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Vida cotidiana y velocidad - Lluis Duch

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Lluís Duch
Vida cotidiana y velocidad
Herder
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Diseño de la cubierta: Dani Sanchis
Edición digital: José Toribio Barba
© 2018, Lluís Duch
© 2019, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN digital: 978-84-254-4285-8
1.ª edición digital, 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita
reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)
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Índice
INTRODUCCIÓN
LA FUNCIÓN DE LA CULTURA EN LAS SOCIEDADES HUMANAS
Introducción
Descripción no de la Cultura, sino de la cultura
Juego y cultura
Cultura y palabra humana
La expresión de la realidad por mediación de los lenguajes
LA SOBREACELERACIÓN DE LA SOCIEDAD ACTUAL
Introducción
Un poco de historia
El quebranto del «mundo dado por garantizado»
Velocidad y ciudad
Velocidad y ética
Velocidad y relacionalidad humana
Velocidad y progreso tecnológico
Velocidad y espacio
Velocidad y moda
Velocidad y calendario
EL IMPACTO DE LA VELOCIDAD EN LAS ESTRUCTURAS DE ACOGIDA
Introducción
Las estructuras de acogida
La codescendencia
La provisionalidad en la codescendencia
La revolución de la afectividad en el ámbito familiar
Efectos del individualismo en la familia
Conclusión
La corresidencia
Introducción
Las transmisiones en y de la ciudad
Ciudad e identificación
La ciudad como reflejo del ser humano
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La ciudad como espaciotemporalidad social
Conclusión
La cotrascendencia
Introducción
Situación actual de lo religioso
El quebranto de las ideologías confesionales
Una nueva aproximación a lo religioso
La comunicación religiosa
Los mass media («comediación») como «estructura de acogida»
Introducción
Un poco de historia
Donde hay ser humano, hay procesos de información/comunicación
Los mass media actuales
Mass media y velocidad
Conclusión
LA MEMORIA (OLVIDO)
Introducción
Un poco de historia
Memoria y velocidad
La velocidad como antimemoria
Memoria y sosiego
LA SALUD/ENFERMEDAD
Introducción
Contextodependencia de salud y enfermedad
¿Cómo nos encontramos? ¿Cómo me encuentro?
Velocidad y salud/enfermedad
A la búsqueda de una salud saludable
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
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Introducción
¿Cuál debería ser el ritmo adecuado para que la existencia humana no se disolviera ni en
el frenesí ni en la apatía ni en el aburrimiento? Es una manifiesta obviedad afirmar que la
calidad de vida del ser humano de todos los tiempos, es decir, su salud física, psíquica y
espiritual, depende en gran medida de la calidad de lo que Maurice Merleau-Ponty
designaba con la expresión «espacio y tiempo antropológicos», los cuales rigurosamente
no han de confundirse con la vastedad de los espacios ilimitados ni con la fatal
cronología, que no posee las modulaciones y acentos que son propios de la
espaciotemporalidad de hombres y mujeres de carne y hueso. No deja de ser curioso que
en nuestros días se detecte por igual un exacerbado deseo de velocidad y, al mismo
tiempo, una profunda apatía e irresponsabilidad en ámbitos tan diferentes, pero
fundamentales para la existencia humana como, por ejemplo, los de la política, la
religión, la educación, las responsabilidades políticas y sociales y una gran mayoría de
formas de asociacionismo. Por un lado, la curiosidad, que ha sido, sobre todo a partir de
los siglos XVI y XVII, el gran motor de la modernidad, y por el otro, la capacidad
reflexiva y contemplativa, tan presente y activa en la diversidad de proyectos y
creaciones en el seno de la cultura occidental de todos los tiempos, parece como si en
nuestros días hubiesen alcanzado altísimos niveles de desinterés y apatía, que provocan
tanto actitudes vitales sobreaceleradas y sin objetivo como mutismos desencantados y
sin aliento, los cuales, en el fondo, no son sino diversificadas formas de «antidiálogo» y
solipsismo insolidarios. Lo son porque interrumpen o, por lo menos, entorpecen
gravemente la auténtica y humanizadora comunicación entre los seres humanos, aunque
es comprobable a simple vista que el nivel de información ha alcanzado cotas nunca
vistas hasta el presente. No cabe la menor duda de que a menudo los tan frecuentes
mutismos del día de hoy, que nada tienen que ver con el auténtico silencio, desembocan
casi necesariamente en variadas formas de violencia y agresividad, las cuales siempre
han sido y son los pseudolenguajes que suelen imponerse cuando fracasan o se tornan
irrelevantes las transmisiones y recepciones de los lenguajes genuinos, que tienen la
misión de afianzar y ofrecer posibilidades expresivas al ser humano a lo largo y ancho de
su trayecto biográfico, desde el nacimiento hasta la muerte. Con frecuencia,
afortunadamente no siempre, la información no es sino mera propaganda que, como
señala Simone Weil, «tiene la finalidad confesada de persuadir y no de comunicar luz.
Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un intento de someter y
manipular los espíritus».
Creemos que el «nerviosismo difuso», al que tan oportunamente se refería Georg
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Simmel en los últimos años del siglo XIX, posee en la actualidad una fortísima incidencia
en los miembros de una sociedad cuya salud colectiva se halla gravemente
conmocionada a causa de una acentuada y persistente erosión de las relaciones entre
velocidad y sosiego, entre acción y reflexividad, entre paz y solidaridad, entre justicia y
precariedad laboral. Es un dato incontrovertible que, muy a menudo, la prisa como
consecuencia de la velocidad que queremos aplicar a nuestro vivir y convivir cotidianos
se encuentra asociada directamente con una de las enfermedades más agresivas de
nuestro tiempo: la distracción, con la falta de atención y deferencia hacia los que nos
rodean. «No tengo tiempo», «tengo prisa», «estoy muy ocupado», son frase hechas que
pronunciamos casi inconscientemente, pero que denotan muy claramente que vivimos,
valga la paradoja, en un «tiempo sin tiempo», es decir, bajo el imperio implacable de la
angustia, del temor, de la soledad y de la culpa. Ambas, la prisa y la distracción aíslan,
fragmentan, pulverizan, secan todo lo que tocan; son íntimamente nihilistas y ambas
también son enemigas natas de la atención y del cuidado del otro. El novelista italiano
Italo Calvino en un bellísimo texto se refiere a cómo se ha troceado y desfigurado el
tiempo en el momento presente: «Las novelas largas escritas hoy acaso sean un
contrasentido: la dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no podemos vivir o pensar
sino en fragmentos de metralla del tiempo que se alejan a lo largo de su trayectoria y al
punto desaparecen. La continuidad del tiempo podemos encontrarla solo en las novelas
de aquella época en la cual el tiempo ya no parecía como inmóvil, pero aún no había
estallado». Ha de tenerse en cuenta que en casi todos los períodos históricos el poder de
las costumbres era una especie de atmósfera invariable en la que el hombre vivía y
convivía. No podía sustraerse a ella de la misma manera que no está en condiciones de
sustraerse al aire que respira (Cassirer). Lo que acostumbra a suceder en la actualidad
puede resumirse muy fácilmente: el poder normativo de las costumbres ha explosionado,
se ha quebrado en mil pedazos.
No es exagerado afirmar que la prisa representa el triunfo clamoroso de la ideología
de nuestro tiempo basada en el anonimato, la sobreaceleración y la renuncia a la
reflexión. En un libro ya bastante antiguo, Prières (1954), Michel Quoist escribía:
Adiós, amigo, excúsame, no tengo tiempo.
volveré, no puedo atenderte, no tengo tiempo,
acabo esta carta porque no tengo tiempo.
Hubiera querido ayudarte, pero no tengo tiempo.
No puedo aceptar por falta de tiempo.
No puedo reflexionar, leer, estoy sobrecargado, no tengo tiempo.
Querría orar, pero no tengo tiempo.
Con frecuencia, el día a día de nuestra vida cotidiana se desarrolla de manera impropia e
incluso dañinapara la salud física, psíquica y espiritual, y sin la búsqueda de la
complementariedad y armonía espíritu-corporal: el incesante crecimiento de la velocidad
se nos impone como una suerte de destino fatal con ritmos compulsivos y desorbitados,
que provocan una creciente deshumanización de nuestras relaciones con nosotros
mismos, con nuestro entorno familiar, amical y laboral, con la naturaleza y, si creemos
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en Él, con Dios. El «síndrome de la prisa» se refiere a un sentimiento subjetivo que nos
provoca angustia, inquietud, sentido alarmante de la precariedad e impotencia, el cual sin
embargo suele originarse a partir de una situación objetiva. No es infrecuente que el
resultado final de este traumático proceso sea la depresión y el pánico a causa de la
imposibilidad de poder aunar armoniosamente los propios ritmos y secuencias
existenciales con los que nos impone la creciente aceleración de los modos de vida y de
relación de nuestra sociedad. Se trata de una puesta en práctica en su versión más
groseramente perversa y materialista del célebre aforismo time is money.
Hace ya algunos años, Zygmunt Bauman señaló que en las sociedades de nuestros días
nada —con frecuencia también los mismos seres humanos— podía declararse ajeno a la
norma general de la «desechabilidad» y, como consecuencia de ella, casi nada podía
permitirse el lujo de perdurar más de lo debido, de lo económicamente programado, de
lo provisionalmente fijado como normativo por la labilidad de los sistemas de la moda.
