Logo Studenta

Vive-Una-Vida-De-Fuego - Reinhar-Reinhard-Bonnke

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

“Como si fuera novela, Reinhard Bonnke nos cuenta su dramática huida de
Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Desde esos días turbulentos
de su niñez, Dios lo fue preparando para que un día predicara a millones de
personas en África. A lo largo de su historia, Bonnke comparte honesta y
elocuentemente las decisiones pequeñas y grandes que han marcado su vida.
Con su fe sencilla y tenaz, este extraordinario evangelista alemán ha
cambiado el destino de incontables vidas, y nos muestra lo que Dios puede
hacer cuando decidimos responder a su llamado”.
—Stan Jeter
Director, Global News Alliance
EDITORIAL PENIEL
Boedo 25
Buenos Aires, C1206AAA
Argentina
Tel. 54-11 4981-6178 / 6034
e-mail: info@peniel.com
www.peniel.com
©2018 Editorial Peniel
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación
puede ser reproducida en ninguna
forma sin el permiso escrito de
Editorial Peniel.
Las citas bíblicas fueron tomadas de
la Santa Biblia, Nueva Versión
Internacional, a menos que se
indique lo contrario.
© Sociedad Bíblica Internacional.
Diseño de cubierta: Brand Navigation
Diseño de interior y adaptación de
cubierta:
ARTE PENIEL • arte@peniel.com
Fotografías: Oleksandr Volyk, Peter
van den Berg, Roland Senkel, Rob
Birkbeck, Karl-Heinz Schablowski, T.
Thomas Henschke y Flower
Pentecostal Heritage Center.
Publicado originalmente en inglés con el título:
Living a Life on Fire por Full Flame Gmbh
© Copyright 2009 Reinhard Bonnke. All rights reserved.
Para más información o detalles sobre otras publicaciones,
por favor contacte a: Harvester Services, Inc.
P.O. Box 2295, Jupiter Florida 33458, U.S.A.
Bonnke, Reinhard
Vive una vida de fuego. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires :
Peniel, 2018.
656 p. ; 15x23 cm.
mailto:info@peniel.com
http://www.peniel.com/
mailto:arte@peniel.com
Traducción de: Karin Handley; Paula De Monte.
ISBN 978-987-557-656-8
1. Autobiografías. I. Handley, Karin, trad. II. De Monte, Paula,
trad. III. Título.
CDD 833
Impreso en Colombia / Printed in Colombia
CONTENIDO
DEDICATORIA
PARTE 1: UN NOMBRAMIENTO DIVINO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
PARTE 2: FUERA DE ALEMANIA
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
PARTE 3: LA ESCUELA DEL ESPÍRITU
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
PARTE 4: AÑOS DE PREPARACIóN
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
PARTE 5: LA TIENDA MÁS GRANDE DEL MUNDO
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
PARTE 6: LA COSECHADORA
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
PARTE 7: LA COSECHA SOBRENATURAL
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
PARTE 8: NUEVOS HORIZONTES
CAPÍTULO 40
DEDICATORIA
Para Hermann y Meta Bonnke,
verdaderos padres en la vida y en el Señor.
Y para Luis (Ludwig) Graf,
quien llevó obedientemente el Evangelio con el fuego viviente
del Espíritu Santo a Prusia Orientaly me marcó un modelo a seguir.
PARTE 1
Un nombramiento divino
¿Qué hilo debo escoger, Señor? ¡Hay tantos para elegir!
Cuelgan delante de mis ojos como hebras de seda en un portal.
Cada uno promete tejer el tapiz más fino de mi vida.
Pero no es mi tapiz. No es mi vida.
Así que pregunto nuevamente: ¿qué hilo debo escoger?
¿Qué hebra pasará por el ojo de la aguja?
CAPÍTULO 1
Me siento tranquilamente con una explosión que surge en mi interior. Me
inclino hacia adelante en el borde de mi asiento. Mis manos exploran la
tapa de la Biblia con la que predico, mientras mi pie da golpes nerviosos
sobre la plataforma. Cada molécula de mi cuerpo se anticipa a lo que está a
punto de suceder. Creo que cualquier persona sentiría lo mismo si estuviera
en mis zapatos.
Es una noche tropical en el norte de Nigeria. Estamos en el corazón de
África. El aire es cálido, húmedo y lleno de sonido. Un grupo de música
góspel local presenta una melodía de alabanza acompañada por un tambor
de piel de serpiente. Un coro de pájaros, ranas e insectos se les une desde los
árboles de alrededor. La gran multitud de pie delante de mí irradia emoción
y expectativa. Casi setecientos mil miembros de la tribu han caminado
muchos kilómetros para llegar a este lugar. Muchos de ellos son
musulmanes. Sus rostros alzados me atrajeron como una mariposa a la luz.
Alrededor de dos millones cuatrocientos mil asistirán a cinco noches de
predicación. Más de un millón cuatrocientos mil aceptarán a Jesús como
Salvador en las invitaciones. Los equipos de seguimiento discipularán a cada
uno de ellos.
La anticipación acelera mi corazón. ¿Y el suyo? Mientras comienza a
leer mi historia, me pregunto: ¿es usted como yo? ¿Lo impulsa día y noche
la perspectiva de ver cumplida la Gran Comisión de Cristo? Si no es así,
entonces oro para que la historia de mi vida encienda un fuego en usted.
Que sea un fuego que lo cambie todo. Un fuego santo que lo convencerá de
que nada es imposible con Dios.
Veo que algunas personas de la multitud de esta noche son lisiadas.
Algunos yacen en camillas. Otros usan muletas. No todos serán sanados,
pero algunos de estos lisiados van a caminar. Debo decirle que cuando
caminen, voy a danzar con ellos por toda la plataforma. ¿No lo haría usted?
Hay invidentes, algunos de los cuales llegarán a ver. No puedo explicar por
qué, pero en las zonas musulmanas veo a más ciegos recuperar la vista.
Desearía que todos pudieran estar conmigo para verlo. Los dolores crónicos
se van de los cuerpos, los tumores cancerosos desaparecen. Son solo algunas
de las señales que suceden después de la predicación de las Buenas Nuevas.
Siento una suave vibración. Es casi audible. Los generadores susurran
dentro de sus contenedores aislados cerca de allí. Alimentan kilovatios de
electricidad para nuestras sedientas torres de sonido y las luces del
escenario. Hemos importado nuestra propia red de energía a esta área
remota. Estamos mucho más allá del alcance de las cadenas hoteleras
Marriott, Hyatt, Hilton o incluso Motel 6. Nuestro equipo ha instalado un
pequeño pueblo de casas rodantes en las cuales refugiarnos mientras dure el
evento. Los teléfonos celulares no tienen ningún valor. Los satélites nos
mantienen conectados. Pocos alguna vez han escuchado hablar de este
lugar. Sin embargo, ¡esta noche hay aquí más de medio millón de personas!
Mi garganta se comprime al comprender la magnitud de esto. Lágrimas
tibias buscan los rabillos de mis ojos. Es un gozo que va más allá de lo que
alguna vez he conocido.
Sonrío y levanto la cabeza para contemplar un cielo lleno de
constelaciones antiguas. Siento que el Creador del universo me sonríe esta
noche en este rincón del mundo. Respiro profundamente. El humo de
fuegos de cocción pinta la brisa y me trae de regreso a la Tierra. Estoy a
miles de kilómetros de los lugares conocidos, y es donde más me siento
como en casa. Hemos encontrado otro Estado olvidado, en el que pocos han
escuchado hablar del camino de la salvación. Soy Reinhard Bonnke, un
evangelista. Bienvenidos a mi destino.
Esta noche, los acontecimientos se desarrollarán como un sueño bien
ensayado. Me van a presentar. Mis ojos van a recorrer la multitud, sabiendo
que a todos nos reúne el mismo Jesús. Mi corazón se abrirá al Espíritu Santo
y en mi mente aparecerá una imagen. La llamo “la forma del Evangelio”. Es
un bosquejo que voy a llenar de una explosión de palabras que brotan de mi
corazón sin ensayo.
Ahora tengo que hacer una confesión. Esto se ha convertido en una
adicción para mí. Pero es una adicción que me alegra compartir con usted.
Llevar a los pecadores a la salvación en masa, o de a uno, es lo mismo. Es
algo que como, duermo, hablo, escribo, oro, lloro, río. Mi deseo es morir
predicando este Evangelio. Soy como un hombre muriendo de hambre hasta
que puedo volver a ponerme de pie con un micrófono en la mano, mirar un
mar de rostros y decir a gritos las palabras del divino amor en la oscuridad.
Es impresionante ya. Los resultados sondescomunales. Estoy por ver a
cien millones de personas que responden al Evangelio. Se han registrado
más de setenta y cuatro millones de decisiones desde el año 2000. Sin las
décadas de experiencia que condujeron a mi equipo a esta cosecha, nos
sentiríamos abrumados por estas cifras. Pero no aminoramos la marcha;
levantamos más plataformas como esta en lugares de los que seguramente
nunca ha escuchado hablar. Después de leer mi historia, espero y oro que
me acompañe en cada una de esas futuras plataformas y comparta mi
entusiasmo. Si no puede estar allí en persona, entonces espero que esté allí
en oración, en fe, en espíritu.
En verdad, no he hecho nada solo. Dios me ha llamado y ha sido mi
piloto. El Espíritu Santo ha sido mi consolador, mi guía y mi fuente de
poder. Como va a leer en estas páginas, me dio la esposa perfecta. Nos dio
hijos preciosos y una familia extendida. Y ha provisto un equipo que ha
crecido conmigo durante décadas de trabajo juntos. Además de eso, ha
traído a miles de personas para que nos acompañen. Nos han apoyado en
oración y en compañerismo. Nuestra recompensa en los cielos será la
misma.
¡Ay, disculpe! Me tengo que ir ahora. Ya me han presentado y tengo un
micrófono en la mano. Me pongo de pie y me inclino hacia adelante, listo
para predicar con el fuego que siempre he sentido en los huesos. Pero justo
antes de que abra la boca, siento que un silencio santo desciende sobre mí.
También limpia a la multitud, y caigo sobre mis rodillas en humildad y
reverencia, levantando mi rostro al cielo. Porque en el aire sobre mí siento
una multitud invisible que hace parecer pequeños a los casi setecientos mil
nigerianos que esperan escuchar mi próxima palabra. Hablo de la nube de
testigos de los cielos, una innumerable muchedumbre que me lleva sobre sus
hombros. Y de esa multitud celestial se destaca un hombre, un evangelista
alemán que ha partido antes que yo. Conozco su reputación. Es, en muchas
maneras, como estos nigerianos: pasado por alto, excepto por los cielos. Su
vida fue sembrada en la debilidad y, según dicen algunos, en el fracaso. Sin
embargo, esta noche, todas las almas nacidas en el Reino también serán el
fruto de su ministerio. Las mismas palabras que yo digo salieron primero de
su corazón.
