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2 3 POR QUÉ CREO VITTORIO MESSORI CON ANDREA TORNIELLI 4 5 POR QUÉ CREO Una vida para dar razón de la fe Traducción de María del Mar Velasco 6 7 8 No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. 9 10 ÍNDICE UNAS PALABRAS AL LECTOR SOBRE EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO ......................................................... 9 1. «ÉSTA ES MI POSTURA, NO PUEDO HACER OTRA COSA» ...................................................................... 21 2. UN SEMINARIO LAICO .............................................. 47 3. LA LIBRETA DEL LIBERTINO ...................................... 59 4. EL EVANGELIO EN EL CAJÓN .................................... 133 5. EL ENCUENTRO CON PASCAL .................................. 211 6. ENTRE PADREE HIJO ................................................ 259 7. EL «CÍRCULO» INCOMPRENDIDO: LA IGLESIA.......... BIBLIOGRAFÍA EN ESPAÑOL DE VITTORIO MESSORI... 11 12 UNAS PALABRAS AL LECTOR SOBRE EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO Lo que ha tomado forma en estas páginas es un proyecto que acariciaba desde hacía tiempo. Ha sido muy interesante dialogar con Vittorio Messori sobre su conversión y sobre la experiencia -nunca tan detalladamente descrita- que en el verano de 1964 transformó en un defensor del dogma católico y en un difusor de la devoción mariana a un perfecto producto de la cultura laica y agnóstica del Turín de Norberto Bobbio (de quien fue alumno), de Alessandro Galante Garrone (con quien se doctoró), de los autores de la editorial Giulio Einaudi y de los editorialistas de La Starpa (donde trabajó durante diez años). Ha sido interesante sobre todo para mí que, educado en la fe desde la infancia, la he redescubierto y he profundizado en ella con el paso de los años, aun sin haberla abandonado nunca. El trayecto del converso es, en cambio, más tortuoso, y a menudo más fascinante. Vive como novedad lo que, para quien es cristiano de toda la vida, corre el riesgo de convertirse en un hábito. Si, además, este converso no es un personaje ya ilustre que ha hallado por la Gracia el camino del Evangelio, sino un hombre, un periodista que se ha convertido en un famoso autor de bestsellers precisamente por haber afrontado las grandes preguntas sobre la fe, sobre su racionalidad y sobre sus fundamentos históricos, entonces su vivencia personal no es sólo curiosa, sino que representa un recorrido al cual es útil -para todos- enfrentarse. Messori, de hecho, se ha convertido en el autor que conocemos porque, en una época en la que incluso muchos religiosos -creyendo ir a la con entusiasmo a Marx y a Freud y en el púlpito parecían sociólogos, mitineros o psicoanalistas, tuvo el coraje de preguntarse nuevamente quién era aquel jesús de Nazaret sobre cuya resurrección se sostiene, y sin la cual cae, el edificio entero de la fe. Eran los años del postconcilio, o más bien de la crisis del postconcilio. Años marcados por muchas esperanzas de renovación, pero también por abusos y por crisis. Crisis y abusos que han minado a menudo la fe de los sencillos y han provocado en la Iglesia católica la mayor hemorragia de religiosos y religiosas de su historia doblemente milenaria. Sólo la Reforma protestante, casi cinco siglos antes, había logrado una estampida casi equivalente en seminarios, conventos, monasterios y parroquias. Decía Pablo VI, el 25 de abril de 1968, fotografiando la situación eclesial del momento: «Renovación, sí; cambio arbitrario, no. Historia siempre viva y nueva de la Iglesia, sí; historicismo disolvente del compromiso dogmático tradicional, no; integración teológica según las enseñanzas del Concilio, sí; teología conforme a libres teorías subjetivas, a menudo procedentes de fuentes enemigas, no; Iglesia abierta a la caridad ecuménica, al 13 diálogo responsable, al reconocimiento de los valores cristianos ante los hermanos separados, sí; irenismo que renuncia a las verdades de la fe, o proclive a uniformarse con ciertos principios negativos que han favorecido la separación de tantos hermanos cristianos del centro de la unidad de la comunión católica, no; libertad religiosa para todos en el ámbito de la sociedad civil, sí; y libertad de adhesión personal a una religión según la elección meditada de la propia conciencia, sí; libertad de conciencia como criterio de verdad religiosa, no sufragada por la autenticidad de una enseñanza seria y autorizada, no. Y así con todo lo demás». Era el discernimiento, eran los rudimentos para una correcta interpretación de la renovación conciliar. Palabras olvidadas de un Papa ciertamente moderno pero, al mismo tiempo, custodio de la Tradición. Años después, el 29 de junio de 1972, el Papa Montini decía: «También en la Iglesia reina este estado de incertidumbre; se creía que después del Concilio vendría una gran jornada de sol para la historia de la Iglesia. Y, sin embargo, ha llegado una jornada de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de En medio de esta tempestad, para muchos dramática, Vittorio Messori, recién converso al mejor al catolicismo- en la laica y secularizada Turín de la primera mitad de los años 60, emplea doce años en escribir un libro: Hipótesis sobre Jesús. El libro que él, hambriento de la verdad sobre aquel Nazareno a quien acababa de descubrir, no lograba encontrar. No lo encontraba en los escaparates de las librerías católicas, llenas hasta lo inverosímil de ensayos y estudios sobre todo tipo de cuestiones, ante todo sociales y políticas, o bien dedicados precisamente a la demolición de la historicidad de Cristo. Y, por supuesto, tampoco lo podía encontrar en las librerías laicas. Aquella fe descubierta como por una iluminación, que lo había llevado a sumergirse en la lectura de los Evangelios, estaba sedienta de respuestas, de profundizaciones, de testimonios, de fundamentos razonables. El periodista converso no buscaba análisis sobre la sociedad, sobre la pobreza material y sus causas, sobre el compromiso político y social de los católicos, sobre la aplicación de las ciencias humanas al cristianismo. Messori tenía hambre y sed de certezas sobre la historicidad de aquel hombre que había venido al mundo en una aldea perdida del Imperio romano. Un hombre que representaba un punto aparentemente insignificante en la historia, pero que había terminado por dividirla en dos con su venida. Aquel hombre, único entre todos, había afirmado ser «el Camino, la Verdad y la Vida», y se había atribuido, Él, hijo de un carpintero de Nazaret y de una joven y humilde joven judía, un origen divino. ¿Qué hay de cierto en esta historia, en este relato que desde hace dos mil años hace eco en el mundo? ¿Es verdaderamente Él el Mesías esperado por Israel, anunciado por las profecías? Y, sobre todo, ¿resucitó realmente? Preguntas que Messori se planteaba mientras profundizaba en unos estudios nuevos para él, refle xionando y confrontando, viajando hasta Israel para caminar por los mismos lugares del Evangelio, interrogando a biblistas, arqueólogos, historiadores, creyentes e incrédulos. Una búsqueda de las raíces 14 de la fe, una excavación en busca de sus fundamentos, un recorrido para descubrir lo que hay en el origen de dos mil años de cristianismo. El libro que escribió y publicó en 1976 lo escribió, sobre todo, por El. A pesar del escepticismo de muchos clericales -que le exhortaron a abandonar, intuyendo una « apologética actualmente inaceptable»-, eran muchos, realmente muchos, los que lo esperaban. Hipótesis sobre jesús se convirtió en un bestseller mundial (y todavía hoy, a treinta años de distancia, no ha terminado su recorrido: reeditado, traducido, vuelto a traducir...) porque las preguntas de Messori eran las preguntas que muchos se hacían y que no encontraban respuesta. Una respuesta seria,rigurosa, pero divulgativa, comprensible, adaptada al gran público, no circunscrita al ámbito de los expertos y de los académicos. El trabajo del periodista, o mejor, «del cronista», como a Messori le gusta definirse -si el Evangelio es sobre todo «la Buena Noticia», en el fondo los cronistas son los primeros interesados en conocerla-, fue continuo en los años sucesivos, con nuevos libros y nuevas profundizaciones. Ha pasado por el cedazo, metódicamente, muchos otros aspectos de la vida de jesús, de su pasión, muerte y resurrección. Centenares de artículos, decenas de libros, discusiones y debates. Después de haber bajado al sótano para verificar los fundamentos de la fe, con el mismo interés Messori ha indagado sobre la historia de la Iglesia, es decir, de esa institución y ese pueblo que sigue, aún hoy, custodiando, transmitiendo y difundiendo el anuncio de hace dos mil años. Ha estudiado las etapas llamadas «oscuras» y ha desmontado errores y leyendas negras con honestidad y competencia. Su búsqueda se ha movido siempre en el ámbito de los fundamentos. Han pasado, decíamos, más de treinta años desde la y Hipótesis sobre Jesús, pero aquella intuición ha permanecido de rabiosa actualidad hasta hoy; quizá, sobre todo, hoy. Es cierto que la Iglesia ya no vive la crisis postconciliar: muchos de aquellos movimientos parecen pertenecer ya al pasado y las posturas de la jerarquía también tienen su lugar y ejercen su papel en el seno del llamado «circo mediático». La pregunta sobre la fe, sin embargo, permanece. La esposa de Cristo aparece hoy en primera línea de la defensa de la dignidad de la vida humana, en las fronteras de la bioética, en la sana batalla para reafirmar los principios morales por encima, incluso, de los cristianos, en un mundo agitado por las guerras, invadido por el relativismo y por una técnica científica que no quiere y no puede conocer límites. Y, sin embargo, hoy, como hace seis lustros, la cuestión más radical no se percibe, quizá, con la debida urgencia y dramatismo. ¿Qué ha sido de la fe en jesucristo? ¿Realmente existió aquel hombre? ¿Hizo milagros? ¿Resucitó? Este regreso a la raíz del problema, acompañado