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Lluís Duch Vida cotidiana y velocidad Herder 2 Diseño de la cubierta: Dani Sanchis Edición digital: José Toribio Barba © 2018, Lluís Duch © 2019, Herder Editorial, S.L., Barcelona ISBN digital: 978-84-254-4285-8 1.ª edición digital, 2019 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com) Herder www.herdereditorial.com 3 http://www.conlicencia.com http://www.herdereditorial.com Índice INTRODUCCIÓN LA FUNCIÓN DE LA CULTURA EN LAS SOCIEDADES HUMANAS Introducción Descripción no de la Cultura, sino de la cultura Juego y cultura Cultura y palabra humana La expresión de la realidad por mediación de los lenguajes LA SOBREACELERACIÓN DE LA SOCIEDAD ACTUAL Introducción Un poco de historia El quebranto del «mundo dado por garantizado» Velocidad y ciudad Velocidad y ética Velocidad y relacionalidad humana Velocidad y progreso tecnológico Velocidad y espacio Velocidad y moda Velocidad y calendario EL IMPACTO DE LA VELOCIDAD EN LAS ESTRUCTURAS DE ACOGIDA Introducción Las estructuras de acogida La codescendencia La provisionalidad en la codescendencia La revolución de la afectividad en el ámbito familiar Efectos del individualismo en la familia Conclusión La corresidencia Introducción Las transmisiones en y de la ciudad Ciudad e identificación La ciudad como reflejo del ser humano 4 La ciudad como espaciotemporalidad social Conclusión La cotrascendencia Introducción Situación actual de lo religioso El quebranto de las ideologías confesionales Una nueva aproximación a lo religioso La comunicación religiosa Los mass media («comediación») como «estructura de acogida» Introducción Un poco de historia Donde hay ser humano, hay procesos de información/comunicación Los mass media actuales Mass media y velocidad Conclusión LA MEMORIA (OLVIDO) Introducción Un poco de historia Memoria y velocidad La velocidad como antimemoria Memoria y sosiego LA SALUD/ENFERMEDAD Introducción Contextodependencia de salud y enfermedad ¿Cómo nos encontramos? ¿Cómo me encuentro? Velocidad y salud/enfermedad A la búsqueda de una salud saludable CONCLUSIÓN BIBLIOGRAFÍA 5 Introducción ¿Cuál debería ser el ritmo adecuado para que la existencia humana no se disolviera ni en el frenesí ni en la apatía ni en el aburrimiento? Es una manifiesta obviedad afirmar que la calidad de vida del ser humano de todos los tiempos, es decir, su salud física, psíquica y espiritual, depende en gran medida de la calidad de lo que Maurice Merleau-Ponty designaba con la expresión «espacio y tiempo antropológicos», los cuales rigurosamente no han de confundirse con la vastedad de los espacios ilimitados ni con la fatal cronología, que no posee las modulaciones y acentos que son propios de la espaciotemporalidad de hombres y mujeres de carne y hueso. No deja de ser curioso que en nuestros días se detecte por igual un exacerbado deseo de velocidad y, al mismo tiempo, una profunda apatía e irresponsabilidad en ámbitos tan diferentes, pero fundamentales para la existencia humana como, por ejemplo, los de la política, la religión, la educación, las responsabilidades políticas y sociales y una gran mayoría de formas de asociacionismo. Por un lado, la curiosidad, que ha sido, sobre todo a partir de los siglos XVI y XVII, el gran motor de la modernidad, y por el otro, la capacidad reflexiva y contemplativa, tan presente y activa en la diversidad de proyectos y creaciones en el seno de la cultura occidental de todos los tiempos, parece como si en nuestros días hubiesen alcanzado altísimos niveles de desinterés y apatía, que provocan tanto actitudes vitales sobreaceleradas y sin objetivo como mutismos desencantados y sin aliento, los cuales, en el fondo, no son sino diversificadas formas de «antidiálogo» y solipsismo insolidarios. Lo son porque interrumpen o, por lo menos, entorpecen gravemente la auténtica y humanizadora comunicación entre los seres humanos, aunque es comprobable a simple vista que el nivel de información ha alcanzado cotas nunca vistas hasta el presente. No cabe la menor duda de que a menudo los tan frecuentes mutismos del día de hoy, que nada tienen que ver con el auténtico silencio, desembocan casi necesariamente en variadas formas de violencia y agresividad, las cuales siempre han sido y son los pseudolenguajes que suelen imponerse cuando fracasan o se tornan irrelevantes las transmisiones y recepciones de los lenguajes genuinos, que tienen la misión de afianzar y ofrecer posibilidades expresivas al ser humano a lo largo y ancho de su trayecto biográfico, desde el nacimiento hasta la muerte. Con frecuencia, afortunadamente no siempre, la información no es sino mera propaganda que, como señala Simone Weil, «tiene la finalidad confesada de persuadir y no de comunicar luz. Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un intento de someter y manipular los espíritus». Creemos que el «nerviosismo difuso», al que tan oportunamente se refería Georg 6 Simmel en los últimos años del siglo XIX, posee en la actualidad una fortísima incidencia en los miembros de una sociedad cuya salud colectiva se halla gravemente conmocionada a causa de una acentuada y persistente erosión de las relaciones entre velocidad y sosiego, entre acción y reflexividad, entre paz y solidaridad, entre justicia y precariedad laboral. Es un dato incontrovertible que, muy a menudo, la prisa como consecuencia de la velocidad que queremos aplicar a nuestro vivir y convivir cotidianos se encuentra asociada directamente con una de las enfermedades más agresivas de nuestro tiempo: la distracción, con la falta de atención y deferencia hacia los que nos rodean. «No tengo tiempo», «tengo prisa», «estoy muy ocupado», son frase hechas que pronunciamos casi inconscientemente, pero que denotan muy claramente que vivimos, valga la paradoja, en un «tiempo sin tiempo», es decir, bajo el imperio implacable de la angustia, del temor, de la soledad y de la culpa. Ambas, la prisa y la distracción aíslan, fragmentan, pulverizan, secan todo lo que tocan; son íntimamente nihilistas y ambas también son enemigas natas de la atención y del cuidado del otro. El novelista italiano Italo Calvino en un bellísimo texto se refiere a cómo se ha troceado y desfigurado el tiempo en el momento presente: «Las novelas largas escritas hoy acaso sean un contrasentido: la dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no podemos vivir o pensar sino en fragmentos de metralla del tiempo que se alejan a lo largo de su trayectoria y al punto desaparecen. La continuidad del tiempo podemos encontrarla solo en las novelas de aquella época en la cual el tiempo ya no parecía como inmóvil, pero aún no había estallado». Ha de tenerse en cuenta que en casi todos los períodos históricos el poder de las costumbres era una especie de atmósfera invariable en la que el hombre vivía y convivía. No podía sustraerse a ella de la misma manera que no está en condiciones de sustraerse al aire que respira (Cassirer). Lo que acostumbra a suceder en la actualidad puede resumirse muy fácilmente: el poder normativo de las costumbres ha explosionado, se ha quebrado en mil pedazos. No es exagerado afirmar que la prisa representa el triunfo clamoroso de la ideología de nuestro tiempo basada en el anonimato, la sobreaceleración y la renuncia a la reflexión. En un libro ya bastante antiguo, Prières (1954), Michel Quoist escribía: Adiós, amigo, excúsame, no tengo tiempo. volveré, no puedo atenderte, no tengo tiempo, acabo esta carta porque no tengo tiempo. Hubiera querido ayudarte, pero no tengo tiempo. No puedo aceptar por falta de tiempo. No puedo reflexionar, leer, estoy sobrecargado, no tengo tiempo. Querría orar, pero no tengo tiempo. Con frecuencia, el día a día de nuestra vida cotidiana se desarrolla de manera impropia e incluso dañinapara la salud física, psíquica y espiritual, y sin la búsqueda de la complementariedad y armonía espíritu-corporal: el incesante crecimiento de la velocidad se nos impone como una suerte de destino fatal con ritmos compulsivos y desorbitados, que provocan una creciente deshumanización de nuestras relaciones con nosotros mismos, con nuestro entorno familiar, amical y laboral, con la naturaleza y, si creemos 7 en Él, con Dios. El «síndrome de la prisa» se refiere a un sentimiento subjetivo que nos provoca angustia, inquietud, sentido alarmante de la precariedad e impotencia, el cual sin embargo suele originarse a partir de una situación objetiva. No es infrecuente que el resultado final de este traumático proceso sea la depresión y el pánico a causa de la imposibilidad de poder aunar armoniosamente los propios ritmos y secuencias existenciales con los que nos impone la creciente aceleración de los modos de vida y de relación de nuestra sociedad. Se trata de una puesta en práctica en su versión más groseramente perversa y materialista del célebre aforismo time is money. Hace ya algunos años, Zygmunt Bauman señaló que en las sociedades de nuestros días nada —con frecuencia también los mismos seres humanos— podía declararse ajeno a la norma general de la «desechabilidad» y, como consecuencia de ella, casi nada podía permitirse el lujo de perdurar más de lo debido, de lo económicamente programado, de lo provisionalmente fijado como normativo por la labilidad de los sistemas de la moda. El resultado es que es la misma dinámica social la que impone a los comportamientos de los individuos, tengan o no conciencia de ello, el imperativo de la inestabilidad emocional, la «hibridez» de las formas de vida, la precariedad persistente del trabajo de jóvenes y viejos como «valores centrales» de la actual existencia humana. Y tomamos aquí el término «valor» no en un sentido sustancial, sino simplemente como «perspectiva» u «oferta ocasional», que vale en términos exclusivamente monetarios. En resumen, es la velocidad lo que importa en grado sumo y no la duración. «Tomarse su tiempo», apunta David Le Breton en uno de sus últimos libros sobre el camino y el caminante, «es una subversión de lo cotidiano, así como