Ahora puedo comenzar.
CAPÍTULO 2
Al comenzar la historia de la obra de Dios en mi vida, me inundan
maravillosas posibilidades. Son demasiadas para ignorarlas. Entonces, limito
mi búsqueda. Pienso específicamente en los orígenes. No en su llamado y
las muchas direcciones a las que me guio a lo largo del camino. No en el
camino que me llevó a África y a una cosecha de almas más allá de mis
sueños más alocados. No, primero me remonto a Ostpreussen (Prusia
Oriental), a un tiempo y un lugar que ya no existen.
Al recordar eso, siento una misteriosa opresión cerca del corazón. “¿Qué
es esta opresión?”, me preguntó. Y entonces lo sé. Estoy seguro de que lo sé.
Es la deuda que tengo con un hombre que murió años antes de que yo
naciera.
Fácilmente podría olvidarlo. Es alguien desconocido. Su vida y su
ministerio no se celebran. Si me quedo en silencio, nadie va a relacionar su
nombre con el mío. Pero yo lo sé. Y no puedo dejar de contar su historia.
Cada vez que me pongo de pie sobre una plataforma y observo un mar de
rostros ansiosos por escuchar el Evangelio, siento sobre mí esta mirada de la
nube de testigos de los cielos. No podría estar en llamas con el Espíritu
Santo hoy si este hermano olvidado no hubiera llevado la llama a la familia
Bonnke tanto tiempo atrás.
Examino la opresión que siento, y creo que debe ser como la deuda que
tiene un gran roble con la bellota de la cual surgió. O la deuda que tiene un
abeto gigante con la semilla que se agitó en el terreno y murió para que un
día pudiera elevarse en las alturas como una torre de vigilancia sobre el
bosque alemán. Sí, así es la deuda que siento. Es el peso de una deuda que le
debo a un hombre llamado Luis Graf.
Un día, cuando aún era muy joven, estudié un gráfico de nuestro árbol
genealógico alemán. Allí fue cuando descubrí la impiedad general de
nuestro clan. Me asombró que mi abuelo y mi padre se destacaran como
hombres de fe en un panorama desprovisto de espiritualidad. Fui a mi
padre, que era un predicador pentecostal, y le pregunté: “¿Cómo llegó Dios
a la familia Bonnke?”.
La respuesta de mi padre ha marcado mi vida y mi ministerio hasta el
día de hoy. Me contó la historia de cuando Luis Graf llegó a nuestro pueblo
en 1922, dieciocho años antes de que yo naciera. Luis fue un armero nacido
en Alemania que había inmigrado a América cuando era joven. Allí, había
acumulado una fortuna personal con arduo trabajo y autodisciplina.
Después de jubilarse, regresó a su tierra natal en el poder del Espíritu Santo,
después de experimentar un bautismo que le cambió la vida y le permitió
hablar en lenguas.
Cuanto más vivo, más veo las conexiones divinas entre Luis y yo,
aunque nunca lo conocí personalmente. Entonces, mientras me preparo
para repetir la historia de mi padre, ¿podría permitirme ir más allá de sus
palabras? Voy a compartir detalles que he conocido recientemente acerca de
este siervo de Dios.
La historia de Luis Graf es más que una narración personal. Es parte de
la historia de todo un movimiento del cual soy un predicador de la segunda
generación. Me refiero al movimiento pentecostal que comenzó el día de
Pentecostés, ardió nuevamente en la Misión de la calle Azusa en Los
Ángeles, en 1906, y luego explotó por todo el mundo. Hoy es la fuerza
moderna más grande en el cristianismo, con más de setecientos millones de
adherentes en todo el mundo. Creo que entender la historia de Luis Graf es
comprender este movimiento más perfectamente y ver cuál es mi lugar
dentro de él.
Por estos motivos, he investigado mucho. Me he introducido en una
máquina del tiempo. He viajado a un tiempo pasado en el que me he puesto
en la piel de otro evangelista, al demostrar sus sentimientos y pensamientos
en un tiempo y en un lugar determinados que no son los míos. Y fui
recompensado. Llegué a creer que seguramente su historia va a pasar por el
ojo de la aguja. Es el primer hilo en el tapiz de la obra de Dios en mi vida.
CAPÍTULO 3
Un ejército de nubes marchaba por el cielo, vestidas en tonos de gris
sombrío. Era principios de la primavera de 1922, y las garras de un largo
invierno no estaban listas para liberar al paisaje de Prusia Oriental. Un
elegante y nuevo automóvil de paseo Mercedes se deslizaba por el sendero
automovilístico a lo largo del bosque. Su motor trabajaba como la cadencia
de un tambor militar. El barro salpicaba su acabado blanco plateado
mientras pasaba por debajo de los árboles.
El automóvil entró en un gran claro. Del otro lado de un campo de
tierra profundamente surcada, un granjero se dio vuelta y lo miró fijamente.
Se inclinó sobre su azada debajo de una gorra de gruesa lana natural, su
cuello volteado contra el viento. La expresión de su rostro era sombría y
hostil.
En este enclave alemán sobre el mar Báltico, era extraño ver un
automóvil después de la Primera Guerra Mundial. Los ejércitos rusos habían
destruido caminos, fábricas y ciudades antes de ser replegados por el ejército
prusiano. La Gran Guerra y su posterior inflación habían reducido no solo
las cuentas bancarias de pueblo alemán; habían vaciado sus propias almas.
Más de tres millones de los mejores hombres de Alemania habían perecido
en cuatro años de combate. Las heridas de la guerra eran frescas y
sangrantes.
El conductor del Mercedes, bajo su vistosa gorra y gafas de aviador, sabía
esto muy bien. Era un estadounidense nacido en Alemania que
recientemente había regresado a su tierra natal después de la Gran Guerra.
Entendía que este pobre granjero no tenía nada en común con alguien que
podía darse el lujo de pasear por el campo con un auto elegante.
No obstante, el corazón del conductor seguía sintiendo cariño por el
pueblo alemán mientras conducía de un extremo al otro de esta tierra
devastada por la guerra. Saludó amistosamentea este granjero, con la
esperanza de al menos expresar un poco de buena voluntad.
Lamentablemente, el hombre se volvió a sus tareas como si hubiera recibido
un insulto.
El conductor volvió a centrar su atención en el camino. Desapareció
detrás de una cadena montañosa delante de él en el extremo lejano del
claro. En ese punto de fuga, vio grandes brazos de lona frente al horizonte.
Cuando su automóvil llegó a la cima de la montaña, pudo ver que los brazos
que se sacudían pertenecían a un gran molino de viento que trabajaba para
extraer energía del cielo. En la base del molino de viento, yacía un molino
de harina. Junto a este molino, había una gran panificadora de estuco con
humo blanco que se elevaba de chimeneas de hornos de ladrillo.
Al conductor se le hizo agua la boca. Aún tenía que cubrir un kilómetro,
pero ya podía saborear las tortas, los strudel y los bocadillos de avena que
salían calientes de los hornos. Incluso podría detenerse para abastecerse de
galletas saladas para el camino. Según recordaba de su niñez, estas galletas
llamadas pretzel siempre se doblaban cuidadosamente en una tríada que
representaba al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Se rió entre dientes. “Ya
no estoy en Estados Unidos. Estoy en la tierra en la que la religión ha
torcido las Escrituras en un pretzel”.
Al acercarse más, pudo ver un pequeño pueblo de una docena de casas.
Se alineaban a ambos lados del camino en el lado lejano de la panadería,
donde el bosque bordeaba el claro. Pensó que este pueblo ofrecería una
parada de bienvenida para los viajeros friolentos que se habían perdido por
el camino. Imaginó un fuego caliente. Tal vez podría pagar para tener
alojamiento por la noche. El día casi llegaba a su fin.
Redujo la velocidad del automóvil y se detuvo cerca de la puerta de la
panadería, colocó el freno de mano y apagó el motor. Inmediatamente, el
aroma del pan recién horneado fue una bendición para sus sentidos. Se
quitó los guantes de conducir y abrió la puerta del vehículo. Al salir, se quitó
las gafas y la gorra de cuero. Estuvo un momento quitándose motas de barro
de las mejillas y el mentón.
El barro pegoteado de los rayos de madera de las ruedas y los
neumáticos de goma del automóvil cayó al suelo. La elegancia estilizada de
los guardabarros del Mercedes se despegó de la carrocería del vehículo como
las alas de un cisne al volar. Pero este cisne había sido formado por los
caminos primitivos de Prusia Oriental.
Mientras tanto, un hombre completamente calvo con un bigote con
forma de manubrio salió de la panadería mientras se limpiaba las manos en
su delantal. Miró al conductor, que ahora se había quitado la bufanda del
cuello y la usaba para limpiar el barro del panel de la puerta. Mientras
trabajaba en ello, se podía ver un cartel pintado a mano sobre la superficie
de metal que salía de debajo del desorden. Decía: “Jesús viene pronto. ¿Está
preparado?”. El conductor se volvió, y vio al panadero por primera vez.
—Buen día para usted, señor — dijo, mientras extendía la mano con una
sonrisa enérgica—. Soy Luis Graf, siervo de Dios.
El panadero lentamente se limpió las manos en el delantal antes de
estrechar la mano de Luis. Habló con tono cauteloso.
—Soy Gerhard, y aquí somos todos luteranos.
—Los luteranos están bien. Necesitan a Jesús. Yo mismo fui bautizado
como luterano, pero luego tuve un encuentro con el Señor y recibí el
segundo Pentecostés. ¿Ha recibido usted el segundo Pentecostés? El hombre
sacudió la cabeza. No tenía motivos para conocer tal cosa.
—Bueno, debo contarle acerca de eso, porque no hay nada más
importante para los tiempos que vivimos, mi amigo. Pero, primero… Iba de
camino a Königsberg y, al parecer, me perdí. ¿Podría decirme en qué pueblo
me encuentro? — Esto es Trunz. — Trunz. No estoy seguro de haber
escuchado acerca de este lugar. — Se rió amablemente—. Estoy más perdido
de lo que pensaba. Pero eso no es problema. Estoy seguro de que el Señor
me ha guiado hasta aquí para que predique el Evangelio. ¡Aleluya! — Le dije
que somos todos luteranos — respondió el hombre fríamente.