de una buena dosis de realismo cristiano -y también de humildad, aunque con leves apariencias irónicas-, ha hecho que Messori no se haya convertido nunca en un moralista. Nunca ha querido convertirse en una especie de notable eclesial, sino que ha conservado un estilo mordaz, si no burlón, 15 ante toda oficialidad; no es el converso que ama batir récords de asistencia a la misa diaria o de rosarios, ni predica al prójimo como si estuviera investido de una particular misión. A diferencia de otros muchos, en estos decenios no ha asumido poses «proféticas», como si estuviese entre los «iniciados» que finalmente han descubierto lo que es y lo que debe ser la fe cristiana. No se encontrará en él ni medio gesto de pesimismo apocalíptico ante el futuro. Messori, que también es un admirador y un devoto del beato Pío IX (el Papa, entre otras cosas, de la Inmaculada, que se apareció en la Lourdes que tanto ama para confirmar el dogma que aquel gran Papa amaba tanto), no tiene nostalgia alguna del Estado Pontificio, que extendía sus confines y su influencia también en la provincia (Emilia) en la que nació. Ni siente nostalgia por la Iglesia preconciliar, por ciertos ritualismos externos o por una mayor presencia e influencia del clero en la vida social. Al contrario, ha escrito a menudo que el deber del creyente laico es «vigilar, porque el clericalismo es la patología que amenaza siempre al cristianismo, y en particular al catolicismo». No tiene relación alguna con el moralismo de quien pretende ser un ejemplo a imitar. Es más: la moral, los temas ligados a la ética, son los que menos le han interesado siempre, convencido de que lo que importa es la fe, de la cual desciende necesariamente la necesidad, o al menos la aspiración, a un comportamiento moral coherente. Del mismo modo -a pesar de sus estudios universitarios de Ciencias Políticas-, se ha propuesto siempre permanecer lejos de la política, tanto en sus escritos como en sus palabras o en un cargo activo, que también le ha sido propuesto en varias ocasiones. Entre los pocos méritos que se atribuye está el de no haber unido nunca su firma a documentos, llamamientos o declaraciones públicas, ni siquiera en aquel 68 y en su larga estela, que también le atravesó a él. Mientras sus coetáneos desfilaban, se manifestaban o en ocasiones disparaban, Vittorio estudiaba y reflexionaba sobre el enigma de jesús en la historia «esperando», dice, «que, como todos los carnavales, aquél también se terminara». Su mirada -a menudo irónica y distanciada de tantos afanosos a la par que bienintencionados «intereses» sociopolíticos- es la del que sabe que Dios es el que guía los destinos del mundo de una manera incomprensible para nosotros. Y que, sobre todo, sabe lo que necesita el hombre de hoy, que es el mismo que el de todas las demás épocas: no un discurso, ni una moral, no una teoría ni una regla de vida, sino hallar vivo y presente a aquel Hombre de Nazaret. Los cristianos no son una categoría de personas afligidas, obligadas a renunciar a cualquier rasgo de su humanidad. Al contrario: el cristianismo, y sobre todo el catolicismo, como bien explicará el propio Messori en las páginas que siguen, es la religión del et-et, no del aut-aut.l El católico lo quiere todo: «posee», en cierto modo, todo; no está obligado a escoger, allá donde esta elección, absolutizando un único aspecto, representa el comienzo de la herejía. 16 Hoy, a pesar de que ha pasado ya la tempestad que azotó la Iglesia en los años 60 y 70, parecemos estar en una época en la que, en el seno del mismo cuerpo eclesial, se ponen en tela de juicio los fundamentos, pero no las consecuencias. Se discute la resurrección de jesús y la virginidad de María, la historicidad de los Evangelios y la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía, pero es mucho más difícil disentir sobre el preservativo o la fecundación in vitro. Así, se publican libros (por editores de tradición católica que difunde la red de librerías confesionales) que atentan contra la fe de los sencillos negando la historicidad de los Evangelios, y la reacción de cierto clero se limita a menudo a un bonito encogerse de hombros porque «total, son sólo novelas...». Después se descubre que muchos -demasiados- jóvenes, con motivo de una novela o de una película, han puesto en duda su fe, tan pobre de razones y de esperanzas verdaderas, y han abandonado la Iglesia, mientras que sobre las páginas de los periódicos campan a diario invectivas, aclaraciones, exhortaciones de moralistas y de obispos sobre las grandes cuestiones éticas. Tomas de posición que terminan, quizá, por hacer a la Iglesia más extraña a la opinión pública. A ésta, lejos de la experiencia de la fe y ajena también a los reclamos de la «moral natural», le cuesta comprender el porqué de ciertas prohibiciones. En lugar de anunciar y presentar de un modo creíble el fundamento de la fe -son cómplices también los medios de comunicación, siempre interesados en subrayar aquello que pueda tener tintes políticos-, se termina por insistir más sobre las consecuencias, dando por descontada la existencia del primero para concentrarse sobre las segundas. Ante esta situación, Messori no se rasga las vestiduras, no maldice, no truena contra la «iniquidad de los tiempos». Ni siquiera hace el papel de pesimista profesional. Al contrario, ironiza sobre ciertos predicadores apocalípticos, recordando el chiste de Ennio Flaiano: «No me preguntéis adónde vamos a ir a parar, porque ya estamos allí». Dice que se encuentra bien en este mundo postmoderno donde creer es más que nunca una «apuesta» libre y donde los cristianos -pequeña «grey», en propia definición de jesús- pueden descubrir su función de levadura, de sal, de grano de mostaza. Ha escrito recientemente Messori, en un artículo en el que reflexionaba sobre su cumplea ños y recordaba (él, elautor de Apostar por la muerte) que ya es mayor, este párrafo: «Me encuentro a gusto en esta open society, en esta sociedad abierta, como la llamaba Karl Popper, esta sociedad cada vez más mestiza y cada vez más compleja. Amo la libertad anunciada por Cristo y su Evangelio, que se debe proponer pero nunca imponer. Sé que no puede haber virtud sin la posibilidad de optar por el pecado. Me gusta la vida como aventura, donde los santos y los miserables se entrelazan, donde se enfrentan el bien y el mal. Amo las metrópolis, las junglas de asfalto; más que el control social de la aldea, amo el bullicio de las grandes ciudades, donde la historia se construye a través de la trama infinita de las libres relaciones humanas. Me angustia, en cambio, la vida como entendida como el cuartel de los fascistas, como el falansterio social de los comunistas, como la casita de Blancanieves de los ecologistas, como el convento o seminario obligatorio de los clericales. Todos mis libros, por lo demás, los he escrito pensando en el hombre de la 17 ciudad secular, no en los nostálgicos de una cristiandad ya extinguida». Él sigue así, bajando al sótano, excavando entre los fundamentos, para poder ofrecer algún indicio más a sus múltiples lectores sobre la razonabilidad de la fe en ese Hijo de Dios que, al resucitar, transformó a un grupúsculo de hombres aterrorizados y desilusionados en incansables anunciadores de la Buena Nueva. Eran doce y dejaron que los mataran para que aquella historia nacida entre el reinado de Augusto y el de Tiberio en un rincón oscuro de tierra en los confines del Imperio romano llegase hoy hasta nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio, que navegamos por Internet, que utilizamos el email y el iPod, pero que tenemos en el corazón el mismo infinito deseo de felicidad y de realización que albergaba el de nuestros antepasados, hace dos mil años. Aquel grupúsculo de hombres, tan realistas y concretos -no en vano eran pescadores, artesanos o recaudadores-, no se «inventaron» una nueva e inédita religión, sino que se rindieron ante una evidencia, tan verdadera y tan real que significó una buena razón para perder la propia vida por anunciarla, para que todos pudieran conocerla. No anunciaron utopías de cambio inmediato y radical de la sociedad, no tronaron contra la legislación romana o contra la inmoralidad imperante en la época. Ejercieron -simplemente- un cristianismo que, según nuestro cronista, «se habría muerto en la cuna si, tras la Ascensión, los apóstoles se hubieran reunido para debatir un "plan pastoral" o redactar las "líneas directrices para el diálogo"». Esta actitud positiva, desencantada y para nada beata o clerical, alérgica a cierta burocracia actual y a las documentitis eclesiales, pero totalmente anclada en una certeza de fe sólida como la roca -no gracias a los méritos o a la personalidad del interesado, sino a la fuerza divina de su fundamento- es la que he encontrado en Vittorio Messori. Por eso su figura resulta atípica en el panorama eclesial y cultural de hoy. No tiene pelos en la lengua, ni habla el «eclesialés», es decir, ese lenguaje autorreferencial nacido y crecido en el seno de las estructuras católicas, nutrido por los convencionalismos de las comisiones clericales, a menudo estereotipado y tanto más repetitivo cuanto menos cercano resulta a la experiencia humana más real. Y no se le puede colocar fácilmente en uno u otro bando. No es un tradicionalista, no es un moralista, ni un «teocon». Aborrece el uso instrumental de la fe cristiana en función de batallas político-culturales, o la referencia a las raíces cristianas reducida a puro eslogan por parte de aquellos que no están interesados en la vida real de esas «raíces», sino más bien en manifiestos ideológicos para justificar choques de civilizaciones o incluso carreras políticas. Me gusta recordar que, a lo largo de las jornadas de trabajo en las cuales tomó forma este libro, para la comida con Vittorio y con su mujer Rosanna (a la cual debo un agradecimiento especial por haber facilitado la realización de mi proyecto) íbamos siempre a una pizzería en la que se goza de unas