley divina, que pide que las comunidades eclesiales tengan un
número conveniente de pastores y ministros de la eucaristía. Las afirmaciones del
Vaticano II sobre la liturgia, singularmente sobre la eucaristía como cumbre y fuente de
la vida y la actividad eclesial (LG 11; SC 10; PO 5), como raíz y quicio de la comunidad
eclesial (PO 6), entran en contradicción con una disciplina y una praxis eclesial que, por
34
mantener el celibato unido al presbiterado, deja a millones de fieles sin pastores y sin
eucaristía. De hecho, actualmente la ley canónica prevalece sobre la ley divina de ofrecer
la eucaristía a todos los bautizados, lo cual es un escándalo y un contrasentido pastoral y
teológico.
Por eso, sueño con el momento en que al candidato al ministerio ordenado se le
diga que puede optar por un presbiterado célibe o por un presbiterado en matrimonio.
Esto abriría la puerta a que hombres ya casados pudieran acceder al ministerio no solo
diaconal, como hasta ahora, sino al ministerio presbiteral.
La posibilidad de ordenar a hombres casados que unan experiencia humana y
espiritualidad eclesial (los llamados viri probati, hombres idóneos [2] ) no solo se ha
propuesto en varios sínodos generales después del concilio (por ejemplo, en el sínodo del
1971), sino que ya en la última sesión del Vaticano II este tema había saltado a la
palestra. Pero el 11 de octubre de 1965 Pablo VI envió una carta a los Padres conciliares
en la que les pedía que no se abordase públicamente este tema en el concilio, sino que
los obispos le enviasen personalmente a él las sugerencias, que él prometía estudiar.
Los aportes de obispos sobre este tema no aparecen en las actas oficiales del
Vaticano II (Acta synodalia), aunque salió en la prensa (en Le Monde) la petición de
Pedro Paulo Koop, obispo de Lins (Brasil), que pedía para América Latina, en concreto
para el Brasil, que, dada la penuria de clero y la gran extensión de las comunidades, se
pudiesen ordenar al presbiterado hombres casados, pues con los diáconos casados no se
resolvía el problema [3] .
A pesar de diversas peticiones en este sentido, poco tiempo después Pablo VI
reafirmó la tradicional disciplina eclesiástica latina sobre el celibato en su encíclica
Sacerdotalis coelibatus (1967), en un acto de magisterio más pontificio que sinodal,
como veremos luego, y que causó mucha decepción en amplios sectores eclesiales.
El tema de la ordenación de viri probati ha sido hoy retomado por teólogos como
Antonio José de Almeida [4] y por pastores como el obispo de Sudáfrica Fritz Lobinger,
quienes prefieren hablar de equipos de ministros ordenados que surgen en communitates
probatae, comunidades maduras, comunidades proféticas, sacerdotales y serviciales que
comprenden la centralidad de la eucaristía [5] . Se trataría de proponer dos tipos de
presbíteros: uno de presbíteros a tiempo completo, célibes y con una larga etapa de
35
formación; y otro de un equipo de ministros ordenados, pero viviendo en las condiciones
normales de la vida (matrimonio, trabajo...) y sin una formación tan prolongada.
Lo importante es que estos equipos de ministros ordenados nazcan de una
comunidad madura y que sea ella la que los designe y presente al obispo para su
ordenación sacramental. Esta nueva forma de ministros debería evitar el riesgo del
clericalismo y servir a sus comunidades con la Palabra, los sacramentos y la acción
social, siempre bajo la supervisión y cuidado por parte de los ministros célibes y a
tiempo completo y, naturalmente, del obispo local.
Esta propuesta no nace simplemente de la actual penuria de clero, sino que tiene
raíces bíblicas, sobre todo paulinas:junto a Pablo que visita las comunidades por él
fundadas, se establecen ministros locales, como en Corinto, al cuidado de la comunidad;
ministros que seguramente eran los padres de familia de la casa donde se reunían los
cristianos.