Mientras tanto, un joven había llegado en bicicleta y ahora estaba
inspeccionando el Mercedes con asombro y curiosidad. El pecho de Luis
tembló de emoción. A menudo sentía esta vibración cuando el Espíritu
Santo hablaba a su corazón. Una suave voz le dijo que el cautiverio pronto
se rompería en este lugar. Asintió con la cabeza al panadero.
—Puedo ver que mi predicación aquí tendrá que esperar hasta que estén
listos para escucharla. Son los últimos días, Gerhard. ¡Pobre de mí si no
predico el Evangelio de Jesucristo! Dígame, ¿hay alguien enfermo en este
pueblo?—¿Enfermo? ¿Es usted médico también?
—No, soy predicador. Pero represento al Gran Médico. Permítame
preguntarle algo, Gerhard. Si oro por alguien que está enfermo y usted ve
que se sana, ¿creerá que he sido enviado aquí para predicar el Evangelio?
¿Me escuchará entonces? Lentamente, el panadero comenzó a sonreír y
asentir con la cabeza.
—Sí. Sí, lo escucharía.
El panadero sabía algo que Luis no podría haber sabido. Todos en Trunz
estaban al tanto de alguien terriblemente enfermo allí. Y Gerhard sonreía
porque este estadounidense ingenuo estaba a punto de irse del pueblo
completamente derrotado. Nunca tendría que soportar escuchar su sermón
del Evangelio.
—De hecho, aquí hay alguien enfermo — continuó—. Muy enfermo.
Escuche.
Señaló hacia el pueblo y luego ahuecó las manos detrás de las orejas.
Luis hizo lo mismo. Al principio no pudo escuchar nada, solo el suspiro
del viento que impulsaba los brazos del molino de viento arriba de él.
Luego, después de algunos momentos, lo escuchó.
“¡Aaaaaarrg!”.
Sintió cómo el aire se elevaba sobre su nuca. El sonido provenía desde el
extremo lejano del pueblo. Era algo que podría haber imaginado en una
noche sin luna en el bosque oscuro. Tal vez un sonido de origen demoníaco.
Su primer instinto fue saltar dentro de su automóvil y apretar el
acelerador hacia otro pueblo. Pero se quedó donde estaba, reprendiendo su
impulso de cobardía espiritual. El llanto no podía ser otra cosa que la voz de
un hombre. Un hombre enfermo que sufría como si estuviera en un banco
de tortura.
—¿Quién es ese? —Su nombre es August Bonnke — respondió Gerhard
tranquilamente—. Es el maestro molinero aquí. Es el dueño de este molino
y esta panadería, y el líder de Trunz. Un gran hombre que ha sido golpeado
por una terrible enfermedad. Gota, reumatismo o algo así. Nadie sabe lo
que es en realidad. Ha sufrido durante años, y los médicos no pueden hacer
nada. Llora de dolor día y noche.
“¡Aaaaaarrg!”.
El terrible llanto sonó nuevamente, pero esta vez Luis lo escuchó con
oídos de compasión. Los elementos de dolor, desesperación y furia que
provenían del hombre en la casa que se encontraba en el extremo lejano del
pueblo fueron sonidos traducidos en su corazón por el Espíritu Santo. Aquí
había un alma atrapada por Satanás. Un alma por cuya liberación Cristo
había muerto. Había un llanto desesperado que le pedía a Dios liberación.
El tipo de llanto que no podría retener el orgullo, el estoicismo ni la fuerza
de voluntad alemanes. Era el tipo de clamor que Dios nunca rechazaba. Luis
inmediatamente comprendió que Dios había hecho que se perdiera en el
camino a Königsberg para que tuviera esta cita divina en Trunz.
—Me gustaría mucho orar por el señor Bonnke — aseguró Luis—. ¿Cree
que él me lo permitiría? El panadero se encogió de hombros. Se volvió y
llamó al joven, que seguía embelesado con el automóvil.
—Hermann, ven aquí.
El joven tomó su bicicleta y caminó con ella hacia donde estaban los dos
hombres.
—Sí, Gerhard.
—Hermann, dile a tu padre que aquí hay un predicador para orar por él.
Hermann miró perplejo a cada uno de los hombres, obviamente
sorprendido, sin entender lo que sucedía. El panadero se volvió nuevamente
a Luis.
—¿Qué tipo de predicador debemos decir que es, reverendo Graf?
¿Luterano? ¿Católico? ¿Evangélico? Luis pensó por un momento.
—¿Han escuchado hablar de la calle Azusa? ¿El avivamiento enEstados
Unidos? ¿En Los Ángeles? Tanto Gerhard como el joven sacudieron la
cabeza. Nunca habían escuchado hablar de esto.
—No importa. Díganle al señor Bonnke que soy un hombre lleno del
Espíritu Santo. Cuando ore por él, no será como cuando reza por él un
sacerdote. Voy a orar en el poder del Espíritu Santo, y su cuerpo sanará.
Díganle eso.
El panadero se volvió al joven Hermann y le dijo que fuera y le dijera
esas cosas a su padre. El joven se subió de un salto a su bicicleta y comenzó a
pedalear rápidamente hacia la casa que estaba en el extremo lejano del
pueblo.
Ese joven de la bicicleta era Hermann Bonnke, mi padre, que tenía solo
17 años en ese momento. El hombre enfermo, August Bonnke, era mi
abuelo.
El clan Bonnke vivía en una zona aislada de Alemania llamada Prusia
Oriental. Nuestro enclave había sido creado por un tratado internacional al
final de la Primera Guerra Mundial. Había sido aislado en forma artificial
del resto de Alemania, y enfrentaba el mar Báltico y limitaba con el Imperio
ruso al Este. A lo largo de nuestra frontera occidental, algo llamado
“Corredor Polaco” se extendía desde la actual Polonia hasta la ciudad
portuaria de Danzig, en el mar Báltico. Actualmente, Prusia Oriental ya no
existe. Después de la Segunda Guerra Mundial, todos los alemanes fueron
limpiados étnicamente de esta región.
Sin embargo, en esta tierra aislada, fría, húmeda y forestada, en la
primavera de 1922, la antorcha encendida del Espíritu Santo pronto se
pasaría. Luis Graf llevó ese fuego, el fuego de Pentecostés que más tarde
consumiría mi vida.
CAPÍTULO 4
Luis Graf entró en la casa de August Bonnke como un farol encendido en
una caverna lúgubre. Las telarañas de dudas y estancamiento religiosos se
barrieron mientras se movía hacia la cama en la que yacía el maestro
molinero, “el mejor hombre de Trunz”, retorciéndose de dolor. Proclamó
libertad al oprimido, sanidad al enfermo y salvación al pobre pecador
necesitado, luterano o lo que fuera.
Anunció que el Espíritu Santo lo había enviado para dar una
demostración del poder de Dios que podía hacer nuevas todas las cosas. Las
sanidades divinas eran señales y maravillas para confirmar la predicación
del Evangelio. Tomó al enfermo de la mano y le ordenó que se levantara y
quedara sano en el nombre de Jesús.
August sintió una oleada de energía celestial en todo su cuerpo. Saltó de
su lecho de enfermedad y se puso de pie, tembloroso como un delincuente
alrededor de quien acaban de caer los muros de una prisión. Miró sus brazos
y sus piernas como si acabaran de caer de ellos cadenas de hierro. Se palpó
las articulaciones, que antes estaban hinchadas e inflamadas, y ahora
estaban renovadas, en un estado ágil y rejuvenecido. Su esposa, Marie, que
había estado junto a su cama durante años, comenzó a llorar.
Se puso a caminar, luego a correr, después a saltar, luego a gritar. Tomó a
su esposa y la abrazó, con lágrimas que caían libremente por su rostro. Un
momento atrás habría sido incapaz de soportar el toque más ligero sobre su
piel. Ahora, era un hombre libre de dolor. Era libre de verdad. Podía volver
a aferrarse a la vida. ¡Y eso es lo que hizo! Una nueva vida de salud y vigor
se le había dado a un hombre condenado por una enfermedad maligna que
lo atormentaba. August Bonnke nunca sería el mismo y nunca, hasta el día
de su muerte, dejaría de testificar acerca de lo que Dios había hecho por él
ese día en Trunz.
En 1922, Luis Graf no vio la gran cosecha que había esperado después
de la dramática sanidad de August Bonnke. Espiritualmente, Alemania era
una tierra dura y amarga. Solo dos personas aceptaron a Cristo como
Salvador ese día: August y su agradecida esposa, Marie. Luis los guio en la
oración para pecadores. Luego impuso sus manos sobre ellos, recibieron el
don del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas. La antorcha de
Pentecostés se había pasado.
Dos años más tarde, Luis fue invitado a regresar para reuniones en la
hermandad pentecostal local en la cercana ciudad de Königsberg. Mis
abuelos viajaron fielmente desde Trunz a esas reuniones, que continuaron
durante cuatro meses. La asistencia excedió la capacidad del edificio de la
iglesia. Se contrató un ayuntamiento, en el que entraban ochocientas
personas sentadas. Pronto se abandonó ese lugar, para trasladarse a un
recinto que albergaba a dos mil personas. En total, cuatro mil personas
fueron salvas en las reuniones de Königsberg. Fue una cosecha
inusualmente grande en aquellos días.
Hermann Dittert, un amigo de toda la vida de nuestra familia que asistió
a esas reuniones con mis abuelos, escribió más tarde: “Luis Graf era una
cortadora de césped evangelística”.
Encontré esta cita recientemente, y es fascinante comparar esta
descripción de la “cortadora de césped” con la que comencé a usar cuando
nuestras cruzadas en África se volvieron demasiado grandes para la
capacidad de cualquier estadio. Al reunirnos al aire libre con lugar solo para
estar de pie, comenzamos a ver multitudes de más de cien mil personas. Al
cabo de un año, registramos conversiones de millones de almas. Podía sentir
que se producía un cambio de paradigma, y dije: “Hemos llegado a la era de
la cosechadora”.
Ahora reflexiono sobre la diferencia entre una cortadora de césped y
una cosechadora. Creo que demuestra la diferencia entre la era de Luis Graf
y la de Reinhard Bonnke. En la década de 1920, la cortadora de césped se
estaba convirtiendo en una herramienta común. Durante las décadas
siguientes, se desarrolló la cosechadora para las operaciones agrícolas
masivas que vemos hoy. Estos dos símbolos también reflejan una diferencia
en los horizontes de la fe. En años veinte, los pentecostales de Alemania
estaban tan marginados de la corriente dominante de la vida religiosa que
solo se atrevían a ver el campo de cosecha como césped que se debía cortar.
Hoy mi equipo se atreve a imaginar un continente entero que viene a
Cristo.
