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“Como si fuera novela, Reinhard Bonnke nos cuenta su dramática huida de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Desde esos días turbulentos de su niñez, Dios lo fue preparando para que un día predicara a millones de personas en África. A lo largo de su historia, Bonnke comparte honesta y elocuentemente las decisiones pequeñas y grandes que han marcado su vida. Con su fe sencilla y tenaz, este extraordinario evangelista alemán ha cambiado el destino de incontables vidas, y nos muestra lo que Dios puede hacer cuando decidimos responder a su llamado”. —Stan Jeter Director, Global News Alliance EDITORIAL PENIEL Boedo 25 Buenos Aires, C1206AAA Argentina Tel. 54-11 4981-6178 / 6034 e-mail: info@peniel.com www.peniel.com ©2018 Editorial Peniel Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida en ninguna forma sin el permiso escrito de Editorial Peniel. Las citas bíblicas fueron tomadas de la Santa Biblia, Nueva Versión Internacional, a menos que se indique lo contrario. © Sociedad Bíblica Internacional. Diseño de cubierta: Brand Navigation Diseño de interior y adaptación de cubierta: ARTE PENIEL • arte@peniel.com Fotografías: Oleksandr Volyk, Peter van den Berg, Roland Senkel, Rob Birkbeck, Karl-Heinz Schablowski, T. Thomas Henschke y Flower Pentecostal Heritage Center. Publicado originalmente en inglés con el título: Living a Life on Fire por Full Flame Gmbh © Copyright 2009 Reinhard Bonnke. All rights reserved. Para más información o detalles sobre otras publicaciones, por favor contacte a: Harvester Services, Inc. P.O. Box 2295, Jupiter Florida 33458, U.S.A. Bonnke, Reinhard Vive una vida de fuego. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Peniel, 2018. 656 p. ; 15x23 cm. mailto:info@peniel.com http://www.peniel.com/ mailto:arte@peniel.com Traducción de: Karin Handley; Paula De Monte. ISBN 978-987-557-656-8 1. Autobiografías. I. Handley, Karin, trad. II. De Monte, Paula, trad. III. Título. CDD 833 Impreso en Colombia / Printed in Colombia CONTENIDO DEDICATORIA PARTE 1: UN NOMBRAMIENTO DIVINO CAPÍTULO 1 CAPÍTULO 2 CAPÍTULO 3 CAPÍTULO 4 PARTE 2: FUERA DE ALEMANIA CAPÍTULO 5 CAPÍTULO 6 CAPÍTULO 7 CAPÍTULO 8 CAPÍTULO 9 CAPÍTULO 10 PARTE 3: LA ESCUELA DEL ESPÍRITU CAPÍTULO 11 CAPÍTULO 12 CAPÍTULO 13 CAPÍTULO 14 CAPÍTULO 15 CAPÍTULO 16 PARTE 4: AÑOS DE PREPARACIóN CAPÍTULO 17 CAPÍTULO 18 CAPÍTULO 19 CAPÍTULO 20 CAPÍTULO 21 CAPÍTULO 22 PARTE 5: LA TIENDA MÁS GRANDE DEL MUNDO CAPÍTULO 23 CAPÍTULO 24 CAPÍTULO 25 CAPÍTULO 26 CAPÍTULO 27 PARTE 6: LA COSECHADORA CAPÍTULO 28 CAPÍTULO 29 CAPÍTULO 30 CAPÍTULO 31 CAPÍTULO 32 CAPÍTULO 33 CAPÍTULO 34 PARTE 7: LA COSECHA SOBRENATURAL CAPÍTULO 35 CAPÍTULO 36 CAPÍTULO 37 CAPÍTULO 38 CAPÍTULO 39 PARTE 8: NUEVOS HORIZONTES CAPÍTULO 40 DEDICATORIA Para Hermann y Meta Bonnke, verdaderos padres en la vida y en el Señor. Y para Luis (Ludwig) Graf, quien llevó obedientemente el Evangelio con el fuego viviente del Espíritu Santo a Prusia Orientaly me marcó un modelo a seguir. PARTE 1 Un nombramiento divino ¿Qué hilo debo escoger, Señor? ¡Hay tantos para elegir! Cuelgan delante de mis ojos como hebras de seda en un portal. Cada uno promete tejer el tapiz más fino de mi vida. Pero no es mi tapiz. No es mi vida. Así que pregunto nuevamente: ¿qué hilo debo escoger? ¿Qué hebra pasará por el ojo de la aguja? CAPÍTULO 1 Me siento tranquilamente con una explosión que surge en mi interior. Me inclino hacia adelante en el borde de mi asiento. Mis manos exploran la tapa de la Biblia con la que predico, mientras mi pie da golpes nerviosos sobre la plataforma. Cada molécula de mi cuerpo se anticipa a lo que está a punto de suceder. Creo que cualquier persona sentiría lo mismo si estuviera en mis zapatos. Es una noche tropical en el norte de Nigeria. Estamos en el corazón de África. El aire es cálido, húmedo y lleno de sonido. Un grupo de música góspel local presenta una melodía de alabanza acompañada por un tambor de piel de serpiente. Un coro de pájaros, ranas e insectos se les une desde los árboles de alrededor. La gran multitud de pie delante de mí irradia emoción y expectativa. Casi setecientos mil miembros de la tribu han caminado muchos kilómetros para llegar a este lugar. Muchos de ellos son musulmanes. Sus rostros alzados me atrajeron como una mariposa a la luz. Alrededor de dos millones cuatrocientos mil asistirán a cinco noches de predicación. Más de un millón cuatrocientos mil aceptarán a Jesús como Salvador en las invitaciones. Los equipos de seguimiento discipularán a cada uno de ellos. La anticipación acelera mi corazón. ¿Y el suyo? Mientras comienza a leer mi historia, me pregunto: ¿es usted como yo? ¿Lo impulsa día y noche la perspectiva de ver cumplida la Gran Comisión de Cristo? Si no es así, entonces oro para que la historia de mi vida encienda un fuego en usted. Que sea un fuego que lo cambie todo. Un fuego santo que lo convencerá de que nada es imposible con Dios. Veo que algunas personas de la multitud de esta noche son lisiadas. Algunos yacen en camillas. Otros usan muletas. No todos serán sanados, pero algunos de estos lisiados van a caminar. Debo decirle que cuando caminen, voy a danzar con ellos por toda la plataforma. ¿No lo haría usted? Hay invidentes, algunos de los cuales llegarán a ver. No puedo explicar por qué, pero en las zonas musulmanas veo a más ciegos recuperar la vista. Desearía que todos pudieran estar conmigo para verlo. Los dolores crónicos se van de los cuerpos, los tumores cancerosos desaparecen. Son solo algunas de las señales que suceden después de la predicación de las Buenas Nuevas. Siento una suave vibración. Es casi audible. Los generadores susurran dentro de sus contenedores aislados cerca de allí. Alimentan kilovatios de electricidad para nuestras sedientas torres de sonido y las luces del escenario. Hemos importado nuestra propia red de energía a esta área remota. Estamos mucho más allá del alcance de las cadenas hoteleras Marriott, Hyatt, Hilton o incluso Motel 6. Nuestro equipo ha instalado un pequeño pueblo de casas rodantes en las cuales refugiarnos mientras dure el evento. Los teléfonos celulares no tienen ningún valor. Los satélites nos mantienen conectados. Pocos alguna vez han escuchado hablar de este lugar. Sin embargo, ¡esta noche hay aquí más de medio millón de personas! Mi garganta se comprime al comprender la magnitud de esto. Lágrimas tibias buscan los rabillos de mis ojos. Es un gozo que va más allá de lo que alguna vez he conocido. Sonrío y levanto la cabeza para contemplar un cielo lleno de constelaciones antiguas. Siento que el Creador del universo me sonríe esta noche en este rincón del mundo. Respiro profundamente. El humo de fuegos de cocción pinta la brisa y me trae de regreso a la Tierra. Estoy a miles de kilómetros de los lugares conocidos, y es donde más me siento como en casa. Hemos encontrado otro Estado olvidado, en el que pocos han escuchado hablar del camino de la salvación. Soy Reinhard Bonnke, un evangelista. Bienvenidos a mi destino. Esta noche, los acontecimientos se desarrollarán como un sueño bien ensayado. Me van a presentar. Mis ojos van a recorrer la multitud, sabiendo que a todos nos reúne el mismo Jesús. Mi corazón se abrirá al Espíritu Santo y en mi mente aparecerá una imagen. La llamo “la forma del Evangelio”. Es un bosquejo que voy a llenar de una explosión de palabras que brotan de mi corazón sin ensayo. Ahora tengo que hacer una confesión. Esto se ha convertido en una adicción para mí. Pero es una adicción que me alegra compartir con usted. Llevar a los pecadores a la salvación en masa, o de a uno, es lo mismo. Es algo que como, duermo, hablo, escribo, oro, lloro, río. Mi deseo es morir predicando este Evangelio. Soy como un hombre muriendo de hambre hasta que puedo volver a ponerme de pie con un micrófono en la mano, mirar un mar de rostros y decir a gritos las palabras del divino amor en la oscuridad. Es impresionante ya. Los resultados sondescomunales. Estoy por ver a cien millones de personas que responden al Evangelio. Se han registrado más de setenta y cuatro millones de decisiones desde el año 2000. Sin las décadas de experiencia que condujeron a mi equipo a esta cosecha, nos sentiríamos abrumados por estas cifras. Pero no aminoramos la marcha; levantamos más plataformas como esta en lugares de los que seguramente nunca ha escuchado hablar. Después de leer mi historia, espero y oro que me acompañe en cada una de esas futuras plataformas y comparta mi entusiasmo. Si no puede estar allí en persona, entonces espero que esté allí en oración, en fe, en espíritu. En verdad, no he hecho nada solo. Dios me ha llamado y ha sido mi piloto. El Espíritu Santo ha sido mi consolador, mi guía y mi fuente de poder. Como va a leer en estas páginas, me dio la esposa perfecta. Nos dio hijos preciosos y una familia extendida. Y ha provisto un equipo que ha crecido conmigo durante décadas de trabajo juntos. Además de eso, ha traído a miles de personas para que nos acompañen. Nos han apoyado en oración y en compañerismo. Nuestra recompensa en los cielos será la misma. ¡Ay, disculpe! Me tengo que ir ahora. Ya me han presentado y tengo un micrófono en la mano. Me pongo de pie y me inclino hacia adelante, listo para predicar con el fuego que siempre he sentido en los huesos. Pero justo antes de que abra la boca, siento que un silencio santo desciende sobre mí. También limpia a la multitud, y caigo sobre mis rodillas en humildad y reverencia, levantando mi rostro al cielo. Porque en el aire sobre mí siento una multitud invisible que hace parecer pequeños a los casi setecientos mil nigerianos que esperan escuchar mi próxima palabra. Hablo de la nube de testigos de los cielos, una innumerable muchedumbre que me lleva sobre sus hombros. Y de esa multitud celestial se destaca un hombre, un evangelista alemán que ha partido antes que yo. Conozco su reputación. Es, en muchas maneras, como estos nigerianos: pasado por alto, excepto por los cielos. Su vida fue sembrada en la