También el Vaticano II abre la puerta a posibles nuevas formas de ministerio, al
sustituir la formulación de Trento de que la actual estructura ministerial (obispos,
presbíteros, diáconos) es «de origen divino» por la afirmación de que se trata de «una
tradición antigua» (LG 28). Se abren puertas para un salto hacia delante, como quería
Juan XXIII en el concilio.
No es este el lugar para formular y discutir el nombre, detalles, variables y
concreciones de esta propuesta de dos tipos diferentes de ministros ordenados, por
necesario que esto sea para no quedar en afirmaciones genéricas que pueden provocar
rechazo. Pero en todo caso son elementos que fundamentan mis sueños.
Sueño con una Iglesia en la que estos temas se puedan discutir libremente. Y
sospecho que la aceptación de diáconos permanentes y casados propuesta por el
Vaticano II (LG 29), por importante y positiva que haya sido para la Iglesia, puede ser
otro ejemplo de un by-pass eclesial, es decir, de una solución de emergencia e intermedia
que no resuelve el problema de fondo, pero que deja momentáneamente tranquilos a
muchos. De hecho, muchos de los actuales diáconos permanentes casados podrían ser
excelentes presbíteros en sus comunidades. Pero se constata una gran suspicacia en la
institución eclesial sobre este tema, de modo que a la diócesis de Chiapas (México) se le
36
prohibió seguir ordenando más diáconos casados, por miedo a que esto pudiera ser un
primer paso hacia los sacerdotes casados.
El solo hecho de tener sacerdotes casados configuraría otra imagen de Iglesia y
abriría puentes ecuménicos, ya que tanto la Iglesia Ortodoxa como las Iglesias ligadas a
la Reforma admiten un ministerio no célibe.
Estas son algunas de las cuestiones que hasta ahora, por motivos obvios, no me
había atrevido a proponer públicamente en clases o escritos, pero que forman parte de
mis sueños.
37
2.4. Formación al ministerio ordenado
La formación sacerdotal en la actualidad está regida por el Decreto sobre la formación
sacerdotal, Optatam totius, del Vaticano II.
En dicho decreto se ofrecen principios y normas generales que cada Conferencia
Episcopal deberá aplicar a su contexto. Se insiste en la formación espiritual, doctrinal y
pastoral de los candidatos al ministerio presbiteral, en la madurez humana y psicológica
para asumir el celibato como don de Dios, en la importancia de la Escritura como alma
de la teología, en el conocimiento de la Iglesia y de otras religiones, en la praxis pastoral,
etc.
El decreto admite la posibilidad de seminarios menores para cultivar las señales de
vocación de los adolescentes y reafirma la necesidad de los seminarios mayores (OT 4).
Ya hemos visto cómo, debido tanto a un retraso en la edad de los sacramentos de la
iniciación cristiana como a una mayor madurez de las vocaciones al presbiterio, quedaba
cuestionada de raíz la existencia de los seminarios menores. Pero podemos dar un paso
más y cuestionar la necesidad y obligatoriedad de los seminarios mayores.
La actual institución de seminarios data del Concilio de Trento y, en su tiempo, sin
duda ayudó mucho a la renovación y reforma de la Iglesia. Pero en el momento actual
puede cuestionarse si esta formación de candidatos al ministerio debe darse para todos
en el seminario. La identificación entre candidatos al presbiterado y seminaristas es
problemática. ¿Han de vivir los candidatos al presbiterado durante al menos seis años (el
sexenio filosófico-teológico actualmente establecido) fuera de su familia, de su
comunidad y de la vida normal de la Iglesia, encerrados en seminarios, sin más salidas al
exterior que los trabajos pastorales de fin de semana y las vacaciones anuales? ¿No
existe el riesgo de una formación en invernadero, irreal, con todos los peligros de un
encerramiento prolongado? ¿Por qué es necesaria esta segregación para el ministerio,
cuando no se da en el resto de carreras y profesiones?
Yo sueño con una formación más real, en la que los candidatos al ministerio vivan
en comunidades parroquiales y en otros lugares de pastoral, no tan alejados de sus
38
familias como ahora, aunque necesiten tener algunos tiempos de experiencia comunitaria
con los demás candidatos de su jurisdicción eclesial. Ya no serían «seminaristas», es
decir, miembros de un «semillero de jóvenes plantas», sino aspirantes al presbiterado en
contacto directo con sus hermanos mayores.
