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EL DIOS de mis OJOS Escrito por Viviana Basualto Salinas-Año 2017-2018 Autor: Viviana Basualto Salinas Nacionalidad: Chilena Obra Inscrita en Departamento de Derechos Intelectuales Santiago/Chile. Inscripción Nº 289848 24 Abril 2018 Todos los derechos reservados. Prohibida su copia o reproducción, sin previa autrización del autor. Impresión: Ilustraciones: Elson Contreras G. Correción gramatical: Spanish Checker.com PRIMERA EDICIÓN Así está escrito: ¡«Qué hermoso es recibir al mensajero que trae buenas nuevas»! (Romanos 10:14-15 (NVI) PRÓLOGO Desde niña serví al Dios de mis padres, al Dios de mi iglesia, al Dios de mis pastores, en definitiva al Dios de los demás. Crecí creyendo que fuera de este mundo terrenal existía un Todopoderoso muy distante de su creación, indiferente, celoso, siempre irritado por los errores cometidos y el causante de provocar los dolores más grandes a la humanidad por causa de la desobediencia. Un Dios radical, sin matices, sin excepciones, castigador, fulminante en sus decisiones y difícil de conmover. A mis cortos años, siempre sentí que era muy complicado alegrar el corazón de Dios, imaginárselo contento o dispuesto a oír explicaciones. De hecho siempre escuché “para Dios no hay excusas” por lo tanto, intentar explicar alguna situación era tiempo perdido. Crecí pensando que todo lo malo que me sucedía me lo merecía y todo lo bueno era parte de una misericordia inmerecida. En esa dinámica me desenvolví en la infancia, adolescencia y parte de mi vida adulta donde me di de cuenta que muchos cristianos viven atormentados tratando de calificar en un listado que Dios jamás dictó. Pude notar que son muchos los que sirven a Dios por razones equivocadas, con corazones tristes, afligidos, desorientados por causa de hombres que conscientes o no, les han presentado a las personas un Dios que no existe, un Dios vengador, intocable, inalcanzable, imposible de amar o de ser amado por él. Dice su palabra en Romanos 8:19 que “la creación espera con gran impaciencia el momento en que se manifieste claramente que somos hijos de Dios”. Su creación anhela ver su gloria derramada en nuestras vidas, para poder creer. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? Dice también en el mismo libro, capítulo 10:14. La pregunta es entonces: Cómo verán ellos la manifestación de Dios en nuestras vidas si aun no entiendes lo que significa tener una relación Padre e hijo(a) con él. ¿Qué Dios les presentarás? ¿Cómo lo invocarán si ven que tú, siendo cristiano, le temes y huyes de su presencia? Dios nos manda a declarar, contar, expandir a viva voz lo que él ha hecho con nosotros. A manifestar su gracia, misericordia, amor y poder transformador de vidas. “Que lo digan los redimidos del Señor, los que ha redimido del poder del enemigo" (Salmo 107:2 RVR1960). Como redimida de Dios, es que expongo mi testimonio personal e íntimo al servicio del reino. En cada capítulo intento mostrarte mi necedad, ignorancia y desconocimiento total sobre cómo tener una relación con mi Padre Celestial. En estas historias verídicas intento reflejar lo que somos muchos cristianos frente a las circunstancias que nos abruman, como nos enredan las dudas y lo que provoca la nula certeza de quien es Dios realmente. Deseo bendecir tu vida a través de este libro. Que se abra tu entendimiento y recibas el regalo de conocer al verdadero Dios, ese que te ama como nadie logrará hacerlo y que espera que le aceptes como su padre sólo para cuidarte, guiarte y salvarte. En este escrito, no te presentaré el Dios de mi religión, sino, “El Dios de mis Ojos”. CAPÍTULOS Capítulo Título Página Capítulo V “Me Basta tu Gracia” 7 Capítulo II “Sin plata para pagar mi Pasaje” 30 Capítulo III “Shaiel” (Regalo de Dios) 41 Capítulo IV “Llegó la respuesta ¿Ahora qué?” 53 Capítulo I “La flor de siete Colores” 63 Capítulo I “ME BASTA TU GRACIA” Cierto día, como a los seis años de edad, comencé a ver muy nublado, me costaba mucho trabajo poder mirar con normalidad. Como si la mitad de lo que veían mis ojos desapareciera. Luego no podía ver nada, ni siquiera podía alzar la mirada porque la luz se volvía muy difícil de tolerar. Las voces de las personas, los ruidos externos comenzaban a alejarse y podía sentir que todo lo que acontecía a mi alrededor pasaba en cámara lenta. A los pocos segundos, se me comenzó a entumecer un lado completo del cuerpo, se me enroscaban los dedos, la lengua y quedé parcialmente paralizada. Junto a eso, comencé a vomitar tanto que sentía que perdía el conocimiento. No podía hablar. No podía pronunciar ninguna palabra ni frase como si borraran de mi memoria todas las letras y sonidos, puesto que, no sabía ni siquiera cómo expresar lo que estaba sintiendo. Finalmente, sentía que mi cabeza estallaba de dolor. Dolor tan desesperante que comencé a tirarme el pelo, a pegar mi cabeza contra la pared con el deseo de despegarla del cuerpo para