El resultado es que es la misma dinámica social la que impone a los comportamientos de
los individuos, tengan o no conciencia de ello, el imperativo de la inestabilidad
emocional, la «hibridez» de las formas de vida, la precariedad persistente del trabajo de
jóvenes y viejos como «valores centrales» de la actual existencia humana. Y tomamos
aquí el término «valor» no en un sentido sustancial, sino simplemente como
«perspectiva» u «oferta ocasional», que vale en términos exclusivamente monetarios. En
resumen, es la velocidad lo que importa en grado sumo y no la duración. «Tomarse su
tiempo», apunta David Le Breton en uno de sus últimos libros sobre el camino y el
caminante, «es una subversión de lo cotidiano, así como la larga inmersión en una
interioridad que parece un abismo para cantidad de contemporáneos en una sociedad del
look, del imperio absoluto de la imagen, de la apariencia, que la convierte en su única
profundidad».
Sin embargo, con conocimiento de causa, Henry D. Thoreau en los años setenta del
siglo XIX advertía a sus contemporáneos de Concord, su ciudad natal, que «nada puede
resultar más útil a un hombre que la determinación de no ir apresurado».
En esta exposición, aunque la situación de crisis global se detecta en el conjunto de la
existencia humana de estas primeras décadas del siglo XXI, nos referiremos
especialmente al impacto del indiscriminado aumento de la velocidad del tempo vital en
casi todas las actitudes y comportamientos del ser humano. Es innegable que la
sobreaceleración a la que, casi sin escapatoria posible, estamos expuestos, quebranta
muy negativa y perversamente lo que ha sido —y es— sustancial e imposible de sustituir
para una constitución saludable y armónica del factor biográfico de hombres y mujeres
del pasado, el presente y el futuro: las transmisiones. Dos campos nos parecen
singularmente sensibles a los desmanes provocados por el «caos informativo» que,
oponiéndose directa e impunemente a la auténtica y humanizadora comunicación (no a la
simple información), impera dictatorialmente en nuestras sociedades y en la totalidad de
la variedad de relaciones que mantenemos en nuestra vida privada y pública: la memoria
(olvido) y la salud (enfermedad).
La base de este texto es un curso de posgrado en la Facultad de Medicina de la
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Universidad Pública de Guadalajara (Jalisco, México). Agradezco muy cordial y
sinceramente al Dr. Javier García de Alba, director del Posgrado, al Dr. Javier Aceves y
a la Dra. Ingris Peláez-Ballestas, que me facilitaron enormemente mi tarea e hicieron de
mi estancia en Guadalajara casi unas vacaciones. También deseo mostrar mi sincera
gratitud a mis alumnos de la Universidad Autónoma de Barcelona. De ellos he aprendido
mucho más de lo que yo les haya podido ofrecer.
Montserrat, junio de 2018
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La función de la cultura en las sociedades humanas
INTRODUCCIÓN
Prácticamente a partir del segundo tercio del siglo XIX, tanto desde una perspectiva
biológica como antropológica (Charles Darwin, Edward B. Tylor, Herbert Spencer,
Lewis Morgan, John Lubbock, etc.), se discutió hasta la saciedad sobre la significación y
el alcance de la cultura como conjunto de expresividades propias de la existencia del ser
humano concreto en su mundo. Desde distintas disciplinas (derecho, medicina, religión,
ética social, economía, trabajo, etc.) que, tradicionalmente, se han ocupado del hombre
como ser expresivo, esa discusión sobre la cultura planteó problemas y soluciones que a
menudo se encontraban en las antípodas de los que habían tenido vigencia
anteriormente. En la exposición que sigue no podremos adentrarnos en esta controversia
de proporciones ingentes que, en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX,
tuvo importantes y , según cómo se mire, decisivas repercusiones, a menudo con fuertes
matices anticristianos, especialmente anticlericales, en los ámbitos académicos y
profesionales de una gran mayoría de países, en especial de Inglaterra y Francia;
controversia que, por otro lado, influyó enérgicamente en la formulación y justificación
de la llamada «ideología colonial» sustentada sobre todo por estos dos países. Por lo
general, sobre todo Herbert Spencer y sus colegas, por mediación de una aplicación
reduccionista, bastante pedestre y simplista, del esquema biológico propuesto por
Charles Darwin a la antropología; implícita o explícitamente establecían una pirámide
valoral de las culturas, en cuya cúspide estaba, como no podía ser de otro modo para los
antropólogos británicos, la cultura (y la raza) anglosajonas, encontrándose las restantes
culturas y lenguas, si es que se encontraban, solo en camino hacia la plenitud social,
política y racial ya alcanzada plenamente por las formas de vida de los anglosajones.
Cabe subrayar que las antropologías británicas, como consecuencia inmediata de la
revolución industrial, estaban muy encorsetadas y determinadas por lo económico,
mientras que en Francia tenía la primacía lo sociopolítico como herencia, aunque fuese
lejana y convenientemente aburguesada, de la Revolución Francesa.
La enconada controversia adquirió en aquellas fechas no solo una gran importancia
terminológica, sino que también tuvo perniciosos efectos políticos, religiosos y sociales.
En efecto, los términos «cultura» y «civilización», que hasta el siglo XVIII casi siempre
se habían utilizado como sinónimo, se constituyeron en representantes de cosmovisiones
incompatibles entre sí. Por un lado, cultura (Kultur) pretendía ser la representante de una
visión del mundo (Weltanschauung), supuestamente idealista propia del mundo
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germánico, mientras que civilización (civilisation) se constituía en el centro de las
articulaciones políticas y sociales, más o menos democráticas (parlamentarismo), de
Francia e Inglaterra. De una manera u otra, tanto la guerra francoprusiana (1870/71)
como las dos Guerras Mundiales (1914-1918, 1939-1945) pueden ser consideradas como
expresiones sangrientas y crueles de un conflicto en principio teórico en torno al sentido
de la existencia humana centrada en la Kultur germana o en la civilisation anglo-
francesa. En la actualidad, por regla general, ambos términos vuelven a utilizarse como
sinónimos, aunque no es infrecuente que a «cultura» se le otorgue matices más
«espirituales» y a «civilización» más «técnicos» y «prácticos».
DESCRIPCIÓN NO DE LA CULTURA, SINO DE LA CULTURA
Es importante empezar con una afirmación elemental, pero de gran alcance: la Cultura
en mayúscula no existe. Solo existen culturas diversasque, idealmente, participan, cada
una de ellas a su manera, de la Cultura en mayúscula. Algo parecido sucede con el
término Hombre (en mayúscula): todo ser humano concreto participa a su manera del
Hombre, aunque este como realidad palpable no exista. En esta exposición, como
venimos haciéndolo desde hace más de treinta años, abordaremos la problemática sobre
la cultura a partir especialmente de la capacidad simbólica de los humanos. Siguiendo
sobre todo la reflexión de Ernst Cassirer, Leslie White y Clifford Geertz, entiendo que el
ser humano es estructuralmente capax symbolorum y que, a lo largo y ancho de su
existencia, no cesa de operar con ellos y de vivir de ellos. Cabe señalar que el símbolo
propone a los humanos un plano de conciencia que no es el de la simple evidencia
racional; es la «cifra» de un misterio, el único medio de expresar lo que no puede ser
aprehendido de otra forma. Hacia lo que apunta el símbolo, el o lo simbolizado, nunca
puede ser ni «explicado» ni «alcanzado» exhaustivamente de una vez por todas, sino que
debe ser continuamente descifrado, lo mismo que una partitura musical o un poema, por
ejemplo, nunca son descifrados de una vez por todas, sino que siempre sugieren nuevas
lecturas, interpretaciones y ejecuciones, que pueden ser sorprendentes para el músico o
para el lector. Frente a la alegoría, que se caracteriza por estar definida y determinada
conceptualmente con antelación, el símbolo posee como momento interno de su propia
constitución un vigor y una eficacia transgresores, que permite al ser humano que ponga
en movimiento su inherente capacidad interpretativa que, bien o mal, le permite
contextualizarse e instalarse en la ininterrumpida sucesión de tiempos y espacios en los
que se desarrolla su trayecto biográfico desde el nacimiento hasta la muerte. De esta
manera es capaz de descubrir y experimentar «nuevos mundos», que le confieren, en un
proceso siempre activo, el sentido de su propia existencia como homo viator que aspira,
lo sepa o no, a la plenitud, la reconciliación y el gozo del status patriae. Siguiendo
algunas intuiciones de Georg Simmel, creemos que lo distintivo de toda cultura es la
conjunción, no siempre armoniosa, entre sus desenvolvimientos subjetivos y
determinados valores espirituales objetivos. El pensador alemán añade que la afirmación
y las exigencias exclusivistas de uno de estos dos factores en detrimento del otro implica
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el rechazo de la coimplicación de ambos, la cual es justamente uno de los distintivos más
representativos de las culturas humanas y de sus miembros.
De lo dicho se desprende que el criterio fundamental de la noción de cultura es, por un
lado, el conjunto de la actividad simbólica en el campo de la vida cotidiana y, por el otro,
la función ejercida por los artefactos simbólicos en la articulación de los modos de vida
y control social e institucional. Desde otra perspectiva, Claude Lévi-Strauss ha definido
la cultura como «un conjunto de sistemas simbólicos, que incluye, sobre todo, el
lenguaje, las reglas matrimoniales, las relaciones económicas, el arte, la ciencia y la
religión». Con la imprescindible ayuda de los simbolismos, pueden ser establecidas y
formalizadas las relaciones entre la sociedad, esto es, el mundo artificial diseñado por el
ser humano y el mundo natural, que siempre es un supuesto, que es en sí mismo
inaccesible tanto para el pensamiento como para la acción de los humanos. Cuando nos
referimos a la naturaleza llevamos a cabo, lo sepamos o no, lo queramos o no, una
determinación cultural de la misma naturaleza. Con gran fuerza, Ernst Cassirer subraya
el hecho de que el hombre, definido por él no como animal racional, sino como animal
simbólico, nunca vive solamente en un puro universo físico, sino en un universo simbóli-
co, alusivo y, a menudo, elusivo, que constantemente deja entrever un más-allá de lo
explícitamente manifiesto. El lenguaje, el mito, el arte y la religión constituyen los
diferentes fragmentos de este universo, forman los diversos hilos que tejen y destejen el
entramado simbólico, el cañamazo extremadamente complejo de las modalidades y
contraposiciones de la experiencia humana. Se puede extraer la conclusión, por
consiguiente, de que la historia del hombre sobre esta tierra puede ser considerada como
una apropiación simbólica de la naturaleza y, al propio tiempo, como un despliegue
simbólico de sus propias potencialidades para hacer presente lo ausente pasado y futuro.