Indudablemente, deberían frecuentar centros académicos cualificados para su
formación, pero viviendo en comunidades vivas, no enclaustrados en el seminario. Si se
tiene en cuenta que las vocaciones seguramente serán cada vez más adultas, esta
formación extra-seminario será cada vez más necesaria. Qué comunidades pastorales
serían las más aptas para la formación de los futuros ministros es algo que debería
discernirse en cada diócesis.
En este sentido, es significativo que el Papa Francisco, en su exhortación Amoris
lætitia («La alegría del amor»), postule que para que los seminaristas maduren humana y
pastoralmente han de mantener vínculos con sus familias, y «en este sentido, es
saludable la combinación de algún tiempo de vida en el seminario con otro de vida en las
parroquias que permita tomar más contacto con la realidad de las familias» (AL 203).
Quizá mis sueños no son tan irreales como podría parecer..
Pero, además de la «vida comunitaria», también los estudios deberían revisarse y
adaptarse a los diversos contextos sociales y culturales. ¿Es el actual sexenio filosófico-
teológico algo inalterable? Los candidatos al ministerio que provengan del mundo
universitario y profesional ¿deberían hacer dos años de filosofía, estudiar latín, conocer
las corrientes filosóficas de Occidente, siempre bajo el magisterio de Santo Tomás? ¿Es
igualmente válido este sexenio para Europa, África, Asia, Oceanía y América?
Aunque el Decreto Optatam totius habla de la necesaria acomodación de estudios y
materias según lugares y contextos, es indudable que pervive una gran uniformidad
académica y casi rigidez doctrinal en casi todas partes. Son programas teológicos muy
sistemáticos y cerrados, excesivamente occidentales, que no tienen en cuenta otras
sensibilidades más narrativas y simbólicas que racionalistas, más pastorales y
espirituales que sistemáticas, más comunitarias y dinámicas que individualistas, más
cósmicas y holísticas que desconectadas y especializadas, más interculturales e inter-
religiosas que uniformes, más mistagógicas que dogmáticas, más desde abajo que desde
arriba. Muchas crisis de vocaciones y de presbíteros ¿no se deberán a este estilo
39
inadaptado de formación? Habría que conectar mucho más estrechamente experiencia
espiritual, reflexión, vida comunitaria y pastoral.
Deberían tenerse en cuenta las experiencias que ya se han dado para la formación
de candidatos que provienen del mundo obrero o del mundo indígena y tener iniciativas
e imaginación para buscar nuevas metodologías. Hay que aprovechar las nuevas
tecnologías, que ofrecen otras posibilidades para una formación a distancia, on line,
partiendo siempre más de los intereses y necesidades de los sujetos y de la pastoral que
de sistemas uniformes y universales diseñados en laboratorios. Habría que fomentar
formaciones más personalizadas y tutoriales, con pedagogías activas, tipo talleres y
trabajo personal, más que las clases magistrales, que llegan a aburrir a los alumnos.
El actual sistema académico filosófico-teológico produce la impresión de que
quiere proporcionar a los alumnos durante seis años todos los conocimientos necesarios
para su futuro, de modo que en adelante ya no necesiten más formación. En un mundo
tan cambiante como el nuestro ¿no debería darse un núcleo básico mínimo, pero
dinámico, proporcionar herramientas de trabajo teniendo en cuenta que la formación ha
deser permanente y continua, que se ha de aprender a aprender continuamente?
Añadamos a todo ello que, si se admite al ministerio a los llamados viri probati (o
equipos de ministros ordenados), no se podrá exigir a todos los candidatos igual nivel de
formación académica ni se les podrá encerrar en los clásicos seminarios por largo
tiempo, pues tienen familia y profesión. Su formación seguramente se debería asemejar
más a las de los actuales diáconos permanentes, con espacios intensivos de formación,
pero sin dejar por largo tiempo su vida ordinaria. Si se llegase a admitir el ministerio
femenino ordenado, ya se ve que la formación en seminarios aparece como inadaptada y
anacrónica. La actual estructura de seminarios está reventando y explotando por muchos
lugares.