evitar el dolor. Mi corazón estaba muy acelerado, con mucho miedo y sólo lloraba. Al cabo de 8 horas, los síntomas comenzaban a irse en la medida en que llegaron. En orden; recuperé la visión, la movilidad, la estabilidad, el habla y finalmente se fue el dolor de cabeza. No entendía nada y veía a mis padres preocupados preguntándose qué había pasado conmigo. Al principio ellos creían que se trataba de algo común relacionado con lo mucho que me gustaba estudiar. Como un colapso mental por estudiar demasiado. Algo que pararía con el tiempo, pero fue ocurriendo cada vez más seguido. Hasta tres veces en el mes. Mis padres, decidieron llevarme al doctor para que pudiera determinar la causa de esta misteriosa enfermedad, de la cual no sabíamos nada, ni habíamos visto en nadie. El único antecedente que manejábamos era el de mi abuela materna que falleció a los veinticuatro años por un derrame cerebral y unos dolores de cabeza muy fuerte que le daban a mi papá cada cierto tiempo, pero nada se parecía a lo que me estaba ocurriendo a mí. Me hicieron algunas preguntas, algunos exámenes rutinarios y recuerdo (a pesar de ser muy niña) que el diagnóstico fue “Crisis por desarrollo hormonal” En palabras sencillas, dolores de cabezas relacionado con el crecimiento de mi cuerpo. Una anomalía aparentemente normal en cualquier niño(a). Esto, por un lado, tranquilizó a mis padres, pero no sabían cómo enfrentarlo, puesto que no había tratamiento y nadie dijo cuánto duraría este proceso “normal”. Pasaron algunos años y nada varió. Recuerdo escuchar a mis padres preguntarse mil cosas, con mucho temor a lo que podía suceder. Con miedo a que me pasara lo mismo de mi abuela. Preguntarse una y otra vez hasta cuándo mi desarrollo afectaría mi cabeza, cuánto deberían esperar para determinar que ya no era algo normal. Tiempo después, decidieron acudir a otro médico. Médicos que solía ver en las postas de aquellos años, pues mi familia era de muy escasos recursos. Vivíamos en un terreno fiscal del cual en cualquier momento nos desalojaban. Teníamos una casa sencilla justo al lado de un canal que nos inundaba todos los años de invierno, con ventanales de nylon y muebles artesanales que hacía mi padre. Él era un modesto jornal de construcción. Entonces, pensar en acudir a un médico particular para que nos ayudara con esta enfermedad, era impensado. El siguiente médico en tratarme, llegó a la conclusión de que mi enfermedad era un “tipo de epilepsia”. Específicamente dijo -“Es como el primo de la epilepsia, porque su hija no convulsiona”-. Esas fueron sus palabras exactas. Poco conocía de la epilepsia, pero fui testigo muchas veces de personas con estosataques, y saber que al menos eran “primos” me tranquilizaba un poco, pues es terrible padecer de eso (eran mis pensamientos de niña). El tratamiento, una burla, para tan graves síntomas según mi parecer. Un paracetamol cada vez que diera una crisis. Nunca me ayudaron en nada la verdad, ni a calmar el dolor y ninguno de los otros síntomas. Solo me obligaba a quedarme dormida para despertar y desear que todo terminara. Mi mamá siempre me acostaba, porque los vómitos me dejaban sin fuerzas. Cerraba las cortinas y evitaba cualquier ruido, porque aún el ruido lejano del televisor no podía tolerarlo. A pesar de ser una niña, siempre me pregunté por qué tenía esta enfermedad. Me preguntaba qué había hecho mal para que Dios me castigara con algo así. A veces, culpaba a mi padre porque pensaba que Dios lo castigaba usándome a mí cada vez que él se alejaba de su presencia. Daba lo mismo quien la tuviera, estaba convencida, siendo tan pequeña que era un castigo de él. Oí muchos “profetas” decirle a mi padre, que si no se volvía a Dios, él tocaría lo más preciado que tenía y mi padre siempre dijo que yo era su tesoro. Entonces, no podía evitar culparlo a él por las cosas malas que me pasaban. (Todo esto, con un pensamiento ignorante de niña sobre las cosas divinas). Una mañana cualquiera, desperté muy asustada y comencé a gritar. Todo lo que veía estaba lejos de mí. Un televisor que tenía a pasos de mi cama, estaba a metros de distancia. Las paredes de mi dormitorio se movían y escuchaba voces a lo lejos. Mi mamá desesperada trata de tranquilizarme pero sentía mucho miedo. Cuando logró calmarme, me había quedado dormida de nuevo. Y cuando despierto la sensación no se había ido. Cerraba los ojos y veía pinos y números gigantes que trataban de acercarse a mí. Todo estaba distorsionado en tamaño y distancia. Mis padres me llevaron a urgencias, pensando que era un nuevo síntoma de mi enfermedad, pero no detectaron nada. Me dieron algunos calmantes para dormir y a hacer reposo. Tristemente para mí, nada cambió. Recuerdo que ojeaba la biblia porque no podía tener mis manos quietas y dormir era una tortura porque me aterraban los pinos que caían sobre mí para aplastarme. Un día, vinieron unos hermanos de la iglesia para orar por mí, pero finalmente oraron por mi