debilidad y, según dicen algunos, en el fracaso. Sin embargo, esta noche, todas las almas nacidas en el Reino también serán el fruto de su ministerio. Las mismas palabras que yo digo salieron primero de su corazón. Ahora puedo comenzar. CAPÍTULO 2 Al comenzar la historia de la obra de Dios en mi vida, me inundan maravillosas posibilidades. Son demasiadas para ignorarlas. Entonces, limito mi búsqueda. Pienso específicamente en los orígenes. No en su llamado y las muchas direcciones a las que me guio a lo largo del camino. No en el camino que me llevó a África y a una cosecha de almas más allá de mis sueños más alocados. No, primero me remonto a Ostpreussen (Prusia Oriental), a un tiempo y un lugar que ya no existen. Al recordar eso, siento una misteriosa opresión cerca del corazón. “¿Qué es esta opresión?”, me preguntó. Y entonces lo sé. Estoy seguro de que lo sé. Es la deuda que tengo con un hombre que murió años antes de que yo naciera. Fácilmente podría olvidarlo. Es alguien desconocido. Su vida y su ministerio no se celebran. Si me quedo en silencio, nadie va a relacionar su nombre con el mío. Pero yo lo sé. Y no puedo dejar de contar su historia. Cada vez que me pongo de pie sobre una plataforma y observo un mar de rostros ansiosos por escuchar el Evangelio, siento sobre mí esta mirada de la nube de testigos de los cielos. No podría estar en llamas con el Espíritu Santo hoy si este hermano olvidado no hubiera llevado la llama a la familia Bonnke tanto tiempo atrás. Examino la opresión que siento, y creo que debe ser como la deuda que tiene un gran roble con la bellota de la cual surgió. O la deuda que tiene un abeto gigante con la semilla que se agitó en el terreno y murió para que un día pudiera elevarse en las alturas como una torre de vigilancia sobre el bosque alemán. Sí, así es la deuda que siento. Es el peso de una deuda que le debo a un hombre llamado Luis Graf. Un día, cuando aún era muy joven, estudié un gráfico de nuestro árbol genealógico alemán. Allí fue cuando descubrí la impiedad general de nuestro clan. Me asombró que mi abuelo y mi padre se destacaran como hombres de fe en un panorama desprovisto de espiritualidad. Fui a mi padre, que era un predicador pentecostal, y le pregunté: “¿Cómo llegó Dios a la familia Bonnke?”. La respuesta de mi padre ha marcado mi vida y mi ministerio hasta el día de hoy. Me contó la historia de cuando Luis Graf llegó a nuestro pueblo en 1922, dieciocho años antes de que yo naciera. Luis fue un armero nacido en Alemania que había inmigrado a América cuando era joven. Allí, había acumulado una fortuna personal con arduo trabajo y autodisciplina. Después de jubilarse, regresó a su tierra natal en el poder del Espíritu Santo, después de experimentar un bautismo que le cambió la vida y le permitió hablar en lenguas. Cuanto más vivo, más veo las conexiones divinas entre Luis y yo, aunque nunca lo conocí personalmente. Entonces, mientras me preparo para repetir la historia de mi padre, ¿podría permitirme ir más allá de sus palabras? Voy a compartir detalles que he conocido recientemente acerca de este siervo de Dios. La historia de Luis Graf es más que una narración personal. Es parte de la historia de todo un movimiento del cual soy un predicador de la segunda generación. Me refiero al movimiento pentecostal que comenzó el día de Pentecostés, ardió nuevamente en la Misión de la calle Azusa en Los Ángeles, en 1906, y luego explotó por todo el mundo. Hoy es la fuerza moderna más grande en el cristianismo, con más de setecientos millones de adherentes en todo el mundo. Creo que entender la historia de Luis Graf es comprender este movimiento más perfectamente y ver cuál es mi lugar dentro de él. Por estos motivos, he investigado mucho. Me he introducido en una máquina del tiempo. He viajado a un tiempo pasado en el que me he puesto en la piel de otro evangelista, al demostrar sus sentimientos y pensamientos en un tiempo y en un lugar determinados que no son los míos. Y fui recompensado. Llegué a creer que seguramente su historia va a pasar por el ojo de la aguja. Es el primer hilo en el tapiz de la obra de Dios en mi vida. CAPÍTULO 3 Un ejército de nubes marchaba por el cielo, vestidas en tonos de gris sombrío. Era principios de la primavera de 1922, y las garras de un largo invierno no estaban listas para liberar al paisaje de Prusia Oriental. Un elegante y nuevo automóvil de paseo Mercedes se deslizaba por el sendero automovilístico a lo largo del bosque. Su motor trabajaba como la cadencia de un tambor militar. El barro salpicaba su acabado blanco plateado mientras pasaba por debajo de los árboles. El automóvil entró en un gran claro. Del otro lado de un campo de tierra profundamente surcada, un granjero se dio vuelta y lo miró fijamente. Se inclinó sobre su azada debajo de una gorra de gruesa lana natural, su cuello volteado contra el viento. La expresión de su rostro era sombría y hostil. En este enclave alemán sobre el mar Báltico, era extraño ver un automóvil después de la Primera Guerra Mundial. Los ejércitos rusos habían destruido caminos, fábricas y ciudades antes de ser replegados por el ejército prusiano. La Gran Guerra y su posterior inflación habían reducido no solo las cuentas bancarias de pueblo alemán; habían vaciado sus propias almas. Más de tres millones de los mejores hombres de Alemania habían perecido en cuatro años de combate. Las heridas de la guerra eran frescas y sangrantes. El conductor del Mercedes, bajo su vistosa gorra y gafas de aviador, sabía esto muy bien. Era un estadounidense nacido en Alemania que recientemente había regresado a su tierra natal después de la Gran Guerra. Entendía que este pobre granjero no tenía nada en común con alguien que podía darse el lujo de pasear por el campo con un auto elegante. No obstante, el corazón del conductor seguía sintiendo cariño por el pueblo alemán mientras conducía de un extremo al otro de esta tierra devastada por la guerra. Saludó amistosamentea este granjero, con la esperanza de al menos expresar un poco de buena voluntad. Lamentablemente, el hombre se volvió a sus tareas como si hubiera recibido un insulto. El conductor volvió a centrar su atención en el camino. Desapareció detrás de una cadena montañosa delante de él en el extremo lejano del claro. En ese punto de fuga, vio grandes brazos de lona frente al horizonte. Cuando su automóvil llegó a la cima de la montaña, pudo ver que los brazos que se sacudían pertenecían a un gran molino de viento que trabajaba para extraer energía del cielo. En la base del molino de viento, yacía un molino de harina. Junto a este molino, había una gran panificadora de estuco con humo blanco que se elevaba de chimeneas de hornos de ladrillo. Al conductor se le hizo agua la boca. Aún tenía que cubrir un kilómetro, pero ya podía saborear las tortas, los strudel y los bocadillos de avena que salían calientes de los hornos. Incluso podría detenerse para abastecerse de galletas saladas para el camino. Según recordaba de su niñez, estas galletas llamadas pretzel siempre se doblaban cuidadosamente en una tríada que representaba al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Se rió entre dientes. “Ya no estoy en Estados Unidos. Estoy en la tierra en la que la religión ha torcido las Escrituras en un pretzel”. Al acercarse más, pudo ver un pequeño pueblo de una docena de casas. Se alineaban a ambos lados del camino en el lado lejano de la panadería, donde el bosque bordeaba el claro. Pensó que este pueblo ofrecería una parada de bienvenida para los viajeros friolentos que se habían perdido por el camino. Imaginó un fuego caliente. Tal vez podría pagar para tener alojamiento por la noche. El día casi llegaba a su fin. Redujo la velocidad del automóvil y se detuvo cerca de la puerta de la panadería, colocó el freno de mano y apagó el motor. Inmediatamente, el aroma del pan recién horneado fue una bendición para sus sentidos. Se quitó los guantes de conducir y abrió la puerta del vehículo. Al salir, se quitó las gafas y la gorra de cuero. Estuvo un momento quitándose motas de barro de las mejillas y el mentón. El barro pegoteado de los rayos de madera de las ruedas y los neumáticos de goma del automóvil cayó al suelo. La elegancia estilizada de los guardabarros del Mercedes se despegó de la carrocería del vehículo como las alas de un cisne al volar. Pero este cisne había sido formado por los caminos primitivos de Prusia Oriental. Mientras tanto, un hombre completamente calvo con un bigote con forma de manubrio salió de la panadería mientras se limpiaba las manos en su delantal. Miró al conductor, que ahora se había quitado la bufanda del cuello y la usaba para limpiar el barro del panel de la puerta. Mientras trabajaba en ello, se podía ver un cartel pintado a mano sobre la superficie de metal que salía de debajo del desorden. Decía: “Jesús viene pronto. ¿Está preparado?”. El conductor se volvió, y vio al panadero por primera vez. —Buen día para usted, señor — dijo, mientras extendía la mano con una sonrisa enérgica—. Soy Luis Graf, siervo de Dios. El panadero lentamente se limpió las manos en el delantal antes de estrechar la mano de Luis. Habló con tono cauteloso. —Soy Gerhard, y aquí somos todos luteranos. —Los luteranos están bien. Necesitan a Jesús. Yo mismo fui bautizado como luterano, pero luego tuve un encuentro con el Señor y recibí el segundo Pentecostés. ¿Ha recibido usted el segundo Pentecostés? El hombre sacudió la cabeza. No tenía motivos para conocer tal cosa. —Bueno, debo contarle acerca de eso, porque no hay nada más importante para los tiempos que vivimos, mi amigo. Pero, primero… Iba de camino a Königsberg y, al parecer, me perdí. ¿Podría decirme en qué pueblo me encuentro? — Esto es Trunz. — Trunz. No estoy seguro de haber escuchado acerca de este lugar. — Se rió amablemente—. Estoy más perdido de lo que pensaba. Pero eso no es problema. Estoy seguro de que el Señor me ha guiado hasta aquí para que predique el Evangelio. ¡Aleluya! — Le dije que somos todos luteranos — respondió el hombre fríamente. Mientras tanto, un joven había llegado en bicicleta y ahora estaba inspeccionando el Mercedes con asombro y curiosidad. El pecho de Luis tembló de emoción. A menudo sentía esta vibración cuando el Espíritu Santo hablaba a su corazón. Una suave voz le dijo que el cautiverio pronto se rompería en este lugar. Asintió con la cabeza al panadero. —Puedo ver que mi predicación aquí tendrá que esperar hasta que estén listos para escucharla. Son los últimos días, Gerhard. ¡Pobre de mí si no predico el Evangelio de Jesucristo! Dígame, ¿hay alguien enfermo en este pueblo?