Sueño, pues, con una formación plural, diversificada, adaptada a personas, lugares y
tiempos; en consonancia con las tareas pastorales futuras; fuera ordinariamente de los
seminarios tridentinos; en contacto con la realidad social y pastoral y con los demás
candidatos; en ambientes no artificiales, sino reales, aunque tanto las diócesis como las
congregaciones religiosas deban tener responsables de formación que acompañen a los
candidatos al ministerio. Sueño con una formación muy diferente de la actual.
40
2.5. Ministerio ordenado de mujeres
Esta cuestión tan debatida también forma parte de mis sueños.
Conocemos los pronunciamientos del magisterio católico contra la ordenación de
las mujeres: el texto Inter insigniores (1976) de la Congregación de la Doctrina de la Fe,
en tiempos de Pablo VI, y la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis (1994) de Juan
Pablo II, en la que declara que «la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir
la ordenación sacerdotal a las mujeres y que este dictamen debe ser considerado como
definitivo por todos los fieles de la Iglesia».
Parecería que las puertas para el ministerio femenino están cerradas
definitivamente. Y que un católico ya no puede soñar sobre este tema, tanto más cuanto
que la expresión «definitivo» se quiere interpretar como «infalible».
Sin embargo, teólogos y canonistas competentes, que han estudiado profundamente
esta cuestión, afirman que la supuesta «infalibilidad» de las verdades llamadas
«definitivas» no es tal, ya que, a diferencia de las verdades cuyo contenido y sentido es
la revelación, estas proposiciones llamadas «definitivas» son reformables [6] .
Los argumentos que se suelen aducir para probar la exclusión de la mujer del
ministerio ordenado no tienen consistencia bíblica ni teológica: que Jesús eligió
apóstoles a varones; que frente a ellos instituyó la eucaristía; que el sacerdote actúa en la
Iglesia in persona Christi (en representación de Cristo) frente a la Iglesia Esposa; que en
la tradición eclesial anterior no ha habido ordenación de mujeres; etc. Parecería que se
quiere fundamentar la exclusión de la mujer del ministerio ordenado en dimensiones más
genitales que teológicas.
Estos argumentos, lejos de ser teológicos, implican una lectura literal y
fundamentalista de la Escritura y están condicionados por los contextos culturales del
mundo judío en tiempos de Jesús y por la cultura de la Iglesia primitiva y medieval; pero
se desvanecen ante la actual conciencia de la dignidad de la mujer y de la igualdad de
derechos y obligaciones entre el varón y la mujer y, en concreto, de los bautizados (Gal
41
3,28). Juan XXIII veía en la actual promoción de la mujer un signo de los tiempos
(Pacem in terris) [7] .
Frente a esta cuestión, expertos biblistas consultados por la Santa Sede habían
afirmado que desde el punto de vista bíblico no hay argumentos ni a favor ni en contra
de la ordenación de la mujer, pues el contexto cultural era otro, y no se pueden sacar
conclusiones dogmáticas cuando el contexto cultural era muy diferente del actual. Lo
que sí se puede afirmar es que las mujeres han jugado un rol muy importante en la
Iglesia primitiva, comenzando por María Magdalena.
Se añade a todo esto que, frente a este nuevo signo de los tiempos de la dignidad y
promoción de la mujer en la sociedad de hoy, la Iglesia católica mantiene una tradición
de jerarquía exclusivamente patriarcal y constituye, en la sociedad actual, un antisigno,
un ejemplo de machismo institucional, quizá la estructura más machista de la sociedad.