papá. Le entregaron un sueño que no sé si él recuerda pero yo me acuerdo perfectamente, tenía mucha relación con lo que me estaba pasando, aunque no podía entenderlo de un todo. Luego de eso, mi padre se levanta para orar por mí y fue la primera noche que pude dormir. Estuve así durante un mes aproximadamente, poco a poco se empezó a normalizar todo. No sé qué ocurrió finalmente. Quizás, estaba relacionada con mis crisis, después de todo era mi cerebro haciendo un montón de cortes circuitos. Un año más tarde, mi padre nos mandó con mi hermano a comprar duraznos con crema. Una delicia de la que disfrutábamos sólo en ocasiones especiales porque, en esos años, dinero sólo había para cosas importantes. Disfrutamos de ese maravilloso postre y al poco rato comencé con alergia en mis piernas. Tenía desde la cintura hacia abajo un sarpullidlo que me picaba muchísimo. Mi padre preocupado me lleva en su bicicleta a urgencias del Hospital de Los Ángeles. Recuerdo que le decía -“Papá no dejes que me pinchen por favor, me da miedo” - y él me decía -“tranquila hija, no te van a pinchar”-. Me revisaron, y dijeron que era una alergia común. Me pincharon igual. Después de eso, nos fuimos a la iglesia y mientras cantábamos comencé a sentirme muy cansada. Le pregunté a mi padre si podía sentarme y él me respondió que sí. Me senté y no volví a caminar en tres meses. Al día siguiente, el sarpullidlo se había transformado en grandes moretones. De la cintura hacia abajo estaba llena de moretones, hasta entremedio de los dedos de los pies, como si me hubiese pegado detalladamente con un martillo. Eran unas manchas negras con rojo que al tocarlas dolían demasiado. Comencé con vómitos muy fuertes y no pude ni siquiera sentarme en la cama. Desde ese día comenzó la odisea de exámenes, visitas al hospital, doctores que me revisaban, etc. Todos los resultados daban normales. Siempre recuerdo que le suplicaba a mi padre que no autorizara mi hospitalización. No quería quedarme ahí, sentía mucho miedo y estar alejada de mi mamá, de mi hermano y de mi papá me aterraba. Yo era muy miedosa cuando niña. Le temía a la oscuridad, a las personas extrañas, a los ruidos desconocidos, a la lluvia, al viento, truenos, relámpagos, a casi todo y quedarme hospitalizada hacía que cerrara los ojos para creer que no estaba pasando. Yo creo que, a mi padre, le quebranté su corazón con mis súplicas que se negó rotundamente a dejarme en el hospital. A cambio, debió firmar un papel en el que se comprometía a llevarme todos los días en la mañana al hospital que estaba a unas diez cuadras aproximadamente de mi casa. Días me llevaba en su bicicleta, otros días me llevaba en sus brazos. Eso lo hizo durante tres meses. Me hicieron muchos test para saber si mis manchas pertenecían a algún tipo de peste, si tenía algo en la piel, si era algo hormonal, a la sangre, etc. Todos los exámenes posibles para determinar el diagnóstico, pero nada daba luces de lo que era. Mientras tanto, seguía sin comer, sólo bebía suero casero que me preparaba mi madre. Estaba literalmente en los huesos y soñaba con tomar un vaso de agua natural, o un helado en bolsita (que hacía mi mamá para vender) pero no podían dármelo. Podía sentir la pena de mi madre, me explicaba que no podía darme lo que pedía. Ella siempre oró a mis pies, pidiendo a Dios respuestas y rogando sanidad para mí. Un día, un doctor habló con mis padres y les dijo -“ocho médicos estamos en esto, de distintas especialidades y no sabemos qué enfermedad tiene su hija, Sólo nos resta hacer un último examen… el VIH”- Recuerdo ver la expresión de sus rostros y no poder creer que me harían tal cosa. Al día siguiente me traen a hacerme ese examen. Yo a esa edad ya sabía lo que era. Nos habían enseñado en la escuela sobre eso y recuerdo haberle preguntado a mi mamá si yo moriría y ella dulcemente me contestó que no. Que Dios me sanaría, jamás escuché una cosa distinta, “Dios me sanaría”. Me pusieron como una corchetera en el brazo izquierdo (un tajito) Una marca que llevo hasta hoy conmigo. Esa noche, mi padre sin más poder de la angustia, del miedo a que tuviera Sida, me tomó en sus brazos y me llevó a la iglesia. Recuerdo tan nítido ese día. Él entró y pasó directamente al altar, se hincó y comenzó a llorar desconsoladamente a Dios. Le prometió entregar totalmente su vida a cambio de que él me sanara. No puedo describir mejor ese momento, me quedó grabada esa imagen en mi mente y corazón hasta el día de hoy. Casi sin vida, en los huesos, sin poder caminar en meses, sólo me quedé a escuchar cómo los demás oraban por mí, rogando a Dios por un milagro. Al día siguiente, ocurrió algo inesperado. Algo muy parecido a lo que le sucedió a aquellos que oraban porque Pedro saliera de la cárcel, y cuando un ángel de Dios lo liberó fue con ellos, lo recibe una muchacha y corre a decirles: -“Pedro está a la puerta”- y ellos le respondieron –“¡Estás loca!”