—¿Enfermo? ¿Es usted médico también? —No, soy predicador. Pero represento al Gran Médico. Permítame preguntarle algo, Gerhard. Si oro por alguien que está enfermo y usted ve que se sana, ¿creerá que he sido enviado aquí para predicar el Evangelio? ¿Me escuchará entonces? Lentamente, el panadero comenzó a sonreír y asentir con la cabeza. —Sí. Sí, lo escucharía. El panadero sabía algo que Luis no podría haber sabido. Todos en Trunz estaban al tanto de alguien terriblemente enfermo allí. Y Gerhard sonreía porque este estadounidense ingenuo estaba a punto de irse del pueblo completamente derrotado. Nunca tendría que soportar escuchar su sermón del Evangelio. —De hecho, aquí hay alguien enfermo — continuó—. Muy enfermo. Escuche. Señaló hacia el pueblo y luego ahuecó las manos detrás de las orejas. Luis hizo lo mismo. Al principio no pudo escuchar nada, solo el suspiro del viento que impulsaba los brazos del molino de viento arriba de él. Luego, después de algunos momentos, lo escuchó. “¡Aaaaaarrg!”. Sintió cómo el aire se elevaba sobre su nuca. El sonido provenía desde el extremo lejano del pueblo. Era algo que podría haber imaginado en una noche sin luna en el bosque oscuro. Tal vez un sonido de origen demoníaco. Su primer instinto fue saltar dentro de su automóvil y apretar el acelerador hacia otro pueblo. Pero se quedó donde estaba, reprendiendo su impulso de cobardía espiritual. El llanto no podía ser otra cosa que la voz de un hombre. Un hombre enfermo que sufría como si estuviera en un banco de tortura. —¿Quién es ese? —Su nombre es August Bonnke — respondió Gerhard tranquilamente—. Es el maestro molinero aquí. Es el dueño de este molino y esta panadería, y el líder de Trunz. Un gran hombre que ha sido golpeado por una terrible enfermedad. Gota, reumatismo o algo así. Nadie sabe lo que es en realidad. Ha sufrido durante años, y los médicos no pueden hacer nada. Llora de dolor día y noche. “¡Aaaaaarrg!”. El terrible llanto sonó nuevamente, pero esta vez Luis lo escuchó con oídos de compasión. Los elementos de dolor, desesperación y furia que provenían del hombre en la casa que se encontraba en el extremo lejano del pueblo fueron sonidos traducidos en su corazón por el Espíritu Santo. Aquí había un alma atrapada por Satanás. Un alma por cuya liberación Cristo había muerto. Había un llanto desesperado que le pedía a Dios liberación. El tipo de llanto que no podría retener el orgullo, el estoicismo ni la fuerza de voluntad alemanes. Era el tipo de clamor que Dios nunca rechazaba. Luis inmediatamente comprendió que Dios había hecho que se perdiera en el camino a Königsberg para que tuviera esta cita divina en Trunz. —Me gustaría mucho orar por el señor Bonnke — aseguró Luis—. ¿Cree que él me lo permitiría? El panadero se encogió de hombros. Se volvió y llamó al joven, que seguía embelesado con el automóvil. —Hermann, ven aquí. El joven tomó su bicicleta y caminó con ella hacia donde estaban los dos hombres. —Sí, Gerhard. —Hermann, dile a tu padre que aquí hay un predicador para orar por él. Hermann miró perplejo a cada uno de los hombres, obviamente sorprendido, sin entender lo que sucedía. El panadero se volvió nuevamente a Luis. —¿Qué tipo de predicador debemos decir que es, reverendo Graf? ¿Luterano? ¿Católico? ¿Evangélico? Luis pensó por un momento. —¿Han escuchado hablar de la calle Azusa? ¿El avivamiento enEstados Unidos? ¿En Los Ángeles? Tanto Gerhard como el joven sacudieron la cabeza. Nunca habían escuchado hablar de esto. —No importa. Díganle al señor Bonnke que soy un hombre lleno del Espíritu Santo. Cuando ore por él, no será como cuando reza por él un sacerdote. Voy a orar en el poder del Espíritu Santo, y su cuerpo sanará. Díganle eso. El panadero se volvió al joven Hermann y le dijo que fuera y le dijera esas cosas a su padre. El joven se subió de un salto a su bicicleta y comenzó a pedalear rápidamente hacia la casa que estaba en el extremo lejano del pueblo. Ese joven de la bicicleta era Hermann Bonnke, mi padre, que tenía solo 17 años en ese momento. El hombre enfermo, August Bonnke, era mi abuelo. El clan Bonnke vivía en una zona aislada de Alemania llamada Prusia Oriental. Nuestro enclave había sido creado por un tratado internacional al final de la Primera Guerra Mundial. Había sido aislado en forma artificial del resto de Alemania, y enfrentaba el mar Báltico y limitaba con el Imperio ruso al Este. A lo largo de nuestra frontera occidental, algo llamado “Corredor Polaco” se extendía desde la actual Polonia hasta la ciudad portuaria de Danzig, en el mar Báltico. Actualmente, Prusia Oriental ya no existe. Después de la Segunda Guerra Mundial, todos los alemanes fueron limpiados étnicamente de esta región. Sin embargo, en esta tierra aislada, fría, húmeda y forestada, en la primavera de 1922, la antorcha encendida del Espíritu Santo pronto se pasaría. Luis Graf llevó ese fuego, el fuego de Pentecostés que más tarde consumiría mi vida. CAPÍTULO 4 Luis Graf entró en la casa de August Bonnke como un farol encendido en una caverna lúgubre. Las telarañas de dudas y estancamiento religiosos se barrieron mientras se movía hacia la cama en la que yacía el maestro molinero, “el mejor hombre de Trunz”, retorciéndose de dolor. Proclamó libertad al oprimido, sanidad al enfermo y salvación al pobre pecador necesitado, luterano o lo que fuera. Anunció que el Espíritu Santo lo había enviado para dar una demostración del poder de Dios que podía hacer nuevas todas las cosas. Las sanidades divinas eran señales y maravillas para confirmar la predicación del Evangelio. Tomó al enfermo de la mano y le ordenó que se levantara y quedara sano en el nombre de Jesús. August sintió una oleada de energía celestial en todo su cuerpo. Saltó de su lecho de enfermedad y se puso de pie, tembloroso como un delincuente alrededor de quien acaban de caer los muros de una prisión. Miró sus brazos y sus piernas como si acabaran de caer de ellos cadenas de hierro. Se palpó las articulaciones, que antes estaban hinchadas e inflamadas, y ahora estaban renovadas, en un estado ágil y rejuvenecido. Su esposa, Marie, que había estado junto a su cama durante años, comenzó a llorar. Se puso a caminar, luego a correr, después a saltar, luego a gritar. Tomó a su esposa y la abrazó, con lágrimas que caían libremente por su rostro. Un momento atrás habría sido incapaz de soportar el toque más ligero sobre su piel. Ahora, era un hombre libre de dolor. Era libre de verdad. Podía volver a aferrarse a la vida. ¡Y eso es lo que hizo! Una nueva vida de salud y vigor se le había dado a un hombre condenado por una enfermedad maligna que lo atormentaba. August Bonnke nunca sería el mismo y nunca, hasta el día de su muerte, dejaría de testificar acerca de lo que Dios había hecho por él ese día en Trunz. En 1922, Luis Graf no vio la gran cosecha que había esperado después de la dramática sanidad de August Bonnke. Espiritualmente, Alemania era una tierra dura y amarga. Solo dos personas aceptaron a Cristo como Salvador ese día: August y su agradecida esposa, Marie. Luis los guio en la oración para pecadores. Luego impuso sus manos sobre ellos, recibieron el don del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas. La antorcha de Pentecostés se había pasado. Dos años más tarde, Luis fue invitado a regresar para reuniones en la hermandad pentecostal local en la cercana ciudad de Königsberg. Mis abuelos viajaron fielmente desde Trunz a esas reuniones, que continuaron durante cuatro meses. La asistencia excedió la capacidad del edificio de la iglesia. Se contrató un ayuntamiento, en el que entraban ochocientas personas sentadas. Pronto se abandonó ese lugar, para trasladarse a un recinto que albergaba a dos mil personas. En total, cuatro mil personas fueron salvas en las reuniones de Königsberg. Fue una cosecha inusualmente grande en aquellos días. Hermann Dittert, un amigo de toda la vida de nuestra familia que asistió a esas reuniones con mis abuelos, escribió más tarde: “Luis Graf era una cortadora de césped evangelística”. Encontré esta cita recientemente, y es fascinante comparar esta descripción de la “cortadora de césped” con la que comencé a usar cuando nuestras cruzadas en África se volvieron demasiado grandes para la capacidad de cualquier estadio. Al reunirnos al aire libre con lugar solo para estar de pie, comenzamos a ver multitudes de más de cien mil personas. Al cabo de un año, registramos conversiones de millones de almas. Podía sentir que se producía un cambio de paradigma, y dije: “Hemos llegado a la era de la cosechadora”. Ahora reflexiono sobre la diferencia entre una cortadora de césped y una cosechadora. Creo que demuestra la diferencia entre la era de Luis Graf y la de Reinhard Bonnke. En la década de 1920, la cortadora de césped se estaba convirtiendo en una herramienta común. Durante las décadas siguientes, se desarrolló la cosechadora para las operaciones agrícolas masivas que vemos hoy. Estos dos símbolos también reflejan una diferencia en los horizontes de la fe. En años veinte, los pentecostales de Alemania estaban tan marginados de la corriente dominante de la vida religiosa que solo se atrevían a ver el campo de cosecha como césped que se debía cortar. Hoy mi equipo se atreve a imaginar un continente entero que viene a Cristo. Se construye una gran autopista a lo largo del camino de los pioneros que encendieron el sendero. El sendero espiritual encendido por