Se construye una gran autopista a lo largo del camino de los pioneros
que encendieron el sendero. El sendero espiritual encendido por Luis Graf
en Trunz estableció un patrón para mi vida y mi ministerio una generación
más tarde. Aún más, esa congregación de creyentes pentecostales en
Königsberg proveyó el rico suelo de la comunión que alimentó la fe de mis
abuelos y, más tarde, de mis padres, Hermann y Meta Bonnke.
Dos años después de las reuniones de Königsberg, a los 65 años, Luis
sintió en su espíritu que debía retirarse de todos sus compromisos como
orador. La duración de su esfuerzo evangelístico fue bastante breve. Solo
cuatro años.
Sigue siendo un misterio para mí. Ni siquiera puedo identificarme con
esto. Celebro cincuenta años en el ministerio activo y me apasiona predicar
el Evangelio más que nunca. No puedo imaginarme jubilado. Pero en 1926,
Luis Graf dio ese paso y la cortadora de césped evangelística se quedó en
silencio.
Nueve años más tarde, Adolf Hitler asumió el poder en medio del caos
económico y político en el que se encontraba Alemania. Mientras el mundo
se apresuraba hacia el holocausto de la Segunda Guerra Mundial, Luis fue
llamado a su hogar en la eternidad a los 74 años.
PARTE 2
Fuera de Alemania
Ahora me voy a dormir.
Oro al Señor para que guarde mi alma.
En caso de que deba morir antes de despertar, te pido, querido Señor:
Protege a mami y papi, a mis hermanos
y a mi pequeña hermana Felicitas.
Y a mí también. Amén.
CAPÍTULO 5
Paz y seguridad, luego destrucción repentina. Corría el año 1945 en
Stablack, Prusia Oriental. La Segunda Guerra Mundial se acercaba a su fin,
y los ejércitos de Hitler comenzaban a colapsar.
Mi tranquila niñez se vio sacudida por el chillido de proyectiles de
artillería, explosiones y el zumbido de aviones rusos. No tenía idea de lo que
había cambiado. Corrí a la ventana y miré hacia afuera. El cielo nocturno
parpadeaba y brillaba con la luz de edificios en llamas. Para mi mentalidad
de 4 años, parecían no ser un siniestro mayor que el que se enciende en una
chimenea. No más peligroso que las velas en una ventanacon vidrios de
colores. Los reflectores barrieron las nubes, y las balas de tregua se lanzaron
hacia las siluetas de alas cruzadas en el cielo.
Mi madre, Meta, nos reunió a sus seis hijos alrededor de ella y comenzó
a orar. Me acurruqué junto a Martin, el mayor, de 11 años, Gerhard, de 9, y
los mellizos, Jürgen y Peter, de 6. Mi madre tenía a la pequeña Felicitas
sobre su regazo, que aún no había cumplido los 3 años.
De repente, se abrió la puerta. Allí había un soldado de pie. Era un
soldado de infantería que había sido enviado por nuestro padre, Hermann
Bonnke, un oficial en la Wehrmacht alemana.
—¡¿Por qué sigues aquí, Meta?! — gritó—. Puede ser demasiado tarde.
Hermann dice que debes tomar a los niños y salir corriendo. ¡Corre ahora!
¡Sal corriendo! Mi madre se sentó en el banco de su amado armonio, con
sus brazos alrededor de todos nosotros. Sabía que había esperado demasiado
tiempo. Día tras día anhelaba volver a ver a su esposo. No quería abandonar
el nido seguro que habían construido juntos en el campo militar de Stablack.
Simplemente no quería aceptar que el fin estaba tan cerca para Alemania.
Aferrada a la esperanza, se había quedado a pesar de la amenaza que crecía
cada día. Y ahora ¡esto!
—Sí, dile a Hermann que iremos ahora — dijo ella, asintiendo con la
cabeza al soldado.
Él se volvió y desapareció en la noche, dejando la puerta entreabierta.
—Querido Jesús, ¡protégenos! — susurró mi madre.
Algunas semanas antes, en un momento de quietud, sin que escucharan
los niños, Hermann Bonnke le había dicho a su esposa que la guerra estaba
perdida.
—La Segunda Guerra Mundial será tan terrible como la Primera Guerra
Mundial para Alemania. Los Aliados están invadiendo desde el oeste. Aquí
en el este, Stablack está rodeada. Haremos un último intento, pero Rusia ha
construido una fuerza abrumadora, y van a imponerse. No sabemos cuándo
van a iniciar el ataque, pero podría ser en cualquier momento.
Le dijo que él tendría que quedarse con las tropas. Tal vez no pudiera
regresar a casa desde la guarnición para verla antes del final. El ejército
haría un último esfuerzo de resistencia para permitir que los refugiados
huyeran. Cuando todo estuviera perdido, a él se le ordenaría que se retirara
para rendirse a los británicos o a los franceses en el oeste, en lugar de caer
en las manos de los odiados soviéticos.
Le indicó que cosiera mochilas para todos los niños. Las usaríamos para
llevar comida y ropa. Tendríamos que empacar ahora y estar preparados
para huir en cualquier momento. Era principios de la primavera y
tendríamos que soportar temperaturas bajo cero, de día y de noche.
—Deben tomar el camino hacia Königsberg, luego en dirección al sur. El
camino hacia Danzig está cortado. Van a tener que cruzar el Haff. Es el
único camino.
El Haff era una bahía congelada en la costa del mar Báltico. Aunque ya
era febrero, los refugiados desesperados cruzaban el hielo que se derretía
para llegar a Danzig.
Los padres de mi mamá, Ernst y Minna Scheffler, se habían mudado a
Danzig poco tiempo después de que empezara la guerra. Era una fortaleza
alemana en Polonia, en la frontera del suroeste de Prusia Oriental. Tenía un
puerto sin hielo para el mar Báltico.
Hermann sabía que el alto mando alemán había comenzado la
operación de rescate llamada en código Hannibal.1 El personal militar
principal y la población civil estaban siendo evacuados de Danzig. El
recientemente construido barco de pasajeros Wilhelm Gustloff estaba
actualmente en el puerto, mientras subían la carga para un viaje a la ciudad
alemana de Kiel.
—Será su mejor escape — dijo él—. Si pueden llegar a Danzig, entonces
tu padre puede reservar un pasaje para ti.
Antes de irse esa mañana, tomó las manos de Meta entre las suyas y
oraron juntos por nuestra seguridad. Muchas veces mientras oraban se podía
escuchar a mi padre hablar en otras lenguas, mientras derramaba su corazón
a Dios en ese momento de desesperación. Luego se abrazaron y se
despidieron en medio de lágrimas. Mi madre sabía que esta podía ser la
última vez que viéramos a nuestro padre con vida.
Mi madre no solo había cosido mochilas para nosotros, sino también
para todos los niños de nuestro vecindario. Cuando comenzó el último
ataque ruso, y después de la advertencia del soldado, rápidamente llamó a
los vecinos y les dijo que nos acompañaran. Había llegado el momento de
unirse para un largo viaje hacia la casa de los abuelos en Danzig, dijo ella.
Al igual que la mayoría de los alemanes, no teníamos automóvil.
Tendríamos que ir hasta la carretera e intentar que nos llevaran en el carro
de algún granjero. Había once niños y dos madres en nuestro pequeño
grupo de refugiados. Aún estaba la oscuridad de la noche. No podíamos
imaginar los temores que nuestras madres enfrentaban en este viaje. Para
nosotros, los niños, sonaba como una aventura divertida. Algo así como un
paseo en carreta de invierno.
Afuera, nos apresuramos para llegar a la carretera principal. A lo lejos
podíamos ver que el camino estaba obstruido con carros, camiones militares
y miles de personas a pie, todos los cuales se dirigían al oeste hacia
Königsberg. Nos unimos al gran grupo.
Pronto Felicitas se cansó. Comenzó a llorar. Mamá la abrigó con una
manta y la llevó en brazos. En la oscuridad, no pudimos encontrar el carro
de un granjero que tuviera lugar para todo el grupo. Así que continuamos
caminando hasta el amanecer.
Los chicos nos dimos cuenta de que este viaje no iba a ser para nada
como un paseo en carreta. Toda la gente a nuestro alrededor hablaba de las
atrocidades. Los tanques rusos venían detrás de nosotros a lo largo del
camino y atropellaban a la gente. Los soldados les disparaban a las mujeres
y los niños.
—Y esos son los que tienen suerte — dijo en tono grave un viejo
granjero, moviendo la cabeza mientras apurábamos el paso. Escuchamos el
rugido de una máquina en el camino atrás de nosotros. Mamá nos gritó que
corriéramos dentro de la zanja. Toda la gente se dispersó por el camino.
Pero no era un tanque ruso. Era un camión militar que pasaba a alta
velocidad. Un camión cargado con soldados alemanes que venían del frente
de batalla. Huían por sus vidas, y nos dejaban solos y desprotegidos.
—¡¿Dónde están los rusos?! — gritó un refugiado, mientras el camión
hacía ruido.
—¡Han tomado Stablack! — gritó un soldado—. ¡Corran por el bosque!
¡Escóndanse!—No podemos llevar a estos niños por el bosque — dijo mi
madre, mientras miraba a su asustada vecina y amiga—. El carro de un
granjero no alcanza la velocidad de un tanque militar. ¿Qué debemos hacer?
Llegó otro camión, y luego otro. Mi madre estaba profundamente
angustiada por no haberse puesto en marcha antes. Ahora entendía que nos
había puesto en mayor peligro al esperar hasta último momento. El caos
estaba a la orden del día. La posibilidad de que nos atropellaran o nos
dispararan los soldados rusos ahora era su principal preocupación.
—El próximo camión de tropas alemanas se detendrá por nuestros hijos
— dijo mamá decidida—. Verán que soy una madre alemana. Tendrán
misericordia.
La siguiente vez que un camión aceleró en nuestra dirección, mi madre
se puso al costado del camino y le hizo señas al conductor. El camión viró
bruscamente para poder pasar. Mamá saltó en frente de él, y el camión se
deslizó y se detuvo en el barro. El conductor insultó enojado.
—¡Tenemos niños! ¡Tienen que llevarnos! — gritó.
—Señora, este camión está sobrecargado. No puedo detenerme.
Dicho esto, el conductor puso el camión en movimiento nuevamente, y
nos dejó acurrucados al costado del camino.
—Alguien va a detenerse — dijo mi madre con determinación—.
Querido Jesús, toca los corazones de esos hombres para que nos lleven a un
lugar seguro.
Intentó detener al próximo camión, y al siguiente. Ni siquiera
aminoraron la marcha, en su apuro por salvar sus propias vidas. El barro nos
salpicaba desde las ruedas cuando pasaban.
Mientras seguíamos caminando, mi madre trazó otro plan. Esta vez
haríamos que nuestra vecina se mantuviera alejada con nosotros,los niños.
