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POR QUÉ CREO
VITTORIO MESSORI
CON ANDREA TORNIELLI
 
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POR QUÉ CREO
Una vida para dar razón de la fe
Traducción de María del Mar Velasco
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No se permite la reproducción total o
parcial de este libro, ni su incorporación a
un sistema informático, ni su transmisión
en cualquier forma o por cualquier medio,
sea éste electrónico, mecánico, por
fotocopia, por grabación u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito de los
titulares del copyright.
 
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ÍNDICE
UNAS PALABRAS AL LECTOR SOBRE EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO
......................................................... 9
1. «ÉSTA ES MI POSTURA, NO PUEDO HACER OTRA COSA»
...................................................................... 21
2. UN SEMINARIO LAICO .............................................. 47
3. LA LIBRETA DEL LIBERTINO ...................................... 59
4. EL EVANGELIO EN EL CAJÓN .................................... 133
5. EL ENCUENTRO CON PASCAL .................................. 211
6. ENTRE PADREE HIJO ................................................ 259
7. EL «CÍRCULO» INCOMPRENDIDO: LA IGLESIA..........
BIBLIOGRAFÍA EN ESPAÑOL DE VITTORIO MESSORI...
 
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UNAS PALABRAS AL LECTOR 
SOBRE EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO
Lo que ha tomado forma en estas páginas es un proyecto que acariciaba desde hacía
tiempo. Ha sido muy interesante dialogar con Vittorio Messori sobre su conversión y
sobre la experiencia -nunca tan detalladamente descrita- que en el verano de 1964
transformó en un defensor del dogma católico y en un difusor de la devoción mariana a
un perfecto producto de la cultura laica y agnóstica del Turín de Norberto Bobbio (de
quien fue alumno), de Alessandro Galante Garrone (con quien se doctoró), de los autores
de la editorial Giulio Einaudi y de los editorialistas de La Starpa (donde trabajó durante
diez años).
Ha sido interesante sobre todo para mí que, educado en la fe desde la infancia, la he
redescubierto y he profundizado en ella con el paso de los años, aun sin haberla
abandonado nunca. El trayecto del converso es, en cambio, más tortuoso, y a menudo
más fascinante. Vive como novedad lo que, para quien es cristiano de toda la vida, corre
el riesgo de convertirse en un hábito. Si, además, este converso no es un personaje ya
ilustre que ha hallado por la Gracia el camino del Evangelio, sino un hombre, un
periodista que se ha convertido en un famoso autor de bestsellers precisamente por haber
afrontado las grandes preguntas sobre la fe, sobre su racionalidad y sobre sus
fundamentos históricos, entonces su vivencia personal no es sólo curiosa, sino que
representa un recorrido al cual es útil -para todos- enfrentarse.
Messori, de hecho, se ha convertido en el autor que conocemos porque, en una época
en la que incluso muchos religiosos -creyendo ir a la con entusiasmo a Marx y a Freud y
en el púlpito parecían sociólogos, mitineros o psicoanalistas, tuvo el coraje de preguntarse
nuevamente quién era aquel jesús de Nazaret sobre cuya resurrección se sostiene, y sin
la cual cae, el edificio entero de la fe.
Eran los años del postconcilio, o más bien de la crisis del postconcilio. Años marcados
por muchas esperanzas de renovación, pero también por abusos y por crisis. Crisis y
abusos que han minado a menudo la fe de los sencillos y han provocado en la Iglesia
católica la mayor hemorragia de religiosos y religiosas de su historia doblemente
milenaria. Sólo la Reforma protestante, casi cinco siglos antes, había logrado una
estampida casi equivalente en seminarios, conventos, monasterios y parroquias. Decía
Pablo VI, el 25 de abril de 1968, fotografiando la situación eclesial del momento:
«Renovación, sí; cambio arbitrario, no. Historia siempre viva y nueva de la Iglesia, sí;
historicismo disolvente del compromiso dogmático tradicional, no; integración teológica
según las enseñanzas del Concilio, sí; teología conforme a libres teorías subjetivas, a
menudo procedentes de fuentes enemigas, no; Iglesia abierta a la caridad ecuménica, al
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diálogo responsable, al reconocimiento de los valores cristianos ante los hermanos
separados, sí; irenismo que renuncia a las verdades de la fe, o proclive a uniformarse con
ciertos principios negativos que han favorecido la separación de tantos hermanos
cristianos del centro de la unidad de la comunión católica, no; libertad religiosa para todos
en el ámbito de la sociedad civil, sí; y libertad de adhesión personal a una religión según
la elección meditada de la propia conciencia, sí; libertad de conciencia como criterio de
verdad religiosa, no sufragada por la autenticidad de una enseñanza seria y autorizada,
no. Y así con todo lo demás».
Era el discernimiento, eran los rudimentos para una correcta interpretación de la
renovación conciliar. Palabras olvidadas de un Papa ciertamente moderno pero, al mismo
tiempo, custodio de la Tradición. Años después, el 29 de junio de 1972, el Papa Montini
decía: «También en la Iglesia reina este estado de incertidumbre; se creía que después del
Concilio vendría una gran jornada de sol para la historia de la Iglesia. Y, sin embargo, ha
llegado una jornada de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de
En medio de esta tempestad, para muchos dramática, Vittorio Messori, recién
converso al mejor al catolicismo- en la laica y secularizada Turín de la primera mitad de
los años 60, emplea doce años en escribir un libro: Hipótesis sobre Jesús. El libro que él,
hambriento de la verdad sobre aquel Nazareno a quien acababa de descubrir, no lograba
encontrar. No lo encontraba en los escaparates de las librerías católicas, llenas hasta lo
inverosímil de ensayos y estudios sobre todo tipo de cuestiones, ante todo sociales y
políticas, o bien dedicados precisamente a la demolición de la historicidad de Cristo. Y,
por supuesto, tampoco lo podía encontrar en las librerías laicas.
Aquella fe descubierta como por una iluminación, que lo había llevado a sumergirse
en la lectura de los Evangelios, estaba sedienta de respuestas, de profundizaciones, de
testimonios, de fundamentos razonables. El periodista converso no buscaba análisis sobre
la sociedad, sobre la pobreza material y sus causas, sobre el compromiso político y social
de los católicos, sobre la aplicación de las ciencias humanas al cristianismo. Messori tenía
hambre y sed de certezas sobre la historicidad de aquel hombre que había venido al
mundo en una aldea perdida del Imperio romano. Un hombre que representaba un punto
aparentemente insignificante en la historia, pero que había terminado por dividirla en dos
con su venida. Aquel hombre, único entre todos, había afirmado ser «el Camino, la
Verdad y la Vida», y se había atribuido, Él, hijo de un carpintero de Nazaret y de una
joven y humilde joven judía, un origen divino.
¿Qué hay de cierto en esta historia, en este relato que desde hace dos mil años hace
eco en el mundo? ¿Es verdaderamente Él el Mesías esperado por Israel, anunciado por
las profecías? Y, sobre todo, ¿resucitó realmente? Preguntas que Messori se planteaba
mientras profundizaba en unos estudios nuevos para él, refle xionando y confrontando,
viajando hasta Israel para caminar por los mismos lugares del Evangelio, interrogando a
biblistas, arqueólogos, historiadores, creyentes e incrédulos. Una búsqueda de las raíces
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de la fe, una excavación en busca de sus fundamentos, un recorrido para descubrir lo que
hay en el origen de dos mil años de cristianismo.
El libro que escribió y publicó en 1976 lo escribió, sobre todo, por El. A pesar del
escepticismo de muchos clericales -que le exhortaron a abandonar, intuyendo una «
apologética actualmente inaceptable»-, eran muchos, realmente muchos, los que lo
esperaban. Hipótesis sobre jesús se convirtió en un bestseller mundial (y todavía hoy, a
treinta años de distancia, no ha terminado su recorrido: reeditado, traducido, vuelto a
traducir...) porque las preguntas de Messori eran las preguntas que muchos se hacían y
que no encontraban respuesta. Una respuesta seria,rigurosa, pero divulgativa,
comprensible, adaptada al gran público, no circunscrita al ámbito de los expertos y de los
académicos.
El trabajo del periodista, o mejor, «del cronista», como a Messori le gusta definirse -si
el Evangelio es sobre todo «la Buena Noticia», en el fondo los cronistas son los primeros
interesados en conocerla-, fue continuo en los años sucesivos, con nuevos libros y
nuevas profundizaciones. Ha pasado por el cedazo, metódicamente, muchos otros
aspectos de la vida de jesús, de su pasión, muerte y resurrección. Centenares de
artículos, decenas de libros, discusiones y debates. Después de haber bajado al sótano
para verificar los fundamentos de la fe, con el mismo interés Messori ha indagado sobre
la historia de la Iglesia, es decir, de esa institución y ese pueblo que sigue, aún hoy,
custodiando, transmitiendo y difundiendo el anuncio de hace dos mil años. Ha estudiado
las etapas llamadas «oscuras» y ha desmontado errores y leyendas negras con honestidad
y competencia.
Su búsqueda se ha movido siempre en el ámbito de los fundamentos. Han pasado,
decíamos, más de treinta años desde la y Hipótesis sobre Jesús, pero aquella intuición ha
permanecido de rabiosa actualidad hasta hoy; quizá, sobre todo, hoy. Es cierto que la
Iglesia ya no vive la crisis postconciliar: muchos de aquellos movimientos parecen
pertenecer ya al pasado y las posturas de la jerarquía también tienen su lugar y ejercen su
papel en el seno del llamado «circo mediático». La pregunta sobre la fe, sin embargo,
permanece. La esposa de Cristo aparece hoy en primera línea de la defensa de la
dignidad de la vida humana, en las fronteras de la bioética, en la sana batalla para
reafirmar los principios morales por encima, incluso, de los cristianos, en un mundo
agitado por las guerras, invadido por el relativismo y por una técnica científica que no
quiere y no puede conocer límites. Y, sin embargo, hoy, como hace seis lustros, la
cuestión más radical no se percibe, quizá, con la debida urgencia y dramatismo. ¿Qué ha
sido de la fe en jesucristo? ¿Realmente existió aquel hombre? ¿Hizo milagros? ¿Resucitó?