Indudablemente, la promoción y dignidad de la mujer no se reduce a su ordenación
ministerial, sino que debe ser implementada en otros muchos campos eclesiales y
pastorales: enseñanza, investigación y asesoramiento teológico, participación en la
liturgia, en consejos pastorales, trabajo en la diaconía social, etc. Pero la exclusión de la
mujer de la estructura jerárquica de la Iglesia es una contradicción con los valores
humanos y bíblicos de la igual dignidad de la mujer y un contratestimonio que las
mujeres católicas perciben como un escándalo y que muchas veces provoca abandonos
silenciosos de Iglesia, ya que ellas experimentan la exclusión de la mujer de la estructura
jerárquica como algo tremendamente machista, patriarcal y clerical. Y todo ello en una
sociedad donde las mujeres, en muchos países, desempeñan el papel de dirigentes
sociales y políticos. Las futuras generaciones ¿no criticarán este posicionamiento
patriarcal de la Iglesia y no nos acusarán de ceguera ante los signos del Espíritu?
El hecho de la admisión de mujeres al ministerio por parte de la Iglesia de la
Reforma y de la Iglesia Anglicana es significativo y positivo; y, al revés, la admisión en
la Iglesia católica de clérigos (¡casados!) disidentes de la Iglesia Anglicana por razones
conservadoras, en tiempos de Benedicto XVI, no es ningún signo positivo. Tampoco es
teológicamente honesto utilizar el argumento del ecumenismo frente a las Iglesias que
admiten mujeres al ministerio ordenado arguyendo que esto nos separaría de la Iglesia
ortodoxa, siempre fiel a la tradición eclesial. No es correcto apoyarnos en la Iglesia
42
ortodoxa cuando esto favorece a nuestra posición católica y silenciar otros aspectos,
como la práctica de la «disciplina de la misericordia» para, en ciertos casos, conceder un
segundo matrimonio sacramental a parejas que han fracasado en su primer matrimonio.
La ordenación de mujeres sería una apertura a los signos de los tiempos, una
respuesta a tantas mujeres y teólogas que claman por la igualdad eclesial y ministerial de
la mujer en el Pueblo de Dios. Sería un signo de una Iglesia inclusiva, no excluyente.
El ministerio femenino daría a la Iglesia institucional un rostro nuevo, naturalmente
siempre que las mujeres no quisieran prolongar la imagen prepotente y patriarcal de
tantos ministros actuales. La sensibilidad y el genio femenino podría ofrecer una imagen
de Iglesia más tierna y misericordiosa, con entrañas maternales, sensible al dolor
humano, comprensiva, familiar, cercana, solidaria con los pobres, delicada, dialogante,
imaginativa y creativa, más cordial, respetuosa con la creación, con una espiritualidad
sencilla y profunda a la vez, una Iglesia más mariana, más impregnada de la Ruah de la
creación.
No deja de ser cuestionante que la Iglesia, que en la gran mayoría de lenguas tiene
género femenino, esté regentada y gobernada exclusivamente por ministros del género
masculino.
Comprendo que mi sueño de una Iglesia más femenina pueda ser para muchos
difícil de admitir, ya que supondría una gran transformación tanto estructural como
pastoral. Por eso, siendo realistas, quizá sería conveniente proceder de forma gradual,
instaurando de momento el diaconado femenino, que tiene raíces en la tradición eclesial
y que la misma Iglesia Ortodoxa puede aceptar. Pasado un tiempo de experiencia, habría
que dar un paso definitivo hacia la ordenación presbiteral y episcopal de las mujeres.
Por eso es muy importante que el papa Francisco, el 12 de mayo de 2016, en una
audiencia a la Unión Internacional de Superioras Generales religiosas, en respuesta a
sugerencias de ellas, haya abierto la posibilidad de crear una comisión para estudiar la
posibilidaddel diaconado femenino en la Iglesia. Este hecho es muy significativo, pues
supone un cierto cambio de postura de Francisco, el cual, tanto al regresar de su viaje a
Río de Janeiro como en Evangelii gaudium, había considerado que el ministerio
ordenado femenino era algo intocable y sancionado definitivamente. Se abre una puerta
al ministerio ordenado femenino. Quizá mis sueños no sean imposibles.