Creo que resulta particularmente interesante la concepción de Hans-Georg Gadamer,
según la cual el alcance del término cultura se encuentra estrechamente vinculado a su
propia etimología: la cultura no es sino el cultivo de lo que nos ha dado la naturaleza,
pero hay que insistir en que ese cultivo solo podrá tener lugar, al menos en su impulso
inicial y decisivo, mediante el trabajo del símbolo.
Ya hemos indicado que la cultura en sí no existe, sino que siempre pensamos,
actuamos y sentimos a partir de las posibilidades que ofrece una cultura específica. Por
eso resulta oportuno, siguiendo el pensamiento de Max Weber, considerar las diferentes
culturas humanas como otras tantas selecciones expresivas y axiológicas en la variedad
de espacios y tiempos que, a pesar de sus perceptibles diferencias e, incluso,
contradicciones, poseen, se quiera o no admitir, un acusado «aire de familia». En
relación a ese trabajo de selección que son las diferentes culturas, el hombre es, al
mismo tiempo, criatura (sujeto paciente) y creador (sujeto agente) de la cultura (de su
cultura). La resultante de esta doble operatividad permite aseverar que, en la diversidad
de contingencias de su existencia, de su actividad simbólica y de su organización social,
es la cultura el mundo común de unos determinados hombres y mujeres. Según mi
opinión, en la base de la existencia humana puede detectarse una interacción muy
profunda y significativa entre la disposición simbólica del ser humano, como a priori de
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su pensamiento, de su acción y de sus sentimientos, y las coordenadas y posibilidades de
todo tipo del lugar, que siempre es un ámbito social, geográfico y político concreto, en
cuyo interior tiene lugar la actualización y contextualización de la capacidad simbólica
del hombre. Para proseguir esta discusión resultaría muy conveniente adentrarse en un
debate, que sería interesante y repleto de posibilidades, entre el pensamiento de Émile
Durkheim y el de Ernst Cassirer sobre el símbolo.
Estamos de acuerdo con Joan-Carles Mèlich cuando escribe que «la máxima
objetivación de los universos simbólicos radica básicamente en la institucionalización».
Y aquí se esconde precisamente el peligro constante al que se ve sometido el ser humano
como capax symbolorum: la pretensión de reducir la equivocidad, que es uno de los
atributos mayores del símbolo, a la univocidad, que es la señal distintiva de lo sígnico y
del pensamiento y la acción con «regulación ortodoxa». Resulta muy conveniente no
olvidar que, de hecho, esta reducción, que es inevitable como inevitables son los
procesos de institucionalización, es la exigencia que se esconde detrás de todas las
instituciones sociales, religiosas y políticas, que se presentan como sistemas de
significado ya establecidos por adelantado, normativos y, en muchos casos, con
solemnes e irrebatibles pretensiones de canonicidad. Por regla general, las instituciones
no quieren saber nada de los contenidos a interpretar como consecuencia de las
variaciones y exigencias que van presentando los sucesivos contextos, sino que apuestan
por los elementos ya definitivamente interpretados e incluso canónicamente impuestos.
Sin embargo, resulta harto evidente que esta última actitud comporta irremisiblemente la
destrucción del símbolo y del mito como tales y la instauración de la univocidad (en
lenguaje político, la dictadura) como ámbito irreformable e irreversible de un semper
ídem, que en definitiva tiene pretensiones de «canonicidad» o, lo que viene a ser lo
mismo, de indiscutible e indiscutida ortodoxia frentey en contra de las «desviaciones» y
«tergiversaciones» de las heterodoxias. Simplificando, puede afirmarse que la cultura es
el camino que recorre la cerrada unidad de la persona a través de una diversidad muy
amplia y sumamente compleja para alcanzar, después de incontables rodeos y errores,
una des-envuelta unidad.
Hace ya algunos años que Michael Landmann subrayó el hecho de que el hombre
singular acostumbra a otorgar la primacía a la pasividad y a sus referencias al pasado
como objeto de producción más que a su rol activo y a sus posibilidades de futuro.
Todos los individuos llegan a ser ellos mismos porque consiguen participar en el medio
supraindividual de una cultura específica, que los trasciende y que es común, con las
debidas variaciones biográficas, a todo un grupo humano. Pero, para que podamos
desarrollar la actividad simbólica que nos es propia, la cultura, previamente, debe haber
sido creada y, con sus posibilidades y límites, debidamente articulada. La creación ex
nihilo es algo que es absolutamente indisponible para el ser-hombre-en-el-mundo. Tal
vez se encuentre mucho más de acuerdo con la realidad de los hechos afirmar que lo que
caracteriza a la fuerza creadora del ser humano en el mundo es que la realidad, hecha
presente, siempre parcial y provisionalmente, por medio de las formas e imágenes de
una determinada cultura, se muestra, e incluso se transfigura, a través del incesante
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trabajo simbólico que el ser humano pone en práctica en las diversas etapas de su
trayecto biográfico, el cual siempre, de una manera u otra, se halla estrechamente
vinculado con la imaginación, con la capacidad innata de mujeres y hombres de
proponer alternativas y modulaciones, en ocasiones revolucionarias, al status quo. El
trabajo del símbolo, sin embargo, sería totalmente imposible si los símbolos no
poseyeran como atributo distintivo la capacidad de rememorar y anticipar en el presente,
el origen y las metas que plasman el conjunto de las peripecias de todo tipo del trayecto
biográfico humano desde el nacimiento hasta la muerte. En cada hic et nunc, en medio
de la transitoriedad como señal distintiva del hombre, el símbolo permite, aunque sea
alusivamente, la pregustación del Absoluto a partir de los múltiples materiales
lingüísticos e icónicos que utiliza todo sistema simbólico-cultural, esto es, los llamados
«simbolizantes», para de esta manera poder intuir algo, siempre en estado de inaccesible
latencia, de lo simbolizado, que es la meta hacia la que apuntan, sin jamás poder
alcanzarla, los distintos simbolizantes. Aquí resulta especialmente adecuado el bello y
viejo aforismo escolástico: Gratia non tollit naturam, sed perficit eam.
JUEGO Y CULTURA
La interacción, por un lado, de la naturaleza y la cultura, y de lo simbólico y lo social,
por el otro, son concreciones específicas del pensamiento y las actividades humanas.
Esta interacción se ejemplifica de manera sumamente clara y abierta en el juego, el cual,
por lo demás, tendría que constituir uno de los aspectos más importantes de la praxis
pedagógica. El jugar auténtico es una de las actividades más significativas y positivas del
trabajo del símbolo a causa de su capacidad para rememorar y anticipar lo que los
antiguos solían designar con la expresión latina vita beata. En este contexto me limitaré
a aludir esquemáticamente a la problemática en torno al juego. Obviamente no tendré en
cuenta las penosas cuestiones, a menudo con caracteres declaradamente patológicos
(ludopatías), relativas a los juegos de azar ni tampoco a los espectáculos patrocinados
por las mafias que se mueven en torno al deporte profesional. Ambos casos, sin ningún
género de duda, son exponentes de la perversión casi absoluta en la que puede
precipitarse la capacidad lúdica del ser humano. La tradición grecolatina consideraba que
el juego constituía —o debería constituir— una de las bases más consistentes de una
antropología, fuese cual fuese su punto de partida, que realmente se ocupara y
preocupara de su interrogante básico y determinante: ¿qué es el hombre? En este
contexto resulta muy importante tener en cuenta un aspecto terminológico de notable
interés. En nuestra lengua no disponemos de la distinción del inglés entre play y game,
lo cual acostumbra a inclinarnos a ver en el juego, casi de una manera exclusiva, la
vertiente no seria y ociosa, de distracción o de diversión, en ocasiones monetariamente
connotada, que a menudo llega a confundirse con lo que es inauténtico en la existencia
humana.
Es interesante subrayar que, para Nietzsche, el niño que juega es el símbolo más
auténtico e ilustrativo de la inocencia primordial, la señal inequívoca de la superación de
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la no-identidad que, según el pensador alemán, se expresa, sobre todo en la vida
cotidiana de los adultos a través de la conciencia de culpa. Desde su peculiar punto de
partida, Sartre subraya la relación entre libertad y juego: «La subjetividad es liberada
verdaderamente por el juego», «en el instante en que el hombre se comprende a sí mismo
como libre y quiere usar su libertad, su actividad se convierte en juego, sea cual sea la
angustia que le oprima». Johan Huizinga, en uno de los primeros libros (1938) que se
escribieron sobre este tema, que ha ejercido una amplia y benéfica influencia en los
estudios antropológicos, afirma: «Todo juego es primeramente y por encima de todo una
acción libre. Un juego forzado ya no es juego. Como máximo puede ser la reproducción
encargada de un juego». En algunas ocasiones, el juego permite tomar una cierta
distancia respecto a las determinaciones y límites sociales que, con frecuencia,
encadenan y someten a los individuos a los roles y a los status que les asignan los
distintos intereses, a menudo bastardos, de la sociedad en la que desarrollan su «oficio»
de hombres y mujeres. El juego, a menudo aliado con las posibilidades transgresoras de
la imaginación, permite la creación de alternativas creadoras al orden o al desorden
establecidos. Por ello puede afirmarse que el ejercicio de la capacidad lúdica constituye
una inestimable ayuda en el difícil proceso de configuración de la polifacética
plasticidad humana. Es oportuno recordar que el juego, tal como lo ponen de relieve
algunas tradiciones religiosas, constituye la forma escogida por la divinidad para poner
en marcha, sobre todo en los escritos sapienciales de muchas religiones, el ritual de la
creación. Porque es una de las expresiones supremas de la libertad humana, el auténtico
juego siempre es, en un mismo movimiento, descubrimiento y creación de formas y
perspectivas inéditas hasta aquel momento, y mantenimiento de aperturas y
ensoñaciones, los llamados por el filósofo judíoa alemán Ernst Bloch «sueños diurnos»
(Tagträume), concretados mediante las inagotables invenciones de la imaginación en
dirección, ya sea para bien o para mal, a un futuro siempre abierto y problemático.