excepcionales vistas del lago de Garda, y que atienden unos egipcios. Hacen una pizza excelente, además de diversas especialidades a base de carne de avestruz. No podría imaginar un cóctel más variado 18 para nuestros encuentros: el pizzaiolo islámico, la pizza con jamón de avestruz (que no pertenece precisamente a la identidad culinaria lombardo-véneta), horas pasadas en compañía en el intento de usar la razón y, justo con base en ésta, ninguna reserva a la hora de criticar la alianza ideológica, hoy muy en boga, que parece unir los destinos del cristianismo a los de Occidente, resucitando actitudes de cruzada que se creían ya sepultadas en los meandros de la Historia. También en esto, por tanto, sorprende y descoloca Messori. Se dice dispuesto, con tranquila humildad, a dejarse matar con tal de no abjurar de su fe, pero mira la historia, la política y las complejas vicisitudes de este nuestro tiempo con ese distanciamiento e ironía -que sabe ser sobre todo autoironía- de quien cree realmente que en los pliegues de la historia se revela un designio todavía incomprensible para nosotros, pero tejido por la mano de un Dios presente, que actúa y que nos conduce hacia la meta. El Padre Eterno - le gusta repetir- escribe derecho con renglones torcidos. Y nosotros -añade- no podemos nunca olvidar que somos sólo siervos inútiles: tenemos que cumplir, por tanto, nuestro deber, pero sin afán, con calma, confiados en que el Señor sostiene con fuerza, en sus manos omnipotentes, los hilos del Universo entero. Ama profundamente a la iglesia, sabe que llegará hasta el fin de los tiempos, pero no le escandaliza la posibilidad de que la insumergible «nave de Pedro» llegue a la meta de la Parusía, del retorno de Cristo, no como un soberbio galeón con las velas desplegadas, sino como una mísera patera cargada de pobre gente, aunque sujeta por la confianza en la verdad del Evangelio. Los encuentros a raíz de los cuales ha nacido el libro se han desarrollado en un lugar que se ha convertido en el refugio de Messori, aparte de ser una de las pasiones que lo mantienen constantemente atareado: la abadía de Maguzzano, en el ayuntamiento bresciano de Lonato, sobre una pequeña colina que domina el lago de Garda, en un paisaje de olivos y cipreses que ha escapado milagrosamente del cemento, y para cuya defensa ha creado el primer y único «comité» de su vida, por el que ha sufrido amenazas y daños materiales. Maguzzano es la antigua abadía benedictina que se alzaba junto a una calzada romana y que fue fundada en época carolingia. Incendiada por los húngaros, devastada por las tropas de los Visconti en 1339, reedificada en 1490, tomada por Napoleón, fue devuelta a los monjes en 1904, confiada a una comunidad de trapenses, cistercienses de estricta observancia provenientes de Argelia, que se quedaron hasta 1938. Entonces la abadía pasó a don Giovanni Calabria, el sacerdote veronés, canonizado en 1999, que había fundado hacía poco la Congregación de los Pobres Siervos de la Divina Providencia. En este lugar, Messori ha conseguido un estudio, obviamente lleno de libros hasta lo inverosímil. Aquí escribe y trabaja, dedicándose también al embellecimiento y la restauración de la abadía, promoviendo estudios históricos y excavaciones arqueológicas porque dice- no tiene futuro una Iglesia que 19 ignora su pasado. Aquí ha tenido lugar nuestro diálogo, que se ha mantenido durante varios días. No siempre ha sido fácil obligar a mi interlocutor a hablar de sus experiencias personales, de su pasado, de su conversión. Es más, me ha costado bastante incluso convencerlo de que dijera que sí a la idea misma de publicar este libro. Las páginas que siguen a continuación son, por tanto, un cóctel -al lector le corresponde decidir si se ha logrado o no- que pretende mezclar en dosis acertadas el relato de la vida de Messori y algunas de las conclusiones a las cuales hallegado con sus estudios. El resultado de decenios de trabajo, de decenas de libros de éxito en todo el mundo, de entrevistas a papas y a futuros papas, de libretas, de intervenciones, está, de algún modo, destilado en este diálogo que puede ser, acaso, considerado una invitación a la lectura de sus obras, además del testimonio de un cristiano como él. El cual, como me ha dicho en varias ocasiones, está arrepentido sólo de una cosa: de comprobar a diario que la «conversión de la mente» -que fue, y que es total- a menudo no ha sido acompañada por la «conversión del corazón». Y que, por tanto, debe unirse al lamento de «su» Blaise Pascal: «¡Cuánta distancia hay en mí, cristiano, entre el pensamiento y la vida!» 20 21 1 «ÉSTA ES MI POSTURA, NO PUEDO HACER OTRA COSA» -La primera pregunta, al comienzo de nuestro recorrido, es simple y al mismo tiempo complicada. ¿Cómo se produjo tu encuentro con la fe, después de una primera juventud completamente alejada de la Iglesia? -Este diálogo -que, como bien sabes, me ha costado mucho aceptar- representa también para mí la tentación de responder por primera vez, en público, a esta pregunta, reflexionando sobre todo lo que me sucedió aquel verano de 1964 en Turín. Pero, para llegar hasta ahí, tendremos que remontarnos bastante tiempo atrás. Por ejemplo, al recuerdo de aquel viaje que hace tiempo quise hacer con Rosanna a los lugares de Martín Lutero. Visitamos Brandemburgo y Sajonia, pasamos unos días en Wittenberg, donde Lutero fijó las famosas «tesis» que, para sorpresa de aquel maestro en teología -cuyas opiniones no eran originales, sino libremente propuestas por otros en la Iglesia: un caso como el del sistema copernicano divulgado por Galileo, también libremente discutido-, se extendieron como la pólvora. Como sabes, las ideas no se imponen en cualquier momento, sino sólo cuando encuentran los tiempos favorables. En Worms, en Renania-Palatinado, visité el monumento sobre el que tanto había leído en los libros, que recuerda el discurso de Lutero ante la Dieta imperial, en 1521, cuando Carlos V en persona le pidió que renunciara a su doctrina, visto el uso que se hacía de ella. Lutero respondió con una frase que se ha hecho tan proverbial como para ser escrita en la base de la estatua que lo representa. El emperador dijo al tempestuoso religioso: «O te retractas, o asumes las consecuencias y te enviamos a la Inquisición». El fraile agustino (todavía lo era) respondió, según cuenta la tradición: «Esta es mi postura, no puedo hacer otra cosa», y añadió enseguida: «Que Dios me ayude. Amén». Naturalmente, la flor de los doctores teutónicos se han enzarzado para establecer las palabras exactas, pero son curiosidades que no afectan a la sustancia. Obviamente, no tomo a Martín Lutero como ejemplo, ni en el bien ni en el mal: como sucede, en el fondo, con todos los personajes realmente grandes de la historia, y no sólo en la religiosa, cuanto más intento profundizar en ese hombre, más comprendo por qué Jesús nos impuso no juzgar y dejarle a Él el veredicto final. Las ideas se pueden y se deben juzgar y, si es necesario, condenarlas. No es cierto que todas las opiniones sean respetables, como pretende la vulgata del biempensante actual, que quiere sentirse gratificado y bueno. Hay muchas ideas que es necesario rechazar, incluso combatir duramente. 22 Pero, ¿qué sabemos nosotros, en profundidad, de las personas que expresan esas ideas y las encarnan? Sabes que estoy convencido de que el ecumenismo, para ser auténtico y -Dios lo quiera- fructífero, necesita de la verdad y no de mociones buenistas, obviamente todas ellas a favor de los «hermanos separados», mientras que de los católicos se espera siempre y sólo que entonen un mea culpa. Pues déjame que te diga que, en el plano de la verdad objetiva, la obra de ese fraile fue desastrosa: rompió para siempre la unidad no sólo religiosa, sino cultural, de Occidente; y si Europa ya no es una patria única, como en los tiempos de la christianitas medieval, también se lo debemos a él. Provocó una pila de muertos, devastaciones, crueldades en las guerras de religión que, por el horror causado durante casi dos siglos, fueron la semilla que llevó al agnosticismo y al ateísmo de Occidente; pro clamó que quería redescubrir la «libertad» del cristiano, pero en realidad lo sometió a los príncipes, que se convirtieron al tiempo en obispos y papas, destruyendo así la liberadora distinción de Jesús entre Dios y el César; al escoger la ruptura violenta indujo la rigidez de la Iglesia, cuando en realidad era necesario continuar con la purificación lenta, que ya estaba sucediendo, favoreciéndola con el arma cristiana más poderosa, que es la reforma continua, sí: pero aquella que cada uno comienza por sí mismo, por el deseo y la búsqueda de la santidad personal. No hay nada menos cristiano que el revolucionario político, el que quiere cambiar todo y a todos, menos a sí mismo. Y otras muchas barbaridades trajo aquel hombre que se casó con una monja como acto de extrema provocación al Papa. Estos frutos puede constatarlos el historiador, en cuanto a los hechos, en un plano objetivo; en el plano subjetivo, el cristiano, en cuanto tal, deja al Padre Eterno el juicio sobre el hombre. El Más Allá será, en todos los sentidos, un lugar (o una «condición», si quieres, fuera del espacio y del tiempo) lleno de sorpresas de todo tipo. También en la distribución de huéspedes en los diferentes sectores... Pero no estamos aquí para hablar de Lutero. -Precisamente me estaba preguntando por qué se te viene a la mente Fray Martín... -Tendrás que resignarte a mis divagaciones, que espero no sean gratuitas y que, en cualquier caso, me son necesarias cuando sigo una corriente de pensamiento. Después de tantos años estudiando, reflexionando, calibrando, las ideas son para mí los eslabones de una cadena que debe ser desenrollada para buscar la verdad, encuadrándola en su contexto y buscando así desacralizar mitos y recordar hechos objetivos, aunque resulten incómodos para lo «teológicamente correcto». Pero, volviendo a Fray Lutero, se me ha venido a la mente porque incluso