Este regreso a la raíz del problema, acompañado de una buena dosis de realismo
cristiano -y también de humildad, aunque con leves apariencias irónicas-, ha hecho que
Messori no se haya convertido nunca en un moralista. Nunca ha querido convertirse en
una especie de notable eclesial, sino que ha conservado un estilo mordaz, si no burlón,
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ante toda oficialidad; no es el converso que ama batir récords de asistencia a la misa
diaria o de rosarios, ni predica al prójimo como si estuviera investido de una particular
misión.
A diferencia de otros muchos, en estos decenios no ha asumido poses «proféticas»,
como si estuviese entre los «iniciados» que finalmente han descubierto lo que es y lo que
debe ser la fe cristiana. No se encontrará en él ni medio gesto de pesimismo apocalíptico
ante el futuro. Messori, que también es un admirador y un devoto del beato Pío IX (el
Papa, entre otras cosas, de la Inmaculada, que se apareció en la Lourdes que tanto ama
para confirmar el dogma que aquel gran Papa amaba tanto), no tiene nostalgia alguna del
Estado Pontificio, que extendía sus confines y su influencia también en la provincia
(Emilia) en la que nació. Ni siente nostalgia por la Iglesia preconciliar, por ciertos
ritualismos externos o por una mayor presencia e influencia del clero en la vida social. Al
contrario, ha escrito a menudo que el deber del creyente laico es «vigilar, porque el
clericalismo es la patología que amenaza siempre al cristianismo, y en particular al
catolicismo».
No tiene relación alguna con el moralismo de quien pretende ser un ejemplo a imitar.
Es más: la moral, los temas ligados a la ética, son los que menos le han interesado
siempre, convencido de que lo que importa es la fe, de la cual desciende necesariamente
la necesidad, o al menos la aspiración, a un comportamiento moral coherente. Del mismo
modo -a pesar de sus estudios universitarios de Ciencias Políticas-, se ha propuesto
siempre permanecer lejos de la política, tanto en sus escritos como en sus palabras o en
un cargo activo, que también le ha sido propuesto en varias ocasiones. Entre los pocos
méritos que se atribuye está el de no haber unido nunca su firma a documentos,
llamamientos o declaraciones públicas, ni siquiera en aquel 68 y en su larga estela, que
también le atravesó a él. Mientras sus coetáneos desfilaban, se manifestaban o en
ocasiones disparaban, Vittorio estudiaba y reflexionaba sobre el enigma de jesús en la
historia «esperando», dice, «que, como todos los carnavales, aquél también se
terminara».
Su mirada -a menudo irónica y distanciada de tantos afanosos a la par que
bienintencionados «intereses» sociopolíticos- es la del que sabe que Dios es el que guía
los destinos del mundo de una manera incomprensible para nosotros. Y que, sobre todo,
sabe lo que necesita el hombre de hoy, que es el mismo que el de todas las demás
épocas: no un discurso, ni una moral, no una teoría ni una regla de vida, sino hallar vivo
y presente a aquel Hombre de Nazaret. Los cristianos no son una categoría de personas
afligidas, obligadas a renunciar a cualquier rasgo de su humanidad. Al contrario: el
cristianismo, y sobre todo el catolicismo, como bien explicará el propio Messori en las
páginas que siguen, es la religión del et-et, no del aut-aut.l El católico lo quiere todo:
«posee», en cierto modo, todo; no está obligado a escoger, allá donde esta elección,
absolutizando un único aspecto, representa el comienzo de la herejía.
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Hoy, a pesar de que ha pasado ya la tempestad que azotó la Iglesia en los años 60 y
70, parecemos estar en una época en la que, en el seno del mismo cuerpo eclesial, se
ponen en tela de juicio los fundamentos, pero no las consecuencias. Se discute la
resurrección de jesús y la virginidad de María, la historicidad de los Evangelios y la
presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía, pero es mucho más difícil
disentir sobre el preservativo o la fecundación in vitro. Así, se publican libros (por
editores de tradición católica que difunde la red de librerías confesionales) que atentan
contra la fe de los sencillos negando la historicidad de los Evangelios, y la reacción de
cierto clero se limita a menudo a un bonito encogerse de hombros porque «total, son sólo
novelas...». Después se descubre que muchos -demasiados- jóvenes, con motivo de una
novela o de una película, han puesto en duda su fe, tan pobre de razones y de esperanzas
verdaderas, y han abandonado la Iglesia, mientras que sobre las páginas de los periódicos
campan a diario invectivas, aclaraciones, exhortaciones de moralistas y de obispos sobre
las grandes cuestiones éticas. Tomas de posición que terminan, quizá, por hacer a la
Iglesia más extraña a la opinión pública. A ésta, lejos de la experiencia de la fe y ajena
también a los reclamos de la «moral natural», le cuesta comprender el porqué de ciertas
prohibiciones. En lugar de anunciar y presentar de un modo creíble el fundamento de la
fe -son cómplices también los medios de comunicación, siempre interesados en subrayar
aquello que pueda tener tintes políticos-, se termina por insistir más sobre las
consecuencias, dando por descontada la existencia del primero para concentrarse sobre
las segundas.
Ante esta situación, Messori no se rasga las vestiduras, no maldice, no truena contra la
«iniquidad de los tiempos». Ni siquiera hace el papel de pesimista profesional. Al
contrario, ironiza sobre ciertos predicadores apocalípticos, recordando el chiste de Ennio
Flaiano: «No me preguntéis adónde vamos a ir a parar, porque ya estamos allí». Dice
que se encuentra bien en este mundo postmoderno donde creer es más que nunca una
«apuesta» libre y donde los cristianos -pequeña «grey», en propia definición de jesús-
pueden descubrir su función de levadura, de sal, de grano de mostaza. Ha escrito
recientemente Messori, en un artículo en el que reflexionaba sobre su cumplea ños y
recordaba (él, elautor de Apostar por la muerte) que ya es mayor, este párrafo: «Me
encuentro a gusto en esta open society, en esta sociedad abierta, como la llamaba Karl
Popper, esta sociedad cada vez más mestiza y cada vez más compleja. Amo la libertad
anunciada por Cristo y su Evangelio, que se debe proponer pero nunca imponer. Sé que
no puede haber virtud sin la posibilidad de optar por el pecado. Me gusta la vida como
aventura, donde los santos y los miserables se entrelazan, donde se enfrentan el bien y el
mal. Amo las metrópolis, las junglas de asfalto; más que el control social de la aldea, amo
el bullicio de las grandes ciudades, donde la historia se construye a través de la trama
infinita de las libres relaciones humanas. Me angustia, en cambio, la vida como entendida
como el cuartel de los fascistas, como el falansterio social de los comunistas, como la
casita de Blancanieves de los ecologistas, como el convento o seminario obligatorio de los
clericales. Todos mis libros, por lo demás, los he escrito pensando en el hombre de la
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ciudad secular, no en los nostálgicos de una cristiandad ya extinguida».
Él sigue así, bajando al sótano, excavando entre los fundamentos, para poder ofrecer
algún indicio más a sus múltiples lectores sobre la razonabilidad de la fe en ese Hijo de
Dios que, al resucitar, transformó a un grupúsculo de hombres aterrorizados y
desilusionados en incansables anunciadores de la Buena Nueva. Eran doce y dejaron que
los mataran para que aquella historia nacida entre el reinado de Augusto y el de Tiberio
en un rincón oscuro de tierra en los confines del Imperio romano llegase hoy hasta
nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio, que navegamos por Internet, que
utilizamos el email y el iPod, pero que tenemos en el corazón el mismo infinito deseo de
felicidad y de realización que albergaba el de nuestros antepasados, hace dos mil años.
Aquel grupúsculo de hombres, tan realistas y concretos -no en vano eran pescadores,
artesanos o recaudadores-, no se «inventaron» una nueva e inédita religión, sino que se
rindieron ante una evidencia, tan verdadera y tan real que significó una buena razón para
perder la propia vida por anunciarla, para que todos pudieran conocerla. No anunciaron
utopías de cambio inmediato y radical de la sociedad, no tronaron contra la legislación
romana o contra la inmoralidad imperante en la época. Ejercieron -simplemente- un
cristianismo que, según nuestro cronista, «se habría muerto en la cuna si, tras la
Ascensión, los apóstoles se hubieran reunido para debatir un "plan pastoral" o redactar
las "líneas directrices para el diálogo"».
Esta actitud positiva, desencantada y para nada beata o clerical, alérgica a cierta
burocracia actual y a las documentitis eclesiales, pero totalmente anclada en una certeza
de fe sólida como la roca -no gracias a los méritos o a la personalidad del interesado, sino
a la fuerza divina de su fundamento- es la que he encontrado en Vittorio Messori. Por
eso su figura resulta atípica en el panorama eclesial y cultural de hoy. No tiene pelos en la
lengua, ni habla el «eclesialés», es decir, ese lenguaje autorreferencial nacido y crecido en
el seno de las estructuras católicas, nutrido por los convencionalismos de las comisiones
clericales, a menudo estereotipado y tanto más repetitivo cuanto menos cercano resulta a
la experiencia humana más real. Y no se le puede colocar fácilmente en uno u otro
bando. No es un tradicionalista, no es un moralista, ni un «teocon». Aborrece el uso
instrumental de la fe cristiana en función de batallas político-culturales, o la referencia a
las raíces cristianas reducida a puro eslogan por parte de aquellos que no están
interesados en la vida real de esas «raíces», sino más bien en manifiestos ideológicos
para justificar choques de civilizaciones o incluso carreras políticas.
Me gusta recordar que, a lo largo de las jornadas de trabajo en las cuales tomó forma
este libro, para la comida con Vittorio y con su mujer Rosanna (a la cual debo un
agradecimiento especial por haber facilitado la realización de mi proyecto) íbamos
siempre a una pizzería en la que se goza de unas excepcionales vistas del lago de Garda,
y que atienden unos egipcios. Hacen una pizza excelente, además de diversas
especialidades a base de carne de avestruz. No podría imaginar un cóctel más variado
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para nuestros encuentros: el pizzaiolo islámico, la pizza con jamón de avestruz (que no
pertenece precisamente a la identidad culinaria lombardo-véneta), horas pasadas en
compañía en el intento de usar la razón y, justo con base en ésta, ninguna reserva a la
hora de criticar la alianza ideológica, hoy muy en boga, que parece unir los destinos del
cristianismo a los de Occidente, resucitando actitudes de cruzada que se creían ya
sepultadas en los meandros de la Historia.