Luis Graf en Trunz estableció un patrón para mi vida y mi ministerio una generación más tarde. Aún más, esa congregación de creyentes pentecostales en Königsberg proveyó el rico suelo de la comunión que alimentó la fe de mis abuelos y, más tarde, de mis padres, Hermann y Meta Bonnke. Dos años después de las reuniones de Königsberg, a los 65 años, Luis sintió en su espíritu que debía retirarse de todos sus compromisos como orador. La duración de su esfuerzo evangelístico fue bastante breve. Solo cuatro años. Sigue siendo un misterio para mí. Ni siquiera puedo identificarme con esto. Celebro cincuenta años en el ministerio activo y me apasiona predicar el Evangelio más que nunca. No puedo imaginarme jubilado. Pero en 1926, Luis Graf dio ese paso y la cortadora de césped evangelística se quedó en silencio. Nueve años más tarde, Adolf Hitler asumió el poder en medio del caos económico y político en el que se encontraba Alemania. Mientras el mundo se apresuraba hacia el holocausto de la Segunda Guerra Mundial, Luis fue llamado a su hogar en la eternidad a los 74 años. PARTE 2 Fuera de Alemania Ahora me voy a dormir. Oro al Señor para que guarde mi alma. En caso de que deba morir antes de despertar, te pido, querido Señor: Protege a mami y papi, a mis hermanos y a mi pequeña hermana Felicitas. Y a mí también. Amén. CAPÍTULO 5 Paz y seguridad, luego destrucción repentina. Corría el año 1945 en Stablack, Prusia Oriental. La Segunda Guerra Mundial se acercaba a su fin, y los ejércitos de Hitler comenzaban a colapsar. Mi tranquila niñez se vio sacudida por el chillido de proyectiles de artillería, explosiones y el zumbido de aviones rusos. No tenía idea de lo que había cambiado. Corrí a la ventana y miré hacia afuera. El cielo nocturno parpadeaba y brillaba con la luz de edificios en llamas. Para mi mentalidad de 4 años, parecían no ser un siniestro mayor que el que se enciende en una chimenea. No más peligroso que las velas en una ventanacon vidrios de colores. Los reflectores barrieron las nubes, y las balas de tregua se lanzaron hacia las siluetas de alas cruzadas en el cielo. Mi madre, Meta, nos reunió a sus seis hijos alrededor de ella y comenzó a orar. Me acurruqué junto a Martin, el mayor, de 11 años, Gerhard, de 9, y los mellizos, Jürgen y Peter, de 6. Mi madre tenía a la pequeña Felicitas sobre su regazo, que aún no había cumplido los 3 años. De repente, se abrió la puerta. Allí había un soldado de pie. Era un soldado de infantería que había sido enviado por nuestro padre, Hermann Bonnke, un oficial en la Wehrmacht alemana. —¡¿Por qué sigues aquí, Meta?! — gritó—. Puede ser demasiado tarde. Hermann dice que debes tomar a los niños y salir corriendo. ¡Corre ahora! ¡Sal corriendo! Mi madre se sentó en el banco de su amado armonio, con sus brazos alrededor de todos nosotros. Sabía que había esperado demasiado tiempo. Día tras día anhelaba volver a ver a su esposo. No quería abandonar el nido seguro que habían construido juntos en el campo militar de Stablack. Simplemente no quería aceptar que el fin estaba tan cerca para Alemania. Aferrada a la esperanza, se había quedado a pesar de la amenaza que crecía cada día. Y ahora ¡esto! —Sí, dile a Hermann que iremos ahora — dijo ella, asintiendo con la cabeza al soldado. Él se volvió y desapareció en la noche, dejando la puerta entreabierta. —Querido Jesús, ¡protégenos! — susurró mi madre. Algunas semanas antes, en un momento de quietud, sin que escucharan los niños, Hermann Bonnke le había dicho a su esposa que la guerra estaba perdida. —La Segunda Guerra Mundial será tan terrible como la Primera Guerra Mundial para Alemania. Los Aliados están invadiendo desde el oeste. Aquí en el este, Stablack está rodeada. Haremos un último intento, pero Rusia ha construido una fuerza abrumadora, y van a imponerse. No sabemos cuándo van a iniciar el ataque, pero podría ser en cualquier momento. Le dijo que él tendría que quedarse con las tropas. Tal vez no pudiera regresar a casa desde la guarnición para verla antes del final. El ejército haría un último esfuerzo de resistencia para permitir que los refugiados huyeran. Cuando todo estuviera perdido, a él se le ordenaría que se retirara para rendirse a los británicos o a los franceses en el oeste, en lugar de caer en las manos de los odiados soviéticos. Le indicó que cosiera mochilas para todos los niños. Las usaríamos para llevar comida y ropa. Tendríamos que empacar ahora y estar preparados para huir en cualquier momento. Era principios de la primavera y tendríamos que soportar temperaturas bajo cero, de día y de noche. —Deben tomar el camino hacia Königsberg, luego en dirección al sur. El camino hacia Danzig está cortado. Van a tener que cruzar el Haff. Es el único camino. El Haff era una bahía congelada en la costa del mar Báltico. Aunque ya era febrero, los refugiados desesperados cruzaban el hielo que se derretía para llegar a Danzig. Los padres de mi mamá, Ernst y Minna Scheffler, se habían mudado a Danzig poco tiempo después de que empezara la guerra. Era una fortaleza alemana en Polonia, en la frontera del suroeste de Prusia Oriental. Tenía un puerto sin hielo para el mar Báltico. Hermann sabía que el alto mando alemán había comenzado la operación de rescate llamada en código Hannibal.1 El personal militar principal y la población civil estaban siendo evacuados de Danzig. El recientemente construido barco de pasajeros Wilhelm Gustloff estaba actualmente en el puerto, mientras subían la carga para un viaje a la ciudad alemana de Kiel. —Será su mejor escape — dijo él—. Si pueden llegar a Danzig, entonces tu padre puede reservar un pasaje para ti. Antes de irse esa mañana, tomó las manos de Meta entre las suyas y oraron juntos por nuestra seguridad. Muchas veces mientras oraban se podía escuchar a mi padre hablar en otras lenguas, mientras derramaba su corazón a Dios en ese momento de desesperación. Luego se abrazaron y se despidieron en medio de lágrimas. Mi madre sabía que esta podía ser la última vez que viéramos a nuestro padre con vida. Mi madre no solo había cosido mochilas para nosotros, sino también para todos los niños de nuestro vecindario. Cuando comenzó el último ataque ruso, y después de la advertencia del soldado, rápidamente llamó a los vecinos y les dijo que nos acompañaran. Había llegado el momento de unirse para un largo viaje hacia la casa de los abuelos en Danzig, dijo ella. Al igual que la mayoría de los alemanes, no teníamos automóvil. Tendríamos que ir hasta la carretera e intentar que nos llevaran en el carro de algún granjero. Había once niños y dos madres en nuestro pequeño grupo de refugiados. Aún estaba la oscuridad de la noche. No podíamos imaginar los temores que nuestras madres enfrentaban en este viaje. Para nosotros, los niños, sonaba como una aventura divertida. Algo así como un paseo en carreta de invierno. Afuera, nos apresuramos para llegar a la carretera principal. A lo lejos podíamos ver que el camino estaba obstruido con carros, camiones militares y miles de personas a pie, todos los cuales se dirigían al oeste hacia Königsberg. Nos unimos al gran grupo. Pronto Felicitas se cansó. Comenzó a llorar. Mamá la abrigó con una manta y la llevó en brazos. En la oscuridad, no pudimos encontrar el carro de un granjero que tuviera lugar para todo el grupo. Así que continuamos caminando hasta el amanecer. Los chicos nos dimos cuenta de que este viaje no iba a ser para nada como un paseo en carreta. Toda la gente a nuestro alrededor hablaba de las atrocidades. Los tanques rusos venían detrás de nosotros a lo largo del camino y atropellaban a la gente. Los soldados les disparaban a las mujeres y los niños. —Y esos son los que tienen suerte — dijo en tono grave un viejo granjero, moviendo la cabeza mientras apurábamos el paso. Escuchamos el rugido de una máquina en el camino atrás de nosotros. Mamá nos gritó que corriéramos dentro de la zanja. Toda la gente se dispersó por el camino. Pero no era un tanque ruso. Era un camión militar que pasaba a alta velocidad. Un camión cargado con soldados alemanes que venían del frente de batalla. Huían por sus vidas, y nos dejaban solos y desprotegidos. —¡¿Dónde están los rusos?! — gritó un refugiado, mientras el camión hacía ruido. —¡Han tomado Stablack! — gritó un soldado—. ¡Corran por el bosque! ¡Escóndanse!—No podemos llevar a estos niños por el bosque — dijo mi madre, mientras miraba a su asustada vecina y amiga—. El carro de un granjero no alcanza la velocidad de un tanque militar. ¿Qué debemos hacer? Llegó otro camión, y luego otro. Mi madre estaba profundamente angustiada por no haberse puesto en marcha antes. Ahora entendía que nos había puesto en mayor peligro al esperar hasta último momento. El caos estaba a la orden del día. La posibilidad de que nos atropellaran o nos dispararan los soldados rusos ahora era su principal preocupación. —El próximo camión de tropas alemanas se detendrá por nuestros hijos — dijo mamá decidida—. Verán que soy una madre alemana. Tendrán misericordia. La siguiente vez que un camión aceleró en nuestra dirección, mi madre se puso al costado del camino y le hizo señas al conductor. El camión viró bruscamente para poder pasar. Mamá saltó en frente de él, y el camión se deslizó y se detuvo en el barro. El conductor insultó enojado. —¡Tenemos niños! ¡Tienen que llevarnos! — gritó. —Señora, este camión está sobrecargado. No puedo detenerme. Dicho esto, el conductor puso el camión en movimiento nuevamente, y nos dejó acurrucados al costado del camino. —Alguien va a detenerse — dijo mi madre con determinación—. Querido Jesús, toca los corazones de esos hombres para que nos lleven a un lugar seguro. Intentó detener al próximo camión, y al siguiente. Ni siquiera aminoraron la marcha, en su apuro por salvar sus propias vidas. El barro nos salpicaba desde las ruedas cuando pasaban. Mientras seguíamos caminando, mi madre trazó otro plan. Esta vez haríamos que nuestra vecina se mantuviera alejada con nosotros,los niños. Nos quedaríamos a unos cuatro metros y medio