Resulta evidente, por tanto, que puede percibirse en el juego auténtico la acción
armonizadora y fértil de la imaginación, la libertad y la creatividad imprevisible y
sorprendente de los humanos.
CULTURA Y PALABRA HUMANA
Fundamentalmente, la existencia humana es una realidad expresiva tal como ha sido
puesto de relieve a lo largo y ancho de la historia de la humanidad con una fabulosa
multiplicidad de formas y fórmulas; en cada caso, con características y rasgos muy
particulares, que no son sino traducciones-interpretaciones de los distintos lenguajes
que, si los aprende, están a disposición del hombre de carne y hueso para que, en cada
momento de su trayecto biográfico, vaya concretando en procesos siempre in fieri sus
anhelos, deficiencias y perspectivas más profundos. George Steiner apunta que
«inevitablemente, el “animal que habla” (homo loquens), como definieron los griegos al
hombre, habita las limitadas inmensidades de la palabra, de los instrumentos
gramaticales». En todas las culturas humanas, el lenguaje ha sido no solo uno de sus
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problemas más acuciantes y urgentes, sino que también se ha manifestadocomo un
auténtico misterio. Esto es verdad tanto si nos acercamos prácticamente a la realidad a
través de la propia vida, como si teóricamente lo hacemos mediante el intelecto y la
ciencia. La vida meramente vivida no tiene sentido. El sentido solamente puede
aprehenderse y expresarse por mediación de una sinfonía lingüística basada, al menos
tendencialmente, en la fecunda y diversificada complementariedad de las expresividades
humanas. En las Upanishads se ordena al lector que, para vivir como corresponde a su
dignidad, medite atentamente cada día sobre el lenguaje. Además se le indica que «si no
hubiera lenguaje, no podría conocerse ni lo bueno ni lo malo, ni lo verdadero ni lo falso,
ni lo agradable ni lo desagradable». Con razón observaba Hegel que, en la variedad de
espacios y tiempos, en el lenguaje se actualiza y contextualiza la cultura y así pueden
superarse las inercias y nostalgias del pasado por penosas y frustrantes que hayan podido
ser. Con frecuencia, pero sobre todo a partir del pensamiento de Ludwig Wittgenstein, se
ha hecho notar algo que posee una manifiesta obviedad: los límites de mi lenguaje son
los límites de mi mundo. Es una evidencia, múltiples veces puesta de manifiesto, que la
reflexión sobre el lenguaje se intensifica en los momentos de crisis globales de la
sociedad, esto es, cuando el poder de orientación de las grandes palabras —designadas
por Lyotard con la expresión metarrelatos— deja de ser efectivo y tiene lugar la quiebra
de lo que Alfred Schütz, hace ya un montón de años, denominaba «el mundo dado por
garantizado» (the world taken for granted), esto es, el mundo basado en la autoridad, en
la confianza, no en el mero poder. No puede ignorarse que en la cultura europea, al
menos desde el último tercio del siglo XIX, la aguda y general crisis del lenguaje ha sido
una evidencia incontestable, que con facilidad podía detectarse en las formas políticas, la
religión, las bellas artes, la poesía, la música, etc.
Es importante tener en cuenta que todas las formas expresivas del ser humano forman
parte de su tesoro comunicativo, no simplemente informativo. Eso significa que la
lingüisticidad del hombre, sus capacidades para proceder al empalabramiento de sí
mismo y de la realidad, no puede reducirse completamente a la oralidad, sino que abarca
todas las formas expresivas, insinuativas, alusivas y elusivas de los humanos, las cuales
forman parte integrante de las representaciones que, sin cesar, hacemos los humanos de
nuestra humanidad (o inhumanidad) sobre el escenario del gran teatro del mundo. La
teatralidad es, sin duda alguna, una categoría antropológica de enorme trascendencia,
que pone de manifiesto nuestra insuperable finitud mediante el juego escénico, que se
teje y desteje entre los personajes intervinientes en la trama teatral, esto es, mujeres y
hombres concretos en su vivir y convivir cotidianos. Al no tener ninguna posibilidad de
alcanzar la presencia de nosotros mismos, del otro y de la naturaleza, forzosamente
tenemos que recurrir a las representaciones por mediación frecuentemente de nuestra
innata constitución teatral, la cual nos permite «traducir», siempre ambiguamente, a
personas, situaciones y acontecimientos como si las inaccesibles presencias fueran ya
accesibles y hasta disponibles. Resulta harto comprensible que este trabajo de
interpretación-traducción en el que inevitablemente vivimos los seres humanos, a
menudo, nos induce a la falsa y, con frecuencia, peligrosísima convicción de que la
16
representación es ya la presencia, que los simbolizantes se identifican del todo con lo
simbolizado.
En nuestras sociedades marcadamente posindustriales, «informacionales» las
denomina Manuel Castells, se ha introducido un error colosal que consiste en pensar que
los lenguajes de las ciencias humanas necesariamente han de poseer las mismas
características que se atribuye al lenguaje técnico-económico, el cual, con harta
frecuencia, se cree que es el más adecuado y, eso también se da casi siempre por
supuesto, el más rentable para la expresión de la verdad, la justicia y la libertad de lo
humano, e incluso de los procesos de humanización (especialmente en el campo cultural
y pedagógico) de hombres y mujeres. Se da con una relativa ingenuidad por indiscutible
que el lenguaje técnico-económico se caracteriza positivamente por la eficacia, la
verdad, la univocidad, la producción en serie de artefactos; en él, las palabras son
unívocas, tienen un solo sentido establecido y adoptado (interpretación) con antelación
con la mayor precisión posible. En cambio, los lenguajes que son propios de la filosofía,
la antropología, el derecho, la religión, etc. se mueven en un ámbito completamente
diferente: es el de la gratuidad, la insinuación, la distinción entre el decir y el querer
decir, la narración que ha de distinguirse tajantemente de la explicación; son lenguajes
realmente transgresores porque conducen al ser humano a un más allá de los límites
marcados por los imperativos de los intereses de todo tipo y, muy particularmente, por el
afán de poder y de lucro. Hace ya algún tiempo que el poeta mexicano Octavio Paz
confirmaba que estos lenguajes son como puertas abiertas a un campo sin fronteras; por
más que se camine hacia adelante, el horizonte se halla siempre más y más allá, resulta
inalcanzable para la mente calculadora y apegada a la materialidad obtusa, pero es
imaginativamente presente, activa y creadora para los espíritus que experimentan,
siempre alusiva y elusivamente, la presencia de un más allá en todo más acá. Permiten
que, en medio de la existencia humana, se concrete el gran milagro: en el centro de la
finitud y la mortalidad humanas irrumpe como una epifanía sorprendente e inclasificable
lo Absoluto, lo Innominable, lo Inefable que, con todo, se deja nominar, empalabrar —
sin duda, siempre inadecuadamente— por la rica y diversa polifonía simbólica de la
palabra humana.
LA EXPRESIÓN DE LA REALIDAD POR MEDIACIÓN DE LOS LENGUAJES
Es conveniente formular una primera precisión de suma importancia: para el hombre
concreto solo existe lo que es capaz de expresar o, al menos, de insinuar mediante, por
ejemplo, la fuerza del deseo o del dolor o de la simpatía o de la necesidad. En este
sentido, por tanto, el mutismo es callar porque no se tiene nada que decir, el cual con
cierta frecuencia se encuentra en los aledaños de la violencia y la instintividad más
primitivas y destructoras. Y es sumamente importante no confundir el mutismo con el
auténtico silencio, que es el fruto de la admiración, la adoración, la pacificación o la
agudeza de la mirada interior. Una segunda acotación: lo que denominamos «la
realidad» es, de hecho, una construcción psicológica y sociológica con indudables rasgos
17
emocionales y biográficos, casi siempre transmitidos de generación en generación, de
tipo lingüístico, con la finalidad de concretar, expresar, empalabrar la realidad, lo que
nos atañe directa o indirectamente, el cúmulo de relaciones positivas y negativas que
configuran el ámbito vital de toda existencia humana, los modos de relación, a veces
traumáticos y penosos, a veces consoladores y jubilosos, que mantenemos con nuestro
pasado y los que vislumbramos que mantendremos con el futuro que nos espera.
Debemos, muy brevemente, aludir a la invención y el uso de los neologismos
«empalabrar» y «empalabramiento», que muy poco tienen que ver con el vocablo
«apalabrar». Con los mencionados términos pretendemos poner de manifiesto que, desde
el nacimiento hasta la muerte, el ser humano es un homo loquens, alguien que pone,
traduce, insinúa en palabras humanas todas las peripecias, sufrimientos, alegrías,
negatividades, facetas y matices de su existencia. Damos por descontado que los
empalabramientos propiciados por el ser humano tendrían que abarcar todo el recorrido
de su trayecto biográfico: desde la ética hasta la estética, desde lo económico hasta lo
lúdico, desde lo matemático hasta las charlas de café. Y también deberían incluirse en
ellos como expresividades humanasirrenunciables los lenguajes corporales, insinuativos,
elusivos, alusivos, faciales e, incluso, el mismo silencio.