en mi ignorancia sé que -si me pusieran contra las cuerdas- debería contestar también yo: «Esta es mi posición, no puedo hacer otra cosa». Aceptando todas las consecuencias, incluso las extremas. Quiero decir que yo no he elegido nada, no hay ningún mérito en mí (o ninguna culpa: para mis maestros universitarios la tuve...) por todo lo que me ha ocurrido. Por tanto, puedo hacer mías las palabras atribuidas a ese monje fatal. Y lo hago, naturalmente, con 23 humildad, lejos de cualquier presunción; al contrario, con temor y temblor. Soy bien consciente de que la fe es un don misterioso, pero, al mismo tiempo, es una propuesta que salvaguarda la libertad humana. Aunque -al menos ésa es mi experiencia- puede haber excepciones, casos en los que se te pone contra la pared. Podrías renegar, cierto, pero con la misma irracionalidad de quien cierra no sólo el corazón sino también los ojos y rechaza, obstinado, la evidencia. Y arrastrando para siempre un insoportable cargo de conciencia. Es lo que me ha sucedido. He reflexionado sobre ello muchas veces y, por tanto, con sinceridad y sencillez debo confiarte que, si se repitieran situaciones como, en el siglo pasado, la española, la rusa, la mexicana, la china o la camboyana, y alguien me apuntara con una pistola en la nuca, intimidándome: «Reconoce que el Evangelio es sólo una mezcla de mitos orientales, judaicos y helenísticos, que no hay nada de verdadero en él, que es sólo una gran ilusión, una alienación que ha durado demasiado; admítelo o aprieto el gatillo», entonces estaría obligado a decir, sin dudar: «Dispara, pues. Lo siento por ti, que asumes un homicidio y le regalas otro mártir a tus enemigos, pero eso que pretendes no puedo concedértelo». Digo esto, te lo repito, con humildad y, quizá, con un poco de miedo. No tengo, ni he tenido nunca la intención de erigirme como un busto de mármol, me repelen los arrogantesy los fanfarrones, y le tengo mucho miedo a los fanáticos, aunque entre los dones que he recibido hay, creo, cierto coraje intelectual que me ha obligado a trabajar - incluso solo, o casi solo, también porque a veces me anticipo- por las causas que considero justas. Pero, en este caso, no sabría muy bien qué hacer: que me disparen, peor para ellos. No lograré retractarme de nada de cuanto afirma el Credo. Hier stehe ich, ich kann nichts anders, como está escrito en el monumento de la Lutherplatz de Worms. Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa. Y, por tanto, que Dios me ayude, durante el tiempo que me quede, a ser menos indigno de esta evidencia. Está bien. Tú no te retractas, no porque no quieres, sino porque no puedes. Yel otro, entonces, dispara. Ydespués, ¿qué sucede? -¡Qué pregunta! Es tan obvio... Se abre la brecha en el muro, que es más sutil de lo que muchos creen, y me adentro -siguiendo las huellas de miles de hermanos y hermanas que en la humanidad me han precedido, y de los miles que me seguirán hasta el final de la historia-en el mundo y en la vida verdadera, de la que éstos que conocemos no son más que un prólogo y una preparación. -Una perspectiva impensable para muchos, hoy. Vivimos, de hecho, completamente absorbidos por el «más acá»... -¿Impensable? No he comprendido nunca por qué debería serlo. Como se pregunta Pascal en uno de sus apuntes: «¿Qué es más difícil? ¿Nacer o renacer?» Semejante paso, humanamente todavía más improbable, ya lo hemos vivido al «darnos a luz» -expresión 24 significativa- desde la oscuridad de un vientre femenino, desde la clausura de un saco amniótico, desde la ligadura de un cordón umbilical. Si ya en el nacimiento hemos hecho una «pascua» («pasaje, paso», en hebreo), ¿qué hay de extraño en creer que lo haremos también en la muerte? Si el feto que está aún en el vientre de su madre pudiera entendernos, ¿podría creer lo que le describimos, aquello que le espera fuera? Y, sin embargo, existe todo lo que estamos viendo, mirando a nuestro alrededor. ¿Qué es, racionalmente, más improbable: la vida o la continuación de la vida? ¿Por qué no nos sorprende el parto y sin embargo dudamos de la posibilidad de ir hacia otro nacimiento, hacia una luz que no conoce atardecer? Estamos en numerosa compañía: si la arqueología es, en gran parte, el estudio de tumbas, es porque cada cultura, de cada lugar y cada época, ha creído en la supervivencia de los difuntos. Antes aún que en las casas de los vivos se ha pensado en las moradas para los muertos: ¿por qué hacerlo, si no eran más que carne destinada a la putrefacción? Hay una «democracia» sobre la que hay que reflexionar también en la historia: si la grandísima mayoría de la humanidad (es más, probablemente su totalidad) ha creído siempre que la muerte física no es el final de todo, ¿no habrá seguido quizá un instinto que deriva de una realidad? Todos concuerdan en el hecho de que existen unas convicciones inextirpables y universales (el hecho, por ejemplo, de que el robo, el homicidio, la mentira, la traición, siempre y en todo lugar sean considerados condenables), convicciones, por tanto, que nos remiten a «verdades naturales», depositadas dentro de cada uno, no creadas por costumbres o tradiciones. Es el caso de la convicción universal en una supervivencia más allá de la muerte, aunque sea concebida de modos diferentes. Lo que vemos es sólo la vida terrena y después su fin, mientras que no percibimos - con los ojos de la carne- a aquellos que «nos han precedido». Pero también esto, ¿qué significa? Antes de que existiera el microscopio, ¿cómo podíamos imaginar que por todas partes hay un movimiento y un bullir increíbles, aunque sean invisibles a simple vista? Y antes del telescopio, ¿quién se imaginaba los miles, quizá millones de galaxias que giran en el espacio infinito? Lo que hace girar el mundo moderno, lo que literalmente lo mantiene con vida, es la energía eléctrica que nunca nadie ha visto jamás, y que, durante una larguísima serie de siglos ni siquiera nadie imaginó. En este momento, allá donde vayamos, estamos literalmente atravesados por millones de palabras, de imágenes, de estaciones de radio y televisión, de teléfonos móviles, de mandos. Todo un mundo que es el nuestro, pero que, sin los receptores oportunos, nadie ha visto ni verá jamás. ¿Y no eran considerados visionarios o locos de remate los que decían que, más allá de las columnas de Hércules, al final del «Gran Mar Atlántico» no había una cascada con agua que caía desde una tierra plana al cosmos, sino que había tierras inmensas, habitadas por gentes totalmente desconocidas entonces? 25 Y cómo era aquel mundo que estaba más allá de la Puerta? La Iglesia ha afirmado siempre sin dudar que ese otro mundo existe, pero no ha pretendido nunca explicarnos cómo es. Lo que importa saber es que merece la pena hacer todo lo que podamos para llegar al estado de felicidad -infinita, eterna- que allí, si queremos, se nos dará. Y que, al mismo tiempo, debemos ser conscientes de que merece la pena hacer todo lo que podamos para esquivar un estado de posible sufrimiento también infinito y eterno. Paraíso, Infierno y también Purgatorio -que digan lo que quieran esos nouveaux theologiens, tan nuevos que descubren medio milenio más tarde las tesis de la Reforma-, es decir, los tres «estados» del Más Allá existen, sabemos sus razones y funciones en el plan que Cristo nos ha revelado, pero no estamos en condiciones de describirlos. Dante es admirable como sumo poeta y gran creyente, no como topógrafo de Cielo e Infierno. Lo que cuenta es que seguimos deseando la alegría infinita que nos prometió el Evangelio y temiendo el sufrimiento eterno, y actuamos en consecuencia. El resto es secundario. La Gran Esperanza no será defraudada: esto es lo que cuenta. Se me viene a la cabeza cuando, una noche ya lejana, desde aquellos lugares misteriosos y, sin embargo, tan reales, recibí una llamada de un tío mío. Me tranquilizó sobre cuál había sido su suerte, pero no me los describió. -Perdona... ¿he entendido bien? ¿Estás hablando realmente de una llamada del Más Allá? ¡Porque sólo nos faltaba el Messori «médium»! -Sí, ya me doy cuenta, creo que he comenzado mal. Sé que ahora tendrás la sospecha de haberte equivocado por completo, de estar perdiendo el tiempo con un visionario y no de estar hablando con un colega que en sus libros y artículos te había parecido un tipo lúcido y positivo. Digamos, al menos, «normal». Lo sé, pero, ¿qué quieres que le haga? Verás. Fue durante los años del Liceo, en Turín. Yo todavía estaba muy lejos del giro que me «obligaría» a la fe. Mis padres y mi hermano, que todavía era un niño, se habían ido a Sassuolo, de donde provenimos, para el primer aniversario de la muerte de Aldo, mi tío materno, que había muerto joven a causa de un ictus cerebral. Yo estaba solo en casa, era por la noche y dormía el sueño profundo de un joven lleno de salud, cuando me despertó el teléfono. Me levanté con dificultad, pero pude despertarme del todo con un pequeño paseo, dado que el aparato estaba justo al otro lado del apartamento. Ya sabes cómo era entonces: el teléfono pegado a la pared, justo a la entrada... Levanté el auricular: un gran caos de interferencias, de silbidos, de crujidos, los clásicos problemas que había entonces en las líneas cuando la llamada era interurbana y se hacía desde muy lejos. Después de varios «¿Diga? ¿Diga?», me llegó -clarísima, inconfundible- la voz, que tan bien conocía, de mi tío. Me dijo, con dificultad, palabras que todavía recuerdo como si las hubiera oído ayer: «¡Vittorio, Vittorio! ¡Soy Aldo! ¡Estoy bien! ¡Estoy bien!» Inmediatamente, el ruido que anunciaba el corte de la línea, y el fin de la llamada. Miré la 26 hora. Como me confirmaron después mis padres a su llegada, era la hora -el minuto exacto- de la muerte de mi tío, justo un año antes. He examinado otras posibilidades y he terminado por rendirme a la evidencia, sin ser como los ideólogos, los ateos in primis, que hacen prevalecer sobre los hechossu esquema apriorístico: era el mismo tío Aldo, era su voz, no se