detrás de la posición de mamá. Si ella lograba detener a otro camión y hablar con el conductor, nuestra vecina no esperaría su respuesta. Comenzaría a lanzar a los niños de a uno dentro de la parte trasera del camión. Aterrizaríamos como once bolsas de papas entre los soldados. Por último, las mujeres les rogarían a los hombres que también hicieran espacio para las madres de los niños, especulando con el hecho de que no querrían tener que cuidarlos ellos mismos. Este plan funcionó. Una vez adentro del transporte de la tropa, los soldados hicieron espacio para nosotros donde antes no había. Había lugar para que estuviéramos de pie, pero se empujaron unos a otros para hacer un pequeño círculo en el medio. Finalmente, metieron a nuestras madres dentro del camión, y las depositaron en el piso junto a nosotros. El camión aceleró sus motores y comenzó a rodar en dirección al Haff. Mamá lloró y nos abrazó, mientras les agradecía a los soldados una y otra vez por su ayuda. Pero ellos se negaron a mirarla. El orgulloso ejército prusiano no había podido proteger su tierra natal. Todo se había perdido, y ahora cada hombre pensaba en sí mismo. Sus ojos miraban a la izquierda y a la derecha en busca de cualquier señal de las tropas rusas en movimiento. Al poco tiempo, los hombres comenzaron a gritar y golpear los puños contra el coche. Alguien había visto un avión que se acercaba. El camión se detuvo con una sacudida, y los soldados se dispersaron como hormigas. Al llegar al suelo, corrieron a refugiarse en un bosque de árboles cercano. Mi madre tomó a sus muchachos y a Felicitas mientras un avión volaba bajo sobre el camión y luego se lanzaba al cielo para colocarse en posición para un ataque de bombardeo. No teníamos tiempo para saltar del camión o alcanzar a los soldados. Éramos un objetivo seguro. Mi madre nos tomó como una gallina cuida a sus polluelos. Nos puso debajo de su cuerpo, extendió su abrigo sobre nosotros y comenzó a orar. —Padre celestial, protege a estos niños. Danos a tus ángeles como escudo. Que ninguna arma prospere. Estos son tus hijos, Señor. Mantenlos a salvo, en el nombre de Jesús. Continuó orando mientras el zumbido de metrallas balísticas llenaba el aire y llegaba más rápido que la velocidad del sonido. Esto fue seguido inmediatamente por el rugido de los cañones del avión de combate que ahogaba todos los otros sonidos y pensamientos. El camión saltó y se sacudió con el profundo impacto de las bombas que golpeaban la tierra en una sucesión rápida. Las explosiones de tierra reventaban sobre nosotros mientras el avión se ladeaba hacia el este, de donde había venido. Podíamos escuchar el disparo de pequeñas armas desde el bosque de árboles donde se escondían los soldados. El sonido del motor del avión se apagaba a lo lejos. Nada había golpeado al camión. Absolutamente nada. Miramos hacia arriba. Mamá se sacudió el barro del abrigo. —Gracias, Jesús — susurró. Cuando los soldados volvieron a entrar en el camión, estaban profundamente avergonzados. Ninguno se había preocupado por nuestra seguridad. Como luchadores experimentados, habían estados seguros cuando salieron corriendo hacia los árboles de que no tenían nada por lo cual regresar. Ningún camión, ningún refugiado. Se esforzaron mucho después de ese incidente por cuidar de nosotros de manera especial. Nos convertimos en su cargamento más preciado. La oscuridad cayó nuevamente, y continuamos durante la siguiente noche. En la oscuridad anterior al amanecer, nos detuvimos en una zona arbolada cerca del Haff. Cientos de otras familias se acurrucaban en fogatas junto a los árboles. Los soldados nos llevaron al bosque y nos dijeron que encendiéramos una fogata. No cruzarían el hielo al amanecer. Dijeron que los rusos volaban desde sus posiciones alrededor de Königsberg para bombardear a los refugiados mientras huían. Estaba contento por la posibilidad de estirar mis piernas. La búsqueda de leña en el bosque fue justo lo que necesitaba. Comencé a apresurarme, en busca de ramas secas que pudieran quemarse. Pero las otras familias habían hecho un buen trabajo. Ya no se encontraban ramas. Me interné más profundamente en el bosque, en una búsqueda diligente por el terreno. De repente, miré hacia arriba y no tenía idea de dónde estaba. Corrí hacia el grupo de refugiados más cercano. —¿Han visto a mi madre?—No. Corrí hacia el siguiente grupo y luego el otro. Fui rápidamente fogata tras fogata. Nadie me conocía. Nadie conocía a mi madre. Todos eran extraños. —Aquí está Meta — llamó una voz. Me apresuré hacia el lugar de donde venía el sonido. Un hombre señaló a una mujer que yo no conocía. —Aquí está Meta. —¡No! — lloré, y me alejé corriendo de ellos. Había sido un desarraigo repentino de mi vida protegida en Stablack. Ahora estaba perdido en un mundo peligroso lleno de extraños. Todo aquello que significaba comodidad y hogar para mí me había sido arrebatado en una noche espantosa. Comencé a llorar como la sirena de un ataque aéreo. Una señora amable se acercó y me preguntó si podía ayudarme. Entre sollozos, le dije que había estado buscando leña y ahora no podía encontrar a mi madre. Me levantó en sus brazos y me llevó de un grupo al otro hasta que, finalmente, vi a mi madre con mirada preocupada en el rostro, buscándome a lo lejos. Salté de los brazos de esa mujer y corrí hacia Meta. Ni siquiera le agradecí a la amable señora. Mamá me abrazó con fuerza. Mi corazón latía rápidamente tras haberme liberado del temor que apenas podía calmarme. Mamá tenía la costumbre de abrazar a sus hijos una vez al año, solo en sus cumpleaños. Sus abrazos eran especialmente valiosos. La parte buena fue que inesperadamente había encontrado una manera de recibir un abrazo extra de mamá. ¡Me sentí tan bien! Cuando asomaba el sol de la mañana, mamá y la señora vecina acostaron a sus once hijos y los abrigaron alrededor de una fogata. Nos fuimos a dormir mientras escuchábamos sus oraciones para que Dios proveyera un paso seguro para nosotros a través del hielo. De repente, los soldados nos despertaron. Nos reunieron y nos cargaron rápidamente en el camión. Aún no lo comprendíamos, pero Dios había contestado nuestra oración. Mientras bajábamos por la pendiente hacia el Haff, un grueso banco de niebla llegaba desde el mar Báltico. Pronto nos vimos envueltos por la más bendecida neblina que pudiéramos imaginar. Era la cobertura divina que necesitábamos para ocultarnos del bombardeo de los aviones de combate rusos. Mientras el camión se apresuraba a pasar por el Haff, el conductor tuvo que reducir la velocidad y tener extrema precaución. Eran los últimos días de la estación, y los estanques de agua en la parte superior del hielo salpicaban nuestros neumáticos. Por momentos nos deslizábamos hacia los costados, casi fuera de control. Luego el hielo crujía y se agrietaba debajo de nuestras ruedas. Febrero era normalmente demasiado tarde para aventurarse aquí en un vehículo. Pero la desesperación y la provisión de la niebla que podía salvarnos la vida nos impulsó a seguir adelante. Ocasionalmente, en la bruma fantasmal, encontrábamos los círculos oscuros de los orificios dejados por las bombas. Había cuerpos que flotaban en la oscura superficie del agua. Miles de personas habían perdido la vida al intentar cruzar delante de nosotros. Pero llegamos al otro lado con una seguridad maravillosa. En Danzig nos separamos de nuestros vecinos. Pronto Meta, con todos los niños Bonnke apiñados a su alrededor, golpeó la puerta del departamento del segundo piso del abuelo y la abuela Scheffler. Fue un encuentro lleno de lágrimas. Eva, la hermana menor de mamá, también estaba allí. Lo primero que mamá quiso saber era si habían escuchado alguna noticia de Stablack, algún indicio de papá. Nadie pudo decirle nada. Las comunicaciones se habían interrumpido. Danzig había estado bajo bombardeo durante varios días. Tan pronto como el clima cambió, el bombardeo se reanudó. Vimos edificios que ardían en llamas,a medida que los aviones y la artillería golpeaban a la ciudad indiscriminadamente. Docenas de columnas de humo podían verse alrededor del departamento todos los días. Fue ahí cuando escuchamos el terrible informe de que cuando la niebla se había levantado del Haff, la fuerza aérea rusa había bombardeado completamente el cruce de hielo. Esa vía de escape había desaparecido para todos los alemanes restantes atrapados entre Königsberg y Danzig. —Por favor, Dios — oró mamá—, muéstrale a Hermann una vía de escape. No permitas que quede atrapado allí. —¿Y qué hay del abuelo August y la abuela Marie? — lloró mi hermano Martin—. Todavía están en Trunz. —No sabemos dónde están — dijo mamá—. Pero vamos a orar para que ellos también estén a salvo. El abuelo Ernst parecía especialmente atribulado. Quería sacarnos de la ciudad lo antes posible para huir de la caída en manos enemigas. Al principio de la guerra había dejado su granja cerca de la frontera con Lituania para trabajar en una planta de lana en Danzig. Estaba decidido a quedarse hasta el final, pero Danzig no era un lugar adecuado para su esposa, sus hijas o sus nietos. A diario tenía que enfrentar el bombardeo y huir al puerto. Allí se abriría a paso a empujones a través de la multitud en busca de un pasaje para nosotros en un barco. —¿Y qué hay con el Wilhelm Gustloff? — preguntó mamá—. Hermann dijo que podríamos encontrar un pasaje seguro en ese barco. Por un largo momento, el abuelo no respondió. Su rostro era una máscara de furia a punto de estallar. —Ya zarpó — dijo con la voz quebrada. Mamá supuso que estaba enojado porque se había ido sin nosotros. Su esposa, Minna, sabía que estaba inquieto por otro motivo, y ya no pudo contener su angustia. Se puso a llorar. —Cuéntale el resto de la historia, Ernst. —¿Contarnos qué? — preguntó mamá. —Un submarino ruso hundió el Wilhelm Gustloff. De repente, la gravedad del peligro en el que nos encontrábamos se volvió mucho más real. Habíamos huido de Stablack. ¿Pero podríamos huir de Danzig? —¿Sobrevivió alguien?