la larga inmersión en una interioridad que parece un abismo para cantidad de contemporáneos en una sociedad del look, del imperio absoluto de la imagen, de la apariencia, que la convierte en su única profundidad». Sin embargo, con conocimiento de causa, Henry D. Thoreau en los años setenta del siglo XIX advertía a sus contemporáneos de Concord, su ciudad natal, que «nada puede resultar más útil a un hombre que la determinación de no ir apresurado». En esta exposición, aunque la situación de crisis global se detecta en el conjunto de la existencia humana de estas primeras décadas del siglo XXI, nos referiremos especialmente al impacto del indiscriminado aumento de la velocidad del tempo vital en casi todas las actitudes y comportamientos del ser humano. Es innegable que la sobreaceleración a la que, casi sin escapatoria posible, estamos expuestos, quebranta muy negativa y perversamente lo que ha sido —y es— sustancial e imposible de sustituir para una constitución saludable y armónica del factor biográfico de hombres y mujeres del pasado, el presente y el futuro: las transmisiones. Dos campos nos parecen singularmente sensibles a los desmanes provocados por el «caos informativo» que, oponiéndose directa e impunemente a la auténtica y humanizadora comunicación (no a la simple información), impera dictatorialmente en nuestras sociedades y en la totalidad de la variedad de relaciones que mantenemos en nuestra vida privada y pública: la memoria (olvido) y la salud (enfermedad). La base de este texto es un curso de posgrado en la Facultad de Medicina de la 8 Universidad Pública de Guadalajara (Jalisco, México). Agradezco muy cordial y sinceramente al Dr. Javier García de Alba, director del Posgrado, al Dr. Javier Aceves y a la Dra. Ingris Peláez-Ballestas, que me facilitaron enormemente mi tarea e hicieron de mi estancia en Guadalajara casi unas vacaciones. También deseo mostrar mi sincera gratitud a mis alumnos de la Universidad Autónoma de Barcelona. De ellos he aprendido mucho más de lo que yo les haya podido ofrecer. Montserrat, junio de 2018 9 La función de la cultura en las sociedades humanas INTRODUCCIÓN Prácticamente a partir del segundo tercio del siglo XIX, tanto desde una perspectiva biológica como antropológica (Charles Darwin, Edward B. Tylor, Herbert Spencer, Lewis Morgan, John Lubbock, etc.), se discutió hasta la saciedad sobre la significación y el alcance de la cultura como conjunto de expresividades propias de la existencia del ser humano concreto en su mundo. Desde distintas disciplinas (derecho, medicina, religión, ética social, economía, trabajo, etc.) que, tradicionalmente, se han ocupado del hombre como ser expresivo, esa discusión sobre la cultura planteó problemas y soluciones que a menudo se encontraban en las antípodas de los que habían tenido vigencia anteriormente. En la exposición que sigue no podremos adentrarnos en esta controversia de proporciones ingentes que, en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, tuvo importantes y , según cómo se mire, decisivas repercusiones, a menudo con fuertes matices anticristianos, especialmente anticlericales, en los ámbitos académicos y profesionales de una gran mayoría de países, en especial de Inglaterra y Francia; controversia que, por otro lado, influyó enérgicamente en la formulación y justificación de la llamada «ideología colonial» sustentada sobre todo por estos dos países. Por lo general, sobre todo Herbert Spencer y sus colegas, por mediación de una aplicación reduccionista, bastante pedestre y simplista, del esquema biológico propuesto por Charles Darwin a la antropología; implícita o explícitamente establecían una pirámide valoral de las culturas, en cuya cúspide estaba, como no podía ser de otro modo para los antropólogos británicos, la cultura (y la raza) anglosajonas, encontrándose las restantes culturas y lenguas, si es que se encontraban, solo en camino hacia la plenitud social, política y racial ya alcanzada plenamente por las formas de vida de los anglosajones. Cabe subrayar que las antropologías británicas, como consecuencia inmediata de la revolución industrial, estaban muy encorsetadas y determinadas por lo económico, mientras que en Francia tenía la primacía lo sociopolítico como herencia, aunque fuese lejana y convenientemente aburguesada, de la Revolución Francesa. La enconada controversia adquirió en aquellas fechas no solo una gran importancia terminológica, sino que también tuvo perniciosos efectos políticos, religiosos y sociales. En efecto, los términos «cultura» y «civilización», que hasta el siglo XVIII casi siempre se habían utilizado como sinónimo, se constituyeron en representantes de cosmovisiones incompatibles entre sí. Por un lado, cultura (Kultur) pretendía ser la representante de una visión del mundo (Weltanschauung), supuestamente idealista propia del mundo 10 germánico, mientras que civilización (civilisation) se constituía en el centro de las articulaciones políticas y sociales, más o menos democráticas (parlamentarismo), de Francia e Inglaterra. De una manera u otra, tanto la guerra francoprusiana (1870/71) como las dos Guerras Mundiales (1914-1918, 1939-1945) pueden ser consideradas como expresiones sangrientas y crueles de un conflicto en principio teórico en torno al sentido de la existencia humana centrada en la Kultur germana o en la civilisation anglo- francesa. En la actualidad, por regla general, ambos términos vuelven a utilizarse como sinónimos, aunque no es infrecuente que a «cultura» se le otorgue matices más «espirituales» y a «civilización» más «técnicos» y «prácticos». DESCRIPCIÓN NO DE LA CULTURA, SINO DE LA CULTURA Es importante empezar con una afirmación elemental, pero de gran alcance: la Cultura en mayúscula no existe. Solo existen culturas diversasque, idealmente, participan, cada una de ellas a su manera, de la Cultura en mayúscula. Algo parecido sucede con el término Hombre (en mayúscula): todo ser humano concreto participa a su manera del Hombre, aunque este como realidad palpable no exista. En esta exposición, como venimos haciéndolo desde hace más de treinta años, abordaremos la problemática sobre la cultura a partir especialmente de la capacidad simbólica de los humanos. Siguiendo sobre todo la reflexión de Ernst Cassirer, Leslie White y Clifford Geertz, entiendo que el ser humano es estructuralmente capax symbolorum y que, a lo largo y ancho de su existencia, no cesa de operar con ellos y de vivir de ellos. Cabe señalar que el símbolo propone a los humanos un plano de conciencia que no es el de la simple evidencia racional; es la «cifra» de un misterio, el único medio de expresar lo que no puede ser aprehendido de otra forma. Hacia lo que apunta el símbolo, el o lo simbolizado, nunca puede ser ni «explicado» ni «alcanzado» exhaustivamente de una vez por todas, sino que debe ser continuamente descifrado, lo mismo que una partitura musical o un poema, por ejemplo, nunca son descifrados de una vez por todas, sino que siempre sugieren nuevas lecturas, interpretaciones y ejecuciones, que pueden ser sorprendentes para el músico o para el lector. Frente a la alegoría, que se caracteriza por estar definida y determinada conceptualmente con antelación, el símbolo posee como momento interno de su propia constitución un vigor y una eficacia transgresores, que permite al ser humano que ponga en movimiento su inherente capacidad interpretativa que, bien o mal, le permite contextualizarse e instalarse en la ininterrumpida sucesión de tiempos y espacios en los que se desarrolla su trayecto biográfico desde el nacimiento hasta la muerte. De esta manera es capaz de descubrir y experimentar «nuevos mundos», que le confieren, en un proceso siempre activo, el sentido de su propia existencia como homo viator que aspira, lo sepa o no, a la plenitud, la reconciliación y el gozo del status patriae. Siguiendo algunas intuiciones de Georg Simmel, creemos que lo distintivo de toda cultura es la conjunción, no siempre armoniosa, entre sus desenvolvimientos subjetivos y determinados valores espirituales objetivos. El pensador alemán añade que la afirmación y las exigencias exclusivistas de uno de estos dos factores en detrimento del otro implica 11 el rechazo de la coimplicación de ambos, la cual es justamente uno de los distintivos más representativos de las culturas humanas y de sus miembros. De lo dicho se desprende que el criterio fundamental de la noción de cultura es, por un lado, el conjunto de la actividad simbólica en el campo de la vida cotidiana y, por el otro, la función ejercida por los artefactos simbólicos en la articulación de los modos de vida y control social e institucional. Desde otra perspectiva, Claude Lévi-Strauss ha definido la cultura como «un conjunto de sistemas simbólicos, que incluye, sobre todo, el lenguaje, las reglas matrimoniales, las relaciones económicas, el arte, la ciencia y la religión». Con la imprescindible ayuda de los simbolismos, pueden ser establecidas y formalizadas las relaciones entre la sociedad, esto es, el mundo artificial diseñado por el ser humano y el mundo natural, que siempre es un supuesto, que es en sí mismo inaccesible tanto para el pensamiento como para la acción de los humanos. Cuando nos referimos a la naturaleza llevamos a cabo, lo sepamos o no, lo queramos o no, una determinación cultural de la misma naturaleza. Con gran fuerza, Ernst Cassirer subraya el hecho de que el hombre, definido por él no como animal racional, sino como animal simbólico, nunca vive solamente en un puro universo físico, sino en un universo simbóli- co, alusivo y, a menudo, elusivo, que constantemente deja entrever un más-allá de lo explícitamente manifiesto. El lenguaje, el mito, el arte y la religión constituyen los diferentes fragmentos de este universo, forman los diversos hilos que tejen y destejen el entramado simbólico, el cañamazo extremadamente complejo de las modalidades y contraposiciones de la experiencia humana. Se puede extraer la conclusión, por consiguiente, de que la