También en esto, por tanto, sorprende y descoloca Messori. Se dice dispuesto, con
tranquila humildad, a dejarse matar con tal de no abjurar de su fe, pero mira la historia,
la política y las complejas vicisitudes de este nuestro tiempo con ese distanciamiento e
ironía -que sabe ser sobre todo autoironía- de quien cree realmente que en los pliegues de
la historia se revela un designio todavía incomprensible para nosotros, pero tejido por la
mano de un Dios presente, que actúa y que nos conduce hacia la meta. El Padre Eterno -
le gusta repetir- escribe derecho con renglones torcidos.
Y nosotros -añade- no podemos nunca olvidar que somos sólo siervos inútiles:
tenemos que cumplir, por tanto, nuestro deber, pero sin afán, con calma, confiados en
que el Señor sostiene con fuerza, en sus manos omnipotentes, los hilos del Universo
entero.
Ama profundamente a la iglesia, sabe que llegará hasta el fin de los tiempos, pero no
le escandaliza la posibilidad de que la insumergible «nave de Pedro» llegue a la meta de
la Parusía, del retorno de Cristo, no como un soberbio galeón con las velas desplegadas,
sino como una mísera patera cargada de pobre gente, aunque sujeta por la confianza en
la verdad del Evangelio.
Los encuentros a raíz de los cuales ha nacido el libro se han desarrollado en un lugar
que se ha convertido en el refugio de Messori, aparte de ser una de las pasiones que lo
mantienen constantemente atareado: la abadía de Maguzzano, en el ayuntamiento
bresciano de Lonato, sobre una pequeña colina que domina el lago de Garda, en un
paisaje de olivos y cipreses que ha escapado milagrosamente del cemento, y para cuya
defensa ha creado el primer y único «comité» de su vida, por el que ha sufrido amenazas
y daños materiales. Maguzzano es la antigua abadía benedictina que se alzaba junto a
una calzada romana y que fue fundada en época carolingia. Incendiada por los húngaros,
devastada por las tropas de los Visconti en 1339, reedificada en 1490, tomada por
Napoleón, fue devuelta a los monjes en 1904, confiada a una comunidad de trapenses,
cistercienses de estricta observancia provenientes de Argelia, que se quedaron hasta
1938. Entonces la abadía pasó a don Giovanni Calabria, el sacerdote veronés,
canonizado en 1999, que había fundado hacía poco la Congregación de los Pobres
Siervos de la Divina Providencia. En este lugar, Messori ha conseguido un estudio,
obviamente lleno de libros hasta lo inverosímil. Aquí escribe y trabaja, dedicándose
también al embellecimiento y la restauración de la abadía, promoviendo estudios
históricos y excavaciones arqueológicas porque dice- no tiene futuro una Iglesia que
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ignora su pasado. Aquí ha tenido lugar nuestro diálogo, que se ha mantenido durante
varios días.
No siempre ha sido fácil obligar a mi interlocutor a hablar de sus experiencias
personales, de su pasado, de su conversión. Es más, me ha costado bastante incluso
convencerlo de que dijera que sí a la idea misma de publicar este libro. Las páginas que
siguen a continuación son, por tanto, un cóctel -al lector le corresponde decidir si se ha
logrado o no- que pretende mezclar en dosis acertadas el relato de la vida de Messori y
algunas de las conclusiones a las cuales hallegado con sus estudios. El resultado de
decenios de trabajo, de decenas de libros de éxito en todo el mundo, de entrevistas a
papas y a futuros papas, de libretas, de intervenciones, está, de algún modo, destilado en
este diálogo que puede ser, acaso, considerado una invitación a la lectura de sus obras,
además del testimonio de un cristiano como él. El cual, como me ha dicho en varias
ocasiones, está arrepentido sólo de una cosa: de comprobar a diario que la «conversión
de la mente» -que fue, y que es total- a menudo no ha sido acompañada por la
«conversión del corazón». Y que, por tanto, debe unirse al lamento de «su» Blaise
Pascal: «¡Cuánta distancia hay en mí, cristiano, entre el pensamiento y la vida!»
 
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«ÉSTA ES MI POSTURA, 
NO PUEDO HACER OTRA COSA»
-La primera pregunta, al comienzo de nuestro recorrido, es simple y al mismo tiempo
complicada. ¿Cómo se produjo tu encuentro con la fe, después de una primera juventud
completamente alejada de la Iglesia?
-Este diálogo -que, como bien sabes, me ha costado mucho aceptar- representa
también para mí la tentación de responder por primera vez, en público, a esta pregunta,
reflexionando sobre todo lo que me sucedió aquel verano de 1964 en Turín.
Pero, para llegar hasta ahí, tendremos que remontarnos bastante tiempo atrás. Por
ejemplo, al recuerdo de aquel viaje que hace tiempo quise hacer con Rosanna a los
lugares de Martín Lutero. Visitamos Brandemburgo y Sajonia, pasamos unos días en
Wittenberg, donde Lutero fijó las famosas «tesis» que, para sorpresa de aquel maestro
en teología -cuyas opiniones no eran originales, sino libremente propuestas por otros en
la Iglesia: un caso como el del sistema copernicano divulgado por Galileo, también
libremente discutido-, se extendieron como la pólvora. Como sabes, las ideas no se
imponen en cualquier momento, sino sólo cuando encuentran los tiempos favorables. En
Worms, en Renania-Palatinado, visité el monumento sobre el que tanto había leído en los
libros, que recuerda el discurso de Lutero ante la Dieta imperial, en 1521, cuando Carlos
V en persona le pidió que renunciara a su doctrina, visto el uso que se hacía de ella.
Lutero respondió con una frase que se ha hecho tan proverbial como para ser escrita en
la base de la estatua que lo representa. El emperador dijo al tempestuoso religioso: «O te
retractas, o asumes las consecuencias y te enviamos a la Inquisición». El fraile agustino
(todavía lo era) respondió, según cuenta la tradición: «Esta es mi postura, no puedo
hacer otra cosa», y añadió enseguida: «Que Dios me ayude. Amén». Naturalmente, la
flor de los doctores teutónicos se han enzarzado para establecer las palabras exactas,
pero son curiosidades que no afectan a la sustancia.
Obviamente, no tomo a Martín Lutero como ejemplo, ni en el bien ni en el mal: como
sucede, en el fondo, con todos los personajes realmente grandes de la historia, y no sólo
en la religiosa, cuanto más intento profundizar en ese hombre, más comprendo por qué
Jesús nos impuso no juzgar y dejarle a Él el veredicto final. Las ideas se pueden y se
deben juzgar y, si es necesario, condenarlas. No es cierto que todas las opiniones sean
respetables, como pretende la vulgata del biempensante actual, que quiere sentirse
gratificado y bueno. Hay muchas ideas que es necesario rechazar, incluso combatir
duramente.
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Pero, ¿qué sabemos nosotros, en profundidad, de las personas que expresan esas
ideas y las encarnan? Sabes que estoy convencido de que el ecumenismo, para ser
auténtico y -Dios lo quiera- fructífero, necesita de la verdad y no de mociones buenistas,
obviamente todas ellas a favor de los «hermanos separados», mientras que de los
católicos se espera siempre y sólo que entonen un mea culpa. Pues déjame que te diga
que, en el plano de la verdad objetiva, la obra de ese fraile fue desastrosa: rompió para
siempre la unidad no sólo religiosa, sino cultural, de Occidente; y si Europa ya no es una
patria única, como en los tiempos de la christianitas medieval, también se lo debemos a
él. Provocó una pila de muertos, devastaciones, crueldades en las guerras de religión que,
por el horror causado durante casi dos siglos, fueron la semilla que llevó al agnosticismo
y al ateísmo de Occidente; pro clamó que quería redescubrir la «libertad» del cristiano,
pero en realidad lo sometió a los príncipes, que se convirtieron al tiempo en obispos y
papas, destruyendo así la liberadora distinción de Jesús entre Dios y el César; al escoger
la ruptura violenta indujo la rigidez de la Iglesia, cuando en realidad era necesario
continuar con la purificación lenta, que ya estaba sucediendo, favoreciéndola con el arma
cristiana más poderosa, que es la reforma continua, sí: pero aquella que cada uno
comienza por sí mismo, por el deseo y la búsqueda de la santidad personal. No hay nada
menos cristiano que el revolucionario político, el que quiere cambiar todo y a todos,
menos a sí mismo. Y otras muchas barbaridades trajo aquel hombre que se casó con una
monja como acto de extrema provocación al Papa.
Estos frutos puede constatarlos el historiador, en cuanto a los hechos, en un plano
objetivo; en el plano subjetivo, el cristiano, en cuanto tal, deja al Padre Eterno el juicio
sobre el hombre. El Más Allá será, en todos los sentidos, un lugar (o una «condición», si
quieres, fuera del espacio y del tiempo) lleno de sorpresas de todo tipo. También en la
distribución de huéspedes en los diferentes sectores... Pero no estamos aquí para hablar
de Lutero.
-Precisamente me estaba preguntando por qué se te viene a la mente Fray Martín...
-Tendrás que resignarte a mis divagaciones, que espero no sean gratuitas y que, en
cualquier caso, me son necesarias cuando sigo una corriente de pensamiento. Después de
tantos años estudiando, reflexionando, calibrando, las ideas son para mí los eslabones de
una cadena que debe ser desenrollada para buscar la verdad, encuadrándola en su
contexto y buscando así desacralizar mitos y recordar hechos objetivos, aunque resulten
incómodos para lo «teológicamente correcto». Pero, volviendo a Fray Lutero, se me ha
venido a la mente porque incluso en mi ignorancia sé que -si me pusieran contra las
cuerdas- debería contestar también yo: «Esta es mi posición, no puedo hacer otra cosa».
Aceptando todas las consecuencias, incluso las extremas.