—Había diez mil seiscientos pasajeros en ese barco. Casi nueve mil eran refugiados, el resto, soldados. La mayoría de ellos murieron. Mi madre miró a su mamá. —Entonces debemos orar. Vamos a orar para que Dios guíe a papá a encontrar el barco adecuado para nosotros. —Voy a buscar un barco que no vaya a Alemania — dijo el abuelo amargamente—. Un barco que no lleve soldados. Mamá se sentó tranquilamente mientras pensaba por un momento. ¿Podría haber un propósito divino en que ella hubiera demorado nuestra partida de Stablack? ¿Aun bajo la amenaza de la invasión rusa? ¿Y si hubiéramos llegado a Danzig a tiempo para comprar un pasaje en el Wilhelm Gustloff? Todos estaríamos en el fondo del mar Báltico. El 17 de marzo, la ciudad seguía siendo bombardeada. Hacía más de un mes que habíamos dejado nuestro hogar, y los rusos habían aumentado sus posiciones en todo el país. El abuelo llegó a casa ese día con buenas noticias. Había estado en el puerto mientras atracaba un viejo transporte de carga de carbón . Había visitado a los funcionarios y conseguido permiso para que nos llevaran de viaje a Copenhague a la mañana siguiente. Tendríamos que salir temprano. Él pensaba que este era un navío especialmente bueno bajo las circunstancias reinantes. No era un transporte militar. También pensaba que su destino auguraba un cruce sin problemas. Iba a Dinamarca, el país que había sufrido menos que otros bajo la ocupación alemana. Como la guerra estaba terminando, parecía el mejor lugar posible para nosotros. Esa noche, Minna, Eva y Meta ayunaron y oraron. Aunque el abuelo Ernst había hecho lo mejor posible para nosotros, estaban aterradas. Querían escuchar lo que les decía Dios acerca de nuestro viaje en este barco. Después de un momento, Minna se levantó y tomó una pequeña caja en la oscuridad. Le quitó la tapa. Contenía cientos de versículos bíblicos impresos en tarjetas. Se la dio a Meta y le dijo que sacara una tarjeta. Creía que el contenido de la tarjeta sería una palabra del Señor que diría si teníamos que ir en este barco o esperar otro. Mamá tomó la caja de tarjetas. Extrajo una tarjeta y se la entregó a su madre. —Isaías 43:16 — comenzó Minna. “Así dice el Señor, el que abrió un camino en el mar, una senda a través de las aguas impetuosas…”. No pudo leer otra palabra. Mamá tampoco respondió por un momento. Las tres mujeres se quedaron sentadas con lágrimas en los ojos. El Señor les había hablado. Él sería el capitán de esta travesía. Ahora estallaron en alabanza a Dios. Todos nos acercamos para compartir la alegría. Leímos la tarjeta nuevamente, y la fe para el viaje aumentó en nuestros corazones. Teníamos fe de que Dios nos protegería durante toda la travesía. A la mañana siguiente, empacamos nuestro equipaje para el viaje. Bajamos la colina a pie en dirección a los astilleros. Cuando llegamos allí, el abuelo quedó consternado. Aparentemente otros habían tenido la misma idea. Decenas de miles de personas estaban amontonadas en el muelle, listos para hacer el mismo viaje. Estábamos perdidos en medio de la multitud. No era posible que el barco llevara siquiera a una fracción de las personas que buscaban un pasaje en él. Se nos cayó el alma a los pies. Mamá estaba convencida de haber escuchado la voz de Dios. Nos tomó a los niños de la mano y se introdujo entre la multitud. —Dejen pasar a los niños — dijo, una y otra vez, mientras avanzábamos a los empujones. Finalmente, la presión de la multitud se volvió demasiado grande. Desde donde estábamos podíamos ver la pasarela que conducía al barco, pero no podíamos avanzar más. Mamá tenía miedo de que alguno de nosotros se lastimara. La gente de la multitud estaba desesperada. De repente, alguien comenzó a gritar y señalar el cielo hacia el este. Se veía un avión de combate ruso que descendía por debajo de la línea del astillero; las armas abrían fuego en dirección a donde estábamos parados. La gente comenzó a gritar y correr. Mamá sabía que los niños serían pisoteados, por los que nos puso a todos juntos y nos dijo que nos agacháramos y nos escondiéramos detrás de nuestro equipaje. Una vez más, como lo había hecho en el camión militar, nos protegió con su propio cuerpo. El aire zumbó otra vez con el sonido de las metrallas llenas de balas, hambrientas de carne para destruir. Una vez que el avión pasó, estuvimos a salvo. A salvo, pero temblando terriblemente. Mi hermano mayor, Martin, hasta hoy recuerda vívidamente el terror de ese momento. Dijo que estaba absolutamente seguro de que moriría atacado con balas por la espalda. Le resultó difícil creer que seguía vivo una vez que eso pasó. Pero no estábamos heridos. De más está decir que la multitud se redujo. Mi hermano Gerhard recuerda que la hermana de mamá, Eva, se levantó en este punto y comenzó a gritarle al oficial de un barco que estaba cerca de la pasarela. —¡Señor, mire aquí!. ¡Aquí hay una madre con seis niños! ¡Debe llevarlos ahora mismo! El oficial le dio la espalda e hizo como si no la escuchara. Pero ella no se detuvo. Corrió lo más cerca que pudo de la pasarela y repitió su pedido. Ahora más aviones rusos sobrevolaban en círculos, en busca de la oportunidad de alcanzar objetivos. Tomamos nuestro equipaje y nos apresuramos detrás de mamá hacia la pasarela. Eva siguió gritándole al oficial, quien parecía decidido a ignorarnos. De repente, sin ninguna advertencia, simplemente se volvió y abrió la puerta de la pasarela para que todos pudiéramos entrar. De esta manera, Dios hizo espacio para nosotros en ese barco que se dirigía a Copenhague. Nos dimos vuelta y saludamos al abuelo mientras subíamos rápidamente por la pasarela. Una vez a bordo, nos hicieron ir rápidamente debajo de cubierta. Pronto otros refugiados estaban amontonados junto a nosotros. Llenaron la parte inferior del barco con la mayor cantidad de pasajeros que les pareció prudente. Luego retiraron la pasarela. Muchas más personas quedaron afuera rogando un lugar a bordo. Pero la gran sirena sonó,y el barco se deslizó suavemente desde el muelle. Nuestro viaje había comenzado. Una vez en el mar Báltico abierto, las condiciones bajo cubierta se deterioraron rápidamente. El mar tenía un fuerte oleaje, y muchos sucumbían a los mareos por causa del movimiento. El olor a vómito, materia fecal y orina comenzó a apestar en el aire. En el medio de la noche, mi vejiga no pudo aguantar más. —Por favor, mamá, necesito ir a cubierta para orinar. Mamá no podía dejarme ir solo. Envió a tía Eva conmigo, quien tuvo gran cuidado y se aseguró de que me aferrara fuertemente a su mano. Llegamos a la cubierta principal y entramos en el frío aire de la noche. Recuerdo el olor fresco y salado que tenía. Me vigorizó después de soportar el hedor bajo cubierta. Después de usar la letrina, miré el cielo estrellado. Mientras contemplaba la Vía Láctea, que se inclinaba suavemente mientras se balanceaba el barco, escuché el débil zumbido de un avión. De repente, casi se me salió el corazón del pecho. En la cubierta de este barco civil se habían montado armas antiaéreas y se habían ocultado debajo de lonas. Los toldos se quitaron de repente y las armas comenzaron a abrir fuego hacia el cielo en dirección al avión de combate que se acercaba. Tía Eva gritó y me arrastró hacia la escotilla abierta, pero yo me solté, fascinado por el drama que se vivía en el cielo. Antes de que pudiera agarrarme otra vez y arrastrarme hacia la escalera de cuerdas, vi como el avión de combate ardía en llamas. —¡Mira! ¡Mira! — grité, mientras lo señalaba. Por un momento los dos observamos paralizados cómo el avión caía como un meteorito en llamas, salpicando en las oscuras y heladas aguas hacia un costado. Los pasajeros en cubierta comenzaron a festejar. Había sido un avión de combate ruso que cayó en picada del cielo. Mientras Eva se apresuraba a llevarme bajo cubierta, ella le agradecía a Dios que al menos habíamos huido del bombardeo que nos había atacado en los muelles en Danzig. También recordé el terror de las balas y las bombas que habían sacudido el camión militar mientras nos sentamos indefensos en el camino. Un incidente tras otro, las realidades de esta guerra se estaban volviendo reales para mi mente de 5 años de edad. En algún momento después de la medianoche, nos despertó un impacto contra el casco del barco. Al mirar en la oscuridad, todo lo que pudimos escuchar era el giro constante de la sala de motores del barco que continuaba en su curso. Todos los pasajeros habían escuchado sobre la suerte que corrió el Wilhelm Gustloff. Después de algunos minutos, los pasajeros entraron en pánico cuando el barco se inclinó hacia un costado. La tripulación se apresuró a ir bajo cubierta con bombas impulsadas por gasolina. O el barco había golpeado una mina o había sido golpeado por un torpedo. Entraba agua a toda prisa desde un orificio enorme en el casco. Pronto podía escucharse bajo cubierta el sonido de los motores de la bomba, que quitaban el agua entrante. Mamá nos llamó para que fuéramos a su lado. Aquí estaba la prueba máxima de la promesa que le había hecho Dios. Comenzó a orar, junto con Minna y Eva, mientras le recordaban a Dios que Él les había dicho que Él abriría un camino en el mar y una senda a través de las aguas impetuosas. Después de algunas horas, el barco comenzó a recuperar su dirección. La tripulación explicó que las bombas habían comenzado a funcionar más rápidamente que el agua que entraba y que nos manteníamos a flote. Cuando apareció la costa de Dinamarca y entramos por fin en el puerto, todos lloramos de alegría. Miré la orilla distante sin tener idea de lo que nos esperaba aquí. Todo lo que sabía era que quería mantenerme cerca de la mujer que había orado por nuestra protección durante toda la caída de Prusia Oriental. Aunque aún no podía expresarlo con palabras, en mi corazón quería conocer al Dios que ella conocía. Y quería conocerlo del mismo modo que ella lo conocía. ___________________ 1. Karl Dönitz: Memoirs, Ten Years and Twenty Days. Nueva York: Da Capo Press, 1997. CAPÍTULO 6 Meta envolvió a Felicitas en una manta