sostienen las hipótesis de bromas macabras, equívocos, alucinaciones. Ni me es posible pensar que fuera un sueño, dado que estaba bien despierto, tanto durante como después de la llamada: de hecho, aquella noche no pude volver a meterme entre las sábanas y esperé levantado el amanecer. -Todavía estabas lejos de la fe. Pero un episodio semejante, indudablemente impresionante, ¿no bastó para provocarte una serie de preguntas, para despertar en ti el interés o, al menos, la curiosidad por la dimensión religiosa? -No, no bastó. Pasada la sorpresa, aparté enseguida el recuerdo de aquella noche guardando el episodio entre las singularidades inexplicables que a todos nos pueden ocurrir alguna vez. Como recordarás, el mismo jesús nos advierte en la parábola del pobre Lázaro, cuando el rico, ya muerto, le pide a Abraham que avise a sus cinco hermanos para que no terminen también ellos en el Infierno. Y Abraham le dice: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no le harán caso ni a un muerto que resucite». Hay un misterio de ceguera que yo mismo he experimentado. Y esto vale también para los que se lamentan del «silencio de Dios». A menudo no es Él quien está mudo, somos nosotros los que estamos sordos. Es cierto (hablaremos de esto más adelante, como merece) que, para respetar la libertad de las criaturas, el Creador ha elegido practicar la «estrategia del claroscuro». Pero -lo dice la palabra misma- junto a la oscuridad está también la luz: y es precisamente ésta la que a menudo nos obstinamos en no ver. -Yha tenido otras experiencias de este tipo? -No personalmente. Pero, muchos años después, fui a Voralberg, en Austria occidental, una aldeíta de montaña, para encontrarme con María Simma en su mísero chalé. Era una humilde campesina, que se había consagrado como ermitaña a la Virgen porque, al ser enfermiza, había sido rechazada en los monasterios de clausura en los que había querido entrar; era una viejecita que sobrevivía trabajando su huerto (no aceptaba ninguna oferta) y que tenía el carisma de hablar con las almas del Purgatorio. Después de muchas hostilidades y desconfianzas -como es lógico y también justo-, al final su obispo se había rendido y había tenido que reconocer el enigma de aquella campesina aparentemente insignificante y, sin embargo, elegida para una misión desconcertante. En efecto, eran incontables los casos en los que difuntos totalmente desconocidos para ella se le presentaban y le revelaban algunas cosas que hacían palidecer a los familiares cuando eran informados (a menudo los muertos le proporcionaban una dirección a la que acudir), dado que sólo los más íntimos conocían aquellos detalles. El objetivo de aquellos 27 contactos era obtener penitencias y sufragios para salir del purgatorio o lanzar advertencias a sus seres más queridos para que cambiaran de vida. El párroco recogió todos los testimonios de María Simma y los publicó en un libro que se convirtió en un bestseller internacional, dándole un título significativo: ¡Sacadnos de aquí! En una vida entera de búsquedas y encuentros, he tenido tiempo y ocasión de tropezarme con muchos casos parecidos. -,Mas casos de compenetración entre el mundo de los vivos y el de los muertos? Estamos en un terreno minado, espero que te des cuenta. Pero no puedo dejar de pedirte, por curiosidad, que nos des algún otro ejemplo... -Cuando era reportero, el caso más impresionante sobre el que se me permitió investigar fue el de un talentoso profesional turinés que, cuando se puso enfermo y necesitó asistencia nocturna, se dirigió por teléfono a una institución de religiosas para pedir una enfermera. Ya sabes que entonces no existían aún las asistentes rumanas ni moldavas, pero todavía había muchas monjas que se dedicaban a este valioso servicio. Pues bien, al día siguiente por la tarde se presentó una religiosa con su hábito austero, y cada noche velaba a aquel hombre sentada a la cabecera de su cama. Cuando se curó y estuvo en condiciones de poder salir a la calle, lo primero que quiso aquel señor fue ir con su mujer a la institución de la religiosa para saludarla y agradecerle una vez más su asistencia. En la portería se sorprendieron cuando dio el nombre de la monja para que la llamaran: respondieron que una de ellas había tenido aquel nombre, que toda la vida había asistido a enfermos y que había dejado un recuerdo ejemplar. Pero añadieron que había muerto hacía bastantes años. Dado que los cónyuges no reaccionaban, los llevaron al pequeño cementerio que había al fondo del jardín del convento y les mostraron su tumba, con la foto de la difunta bajo la cruz. Ambos, impresionados y no sin cierto malestar, la reconocieron al instante. Era realmente ella. Yo me enteré de esta noticia a través del boca a boca (el buen reportero, como sabes, tiene siempre las orejas erguidas...). En un primer momento pensé en una especie de leyenda urbana, pero al final me decidí y fui a visitar a aquel matrimonio. Me confirmaron todo, sin dudas de ningún tipo y, sin embargo, con un pudor y un miedo tremendo -eran unos conocidos burgueses- a ser tomados por unos visionarios. Me acogieron con cortesía, me contaron, muy amables, cómo había sido todo pero, con la misma amabilidad, y a pesar de mi insistencia, no me permitieron hablar de esto en el periódico. Quise terminar aprovechando mis contactos en el mundo religioso para que las monjas me enseñaran aquella sepultura. Permanecí allí, obvia mente, con emoción, pero en aquel momento mi descubrimiento de la fe ya había ocurrido. Si no pude escribir esto entonces, lo hago ahora porque, vista la edad, creo que ellos dos hace tiempo ya que han debido de ir a saludar y agradecer a aquella misteriosa enfermera nocturna sus servicios. Por lo que me dieron a entender, me parece que ya 28 comprendo el porqué de aquellas visitas: con paciencia, con amabilidad, con el ejemplo, la monja que llegó del Más Allá los había acercado a la fe de la que estaban alejados; los había llevado, además, a redescubrir los sacramentos. Es decir, le había sido concedida una prolongación del apostolado que había ejercido en vida. ¿Ves? En casos como éstos se demuestra cómo el verdadero librepensador es el creyente. Constata los hechos y, si son objetivos y probados, los acepta, aunque vayan más allá de los esquemas racionalistas y de la experiencia común. El no creyente, en cambio, es prisionero de su esquema ideológico: si los hechos no se ajustan, peor para los hechos, es necesario buscar una explicación «natural», o si no, entrarán en crisis sus prejuicios. Y si no es ahora, la explicación ya se encontrará en un futuro. -Estamos, por tanto, inmersos en el misterio... -Sí, lo estamos, pero atentos a las coartadas. No podemos tomar demasiado en serio a los que dicen, suspirando y mostrando -¿o fingiendo?- una edificante envidia: «¡Claro, para ti es fácil. Puedes hablar así porque tienes fe!» La fe propone su explicación como respuesta al enigma que nos rodea por todas partes, pero para reconocer que estamos dentro -y que lo estaremos siempre- no hacen falta inspiraciones, revelaciones, meditaciones, iluminaciones místicas. Basta el sentido común, es suficiente la constatación realista que cada uno pueda hacer. Alguna vez, mirando la Cruz, que apunta hacia cada punto cardinal, he pensado que los dos brazos, con sus cuatro extremos, parecen indicar el misterio que nos rodea por todas partes. Arriba, el Cosmos, el Universo, con esas dimensiones desmesuradas en sentido literal, es decir, imposibles de medir, y del cual vemos sólo una pequeña parte: no sólo porque las distancias son infini tas, sino también porque allá donde sí llegan nuestros instrumentos una gran parte del espacio está ocupado por una materia oscura, invisible, de la que no sabemos nada. Y hace sólo treinta años que hemos descubierto los agujeros negros que, según se supone, son como «jirones» en el Universo que parecen mostrar que detrás de él hay otro -¿sólo otro?-. Por tanto, también eneste Cosmos que percibimos estamos -y estaremos siempre- solos, porque el planeta más cercano en el que podría (y digo «podría») darse la combinación rarísima que hace posible la vida está a tal distancia que la existencia de los astronautas debería durar muchos siglos antes de poder ir y volver. ¿Se reproducirán en el viaje y serán luego sus nietos los que nos manden noticias a través de la radio o la televisión? La distancia sería excesiva para intercambiarse mensajes en tiempos «humanos», dado que no es posible superar la velocidad de la luz y que también ésta necesitaría siglos antes de alcanzar el objetivo Tierra, y otros tantos para una respuesta nuestra. Por tanto, estoy con Pascal -«el silencio eterno de estos espacios infinitos me desconcierta»- y con Kant -«dos cosas colman mi ánimo y me llenan de admiración: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí»-, pero estoy, sobre todo, con el sentido común, sin incomodar a los Grandes Espíritus. Por tanto, es mi sentido común de nieto de artesanos y de bisnieto de 29 campesinos el que me hace difícil comprender cómo es posible levantar la mirada hacia lo alto y no reflexionar sobre el misterio insondable en el que se desarrolla nuestra breve aventura. «¿Usted cree en Dios?», le preguntaron una vez a un famoso escritor francés del siglo XX. «Quelquefois, la nuit», «alguna vez, de noche», fue su respuesta. Y no sólo porque las tinieblas hacen surgir a menudo lo que, a la luz del sol, ocultamos dentro de nosotros, sino porque la bóveda celeste es un recordatorio que puede producir angustia o esperanza, duda o confirmación. Pero que no deja y no puede dejarnos indiferentes. Volviendo a los brazos de la cruz: en el vertical está también el extremo que señala hacia abajo y que nos recuerda que caminamos sobre una esfera que tiene más de 6.000 kilómetros de diámetro, pero sobre la cual podemos sólo lanzar hipótesis, sin po sibilidad de verificaciones concretas. Con nuestros golpes de alfiler podemos sólo levantar algo su delgada costra, podemos