Quiero decir que yo no he elegido nada, no hay ningún mérito en mí (o ninguna culpa:
para mis maestros universitarios la tuve...) por todo lo que me ha ocurrido. Por tanto,
puedo hacer mías las palabras atribuidas a ese monje fatal. Y lo hago, naturalmente, con
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humildad, lejos de cualquier presunción; al contrario, con temor y temblor. Soy bien
consciente de que la fe es un don misterioso, pero, al mismo tiempo, es una propuesta
que salvaguarda la libertad humana. Aunque -al menos ésa es mi experiencia- puede
haber excepciones, casos en los que se te pone contra la pared. Podrías renegar, cierto,
pero con la misma irracionalidad de quien cierra no sólo el corazón sino también los ojos
y rechaza, obstinado, la evidencia. Y arrastrando para siempre un insoportable cargo de
conciencia. Es lo que me ha sucedido.
He reflexionado sobre ello muchas veces y, por tanto, con sinceridad y sencillez debo
confiarte que, si se repitieran situaciones como, en el siglo pasado, la española, la rusa, la
mexicana, la china o la camboyana, y alguien me apuntara con una pistola en la nuca,
intimidándome: «Reconoce que el Evangelio es sólo una mezcla de mitos orientales,
judaicos y helenísticos, que no hay nada de verdadero en él, que es sólo una gran ilusión,
una alienación que ha durado demasiado; admítelo o aprieto el gatillo», entonces estaría
obligado a decir, sin dudar: «Dispara, pues. Lo siento por ti, que asumes un homicidio y
le regalas otro mártir a tus enemigos, pero eso que pretendes no puedo concedértelo».
Digo esto, te lo repito, con humildad y, quizá, con un poco de miedo. No tengo, ni he
tenido nunca la intención de erigirme como un busto de mármol, me repelen los
arrogantesy los fanfarrones, y le tengo mucho miedo a los fanáticos, aunque entre los
dones que he recibido hay, creo, cierto coraje intelectual que me ha obligado a trabajar -
incluso solo, o casi solo, también porque a veces me anticipo- por las causas que
considero justas. Pero, en este caso, no sabría muy bien qué hacer: que me disparen,
peor para ellos. No lograré retractarme de nada de cuanto afirma el Credo. Hier stehe
ich, ich kann nichts anders, como está escrito en el monumento de la Lutherplatz de
Worms. Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa. Y, por tanto, que Dios me ayude, durante
el tiempo que me quede, a ser menos indigno de esta evidencia.
Está bien. Tú no te retractas, no porque no quieres, sino porque no puedes. Yel otro,
entonces, dispara. Ydespués, ¿qué sucede?
-¡Qué pregunta! Es tan obvio... Se abre la brecha en el muro, que es más sutil de lo
que muchos creen, y me adentro -siguiendo las huellas de miles de hermanos y hermanas
que en la humanidad me han precedido, y de los miles que me seguirán hasta el final de
la historia-en el mundo y en la vida verdadera, de la que éstos que conocemos no son
más que un prólogo y una preparación.
-Una perspectiva impensable para muchos, hoy. Vivimos, de hecho, completamente
absorbidos por el «más acá»...
-¿Impensable? No he comprendido nunca por qué debería serlo. Como se pregunta
Pascal en uno de sus apuntes: «¿Qué es más difícil? ¿Nacer o renacer?» Semejante paso,
humanamente todavía más improbable, ya lo hemos vivido al «darnos a luz» -expresión
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significativa- desde la oscuridad de un vientre femenino, desde la clausura de un saco
amniótico, desde la ligadura de un cordón umbilical. Si ya en el nacimiento hemos hecho
una «pascua» («pasaje, paso», en hebreo), ¿qué hay de extraño en creer que lo haremos
también en la muerte? Si el feto que está aún en el vientre de su madre pudiera
entendernos, ¿podría creer lo que le describimos, aquello que le espera fuera? Y, sin
embargo, existe todo lo que estamos viendo, mirando a nuestro alrededor. ¿Qué es,
racionalmente, más improbable: la vida o la continuación de la vida? ¿Por qué no nos
sorprende el parto y sin embargo dudamos de la posibilidad de ir hacia otro nacimiento,
hacia una luz que no conoce atardecer?
Estamos en numerosa compañía: si la arqueología es, en gran parte, el estudio de
tumbas, es porque cada cultura, de cada lugar y cada época, ha creído en la
supervivencia de los difuntos. Antes aún que en las casas de los vivos se ha pensado en
las moradas para los muertos: ¿por qué hacerlo, si no eran más que carne destinada a la
putrefacción? Hay una «democracia» sobre la que hay que reflexionar también en la
historia: si la grandísima mayoría de la humanidad (es más, probablemente su totalidad)
ha creído siempre que la muerte física no es el final de todo, ¿no habrá seguido quizá un
instinto que deriva de una realidad? Todos concuerdan en el hecho de que existen unas
convicciones inextirpables y universales (el hecho, por ejemplo, de que el robo, el
homicidio, la mentira, la traición, siempre y en todo lugar sean considerados
condenables), convicciones, por tanto, que nos remiten a «verdades naturales»,
depositadas dentro de cada uno, no creadas por costumbres o tradiciones. Es el caso de
la convicción universal en una supervivencia más allá de la muerte, aunque sea concebida
de modos diferentes.
Lo que vemos es sólo la vida terrena y después su fin, mientras que no percibimos -
con los ojos de la carne- a aquellos que «nos han precedido». Pero también esto, ¿qué
significa? Antes de que existiera el microscopio, ¿cómo podíamos imaginar que por todas
partes hay un movimiento y un bullir increíbles, aunque sean invisibles a simple vista? Y
antes del telescopio, ¿quién se imaginaba los miles, quizá millones de galaxias que giran
en el espacio infinito?
Lo que hace girar el mundo moderno, lo que literalmente lo mantiene con vida, es la
energía eléctrica que nunca nadie ha visto jamás, y que, durante una larguísima serie de
siglos ni siquiera nadie imaginó. En este momento, allá donde vayamos, estamos
literalmente atravesados por millones de palabras, de imágenes, de estaciones de radio y
televisión, de teléfonos móviles, de mandos. Todo un mundo que es el nuestro, pero que,
sin los receptores oportunos, nadie ha visto ni verá jamás. ¿Y no eran considerados
visionarios o locos de remate los que decían que, más allá de las columnas de Hércules,
al final del «Gran Mar Atlántico» no había una cascada con agua que caía desde una
tierra plana al cosmos, sino que había tierras inmensas, habitadas por gentes totalmente
desconocidas entonces?
25
Y cómo era aquel mundo que estaba más allá de la Puerta?
La Iglesia ha afirmado siempre sin dudar que ese otro mundo existe, pero no ha
pretendido nunca explicarnos cómo es. Lo que importa saber es que merece la pena
hacer todo lo que podamos para llegar al estado de felicidad -infinita, eterna- que allí, si
queremos, se nos dará. Y que, al mismo tiempo, debemos ser conscientes de que merece
la pena hacer todo lo que podamos para esquivar un estado de posible sufrimiento
también infinito y eterno. Paraíso, Infierno y también Purgatorio -que digan lo que
quieran esos nouveaux theologiens, tan nuevos que descubren medio milenio más tarde
las tesis de la Reforma-, es decir, los tres «estados» del Más Allá existen, sabemos sus
razones y funciones en el plan que Cristo nos ha revelado, pero no estamos en
condiciones de describirlos. Dante es admirable como sumo poeta y gran creyente, no
como topógrafo de Cielo e Infierno. Lo que cuenta es que seguimos deseando la alegría
infinita que nos prometió el Evangelio y temiendo el sufrimiento eterno, y actuamos en
consecuencia. El resto es secundario. La Gran Esperanza no será defraudada: esto es lo
que cuenta.
Se me viene a la cabeza cuando, una noche ya lejana, desde aquellos lugares
misteriosos y, sin embargo, tan reales, recibí una llamada de un tío mío. Me tranquilizó
sobre cuál había sido su suerte, pero no me los describió.
-Perdona... ¿he entendido bien? ¿Estás hablando realmente de una llamada del Más
Allá? ¡Porque sólo nos faltaba el Messori «médium»!
-Sí, ya me doy cuenta, creo que he comenzado mal. Sé que ahora tendrás la sospecha
de haberte equivocado por completo, de estar perdiendo el tiempo con un visionario y no
de estar hablando con un colega que en sus libros y artículos te había parecido un tipo
lúcido y positivo. Digamos, al menos, «normal». Lo sé, pero, ¿qué quieres que le haga?
Verás. Fue durante los años del Liceo, en Turín. Yo todavía estaba muy lejos del giro
que me «obligaría» a la fe. Mis padres y mi hermano, que todavía era un niño, se habían
ido a Sassuolo, de donde provenimos, para el primer aniversario de la muerte de Aldo,
mi tío materno, que había muerto joven a causa de un ictus cerebral. Yo estaba solo en
casa, era por la noche y dormía el sueño profundo de un joven lleno de salud, cuando
me despertó el teléfono. Me levanté con dificultad, pero pude despertarme del todo con
un pequeño paseo, dado que el aparato estaba justo al otro lado del apartamento. Ya
sabes cómo era entonces: el teléfono pegado a la pared, justo a la entrada... Levanté el
auricular: un gran caos de interferencias, de silbidos, de crujidos, los clásicos problemas
que había entonces en las líneas cuando la llamada era interurbana y se hacía desde muy
lejos. Después de varios «¿Diga? ¿Diga?», me llegó -clarísima, inconfundible- la voz,
que tan bien conocía, de mi tío. Me dijo, con dificultad, palabras que todavía recuerdo
como si las hubiera oído ayer: «¡Vittorio, Vittorio! ¡Soy Aldo! ¡Estoy bien! ¡Estoy bien!»
Inmediatamente, el ruido que anunciaba el corte de la línea, y el fin de la llamada. Miré la
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hora. Como me confirmaron después mis padres a su llegada, era la hora -el minuto
exacto- de la muerte de mi tío, justo un año antes.