y la llevó en sus brazos. Reunió a los cinco rubios varones Bonnke a su alrededor, y juntos bajamos del buque de carga de carbón a la congelada aguanieve de la primavera de Copenhague. Eva tomó del brazo a la abuela Minna mientras bajaban inseguras por la pasarela. Otros barcos descargaban en los muelles alrededor de nosotros. Lentamente, comenzamos a entender que solo éramos nueve de doscientos cincuenta mil refugiados alemanes que entraban en Dinamarca. El 85% de ellos eran como nosotros, mujeres con niños.2 Al principio nos trataron bien. El gobierno danés, supervisado por el régimen nazi, hizo todo lo que estuvo a su alcance por alimentarnos y hospedarnos en escuelas vacías, depósitos y salas de reunión. Pero en cuestión de días, Hitler murió y Alemania se rindió. Las fuerzas alemanas que ocupaban el territorio se retiraron y todo cambió. Para nosotros, los muchachos, parte de la rutina de cada día comprendía ayudar a llevar agua y leña a nuestro sector. Quedaban pocas provisiones de leña, y mantenernos calientes y alimentados se convirtió en el objetivo principal de cada día. A medida que transcurrían los días y los meses, mamá nos alimentaba mientras pasábamos por las fiebres, los resfríos y las gripes normales, con la ayuda de remedios caseros y oración. No había médicos disponibles. Solo se podían conseguir medicamentos básicos y primeros auxilios. Durante nuestro primer año en los campamentos, trece mil personas murieron, en su mayoría, niños menores de 5 años.3 Hoy en día, las losas de piedra cubiertas por musgos marcan los lugares donde descansan esos niños alemanes en rincones casi olvidados de los cementerios daneses. En algunos casos, una piedra representa a varios niños enterrados apresuradamente en una sola tumba. Recuerdo una que visité recientemente en el lugar de nuestro internamiento. Una sola cruz de piedra lleva los nombres de George Kott, de 3 meses de edad, Rosewitha Rogge, también de 3 meses, y Erika Rauchbach, quien murió a sus 4 años de vida. Y las lápidas continúan así, una fila tras otra, siete mil en total. Aun después de que terminó la guerra, el trágico impulso de la muerte que esta había producido simplemente no se detendría. Pero por supuesto, los varones son varones, aun en un campo de prisioneros. Mis hermanos más grandes y yo encontramos maneras de hacer nuestros juegos mientras mamá, Eva y Minna llevaban toda la carga de las dificultades. Recuerdo vívidamente haber perseguido una pelota de fútbol improvisada por todo el campo. Un día, la fui a buscar hasta la cerca de alambre de púas. Al agacharme para recogerla, vi a un guardia armado en la torre. Esto me recordó que no teníamos libertad para correr y jugar como lo hacíamos en Stablack. Lentamente, caí en la cuenta de que no éramos como los otros niños que a veces se paraban a mirar del otro lado de la cerca. En ocasiones, sus padres estaban con ellos y nos señalaban, y aun nos insultaban por lo que le habíamos hecho al mundo. De a poco, comprendí que el ejército al que mi padre había servido pertenecía a un imperio malvado. La verdad acerca de las atrocidades del régimen nazi y la locura de Hitler comenzó a abrirse camino incluso en las conversaciones de los niños y las niñas alemanes que jugaban en los campamentos. El rango militar de nuestro padre, que alguna vez había sido una fuente de orgullo para los niños Bonnke, ahora se volvió algo que guardábamos en secreto. Estábamos cautelosos y tristes. Mis hermanos y yo anhelábamos ver a nuestro padre y saber que estaba bien, además de conocer de parte de él las respuestas a esas terribles acusaciones. Mamá no había recibido ninguna palabra oficial acerca de papá, pero nos dio la tranquilidad de que Dios cuidaría de él del mismo modo que había cuidado de nosotros en nuestra peligrosa huida desde Prusia Oriental. Sin embargo, durante muchos largos meses, estuvimos bajo una nube oscura, preguntándonos si habría sido atropelladobajo las ruedas de los tanques rusos que avanzaban. Como respuesta a nuestras preguntas, mamá finalmente nos hizo sentar para decirnos que nunca volveríamos a ver nuestro hogar en Stablack. Esa parte del mundo había sido tomada por la Unión Soviética. Explicó que el final de la guerra nos había encontrado en Dinamarca y que con el tiempo se nos permitiría regresar a otra parte de Alemania en la que construiríamos una nueva vida. Hasta ese entonces, tendríamos que vivir la vida de la mejor manera posible en el campamento de refugiados. Al llevar todo el peso de criar a seis hijos, mamá dejó salir la severidad de su crianza prusiana. Sin lugar a dudas, su rigurosidad estaba formada por la ansiedad continua con respecto a nuestra seguridad. Teníamos que informarle dónde estábamos todo el tiempo y obtener permiso por anticipado para hacer cualquier cosa o ir a cualquier lugar con amigos. No iba a tolerar la desobediencia a sus órdenes. Tampoco iba a permitir que se expresaran opiniones contrarias una vez que ella había hablado. Desobedecerle era arriesgarse a una buena paliza. No dudaba en golpearnos o abofetearnos con la mano abierta para asegurarse de que su autoridad nunca se tomara a la ligera, lo cual raras veces sucedía. La amenaza era un elemento de disuasión suficiente para cualquiera; para todos, menos para mí. De algún modo, me gané más de lo que me correspondía de disciplina. Me iba corriendo a jugar con un amigo y me olvidaba de pedir permiso. O expresaba una opinión contraria a sus reglas, como si tuviera el perfecto derecho a hacerlo. Me distraía mientras llevaba leña y terminaba jugando al fútbol. En un capricho repentino, creaba un fuerte con la leña que llevaba y me involucraba en una feroz pelea de caballos con otro equipo de niños como rival. Mi ropa se rompía y tenía mugre en las rodillas. En la hora de la comida, me ponía a pelear con uno de mis hermanos y derramaba la comida y la bebida. Las maneras de meterme en problemas parecían innumerables, de manera que a la mañana mamá me miraba y decía: “¡Chico travieso! Podría darte una buena paliza ahora mismo y terminar con todo esto”. Y lo decía en serio. A medida que fue pasando el tiempo, empecé a sentir que ella tenía razón; yo era un niño especialmente travieso. Sin importar cuántas veces me corrigieran, parecía que nunca aprendía mi lección. Cansaba a mi madre. A menudo, ella decía: “Quería tener una niñita cuando naciste tú, pero fuiste mi quinto varón. ¡Ay, Señor querido!”. Comencé a caer en la cuenta de que era una carga pesada para ella, pero aparentemente no podía mejorar. Finalmente, dejó de tener sentido intentarlo. Aun cuando me las arreglaba para hacer todo bien, de todos modos sentía en ella una actitud de exasperación cada vez que me encontraba en la habitación. Era más que la mala conducta lo que la irritaba. Sentía que era yo. Sin sentirse muy bien, mi padre Hermann Bonnke estaba acostado en la litera de la prisión mirando los listones de madera de la cama a pocos centímetros por encima de su nariz. Lo habían excusado de la cuadrilla de trabajo, lo que le permitía pasar más tiempo valioso a solas en los barracones de la prisión británica. Pensó en cuántos millones de prisioneros se habían acostado despiertos en claustrofóbicos cuartos como este durante los horrorosos años de la guerra. Eran víctimas del régimen nazi. Muchos de ellos — millones—habían muerto de maneras horribles que deseaba poder borrar de su mente. Acababa de enterarse de la solución final de Hitler. Aún estaba impactado por esto. El exterminio de los judíos lo horrorizaba más allá de las palabras. Como creyente pentecostal, había considerado a los judíos como el pueblo escogido a través del cual Dios había revelado al Mesías, el Salvador de toda la humanidad. El saber que había servido a un gobierno que había planeado exterminar a todos ellos lo afectaba permanentemente. Perseguía sus pensamientos e incluso sus sueños por la noche. Se preguntaba cómo les estaría yendo a los prisioneros de guerra de Stablack, aquellos a los que sus hombres habían custodiado en el campo de prisioneros en Prusia Oriental. Habían sido en su mayoría soldados belgas y franceses. Algunos habían regresado a Europa con historias de reclusión aun peor después de ser liberados por los rusos. ¿Cómo les estaría yendo a los otros soldados alemanes? ¿Cuántos habrían sobrevivido al ataque final? Pensaba especialmente en aquellos que habían quedado atrás en Königsberg para que él pudiera huir por el mar. Recordaba cómo se habían sacrificado. —Eres padre de seis hijos — había dicho el oficial a cargo—. Debes regresar para construir una nueva Alemania con ellos. Le habían conseguido un pasaje en el último barredor de minas en dejar el puerto en Helau antes del fin. Los otros soldados habían hecho retroceder a los soviéticos hasta que su barco había llegado en forma segura a las aguas abiertas del mar Báltico. Ahora habían llegado rumores de que los hombres que se habían quedado atrás se habían alejado marchando en el punto de las bayonetas dentro del Gulag siberiano de Rusia. Nunca volverían a verlos. Levantó la mano derecha y la puso sobre su rostro. En lo profundo de su corazón, deseaba nunca haber sido el niño que había levantado una espada de madera en el pueblo de Trunz, mientras soñaba con la gloria en la batalla. Poco había sabido que la cruz prusiana que tanto había anhelado usar sería quitada de su patrimonio piadoso y torcida en la esvástica de Hitler. Aún no podía entender cómo los descendientes del sacro Imperio romano podían transformarse en el régimen nazi. Pero había visto cómo sucedía con sus propios ojos, día tras día, con una sensación de impotencia en el estómago. Solo le había llevado diez años a Hitler obtener el poder absoluto sobre su amada patria. Nunca podría vivir otro día sin lamentar ser alemán. Hermann había estado en este campo de prisioneros durante 279 días y noches. Cada minuto de cada día sentía la punzada de extrañar a su esposa, Meta, y a sus hijos. Veía cada uno de sus rostros en sus recuerdos ahora, tal como los había visto