imaginar que en el centro arde un núcleo a miles o millones de grados. Pero sobre qué es, y cómo es realmente esta Tierra nuestra, sólo podemos hacer hipótesis. Tanto que, como sabrás, no han faltado quienes (y no sólo entre los locos) están convencidos de que está «hueca» y de que dentro existe alguna forma de vida superior. No creo, naturalmente, que sea así, pero esos terrícolas que creen que la ciencia resolverá todos los enigmas no piensan que también los científicos se mueven en una superficie bajo la cual está lo desconocido, dado que lo «real», como proclama el cientificismo, es sólo aquello que se puede ver, constatar, probar: precisamente algo que no podemos hacer con esta Tierra sobre la que nos agitamos mientras dura nuestro breve turno. Para no alargarme, dado que quizá tendremos que volver a ello: en el brazo horizontal de nuestra cruz, un extremo parece indicar el misterio del comienzo de la vida en general y de cada uno de nosotros en particular. El «¿de dónde venimos?» Pregunta que, antes que a la complejidad inexplicable de los seres vivientes, remite a la que, según Einstein, es realmente fundamental y precede a cualquier otra: «¿Por qué hay "algo", por qué existe el Universo y nosotros dentro de él, y sin embargo no existe la Nada?» ¡Y que no nos hagan reír los que se creen más racionales que los creyentes sustituyendo a un Dios creador por ese ídolo absurdo -y absolutamente irracional- que es la Materia Eterna! Y hay un último extremo de la cruz, que nos recuerda el «adónde vamos?», que nos muestra las broncíneas puertas de la muerte, más allá de las cuales está el Misterio por excelencia, sobre el cual ninguna ciencia y ningún científico tendrán jamás una respuesta que darnos. O sea, querido: ¿quién es el realista, quién es el hombre que utiliza verdaderamente la razón? ¿El que se toma en serio a sí mismo y a todo lo que le rodea, volviéndose, al menos, pensativo, o quien -quizá un hombre de ciencia- asegura que no existe misterio alguno, que todo está explicado o, al menos, resulta explicable? 30 -Puedo preguntarte de dónde te viene esta certeza sobre la verdad del Credo cristiano, aunque se afirme con una sonrisa y no con los ojos desorbitados del fanático? ¿Estás realmente convencido de que, como me decías, no dudarías y preferirías morir antes que abjurar? ¿No estás exagerando? -Te repito que no tengo intención alguna de presentarme como un héroe, o peor, como alguien que busca el martirio. Ése es tipo un personaje que la Iglesia, con recto juicio, siempre ha rechazado canonizar (véase el caso de ciertos religiosos medievales que se fueron a un país musulmán para tratar a Mahoma de impostor en pleno bazar), porque peca contra la virtud cristiana que debe acompañar a cualquier otra: la prudencia; y también porque ésa sería, de alguna manera, una forma de suicidio. La perspectiva cristiana no tiene nada que hacer con la del islamismo radical: matarse para -todavía peor- matar con uno mismo a los demás. Dicho esto, te confieso que entiendo por qué muchos, en todos los siglos, no buscaron el martirio pero, si las circunstancias se lo imponían, lo aceptaron como un don, quizá el más grande. Mártir, como sabes, quiere decir «testigo». Para quien sienta la necesidad de anunciar la verdad de la fe no hay testimonio más eficaz, más convincente, y que tenga una recompensa más grande. En efecto -esto la Iglesia lo ha afirmado desde los primeros siglos, por entonces tan sangrientos-, el martirio supone la recompensa de la vida eterna. Un puesto seguro y «reservado», por tanto, cualesquiera que hayan sido los pecados y las culpas, junto a aquel Jesús que dijo: «Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el Cielo». Por eso, para proclamar beato o santo a un mártir propter causam fidei, no se pide esa especie de sello del Cielo que es el reconocimiento de un milagro ocurrido por su intercesión. El milagro ya está en la entrega total de sí mismo: «Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos», como dice el Evangelio. En cada muerte, también en la del santo, subyace un temor: en el Juicio Final, el que decide para toda la eter nidad, ¿prevalecerá la misericordia o la justicia del Juez Supremo? Piensa en la inquietud, en el temor de Dios -unido a la confianza- que alienta las diecinueve estrofas de la antigua y hermosa secuencia litúrgica que se cantaba antes en todos los funerales, el Dies irse. Piensa, en cambio, en la serena calma de quien, dando su vida efímera por no repudiar a Cristo, recibirá ciertamente a cambio la vida que no conoce fin. En cualquier caso, creo que puedo excluir la idea de que alguien me vaya a apuntar algún día con una pistola en la sien, poniéndome en la alternativa de «o escupes sobre el Evangelio o te meto una bala en el cráneo». No ocurrirá y no haré nada para que ocurra. No tengo la intención, por ejemplo, de agenciarme la forma más fácil de ser martirizado hoy en día: buscándome una fatwa, una sentencia de muerte islámica. No lo haré, sobre todo porque, como el cristiano cree que todo es Providencia, debe tener, no una adhesión sincretista, pero al menos respeto por una religión que tiene 1400 años y que engloba a más de mil millones de personas. Es más, a causa de su mayor tasa de natalidad, 31 precisamente en estos años los islámicos han superado ya en número a los católicos. Como no tengo una visión antropomórfica de Dios, y creo en su omnisciencia y su omnipotencia, no puedo aceptar que haya sido para Él una sorpresa desagradable, de imprevisibles consecuencias, la aparición de un tal Mahoma que, proclamándose el último y definitivo de los profetas, ha relegado a jesucristo a simple precursor de ese Mahoma, el único a quien se le habría concedido la plena Revelación... «¡Humano, demasiado humano!», diría Nietzsche de un Creador del Universo que estuviera a merced de los infortunios de la historia. En la visión cristiana correcta -la providencial, la del Padreque conduce la historia con mano tan invisible como infalible- vale el principio: «No todo lo que sucede es querido por Dios, que se ha ceñido voluntariamente a respetar la libertad de sus criaturas. Pero, en todo lo que ocurre, nada hay que no sea permitido por Él». Todo, en la historia, tiene un significado sobre el que es necesario meditar para comprender la lección; no para lamentarse o para dudar de su omnipotencia, ¡que nunca puede ser superada por eventos imprevistos o desagradables! No por casualidad jesús nos llama, sin tantos cumplidos, «siervos inútiles», en el sentido de que debemos dedicarnos sin reservas a su causa, pero conscientes de que no somos indispensables, de que si nos llama a colaborar es porque nos toma en serio y quiere que ejercitemos las virtudes. Pero los hilos de ese gran teatro de marionetas que es la historia, sólo Él los tiene en su mano. Y es una mano cuyo poder no tiene límites y que no puede ser desviada por nada ni por nadie. En definitiva, no habrá martirio cruento para mí, al menos según las previsiones humanas. Ni siquiera por mano musulmana. Aunque puedo confesarte que -dado que ya voy siendo mayor y que pronto, como dice la Biblia, estaré probablemente «saciado de días»- siento que no sea así, siquiera sea por los motivos sanamente egoístas de los que hablaba, consciente de que tengo mucho de lo que ser perdonado, y de que el golpe de esponja que se le garantiza al mártir sería seguramente la solución más segura. -Volviendo a mi pregunta: ¿de dónde te viene esta certeza que -tú lo has dicho- te haría capaz de desafiar a una pistola en la sien? -El hecho es que para mí la fe es una evidencia que se ha manifestado hace ya más de cuarenta años -¡toda una vida!- y que no ha agotado nunca lo que los últimos marxistas llamaban «el empuje propulsivo». Mientras que para los desventurados comunistas ese empuje de la ideología se ha agotado pronto -y al final se ha revelado como la desastrosa ilusión que conocemos-, no ha ocurrido así, para mí, con la esperanza cristiana; al contrario, se me ha revelado cada vez más fundada y, por tanto, convincente. Así, gracias a la experiencia de la vida -y al estudio y a la reflexión sobre esta experiencia-, pero sobre todo gracias, como comienzo de todo, al encuentro enigmático con «otra» realidad, estoy convencido de la verdad del Evangelio hasta el punto de que ni siquiera la 32 famosa amenaza de muerte podría disuadirme. Sé que estas afirmaciones resultan desagradables y rozan el límite de la arrogancia en tiempos de «pensamiento débil», de rechazo del dogmatismo, de relativismo, de esas «cátedras de no creyentes» que los obispos desean tener en sus diócesis: en un mundo (y diría, tal vez, en una Iglesia) donde es «teológicamente correcta» la duda, donde para ser aceptados necesitamos asegurar que estamos siempre «en búsqueda». Desde que aquello me ocurrió, yo no «busco» dónde está la Verdad: ya sé dónde está, desde el principio. Con certeza. Lo que busco es una comprensión más plena, una profundización en el depósito -el depositum fidei- que me ha sido consignado, sin mérito, per sola Gratia... como diría, mira por dónde, un luterano. -- Te estás proponiendo, entonces, como ejemplo? -Te agradezco que me permitas hacer una rápida precisión, para poder despejar el campo de equívocos. Como le ocurre a muchos cristianos, incluido San Pablo, que se hace eco aquí de las palabras de Ovidio, video bona proboque deteriora sequor: veo lo que es mejor, lo alabo, lo propongo a los demás -seguro de buscar así su propio bien-, pero a menudo soy yo el primero que no consigo hacerlo. Por tanto, no me pongo como ejemplo de nada. Y volviendo a aquel «fariseo hijo de fariseos», Saulo, latinizado como Pablo y que tenía otros méritos muy distintos, vale para todos, empezando por mí, lo que advierte a los corintios en su carta: «Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no nuestra». Que cada uno se interrogue y que ninguno se vanaglorie, por tanto. En cuanto a mí, públicamente confieso que esta evidencia que me ha sido dada, este don