historia del hombre sobre esta tierra puede ser considerada como una apropiación simbólica de la naturaleza y, al propio tiempo, como un despliegue simbólico de sus propias potencialidades para hacer presente lo ausente pasado y futuro. Creo que resulta particularmente interesante la concepción de Hans-Georg Gadamer, según la cual el alcance del término cultura se encuentra estrechamente vinculado a su propia etimología: la cultura no es sino el cultivo de lo que nos ha dado la naturaleza, pero hay que insistir en que ese cultivo solo podrá tener lugar, al menos en su impulso inicial y decisivo, mediante el trabajo del símbolo. Ya hemos indicado que la cultura en sí no existe, sino que siempre pensamos, actuamos y sentimos a partir de las posibilidades que ofrece una cultura específica. Por eso resulta oportuno, siguiendo el pensamiento de Max Weber, considerar las diferentes culturas humanas como otras tantas selecciones expresivas y axiológicas en la variedad de espacios y tiempos que, a pesar de sus perceptibles diferencias e, incluso, contradicciones, poseen, se quiera o no admitir, un acusado «aire de familia». En relación a ese trabajo de selección que son las diferentes culturas, el hombre es, al mismo tiempo, criatura (sujeto paciente) y creador (sujeto agente) de la cultura (de su cultura). La resultante de esta doble operatividad permite aseverar que, en la diversidad de contingencias de su existencia, de su actividad simbólica y de su organización social, es la cultura el mundo común de unos determinados hombres y mujeres. Según mi opinión, en la base de la existencia humana puede detectarse una interacción muy profunda y significativa entre la disposición simbólica del ser humano, como a priori de 12 su pensamiento, de su acción y de sus sentimientos, y las coordenadas y posibilidades de todo tipo del lugar, que siempre es un ámbito social, geográfico y político concreto, en cuyo interior tiene lugar la actualización y contextualización de la capacidad simbólica del hombre. Para proseguir esta discusión resultaría muy conveniente adentrarse en un debate, que sería interesante y repleto de posibilidades, entre el pensamiento de Émile Durkheim y el de Ernst Cassirer sobre el símbolo. Estamos de acuerdo con Joan-Carles Mèlich cuando escribe que «la máxima objetivación de los universos simbólicos radica básicamente en la institucionalización». Y aquí se esconde precisamente el peligro constante al que se ve sometido el ser humano como capax symbolorum: la pretensión de reducir la equivocidad, que es uno de los atributos mayores del símbolo, a la univocidad, que es la señal distintiva de lo sígnico y del pensamiento y la acción con «regulación ortodoxa». Resulta muy conveniente no olvidar que, de hecho, esta reducción, que es inevitable como inevitables son los procesos de institucionalización, es la exigencia que se esconde detrás de todas las instituciones sociales, religiosas y políticas, que se presentan como sistemas de significado ya establecidos por adelantado, normativos y, en muchos casos, con solemnes e irrebatibles pretensiones de canonicidad. Por regla general, las instituciones no quieren saber nada de los contenidos a interpretar como consecuencia de las variaciones y exigencias que van presentando los sucesivos contextos, sino que apuestan por los elementos ya definitivamente interpretados e incluso canónicamente impuestos. Sin embargo, resulta harto evidente que esta última actitud comporta irremisiblemente la destrucción del símbolo y del mito como tales y la instauración de la univocidad (en lenguaje político, la dictadura) como ámbito irreformable e irreversible de un semper ídem, que en definitiva tiene pretensiones de «canonicidad» o, lo que viene a ser lo mismo, de indiscutible e indiscutida ortodoxia frentey en contra de las «desviaciones» y «tergiversaciones» de las heterodoxias. Simplificando, puede afirmarse que la cultura es el camino que recorre la cerrada unidad de la persona a través de una diversidad muy amplia y sumamente compleja para alcanzar, después de incontables rodeos y errores, una des-envuelta unidad. Hace ya algunos años que Michael Landmann subrayó el hecho de que el hombre singular acostumbra a otorgar la primacía a la pasividad y a sus referencias al pasado como objeto de producción más que a su rol activo y a sus posibilidades de futuro. Todos los individuos llegan a ser ellos mismos porque consiguen participar en el medio supraindividual de una cultura específica, que los trasciende y que es común, con las debidas variaciones biográficas, a todo un grupo humano. Pero, para que podamos desarrollar la actividad simbólica que nos es propia, la cultura, previamente, debe haber sido creada y, con sus posibilidades y límites, debidamente articulada. La creación ex nihilo es algo que es absolutamente indisponible para el ser-hombre-en-el-mundo. Tal vez se encuentre mucho más de acuerdo con la realidad de los hechos afirmar que lo que caracteriza a la fuerza creadora del ser humano en el mundo es que la realidad, hecha presente, siempre parcial y provisionalmente, por medio de las formas e imágenes de una determinada cultura, se muestra, e incluso se transfigura, a través del incesante 13 trabajo simbólico que el ser humano pone en práctica en las diversas etapas de su trayecto biográfico, el cual siempre, de una manera u otra, se halla estrechamente vinculado con la imaginación, con la capacidad innata de mujeres y hombres de proponer alternativas y modulaciones, en ocasiones revolucionarias, al status quo. El trabajo del símbolo, sin embargo, sería totalmente imposible si los símbolos no poseyeran como atributo distintivo la capacidad de rememorar y anticipar en el presente, el origen y las metas que plasman el conjunto de las peripecias de todo tipo del trayecto biográfico humano desde el nacimiento hasta la muerte. En cada hic et nunc, en medio de la transitoriedad como señal distintiva del hombre, el símbolo permite, aunque sea alusivamente, la pregustación del Absoluto a partir de los múltiples materiales lingüísticos e icónicos que utiliza todo sistema simbólico-cultural, esto es, los llamados «simbolizantes», para de esta manera poder intuir algo, siempre en estado de inaccesible latencia, de lo simbolizado, que es la meta hacia la que apuntan, sin jamás poder alcanzarla, los distintos simbolizantes. Aquí resulta especialmente adecuado el bello y viejo aforismo escolástico: Gratia non tollit naturam, sed perficit eam. JUEGO Y CULTURA La interacción, por un lado, de la naturaleza y la cultura, y de lo simbólico y lo social, por el otro, son concreciones específicas del pensamiento y las actividades humanas. Esta interacción se ejemplifica de manera sumamente clara y abierta en el juego, el cual, por lo demás, tendría que constituir uno de los aspectos más importantes de la praxis pedagógica. El jugar auténtico es una de las actividades más significativas y positivas del trabajo del símbolo a causa de su capacidad para rememorar y anticipar lo que los antiguos solían designar con la expresión latina vita beata. En este contexto me limitaré a aludir esquemáticamente a la problemática en torno al juego. Obviamente no tendré en cuenta las penosas cuestiones, a menudo con caracteres declaradamente patológicos (ludopatías), relativas a los juegos de azar ni tampoco a los espectáculos patrocinados por las mafias que se mueven en torno al deporte profesional. Ambos casos, sin ningún género de duda, son exponentes de la perversión casi absoluta en la que puede precipitarse la capacidad lúdica del ser humano. La tradición grecolatina consideraba que el juego constituía —o debería constituir— una de las bases más consistentes de una antropología, fuese cual fuese su punto de partida, que realmente se ocupara y preocupara de su interrogante básico y determinante: ¿qué es el hombre? En este contexto resulta muy importante tener en cuenta un aspecto terminológico de notable interés. En nuestra lengua no disponemos de la distinción del inglés entre play y game, lo cual acostumbra a inclinarnos a ver en el juego, casi de una manera exclusiva, la vertiente no seria y ociosa, de distracción o de diversión, en ocasiones monetariamente connotada, que a menudo llega a confundirse con lo que es inauténtico en la existencia humana. Es interesante subrayar que, para Nietzsche, el niño que juega es el símbolo más auténtico e ilustrativo de la inocencia primordial, la señal inequívoca de la superación de 14 la no-identidad que, según el pensador alemán, se expresa, sobre todo en la vida cotidiana de los adultos a través de la conciencia de culpa. Desde su peculiar punto de partida, Sartre subraya la relación entre libertad y juego: «La subjetividad es liberada verdaderamente por el juego», «en el instante en que el hombre se comprende a sí mismo como libre y quiere usar su libertad, su actividad se convierte en juego, sea cual sea la angustia que le oprima». Johan Huizinga, en uno de los primeros libros (1938) que se escribieron sobre este tema, que ha ejercido una amplia y benéfica influencia en los estudios antropológicos, afirma: «Todo juego es primeramente y por encima de todo una acción libre. Un juego forzado ya no es juego. Como máximo puede ser la reproducción encargada de un juego». En algunas ocasiones, el juego permite tomar una cierta distancia respecto a las determinaciones y límites sociales que, con frecuencia, encadenan y someten a los individuos a los roles y a los status que les asignan los distintos intereses, a menudo bastardos, de la sociedad en la que desarrollan su «oficio» de hombres y mujeres. El juego, a menudo aliado con las posibilidades transgresoras de la imaginación, permite la creación de alternativas creadoras al orden o al desorden establecidos. Por ello puede afirmarse que el ejercicio de la capacidad lúdica constituye una inestimable ayuda en el difícil proceso de configuración de la polifacética plasticidad humana. Es oportuno recordar que el juego, tal como lo ponen de