Nos quedaríamos a unos cuatro metros y medio detrás de la posición de
mamá. Si ella lograba detener a otro camión y hablar con el conductor,
nuestra vecina no esperaría su respuesta. Comenzaría a lanzar a los niños de
a uno dentro de la parte trasera del camión. Aterrizaríamos como once
bolsas de papas entre los soldados. Por último, las mujeres les rogarían a los
hombres que también hicieran espacio para las madres de los niños,
especulando con el hecho de que no querrían tener que cuidarlos ellos
mismos.
Este plan funcionó. Una vez adentro del transporte de la tropa, los
soldados hicieron espacio para nosotros donde antes no había. Había lugar
para que estuviéramos de pie, pero se empujaron unos a otros para hacer un
pequeño círculo en el medio. Finalmente, metieron a nuestras madres
dentro del camión, y las depositaron en el piso junto a nosotros.
El camión aceleró sus motores y comenzó a rodar en dirección al Haff.
Mamá lloró y nos abrazó, mientras les agradecía a los soldados una y otra
vez por su ayuda. Pero ellos se negaron a mirarla. El orgulloso ejército
prusiano no había podido proteger su tierra natal. Todo se había perdido, y
ahora cada hombre pensaba en sí mismo. Sus ojos miraban a la izquierda y
a la derecha en busca de cualquier señal de las tropas rusas en movimiento.
Al poco tiempo, los hombres comenzaron a gritar y golpear los puños
contra el coche. Alguien había visto un avión que se acercaba. El camión se
detuvo con una sacudida, y los soldados se dispersaron como hormigas. Al
llegar al suelo, corrieron a refugiarse en un bosque de árboles cercano.
Mi madre tomó a sus muchachos y a Felicitas mientras un avión volaba
bajo sobre el camión y luego se lanzaba al cielo para colocarse en posición
para un ataque de bombardeo. No teníamos tiempo para saltar del camión o
alcanzar a los soldados. Éramos un objetivo seguro.
Mi madre nos tomó como una gallina cuida a sus polluelos. Nos puso
debajo de su cuerpo, extendió su abrigo sobre nosotros y comenzó a orar.
—Padre celestial, protege a estos niños. Danos a tus ángeles como
escudo. Que ninguna arma prospere. Estos son tus hijos, Señor. Mantenlos
a salvo, en el nombre de Jesús.
Continuó orando mientras el zumbido de metrallas balísticas llenaba el
aire y llegaba más rápido que la velocidad del sonido. Esto fue seguido
inmediatamente por el rugido de los cañones del avión de combate que
ahogaba todos los otros sonidos y pensamientos.
El camión saltó y se sacudió con el profundo impacto de las bombas que
golpeaban la tierra en una sucesión rápida. Las explosiones de tierra
reventaban sobre nosotros mientras el avión se ladeaba hacia el este, de
donde había venido. Podíamos escuchar el disparo de pequeñas armas desde
el bosque de árboles donde se escondían los soldados. El sonido del motor
del avión se apagaba a lo lejos. Nada había golpeado al camión.
Absolutamente nada.
Miramos hacia arriba. Mamá se sacudió el barro del abrigo.
—Gracias, Jesús — susurró.
Cuando los soldados volvieron a entrar en el camión, estaban
profundamente avergonzados. Ninguno se había preocupado por nuestra
seguridad. Como luchadores experimentados, habían estados seguros
cuando salieron corriendo hacia los árboles de que no tenían nada por lo
cual regresar. Ningún camión, ningún refugiado. Se esforzaron mucho
después de ese incidente por cuidar de nosotros de manera especial. Nos
convertimos en su cargamento más preciado.
La oscuridad cayó nuevamente, y continuamos durante la siguiente
noche. En la oscuridad anterior al amanecer, nos detuvimos en una zona
arbolada cerca del Haff. Cientos de otras familias se acurrucaban en fogatas
junto a los árboles. Los soldados nos llevaron al bosque y nos dijeron que
encendiéramos una fogata. No cruzarían el hielo al amanecer. Dijeron que
los rusos volaban desde sus posiciones alrededor de Königsberg para
bombardear a los refugiados mientras huían.
Estaba contento por la posibilidad de estirar mis piernas. La búsqueda de
leña en el bosque fue justo lo que necesitaba. Comencé a apresurarme, en
busca de ramas secas que pudieran quemarse. Pero las otras familias habían
hecho un buen trabajo. Ya no se encontraban ramas. Me interné más
profundamente en el bosque, en una búsqueda diligente por el terreno.
De repente, miré hacia arriba y no tenía idea de dónde estaba. Corrí
hacia el grupo de refugiados más cercano.
—¿Han visto a mi madre?—No.
Corrí hacia el siguiente grupo y luego el otro. Fui rápidamente fogata
tras fogata. Nadie me conocía. Nadie conocía a mi madre. Todos eran
extraños.
—Aquí está Meta — llamó una voz.
Me apresuré hacia el lugar de donde venía el sonido. Un hombre señaló
a una mujer que yo no conocía.
—Aquí está Meta.
—¡No! — lloré, y me alejé corriendo de ellos.
Había sido un desarraigo repentino de mi vida protegida en Stablack.
Ahora estaba perdido en un mundo peligroso lleno de extraños. Todo
aquello que significaba comodidad y hogar para mí me había sido
arrebatado en una noche espantosa. Comencé a llorar como la sirena de un
ataque aéreo.
Una señora amable se acercó y me preguntó si podía ayudarme. Entre
sollozos, le dije que había estado buscando leña y ahora no podía encontrar
a mi madre. Me levantó en sus brazos y me llevó de un grupo al otro hasta
que, finalmente, vi a mi madre con mirada preocupada en el rostro,
buscándome a lo lejos.
Salté de los brazos de esa mujer y corrí hacia Meta. Ni siquiera le
agradecí a la amable señora. Mamá me abrazó con fuerza. Mi corazón latía
rápidamente tras haberme liberado del temor que apenas podía calmarme.
Mamá tenía la costumbre de abrazar a sus hijos una vez al año, solo en sus
cumpleaños. Sus abrazos eran especialmente valiosos. La parte buena fue
que inesperadamente había encontrado una manera de recibir un abrazo
extra de mamá. ¡Me sentí tan bien!
Cuando asomaba el sol de la mañana, mamá y la señora vecina
acostaron a sus once hijos y los abrigaron alrededor de una fogata. Nos
fuimos a dormir mientras escuchábamos sus oraciones para que Dios
proveyera un paso seguro para nosotros a través del hielo.
De repente, los soldados nos despertaron. Nos reunieron y nos cargaron
rápidamente en el camión. Aún no lo comprendíamos, pero Dios había
contestado nuestra oración. Mientras bajábamos por la pendiente hacia el
Haff, un grueso banco de niebla llegaba desde el mar Báltico. Pronto nos
vimos envueltos por la más bendecida neblina que pudiéramos imaginar.
Era la cobertura divina que necesitábamos para ocultarnos del bombardeo
de los aviones de combate rusos.
Mientras el camión se apresuraba a pasar por el Haff, el conductor tuvo
que reducir la velocidad y tener extrema precaución. Eran los últimos días
de la estación, y los estanques de agua en la parte superior del hielo
salpicaban nuestros neumáticos. Por momentos nos deslizábamos hacia los
costados, casi fuera de control. Luego el hielo crujía y se agrietaba debajo de
nuestras ruedas. Febrero era normalmente demasiado tarde para
aventurarse aquí en un vehículo. Pero la desesperación y la provisión de la
niebla que podía salvarnos la vida nos impulsó a seguir adelante.
Ocasionalmente, en la bruma fantasmal, encontrábamos los círculos
oscuros de los orificios dejados por las bombas. Había cuerpos que flotaban
en la oscura superficie del agua. Miles de personas habían perdido la vida al
intentar cruzar delante de nosotros. Pero llegamos al otro lado con una
seguridad maravillosa.
En Danzig nos separamos de nuestros vecinos. Pronto Meta, con todos
los niños Bonnke apiñados a su alrededor, golpeó la puerta del
departamento del segundo piso del abuelo y la abuela Scheffler. Fue un
encuentro lleno de lágrimas. Eva, la hermana menor de mamá, también
estaba allí. Lo primero que mamá quiso saber era si habían escuchado
alguna noticia de Stablack, algún indicio de papá. Nadie pudo decirle nada.
Las comunicaciones se habían interrumpido.
Danzig había estado bajo bombardeo durante varios días. Tan pronto
como el clima cambió, el bombardeo se reanudó. Vimos edificios que ardían
en llamas,a medida que los aviones y la artillería golpeaban a la ciudad
indiscriminadamente. Docenas de columnas de humo podían verse
alrededor del departamento todos los días.
Fue ahí cuando escuchamos el terrible informe de que cuando la niebla
se había levantado del Haff, la fuerza aérea rusa había bombardeado
completamente el cruce de hielo. Esa vía de escape había desaparecido para
todos los alemanes restantes atrapados entre Königsberg y Danzig.
—Por favor, Dios — oró mamá—, muéstrale a Hermann una vía de
escape. No permitas que quede atrapado allí.
—¿Y qué hay del abuelo August y la abuela Marie? — lloró mi hermano
Martin—. Todavía están en Trunz.
—No sabemos dónde están — dijo mamá—. Pero vamos a orar para que
ellos también estén a salvo.
El abuelo Ernst parecía especialmente atribulado. Quería sacarnos de la
ciudad lo antes posible para huir de la caída en manos enemigas. Al
principio de la guerra había dejado su granja cerca de la frontera con
Lituania para trabajar en una planta de lana en Danzig. Estaba decidido a
quedarse hasta el final, pero Danzig no era un lugar adecuado para su
esposa, sus hijas o sus nietos. A diario tenía que enfrentar el bombardeo y
huir al puerto. Allí se abriría a paso a empujones a través de la multitud en
busca de un pasaje para nosotros en un barco.
—¿Y qué hay con el Wilhelm Gustloff? — preguntó mamá—. Hermann
dijo que podríamos encontrar un pasaje seguro en ese barco.
Por un largo momento, el abuelo no respondió. Su rostro era una
máscara de furia a punto de estallar.
—Ya zarpó — dijo con la voz quebrada.
Mamá supuso que estaba enojado porque se había ido sin nosotros.
Su esposa, Minna, sabía que estaba inquieto por otro motivo, y ya no
pudo contener su angustia. Se puso a llorar.
—Cuéntale el resto de la historia, Ernst.
—¿Contarnos qué? — preguntó mamá.
—Un submarino ruso hundió el Wilhelm Gustloff.