realmente gratuito, esta conversión del pensamiento, no ha ido siempre acompañada por la conversión del corazón. Y sé, con obligada inquietud, que se me pedirán cuentas, según las palabras de jesús, según las cuales «a quien se le dio mucho, se le pedirá mucho». Por eso he considerado siempre indispensable el esfuerzo cotidiano del creyente para adecuarse a la ética evangélica -tal y como se propone desde la Iglesia católica: en estas cosas no acepto el «a la carta»-, pero nunca he querido subirme al púlpito a predicar. Siempre he intentado enfocar la atención de quien quisiera leerme o escucharme sobre el dato de fe, sobre lo que viene antes de la moral, sobre el gancho indispensable del que colgar el compromiso ético que, de otra manera, no estaría justificado. En cualquier caso, que quede claro: intento proponer mi pensamiento, los resultados de mi búsqueda de la verdad del Evangelio, practico la apologética del catolicismo, pero nunca he propuesto, ni propondré jamás, mi vida como testimonio coherente o ejemplar. O sea, ¡que no me pongo como «prueba» de la verdad de la fe! Si acaso, me propongo como prueba de la humildad del Dios cristiano, que elige como testigos a quienes Él quiere según un designio indescifrable para nosotros. Por lo demás, esa Providencia de la que acabamos de hablar y que sabe muy bien lo que hace -y que lo hace siempre para mayor beneficio nuestro- ha dispuesto las cosas para que mi vida fuera lo bastante 33 compleja como para disuadirme de mostrarme como maestro de vida. Por otra parte, como sabes, mi existencia está enredada también en una serie de procesos canónicos para el reconocimiento de la nulidad de mi primer matrimonio. Se equivocaría de medio a medio quien pensara que mi posición en la Iglesia me ha favorecido. Al contrario. Precisamente por ser yo, han hecho falta veintidós años (;sí, sí, veintidós!) y todas las instancias judiciales para llegar a feliz término en una cuestión que, en algunas de sus etapas, ha sido una especie de calvario que me ha obligado a enfrentarme también con problemas éticos, con congojas e incomodidades. -No has hablado nunca en público de este primer matrimonio tuyo. ¿Puedes contarnos algo más? -En realidad, jamás lo he ocultado, y a quien me lo preguntaba le exponía cómo estaba la situación. Entre otros, y antes comenzar nuestro trabajo juntos, tanto al entonces cardenal Prefecto de la Fe, Joseph Ratzinger, como a Juan Pablo II les conté mi situación. Me respondieron ambos que no había problema puesto que, mientras estaba en curso el proceso para la declaración de nulidad, respetaba plenamente todo lo prescrito por la moral católica. Y si dicha declaración no hubiese llegado, habría sufrido, pero lo habría aceptado: no estoy disponible para morales que cada uno «personaliza» a su manera. Respecto al contenido de la cuestión, al estar implicada otra persona que ha sufrido tanto como yo, te diré únicamente que todo se desarrolló con honradez y transparencia. Que fue así lo demuestra la extensión de un proceso que hubiera podido abreviarse mucho, si no lo hubiese sentido como un problema de conciencia, como un deseo de llenar mi vida de verdad. La misma necesidad de verdad, si lo prefieres, que me movía y me mueve frente a las ideas y las vicisitudes de la historia; así pues, ni privilegios (más bien al contrario, como te decía) ni trucos ni subterfugios: un asunto interminable y doloroso pero sobre el cual no me parece encontrar, cuando me interrogo sobre él, cosas de las que sentir remordimiento. -Por otra parte, aunque incoherente, el creyente no puede y no debe callar o silenciar las exigencias del Evangelio... -Efectivamente, tras haber reconocido con humildad -que no es otra cosa que la verdad- que nosotros mismos, los cristianos, formamos parte plenamente de la compañía de los pecadores, no debemos caer, sin embargo, en el chantaje de quien quisiera taparnos la boca porquesomos infieles a las exigencias que anunciamos. Jesús quiso confiar su causa a los hombres, sabiendo perfectamente expresamente nos recuerda- todos somos pecadores; comenzando por los mismos discípulos a los que, sin embargo, Él mismo había ido eligiendo uno a uno. En toda la historia de la comunidad de los bautizados y creyentes, las limitaciones y las culpas no han sido extrañas ni siquiera para los santos: es más, precisamente ellos, 34 que comprendían hasta el fondo las exigencias de la fe, no hacían la pantomima. No eran hipócritas cuando se decían indignos pecadores. Su sensibilidad ante la culpa era bastante mayor que la de nosotros los mediocres. Si al final morían serenamente confiados, era únicamente porque se fiaban de la capacidad de perdonar de Cristo. Y, sin embargo, esta conciencia de pecado no les impidió predicar enérgicamente un Evangelio que también les condenaba a ellos. Todo el que hace apostolado anuncia siempre un mensaje que le supera. Por eso, debemos ser conscientes de que no nos predicamos a nosotros mismos, sino a jesús, el Cristo, «en el cual no hay mancha». Así que podemos -y debemos- «predicar» aun estando necesitados nosotros también de escuchar las predicaciones. Y después de haberlas oído, ponerlas en práctica. Nosotros no somos otra cosa que frágiles y toscos «vasos de barro». Pero hospedamos un «tesoro» que hay que mostrar en toda su belleza, que resalta también por el contraste con un envase tan inadecuado. El Dios cristiano, de todos modos, puede sacar frutos excelentes y abundantes incluso de este «barro», vil y desgraciado. ¿No es acaso de un desgraciado, más aún, de un perjuro, que renegó de Él públicamente tres veces y de manera vergonzosa («entonces él empezó a jurar y a imprecar: "No conozco a ese hombre!"», cuenta Mateo), no es de ese vaso de barro de quien Jesús quiso hacer la Piedra sobre la que edificar su iglesia, y tan sólida que «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella»? -Cristiano, en resumidas cuentas, no es quien esta sin pecado. El cristiano no es el hombre perfecto que no se equivoca y que no cae nunca. -Es más, quien se propusiera de verdad ser así y se desesperase al no conseguirlo, paradójicamente no sería ni siquiera mejor cristiano, porque habría perdido la fe en la necesidad, para todos y cada uno de nosotros, de ser redimidos y salvados. Misterio incomprensible, observaba Blaise Pascal, es el del pecado original y sus consecuencias. Pero sin él es el propio cristianismo el que se convierte en incomprensible y, con él, la propia condición humana. Lo que es irreparable no es hacer el mal, sino perder la conciencia de que se trata de un mal y de que nuestro deber es tratar de evitarlo para hacer el bien. Salvar la distinción entre -¿cómo te lo diría yo?- negro y blanco: eso es lo que hace falta, sobre todo hoy, cuando lo criminal es presentado a menudo como encomiable, como conquista civil, como derecho humano. Pienso en el aborto, obviamente, como caso ejemplar, donde lo que verdaderamente inquieta no es la desventurada mujer que lo protagoniza, sino el liberal, el radical que trata de convencerla de que cualquier sentido de culpa es injustificado, de que no es sino el vestigio de un moralismo clerical y de que el «bienestar» personal debe prevalecer siempre y en todo caso. Conservando el sano dualismo entre el bien y el mal y conscientes de nuestra debilidad, debemos conservar también la humildad de quien sabe pedir perdón a Aquel que es el Misericordioso. La diferencia entre Pedro y judas no está en la mayor virtud de uno respecto al otro, sino en el hecho de que uno reaccionó a su caída «llorando amargamente» -así lo describe Mateo- y el otro, ahorcándose. 35 En cuanto a mí, lo único que sé repetir, humilde pero firmemente, es aquel «no puedo hacer otra cosa». Si no soy capaz de proponer a los demás el modo en que he vivido la fe, puedo al menos intentar contar -cuanto es posible en estos casos- la manera en que me fue dada. Después de tanto tiempo, la certeza de que se trató realmente de un don, y el más precioso, no sólo no ha ido a menos ni se ha ofuscado de alguna manera, sino que, al contrario, se ha confirmado día tras día, no sólo a nivel de la razón y de la reflexión, sino también de la experiencia. Personalmente, no he conseguido vivir siempre y en todo caso el cristianismo en su versión más exigente, la única que considero completa, la católica, pero sé que el cristianismo «funciona»: cuando se trata de ponerlo en práctica, empezando por nosotros mismos, funciona, en serio. El sentido de este diálogo nuestro podría ser el intento de entender por qué un hombre posmoderno puede llegar a decir, con humildad y a la vez sin dudas: «Aprieta el gatillo, pero no puedo renegar de mi fe por una razón simple, pero para mí, irrefutable: porque es verdadera...». He utilizado el término «posmoderno» porque, a pesar de la edad, no consigo todavía decir «en mis tiempos»: mis tiempos los siento todavía éstos, y aun detestando cualquier tipo de «juvenilismo» y siendo bien consciente de mi partida de nacimiento, creo vivir el hoy como puedes vivirlo tú, que eres de la generación siguiente. Por lo demás, hace ya más de treinta años, con mi primer libro, trataba de responder a preguntas eternas (la verdad del Evangelio, la posibilidad de tomar todavía en serio aquellas palabras, la confrontación con las otras religiones), preguntas que, sin embargo, sólo recientemente han sido retomadas después de ser entonces prohibidas y juzgadas inoportunas, con centrados como estaban los clericales en sus peleas internas. Decían que yo era anacrónico. Tengo la impresión -lo digo lejos de todo rencor, comprendiendo a aquellos hermanos en la fe, deslumbrados y excitados por un «mundo» que descubrían entonces, mientras que yo, precisamente, venía de él- de que los anacrónicos eran ellos. -Sé que has tenido tus problemas a causa de lo que has escrito: a la acogida masiva, a menudo entusiasta, de la gente, se unió la desconfianza, cuando no algo más, de tanta «intelligentzia» teológica y exegética. -Sí, es cierto. Pero no dramatizo y, ciertamente, tampoco me considero un mártir, en el sentido que decíamos antes. He tenido oposiciones, pero también consensos, que me han compensado ampliamente. En todo caso, es una señal confortadora: conozco suficientemente la historia como para saber que no hay obra de un hijo de la Iglesia que no encuentre dificultad y hostilidad por parte de hombres de Iglesia. Me da vergüenza darte ciertos nombres, y espero que se comprenda que mi pequeño caso es irrelevante, pero -aunque no sea más que para ejemplificar esa especie de ley de la historia eclesial- se me vienen a la cabeza un Rosmini, un Padre Pío, un Don Bosco. Este último, aun habiendo vivido en aquel siglo XIX, que tan bien conocemos, de masones y comecuras, llegó a decir que ninguna persecución había sido más cruel y dolorosa que la de su arzobispo, a quien, por otra parte, él mismo había sugerido a Pío IX como pastor de la Iglesia de Turín. 