Incluso la construcción decisionista del enemigo o del amigo, como la propone, por
ejemplo, el politólogo nazi alemán Carl Schmitt, también es una construcción lingüística,
propiamente logomítica. En este contexto deberíamos referirnos a la problemática en
torno a la «memoria colectiva», según la terminología ya clásica de Maurice Halbwachs,
o a la «memoria cultural», de acuerdo con las interesantes reflexiones de Aleida y Jan
Assmann. Un tercer paso: lo que el hombre ha de expresar, concretar, empalabrar, es
decir, la realidad que construimos y en la que, a gusto o a disgusto, habitamos es
polimórfica, con una gran cantidad de aspectos, matices y características que no pueden
expresarse con el concurso de un solo lenguaje. La realidad es de suyo polifacética y el
hombre, para evitar la tiranía del monolingüismo, debería comportarse en relación con
ella y consigo mismo polifónicamente ya que dispone de un amplio abanico de
articulaciones lingüísticas para poder constituirse, esto es, expresarse a sí mismo y
edificar y concretar adecuadamente las diferentes facetas de su entorno vital;
articulaciones lingüísticas que, por el hecho de que el ser humano es una complexio
oppositorum, deberían actuar por vía de complementariedad con la finalidad de instituir
equilibrios más o menos armoniosos, siempre sin embargo en precario y, como
consecuencia de su insuperable finitud, necesitado sin cesar de continuos procesos de
contextualización que, con frecuencia, exigen el uso de la paradoja para apuntar alusiva
y elusivamente a lo que es per se inexpresable, ajeno a nuestros cálculos e intereses.
En principio parece obvio que una cosa es el lenguaje del amor, otra muy diferente, el
de la economía, otra, el de los procesos de institucionalización, otra, el del juego, otra, el
del arte, otra, el de la insinuación, etc. Amor, economía, juego, arte, insinuación, etc. son
facetas distintas y, en algunas ocasiones incluso, contrapuestas de la realidad diseñada y
construida por el ser humano, el cual siempre, de una manera u otra, es una complexio
oppositorum. Cada una de ellas posee un lenguaje característico, apropiado, que es
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(tendría que ser) inaplicable a los otros ámbitos de la existencia humana y que posibilita
que el amor, la economía, las matemáticas, el juego, las disposiciones artísticas, etc.
adquieran una presencia y un contenido propios sin invadir ni colonizar ni aniquilar los
otros ámbitos. Hace ya unos setenta años, Walter Benjamin puso de manifiesto que «no
existe ningún acontecimiento ni ninguna cosa, tanto en la naturaleza viva como en la
inanimada, que no tenga, de la manera que sea, participación en el lenguaje, ya que se
encuentra en la naturaleza de todas ellas la comunicación de su contenido espiritual».
Es un hecho harto evidente que, en todas las culturas humanas, el lenguaje es un
conjunto más o menos organizado de intentos destinados a imponer un orden expresivo y
axiológico a la experiencia humana para evitar en la medida de lo posible la recaída del
ser humano, individual y colectivamente, en el caos, en lo informe. Es importante
apercibirse de que todas las formas expresivas del ser humano pueden formar parte
constitutiva y constituyente de su tesoro comunicativo, no simplemente informativo. Por
consiguiente, es innegable que la reducción del poliglotismo humano al monolingüismo,
por ejemplo, económico, tiene como consecuencia casi inevitable un peculiar y normal
retorno a la inexpresividad de facetas de lo humano no solo importantes, sino
propiamente esenciales. Cada lenguaje configura una ley (nomos) o, lo que es
igualmente válido, es la consecuencia histórica de la creatividad, actividad y
experiencias de muchas generaciones de hombres y mujeres, que han dado nombre a las
cosas, que han empalabrado la realidad, que se han impuesto la tarea de dar una
respuesta, que nunca podrá ser ni definitiva ni concluyente, a las cuestiones
fundacionales (el mal, el destino, la muerte, el más allá, etc.) características de la
existencia humana. Expresándolo de otro modo: de acuerdo con la opinión de Peter L.
Berger y Thomas Luckmann, lo que designamos con el nombre de «realidad» no es sino
una construcción lingüística que consta de elementos sociológicos y psicológicos sutil y
paradójicamentemente entrelazados entre sí. Hace ya algunos años, Alfred Schütz, ilustre
antropólogo al que ya me he referido con anterioridad, designó el resultado obtenido por
la acción del nomos lingüístico en cada cultura concreta con la expresión «mundo dado
por garantizado» (world taken for granted), el cual, socialmente establecido y
sancionado e individualmente interiorizado y actualizado, puede ser considerado como
una defensa más o menos efectiva contra la angustia y la muerte, contra el siempre
amenazante «absolutismo de la realidad», según la feliz pero al mismo tiempo
inquietante expresión de Hans Blumenberg. De una manera u otra, la quiebra del mundo
dado por afianzado y legitimado implica el final de un mundo porque la totalidad de los
juicios que se sustentaban sobre él, que era en realidad el pre-juicio indispensable y dado
por supuesto sobre el que se asentaban la veracidad y la racionalidad de aquellos, ha
dejado de poseer credibilidad y reconocimiento.
19
La sobreaceleración de la sociedad actual
INTRODUCCIÓN
Debemos ahora abordar otros temas mayores de esta exposición. Uno de ellos es la
velocidad y su poderosísimo poder expansivo, casi con carácter epidémico que, en la
llamada modernidad occidental, ha tenido impactos fulminantes de todo tipo,
desconocidos por completo en el pasado. Debemos tener presente que esta modernidad
ha sido muy en primer lugar una «categoría de cambio» (Franz X. Kaufmann), que ha
trastocado —o, al menos, es eso lo que muchos han dado por supuesto— la gran mayoría
de los puntos de referencia y criterios orientativos que ofrecían las tradiciones de las
antiguas sociedades premodernas. Actualmente, sometidos en cuerpo y alma al
omnipresente «virus de la aceleración», son muchos los que consideran que la
aceleración ininterrumpida del ritmo de la vida es una exigencia fundamental
irrenunciable para hombres y mujeres del siglo XXI. Muchos productos, elaboraciones y
servicios han hecho de ella el centro de sus distintas estrategias de publicidad, prestigio y
mercado: por ejemplo, speed-date, «pizza rápida», fast food, etc. «Ser veloz» es un
síntoma de modernidad y progreso; la lentitud, en cambio, denota atraso y profunda
inadecuación al momento presente.
UN POCO DE HISTORIA
En la cultura europea, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, se detecta una serie de
indicios cada vez más visibles que ponen de manifiesto la irrupción de una concepción
del tiempo humano hasta entonces desconocida. Poco a poco, la concepción clásica del
tiempo pierde vigencia en una gran mayoría de las sociedades occidentales y se
proponen otras representaciones de la cronología, que objetiva y existencialmente se
contraponen con gran fuerza y convicción a las tradicionales. Paulatinamente se impone
una «temporalización» del ser humano, que se encuentra decisivamente determinada por
las ideas de evolución, de progreso y de éxito. No es por casualidad que los
acontecimientos culminantes de la Revolución Francesa (1789) fuesen calificados de
grande démolition (Littré) porque, así se creía, clausuraban definitivamente un pasado
anticuado e incívico y, ahora, era finalmente posible la creación y asentamiento de un
hombre y un mundo nuevos. Puede afirmarse, por consiguiente, que tuvo lugar, al menos
era eso lo que se pretendía, una sustitución de las representaciones del antiguo orden
temporal de tipo circular, que regulaba la existencia individual y colectiva, y poco a poco
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se introducía la «espiral» como predominante imagen temporal de los nuevos tiempos.
No cabe duda de que la introducción de la espiral como imagen de la visión del mundo
de los nuevos tiempos seencuentra estrechamente conectada con la idea de un
«progreso» ascendente e ilimitado del ser humano, de sus instituciones, proyectos y
realizaciones; indiscutiblemente, los ilustrados opinaban que este progreso sería al
mismo tiempo moral y material. En muchos casos solía asociarse a él, explícita o
implícitamente, la idea de «éxito».
Debe añadirse que en las últimas décadas del siglo XVIII se empieza a dar un paso cada
vez más decidido desde el «orden precientífico» (tiempo circular) al nuevo «estado
científico» (tiempo lineal, determinado en gran parte por la idea de «progreso» y,
secundariamente, por la de «éxito»). Los filósofos y pensadores de aquel momento son
cada vez más conscientes de que la aceleración que experimenta la comprensión del
tiempo no solo comporta cambios profundos en los ritmos de la vida cotidiana de
individuos y grupos humanos, sino que además implica una adquisición de nuevos y
revolucionarios conocimientos, que con frecuencia, a partir de los modelos y pautas
heredados del pasado, son muy difíciles de explicar y asimilar. Por regla general los
ilustrados del siglo XVIII tienen clara conciencia de que la historia de la humanidad en su
conjunto ha sido una lamentable y perjudicial pérdida de tiempo: es urgente recuperarlo.
«Hemos llegado tarde en todo. Lo he dicho y redicho (redit) mil veces. ¡Recuperemos el
tiempo perdido!» (Voltaire). Es un dato a tener muy en cuenta que, en las sociedades
modernas europeas, sobre todo a partir de los dos grandes hitos de la Revolución
industrial, por un lado, y de la Revolución francesa, por el otro, el fenómeno tan
subjetivo de la prisa se origina al mismo tiempo que la creciente aceleración que sufre la
concepción de la historia con su innegable pasión por el futuro en detrimento de una
comprensión más o menos positiva de la tradición. De ahí las virulentas controversias
entre los nostálgicos del pasado y los utópicos del futuro (querelles des anciens et des
modernes). En 1807, con innegable temor e inmensa incertidumbre, Ernst Moritz Arndt
escribía: «Lo que entonces iba al paso ahora va al galope. El tiempo está en fuga, los
más listos lo saben desde hace tiempo. Cosas inmensas han sucedido, el mundo ha
sufrido grandes transformaciones, calladamente y a gritos, en el silencioso paso de los
días y en los huracanes y volcanes de la revolución; cosas tremendas sucederán, cosas
más grandes se transformarán».