De repente, la gravedad del peligro en el que nos encontrábamos se
volvió mucho más real. Habíamos huido de Stablack. ¿Pero podríamos huir
de Danzig?
—¿Sobrevivió alguien?—Había diez mil seiscientos pasajeros en ese
barco. Casi nueve mil eran refugiados, el resto, soldados. La mayoría de
ellos murieron.
Mi madre miró a su mamá.
—Entonces debemos orar. Vamos a orar para que Dios guíe a papá a
encontrar el barco adecuado para nosotros.
—Voy a buscar un barco que no vaya a Alemania — dijo el abuelo
amargamente—. Un barco que no lleve soldados.
Mamá se sentó tranquilamente mientras pensaba por un momento.
¿Podría haber un propósito divino en que ella hubiera demorado nuestra
partida de Stablack? ¿Aun bajo la amenaza de la invasión rusa? ¿Y si
hubiéramos llegado a Danzig a tiempo para comprar un pasaje en el
Wilhelm Gustloff? Todos estaríamos en el fondo del mar Báltico.
El 17 de marzo, la ciudad seguía siendo bombardeada. Hacía más de un
mes que habíamos dejado nuestro hogar, y los rusos habían aumentado sus
posiciones en todo el país. El abuelo llegó a casa ese día con buenas noticias.
Había estado en el puerto mientras atracaba un viejo transporte de carga de
carbón . Había visitado a los funcionarios y conseguido permiso para que
nos llevaran de viaje a Copenhague a la mañana siguiente. Tendríamos que
salir temprano.
Él pensaba que este era un navío especialmente bueno bajo las
circunstancias reinantes. No era un transporte militar. También pensaba que
su destino auguraba un cruce sin problemas. Iba a Dinamarca, el país que
había sufrido menos que otros bajo la ocupación alemana. Como la guerra
estaba terminando, parecía el mejor lugar posible para nosotros.
Esa noche, Minna, Eva y Meta ayunaron y oraron. Aunque el abuelo
Ernst había hecho lo mejor posible para nosotros, estaban aterradas.
Querían escuchar lo que les decía Dios acerca de nuestro viaje en este barco.
Después de un momento, Minna se levantó y tomó una pequeña caja en
la oscuridad. Le quitó la tapa. Contenía cientos de versículos bíblicos
impresos en tarjetas. Se la dio a Meta y le dijo que sacara una tarjeta. Creía
que el contenido de la tarjeta sería una palabra del Señor que diría si
teníamos que ir en este barco o esperar otro.
Mamá tomó la caja de tarjetas. Extrajo una tarjeta y se la entregó a su
madre.
—Isaías 43:16 — comenzó Minna. “Así dice el Señor, el que abrió un
camino en el mar, una senda a través de las aguas impetuosas…”.
No pudo leer otra palabra. Mamá tampoco respondió por un momento.
Las tres mujeres se quedaron sentadas con lágrimas en los ojos. El Señor les
había hablado. Él sería el capitán de esta travesía.
Ahora estallaron en alabanza a Dios. Todos nos acercamos para
compartir la alegría. Leímos la tarjeta nuevamente, y la fe para el viaje
aumentó en nuestros corazones. Teníamos fe de que Dios nos protegería
durante toda la travesía.
A la mañana siguiente, empacamos nuestro equipaje para el viaje.
Bajamos la colina a pie en dirección a los astilleros. Cuando llegamos allí, el
abuelo quedó consternado. Aparentemente otros habían tenido la misma
idea. Decenas de miles de personas estaban amontonadas en el muelle,
listos para hacer el mismo viaje. Estábamos perdidos en medio de la
multitud. No era posible que el barco llevara siquiera a una fracción de las
personas que buscaban un pasaje en él. Se nos cayó el alma a los pies.
Mamá estaba convencida de haber escuchado la voz de Dios. Nos tomó
a los niños de la mano y se introdujo entre la multitud.
—Dejen pasar a los niños — dijo, una y otra vez, mientras avanzábamos
a los empujones.
Finalmente, la presión de la multitud se volvió demasiado grande. Desde
donde estábamos podíamos ver la pasarela que conducía al barco, pero no
podíamos avanzar más. Mamá tenía miedo de que alguno de nosotros se
lastimara. La gente de la multitud estaba desesperada.
De repente, alguien comenzó a gritar y señalar el cielo hacia el este. Se
veía un avión de combate ruso que descendía por debajo de la línea del
astillero; las armas abrían fuego en dirección a donde estábamos parados.
La gente comenzó a gritar y correr. Mamá sabía que los niños serían
pisoteados, por los que nos puso a todos juntos y nos dijo que nos
agacháramos y nos escondiéramos detrás de nuestro equipaje. Una vez más,
como lo había hecho en el camión militar, nos protegió con su propio
cuerpo.
El aire zumbó otra vez con el sonido de las metrallas llenas de balas,
hambrientas de carne para destruir.
Una vez que el avión pasó, estuvimos a salvo. A salvo, pero temblando
terriblemente. Mi hermano mayor, Martin, hasta hoy recuerda vívidamente
el terror de ese momento. Dijo que estaba absolutamente seguro de que
moriría atacado con balas por la espalda. Le resultó difícil creer que seguía
vivo una vez que eso pasó.
Pero no estábamos heridos. De más está decir que la multitud se redujo.
Mi hermano Gerhard recuerda que la hermana de mamá, Eva, se levantó en
este punto y comenzó a gritarle al oficial de un barco que estaba cerca de la
pasarela.
—¡Señor, mire aquí!. ¡Aquí hay una madre con seis niños! ¡Debe
llevarlos ahora mismo! El oficial le dio la espalda e hizo como si no la
escuchara. Pero ella no se detuvo. Corrió lo más cerca que pudo de la
pasarela y repitió su pedido.
Ahora más aviones rusos sobrevolaban en círculos, en busca de la
oportunidad de alcanzar objetivos. Tomamos nuestro equipaje y nos
apresuramos detrás de mamá hacia la pasarela. Eva siguió gritándole al
oficial, quien parecía decidido a ignorarnos.
De repente, sin ninguna advertencia, simplemente se volvió y abrió la
puerta de la pasarela para que todos pudiéramos entrar. De esta manera,
Dios hizo espacio para nosotros en ese barco que se dirigía a Copenhague.
Nos dimos vuelta y saludamos al abuelo mientras subíamos rápidamente por
la pasarela.
Una vez a bordo, nos hicieron ir rápidamente debajo de cubierta. Pronto
otros refugiados estaban amontonados junto a nosotros. Llenaron la parte
inferior del barco con la mayor cantidad de pasajeros que les pareció
prudente. Luego retiraron la pasarela. Muchas más personas quedaron
afuera rogando un lugar a bordo. Pero la gran sirena sonó,y el barco se
deslizó suavemente desde el muelle. Nuestro viaje había comenzado.
Una vez en el mar Báltico abierto, las condiciones bajo cubierta se
deterioraron rápidamente. El mar tenía un fuerte oleaje, y muchos
sucumbían a los mareos por causa del movimiento. El olor a vómito, materia
fecal y orina comenzó a apestar en el aire. En el medio de la noche, mi
vejiga no pudo aguantar más.
—Por favor, mamá, necesito ir a cubierta para orinar.
Mamá no podía dejarme ir solo. Envió a tía Eva conmigo, quien tuvo
gran cuidado y se aseguró de que me aferrara fuertemente a su mano.
Llegamos a la cubierta principal y entramos en el frío aire de la noche.
Recuerdo el olor fresco y salado que tenía. Me vigorizó después de soportar
el hedor bajo cubierta. Después de usar la letrina, miré el cielo estrellado.
Mientras contemplaba la Vía Láctea, que se inclinaba suavemente mientras
se balanceaba el barco, escuché el débil zumbido de un avión.
De repente, casi se me salió el corazón del pecho. En la cubierta de este
barco civil se habían montado armas antiaéreas y se habían ocultado debajo
de lonas. Los toldos se quitaron de repente y las armas comenzaron a abrir
fuego hacia el cielo en dirección al avión de combate que se acercaba. Tía
Eva gritó y me arrastró hacia la escotilla abierta, pero yo me solté, fascinado
por el drama que se vivía en el cielo. Antes de que pudiera agarrarme otra
vez y arrastrarme hacia la escalera de cuerdas, vi como el avión de combate
ardía en llamas.
—¡Mira! ¡Mira! — grité, mientras lo señalaba.
Por un momento los dos observamos paralizados cómo el avión caía
como un meteorito en llamas, salpicando en las oscuras y heladas aguas
hacia un costado. Los pasajeros en cubierta comenzaron a festejar. Había
sido un avión de combate ruso que cayó en picada del cielo.
Mientras Eva se apresuraba a llevarme bajo cubierta, ella le agradecía a
Dios que al menos habíamos huido del bombardeo que nos había atacado
en los muelles en Danzig. También recordé el terror de las balas y las
bombas que habían sacudido el camión militar mientras nos sentamos
indefensos en el camino. Un incidente tras otro, las realidades de esta guerra
se estaban volviendo reales para mi mente de 5 años de edad.
En algún momento después de la medianoche, nos despertó un impacto
contra el casco del barco. Al mirar en la oscuridad, todo lo que pudimos
escuchar era el giro constante de la sala de motores del barco que
continuaba en su curso. Todos los pasajeros habían escuchado sobre la
suerte que corrió el Wilhelm Gustloff. Después de algunos minutos, los
pasajeros entraron en pánico cuando el barco se inclinó hacia un costado.
La tripulación se apresuró a ir bajo cubierta con bombas impulsadas por
gasolina. O el barco había golpeado una mina o había sido golpeado por un
torpedo. Entraba agua a toda prisa desde un orificio enorme en el casco.
Pronto podía escucharse bajo cubierta el sonido de los motores de la bomba,
que quitaban el agua entrante.
Mamá nos llamó para que fuéramos a su lado. Aquí estaba la prueba
máxima de la promesa que le había hecho Dios. Comenzó a orar, junto con
Minna y Eva, mientras le recordaban a Dios que Él les había dicho que Él
abriría un camino en el mar y una senda a través de las aguas impetuosas.
Después de algunas horas, el barco comenzó a recuperar su dirección. La
tripulación explicó que las bombas habían comenzado a funcionar más
rápidamente que el agua que entraba y que nos manteníamos a flote.
Cuando apareció la costa de Dinamarca y entramos por fin en el puerto,
todos lloramos de alegría.
Miré la orilla distante sin tener idea de lo que nos esperaba aquí. Todo lo
que sabía era que quería mantenerme cerca de la mujer que había orado por
nuestra protección durante toda la caída de Prusia Oriental. Aunque aún no
podía expresarlo con palabras, en mi corazón quería conocer al Dios que
ella conocía. Y quería conocerlo del mismo modo que ella lo conocía.