- Pasa muchas veces que estás orando por algo, pidiendo un milagro, una respuesta al Altísimo, pero en el fondo de tu ser hay una duda que te invade completamente. A veces, son oraciones “por si acaso”, “por si responde”, “por si ocurre” pero finalmente no estás creyendo por completo. Bueno, no sé de qué forma habrán orado mis padres, pero Dios al día siguiente hizo ¡un milagro! ¡Me pude sentar! ¡Mis manchas no estaban tan oscuras, estaban más claras, como si fueran a desaparecer! Comencé a comer y no volví a vomitar. La alegría de mis padres es indescriptible. ¡Dios había hecho un milagro de la noche a la mañana! A la semana había vuelto a caminar, recuperaba mis fuerzas, mis ganas de viviry poco a poco fueron desapareciendo las manchas. El examen llegó, por supuesto, no había enfermedad. ¡No tenía Sida! Nunca supieron los médicos lo que tuve, jamás tuve un diagnóstico, pero si tuve un Milagro, un milagro Maravilloso. Finalmente, tuve una enfermedad desconocida, con cura desconocida, dijeron los médicos. Lo claro era una enfermedad extraña, pero la cura ¡fue Dios! Nunca entendí qué relación tenían mis enfermedades con las oraciones de mi padre. Pero él se rendía a Dios y yo me sanaba milagrosamente. Un misterio que no he podido descifrar. Lo claro era que ese Dios había tenido mucha misericordia con mi padre, porque había obedecido. A pesar de haber recibido un milagro, no lograba entender cómo operaba Dios en estas cosas. Yo sólo me preguntaba por qué me enferma a mí y no a mi hermano para castigar a mi padre. No lo veía justo…o por qué no enferma a mi padre si es él quién se equivoca. En los años postreros, la enfermedad en mi cabeza, aun estaba presente. Las crisis se volvían más fuertes sin signo alguno de que fueran a terminar. Ya tenía 17 años y las crisis se habían vuelto parte de mi vida. Si bien eran horribles, eran llevaderas y hasta ese momento nada más grave había pasado. Pero siempre pensé en un futuro y me pregunté muchas veces cómo lo haría el día que tuviera que trabajar o el día que fuera a la Universidad. Cómo les explico a mis jefes, a mis profesores que cada cierto tiempo me dan una crisis que me tienen ocho horas postradas en la cama sin poder hablar, ver, ni mover. Entonces decidí volver a tratarme. Ya habían pasado muchos años, la medicina se suponía que había avanzado, entonces era el momento adecuado para preguntar otra vez. Y Dios ya no había intervenido en eso, pedirle que me sanara era tiempo perdido porque sentía que no calificaba para merecer un regalo así. De todas las veces que vi doctor, ésta fue la más espantosa, en cuanto a diagnóstico. El doctor que me atendió me dijo que lo mío eran -“crisis de ausencia”- Sonaba más bonito que “primo de la epilepsia”, pero me seguía pareciendo absurdo. Según él era el sistema nervioso que colapsaba y hacía que mi cerebro quedara en pausa (ojalá fuera sólo pausa, pero los dolores nunca se detuvieron). Hubo muchos momentos en que me rendí con esta enfermedad, me preguntaba cómo es que nadie sabe lo que me pasa, cómo es que nadie puede darme una respuesta y una solución. Cómo es posible que termine casi inconsciente, toda chueca, sin poder decir una sola palabra coherente y nadie sabe cuál es la causa ni el tratamiento. No podía comprender que no hubiera respuesta. Cómo es que a mis 17 años, he experimentado tres enfermedades totalmente desconocidas para la ciencia. Con evidencias de mis síntomas, sin diagnósticos. ¿Qué ocurría en mi cerebro que provocaba tales efectos en mi cuerpo? ¿Qué hice de malo para que Dios me tuviera así? Muchas veces les dijeron a mis padres que lo mío era hechicería. Un mal del enemigo para matarme. Recuerdo que una anciana muy respetada en nuestra iglesia, se me acerca para contarme una visión que tuvo sobre mí. –“Vi sobre tu cabeza una corona de oro, muy brillante, resplandeciente, pero encima de esa corona tienes otra de espinas, negra y amenazante”- Me explicó que el enemigo quería destruirme y que era causante de esas crisis inexplicables. Yo la escuché, pero no sabía qué hacer con esa revelación. Era muy niña, no entendía mucho sobre el reino espiritual ni del reino de las tinieblas. Solo me preguntaba por qué Satanás quería destruirme, qué tenía de especial para querer que muriera. Dios quería castigarme y el Diablo destruirme ¿No será mucho? A los veintitrés años, cuando ya trabajaba, decidí volver a tratarme. Yo pienso que el ser humano busca incansablemente obtener las respuestas a las preguntas que se hace y no descansa hasta obtenerlas. Creo que eso me movilizaba siempre, además de estar sana. Si Dios no va a hacer nada, entonces yo hago algo. Si Dios no quiere sanarme, tendrán que hacerlos los médicos y los médicos terrenales estaban más a la mano que el Todopoderoso. Esta vez, busqué un especialista reconocido en la ciudad, un neurólogo. Me pidió realizar una resonancia magnética cerebral, capaz de detectar cualquier anomalía. Llegó el resultado, él los observó y me dice: -“Aquí está lo estaba