Cabe destacar que, con la Ilustración, las estructuras iterativas sobre las que la
tradición, de una manera u otra, siempre se había fundamentado, entran a formar parte de
lo provisional, de lo que continuamente aparece y desaparece porque la modernidad,
aseguraban las mentes modernas de aquel tiempo, se halla de pleno en el ámbito de lo
irrepetible, del tiempo lanzado hacia adelante en prosecución de objetivos que ahora
mismo son completamente indeterminados y desconocidos, pero sumamente atractivos y
deseables. El tiempo comienza a pensarse y vivirse en dirección hacia un futuro
considerado como el lugar de un progreso ilimitado, casi como un cuento de hadas, y sin
fronteras de ningún tipo. Esta manera de ver las cosas implicaba una concepción edípica
(Fusaro) del tiempo. Cada instante es un hijo que devora al padre que lo ha engendrado.
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Hace ya algún tiempo que Milan Kundera ponía de manifiesto que «en nuestro mundo el
ocio se ha transformado en desocupación, lo que es muy distinto: el desocupado está
frustrado, se aburre, está en constante búsqueda del movimiento que le falta». Por su
parte, Reinhart Koselleck ha señalado que la experiencia específicamente moderna,
según la cual no solamente los acontecimientos (Ereignisse) se suceden los unos a los
otros cada vez más velozmente, sino que las premisas de estos acontecimientos, las
mismas estructuras (Strukturen), se hallan sometidas a constantes mutaciones de tal
manera que, en radical oposición a lo que era normal en la premodernidad, las
mutaciones mismas se han convertido en el gran tema de la historia.
EL QUEBRANTO DEL «MUNDO DADO POR GARANTIZADO»
Hombres y mujeres de todas las épocas han presentido que sin cesar sus vidas estaban
amenazadas por el caos (angustia, irrelevancia creciente de todos y de todo el mundo, las
distintas formas de la negatividad). El caos, como sugiere Anthony Giddens, no es
solamente desorganización, sino la pérdida del sentido común de la misma realidad de
las cosas y de los otros como consecuencia de la pérdida o, al menos, del
quebrantamiento de la confianza. En la vida de individuos y colectividades, las
respuestas sociales son eficaces si ponen en movimiento pensamientos, acciones y
sentimientos fundamentados en una realidad compartida dando entonces muestras de
fiabilidad y capacidad de orientación para los individuos concretos y también para una
convivencia social sin grandes sobresaltos ni tumultos. Es entonces posible instalarse sin
angustia ni crispaciones excesivas en un mundo dado por garantizado sin necesidad de
continuadas fundamentaciones y verificaciones porque no solo se encuentra plenamente
asegurado y experimentado, sino que además otorga confianza sobre su viabilidad al
conjunto de la sociedad. Hace ya muchos años, Alfred Schütz, en el marco de sus
importantes análisis sobre la vida cotidiana, subrayaba que el mundo dado por
garantizado era la primera condición para la «fundamentación de la practicabilidad» real
del pensamiento y la acción de los humanos. Conviene advertir que el mundo social no
es el ámbito privado de un individuo aislado, sino el mundo intersubjetivo común a
todos nosotros, en el que tenemos no solo un interés meramente teórico, sino sobre todo
práctico, ya que es fácil comprobar que las motivaciones prácticas son las que gobiernan
nuestras actitudes más naturales y concretas en relación con las peripecias que se
suceden en el mundo de la vida cotidiana. Schütz afirmaba que el «mundo de la vida
cotidiana significa el mundo intersubjetivo, que existe antes de nuestro nacimiento; es
experimentado e interpretado por los Otros, nuestros predecesores, como un mundo
organizado. En cada momento presente nos es dado a nuestra experiencia e
interpretación. Toda interpretación de este mundo se basa en un conjunto (stock) de
experiencias anteriores a él, que no son nuestras propias experiencias; son las que nos
han transmitido nuestros padres y maestros, las cuales en forma de «conocimiento
cercano» (knowledge at hand) funcionan como un esquema de referencia para nuestro
pensamiento y acción. En realidad, el mundo dado por garantizado constituye el mundo
22
social en el que nace el ser humano y en cuyo interior ha de establecer sus contactos y
relaciones, y experimentarlos como una red estrechamente conectada de vinculaciones
sociales, de sistemas de signos y símbolos con su particular estructura significativa, de
formas institucionalizadas de organización social, de sistemas de status y de prestigio,
etc. La significación de todos estos elementos del mundo social en toda su diversidad y
estratificación, así como también los modelos (patterns) de su misma textura, está
garantizada para los que habitan en su interior sin necesidad de continuadas pruebas y
razonamientos. Schütz señala que el mundo dado por garantizado, porque abarca todo el
polifacetismo del ser humano, constituye siempre al mismo tiempo una red social y
emocional, que se halla más allá de todo cuestionamiento, lo cual implica el irrevocable
convencimiento (deeprooted assumption) de que este mundo se mantendrá en vigor
hasta «nuevo aviso» sustancialmente como hasta ahora; que lo que se ha mostrado válido
hasta hoy, continuará siéndolo; y que nosotros mismos o bien otros seres parecidos a
nosotros, siempre que actúen de una manera análoga, obtendrán básicamente los mismos
resultados.
Creemos que puede señalarse que la desestructuración del mundo dado por
garantizado que ha sido la base indiscutible de la cultura occidental, en la actualidad se
nos presenta de una manera que recuerda extrañamente a la disolución del yo, que el
novelista RobertMusil y muchos otros poetas y pensadores de finales del siglo XIX y de
las primeras décadas del siglo XX identificaron como la característica más relevante de
los próximos tiempos. Para ellos, la disolución del yo en la «masa» y la manipulación sin
límites de las «masas» por parte de los mass media constituía la signatura específica de
los «tiempos modernos». Las masas modernas, supermovilizadas por propagandas
abyectas y egocéntricas y sometidas en gavias de oro a la esclavitud de los sistemas de la
moda, se caracterizan por no disponer ni de «yo» ni de «ello», sus almas están vacías de
tensión interior o de dinamismo con anhelos de felicidad y creatividad: sus ideas,
necesidades e incluso sus sueños «no son suyos», son «alquilados» o «prestados»; su
vida interior está «total y burocráticamente administrada», programada para producir
exactamente los resultados que el sistema social se propone satisfacer, y nada más.
Con razón se ha señalado (Berger y Luckmann) que el pluralismo político, social y
religioso como emblema de la modernidad cuestionaba con mucha fuerza el mundo dado
por supuesto y garantizado. De él se derivaba que la vida, el mundo, la sociedad y la
identidad personal fuesen cada vez más problemáticos e inseguros. En particular, con la
aplicación de sus «programas» propios, las instituciones humanas, cuya finalidad
primordial era liberar a los seres humanos de la necesidad de reinventar cotidianamente
el mundo y su orientación en él, se encuentran en la actualidad sometidas a la fuerza
desestructuradora de las variadísimas versiones del pluralismo y de las necesidades
artificialmente inducidas por los mass media. El conocimiento seguro y los hábitos
tradicionales, que formaban parte integrante de las instituciones sociales, se convierten
en simples opiniones y las múltiples y continuas interpretaciones de estas en simples
hipótesis revocables y sin ningún tipo de exigencia. Por ello puede afirmarse que el
pluralismo moderno ha socavado la integridad y fiabilidad de la que disfrutaban no solo
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las instituciones religiosas, sino también las de signo partidista (política, sindical, social,
cultural).
VELOCIDAD Y CIUDAD
Una de las primeras mentes europeas que con gran lucidez y a contracorriente advirtió
que la sobreaceleración del tiempo era el factor constitutivo clave de la modernidad fue
el poeta simbolista francés Charles Baudelaire (1821-1867), «la voz más poderosa del
pecado original de la modernidad», según la autorizada opinión del crítico literario
italiano Claudio Magris. Lúcidamente el poeta francés presentó la figura típica del
habitante de la ciudad moderna por excelencia, París; el París planificado y regulado de
nuevo, entre 1850 y 1860, por el barón Georges Eugène Haussmann, prefecto de la
ciudad en tiempos de Napoleón III, con objetivos más bien de tipo militar y
antirrevolucionario que propiamente urbanísticos y estéticos. Para Baudelaire, la ciudad
es un catalizador de los mil ingredientes, tendencias y contradicciones de que consta el
espacio urbano tal como podía observarlo y experimentarlo él mismo como peatón. El
poeta describe el tránsito frenético y convulsivo de la gran ciudad como uno de los
aspectos más típicos e inquietantes de la vida moderna: «Cruzaba el bulevard corriendo,
en medio de un caos en movimiento, con la muerte galopando hacia mí por todos lados»,
apunta Baudelaire. El hombre moderno arquetípico, tal como él lo presenta, es
principalmente el peatón (flâneur), el hombre sin sosiego, lanzado peligrosamente en
medio del bullicio circulatorio, que no es sino «un inmenso y peligroso caos en
movimiento», esto es, una corriente desenfrenada que arrasa sin contemplaciones todo lo
que encuentra a su paso demoledor. El tránsito frenético por las plazas y los bulevards
parisinos no conoce límites espaciales o temporales, sino que inunda con su fluir
nervioso la gran mayoría de los espacios urbanos y de los ritmos temporales de los
individuos. Por su singularidad nos permitimos recordar que, ya en 1915, el reconocido
urbanista catalán Cebrià Montoliu (1873-1923), en relación con la situación del tránsito
en la ciudad de Barcelona, hacía notar que «el tránsito recreativo [coches individuales]
ha alcanzado, si no lo ha superado ya, su límite, el gran número de coches individuales,
mayoritariamente objetos recreativos, representa un gran obstáculo para las
comunicaciones y el transporte realmente útiles para la sociedad».