relieve algunas tradiciones religiosas, constituye la forma escogida por la divinidad para poner en marcha, sobre todo en los escritos sapienciales de muchas religiones, el ritual de la creación. Porque es una de las expresiones supremas de la libertad humana, el auténtico juego siempre es, en un mismo movimiento, descubrimiento y creación de formas y perspectivas inéditas hasta aquel momento, y mantenimiento de aperturas y ensoñaciones, los llamados por el filósofo judíoa alemán Ernst Bloch «sueños diurnos» (Tagträume), concretados mediante las inagotables invenciones de la imaginación en dirección, ya sea para bien o para mal, a un futuro siempre abierto y problemático. Resulta evidente, por tanto, que puede percibirse en el juego auténtico la acción armonizadora y fértil de la imaginación, la libertad y la creatividad imprevisible y sorprendente de los humanos. CULTURA Y PALABRA HUMANA Fundamentalmente, la existencia humana es una realidad expresiva tal como ha sido puesto de relieve a lo largo y ancho de la historia de la humanidad con una fabulosa multiplicidad de formas y fórmulas; en cada caso, con características y rasgos muy particulares, que no son sino traducciones-interpretaciones de los distintos lenguajes que, si los aprende, están a disposición del hombre de carne y hueso para que, en cada momento de su trayecto biográfico, vaya concretando en procesos siempre in fieri sus anhelos, deficiencias y perspectivas más profundos. George Steiner apunta que «inevitablemente, el “animal que habla” (homo loquens), como definieron los griegos al hombre, habita las limitadas inmensidades de la palabra, de los instrumentos gramaticales». En todas las culturas humanas, el lenguaje ha sido no solo uno de sus 15 problemas más acuciantes y urgentes, sino que también se ha manifestadocomo un auténtico misterio. Esto es verdad tanto si nos acercamos prácticamente a la realidad a través de la propia vida, como si teóricamente lo hacemos mediante el intelecto y la ciencia. La vida meramente vivida no tiene sentido. El sentido solamente puede aprehenderse y expresarse por mediación de una sinfonía lingüística basada, al menos tendencialmente, en la fecunda y diversificada complementariedad de las expresividades humanas. En las Upanishads se ordena al lector que, para vivir como corresponde a su dignidad, medite atentamente cada día sobre el lenguaje. Además se le indica que «si no hubiera lenguaje, no podría conocerse ni lo bueno ni lo malo, ni lo verdadero ni lo falso, ni lo agradable ni lo desagradable». Con razón observaba Hegel que, en la variedad de espacios y tiempos, en el lenguaje se actualiza y contextualiza la cultura y así pueden superarse las inercias y nostalgias del pasado por penosas y frustrantes que hayan podido ser. Con frecuencia, pero sobre todo a partir del pensamiento de Ludwig Wittgenstein, se ha hecho notar algo que posee una manifiesta obviedad: los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Es una evidencia, múltiples veces puesta de manifiesto, que la reflexión sobre el lenguaje se intensifica en los momentos de crisis globales de la sociedad, esto es, cuando el poder de orientación de las grandes palabras —designadas por Lyotard con la expresión metarrelatos— deja de ser efectivo y tiene lugar la quiebra de lo que Alfred Schütz, hace ya un montón de años, denominaba «el mundo dado por garantizado» (the world taken for granted), esto es, el mundo basado en la autoridad, en la confianza, no en el mero poder. No puede ignorarse que en la cultura europea, al menos desde el último tercio del siglo XIX, la aguda y general crisis del lenguaje ha sido una evidencia incontestable, que con facilidad podía detectarse en las formas políticas, la religión, las bellas artes, la poesía, la música, etc. Es importante tener en cuenta que todas las formas expresivas del ser humano forman parte de su tesoro comunicativo, no simplemente informativo. Eso significa que la lingüisticidad del hombre, sus capacidades para proceder al empalabramiento de sí mismo y de la realidad, no puede reducirse completamente a la oralidad, sino que abarca todas las formas expresivas, insinuativas, alusivas y elusivas de los humanos, las cuales forman parte integrante de las representaciones que, sin cesar, hacemos los humanos de nuestra humanidad (o inhumanidad) sobre el escenario del gran teatro del mundo. La teatralidad es, sin duda alguna, una categoría antropológica de enorme trascendencia, que pone de manifiesto nuestra insuperable finitud mediante el juego escénico, que se teje y desteje entre los personajes intervinientes en la trama teatral, esto es, mujeres y hombres concretos en su vivir y convivir cotidianos. Al no tener ninguna posibilidad de alcanzar la presencia de nosotros mismos, del otro y de la naturaleza, forzosamente tenemos que recurrir a las representaciones por mediación frecuentemente de nuestra innata constitución teatral, la cual nos permite «traducir», siempre ambiguamente, a personas, situaciones y acontecimientos como si las inaccesibles presencias fueran ya accesibles y hasta disponibles. Resulta harto comprensible que este trabajo de interpretación-traducción en el que inevitablemente vivimos los seres humanos, a menudo, nos induce a la falsa y, con frecuencia, peligrosísima convicción de que la 16 representación es ya la presencia, que los simbolizantes se identifican del todo con lo simbolizado. En nuestras sociedades marcadamente posindustriales, «informacionales» las denomina Manuel Castells, se ha introducido un error colosal que consiste en pensar que los lenguajes de las ciencias humanas necesariamente han de poseer las mismas características que se atribuye al lenguaje técnico-económico, el cual, con harta frecuencia, se cree que es el más adecuado y, eso también se da casi siempre por supuesto, el más rentable para la expresión de la verdad, la justicia y la libertad de lo humano, e incluso de los procesos de humanización (especialmente en el campo cultural y pedagógico) de hombres y mujeres. Se da con una relativa ingenuidad por indiscutible que el lenguaje técnico-económico se caracteriza positivamente por la eficacia, la verdad, la univocidad, la producción en serie de artefactos; en él, las palabras son unívocas, tienen un solo sentido establecido y adoptado (interpretación) con antelación con la mayor precisión posible. En cambio, los lenguajes que son propios de la filosofía, la antropología, el derecho, la religión, etc. se mueven en un ámbito completamente diferente: es el de la gratuidad, la insinuación, la distinción entre el decir y el querer decir, la narración que ha de distinguirse tajantemente de la explicación; son lenguajes realmente transgresores porque conducen al ser humano a un más allá de los límites marcados por los imperativos de los intereses de todo tipo y, muy particularmente, por el afán de poder y de lucro. Hace ya algún tiempo que el poeta mexicano Octavio Paz confirmaba que estos lenguajes son como puertas abiertas a un campo sin fronteras; por más que se camine hacia adelante, el horizonte se halla siempre más y más allá, resulta inalcanzable para la mente calculadora y apegada a la materialidad obtusa, pero es imaginativamente presente, activa y creadora para los espíritus que experimentan, siempre alusiva y elusivamente, la presencia de un más allá en todo más acá. Permiten que, en medio de la existencia humana, se concrete el gran milagro: en el centro de la finitud y la mortalidad humanas irrumpe como una epifanía sorprendente e inclasificable lo Absoluto, lo Innominable, lo Inefable que, con todo, se deja nominar, empalabrar — sin duda, siempre inadecuadamente— por la rica y diversa polifonía simbólica de la palabra humana. LA EXPRESIÓN DE LA REALIDAD POR MEDIACIÓN DE LOS LENGUAJES Es conveniente formular una primera precisión de suma importancia: para el hombre concreto solo existe lo que es capaz de expresar o, al menos, de insinuar mediante, por ejemplo, la fuerza del deseo o del dolor o de la simpatía o de la necesidad. En este sentido, por tanto, el mutismo es callar porque no se tiene nada que decir, el cual con cierta frecuencia se encuentra en los aledaños de la violencia y la instintividad más primitivas y destructoras. Y es sumamente importante no confundir el mutismo con el auténtico silencio, que es el fruto de la admiración, la adoración, la pacificación o la agudeza de la mirada interior. Una segunda acotación: lo que denominamos «la realidad» es, de hecho, una construcción psicológica y sociológica con indudables rasgos 17 emocionales y biográficos, casi siempre transmitidos de generación en generación, de tipo lingüístico, con la finalidad de concretar, expresar, empalabrar la realidad, lo que nos atañe directa o indirectamente, el cúmulo de relaciones positivas y negativas que configuran el ámbito vital de toda existencia humana, los modos de relación, a veces traumáticos y penosos, a veces consoladores y jubilosos, que mantenemos con nuestro pasado y los que vislumbramos que mantendremos con el futuro que nos espera. Debemos, muy brevemente, aludir a la invención y el uso de los neologismos «empalabrar» y «empalabramiento», que muy poco tienen que ver con el vocablo «apalabrar». Con los mencionados términos pretendemos poner de manifiesto que, desde el nacimiento hasta la muerte, el ser humano es un homo loquens, alguien que pone, traduce, insinúa en palabras humanas todas las peripecias, sufrimientos, alegrías, negatividades, facetas y matices de su existencia. Damos por descontado que los empalabramientos propiciados por el ser humano tendrían que abarcar todo el recorrido de su trayecto biográfico: desde la ética hasta la estética, desde lo económico hasta lo lúdico, desde lo matemático hasta las charlas de café. Y también deberían incluirse en ellos como expresividades humanasirrenunciables los lenguajes corporales, insinuativos, elusivos, alusivos, faciales e, incluso, el mismo silencio. Incluso la construcción decisionista del enemigo o del