36 Estabas presente tú mismo, como enviado especial de tu periódico, cuando Benedicto XVI fue a venerar el sepulcro de sor Mary McKillops, la primera beata australiana, que había sido nada menos que excomulgada por su obispo y marginada por casi todo el clero de aquel continente. Efectivamente, aunque una cierta nomenclatura clerical a menudo parece ser madrastra, la Iglesia es Madre, y a fin de cuentas eleva a la gloria a los que un día fueron difamados. De todos modos, esta dialéctica tiene también su lado positivo y contribuye a la purificación tanto de las «víctimas» como de sus ideas y obras. En cualquier caso, como te decía, yo, víctima, no lo he sido jamás; al contrario, he recibido mucho: sospecho, además -¡en serio!-, que bastante más de lo que me merecía. Entre otras cosas, al comprar mis libros en cantidad importante, los lectores me han concedido la primera de todas las libertades: la económica. Al liberarme de la necesidad, al asumirme en cierto modo a su servicio, esos lectores, a los queles estoy verdaderamente agradecido, me han permitido no depender de nadie ni de nada más que de la verdad en la que buscaba profundizar para ellos, pero también para mí. En cualquier caso, para quien opina públicamente, la hostilidad no es únicamente el peaje obligado que se ha de pagar, sino que es también un don, el estímulo continuo para el autoexamen. Por otra parte, si me hubiese preocupado el «qué dirán los críticos» no habría hecho nada de lo que he hecho. Sabes muy bien que si hablas de Aquel que se definió como «signo de contradicción», y si todos te dan la razón, debes preguntarte inmediatamente en qué te has equivocado, o qué se te ha olvidado decir. Debes saber, de todos modos, por volver al principio, que intentaron disuadirme muy fuertemente de escribir Hipótesis sobre Jesús y que, tras su publicación, sólo la enorme demanda, que demostraba la gran carencia de oferta que había en este campo, hizo callar la aversión que, imagino, de pública se convirtió en privada. Pero te lo repito: aquí estoy, no puedo hacer otra cosa. Estaba persuadido, tranquila pero férreamente, de que tenía que escribir, y precisamente de aquella manera, aquellas páginas. Rosanna, que comparte mi día a día, te lo puede confirmar: no por mérito, sino por temperamento, si la conciencia me sugiere que hay que hacer o decir una cosa, tiro para adelante como un tanque: ni me deprimo por los silbidos ni me exalto por los aplausos. Jamás se me ha subido a la cabeza un logro indiscutible, pero tampoco he tomado jamás tranquilizantes para contrarrestar los efectos, para mí inexistentes, de las críticas, cuando no de las maledicencias. También porque -irónico y autoirónico como soy- no me tomo demasiado en serio y, ciertamente, no tengo el complejo de profeta que anuncia la voluntad de Dios. Pocos tipos humanos me son tan extraños como los gurús, santones y adivinos. Ni tampoco se me olvida que en la plaza de Loreto tuvo lugar el epílogo cruel de un romagnolo que hacía escribir sobre las paredes «siempre tengo razón».1 -Una vez aludiste al hecho de haber recibido nada menos que amenazas físicas por aquel Informe sobre la Fe que escribiste con el cardenal Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a mediados de los ochenta. ¿Puedes contarme algo más? 37 -Naturalmente, eran amenazas que provenían no «de fuera», sino de dentro de la Iglesia. No debe causar estupor: el fanatismo político que ha devastado y devasta desde hace más de dos siglos al mundo no es otra cosa que la imitación laicizada del temible furor theologorum. Durante un par de meses salí de Milán, donde vivía entonces, y me refugié en una casa religiosa de media montaña (me da la risa, ¡ni que fuese una historia de partisanos de la resistencia!) sin dejar señas, porque me llegaban continuamente amenazas, incluso durante la noche, de parte, naturalmente, de apóstoles del diálogo, de la apertura y de la tolerancia... No tenía miedo, únicamente estaba harto de aquel teléfono que no paraba de sonar mientras dormía, y de todas aquellas cartas anónimas, más grotescas que temibles. Poco honorables para sus autores, las muchas cartas enviadas al cardenal eran para revelarle que se había equivocado de periodista, al confiarse con un separado que tenía en curso una causa de nulidad matrimonial. Pero se equivocaban aquellos anónimos, visto que (como ya te he dicho) había advertido previamente a su eminencia de mi situación, y por su parte no había habido objeciones, ya que mi posición era incómoda, pero no estaba en discordancia con la moral católica. Querían darme una lección, porque no sólo era culpable de haber dado voz al «gran inquisidor», sino también de no haberle ridiculizado y contradicho, de no haberle llevado la contraria. Era culpable de no haber ocultado que estaba de su parte, y que había deseado tenazmente aquel libro, que todos juzgaban impensable (¡el prefecto del ex Santo Oficio concede una entrevista!), justamente para extender al máximo la perspectiva de aquel teólogo tranquilo al que la leyenda negra presentaba como Panzer-Kardinal. La habían tomado con él, pero también con el cronista que había registrado, no sólo impasible, sino claramente solidario, las palabras de aquel futuro Papa que definía el marxismo como «vergüenza de nuestro siglo». Te ruego que tomes nota del clásico retraso clerical, el anacronismo del que te hablaba hace un momento: estábamos en 1984, faltaban cinco años para la caída vergonzosa del muro de Berlín, pero un cierto mundo eclesial influyente había descubierto y abrazado el marxismo justamente mientras desaparecía. Lo habían confundido con la modernidad, ¡con el futuro inevitable! La infatuación estaba todavía tan viva entre la intelligentzia cristiana (y no sólo la católica) que la Teología de la Liberación, incluso en sus aspectos ideológicos más claramente marxistas, era considerada intocable, sagrada. El hecho de que un Prefecto para la Doctrina de la Fe hubiese alertado de ello con un documento promulgado justo en aquellos meses, era considerado una blasfemia intolerable contra «el espíritu del Evangelio» y, naturalmente, contra el «espíritu del Vaticano II». ¡Cinco años, como te digo, sólo cinco años faltaban para la deshonrosa despedida del comunismo de la historia! ¿Y quieres que me preocupara ni tanto así de semejantes críticos? Como me decía una vez, irónico, el medievalista católico Franco Cardini, «estar en vanguardia es fácil, basta con aguantar firmes en el sentido común y en la tradición; antes o después, los furores se aplacan y de reaccionario oscurantista que eras considerado pasas a ser redescubierto como precursor y profeta...». Digamos que no hice otra cosa 38 que quedarme tranquilo a la espera de que el carnaval ideológico se agotase, y de que las presuntas vanguardias del cristianismo acabasen, inesperadamente (inesperadamente para ellos, se entiende, no para mí), entre las antiguallas de una época cerrada para siempre. 39 40 2 UN SEMINARIO LAICO Antes de seguir, y de hablar de todo lo que te pasó, me parece oportuno que describas quién eras, de dónde venías, qué hacías y qué pensabas hacer. En definitiva, te ruego que hables un poco del Messori de antes, que cuentes tus orígenes. -Soy, en muchos sentidos, un hijo de la guerra. Ante todo porque soy el fruto, inesperado y creo que indeseado, de un permiso de mi padre, alistado entonces en el Ejército Real para defender el sur de la Francia ocupada. Mi madre era muy joven (no tenía todavía veinte años cuando yo nací) y mi padre sólo contaba un par de años más. Era una muchacha hermosa, tanto que había sido elegida «reginetta» -así se llamaba entonces a las misses de la ciudad-, y aquel chico probablemente quería beneficiársela, y se ufanaba de ello con los amigos, sin casarse. Al menos, no tan pronto ni bajo el chantaje de un embarazo. El hecho es que del «matrimonio reparador» surgió una familia con unos problemas de carácter tales que, cuando llamé a la puerta del mundo católico, una de las cosas más difíciles de aceptar para mí fue aquella especie de familismo retórico, sentimental, exhibido, que a menudo circula en él. Ya sabes, la mirada entre orgullosa, inquisitorial y compadecida con la que te miran esas «ejemplares madres católicas» que exhiben a sus cuatro, cinco o más hijos cuando les digo que nosotros no tenemos ninguno, ni siquiera uno. No me malinterpretes. Aun rechazando el almíbar tipo «el nido de los afectos», «el lugar de la intimidad y de la confidencia», «el ángel del hogar», apruebo obviamente la doctrina de la Iglesia sobre la familia como núcleo fundador de la sociedad. Estoy seguro de que forma parte del plan primordial de Dios y comparto la defensa de sus derechos. Pero esto lo hago en la línea de la obediencia, como opción de fe, no como una consecuencia de la experiencia personal. Conozco la historia lo suficiente como para saber que cada intento de sustituir al núcleo familiar, por ejemplo entregando los hijos a las instituciones públicas, es un fruto violento del totalitarismo,
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