Con una buena dosis de amarga ironía, a menudo no exenta de un extraño
resentimiento, Peter Sloterdijk afirma que «puesto que en la modernidad no se concibe al
individuo sin su movimiento, el yo y su automóvil, por ejemplo, constituyen,
metafísicamente hablando, de la misma manera que el cuerpo y el alma, una misma
unidad de movimiento. El coche es el equivalente tecnológico del sujeto transcendental,
que es activo por principio». Con harta frecuencia la velocidad expresada en términos
automovilísticos ya no guarda ninguna relación útil y rentable con las facilidades de
desplazamiento. No se trata, en efecto, de una velocidad provechosa con una finalidad
conscientemente predeterminada por el ser humano, sino de un mero complemento
suntuario, ostentativo y orgulloso del individuo como pueden ser, por ejemplo, un
24
perfume o una joya. Parece evidente que los actuales medios electrónicos, que son, entre
otras muchas cosas, potentísimos aceleradores de la velocidad (a menudo, mucho más
allá de las posibilidades receptivas y asimiladoras del ser humano), están modificando
radicalmente nuestra conciencia temporal y espacial y, como consecuencia necesaria, las
relaciones de todo tipo que establecemos con la ayuda de su mediación porque el ser
humano, sean cuales sean las condiciones de su contexto vital, siempre será un «ser de
mediaciones» al que la inmediatez le está absolutamente vetada. A propósito de esta
nueva situación, Manuel Castells ha escrito: «La transformación del tiempo bajo el
paradigma de las tecnologías de la información, constreñido por las prácticas sociales al
uso, es uno de los fundamentos de la nueva sociedad en la que hemos entrado, conectada
cada vez de una manera más inextricable con la aparición del espacio de los flujos», es
decir, de la total inestabilidad y continuas mutaciones de la espaciotemporalidad de
hombres y mujeres de nuestros días.
En las grandes ciudades modernas, el caos —como escribe Marshall Berman— no
reside en los que se mueven o transitan, los conductores o los peatones individuales, sino
en su inevitable interacción, en la totalidad de sus movimientos ayunos de toda
sincronización y regulación en el marco de un espacio común. «¿Qué son los peligros de
la selva y de la sabana comparados con el choque y los conflictos diarios de la
civilización?», se preguntaba con inquietud Charles Baudelaire. Adelantándose en
mucho a su tiempo, en sus lúcidos y originales análisis de la modernidad y a partir de un
estudio detallado, pero inacabado de la ciudad de París, Walter Benjamin hacía notar que
la velocidad y la transitoriedad se habían convertido en las metáforas que mejor
encarnaban la conjunción mítica entre modernidad y progreso. Para el pensador judío
alemán, el progreso, en los inicios de la modernidad (últimas décadas del siglo XVII),
había desarrollado con bastante sentido común una notable función crítica. Es innegable
que, a partir del siglo XIX, cuando la burguesía culminó la conquista de los resortes del
poder económico, social y político, esta función desapareció y se impuso casi
completamente en la vida de individuos y colectividades la sobrevaloración del
«fetichismo de la mercancía». De la misma manera que para Baudelaire el bulevard
parisino, con el flâneur como personaje prototípico, constituía la concreción del
«espacio-tiempo» («caos en movimiento frenético») de la modernidad (último tercio del
siglo XIX), en la actualidad, la autopista se ha convertido en una de las concreciones
espaciotemporales más relevantes del momento presente. El signo distintivo del
urbanismo del sigloXIX fue el bulevard, un medio para reunir a los seres humanos y, si
se terciaba, contener y reprimir sus acciones y fuerzas explosivas; el sello del urbanismo
del siglo XX ha sido la autopista, un medio para separarlos y, de alguna manera,
controlarlos. En todo eso se observa una dialéctica extraña, pero realmente presente en la
actual cotidianidad: las sucesivas formas de las ofertas modernas se activan y se agotan
al mismo tiempo por mediación de la aniquilación de las precedentes: todo en nombre de
los supuestos milagros de la modernidad (Bollnow).
En este contexto puede ser oportuno y ejemplificador referirse a la interpretación que
Georg Simmel (1858-1918) —pensador judío alemán que, ahora mismo, vuelve a tener
25
una gran actualidad, pero que en su tiempo fue considerado como un extraño en el
mundo académico centroeuropeo— detectó que la ciudad moderna se caracterizaba
sobre todo por la fragmentación y la sobreaceleración del tiempo y la banalización del
espacio. En muchos aspectos, Simmel siguió de cerca una línea interpretativa bastante
parecida a la de Baudelaire, y no cabe la menor duda de que el mismo Walter Benjamin,
en su reconstrucción de la génesis de la modernidad, experimentó una considerable
influencia del pensador judío alemán, el cual ha estado muy presente —con frecuencia
de manera subterránea— en la obra de muchos conocidos filósofos de la primera mitad
del siglo XX como, por ejemplo, Heidegger, Lukács y el mismo Max Weber. Según la
opinión de Simmel, una de las características más notables de la modernidad, tanto
individual como colectivamente, era el incesante «estado de fluidez» y provisionalidad
de todas las relaciones sociales. En la descripción e interpretación de la modernidad, este
autor, a diferencia de las de Max Weber que se interesó prioritariamente por los grandes
sistemas, por las totalidades y por la diversidad de relaciones que establecen entre sí,
llevó a cabo variadísimos y muy agudos análisis microscópicos de la realidad social de
su tiempo y de los «fragmentos fortuitos» que se desprenden de la interdependencia
social. Esta metodología, basada en la preeminencia del fragmento y de la instantaneidad
sobre las estructuras y las instituciones socialmente legitimadas y sancionadas, ponía
claramente de relieve que, en la modernidad, el tiempo había experimentado unas
mutaciones drásticas, completamente desconocidas y ajenas a las sociedades
premodernas: la linealidad temporal, fruto de una concepción jerarquizada y estabilizada
de los roles sociales, había sido sustituida por un tiempo caracterizado por las
interrupciones, la participación simultánea de los individuos en diversos tiempos sociales
(«mundos de vida», Lebenswelten, en la conocida terminología fenomenológica de
Edmund Husserl) y la incidencia coetánea de numerosos factores, a menudo
incompatibles entre sí, en el pensamiento, la acción y los sentimientos de individuos y
colectividades. El medio metropolitano moderno, creía Simmel, era un conjunto de
atracciones, relaciones y opiniones inconexas y vertiginosamente cambiantes de tal
manera que la ciudad moderna se parecía mucho más a un laberinto inexplorado e
inexplorable que a un sistema dotado de regularidades y puntos de referencia fijos y
confiables, que habían actuado en el pasado como faros que orientaban la vida, el
pensamiento y las acciones de los humanos. Georg Simmel (también sus discípulos más
o menos directos, Kracauer y Benjamin) consideraba que, en los nuevos tiempos, cada
vez más intensamente, se imponía a un número creciente de hombres y mujeres una
experiencia discontinua, fracturada, del tiempo, el espacio y la causalidad, que se habían
convertido con gran rapidez en fenómenos transitorios, fugaces, fortuitos o arbitrarios:
«experiencias» —tal vez mejor, «vivencias»— localizadas en el mismo seno de las
relaciones sociales que, con mayor o menor fortuna, tenían plena vigencia, incluidas las
relaciones con el medio físico, político y social, en las metrópolis. Una categoría
emparentada por sus consecuencias más o menos directas con el desmesurado aumento
de la velocidad era la «versatilidad» que, en nuestros días, impulsa una incesante y, a
veces, alocada búsqueda sin objetivos poco o nada bien definidos y configurados. De
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alguna manera se pretende otorgar un viso de verosimilitud y sentido al cambio por el
cambio, a una especie de inconsistente «nomadismo» o «vagabundeo», cuyos sujetos,
paradójicamente, se muestran pasivos, ajenos, aburridos y desinteresados ante las
velocísimas mutaciones sociales y culturales que, como una suerte de «destino» a la
griega, acontecen ante sus ojos.
Hace ya algún tiempo que Peter Sloterdijk, desde su peculiar perspectiva ideológica,
también se hizo eco de la reflexión sobre la modernidad que, a finales del siglo XIX,
propuso Georg Simmel. Subraya con énfasis que el proyecto de la modernidad se basa
en una utopía cinética: todo el movimiento del mundo en su conjunto tendrá que
responder a este proyecto. En efecto, los movimientos de nuestra propia vida se
asimilarán progresivamente, casi sin la menor resistencia, al movimiento del mundo en
sí. Por consiguiente, la modernidad es, ontológicamente hablando, puro ser-que-genera-
movimiento. Por regla general, los teóricos clásicos de la modernidad estaban
convencidos de que la idea de «progreso» era la resultante del movimiento incesante, sin
pausa ni respiro, de los nuevos tiempos, cuyo imperativo categórico era: «¡muévete!»,
«¡cambia sin cesar!», «¡abandona el pasado!», «¡rechaza la nostalgia!»; un movimiento
cada vez más acelerado e imprevisible, que, en la actualidad, con las excepciones de
rigor, ha convertido los sucesivos presentes en simples e intranscendentes episodios de la
modernidad como «categoría de cambio» (Franz X. Kaufmann) que, de manera casi
enfermiza y, a menudo, adolescentizada, busca el cambio por el cambio, con frecuencia
al margen de cualquier finalidad mínimamente diseñada y razonable. Y entonces se
considera que el progreso, en palabras de Peter Sloterdijk, no es sino «continuo
movimiento que genera movimiento, movimiento que genera más movimiento
(Mehrbewegung)»; movimiento que genera posibilidades de desplazarse cada vez más
rápida e insensatamente. Casi no hay imperativos éticos de tipo moderno que no sean al
mismo tiempo impulsos cinéticos. El acicate categórico de la modernidad se expresa de
esta manera: para actuar constantemente como seres progresistas, hemos de vencer todos
los obstáculos que puedan hacer del hombre una criatura limitada en sus movimientos,
reducida a sus propios medios, sin libertad para agitarse casi convulsivamente y
lastimosamente inmóvil.