amigo, como la propone, por ejemplo, el politólogo nazi alemán Carl Schmitt, también es una construcción lingüística, propiamente logomítica. En este contexto deberíamos referirnos a la problemática en torno a la «memoria colectiva», según la terminología ya clásica de Maurice Halbwachs, o a la «memoria cultural», de acuerdo con las interesantes reflexiones de Aleida y Jan Assmann. Un tercer paso: lo que el hombre ha de expresar, concretar, empalabrar, es decir, la realidad que construimos y en la que, a gusto o a disgusto, habitamos es polimórfica, con una gran cantidad de aspectos, matices y características que no pueden expresarse con el concurso de un solo lenguaje. La realidad es de suyo polifacética y el hombre, para evitar la tiranía del monolingüismo, debería comportarse en relación con ella y consigo mismo polifónicamente ya que dispone de un amplio abanico de articulaciones lingüísticas para poder constituirse, esto es, expresarse a sí mismo y edificar y concretar adecuadamente las diferentes facetas de su entorno vital; articulaciones lingüísticas que, por el hecho de que el ser humano es una complexio oppositorum, deberían actuar por vía de complementariedad con la finalidad de instituir equilibrios más o menos armoniosos, siempre sin embargo en precario y, como consecuencia de su insuperable finitud, necesitado sin cesar de continuos procesos de contextualización que, con frecuencia, exigen el uso de la paradoja para apuntar alusiva y elusivamente a lo que es per se inexpresable, ajeno a nuestros cálculos e intereses. En principio parece obvio que una cosa es el lenguaje del amor, otra muy diferente, el de la economía, otra, el de los procesos de institucionalización, otra, el del juego, otra, el del arte, otra, el de la insinuación, etc. Amor, economía, juego, arte, insinuación, etc. son facetas distintas y, en algunas ocasiones incluso, contrapuestas de la realidad diseñada y construida por el ser humano, el cual siempre, de una manera u otra, es una complexio oppositorum. Cada una de ellas posee un lenguaje característico, apropiado, que es 18 (tendría que ser) inaplicable a los otros ámbitos de la existencia humana y que posibilita que el amor, la economía, las matemáticas, el juego, las disposiciones artísticas, etc. adquieran una presencia y un contenido propios sin invadir ni colonizar ni aniquilar los otros ámbitos. Hace ya unos setenta años, Walter Benjamin puso de manifiesto que «no existe ningún acontecimiento ni ninguna cosa, tanto en la naturaleza viva como en la inanimada, que no tenga, de la manera que sea, participación en el lenguaje, ya que se encuentra en la naturaleza de todas ellas la comunicación de su contenido espiritual». Es un hecho harto evidente que, en todas las culturas humanas, el lenguaje es un conjunto más o menos organizado de intentos destinados a imponer un orden expresivo y axiológico a la experiencia humana para evitar en la medida de lo posible la recaída del ser humano, individual y colectivamente, en el caos, en lo informe. Es importante apercibirse de que todas las formas expresivas del ser humano pueden formar parte constitutiva y constituyente de su tesoro comunicativo, no simplemente informativo. Por consiguiente, es innegable que la reducción del poliglotismo humano al monolingüismo, por ejemplo, económico, tiene como consecuencia casi inevitable un peculiar y normal retorno a la inexpresividad de facetas de lo humano no solo importantes, sino propiamente esenciales. Cada lenguaje configura una ley (nomos) o, lo que es igualmente válido, es la consecuencia histórica de la creatividad, actividad y experiencias de muchas generaciones de hombres y mujeres, que han dado nombre a las cosas, que han empalabrado la realidad, que se han impuesto la tarea de dar una respuesta, que nunca podrá ser ni definitiva ni concluyente, a las cuestiones fundacionales (el mal, el destino, la muerte, el más allá, etc.) características de la existencia humana. Expresándolo de otro modo: de acuerdo con la opinión de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, lo que designamos con el nombre de «realidad» no es sino una construcción lingüística que consta de elementos sociológicos y psicológicos sutil y paradójicamentemente entrelazados entre sí. Hace ya algunos años, Alfred Schütz, ilustre antropólogo al que ya me he referido con anterioridad, designó el resultado obtenido por la acción del nomos lingüístico en cada cultura concreta con la expresión «mundo dado por garantizado» (world taken for granted), el cual, socialmente establecido y sancionado e individualmente interiorizado y actualizado, puede ser considerado como una defensa más o menos efectiva contra la angustia y la muerte, contra el siempre amenazante «absolutismo de la realidad», según la feliz pero al mismo tiempo inquietante expresión de Hans Blumenberg. De una manera u otra, la quiebra del mundo dado por afianzado y legitimado implica el final de un mundo porque la totalidad de los juicios que se sustentaban sobre él, que era en realidad el pre-juicio indispensable y dado por supuesto sobre el que se asentaban la veracidad y la racionalidad de aquellos, ha dejado de poseer credibilidad y reconocimiento. 19 La sobreaceleración de la sociedad actual INTRODUCCIÓN Debemos ahora abordar otros temas mayores de esta exposición. Uno de ellos es la velocidad y su poderosísimo poder expansivo, casi con carácter epidémico que, en la llamada modernidad occidental, ha tenido impactos fulminantes de todo tipo, desconocidos por completo en el pasado. Debemos tener presente que esta modernidad ha sido muy en primer lugar una «categoría de cambio» (Franz X. Kaufmann), que ha trastocado —o, al menos, es eso lo que muchos han dado por supuesto— la gran mayoría de los puntos de referencia y criterios orientativos que ofrecían las tradiciones de las antiguas sociedades premodernas. Actualmente, sometidos en cuerpo y alma al omnipresente «virus de la aceleración», son muchos los que consideran que la aceleración ininterrumpida del ritmo de la vida es una exigencia fundamental irrenunciable para hombres y mujeres del siglo XXI. Muchos productos, elaboraciones y servicios han hecho de ella el centro de sus distintas estrategias de publicidad, prestigio y mercado: por ejemplo, speed-date, «pizza rápida», fast food, etc. «Ser veloz» es un síntoma de modernidad y progreso; la lentitud, en cambio, denota atraso y profunda inadecuación al momento presente. UN POCO DE HISTORIA En la cultura europea, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, se detecta una serie de indicios cada vez más visibles que ponen de manifiesto la irrupción de una concepción del tiempo humano hasta entonces desconocida. Poco a poco, la concepción clásica del tiempo pierde vigencia en una gran mayoría de las sociedades occidentales y se proponen otras representaciones de la cronología, que objetiva y existencialmente se contraponen con gran fuerza y convicción a las tradicionales. Paulatinamente se impone una «temporalización» del ser humano, que se encuentra decisivamente determinada por las ideas de evolución, de progreso y de éxito. No es por casualidad que los acontecimientos culminantes de la Revolución Francesa (1789) fuesen calificados de grande démolition (Littré) porque, así se creía, clausuraban definitivamente un pasado anticuado e incívico y, ahora, era finalmente posible la creación y asentamiento de un hombre y un mundo nuevos. Puede afirmarse, por consiguiente, que tuvo lugar, al menos era eso lo que se pretendía, una sustitución de las representaciones del antiguo orden temporal de tipo circular, que regulaba la existencia individual y colectiva, y poco a poco 20 se introducía la «espiral» como predominante imagen temporal de los nuevos tiempos. No cabe duda de que la introducción de la espiral como imagen de la visión del mundo de los nuevos tiempos seencuentra estrechamente conectada con la idea de un «progreso» ascendente e ilimitado del ser humano, de sus instituciones, proyectos y realizaciones; indiscutiblemente, los ilustrados opinaban que este progreso sería al mismo tiempo moral y material. En muchos casos solía asociarse a él, explícita o implícitamente, la idea de «éxito». Debe añadirse que en las últimas décadas del siglo XVIII se empieza a dar un paso cada vez más decidido desde el «orden precientífico» (tiempo circular) al nuevo «estado científico» (tiempo lineal, determinado en gran parte por la idea de «progreso» y, secundariamente, por la de «éxito»). Los filósofos y pensadores de aquel momento son cada vez más conscientes de que la aceleración que experimenta la comprensión del tiempo no solo comporta cambios profundos en los ritmos de la vida cotidiana de individuos y grupos humanos, sino que además implica una adquisición de nuevos y revolucionarios conocimientos, que con frecuencia, a partir de los modelos y pautas heredados del pasado, son muy difíciles de explicar y asimilar. Por regla general los ilustrados del siglo XVIII tienen clara conciencia de que la historia de la humanidad en su conjunto ha sido una lamentable y perjudicial pérdida de tiempo: es urgente recuperarlo. «Hemos llegado tarde en todo. Lo he dicho y redicho (redit) mil veces. ¡Recuperemos el tiempo perdido!» (Voltaire). Es un dato a tener muy en cuenta que, en las sociedades modernas europeas, sobre todo a partir de los dos grandes hitos de la Revolución industrial, por un lado, y de la Revolución francesa, por el otro, el fenómeno tan subjetivo de la prisa se origina al mismo tiempo que la creciente aceleración que sufre la concepción de la historia con su innegable pasión por el futuro en detrimento de una comprensión más o menos positiva de la tradición. De ahí las virulentas controversias entre los nostálgicos del pasado y los utópicos del futuro (querelles des anciens et des modernes). En 1807, con innegable temor e inmensa incertidumbre, Ernst Moritz Arndt escribía: «Lo que entonces iba al paso ahora va al galope. El tiempo está en fuga, los más listos lo saben desde hace tiempo. Cosas inmensas han sucedido, el mundo ha sufrido grandes transformaciones, calladamente y a gritos, en el silencioso paso de los días y en los huracanes y volcanes de la revolución; cosas tremendas sucederán, cosas más grandes se transformarán». Cabe destacar que, con la Ilustración, las estructuras iterativas sobre las que la tradición, de una manera u otra, siempre se había fundamentado, entran a formar parte de lo provisional, de lo que continuamente aparece y desaparece porque la modernidad, aseguraban las mentes modernas de aquel tiempo, se halla de pleno en el ámbito de lo irrepetible, del tiempo lanzado hacia adelante en prosecución de objetivos que ahora mismo son completamente indeterminados y desconocidos, pero sumamente atractivos y deseables. El tiempo comienza a pensarse y vivirse en dirección hacia un futuro considerado como el lugar de un progreso ilimitado, casi como un cuento de hadas, y sin fronteras de ningún tipo. Esta manera de ver las cosas implicaba una concepción edípica (Fusaro) del tiempo. Cada instante es un hijo que devora al padre que lo ha engendrado. 