43
Por todo ello, sueño con una Iglesia diferente, sin exclusiones de ningún tipo, con
igualdad de derechos y obligaciones para todos los bautizados y bautizadas, donde la
mujer ocupe el lugar y el rol que Dios le ha otorgado. Como afirma el anciano teólogo
Joseph Moingt, la mujer no es el problema, sino la solución de la Iglesia.
44
2.6. Ministerios laicales no ordenados
Cuando el Vaticano II habla de los diversos carismas y ministerios laicales, no inventa
nada nuevo, sino que redescubre la tradición de la Iglesia antigua, en la cual laicos y
laicas, como bautizados, asumían diferentes servicios en la Iglesia como miembros del
Pueblo de Dios. Baste recordar a las Iglesias de Corinto (1 Cor 12–13).
Esta tradición, que con el correr de los siglos se fue olvidando debido a una
creciente clericalización de la Iglesia, es la que Vaticano II reinstaura y la que Pablo VI
profundiza en diversos documentos (Ministeria quaedam, de 1972; Evangelii nuntiandi,
de 1974).
No se trata de ministerios laicales para suplir la carencia de clero, sino que son la
expresión viva de una Iglesia toda ella ministerial, que crece como un cuerpo vivo (Ef
4,15-16), en la cual el Espíritu derrama diversos dones y carismas para el bien de toda la
Iglesia.
Estos ministerios, que brotan del bautismo y de la confirmación, se distinguen
claramente del ministerio ordenado conferido por el sacramento del orden.
En los años posconciliares estos ministerios crecieron en abundancia en diversas
Iglesias locales y son un signo de la vitalidad y madurez de la Iglesia. No solo eran
ministerios cultuales para la liturgia (lectores, cantores, distribuidores de la comunión,
celebración de la Palabra, eventualmente bautizos y matrimonios, exequias...), sino de
todo tipo de agentes pastorales: catequistas, misioneros, visitadores de enfermos,
dirigentes de comunidades de base, encargados de la pastoral social y de la atención a
pobres, a refugiados, migrantes y encarcelados, comunicadores sociales, maestros,
expertos en acompañamiento y discreción espiritual, teólogos y teólogas, maestros de
oración y mistagogos, escritores, profetas, consoladores, sanadores, etc. Eran la
expresión viva de un laicado maduro con vocación de servicio y a quienes los pastores
encomendaban diferentes servicios. De estas comunidades maduras y de estos
ministerios laicales maduros pueden surgir vocaciones al ministerio ordenado, sea
diaconal, viri probati, feminae probatae o presbíteros célibes y a tiempo completo.
45
Esta pujante floración ministerial, fruto del Espíritu del Señor, quedó un tanto
frenada luego del Sínodo de los laicos y del documento postsinodal Christifideles laici
(1987), que reducían los ministerios a algunas tareas conectadas con el ministerio
pastoral ordenado, como suplencia más que como desarrollo vivo de los dones del
Espíritu. Peor fue la situación creada por el documento De Ecclesia mysterio (1997), que
intentaba controlar los ministerios laicales en un clima de sospecha, desconfianza y
miedo, como si el desarrollo de los ministerios laicales pudiera llegar a frenar las
vocaciones al presbiterado. Fruto de estos últimos documentos fue el desánimo y el freno
del laicado, la inhibición y la pasividad.
En la actual primavera eclesial instaurada por Francisco podemos soñar de nuevo en
una Iglesia toda ella ministerial, en un Pueblo de Dios que camina sinodalmente con
todos los bautizados hacia el Reino, ministerios laicales que no entran en competencia
con los ministerios ordenados, sino que, ejercitando la subsidiariedad y la participación,
colaboran activamente en la misión de la Iglesia, en la misión de Dios.
Esta gran riqueza y variedad de ministerios de jóvenes, mujeres, indígenas, pueblo
sencillo, profesionales, etc. es fruto del Espíritu de Pentecostés, que actúa desde abajo y
que no debemos frenar ni extinguir, ya que continúa enriqueciendo a las Iglesias con
dones jerárquicos y carismáticos (LG 4).