He examinado otras posibilidades y he terminado por rendirme a la evidencia, sin ser
como los ideólogos, los ateos in primis, que hacen prevalecer sobre los hechossu
esquema apriorístico: era el mismo tío Aldo, era su voz, no se sostienen las hipótesis de
bromas macabras, equívocos, alucinaciones. Ni me es posible pensar que fuera un sueño,
dado que estaba bien despierto, tanto durante como después de la llamada: de hecho,
aquella noche no pude volver a meterme entre las sábanas y esperé levantado el
amanecer.
-Todavía estabas lejos de la fe. Pero un episodio semejante, indudablemente
impresionante, ¿no bastó para provocarte una serie de preguntas, para despertar en ti el
interés o, al menos, la curiosidad por la dimensión religiosa?
-No, no bastó. Pasada la sorpresa, aparté enseguida el recuerdo de aquella noche
guardando el episodio entre las singularidades inexplicables que a todos nos pueden
ocurrir alguna vez. Como recordarás, el mismo jesús nos advierte en la parábola del
pobre Lázaro, cuando el rico, ya muerto, le pide a Abraham que avise a sus cinco
hermanos para que no terminen también ellos en el Infierno. Y Abraham le dice: «Si no
escuchan a Moisés y a los profetas, no le harán caso ni a un muerto que resucite». Hay
un misterio de ceguera que yo mismo he experimentado. Y esto vale también para los
que se lamentan del «silencio de Dios». A menudo no es Él quien está mudo, somos
nosotros los que estamos sordos. Es cierto (hablaremos de esto más adelante, como
merece) que, para respetar la libertad de las criaturas, el Creador ha elegido practicar la
«estrategia del claroscuro». Pero -lo dice la palabra misma- junto a la oscuridad está
también la luz: y es precisamente ésta la que a menudo nos obstinamos en no ver.
-Yha tenido otras experiencias de este tipo?
-No personalmente. Pero, muchos años después, fui a Voralberg, en Austria
occidental, una aldeíta de montaña, para encontrarme con María Simma en su mísero
chalé. Era una humilde campesina, que se había consagrado como ermitaña a la Virgen
porque, al ser enfermiza, había sido rechazada en los monasterios de clausura en los que
había querido entrar; era una viejecita que sobrevivía trabajando su huerto (no aceptaba
ninguna oferta) y que tenía el carisma de hablar con las almas del Purgatorio. Después de
muchas hostilidades y desconfianzas -como es lógico y también justo-, al final su obispo
se había rendido y había tenido que reconocer el enigma de aquella campesina
aparentemente insignificante y, sin embargo, elegida para una misión desconcertante. En
efecto, eran incontables los casos en los que difuntos totalmente desconocidos para ella
se le presentaban y le revelaban algunas cosas que hacían palidecer a los familiares
cuando eran informados (a menudo los muertos le proporcionaban una dirección a la que
acudir), dado que sólo los más íntimos conocían aquellos detalles. El objetivo de aquellos
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contactos era obtener penitencias y sufragios para salir del purgatorio o lanzar
advertencias a sus seres más queridos para que cambiaran de vida. El párroco recogió
todos los testimonios de María Simma y los publicó en un libro que se convirtió en un
bestseller internacional, dándole un título significativo: ¡Sacadnos de aquí!
En una vida entera de búsquedas y encuentros, he tenido tiempo y ocasión de
tropezarme con muchos casos parecidos.
-,Mas casos de compenetración entre el mundo de los vivos y el de los muertos?
Estamos en un terreno minado, espero que te des cuenta. Pero no puedo dejar de
pedirte, por curiosidad, que nos des algún otro ejemplo...
-Cuando era reportero, el caso más impresionante sobre el que se me permitió
investigar fue el de un talentoso profesional turinés que, cuando se puso enfermo y
necesitó asistencia nocturna, se dirigió por teléfono a una institución de religiosas para
pedir una enfermera. Ya sabes que entonces no existían aún las asistentes rumanas ni
moldavas, pero todavía había muchas monjas que se dedicaban a este valioso servicio.
Pues bien, al día siguiente por la tarde se presentó una religiosa con su hábito austero, y
cada noche velaba a aquel hombre sentada a la cabecera de su cama. Cuando se curó y
estuvo en condiciones de poder salir a la calle, lo primero que quiso aquel señor fue ir
con su mujer a la institución de la religiosa para saludarla y agradecerle una vez más su
asistencia. En la portería se sorprendieron cuando dio el nombre de la monja para que la
llamaran: respondieron que una de ellas había tenido aquel nombre, que toda la vida
había asistido a enfermos y que había dejado un recuerdo ejemplar. Pero añadieron que
había muerto hacía bastantes años. Dado que los cónyuges no reaccionaban, los llevaron
al pequeño cementerio que había al fondo del jardín del convento y les mostraron su
tumba, con la foto de la difunta bajo la cruz. Ambos, impresionados y no sin cierto
malestar, la reconocieron al instante. Era realmente ella.
Yo me enteré de esta noticia a través del boca a boca (el buen reportero, como sabes,
tiene siempre las orejas erguidas...). En un primer momento pensé en una especie de
leyenda urbana, pero al final me decidí y fui a visitar a aquel matrimonio. Me
confirmaron todo, sin dudas de ningún tipo y, sin embargo, con un pudor y un miedo
tremendo -eran unos conocidos burgueses- a ser tomados por unos visionarios. Me
acogieron con cortesía, me contaron, muy amables, cómo había sido todo pero, con la
misma amabilidad, y a pesar de mi insistencia, no me permitieron hablar de esto en el
periódico. Quise terminar aprovechando mis contactos en el mundo religioso para que las
monjas me enseñaran aquella sepultura. Permanecí allí, obvia mente, con emoción, pero
en aquel momento mi descubrimiento de la fe ya había ocurrido.
Si no pude escribir esto entonces, lo hago ahora porque, vista la edad, creo que ellos
dos hace tiempo ya que han debido de ir a saludar y agradecer a aquella misteriosa
enfermera nocturna sus servicios. Por lo que me dieron a entender, me parece que ya
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comprendo el porqué de aquellas visitas: con paciencia, con amabilidad, con el ejemplo,
la monja que llegó del Más Allá los había acercado a la fe de la que estaban alejados; los
había llevado, además, a redescubrir los sacramentos. Es decir, le había sido concedida
una prolongación del apostolado que había ejercido en vida.
¿Ves? En casos como éstos se demuestra cómo el verdadero librepensador es el
creyente. Constata los hechos y, si son objetivos y probados, los acepta, aunque vayan
más allá de los esquemas racionalistas y de la experiencia común. El no creyente, en
cambio, es prisionero de su esquema ideológico: si los hechos no se ajustan, peor para los
hechos, es necesario buscar una explicación «natural», o si no, entrarán en crisis sus
prejuicios. Y si no es ahora, la explicación ya se encontrará en un futuro.
-Estamos, por tanto, inmersos en el misterio...
-Sí, lo estamos, pero atentos a las coartadas. No podemos tomar demasiado en serio a
los que dicen, suspirando y mostrando -¿o fingiendo?- una edificante envidia: «¡Claro,
para ti es fácil. Puedes hablar así porque tienes fe!» La fe propone su explicación como
respuesta al enigma que nos rodea por todas partes, pero para reconocer que estamos
dentro -y que lo estaremos siempre- no hacen falta inspiraciones, revelaciones,
meditaciones, iluminaciones místicas. Basta el sentido común, es suficiente la
constatación realista que cada uno pueda hacer.
Alguna vez, mirando la Cruz, que apunta hacia cada punto cardinal, he pensado que
los dos brazos, con sus cuatro extremos, parecen indicar el misterio que nos rodea por
todas partes. Arriba, el Cosmos, el Universo, con esas dimensiones desmesuradas en
sentido literal, es decir, imposibles de medir, y del cual vemos sólo una pequeña parte: no
sólo porque las distancias son infini tas, sino también porque allá donde sí llegan nuestros
instrumentos una gran parte del espacio está ocupado por una materia oscura, invisible,
de la que no sabemos nada. Y hace sólo treinta años que hemos descubierto los agujeros
negros que, según se supone, son como «jirones» en el Universo que parecen mostrar
que detrás de él hay otro -¿sólo otro?-. Por tanto, también eneste Cosmos que
percibimos estamos -y estaremos siempre- solos, porque el planeta más cercano en el
que podría (y digo «podría») darse la combinación rarísima que hace posible la vida está
a tal distancia que la existencia de los astronautas debería durar muchos siglos antes de
poder ir y volver. ¿Se reproducirán en el viaje y serán luego sus nietos los que nos
manden noticias a través de la radio o la televisión? La distancia sería excesiva para
intercambiarse mensajes en tiempos «humanos», dado que no es posible superar la
velocidad de la luz y que también ésta necesitaría siglos antes de alcanzar el objetivo
Tierra, y otros tantos para una respuesta nuestra. Por tanto, estoy con Pascal -«el
silencio eterno de estos espacios infinitos me desconcierta»- y con Kant -«dos cosas
colman mi ánimo y me llenan de admiración: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral
dentro de mí»-, pero estoy, sobre todo, con el sentido común, sin incomodar a los
Grandes Espíritus. Por tanto, es mi sentido común de nieto de artesanos y de bisnieto de
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campesinos el que me hace difícil comprender cómo es posible levantar la mirada hacia
lo alto y no reflexionar sobre el misterio insondable en el que se desarrolla nuestra breve
aventura.
«¿Usted cree en Dios?», le preguntaron una vez a un famoso escritor francés del siglo
XX. «Quelquefois, la nuit», «alguna vez, de noche», fue su respuesta. Y no sólo porque
las tinieblas hacen surgir a menudo lo que, a la luz del sol, ocultamos dentro de nosotros,
sino porque la bóveda celeste es un recordatorio que puede producir angustia o
esperanza, duda o confirmación. Pero que no deja y no puede dejarnos indiferentes.