21 Hace ya algún tiempo que Milan Kundera ponía de manifiesto que «en nuestro mundo el ocio se ha transformado en desocupación, lo que es muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, está en constante búsqueda del movimiento que le falta». Por su parte, Reinhart Koselleck ha señalado que la experiencia específicamente moderna, según la cual no solamente los acontecimientos (Ereignisse) se suceden los unos a los otros cada vez más velozmente, sino que las premisas de estos acontecimientos, las mismas estructuras (Strukturen), se hallan sometidas a constantes mutaciones de tal manera que, en radical oposición a lo que era normal en la premodernidad, las mutaciones mismas se han convertido en el gran tema de la historia. EL QUEBRANTO DEL «MUNDO DADO POR GARANTIZADO» Hombres y mujeres de todas las épocas han presentido que sin cesar sus vidas estaban amenazadas por el caos (angustia, irrelevancia creciente de todos y de todo el mundo, las distintas formas de la negatividad). El caos, como sugiere Anthony Giddens, no es solamente desorganización, sino la pérdida del sentido común de la misma realidad de las cosas y de los otros como consecuencia de la pérdida o, al menos, del quebrantamiento de la confianza. En la vida de individuos y colectividades, las respuestas sociales son eficaces si ponen en movimiento pensamientos, acciones y sentimientos fundamentados en una realidad compartida dando entonces muestras de fiabilidad y capacidad de orientación para los individuos concretos y también para una convivencia social sin grandes sobresaltos ni tumultos. Es entonces posible instalarse sin angustia ni crispaciones excesivas en un mundo dado por garantizado sin necesidad de continuadas fundamentaciones y verificaciones porque no solo se encuentra plenamente asegurado y experimentado, sino que además otorga confianza sobre su viabilidad al conjunto de la sociedad. Hace ya muchos años, Alfred Schütz, en el marco de sus importantes análisis sobre la vida cotidiana, subrayaba que el mundo dado por garantizado era la primera condición para la «fundamentación de la practicabilidad» real del pensamiento y la acción de los humanos. Conviene advertir que el mundo social no es el ámbito privado de un individuo aislado, sino el mundo intersubjetivo común a todos nosotros, en el que tenemos no solo un interés meramente teórico, sino sobre todo práctico, ya que es fácil comprobar que las motivaciones prácticas son las que gobiernan nuestras actitudes más naturales y concretas en relación con las peripecias que se suceden en el mundo de la vida cotidiana. Schütz afirmaba que el «mundo de la vida cotidiana significa el mundo intersubjetivo, que existe antes de nuestro nacimiento; es experimentado e interpretado por los Otros, nuestros predecesores, como un mundo organizado. En cada momento presente nos es dado a nuestra experiencia e interpretación. Toda interpretación de este mundo se basa en un conjunto (stock) de experiencias anteriores a él, que no son nuestras propias experiencias; son las que nos han transmitido nuestros padres y maestros, las cuales en forma de «conocimiento cercano» (knowledge at hand) funcionan como un esquema de referencia para nuestro pensamiento y acción. En realidad, el mundo dado por garantizado constituye el mundo 22 social en el que nace el ser humano y en cuyo interior ha de establecer sus contactos y relaciones, y experimentarlos como una red estrechamente conectada de vinculaciones sociales, de sistemas de signos y símbolos con su particular estructura significativa, de formas institucionalizadas de organización social, de sistemas de status y de prestigio, etc. La significación de todos estos elementos del mundo social en toda su diversidad y estratificación, así como también los modelos (patterns) de su misma textura, está garantizada para los que habitan en su interior sin necesidad de continuadas pruebas y razonamientos. Schütz señala que el mundo dado por garantizado, porque abarca todo el polifacetismo del ser humano, constituye siempre al mismo tiempo una red social y emocional, que se halla más allá de todo cuestionamiento, lo cual implica el irrevocable convencimiento (deeprooted assumption) de que este mundo se mantendrá en vigor hasta «nuevo aviso» sustancialmente como hasta ahora; que lo que se ha mostrado válido hasta hoy, continuará siéndolo; y que nosotros mismos o bien otros seres parecidos a nosotros, siempre que actúen de una manera análoga, obtendrán básicamente los mismos resultados. Creemos que puede señalarse que la desestructuración del mundo dado por garantizado que ha sido la base indiscutible de la cultura occidental, en la actualidad se nos presenta de una manera que recuerda extrañamente a la disolución del yo, que el novelista RobertMusil y muchos otros poetas y pensadores de finales del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX identificaron como la característica más relevante de los próximos tiempos. Para ellos, la disolución del yo en la «masa» y la manipulación sin límites de las «masas» por parte de los mass media constituía la signatura específica de los «tiempos modernos». Las masas modernas, supermovilizadas por propagandas abyectas y egocéntricas y sometidas en gavias de oro a la esclavitud de los sistemas de la moda, se caracterizan por no disponer ni de «yo» ni de «ello», sus almas están vacías de tensión interior o de dinamismo con anhelos de felicidad y creatividad: sus ideas, necesidades e incluso sus sueños «no son suyos», son «alquilados» o «prestados»; su vida interior está «total y burocráticamente administrada», programada para producir exactamente los resultados que el sistema social se propone satisfacer, y nada más. Con razón se ha señalado (Berger y Luckmann) que el pluralismo político, social y religioso como emblema de la modernidad cuestionaba con mucha fuerza el mundo dado por supuesto y garantizado. De él se derivaba que la vida, el mundo, la sociedad y la identidad personal fuesen cada vez más problemáticos e inseguros. En particular, con la aplicación de sus «programas» propios, las instituciones humanas, cuya finalidad primordial era liberar a los seres humanos de la necesidad de reinventar cotidianamente el mundo y su orientación en él, se encuentran en la actualidad sometidas a la fuerza desestructuradora de las variadísimas versiones del pluralismo y de las necesidades artificialmente inducidas por los mass media. El conocimiento seguro y los hábitos tradicionales, que formaban parte integrante de las instituciones sociales, se convierten en simples opiniones y las múltiples y continuas interpretaciones de estas en simples hipótesis revocables y sin ningún tipo de exigencia. Por ello puede afirmarse que el pluralismo moderno ha socavado la integridad y fiabilidad de la que disfrutaban no solo 23 las instituciones religiosas, sino también las de signo partidista (política, sindical, social, cultural). VELOCIDAD Y CIUDAD Una de las primeras mentes europeas que con gran lucidez y a contracorriente advirtió que la sobreaceleración del tiempo era el factor constitutivo clave de la modernidad fue el poeta simbolista francés Charles Baudelaire (1821-1867), «la voz más poderosa del pecado original de la modernidad», según la autorizada opinión del crítico literario italiano Claudio Magris. Lúcidamente el poeta francés presentó la figura típica del habitante de la ciudad moderna por excelencia, París; el París planificado y regulado de nuevo, entre 1850 y 1860, por el barón Georges Eugène Haussmann, prefecto de la ciudad en tiempos de Napoleón III, con objetivos más bien de tipo militar y antirrevolucionario que propiamente urbanísticos y estéticos. Para Baudelaire, la ciudad es un catalizador de los mil ingredientes, tendencias y contradicciones de que consta el espacio urbano tal como podía observarlo y experimentarlo él mismo como peatón. El poeta describe el tránsito frenético y convulsivo de la gran ciudad como uno de los aspectos más típicos e inquietantes de la vida moderna: «Cruzaba el bulevard corriendo, en medio de un caos en movimiento, con la muerte galopando hacia mí por todos lados», apunta Baudelaire. El hombre moderno arquetípico, tal como él lo presenta, es principalmente el peatón (flâneur), el hombre sin sosiego, lanzado peligrosamente en medio del bullicio circulatorio, que no es sino «un inmenso y peligroso caos en movimiento», esto es, una corriente desenfrenada que arrasa sin contemplaciones todo lo que encuentra a su paso demoledor. El tránsito frenético por las plazas y los bulevards parisinos no conoce límites espaciales o temporales, sino que inunda con su fluir nervioso la gran mayoría de los espacios urbanos y de los ritmos temporales de los individuos. Por su singularidad nos permitimos recordar que, ya en 1915, el reconocido urbanista catalán Cebrià Montoliu (1873-1923), en relación con la situación del tránsito