buscando”- Le pregunto –“Qué es”- y me responde: -“Es un Cavernoma”-. -“Y qué es un Cavernoma”- le pregunto y me explica que es Un Tumor Cerebral Benigno. Quedé en shock. Finalmente, sabía que ocasionaban mis crisis, pero escuchar la palabra tumor es fuerte porque lo asocié a peligro, a muerte. Pero él me explica que es una malformación provocada por acumulación de sangre en el cerebro que se produce en estado de mucho de estrés o ansiedad. Entre más estresada estoy, más acumulación de sangre se produce y estalla en pequeños derrames cerebrales focales, que no pasan a mayores. Le pregunto si se puede sacar y me dice que está ubicado en la parte donde está la memoria, los recuerdos y el vocabulario. Operarme significa un riesgo muy alto que puede afectar gravemente el habla y el pensamiento. Además de ser una operación costosa que sólo se realiza en Santiago. Él me prometió disminuir los síntomas y ayudarme a tener una mejor calidad de vida con fármacos. La solución había llegado. Me había demorado unos años, pero al fin tenía diagnóstico. Los medicamentos eran fuertísimos. Jamás me he drogado, pero me imagino que parecida debe ser la sensación, porque al tomarlos podía olvidar casi todo lo que me pasaba, sentía que caminaba en el aire y esa sensación quería experimentarla todo el tiempo. Esos fármacos hicieron de mis días una pesadilla. Además de enferma, estaba adicta a los fármacos. Pasaba casi todo el tiempo durmiendo, no tenía ganas de hacer nada, sólo quería estar en estado ausente la mayor parte del tiempo. Habían días que no podía controlar el llanto, pasaba horas, días y noches enteras llorando y había otros días en que no podía controlar la ira y rompía todo lo que estaba a mi paso, principalmente vasos, cada vez que rompía un vaso sentía una sensación de liberación impresionante. Podía gritar sin importarme los vecinos. Quería arrancarme la pena por dentro, quería borrar de mi memoria, mi pasado y esta enfermedad maldita que me tenía atada desde niña. ¿Dónde estaba ese Dios que me tenía así? Dentro de todo, era una buena persona, buena cristiana, buena hija, buena esposa, según mis propias calificaciones. Oré sin cesar como dice la Biblia, pedí perdón por las faltas de las que tenía conciencia e incluso por las que no me acordaba por si la causa de alguna de ellas era el motivo de mi enfermedad, pero nada, seguía igual. Cuando ese neurólogo me explicó lo que podía pasarme en un futuro si no me trababa con fármacos, fue mi perdición. Él dijo que perdería la memoria gradualmente, que comenzaría a desconocer palabras, que no podría tener una vida marital normal, incluso podía perder la vida y yo le creí. Nadie cuestiona el diagnóstico de un doctor hoy en día. Es más, podemos creerle ciegamente a un hombre sin Dios que a un hombre de Dios que nos entrega un mensaje de Él. Dice su palabra en Jeremías 17:5. “Así ha dicho Jehová: Maldito el hombre que confía en el hombre, y pone carne por su brazo y su corazón se aparta de Jehová.” Toda mi confianza estaba puesta en ese médico y había sido mi perdición. Estaba completamente adicta a los medicamentos que él me recetaba. Recuerdo un episodio que marcó mi vida. Debía realizarme una punción lumbar en urgencias del Hospital, para extraerme líquido cefalorraquídeo (LCR) es un examen para analizar el líquido que rodea el cerebro y la médula espinal. (El líquido cefalorraquídeo actúa como un amortiguador, protegiendo el cerebro y la columna de lesiones) Una vez terminado el examen, que por lo demás, se sumamente doloroso, se siente como si literalmente extrajeran el alma que ni un quejido de dolor logra expresarse, se debe estarsin movilidad durante cuatro largas horas. Es tan incómoda estar quieto tanto rato que comencé a desesperarme le pedí a mi hermano que apresurara la velocidad del suero que me estaban suministrando, el corazón me comenzó a latir muy rápido y me terminó por dar taquicardia. Vino la enfermera y me llevaron a la sala de reanimación para monitorear los latidos. Con toda sinceridad lo único que deseaba en ese momento era volver a casa. Observaba a la gente que se paseaba por el hospital y sentía un odio tan profundo (que no he vuelto a sentir) por las personas que estaban completamente sanas. Yo me preguntaba -¿Qué hace ese hombre o esa mujer en este lugar si se ve bien de salud-? -¡¿Por qué me miran?!