Volviendo a los brazos de la cruz: en el vertical está también el extremo que señala
hacia abajo y que nos recuerda que caminamos sobre una esfera que tiene más de 6.000
kilómetros de diámetro, pero sobre la cual podemos sólo lanzar hipótesis, sin po sibilidad
de verificaciones concretas. Con nuestros golpes de alfiler podemos sólo levantar algo su
delgada costra, podemos imaginar que en el centro arde un núcleo a miles o millones de
grados. Pero sobre qué es, y cómo es realmente esta Tierra nuestra, sólo podemos hacer
hipótesis. Tanto que, como sabrás, no han faltado quienes (y no sólo entre los locos)
están convencidos de que está «hueca» y de que dentro existe alguna forma de vida
superior. No creo, naturalmente, que sea así, pero esos terrícolas que creen que la ciencia
resolverá todos los enigmas no piensan que también los científicos se mueven en una
superficie bajo la cual está lo desconocido, dado que lo «real», como proclama el
cientificismo, es sólo aquello que se puede ver, constatar, probar: precisamente algo que
no podemos hacer con esta Tierra sobre la que nos agitamos mientras dura nuestro breve
turno.
Para no alargarme, dado que quizá tendremos que volver a ello: en el brazo horizontal
de nuestra cruz, un extremo parece indicar el misterio del comienzo de la vida en general
y de cada uno de nosotros en particular. El «¿de dónde venimos?» Pregunta que, antes
que a la complejidad inexplicable de los seres vivientes, remite a la que, según Einstein,
es realmente fundamental y precede a cualquier otra: «¿Por qué hay "algo", por qué
existe el Universo y nosotros dentro de él, y sin embargo no existe la Nada?» ¡Y que no
nos hagan reír los que se creen más racionales que los creyentes sustituyendo a un Dios
creador por ese ídolo absurdo -y absolutamente irracional- que es la Materia Eterna! Y
hay un último extremo de la cruz, que nos recuerda el «adónde vamos?», que nos
muestra las broncíneas puertas de la muerte, más allá de las cuales está el Misterio por
excelencia, sobre el cual ninguna ciencia y ningún científico tendrán jamás una respuesta
que darnos.
O sea, querido: ¿quién es el realista, quién es el hombre que utiliza verdaderamente la
razón? ¿El que se toma en serio a sí mismo y a todo lo que le rodea, volviéndose, al
menos, pensativo, o quien -quizá un hombre de ciencia- asegura que no existe misterio
alguno, que todo está explicado o, al menos, resulta explicable?
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-Puedo preguntarte de dónde te viene esta certeza sobre la verdad del Credo cristiano,
aunque se afirme con una sonrisa y no con los ojos desorbitados del fanático? ¿Estás
realmente convencido de que, como me decías, no dudarías y preferirías morir antes que
abjurar? ¿No estás exagerando?
-Te repito que no tengo intención alguna de presentarme como un héroe, o peor,
como alguien que busca el martirio. Ése es tipo un personaje que la Iglesia, con recto
juicio, siempre ha rechazado canonizar (véase el caso de ciertos religiosos medievales
que se fueron a un país musulmán para tratar a Mahoma de impostor en pleno bazar),
porque peca contra la virtud cristiana que debe acompañar a cualquier otra: la prudencia;
y también porque ésa sería, de alguna manera, una forma de suicidio. La perspectiva
cristiana no tiene nada que hacer con la del islamismo radical: matarse para -todavía
peor- matar con uno mismo a los demás.
Dicho esto, te confieso que entiendo por qué muchos, en todos los siglos, no buscaron
el martirio pero, si las circunstancias se lo imponían, lo aceptaron como un don, quizá el
más grande. Mártir, como sabes, quiere decir «testigo». Para quien sienta la necesidad de
anunciar la verdad de la fe no hay testimonio más eficaz, más convincente, y que tenga
una recompensa más grande. En efecto -esto la Iglesia lo ha afirmado desde los primeros
siglos, por entonces tan sangrientos-, el martirio supone la recompensa de la vida eterna.
Un puesto seguro y «reservado», por tanto, cualesquiera que hayan sido los pecados y
las culpas, junto a aquel Jesús que dijo: «Al que me reconozca abiertamente ante los
hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el Cielo».
Por eso, para proclamar beato o santo a un mártir propter causam fidei, no se pide esa
especie de sello del Cielo que es el reconocimiento de un milagro ocurrido por su
intercesión. El milagro ya está en la entrega total de sí mismo: «Nadie tiene un amor más
grande que el que da la vida por sus amigos», como dice el Evangelio. En cada muerte,
también en la del santo, subyace un temor: en el Juicio Final, el que decide para toda la
eter nidad, ¿prevalecerá la misericordia o la justicia del Juez Supremo? Piensa en la
inquietud, en el temor de Dios -unido a la confianza- que alienta las diecinueve estrofas
de la antigua y hermosa secuencia litúrgica que se cantaba antes en todos los funerales, el
Dies irse. Piensa, en cambio, en la serena calma de quien, dando su vida efímera por no
repudiar a Cristo, recibirá ciertamente a cambio la vida que no conoce fin.
En cualquier caso, creo que puedo excluir la idea de que alguien me vaya a apuntar
algún día con una pistola en la sien, poniéndome en la alternativa de «o escupes sobre el
Evangelio o te meto una bala en el cráneo». No ocurrirá y no haré nada para que ocurra.
No tengo la intención, por ejemplo, de agenciarme la forma más fácil de ser martirizado
hoy en día: buscándome una fatwa, una sentencia de muerte islámica. No lo haré, sobre
todo porque, como el cristiano cree que todo es Providencia, debe tener, no una adhesión
sincretista, pero al menos respeto por una religión que tiene 1400 años y que engloba a
más de mil millones de personas. Es más, a causa de su mayor tasa de natalidad,
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precisamente en estos años los islámicos han superado ya en número a los católicos.
Como no tengo una visión antropomórfica de Dios, y creo en su omnisciencia y su
omnipotencia, no puedo aceptar que haya sido para Él una sorpresa desagradable, de
imprevisibles consecuencias, la aparición de un tal Mahoma que, proclamándose el
último y definitivo de los profetas, ha relegado a jesucristo a simple precursor de ese
Mahoma, el único a quien se le habría concedido la plena Revelación... «¡Humano,
demasiado humano!», diría Nietzsche de un Creador del Universo que estuviera a
merced de los infortunios de la historia. En la visión cristiana correcta -la providencial, la
del Padreque conduce la historia con mano tan invisible como infalible- vale el principio:
«No todo lo que sucede es querido por Dios, que se ha ceñido voluntariamente a respetar
la libertad de sus criaturas. Pero, en todo lo que ocurre, nada hay que no sea permitido
por Él».
Todo, en la historia, tiene un significado sobre el que es necesario meditar para
comprender la lección; no para lamentarse o para dudar de su omnipotencia, ¡que nunca
puede ser superada por eventos imprevistos o desagradables! No por casualidad jesús
nos llama, sin tantos cumplidos, «siervos inútiles», en el sentido de que debemos
dedicarnos sin reservas a su causa, pero conscientes de que no somos indispensables, de
que si nos llama a colaborar es porque nos toma en serio y quiere que ejercitemos las
virtudes. Pero los hilos de ese gran teatro de marionetas que es la historia, sólo Él los
tiene en su mano. Y es una mano cuyo poder no tiene límites y que no puede ser
desviada por nada ni por nadie.
En definitiva, no habrá martirio cruento para mí, al menos según las previsiones
humanas. Ni siquiera por mano musulmana. Aunque puedo confesarte que -dado que ya
voy siendo mayor y que pronto, como dice la Biblia, estaré probablemente «saciado de
días»- siento que no sea así, siquiera sea por los motivos sanamente egoístas de los que
hablaba, consciente de que tengo mucho de lo que ser perdonado, y de que el golpe de
esponja que se le garantiza al mártir sería seguramente la solución más segura.
-Volviendo a mi pregunta: ¿de dónde te viene esta certeza que -tú lo has dicho- te
haría capaz de desafiar a una pistola en la sien?
-El hecho es que para mí la fe es una evidencia que se ha manifestado hace ya más de
cuarenta años -¡toda una vida!- y que no ha agotado nunca lo que los últimos marxistas
llamaban «el empuje propulsivo». Mientras que para los desventurados comunistas ese
empuje de la ideología se ha agotado pronto -y al final se ha revelado como la desastrosa
ilusión que conocemos-, no ha ocurrido así, para mí, con la esperanza cristiana; al
contrario, se me ha revelado cada vez más fundada y, por tanto, convincente. Así,
gracias a la experiencia de la vida -y al estudio y a la reflexión sobre esta experiencia-,
pero sobre todo gracias, como comienzo de todo, al encuentro enigmático con «otra»
realidad, estoy convencido de la verdad del Evangelio hasta el punto de que ni siquiera la
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famosa amenaza de muerte podría disuadirme. Sé que estas afirmaciones resultan
desagradables y rozan el límite de la arrogancia en tiempos de «pensamiento débil», de
rechazo del dogmatismo, de relativismo, de esas «cátedras de no creyentes» que los
obispos desean tener en sus diócesis: en un mundo (y diría, tal vez, en una Iglesia) donde
es «teológicamente correcta» la duda, donde para ser aceptados necesitamos asegurar
que estamos siempre «en búsqueda». Desde que aquello me ocurrió, yo no «busco»
dónde está la Verdad: ya sé dónde está, desde el principio. Con certeza. Lo que busco es
una comprensión más plena, una profundización en el depósito -el depositum fidei- que
me ha sido consignado, sin mérito, per sola Gratia... como diría, mira por dónde, un
luterano.
-- Te estás proponiendo, entonces, como ejemplo?
-Te agradezco que me permitas hacer una rápida precisión, para poder despejar el
campo de equívocos. Como le ocurre a muchos cristianos, incluido San Pablo, que se
hace eco aquí de las palabras de Ovidio, video bona proboque deteriora sequor: veo lo
que es mejor, lo alabo, lo propongo a los demás -seguro de buscar así su propio bien-,
pero a menudo soy yo el primero que no consigo hacerlo. Por tanto, no me pongo como
ejemplo de nada. Y volviendo a aquel «fariseo hijo de fariseos», Saulo, latinizado como
Pablo y que tenía otros méritos muy distintos, vale para todos, empezando por mí, lo
que advierte a los corintios en su carta: «Pero tenemos este tesoro en vasos de barro,
para que la excelencia del poder sea de Dios, y no nuestra».