en la ciudad de Barcelona, hacía notar que «el tránsito recreativo [coches individuales] ha alcanzado, si no lo ha superado ya, su límite, el gran número de coches individuales, mayoritariamente objetos recreativos, representa un gran obstáculo para las comunicaciones y el transporte realmente útiles para la sociedad». Con una buena dosis de amarga ironía, a menudo no exenta de un extraño resentimiento, Peter Sloterdijk afirma que «puesto que en la modernidad no se concibe al individuo sin su movimiento, el yo y su automóvil, por ejemplo, constituyen, metafísicamente hablando, de la misma manera que el cuerpo y el alma, una misma unidad de movimiento. El coche es el equivalente tecnológico del sujeto transcendental, que es activo por principio». Con harta frecuencia la velocidad expresada en términos automovilísticos ya no guarda ninguna relación útil y rentable con las facilidades de desplazamiento. No se trata, en efecto, de una velocidad provechosa con una finalidad conscientemente predeterminada por el ser humano, sino de un mero complemento suntuario, ostentativo y orgulloso del individuo como pueden ser, por ejemplo, un 24 perfume o una joya. Parece evidente que los actuales medios electrónicos, que son, entre otras muchas cosas, potentísimos aceleradores de la velocidad (a menudo, mucho más allá de las posibilidades receptivas y asimiladoras del ser humano), están modificando radicalmente nuestra conciencia temporal y espacial y, como consecuencia necesaria, las relaciones de todo tipo que establecemos con la ayuda de su mediación porque el ser humano, sean cuales sean las condiciones de su contexto vital, siempre será un «ser de mediaciones» al que la inmediatez le está absolutamente vetada. A propósito de esta nueva situación, Manuel Castells ha escrito: «La transformación del tiempo bajo el paradigma de las tecnologías de la información, constreñido por las prácticas sociales al uso, es uno de los fundamentos de la nueva sociedad en la que hemos entrado, conectada cada vez de una manera más inextricable con la aparición del espacio de los flujos», es decir, de la total inestabilidad y continuas mutaciones de la espaciotemporalidad de hombres y mujeres de nuestros días. En las grandes ciudades modernas, el caos —como escribe Marshall Berman— no reside en los que se mueven o transitan, los conductores o los peatones individuales, sino en su inevitable interacción, en la totalidad de sus movimientos ayunos de toda sincronización y regulación en el marco de un espacio común. «¿Qué son los peligros de la selva y de la sabana comparados con el choque y los conflictos diarios de la civilización?», se preguntaba con inquietud Charles Baudelaire. Adelantándose en mucho a su tiempo, en sus lúcidos y originales análisis de la modernidad y a partir de un estudio detallado, pero inacabado de la ciudad de París, Walter Benjamin hacía notar que la velocidad y la transitoriedad se habían convertido en las metáforas que mejor encarnaban la conjunción mítica entre modernidad y progreso. Para el pensador judío alemán, el progreso, en los inicios de la modernidad (últimas décadas del siglo XVII), había desarrollado con bastante sentido común una notable función crítica. Es innegable que, a partir del siglo XIX, cuando la burguesía culminó la conquista de los resortes del poder económico, social y político, esta función desapareció y se impuso casi completamente en la vida de individuos y colectividades la sobrevaloración del «fetichismo de la mercancía». De la misma manera que para Baudelaire el bulevard parisino, con el flâneur como personaje prototípico, constituía la concreción del «espacio-tiempo» («caos en movimiento frenético») de la modernidad (último tercio del siglo XIX), en la actualidad, la autopista se ha convertido en una de las concreciones espaciotemporales más relevantes del momento presente. El signo distintivo del urbanismo del sigloXIX fue el bulevard, un medio para reunir a los seres humanos y, si se terciaba, contener y reprimir sus acciones y fuerzas explosivas; el sello del urbanismo del siglo XX ha sido la autopista, un medio para separarlos y, de alguna manera, controlarlos. En todo eso se observa una dialéctica extraña, pero realmente presente en la actual cotidianidad: las sucesivas formas de las ofertas modernas se activan y se agotan al mismo tiempo por mediación de la aniquilación de las precedentes: todo en nombre de los supuestos milagros de la modernidad (Bollnow). En este contexto puede ser oportuno y ejemplificador referirse a la interpretación que Georg Simmel (1858-1918) —pensador judío alemán que, ahora mismo, vuelve a tener 25 una gran actualidad, pero que en su tiempo fue considerado como un extraño en el mundo académico centroeuropeo— detectó que la ciudad moderna se caracterizaba sobre todo por la fragmentación y la sobreaceleración del tiempo y la banalización del espacio. En muchos aspectos, Simmel siguió de cerca una línea interpretativa bastante parecida a la de Baudelaire, y no cabe la menor duda de que el mismo Walter Benjamin, en su reconstrucción de la génesis de la modernidad, experimentó una considerable influencia del pensador judío alemán, el cual ha estado muy presente —con frecuencia de manera subterránea— en la obra de muchos conocidos filósofos de la primera mitad del siglo XX como, por ejemplo, Heidegger, Lukács y el mismo Max Weber. Según la opinión de Simmel, una de las características más notables de la modernidad, tanto individual como colectivamente, era el incesante «estado de fluidez» y provisionalidad de todas las relaciones sociales. En la descripción e interpretación de la modernidad, este autor, a diferencia de las de Max Weber que se interesó prioritariamente por los grandes sistemas, por las totalidades y por la diversidad de relaciones que establecen entre sí, llevó a cabo variadísimos y muy agudos análisis microscópicos de la realidad social de su tiempo y de los «fragmentos fortuitos» que se desprenden de la interdependencia social. Esta metodología, basada en la preeminencia del fragmento y de la instantaneidad sobre las estructuras y las instituciones socialmente legitimadas y sancionadas, ponía claramente de relieve que, en la modernidad, el tiempo había experimentado unas mutaciones drásticas, completamente desconocidas y ajenas a las sociedades premodernas: la linealidad temporal, fruto de una concepción jerarquizada y estabilizada de los roles sociales, había sido sustituida por un tiempo caracterizado por las interrupciones, la participación simultánea de los individuos en diversos tiempos sociales («mundos de vida», Lebenswelten, en la conocida terminología fenomenológica de Edmund Husserl) y la incidencia coetánea de numerosos factores, a menudo incompatibles entre sí, en el pensamiento, la acción y los sentimientos de individuos y colectividades. El medio metropolitano moderno, creía Simmel, era un conjunto de atracciones, relaciones y opiniones inconexas y vertiginosamente cambiantes de tal manera que la ciudad moderna se parecía mucho más a un laberinto inexplorado e inexplorable que a un sistema dotado de regularidades y puntos de referencia fijos y confiables, que habían actuado en el pasado como faros que orientaban la vida, el pensamiento y las acciones de los humanos. Georg Simmel (también sus discípulos más o menos directos, Kracauer y Benjamin) consideraba que, en los nuevos tiempos, cada vez más intensamente, se imponía a un número creciente de hombres y mujeres una experiencia discontinua, fracturada, del tiempo, el espacio y la causalidad, que se habían convertido con gran rapidez en fenómenos transitorios, fugaces, fortuitos o arbitrarios: «experiencias» —tal vez mejor, «vivencias»— localizadas en el mismo seno de las relaciones sociales que, con mayor o menor fortuna, tenían plena vigencia, incluidas las relaciones con el medio físico, político y social, en las metrópolis. Una categoría emparentada por sus consecuencias más o menos directas con el desmesurado aumento de la velocidad era la «versatilidad» que, en nuestros días, impulsa una incesante y, a veces, alocada búsqueda sin objetivos poco o nada bien definidos y configurados. De 26 alguna manera se pretende otorgar un viso de verosimilitud y sentido al cambio por el cambio, a una especie de inconsistente «nomadismo» o «vagabundeo», cuyos sujetos, paradójicamente, se muestran pasivos, ajenos, aburridos y desinteresados ante las velocísimas mutaciones sociales y culturales que, como una suerte de «destino» a la griega, acontecen ante sus ojos. Hace ya algún tiempo que Peter Sloterdijk, desde su peculiar perspectiva ideológica, también se hizo eco de la reflexión sobre la modernidad que, a finales del siglo XIX, propuso Georg Simmel. Subraya con énfasis que el proyecto de la modernidad se basa en una utopía cinética: todo el movimiento del mundo en su conjunto tendrá que responder a este proyecto. En efecto, los movimientos de nuestra propia vida se asimilarán progresivamente, casi sin la menor resistencia, al movimiento del mundo en sí. Por consiguiente, la modernidad es, ontológicamente hablando, puro ser-que-genera- movimiento. Por regla general, los teóricos clásicos de la modernidad estaban convencidos de que la idea de «progreso» era la resultante del movimiento incesante, sin pausa ni respiro, de los nuevos tiempos, cuyo imperativo categórico era: «¡muévete!», «¡cambia sin cesar!», «¡abandona el pasado!», «¡rechaza la nostalgia!»; un movimiento cada vez más acelerado e imprevisible, que, en la actualidad, con las excepciones de rigor, ha convertido los sucesivos presentes en simples e intranscendentes episodios de la modernidad como «categoría de cambio» (Franz X. Kaufmann) que, de manera casi enfermiza y, a menudo, adolescentizada, busca el cambio por el cambio, con frecuencia al margen de cualquier finalidad mínimamente diseñada y razonable. Y entonces se considera que el progreso, en palabras de Peter Sloterdijk, no es sino «continuo movimiento que genera movimiento, movimiento