- -¡Quiero que se vayan! Sentía tanta envidia y rabia de las personas sanas. No podía entender que estando sanas no estuvieran en otro lugar sino, perdiendo el tiempo en un hospital consultando por síntomas completamente tratables en el hogar. ¿Cómo es que personas sanas no disfrutan de la vida, no corren, no saltan, no bailan? Todas esas preguntas me hacían. Yo deseaba estar bien de salud. Pasó el rato, y justo llegó la hora para realizarme una resonancia magnética en Concepción, así que pedí que me dejaran ir a casa. Me autorizaron, y mientras iba saliendo del pasillo, me desmayé en los brazos de mi hermano. Cuando abrí los ojos estaba nuevamente en la sala de reanimación, conectada a la máquina que monitorea el corazón. La verdad es que parecía un mal chiste que alguien me estaba haciendo, pero finalmente me dieron la alta médica y pude irme. Fuera de ese episodio, hubo muchos otros en que me daban ataques de pánico en el hospital. Visitaba urgencias al menos dos veces a la semana por un dolor de cabeza permanente, mareos y por visión borrosa. Cada vez que iba, sentía un deseo muy grande de arrancar. No quería que me hicieran exámenes y si me los hacían no podía esperar a ver los resultados. Odiaba estar ahí, odiaba ver tanta gente en calamidades, atadas a enfermedades, y otro que a mi juicio, sólo iban a perder el tiempo. De pronto, hay personas que les provoca paz visitar al médico, o su deseo de llamar la atención es tan grande que no les preocupa pasar mañanas ni tardes enteras en ese lugar por una enfermedad que nunca han tenido. Esto, jamás he logrado comprender. Mientras yo rogaba por sanidad, otros esperan un diagnóstico de muerte. Estaba agotada, cansada de exámenes, de visitas al doctor, de declaraciones negativas. Mi corazón no resistía el dolor de ver a un Dios tan ajeno a mí. Que no se compadecía, que estaba en total ausencia. Con lo poco o nada que sabía de él, con todo el miedo que le tenía, aun podía sentir que lo amaba. A pesar de no verlo actuar en mí, sentía o trataba de convencerme que él sí me amaba y que pronto aparecería. Ese sentimiento era mi única esperanza para seguir siendo cristiana y para seguir asistiendo a la iglesia. Finalmente, hubo un episodio en particular que hizo que me dijera a mí misma, esto debe terminar. Fue cuando intenté en varias oportunidades convencer a mi esposo a que tomara los mismos medicamentos que yo para que experimentara lo que se sentía. Fue ahí, cuando me dije a mi misma, estoy más mal de lo que estaba. Esto traspasó la enfermedad. Una tarde busqué a Dios en oración y luego de eso busqué una alabanza en el computador y di con una canción que transformó mi vida; “Me sanaste con tu bien” de Marcos Barrientos. “Porque muchos habían dicho, incurable es tu quebranto y dolorosa tu enfermedad. No hay quién juzgue tu causa para sanarte. No se ha encontrado un medicamento eficaz para ti, pero yo te digo: Aunque todos tus enamorados te hayan olvidado, aunque nadie te busque más, aunque te hayan herido, mi bálsamo de sanidad te cubre en esta hora. Yo haré venir sanidad sobre ti. Sanaré tus heridas, porque desechada te llamaron. Yo me acordé de ti…”(Jeremías 30:17). No puedo describir exactamente en ese momento, sólo sentía que era Dios mismo hablándome. Él me decía esas palabras maravillosas. Lloré hasta no poder levantarme. Dios me había devuelto la esperanza de creer que él podía sanarme. Sólo debía creer y esperar. La esperanza de recibir sanidad me llevó a buscar una iglesia “espiritual”. En esos años, Creía que Dios sólo hacía sanidades en las iglesias verdaderamente espirituales mediante sus profetas que tenían el don de sanidad llamados Instrumentos, quienes hacían operaciones divinas.. No era raro para mí, porque crecí en una iglesia similar, donde no se cuestionaba la voz de los profetas, porque era Dios mismo hablando y sanando a través de ellos. Cuando comencé a ir, sólo deseaba que esto ocurriera. Hasta que un día, una mujer anciana sale a buscarme a mi puesto, me lleva hasta delante de la congregación y me pide acostarme boca abajo. Hasta ese minuto mis oraciones eran “No quiero dudar de esto” “Dios, por misericordia sáname” “Has un milagro en mí, llévate esta enfermedad, te lo suplico” “No permitas que el enemigo se burle de mí” “No permitas por favor que el diablo se ría de mí” Creo que eso fue lo que más repetí. Cada vez que “un profeta me sanaba” yo les contaba a todos mis parientes contenta del milagro y luego no podía explicarles por qué seguía la enfermedad. Por eso, repetía una y otra vez “Dios sáname, y no permitas que el diablo se burle” La anciana, simula ponerse guantes, tomar una jeringa e inyectármela en la cabeza. Me dijo -“Dios te dará la sanidad hoy”-. Cuando dijo eso, comencé a llorar y dar gracias por lo que iba a suceder. Yo quería creer que éste era el momento elegido por el Altísimo para sanarme. Termina la sanidad espiritual y me dice que debo hacer reposo por tres días porque quedaré delicada. Contenta me fui a mi casa y con ganas de contarle a todo el mundo lo que Dios había hecho en mí. Y no aguanté, llamé a quien pude y le conté. Pero, esa noche tuve el siguiente sueño: Llegaba a la consulta de un doctor y le preguntaba cuando me operaría la cabeza. Él revisa mi scanner y me responde ¿“Y de qué te voy a operar”? Cómo de qué le pregunto. ¡De la cabeza! ¡De mis crisis! En eso nos interrumpen y llegan dos personas con batas que se usan cuando van a operar a alguien y le piden al doctor que les dibuje una cicatriz de acuerdo a su dolencia. Una que le dolía la espalda hizo que le