___________________
1. Karl Dönitz: Memoirs, Ten Years and Twenty Days. Nueva York: Da Capo Press, 1997.
CAPÍTULO 6
Meta envolvió a Felicitas en una manta y la llevó en sus brazos. Reunió a
los cinco rubios varones Bonnke a su alrededor, y juntos bajamos del buque
de carga de carbón a la congelada aguanieve de la primavera de
Copenhague. Eva tomó del brazo a la abuela Minna mientras bajaban
inseguras por la pasarela.
Otros barcos descargaban en los muelles alrededor de nosotros.
Lentamente, comenzamos a entender que solo éramos nueve de doscientos
cincuenta mil refugiados alemanes que entraban en Dinamarca. El 85% de
ellos eran como nosotros, mujeres con niños.2 Al principio nos trataron
bien. El gobierno danés, supervisado por el régimen nazi, hizo todo lo que
estuvo a su alcance por alimentarnos y hospedarnos en escuelas vacías,
depósitos y salas de reunión. Pero en cuestión de días, Hitler murió y
Alemania se rindió. Las fuerzas alemanas que ocupaban el territorio se
retiraron y todo cambió.
Para nosotros, los muchachos, parte de la rutina de cada día comprendía
ayudar a llevar agua y leña a nuestro sector. Quedaban pocas provisiones de
leña, y mantenernos calientes y alimentados se convirtió en el objetivo
principal de cada día.
A medida que transcurrían los días y los meses, mamá nos alimentaba
mientras pasábamos por las fiebres, los resfríos y las gripes normales, con la
ayuda de remedios caseros y oración. No había médicos disponibles. Solo se
podían conseguir medicamentos básicos y primeros auxilios. Durante
nuestro primer año en los campamentos, trece mil personas murieron, en su
mayoría, niños menores de 5 años.3 Hoy en día, las losas de piedra cubiertas
por musgos marcan los lugares donde descansan esos niños alemanes en
rincones casi olvidados de los cementerios daneses. En algunos casos, una
piedra representa a varios niños enterrados apresuradamente en una sola
tumba. Recuerdo una que visité recientemente en el lugar de nuestro
internamiento. Una sola cruz de piedra lleva los nombres de George Kott,
de 3 meses de edad, Rosewitha Rogge, también de 3 meses, y Erika
Rauchbach, quien murió a sus 4 años de vida. Y las lápidas continúan así,
una fila tras otra, siete mil en total. Aun después de que terminó la guerra,
el trágico impulso de la muerte que esta había producido simplemente no se
detendría.
Pero por supuesto, los varones son varones, aun en un campo de
prisioneros. Mis hermanos más grandes y yo encontramos maneras de hacer
nuestros juegos mientras mamá, Eva y Minna llevaban toda la carga de las
dificultades. Recuerdo vívidamente haber perseguido una pelota de fútbol
improvisada por todo el campo. Un día, la fui a buscar hasta la cerca de
alambre de púas. Al agacharme para recogerla, vi a un guardia armado en la
torre. Esto me recordó que no teníamos libertad para correr y jugar como lo
hacíamos en Stablack.
Lentamente, caí en la cuenta de que no éramos como los otros niños
que a veces se paraban a mirar del otro lado de la cerca. En ocasiones, sus
padres estaban con ellos y nos señalaban, y aun nos insultaban por lo que le
habíamos hecho al mundo.
De a poco, comprendí que el ejército al que mi padre había servido
pertenecía a un imperio malvado. La verdad acerca de las atrocidades del
régimen nazi y la locura de Hitler comenzó a abrirse camino incluso en las
conversaciones de los niños y las niñas alemanes que jugaban en los
campamentos. El rango militar de nuestro padre, que alguna vez había sido
una fuente de orgullo para los niños Bonnke, ahora se volvió algo que
guardábamos en secreto. Estábamos cautelosos y tristes. Mis hermanos y yo
anhelábamos ver a nuestro padre y saber que estaba bien, además de
conocer de parte de él las respuestas a esas terribles acusaciones.
Mamá no había recibido ninguna palabra oficial acerca de papá, pero
nos dio la tranquilidad de que Dios cuidaría de él del mismo modo que
había cuidado de nosotros en nuestra peligrosa huida desde Prusia Oriental.
Sin embargo, durante muchos largos meses, estuvimos bajo una nube
oscura, preguntándonos si habría sido atropelladobajo las ruedas de los
tanques rusos que avanzaban.
Como respuesta a nuestras preguntas, mamá finalmente nos hizo sentar
para decirnos que nunca volveríamos a ver nuestro hogar en Stablack. Esa
parte del mundo había sido tomada por la Unión Soviética. Explicó que el
final de la guerra nos había encontrado en Dinamarca y que con el tiempo
se nos permitiría regresar a otra parte de Alemania en la que construiríamos
una nueva vida. Hasta ese entonces, tendríamos que vivir la vida de la mejor
manera posible en el campamento de refugiados.
Al llevar todo el peso de criar a seis hijos, mamá dejó salir la severidad
de su crianza prusiana. Sin lugar a dudas, su rigurosidad estaba formada por
la ansiedad continua con respecto a nuestra seguridad. Teníamos que
informarle dónde estábamos todo el tiempo y obtener permiso por
anticipado para hacer cualquier cosa o ir a cualquier lugar con amigos. No
iba a tolerar la desobediencia a sus órdenes. Tampoco iba a permitir que se
expresaran opiniones contrarias una vez que ella había hablado.
Desobedecerle era arriesgarse a una buena paliza. No dudaba en golpearnos
o abofetearnos con la mano abierta para asegurarse de que su autoridad
nunca se tomara a la ligera, lo cual raras veces sucedía. La amenaza era un
elemento de disuasión suficiente para cualquiera; para todos, menos para
mí.
De algún modo, me gané más de lo que me correspondía de disciplina.
Me iba corriendo a jugar con un amigo y me olvidaba de pedir permiso. O
expresaba una opinión contraria a sus reglas, como si tuviera el perfecto
derecho a hacerlo. Me distraía mientras llevaba leña y terminaba jugando al
fútbol. En un capricho repentino, creaba un fuerte con la leña que llevaba y
me involucraba en una feroz pelea de caballos con otro equipo de niños
como rival. Mi ropa se rompía y tenía mugre en las rodillas. En la hora de la
comida, me ponía a pelear con uno de mis hermanos y derramaba la comida
y la bebida. Las maneras de meterme en problemas parecían innumerables,
de manera que a la mañana mamá me miraba y decía: “¡Chico travieso!
Podría darte una buena paliza ahora mismo y terminar con todo esto”.
Y lo decía en serio.
A medida que fue pasando el tiempo, empecé a sentir que ella tenía
razón; yo era un niño especialmente travieso. Sin importar cuántas veces me
corrigieran, parecía que nunca aprendía mi lección. Cansaba a mi madre. A
menudo, ella decía: “Quería tener una niñita cuando naciste tú, pero fuiste
mi quinto varón. ¡Ay, Señor querido!”. Comencé a caer en la cuenta de que
era una carga pesada para ella, pero aparentemente no podía mejorar.
Finalmente, dejó de tener sentido intentarlo. Aun cuando me las
arreglaba para hacer todo bien, de todos modos sentía en ella una actitud de
exasperación cada vez que me encontraba en la habitación. Era más que la
mala conducta lo que la irritaba. Sentía que era yo.
Sin sentirse muy bien, mi padre Hermann Bonnke estaba acostado en la
litera de la prisión mirando los listones de madera de la cama a pocos
centímetros por encima de su nariz. Lo habían excusado de la cuadrilla de
trabajo, lo que le permitía pasar más tiempo valioso a solas en los
barracones de la prisión británica. Pensó en cuántos millones de prisioneros
se habían acostado despiertos en claustrofóbicos cuartos como este durante
los horrorosos años de la guerra. Eran víctimas del régimen nazi. Muchos de
ellos — millones—habían muerto de maneras horribles que deseaba poder
borrar de su mente.
Acababa de enterarse de la solución final de Hitler. Aún estaba
impactado por esto. El exterminio de los judíos lo horrorizaba más allá de
las palabras. Como creyente pentecostal, había considerado a los judíos
como el pueblo escogido a través del cual Dios había revelado al Mesías, el
Salvador de toda la humanidad. El saber que había servido a un gobierno
que había planeado exterminar a todos ellos lo afectaba permanentemente.
Perseguía sus pensamientos e incluso sus sueños por la noche.
Se preguntaba cómo les estaría yendo a los prisioneros de guerra de
Stablack, aquellos a los que sus hombres habían custodiado en el campo de
prisioneros en Prusia Oriental. Habían sido en su mayoría soldados belgas y
franceses. Algunos habían regresado a Europa con historias de reclusión aun
peor después de ser liberados por los rusos.
¿Cómo les estaría yendo a los otros soldados alemanes? ¿Cuántos
habrían sobrevivido al ataque final? Pensaba especialmente en aquellos que
habían quedado atrás en Königsberg para que él pudiera huir por el mar.
Recordaba cómo se habían sacrificado.
—Eres padre de seis hijos — había dicho el oficial a cargo—. Debes
regresar para construir una nueva Alemania con ellos.
Le habían conseguido un pasaje en el último barredor de minas en dejar
el puerto en Helau antes del fin. Los otros soldados habían hecho retroceder
a los soviéticos hasta que su barco había llegado en forma segura a las aguas
abiertas del mar Báltico. Ahora habían llegado rumores de que los hombres
que se habían quedado atrás se habían alejado marchando en el punto de
las bayonetas dentro del Gulag siberiano de Rusia. Nunca volverían a verlos.
Levantó la mano derecha y la puso sobre su rostro. En lo profundo de su
corazón, deseaba nunca haber sido el niño que había levantado una espada
de madera en el pueblo de Trunz, mientras soñaba con la gloria en la
batalla. Poco había sabido que la cruz prusiana que tanto había anhelado
usar sería quitada de su patrimonio piadoso y torcida en la esvástica de
Hitler. Aún no podía entender cómo los descendientes del sacro Imperio
romano podían transformarse en el régimen nazi. Pero había visto cómo
sucedía con sus propios ojos, día tras día, con una sensación de impotencia
en el estómago. Solo le había llevado diez años a Hitler obtener el poder
absoluto sobre su amada patria. Nunca podría vivir otro día sin lamentar ser
alemán.