En muchas ocasiones, con una dosis notable de ingenuo optimismo, muchos ilustrados
consideraron que el progreso y el cambio material serían inseparables del rotundo
mejoramiento moral de las personas; estaban convencidos de que ambos se encontraban
íntima e inseparablemente vinculados. Esta opinión, sin embargo, a partir de la
Revolución Industrial, fue casi completamente marginada y desechada por las mentes
más lúcidas a causa de una nueva cosmovisión, «industrialista» y «economicista», que
iba imponiéndose a marchas forzadas en Europa. En algunos, ingenuamente, en otros, de
manera muy premeditada y calculada, se impuso paulatinamente la idea que la velocidad
de cambio era solo un simple medio para conseguir unos objetivos que, en contradicción
con el inmovilismo y la pasividad de los tiempos pasados, poseían al mismo tiempo e
indisolublemente unas características y beneficios de carácter económico y moral. En
relación con todo eso, el vuelco que ha tenido lugar en la modernidad tardía es que la
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velocidad se ha convertido en una finalidad en sí, que a menudo tiene extrañas e
inquietantes vinculaciones con el prestigio, los sistemas de la moda, el exhibicionismo
más descarado y la exaltación de la superfluidad y de la prepotencia económica. Pero
¿no será tal vez una de las consecuencias más perversas y desestructuradoras de la
gigantesca sobreaceleracióndel tempo vital humano el creciente y, según parece,
imparable incremento de los trastornos mentales? ¿No tendrá algo, quizá mucho, que ver
la sobreaceleración en que estamos inmersos en la preponderancia tan manifiesta de lo
psíquico sobre lo social en el cotidiano transcurrir de las biografías de mujeres y
hombres de nuestro tiempo?
VELOCIDAD Y ÉTICA
En el nuevo período histórico que se inicia en el siglo XVIII (Ilustraciones occidentales),
determinado cada vez más intensamente por una creciente y extenuante sobreaceleración
del tiempo, la misma ética tiene cada vez más como punto de partida la cinética.
Entonces, a causa de la vinculación de lo ético y de lo cinético, se produce una ruptura
muy importante respecto a lo que, antaño, había sido la normalidad: Una equiparación
casi completa entre el ser y la obligación (Sollen) de moverse se ha convertido en una
especie de «estado natural» del «hombre nuevo»; en la modernidad, el sentido del ser se
ha visto reducido drásticamente a la obligación de moverse y de cambiar sin interrupción
de tal manera que no es ninguna exageración afirmar que «la modernidad es,
ontológicamente hablando, puro ser-que-genera-movimiento». En sus interesantes
análisis sobre la movilidad moderna, Jean-Pierre Wils señala que, en realidad, las
experiencias de los individuos de nuestros días se pueden considerar como la
desvinculación, casi anulación, del biorritmo de la «biografía» personal por mediación
de la dinámica propia de una civilización fuertemente condicionada y casi secuestrada
por una constante y desmedida aceleración lineal. En el día a día, ha de tenerse en cuenta
que la biografía de individuos y grupos humanos está sometida a una aceleración sin
pausa, acompañada por un ininterrumpido aumento de la complejidad de los sistemas y
subsistemas sociales, cada uno de ellos con un ritmo a su aire. Y, con todo, ha de
mantenerse la esperanza en la continuidad de la vida… La desmesurada aceleración de
los ritmos cotidianos impone casi necesariamente una «mecanización» irreflexiva y
desmotivada del pensar, actuar y sentir del ser humano. En estas condiciones, casi como
un complejo condicionado, el «pasar» de todo y de todos, es decir, la abstinencia ética se
convierte en un denominador común de muchos sectores de la población. La exigencia
ética posee una carga notable tanto de reflexividad como movilización de los
sentimientos, de sosiego y desaceleración de los propios ritmos e intereses.
En estos últimos treinta años la figura del turista ha adquirido una especial relevancia
social y económica en la vida y los comportamientos de una amplia mayoría de hombres
y mujeres. Para muchísimos turistas de nuestros días, el viaje, que es a menudo un ir de
aquí para allá sin más, se ha convertido en una frenética marcha contra reloj. A propósito
de este estado de cosas, Zygmunt Bauman subraya que «todo turista que se precie es un
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maestro supremo en el arte de disolver lo sólido y de desfijar lo que está fijado. Ante
todo, lleva a cabo la proeza de no pertenecer al lugar que tal vez esté visitando; el suyo
es el milagro de estar dentro y fuera de lugar al mismo tiempo». No resulta, pues,
exagerado afirmar que, en nuestras sociedades, el turista y el vagabundo (el alter ego del
turista) son metáforas muy elocuentes de la desmesurada aceleración de la vida
contemporánea. No puede ignorarse sin embargo que hay profundas diferencias entre
ambos: el turista viaja porque quiere mientras que el vagabundo se somete al cambio
continuo porque no tiene otra opción. En paralelo con el «conocer de oídas», el turista,
impulsado por una frenética e impersonal velocidad, también está condenado a «ver sin
mirar».
VELOCIDAD Y RELACIONALIDAD HUMANA
Especialmente a partir del siglo XIX en las sociedades occidentales, no pueden separarse
la progresiva sobreaceleración del tiempo humano y la innegable banalización del
espacio humano. Todas las culturas, particularmente la occidental, se han visto
confrontadas con el problema, a menudo un auténtico desafío, de la velocidad. Cuando
nos referimos a la velocidad no estamos evocando una cuestión simplemente formal o
mecánica, sino que en realidad tenemos in mente las relaciones de todo tipo que los seres
humanos, a nivel individual y colectivo, establecen en el seno de una determinada
sociedad, familia o Estado. En cada momento histórico, hablar de velocidad, por
consiguiente, equivale a evocar el tempo que poseen en un espacio bien definido las
múltiples relaciones humanas entre palabra, silencio, memoria, olvido, salud, calendario,
artefactos de todo tipo, entorno y acontecimientos. En un esquema antropológico que se
mueve en el marco «pregunta-respuesta», un dato que nos parece evidente es que, en
cada aquí y ahora, la calidad de la relacionalidad de cada ser humano concreto indica
cuáles son las dimensiones gozadas o sufridas de su auténtica humanidad y,
consiguientemente, la cualidad, la fisonomía y el sentido del tempo vital de sus
protagonistas. Es un dato incontrovertible que, en la segunda mitad del siglo XIX, la
conjunción del telégrafo con el ferrocarril provocó un giro copernicano en la concepción
hasta entonces vigente de la velocidad y, como consecuencia, del espacio y del tiempo
urbanos (humanos) y de las comunicaciones entre los habitantes de los territorios.
Posteriormente, a partir de las profundas mutaciones cinéticas que se introducen a partir
de los años sesenta del siglo XX, el conocido arquitecto Le Corbusier podía declarar que
«una calle moderna era exclusivamente una máquina para producir tránsito» al margen
de la relacionalidad, que era un rasgo muy característico y, en el fondo, muy positivo y
formativo, aunque no dejase de ser ambiguo, de las calles y plazas de otros tiempos.
Otro aspecto de la problemática que debe tenerse en cuenta es que, históricamente, la
velocidad —la posibilidad de establecer relaciones cada vez más veloces e instantáneas
— ha sido un factor directamente implicado en el aumento de la riqueza y también, de
manera especial, de la capacidad de un ejercicio del poder cada vez más refinado,
eficiente y omnipresente. A mayor velocidad, mayor poder, mayor control: es una
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constatación histórica irrefutable tanto en las culturas orientales como en las
occidentales. En nuestros días, con la imprescindible ayuda del desarrollo tecnológico y
del mercado, la «obsesión cinética» ha superado de forma espectacular las posibilidades
de movilidad y también mercantiles de otros tiempos. Actualmente, en casi todos los
ámbitos de la existencia humana, impera la cronopolítica (Paul Virilio), que consiste en
la sujeción creciente del ser humano a la dominación —sobre todo mental— que ejercen
los variados artefactos que él mismo ha fabricado y comercializado. La sobreaceleración
imperante en nuestras sociedades no se limita a unos ámbitos específicos, no se ciñe al
marco de «lo mecánico», sino que se detecta en todas las manifestaciones y
transmisiones materiales y espirituales de las tres «estructuras de acogida» (familia,
ciudad, religión) clásicas, las cuales se hallan sobredeterminadas y, a menudo, casi
anuladas por el impacto creciente de una cuarta estructura, cuya función más específica
consiste justamente en la desenfrenada aceleración del tempo psicológico y social de los
seres humanos: los medios de comunicación. A pesar de que suelan usarse como
sinónimos, estimamos indispensable discernir con sumo cuidado el alcance y sentido de
ambos términos (información y comunicación). Creemos que «acercamiento» y
«alejamiento» que constituyen el criterio para, respectivamente, configurar unas
relaciones humanas congruentes y preñadas de simpatía (acercamiento) o, por el
contrario, para confirmar el punto de vista hobbesiano del homo homini lupus («el
hombre es un lobo para el hombre») (alejamiento). Nos parece harto evidente que una
información que no alcanza un mínimo umbral comunicativo propicia abismos y
distancias que pueden generar, según los casos, separación, pasividad, agresividad,
resentimiento,

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