dibujara una cicatriz en el costado izquierdo de su espalda. Eso me parecía muy difícil de entender. Y le vuelvo a preguntar, ¿va a operarme? Y me vuelve a repetir… ¿De qué quieres que te opere?, ¡si no tienes nada! ¡Cómo nada!, le digo. Llevo años con una enfermedad que me agobia, por favor opéreme. Y él me dice: -“Si quieres te dibujo una cicatriz en tu cabeza”-. Cuando despierto, lo primero que pienso es “Ésta es una confirmación de Dios sobre mi sanidad” “No tengo nada, Dios me sanó” y no podía con tanta alegría. Comienzo a contarle a mi familia, amigos, cercanos, el milagro que Dios había hecho en mí. Todos estaban deslumbrados por mi testimonio y a la vez agradecidos porque eran testigos de mi sufrimiento. A los dos días de “haber sido sanada” me viene una crisis cerebral y esta vez fue la más fuerte. No podía creer que la enfermedad seguía ahí. Lloré como pocas veces he llorado en mi vida. Sentía que mi corazón se quebraba en mil pedazos. El pecho se me apretaba muy fuerte que casi no podía respirar. ¡Cómo es que tenía otra crisis si Dios me había sanado! No podía comprenderlo y sólo lloraba sin parar tirada en el suelo, decepcionada, cansada, abatida, derrotada. Ésta es una de las pocas crisis en las que más me dolió el corazón que la cabeza. Dios no me podía haber hecho eso, me decía a mí misma. Me preocupaba tanto lo que pensaran mis amigos, familia. Cómo les explico que el Dios que sirvo no quiere sanarme. Cómo les digo que Dios si hace milagros, sólo que no quiere hacerlo conmigo. Ante todo siempre me preocupó que los demás no dejaran de creer en él. Yo tenía muchas preguntas, un corazón roto, pero amaba a mi Dios aunque no me diera el regalode la sanidad. Estaba confundida, atormentada, no sabía que más hacer. Luego de eso, me enfermé espiritualmente. En la iglesia comenzaron a cuestionar mi falta o poca fe, incluso murmuraban que estaba en pecado, por eso Dios no me había sanado. Recuerdo que la anciana que supuestamente Dios usó para “sanar mi enfermedad” se me acercó y me dijo muy molesta -“Búsquese otra iglesia mejor y que otro la sane” – Esa frase terminó por llevarme a una depresión espiritual que nunca en mi vida había experimentado. Dejé de asistir a la iglesia y empecé a cuestionarme muchas cosas. ¿Será realmente que no tengo nada de fe? ¿Será mi culpa que Dios no me sane? Y cuando me hice esas preguntas sucedió lo siguiente. Como les conté yo estaba en tratamiento, con unos medicamentos entonces pensé que no estaba sana porque seguía consumiéndolos. Si creía que Dios me había sanado debía dejar el tratamiento, así le demostraba a Dios ¡mi fe! ¡Ahí está la respuesta! Dije yo. Y se me vino el siguiente versículo: “Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor.” (Santiago 1:6 y 7) A la mañana siguiente dejé el tratamiento de raíz. De esa forma le demostraba a mi Dios que creía que él me había sanado. Lo que se vendría después es digno de película de terror. Los medicamentos eran tan fuertes que entré en un estado de abstinencia severa. Enloquecí literalmente. Caminaba por todos los rincones de mi casa sin parar, me frotaba las manos, traspiraba mucho y lo único que quería era tomarme esos remedios. Me dieron ganas de tirarme por la ventana de mi casa del segundo piso varias veces. Era algo irracional, que no podía dominar, ni controlar. Sentía que la cabeza me iba a reventar de la locura, me tiraba el pelo, me tapaba la cabeza con una manta y me balanceaba igual como lo hace un demente, hacia adelante y hacia atrás. No pude aguantar más de un día y volví a tomarlas. Sentía alivio y al mismo tiempo vergüenza. No le pude demostrar mi fe a Dios. Me sentía aturdida, frustrada, agobiada, enojada, pero sobre todo muy cansada de esto, muy muy cansada. Con eso, en vez de demostrarle a Dios mi fe, me había demostrado a mi misma que no tenía nada, pero nada de fe. Entonces, trabajé en convencerme de que en verdad no creía en Dios, ni en Jesús que me había engañado todos estos años. Porque si creyera de verdad, estaría sana hace mucho tiempo. Sabía que sin fe es imposible agradarle, entonces no había nada que hacer. Los hermanos de esa iglesia tenían razón. Nunca lograría la sanidad porque dudaba y no tenía nada de fe. En lo profundo de mi ser deseaba que alguien desconocido tocara mi puerta y me dijera “Vengo de parte de Dios para entregarte una palabra”, pero nadie llegó. Siempre me he preguntado donde estaban los enviados del Padre para rescatar a personas como yo. ¿Acaso no había nadie consagrado cerca de donde vivía que no llegaron? Siempre me preguntaba eso. Siempre culpando a alguien. A mi padre cuando niña, a Dios, a los profetas y ahora era mi culpa. El enemigo me estaba convenciendo de alejarme para siempre de Dios, pero convencerme de eso significaba mi muerte. Empecé a orar con un profundo quebranto, de un llanto desgarrador. A pesar de todo, mi espíritu no quería aceptar esa verdad o esa mentira. Yo quería tener fe aunque él no me sanara. Y Recuerdo que le rogaba a mi Padre Celestial por una gota de fe, le decía: “Padre, dame al menos una gota de fe que alcance a agradarte, no quiero dudar de tu poder, quiero creer y tener fe” “Es que si tú no me ayudas, ¿quién lo hará”? ¡Si tu no me sacas de este hoyo, nadie podrá hacerlo!