Hermann había estado en este campo de prisioneros durante 279 días y
noches. Cada minuto de cada día sentía la punzada de extrañar a su esposa,
Meta, y a sus hijos. Veía cada uno de sus rostros en sus recuerdos ahora, tal
como los había visto por última vez en Stablack. Oraba por cada uno de
ellos por su nombre; pedía que siguieran con vida y buena salud, y que por
la gracia de Dios pudieran reencontrarse a su debido tiempo. Había
preguntado una y otra vez, a través de la Cruz Roja, por su seguridad y su
paradero, pero no había podido averiguar nada. Con cada día que pasaba, el
dolor lacerante en su estómago era cada vez más fuerte; temía que no
hubieran sobrevivido.
Aun así, en su reclusión, no se sentía perseguido. Parecía un pequeño
pago en relación con las numerosas muertes y sufrimiento que habían
sacudido al ejército alemán durante los últimos años. Los juicios por los
crímenes de guerra nazi recién estaban comenzando en la ciudad de
Núremberg. Él no tendría que ser sometido a juicio porque como oficial en
la Reichswehr, nunca se había unido al partido nazi. Pensaba que si le daban
la pena de muerte como prisionero de guerra ahora, no sería demasiado
severa. Pero ¡ay! No podría expiar tantos pecados. El barrido de la guerra
era demasiado masivo y sus males más de los que cualquier tribunal pudiera
juzgar con justicia.
Pero hubo Alguien que los contó perfectamente. Ni siquiera un gorrión
cayó sin que Él lo supiera. Los cabellos de las cabezas de todas las víctimas
de la guerra, sin mencionar de todos los que cometieron atrocidades, habían
sido perfectamente numerados y grabados en su libro divino. Un día, el libro
sería abierto, y todos estarían delante del gran trono blanco para dar cuenta
de sus actos. Solo Dios podía pesar con la balanza de la justicia.
Y así lo había hecho Él. Había un segundo libro en los cielos. El libro de
la vida. Los miembros de la raza humana finalmente no se levantarían ni
caerían según sus actos, buenos o malos. Serían salvos si sus nombres
habían sido escritos en el libro de la vida. Al aceptar a Jesús como Salvador,
sus nombres se colocaban en este libro. Era la esperanza de Hermann y la
esperanza de todocreyente cristiano en ambos bandos de la guerra.
Mientras estaba allí acostado, en su imaginación vio un par de pesas de
balanza que llegaban hasta el suelo con una deuda imposible. Un tanque, un
bombardero, un casco del campo de batalla, una bayoneta, una cruz de
hierro adornada con esvásticas. Luego, colocado en el lado opuesto de la
pesa, la vieja cruz desgastada. Bajo el peso de esa cruz, las pesas se
balanceaban. Esta sola era la ecuación de la justicia divina. Dios puso sobre
sus hombros la iniquidad de todos nosotros.4 Salieron lágrimas de sus ojos, a
medida que su corazón llegaba en oración a este Dios infinito. “Padre
celestial, soy tuyo durante los años que me queden de vida. Ya no habrá más
servicio militar para mí. El deseo de mi corazón es predicar tu Evangelio y
servirte solo a ti, hasta el día en el que te vea cara a cara”.
En medio de los barracones vacíos, escuchó una puerta que se abría y se
cerraba suavemente. Alguien comenzó a caminar con pasos tranquilos. Los
pisos de madera de coníferas crujían con cada paso. Hermann pensó que
quizás era un guardia británico que venía a ver cómo estaba. O un médico
que quería chequear por qué había informado que se sentía enfermo.
Rodó por la litera y se puso de pie para enfrentarlo, y, para su completa
sorpresa, era un hombre que vestía una túnica blanca sin costuras y
sandalias de Medio Oriente. Sonreía mientras se movía en dirección a él,
con las manos extendidas como si fuera a abrazarlo. Tenía el cabello largo y
la barba abundante, y cuando Hermann se estiró para tomar su mano, vio
que estaba completamente rota por la fuerza de un clavo romano.
—Hermann, ¡estoy tan feliz de que vengas! — dijo el Maestro, y luego
desapareció en el aire.
Hermann cayó sobre sus rodillas. No pudo hacer otra cosa que llorar
durante el resto del día y la noche. ¿Cómo podía el Salvador alegrarse por
alguien tan pecador? Al regresar a su litera, se acostó, con su alma rebosante
de la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento. Hasta ese momento,
había parecido inconcebible que un soldado encarcelado del Tercer Reich
pudiera recibir la sonrisa del Cordero de Dios, y que el Salvador pudiera
expresar el placer de Dios por su deseo de servirle como ministro del
Evangelio. El tesoro de este encuentro ardió como fuego en su corazón hasta
el día de su muerte.
¡Qué gran día para nosotros cuando la Cruz Roja entregó esa carta
maravillosa! La primera de muchas cartas. ¡Nuestro padre al fin nos había
encontrado! Las lágrimas de mamá cayeron libremente mientras leía sus
palabras una y otra vez, tocaba las letras escritas con los dedos, sabía que su
amado Hermann milagrosamente había huido del fin de la guerra. Salté de
alegría cuando ella nos dio la noticia de que estaba vivo en un campo de
prisioneros de guerra británico cerca de Kiel, Alemania. Explicó que Kiel no
estaba lejos de Dinamarca, justo del otro lado de las rectas estrechas del mar
Báltico.
Pasarían varios años hasta que lo viéramos, pero solo saber que estaba
vivo y a pocos kilómetros de distancia de nosotros era suficiente por ahora.
Toda nuestra familia había sido protegida por la mano de Dios del terrible
final de la guerra. Observé la dicha en el rostro de mamá y pensé en su
felicidad. Pasé mi tiempo en el campamento de refugiados con una nueva
medida de propósito después de eso.
Días más tarde, mientras jugábamos, observé una mirada seria en el
rostro de mi hermano mayor Martin. Estaba hablando con Gerhard, Peter y
Jürgen junto a la cerca del campamento, y parecía reflexionar
profundamente. Me acerqué y escuché algo de lo que decía.
—¿Por qué Dios no salvó a la gente que iba en el Wilhelm Gustloff? Eran
cristianos. ¿Y aquellos que cayeron por el hielo en el Haff? ¿Salvó Dios a los
Bonnke y no a ellos? Dios no envió la niebla que nos cubrió. La niebla solo
era parte del comportamiento climático. Fuimos los afortunados, eso es
todo. Algunos días hay niebla, y otros días no. Dios no lo hizo.
Eran ideas demasiado grandes para mi mente de entonces 6 años de
edad. Escuchárselas decir a Martin me hizo sentir terrible, como si alguien
hubiera robado mi posesión más preciada. Me alejé rápidamente,
profundamente afectado.
Más tarde, encontré a mamá sola.
—Mamá, Dios nos protegió de los rusos, ¿verdad?—Sí, claro, Reinhard,
Él lo hizo.
Podía ver cómo su rostro brillaba de agradecimiento mientras hablaba.
—¿Y Él también protegió a papá?—Sí, a papá también. ¡Dios es tan
bueno! Debemos alabarlo todos los días y agradecerle por su protección
sobre nuestra familia. Muchos murieron, pero nosotros nos salvamos.
Mi corazón estuvo en paz otra vez. La fe de ella era la roca sólida que
anclaba mi alma sin rumbo. A esta creencia me aferraría en busca de
consuelo y gozo. Y de esta manera comencé a caminar por un sendero
separado y diferente del de mis hermanos mayores. Nuestros caminos
finalmente nos llevarían a destinos muy diferentes.
Después de casi dos años en el campamento, el abuelo Ernst Scheffler se
puso en contacto con Minna y Eva a través de la Cruz Roja. Había
sobrevivido a la caída de Danzig y huido a Neu-Ulm, Alemania. El viejo
cuidador de ovejas ahora trabajaba para una sucursal de la misma planta de
lana que lo había contratado en Danzig. Se había asegurado un hogar y
encontrado una manera de liberar a su esposa y a su hija del campamento.
Estábamos tristes, y al mismo tiempo contentos cuando nos despedimos.
Queríamos que la abuela y la tía Eva fueran libres, pero no entendíamos por
qué nosotros no podíamos ser libres también. Eran preguntas para las cuales
no podíamos esperar respuestas. Éramos simplemente refugiados de guerra
alemanes que, a los ojos de muchos, merecían pasar la vida en prisión.
Mientras tanto, continuamos recibiendo cartas de papá. Fue lo
destacado de nuestro tiempo restante en el campamento. Nos reuníamos
juntos y mamá nos las leía en voz alta, y nos sentíamos conectados otra vez.
Nos atrevíamos a soñar con un futuro en el cual estaríamos juntos con papá.
Así había sucedido con el abuelo Ernst, Minna y Eva. Seguramente así sería
también con nosotros.
Recuerdo el día en el que papá nos contó acerca de su liberación del
campo de prisioneros de guerra. Gritamos y celebramos, y cantamos
alabanzas a Dios. Se le había permitido ir a una ciudad en el norte de
Alemania llamada Glückstadt. Allí había encontrado un cuarto en la casa de
un amigo, quien le ofreció un trabajo bien pago como funcionario civil.
Preparaba un lugar para que nosotros fuéramos y viviéramos con él cuando
nos liberaran. Estábamos extasiados.
El nombre Glückstadt significaba “Ciudad de la suerte”. Como
cristianos, no creíamos en la suerte, pero ciertamente creímos que seríamos
muy afortunados de vivir allí con papá. Especialmente cuando nos
enteramos de que había encontrado una pequeña iglesia pentecostal en esa
ciudad y se había unido a la membresía. Sería nuestra iglesia cuando
fuéramos con él. Estábamos seguros de que se acercaba el momento de
nuestra libertad. Comenzamos a soñar respecto a la vida en la casa con papá
en Glückstadt. Pero mientras esperábamos, los días se convirtieron en
semanas y en meses, hasta que finalmente dejamos de preguntar: “Mamá,
¿cuándo vamos a ir a vivir con papá?”. La pregunta traía lágrimas a sus ojos.
Llegó otra carta que puso todo en tensión. Más precisamente, la carta
desconcertó a mamá. Ahora que soy adulto, puedo entenderlo mejor. En
esta carta, papá le preguntaba si ella lo apoyaría en la decisión de darle la
espalda al ingreso seguro que recibiría en un trabajo civil. Quería convertirse
en el pastor de un pequeño grupo de refugiados pentecostales en la ciudad
cercana de Krempe. Explicaba que Krempe estaba a solo ocho kilómetros de
la casa en la que vivía en Glückstadt. Podía ir allí en bicicleta y ser su
predicador. Dijo que sentía gran compasión por esas personas atribuladas, y
que tenía en su corazón el deseo de servir al Señor al servirles a ellos, en
lugar de recibir otro tipo de pago.
Le recordó a ella la promesa que le hizo a Dios en el campo de
prisioneros

Continuar navegando