Que cada uno se interrogue y que ninguno se vanaglorie, por tanto. En cuanto a mí,
públicamente confieso que esta evidencia que me ha sido dada, este don realmente
gratuito, esta conversión del pensamiento, no ha ido siempre acompañada por la
conversión del corazón. Y sé, con obligada inquietud, que se me pedirán cuentas, según
las palabras de jesús, según las cuales «a quien se le dio mucho, se le pedirá mucho».
Por eso he considerado siempre indispensable el esfuerzo cotidiano del creyente para
adecuarse a la ética evangélica -tal y como se propone desde la Iglesia católica: en estas
cosas no acepto el «a la carta»-, pero nunca he querido subirme al púlpito a predicar.
Siempre he intentado enfocar la atención de quien quisiera leerme o escucharme sobre el
dato de fe, sobre lo que viene antes de la moral, sobre el gancho indispensable del que
colgar el compromiso ético que, de otra manera, no estaría justificado.
En cualquier caso, que quede claro: intento proponer mi pensamiento, los resultados
de mi búsqueda de la verdad del Evangelio, practico la apologética del catolicismo, pero
nunca he propuesto, ni propondré jamás, mi vida como testimonio coherente o ejemplar.
O sea, ¡que no me pongo como «prueba» de la verdad de la fe! Si acaso, me propongo
como prueba de la humildad del Dios cristiano, que elige como testigos a quienes Él
quiere según un designio indescifrable para nosotros. Por lo demás, esa Providencia de la
que acabamos de hablar y que sabe muy bien lo que hace -y que lo hace siempre para
mayor beneficio nuestro- ha dispuesto las cosas para que mi vida fuera lo bastante
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compleja como para disuadirme de mostrarme como maestro de vida.
Por otra parte, como sabes, mi existencia está enredada también en una serie de
procesos canónicos para el reconocimiento de la nulidad de mi primer matrimonio. Se
equivocaría de medio a medio quien pensara que mi posición en la Iglesia me ha
favorecido. Al contrario. Precisamente por ser yo, han hecho falta veintidós años (;sí, sí,
veintidós!) y todas las instancias judiciales para llegar a feliz término en una cuestión que,
en algunas de sus etapas, ha sido una especie de calvario que me ha obligado a
enfrentarme también con problemas éticos, con congojas e incomodidades.
-No has hablado nunca en público de este primer matrimonio tuyo. ¿Puedes contarnos
algo más?
-En realidad, jamás lo he ocultado, y a quien me lo preguntaba le exponía cómo
estaba la situación. Entre otros, y antes comenzar nuestro trabajo juntos, tanto al
entonces cardenal Prefecto de la Fe, Joseph Ratzinger, como a Juan Pablo II les conté mi
situación. Me respondieron ambos que no había problema puesto que, mientras estaba en
curso el proceso para la declaración de nulidad, respetaba plenamente todo lo prescrito
por la moral católica. Y si dicha declaración no hubiese llegado, habría sufrido, pero lo
habría aceptado: no estoy disponible para morales que cada uno «personaliza» a su
manera. Respecto al contenido de la cuestión, al estar implicada otra persona que ha
sufrido tanto como yo, te diré únicamente que todo se desarrolló con honradez y
transparencia. Que fue así lo demuestra la extensión de un proceso que hubiera podido
abreviarse mucho, si no lo hubiese sentido como un problema de conciencia, como un
deseo de llenar mi vida de verdad. La misma necesidad de verdad, si lo prefieres, que me
movía y me mueve frente a las ideas y las vicisitudes de la historia; así pues, ni
privilegios (más bien al contrario, como te decía) ni trucos ni subterfugios: un asunto
interminable y doloroso pero sobre el cual no me parece encontrar, cuando me interrogo
sobre él, cosas de las que sentir remordimiento.
-Por otra parte, aunque incoherente, el creyente no puede y no debe callar o silenciar
las exigencias del Evangelio...
-Efectivamente, tras haber reconocido con humildad -que no es otra cosa que la
verdad- que nosotros mismos, los cristianos, formamos parte plenamente de la compañía
de los pecadores, no debemos caer, sin embargo, en el chantaje de quien quisiera
taparnos la boca porquesomos infieles a las exigencias que anunciamos. Jesús quiso
confiar su causa a los hombres, sabiendo perfectamente expresamente nos recuerda-
todos somos pecadores; comenzando por los mismos discípulos a los que, sin embargo,
Él mismo había ido eligiendo uno a uno.
En toda la historia de la comunidad de los bautizados y creyentes, las limitaciones y
las culpas no han sido extrañas ni siquiera para los santos: es más, precisamente ellos,
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que comprendían hasta el fondo las exigencias de la fe, no hacían la pantomima. No eran
hipócritas cuando se decían indignos pecadores. Su sensibilidad ante la culpa era bastante
mayor que la de nosotros los mediocres. Si al final morían serenamente confiados, era
únicamente porque se fiaban de la capacidad de perdonar de Cristo. Y, sin embargo, esta
conciencia de pecado no les impidió predicar enérgicamente un Evangelio que también
les condenaba a ellos. Todo el que hace apostolado anuncia siempre un mensaje que le
supera.
Por eso, debemos ser conscientes de que no nos predicamos a nosotros mismos, sino
a jesús, el Cristo, «en el cual no hay mancha». Así que podemos -y debemos-
«predicar» aun estando necesitados nosotros también de escuchar las predicaciones. Y
después de haberlas oído, ponerlas en práctica. Nosotros no somos otra cosa que frágiles
y toscos «vasos de barro». Pero hospedamos un «tesoro» que hay que mostrar en toda
su belleza, que resalta también por el contraste con un envase tan inadecuado. El Dios
cristiano, de todos modos, puede sacar frutos excelentes y abundantes incluso de este
«barro», vil y desgraciado. ¿No es acaso de un desgraciado, más aún, de un perjuro, que
renegó de Él públicamente tres veces y de manera vergonzosa («entonces él empezó a
jurar y a imprecar: "No conozco a ese hombre!"», cuenta Mateo), no es de ese vaso de
barro de quien Jesús quiso hacer la Piedra sobre la que edificar su iglesia, y tan sólida
que «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella»?
-Cristiano, en resumidas cuentas, no es quien esta sin pecado. El cristiano no es el
hombre perfecto que no se equivoca y que no cae nunca.
-Es más, quien se propusiera de verdad ser así y se desesperase al no conseguirlo,
paradójicamente no sería ni siquiera mejor cristiano, porque habría perdido la fe en la
necesidad, para todos y cada uno de nosotros, de ser redimidos y salvados. Misterio
incomprensible, observaba Blaise Pascal, es el del pecado original y sus consecuencias.
Pero sin él es el propio cristianismo el que se convierte en incomprensible y, con él, la
propia condición humana. Lo que es irreparable no es hacer el mal, sino perder la
conciencia de que se trata de un mal y de que nuestro deber es tratar de evitarlo para
hacer el bien. Salvar la distinción entre -¿cómo te lo diría yo?- negro y blanco: eso es lo
que hace falta, sobre todo hoy, cuando lo criminal es presentado a menudo como
encomiable, como conquista civil, como derecho humano. Pienso en el aborto,
obviamente, como caso ejemplar, donde lo que verdaderamente inquieta no es la
desventurada mujer que lo protagoniza, sino el liberal, el radical que trata de convencerla
de que cualquier sentido de culpa es injustificado, de que no es sino el vestigio de un
moralismo clerical y de que el «bienestar» personal debe prevalecer siempre y en todo
caso. Conservando el sano dualismo entre el bien y el mal y conscientes de nuestra
debilidad, debemos conservar también la humildad de quien sabe pedir perdón a Aquel
que es el Misericordioso. La diferencia entre Pedro y judas no está en la mayor virtud de
uno respecto al otro, sino en el hecho de que uno reaccionó a su caída «llorando
amargamente» -así lo describe Mateo- y el otro, ahorcándose.
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En cuanto a mí, lo único que sé repetir, humilde pero firmemente, es aquel «no puedo
hacer otra cosa». Si no soy capaz de proponer a los demás el modo en que he vivido la
fe, puedo al menos intentar contar -cuanto es posible en estos casos- la manera en que
me fue dada. Después de tanto tiempo, la certeza de que se trató realmente de un don, y
el más precioso, no sólo no ha ido a menos ni se ha ofuscado de alguna manera, sino
que, al contrario, se ha confirmado día tras día, no sólo a nivel de la razón y de la
reflexión, sino también de la experiencia. Personalmente, no he conseguido vivir siempre
y en todo caso el cristianismo en su versión más exigente, la única que considero
completa, la católica, pero sé que el cristianismo «funciona»: cuando se trata de ponerlo
en práctica, empezando por nosotros mismos, funciona, en serio. El sentido de este
diálogo nuestro podría ser el intento de entender por qué un hombre posmoderno puede
llegar a decir, con humildad y a la vez sin dudas: «Aprieta el gatillo, pero no puedo
renegar de mi fe por una razón simple, pero para mí, irrefutable: porque es verdadera...».
He utilizado el término «posmoderno» porque, a pesar de la edad, no consigo todavía
decir «en mis tiempos»: mis tiempos los siento todavía éstos, y aun detestando cualquier
tipo de «juvenilismo» y siendo bien consciente de mi partida de nacimiento, creo vivir el
hoy como puedes vivirlo tú, que eres de la generación siguiente. Por lo demás, hace ya
más de treinta años, con mi primer libro, trataba de responder a preguntas eternas (la
verdad del Evangelio, la posibilidad de tomar todavía en serio aquellas palabras, la
confrontación con las otras religiones), preguntas que, sin embargo, sólo recientemente
han sido retomadas después de ser entonces prohibidas y juzgadas inoportunas, con
centrados como estaban los clericales en sus peleas internas. Decían que yo era
anacrónico. Tengo la impresión -lo digo lejos de todo rencor, comprendiendo a aquellos
hermanos en la fe, deslumbrados y excitados por un «mundo» que descubrían entonces,
mientras que yo, precisamente, venía de él- de que los anacrónicos eran ellos.
-Sé que has tenido tus problemas a causa de lo que has escrito: a la acogida masiva, a
menudo entusiasta, de la gente, se unió la desconfianza, cuando no algo más, de tanta
«intelligentzia» teológica y exegética.