Sueño con una Iglesia toda ella ministerial, donde todos los bautizados se sientan
miembros activos y vivos del Pueblo de Dios, todos corresponsables; una Iglesia donde
los laicos y laicas no se consideren miembros pasivos o de segunda categoría, sino
responsables, con voz y voto, capaces de expresar su opinión.
Quisiera finalizar este capítulo de los ministerios, tanto ordenados como laicales,
con una anécdota del Diario de C. G. Jung. Cuenta el famoso psicólogo que en uno de
sus viajes a África entrevistó a un anciano de una tribu para preguntarle cuáles eran sus
sueños. El sabio anciano, vestido elegantemente con piel de mono, le dijo llorando que él
antes soñaba, pero que ahora, desde que los ingleses les ofrecían la solución a todos sus
problemas, él ya no podía soñar más...
[1] . Retomo y amplío lo que ya escribí en «Pacíficas consideraciones sobre la vida de los presbíteros»:
Revista Latinoamericana de Teología 27 (2010), 375-387, resumido luego en Selecciones de teología 201(2012)
46
3-12.
[2] . La expresión viri probati es clásica, aparece ya en la carta de Papa Clemente (†100) a los corintios y es
citada en el Vaticano II (LG 20, nota 6).
[3] . Puede verse más ampliamente esta problemática en J. O. BEOZZO, «La ordenación sacerdotal de hombres
casados y el celibato eclesiástico: intervenciones desaparecidas en las “Actas Sinodales” del Concilio Vaticano
II»: Concilium 215, 54 (2015), 194-198.
[4] . A. J. DE ALMEIDA, Nuevos ministerios, Herder, Barcelona 2015.
[5] . F. LOBINGER (ed.), Equipos de ministros ordenados, Herder, Barcelona 2010; esta obra incluye, a modo
de anexo, un largo capítulo de A. J. de ALMEIDA, «Los presbíteros que necesita la Iglesia para comunidades que
necesitan eucaristía», pp. 117-216; F. LOBINGER, El altar vacío, Herder, Barcelona 2010.
[6] . Véase, por ejemplo, B. SESBOÜÉ, La infalibilidad de la Iglesia, Sal Terrae, Santander 2014, 375-403.
[7] . AAS 55 (1963), 267-268.
47
3.
VIDA RELIGIOSA
48
3.1. La vida religiosa en el Vaticano II
Como ya hemos visto, según el Vaticano II la Iglesia está enriquecida por diversos
ministerios y dones del Espíritu, por dones jerárquicos y no jerárquicos (LG 4). Uno de
estos dones no jerárquicos es la vida religiosa. Por eso, una vez expuestos mis sueños
sobre los laicos y los ministerios, deseo proyectar mis sueños sobre uno de los dones no
jerárquicos más típicos de la Iglesia: la vida religiosa.
No deseo repetir lo que sobre este tema se ha escrito y he escrito [1] , sino presentar
mis sueños actuales con plena libertad.
Para comenzar, hay que afirmar claramente que desde el Concilio Vaticano II
tenemos una teología de la vida religiosa madura y profunda. Frente a la época
preconciliar, en la que la vida religiosa era estudiada principalmente desde el Derecho
Canónico y la espiritualidad, el Vaticano II sitúa claramente la vida religiosa en el
contexto eclesial, sobre todo en el capítulo VI de la Constitución dogmática sobre la
Iglesia, Lumen gentium, y en el Decreto sobre la adecuada renovación de la vida
religiosa, Perfectae caritatis.
Gracias a la visión eclesial del Pueblo de Dios (LG II) y a una teología de los
carismas del Espíritu (LG 12), la vida religiosa aparece como un don del Espíritu que,
aunque no pertenezca a la jerarquía de la Iglesia, forma parte de su vida y santidad (LG
44,4). Es un hecho eclesial, un árbol que ha crecido en la Iglesia y que se ha ramificado
con gran variedad de familias (LG 43). Su sentido es el de ser un signo eclesial que hace
presente en la Iglesias los diversos misterios de la vida del Jesús histórico (LG 46) y
preanuncia la resurrección futura (LG 44).
Esta dimensión eclesial de la vida religiosa

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