por última vez en Stablack. Oraba por cada uno de ellos por su nombre; pedía que siguieran con vida y buena salud, y que por la gracia de Dios pudieran reencontrarse a su debido tiempo. Había preguntado una y otra vez, a través de la Cruz Roja, por su seguridad y su paradero, pero no había podido averiguar nada. Con cada día que pasaba, el dolor lacerante en su estómago era cada vez más fuerte; temía que no hubieran sobrevivido. Aun así, en su reclusión, no se sentía perseguido. Parecía un pequeño pago en relación con las numerosas muertes y sufrimiento que habían sacudido al ejército alemán durante los últimos años. Los juicios por los crímenes de guerra nazi recién estaban comenzando en la ciudad de Núremberg. Él no tendría que ser sometido a juicio porque como oficial en la Reichswehr, nunca se había unido al partido nazi. Pensaba que si le daban la pena de muerte como prisionero de guerra ahora, no sería demasiado severa. Pero ¡ay! No podría expiar tantos pecados. El barrido de la guerra era demasiado masivo y sus males más de los que cualquier tribunal pudiera juzgar con justicia. Pero hubo Alguien que los contó perfectamente. Ni siquiera un gorrión cayó sin que Él lo supiera. Los cabellos de las cabezas de todas las víctimas de la guerra, sin mencionar de todos los que cometieron atrocidades, habían sido perfectamente numerados y grabados en su libro divino. Un día, el libro sería abierto, y todos estarían delante del gran trono blanco para dar cuenta de sus actos. Solo Dios podía pesar con la balanza de la justicia. Y así lo había hecho Él. Había un segundo libro en los cielos. El libro de la vida. Los miembros de la raza humana finalmente no se levantarían ni caerían según sus actos, buenos o malos. Serían salvos si sus nombres habían sido escritos en el libro de la vida. Al aceptar a Jesús como Salvador, sus nombres se colocaban en este libro. Era la esperanza de Hermann y la esperanza de todocreyente cristiano en ambos bandos de la guerra. Mientras estaba allí acostado, en su imaginación vio un par de pesas de balanza que llegaban hasta el suelo con una deuda imposible. Un tanque, un bombardero, un casco del campo de batalla, una bayoneta, una cruz de hierro adornada con esvásticas. Luego, colocado en el lado opuesto de la pesa, la vieja cruz desgastada. Bajo el peso de esa cruz, las pesas se balanceaban. Esta sola era la ecuación de la justicia divina. Dios puso sobre sus hombros la iniquidad de todos nosotros.4 Salieron lágrimas de sus ojos, a medida que su corazón llegaba en oración a este Dios infinito. “Padre celestial, soy tuyo durante los años que me queden de vida. Ya no habrá más servicio militar para mí. El deseo de mi corazón es predicar tu Evangelio y servirte solo a ti, hasta el día en el que te vea cara a cara”. En medio de los barracones vacíos, escuchó una puerta que se abría y se cerraba suavemente. Alguien comenzó a caminar con pasos tranquilos. Los pisos de madera de coníferas crujían con cada paso. Hermann pensó que quizás era un guardia británico que venía a ver cómo estaba. O un médico que quería chequear por qué había informado que se sentía enfermo. Rodó por la litera y se puso de pie para enfrentarlo, y, para su completa sorpresa, era un hombre que vestía una túnica blanca sin costuras y sandalias de Medio Oriente. Sonreía mientras se movía en dirección a él, con las manos extendidas como si fuera a abrazarlo. Tenía el cabello largo y la barba abundante, y cuando Hermann se estiró para tomar su mano, vio que estaba completamente rota por la fuerza de un clavo romano. —Hermann, ¡estoy tan feliz de que vengas! — dijo el Maestro, y luego desapareció en el aire. Hermann cayó sobre sus rodillas. No pudo hacer otra cosa que llorar durante el resto del día y la noche. ¿Cómo podía el Salvador alegrarse por alguien tan pecador? Al regresar a su litera, se acostó, con su alma rebosante de la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento. Hasta ese momento, había parecido inconcebible que un soldado encarcelado del Tercer Reich pudiera recibir la sonrisa del Cordero de Dios, y que el Salvador pudiera expresar el placer de Dios por su deseo de servirle como ministro del Evangelio. El tesoro de este encuentro ardió como fuego en su corazón hasta el día de su muerte. ¡Qué gran día para nosotros cuando la Cruz Roja entregó esa carta maravillosa! La primera de muchas cartas. ¡Nuestro padre al fin nos había encontrado! Las lágrimas de mamá cayeron libremente mientras leía sus palabras una y otra vez, tocaba las letras escritas con los dedos, sabía que su amado Hermann milagrosamente había huido del fin de la guerra. Salté de alegría cuando ella nos dio la noticia de que estaba vivo en un campo de prisioneros de guerra británico cerca de Kiel, Alemania. Explicó que Kiel no estaba lejos de Dinamarca, justo del otro lado de las rectas estrechas del mar Báltico. Pasarían varios años hasta que lo viéramos, pero solo saber que estaba vivo y a pocos kilómetros de distancia de nosotros era suficiente por ahora. Toda nuestra familia había sido protegida por la mano de Dios del terrible final de la guerra. Observé la dicha en el rostro de mamá y pensé en su felicidad. Pasé mi tiempo en el campamento de refugiados con una nueva medida de propósito después de eso. Días más tarde, mientras jugábamos, observé una mirada seria en el rostro de mi hermano mayor Martin. Estaba hablando con Gerhard, Peter y Jürgen junto a la cerca del campamento, y parecía reflexionar profundamente. Me acerqué y escuché algo de lo que decía. —¿Por qué Dios no salvó a la gente que iba en el Wilhelm Gustloff? Eran cristianos. ¿Y aquellos que cayeron por el hielo en el Haff? ¿Salvó Dios a los Bonnke y no a ellos? Dios no envió la niebla que nos cubrió. La niebla solo era parte del comportamiento climático. Fuimos los afortunados, eso es todo. Algunos días hay niebla, y otros días no. Dios no lo hizo. Eran ideas demasiado grandes para mi mente de entonces 6 años de edad. Escuchárselas decir a Martin me hizo sentir terrible, como si alguien hubiera robado mi posesión más preciada. Me alejé rápidamente, profundamente afectado. Más tarde, encontré a mamá sola. —Mamá, Dios nos protegió de los rusos, ¿verdad?—Sí, claro, Reinhard, Él lo hizo. Podía ver cómo su rostro brillaba de agradecimiento mientras hablaba. —¿Y Él también protegió a papá?—Sí, a papá también. ¡Dios es tan bueno! Debemos alabarlo todos los días y agradecerle por su protección sobre nuestra familia. Muchos murieron, pero nosotros nos salvamos. Mi corazón estuvo en paz otra vez. La fe de ella era la roca sólida que anclaba mi alma sin rumbo. A esta creencia me aferraría en busca de consuelo y gozo. Y de esta manera comencé a caminar por un sendero separado y diferente del de mis hermanos mayores. Nuestros caminos finalmente nos llevarían a destinos muy diferentes. Después de casi dos años en el campamento, el abuelo Ernst Scheffler se puso en contacto con Minna y Eva a través de la Cruz Roja. Había sobrevivido a la caída de Danzig y huido a Neu-Ulm, Alemania. El viejo cuidador de ovejas ahora trabajaba para una sucursal de la misma planta de lana que lo había contratado en Danzig. Se había asegurado un hogar y encontrado una manera de liberar a su esposa y a su hija del campamento. Estábamos tristes, y al mismo tiempo contentos cuando nos despedimos. Queríamos que la abuela y la tía Eva fueran libres, pero no entendíamos por qué nosotros no podíamos ser libres también. Eran preguntas para las cuales no podíamos esperar respuestas. Éramos simplemente refugiados de guerra alemanes que, a los ojos de muchos, merecían pasar la vida en prisión. Mientras tanto, continuamos recibiendo cartas de papá. Fue lo destacado de nuestro tiempo restante en el campamento. Nos reuníamos juntos y mamá nos las leía en voz alta, y nos sentíamos conectados otra vez. Nos atrevíamos a soñar con un futuro en el cual estaríamos juntos con papá. Así había sucedido con el abuelo Ernst, Minna y Eva. Seguramente así sería también con nosotros. Recuerdo el día en el que papá nos contó acerca de su liberación del campo de prisioneros de guerra. Gritamos y celebramos, y cantamos alabanzas a Dios. Se le había permitido ir a una ciudad en el norte de Alemania llamada Glückstadt. Allí había encontrado un cuarto en la casa de un amigo, quien le ofreció un trabajo bien pago como funcionario civil. Preparaba un lugar para que nosotros fuéramos y viviéramos con él cuando nos liberaran. Estábamos extasiados. El nombre Glückstadt significaba “Ciudad de la suerte”. Como cristianos, no creíamos en la suerte, pero ciertamente creímos que seríamos muy afortunados de vivir allí con papá. Especialmente cuando nos enteramos de que había encontrado una pequeña iglesia pentecostal en esa ciudad y se había unido a la membresía. Sería nuestra iglesia cuando fuéramos con él. Estábamos seguros de que se acercaba el momento de nuestra libertad. Comenzamos a soñar respecto a la vida en la casa con papá en Glückstadt. Pero mientras esperábamos, los días se convirtieron en semanas y en meses, hasta que finalmente dejamos de preguntar: “Mamá, ¿cuándo vamos a ir a vivir con papá?”. La pregunta traía lágrimas a sus ojos. Llegó otra carta que puso todo en tensión. Más precisamente, la carta desconcertó a mamá. Ahora que soy adulto, puedo entenderlo mejor. En esta carta, papá le preguntaba si ella lo apoyaría en la decisión de darle la espalda al ingreso seguro que recibiría en un trabajo civil. Quería convertirse en el pastor de un pequeño grupo de refugiados pentecostales en la ciudad cercana de Krempe. Explicaba que Krempe estaba a solo ocho kilómetros de la casa en la que vivía en Glückstadt. Podía ir allí en bicicleta y ser su predicador. Dijo que sentía gran compasión por esas personas atribuladas, y que tenía en su corazón el deseo de servir al Señor al servirles a ellos, en lugar de recibir otro tipo de pago. Le recordó a ella la promesa que le hizo a Dios en el campo de prisioneros
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