-Sí, es cierto. Pero no dramatizo y, ciertamente, tampoco me considero un mártir, en
el sentido que decíamos antes. He tenido oposiciones, pero también consensos, que me
han compensado ampliamente. En todo caso, es una señal confortadora: conozco
suficientemente la historia como para saber que no hay obra de un hijo de la Iglesia que
no encuentre dificultad y hostilidad por parte de hombres de Iglesia. Me da vergüenza
darte ciertos nombres, y espero que se comprenda que mi pequeño caso es irrelevante,
pero -aunque no sea más que para ejemplificar esa especie de ley de la historia eclesial-
se me vienen a la cabeza un Rosmini, un Padre Pío, un Don Bosco. Este último, aun
habiendo vivido en aquel siglo XIX, que tan bien conocemos, de masones y comecuras,
llegó a decir que ninguna persecución había sido más cruel y dolorosa que la de su
arzobispo, a quien, por otra parte, él mismo había sugerido a Pío IX como pastor de la
Iglesia de Turín.
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Estabas presente tú mismo, como enviado especial de tu periódico, cuando Benedicto
XVI fue a venerar el sepulcro de sor Mary McKillops, la primera beata australiana, que
había sido nada menos que excomulgada por su obispo y marginada por casi todo el clero
de aquel continente. Efectivamente, aunque una cierta nomenclatura clerical a menudo
parece ser madrastra, la Iglesia es Madre, y a fin de cuentas eleva a la gloria a los que un
día fueron difamados. De todos modos, esta dialéctica tiene también su lado positivo y
contribuye a la purificación tanto de las «víctimas» como de sus ideas y obras.
En cualquier caso, como te decía, yo, víctima, no lo he sido jamás; al contrario, he
recibido mucho: sospecho, además -¡en serio!-, que bastante más de lo que me merecía.
Entre otras cosas, al comprar mis libros en cantidad importante, los lectores me han
concedido la primera de todas las libertades: la económica. Al liberarme de la necesidad,
al asumirme en cierto modo a su servicio, esos lectores, a los queles estoy
verdaderamente agradecido, me han permitido no depender de nadie ni de nada más que
de la verdad en la que buscaba profundizar para ellos, pero también para mí. En
cualquier caso, para quien opina públicamente, la hostilidad no es únicamente el peaje
obligado que se ha de pagar, sino que es también un don, el estímulo continuo para el
autoexamen. Por otra parte, si me hubiese preocupado el «qué dirán los críticos» no
habría hecho nada de lo que he hecho. Sabes muy bien que si hablas de Aquel que se
definió como «signo de contradicción», y si todos te dan la razón, debes preguntarte
inmediatamente en qué te has equivocado, o qué se te ha olvidado decir.
Debes saber, de todos modos, por volver al principio, que intentaron disuadirme muy
fuertemente de escribir Hipótesis sobre Jesús y que, tras su publicación, sólo la enorme
demanda, que demostraba la gran carencia de oferta que había en este campo, hizo callar
la aversión que, imagino, de pública se convirtió en privada. Pero te lo repito: aquí estoy,
no puedo hacer otra cosa. Estaba persuadido, tranquila pero férreamente, de que tenía
que escribir, y precisamente de aquella manera, aquellas páginas. Rosanna, que comparte
mi día a día, te lo puede confirmar: no por mérito, sino por temperamento, si la
conciencia me sugiere que hay que hacer o decir una cosa, tiro para adelante como un
tanque: ni me deprimo por los silbidos ni me exalto por los aplausos. Jamás se me ha
subido a la cabeza un logro indiscutible, pero tampoco he tomado jamás tranquilizantes
para contrarrestar los efectos, para mí inexistentes, de las críticas, cuando no de las
maledicencias. También porque -irónico y autoirónico como soy- no me tomo demasiado
en serio y, ciertamente, no tengo el complejo de profeta que anuncia la voluntad de Dios.
Pocos tipos humanos me son tan extraños como los gurús, santones y adivinos. Ni
tampoco se me olvida que en la plaza de Loreto tuvo lugar el epílogo cruel de un
romagnolo que hacía escribir sobre las paredes «siempre tengo razón».1
-Una vez aludiste al hecho de haber recibido nada menos que amenazas físicas por
aquel Informe sobre la Fe que escribiste con el cardenal Ratzinger, entonces prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe, a mediados de los ochenta. ¿Puedes contarme
algo más?
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-Naturalmente, eran amenazas que provenían no «de fuera», sino de dentro de la
Iglesia. No debe causar estupor: el fanatismo político que ha devastado y devasta desde
hace más de dos siglos al mundo no es otra cosa que la imitación laicizada del temible
furor theologorum. Durante un par de meses salí de Milán, donde vivía entonces, y me
refugié en una casa religiosa de media montaña (me da la risa, ¡ni que fuese una historia
de partisanos de la resistencia!) sin dejar señas, porque me llegaban continuamente
amenazas, incluso durante la noche, de parte, naturalmente, de apóstoles del diálogo, de
la apertura y de la tolerancia... No tenía miedo, únicamente estaba harto de aquel
teléfono que no paraba de sonar mientras dormía, y de todas aquellas cartas anónimas,
más grotescas que temibles. Poco honorables para sus autores, las muchas cartas
enviadas al cardenal eran para revelarle que se había equivocado de periodista, al
confiarse con un separado que tenía en curso una causa de nulidad matrimonial. Pero se
equivocaban aquellos anónimos, visto que (como ya te he dicho) había advertido
previamente a su eminencia de mi situación, y por su parte no había habido objeciones,
ya que mi posición era incómoda, pero no estaba en discordancia con la moral católica.
Querían darme una lección, porque no sólo era culpable de haber dado voz al «gran
inquisidor», sino también de no haberle ridiculizado y contradicho, de no haberle llevado
la contraria. Era culpable de no haber ocultado que estaba de su parte, y que había
deseado tenazmente aquel libro, que todos juzgaban impensable (¡el prefecto del ex
Santo Oficio concede una entrevista!), justamente para extender al máximo la perspectiva
de aquel teólogo tranquilo al que la leyenda negra presentaba como Panzer-Kardinal. La
habían tomado con él, pero también con el cronista que había registrado, no sólo
impasible, sino claramente solidario, las palabras de aquel futuro Papa que definía el
marxismo como «vergüenza de nuestro siglo».
Te ruego que tomes nota del clásico retraso clerical, el anacronismo del que te hablaba
hace un momento: estábamos en 1984, faltaban cinco años para la caída vergonzosa del
muro de Berlín, pero un cierto mundo eclesial influyente había descubierto y abrazado el
marxismo justamente mientras desaparecía. Lo habían confundido con la modernidad,
¡con el futuro inevitable! La infatuación estaba todavía tan viva entre la intelligentzia
cristiana (y no sólo la católica) que la Teología de la Liberación, incluso en sus aspectos
ideológicos más claramente marxistas, era considerada intocable, sagrada. El hecho de
que un Prefecto para la Doctrina de la Fe hubiese alertado de ello con un documento
promulgado justo en aquellos meses, era considerado una blasfemia intolerable contra «el
espíritu del Evangelio» y, naturalmente, contra el «espíritu del Vaticano II». ¡Cinco años,
como te digo, sólo cinco años faltaban para la deshonrosa despedida del comunismo de la
historia! ¿Y quieres que me preocupara ni tanto así de semejantes críticos?
Como me decía una vez, irónico, el medievalista católico Franco Cardini, «estar en
vanguardia es fácil, basta con aguantar firmes en el sentido común y en la tradición; antes
o después, los furores se aplacan y de reaccionario oscurantista que eras considerado
pasas a ser redescubierto como precursor y profeta...». Digamos que no hice otra cosa
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que quedarme tranquilo a la espera de que el carnaval ideológico se agotase, y de que las
presuntas vanguardias del cristianismo acabasen, inesperadamente (inesperadamente para
ellos, se entiende, no para mí), entre las antiguallas de una época cerrada para siempre.
 
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2 
UN SEMINARIO LAICO
Antes de seguir, y de hablar de todo lo que te pasó, me parece oportuno que describas
quién eras, de dónde venías, qué hacías y qué pensabas hacer. En definitiva, te ruego
que hables un poco del Messori de antes, que cuentes tus orígenes.
-Soy, en muchos sentidos, un hijo de la guerra. Ante todo porque soy el fruto,
inesperado y creo que indeseado, de un permiso de mi padre, alistado entonces en el
Ejército Real para defender el sur de la Francia ocupada. Mi madre era muy joven (no
tenía todavía veinte años cuando yo nací) y mi padre sólo contaba un par de años más.
Era una muchacha hermosa, tanto que había sido elegida «reginetta» -así se llamaba
entonces a las misses de la ciudad-, y aquel chico probablemente quería beneficiársela, y
se ufanaba de ello con los amigos, sin casarse. Al menos, no tan pronto ni bajo el
chantaje de un embarazo. El hecho es que del «matrimonio reparador» surgió una familia
con unos problemas de carácter tales que, cuando llamé a la puerta del mundo católico,
una de las cosas más difíciles de aceptar para mí fue aquella especie de familismo
retórico, sentimental, exhibido, que a menudo circula en él. Ya sabes, la mirada entre
orgullosa, inquisitorial y compadecida con la que te miran esas «ejemplares madres
católicas» que exhiben a sus cuatro, cinco o más hijos cuando les digo que nosotros no
tenemos ninguno, ni siquiera uno.
No me malinterpretes. Aun rechazando el almíbar tipo «el nido de los afectos», «el
lugar de la intimidad y de la confidencia», «el ángel del hogar», apruebo obviamente la
doctrina de la Iglesia sobre la familia como núcleo fundador de la sociedad. Estoy seguro
de que forma parte del plan primordial de Dios y comparto la defensa de sus derechos.
Pero esto lo hago en la línea de la obediencia, como opción de fe, no como una
consecuencia de la experiencia personal. Conozco la historia lo suficiente como para
saber que cada intento de sustituir al núcleo familiar, por ejemplo entregando los hijos a
las instituciones públicas, es un fruto violento del totalitarismo,

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