que genera más movimiento (Mehrbewegung)»; movimiento que genera posibilidades de desplazarse cada vez más rápida e insensatamente. Casi no hay imperativos éticos de tipo moderno que no sean al mismo tiempo impulsos cinéticos. El acicate categórico de la modernidad se expresa de esta manera: para actuar constantemente como seres progresistas, hemos de vencer todos los obstáculos que puedan hacer del hombre una criatura limitada en sus movimientos, reducida a sus propios medios, sin libertad para agitarse casi convulsivamente y lastimosamente inmóvil. En muchas ocasiones, con una dosis notable de ingenuo optimismo, muchos ilustrados consideraron que el progreso y el cambio material serían inseparables del rotundo mejoramiento moral de las personas; estaban convencidos de que ambos se encontraban íntima e inseparablemente vinculados. Esta opinión, sin embargo, a partir de la Revolución Industrial, fue casi completamente marginada y desechada por las mentes más lúcidas a causa de una nueva cosmovisión, «industrialista» y «economicista», que iba imponiéndose a marchas forzadas en Europa. En algunos, ingenuamente, en otros, de manera muy premeditada y calculada, se impuso paulatinamente la idea que la velocidad de cambio era solo un simple medio para conseguir unos objetivos que, en contradicción con el inmovilismo y la pasividad de los tiempos pasados, poseían al mismo tiempo e indisolublemente unas características y beneficios de carácter económico y moral. En relación con todo eso, el vuelco que ha tenido lugar en la modernidad tardía es que la 27 velocidad se ha convertido en una finalidad en sí, que a menudo tiene extrañas e inquietantes vinculaciones con el prestigio, los sistemas de la moda, el exhibicionismo más descarado y la exaltación de la superfluidad y de la prepotencia económica. Pero ¿no será tal vez una de las consecuencias más perversas y desestructuradoras de la gigantesca sobreaceleracióndel tempo vital humano el creciente y, según parece, imparable incremento de los trastornos mentales? ¿No tendrá algo, quizá mucho, que ver la sobreaceleración en que estamos inmersos en la preponderancia tan manifiesta de lo psíquico sobre lo social en el cotidiano transcurrir de las biografías de mujeres y hombres de nuestro tiempo? VELOCIDAD Y ÉTICA En el nuevo período histórico que se inicia en el siglo XVIII (Ilustraciones occidentales), determinado cada vez más intensamente por una creciente y extenuante sobreaceleración del tiempo, la misma ética tiene cada vez más como punto de partida la cinética. Entonces, a causa de la vinculación de lo ético y de lo cinético, se produce una ruptura muy importante respecto a lo que, antaño, había sido la normalidad: Una equiparación casi completa entre el ser y la obligación (Sollen) de moverse se ha convertido en una especie de «estado natural» del «hombre nuevo»; en la modernidad, el sentido del ser se ha visto reducido drásticamente a la obligación de moverse y de cambiar sin interrupción de tal manera que no es ninguna exageración afirmar que «la modernidad es, ontológicamente hablando, puro ser-que-genera-movimiento». En sus interesantes análisis sobre la movilidad moderna, Jean-Pierre Wils señala que, en realidad, las experiencias de los individuos de nuestros días se pueden considerar como la desvinculación, casi anulación, del biorritmo de la «biografía» personal por mediación de la dinámica propia de una civilización fuertemente condicionada y casi secuestrada por una constante y desmedida aceleración lineal. En el día a día, ha de tenerse en cuenta que la biografía de individuos y grupos humanos está sometida a una aceleración sin pausa, acompañada por un ininterrumpido aumento de la complejidad de los sistemas y subsistemas sociales, cada uno de ellos con un ritmo a su aire. Y, con todo, ha de mantenerse la esperanza en la continuidad de la vida… La desmesurada aceleración de los ritmos cotidianos impone casi necesariamente una «mecanización» irreflexiva y desmotivada del pensar, actuar y sentir del ser humano. En estas condiciones, casi como un complejo condicionado, el «pasar» de todo y de todos, es decir, la abstinencia ética se convierte en un denominador común de muchos sectores de la población. La exigencia ética posee una carga notable tanto de reflexividad como movilización de los sentimientos, de sosiego y desaceleración de los propios ritmos e intereses. En estos últimos treinta años la figura del turista ha adquirido una especial relevancia social y económica en la vida y los comportamientos de una amplia mayoría de hombres y mujeres. Para muchísimos turistas de nuestros días, el viaje, que es a menudo un ir de aquí para allá sin más, se ha convertido en una frenética marcha contra reloj. A propósito de este estado de cosas, Zygmunt Bauman subraya que «todo turista que se precie es un 28 maestro supremo en el arte de disolver lo sólido y de desfijar lo que está fijado. Ante todo, lleva a cabo la proeza de no pertenecer al lugar que tal vez esté visitando; el suyo es el milagro de estar dentro y fuera de lugar al mismo tiempo». No resulta, pues, exagerado afirmar que, en nuestras sociedades, el turista y el vagabundo (el alter ego del turista) son metáforas muy elocuentes de la desmesurada aceleración de la vida contemporánea. No puede ignorarse sin embargo que hay profundas diferencias entre ambos: el turista viaja porque quiere mientras que el vagabundo se somete al cambio continuo porque no tiene otra opción. En paralelo con el «conocer de oídas», el turista, impulsado por una frenética e impersonal velocidad, también está condenado a «ver sin mirar». VELOCIDAD Y RELACIONALIDAD HUMANA Especialmente a partir del siglo XIX en las sociedades occidentales, no pueden separarse la progresiva sobreaceleración del tiempo humano y la innegable banalización del espacio humano. Todas las culturas, particularmente la occidental, se han visto confrontadas con el problema, a menudo un auténtico desafío, de la velocidad. Cuando nos referimos a la velocidad no estamos evocando una cuestión simplemente formal o mecánica, sino que en realidad tenemos in mente las relaciones de todo tipo que los seres humanos, a nivel individual y colectivo, establecen en el seno de una determinada sociedad, familia o Estado. En cada momento histórico, hablar de velocidad, por consiguiente, equivale a evocar el tempo que poseen en un espacio bien definido las múltiples relaciones humanas entre palabra, silencio, memoria, olvido, salud, calendario, artefactos de todo tipo, entorno y acontecimientos. En un esquema antropológico que se mueve en el marco «pregunta-respuesta», un dato que nos parece evidente es que, en cada aquí y ahora, la calidad de la relacionalidad de cada ser humano concreto indica cuáles son las dimensiones gozadas o sufridas de su auténtica humanidad y, consiguientemente, la cualidad, la fisonomía y el sentido del tempo vital de sus protagonistas. Es un dato incontrovertible que, en la segunda mitad del siglo XIX, la conjunción del telégrafo con el ferrocarril provocó un giro copernicano en la concepción hasta entonces vigente de la velocidad y, como consecuencia, del espacio y del tiempo urbanos (humanos) y de las comunicaciones entre los habitantes de los territorios. Posteriormente, a partir de las profundas mutaciones cinéticas que se introducen a partir de los años sesenta del siglo XX, el conocido arquitecto Le Corbusier podía declarar que «una calle moderna era exclusivamente una máquina para producir tránsito» al margen de la relacionalidad, que era un rasgo muy característico y, en el fondo, muy positivo y formativo, aunque no dejase de ser ambiguo, de las calles y plazas de otros tiempos. Otro aspecto de la problemática que debe tenerse en cuenta es que, históricamente, la velocidad —la posibilidad de establecer relaciones cada vez más veloces e instantáneas — ha sido un factor directamente implicado en el aumento de la riqueza y también, de manera especial, de la capacidad de un ejercicio del poder cada vez más refinado, eficiente y omnipresente. A mayor velocidad, mayor poder, mayor control: es una 29 constatación histórica irrefutable tanto en las culturas orientales como en las occidentales. En nuestros días, con la imprescindible ayuda del desarrollo tecnológico y del mercado, la «obsesión cinética» ha superado de forma espectacular las posibilidades de movilidad y también mercantiles de otros tiempos. Actualmente, en casi todos los ámbitos de la existencia humana, impera la cronopolítica (Paul Virilio), que consiste en la sujeción creciente del ser humano a la dominación —sobre todo mental— que ejercen los variados artefactos que él mismo ha fabricado y comercializado. La sobreaceleración imperante en nuestras sociedades no se limita a unos ámbitos específicos, no se ciñe al marco de «lo mecánico», sino que se detecta en todas las manifestaciones y transmisiones materiales y espirituales de las tres «estructuras de acogida» (familia, ciudad, religión) clásicas, las cuales se hallan sobredeterminadas y, a menudo, casi anuladas por el impacto creciente de una cuarta estructura, cuya función más específica consiste justamente en la desenfrenada aceleración del tempo psicológico y social de los seres humanos: los medios de comunicación. A pesar de que suelan usarse como sinónimos, estimamos indispensable discernir con sumo cuidado el alcance y sentido de ambos términos (información y comunicación). Creemos que «acercamiento» y «alejamiento» que constituyen el criterio para, respectivamente, configurar unas relaciones humanas congruentes y preñadas de simpatía (acercamiento) o, por el contrario, para confirmar el punto de vista hobbesiano del homo homini lupus («el hombre es un lobo para el hombre») (alejamiento). Nos parece harto evidente que una información que no alcanza un mínimo umbral comunicativo propicia abismos y distancias que pueden generar, según los casos, separación, pasividad, agresividad, resentimiento,
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