… ¡necesito tu amor Dios, necesito tu ayuda! ¡Quiero tener la fe que los profetas dicen que no tengo! Le rogaba con mi corazón totalmente rendido. Sabía que si Dios no me ayudaba, nadie podría levantarme. Creer que no había fe en mi vida me atormentaba tanto que prefería no ser sanada con tal que Dios no me abandonara por completo. Sabes, ahora que ya han pasado años, puedo darme cuenta de lo significante que pueden ser las palabras de algunas personas en la vida de un cristiano inmaduro o de un cristiano nuevo, recién formándose. Yo creo que ellos ni se imaginaron el daño que provocó en mi vida sus afirmaciones. Al punto de creer que tenían razón que yo perdía mi tiempo sirviendo a Dios. Hombres y mujeres necios para aconsejar, para instruir, para enseñar. Así cuántos hijos de Dios, deambulan buscando apoyo y no lo encuentran. Al contrario, sólo hallan jueces en el camino, acusadores, consejos necios muy alejados de la verdad divina. Sin inspiración del Espíritu Santo. Fue entonces, cuando el espíritu Santo inquietó mi corazón a hacer lo que nunca antes había hecho; Buscar las respuestas a mis preguntas en las sagradas escrituras, la Biblia. Entendí que leerla es muy diferente a estudiarla. Así que tomé un cuaderno, lápiz, mi computador y me puse a estudiar. Lo primero que hice fue conocer la verdad de los profetas, las sanidades que hizo Jesús, cómo las hizo, a quienes y por qué. Busqué sobre la fe, qué significa tenerla, si el pecado evita ser sanados, etc. Y me encuentro con este maravilloso relato en Juan 9:3 “Y sus discípulos le preguntaron, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego? Jesús respondió: Ni éste pecó, ni sus padres; sino que está ciego para que las obras de Dios se manifiesten en él” ¿Leyeron bien? Hay enfermedades que son dadas al ser humano para que la Gloria de Dios pueda ser manifestada, para que quienes no creen sean testigos del poder del gran Creador. No se trata si el enfermo pecó ni si sus padres pecaron. Recuerde que tengo esta enfermedad desde los seis años. ¿Qué pecado pude haber cometido a esa edad para merecer tal castigo? Tan impactante fue la revelación de Dios que comencé entender todo lo que antes no entendía. Fue como la descripción hecha por Job en el capítulo 42:5 “De oídas te había oído; Más ahora mis ojos te ven”. Otra cosa que me impactó demasiado fue saber que Jesús al morir en la cruz, nos incluyó a todos los que no somos judíos al plan de salvación. Yo voy a la iglesia desde los cuatro años, y después de los veintitrés vine a conocer tal verdad. ¿No se supone que es la base para cualquier cristiano saber eso?, Yo no lo sabía, nunca lo oí en mi iglesia y jamás estudié la Biblia, sólo la leía como todos. Con tanta verdad revelada en tan poco tiempo, me intrigaba saber lo que Dios pensaba de los falsos profetas. Y me encuentro con este relato bíblico impresionante, donde se puede percibir la ira de él sobre aquellos que hablan en su nombre. “Así ha dicho Jehová de los ejércitos: No escuchéis las palabras de los profetas que os profetizan; os alimentan con vanas esperanzas; hablan visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová”. “Por tanto, he aquí que yo estoy contra los profetas, dice Jehová, que hurtan mis palabras cada uno de su más cercano”. Dice Jehová: “He aquí que yo estoy contra los profetas que endulzan sus lenguas y dicen”: El ha dicho. He aquí, dice Jehová, yo estoy contra los que profetizan sueños mentirosos, y los cuentan, y hacen errar a mi pueblo con sus mentiras y con sus lisonjas, y yo no los envié ni les mandé; y ningún provecho hicieron a este pueblo, dice Jehová. (Ezequiel 23:9-40) Cuando leí esto, sentía cómo si Dios me estuviera defendiendo. Sentí su amor más que nunca. Podía sentir su abrazo y su voz diciéndome, “estoy aquí contigo, no sufras más” “Te enseñaré a defenderte de los dardos del enemigo” “te mostraré verdades que te harán fuerte” “Deja que el Espíritu Santo ordene tu casa” Y eso fue lo que hice. Entendí que mi sanidad no dependía sólo de la fe sino de su voluntad. “Y ésta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye.” (I Juan 5.14) Luego vino el consuelo y la respuesta que necesitaba mi corazón. Cuando leí supe inmediatamente queésa era mi parte. Un relato descrito en 2 Corintios 12:7-10 en el que el Apóstol Pablo habla con Dios. “Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera; respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí. Y me ha dicho: Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Mi corazón se gozó de tal manera que comencé a llorar y llorar, me tiré en el suelo quebrantada, pero de alegría. Me di cuenta de que mi alma no necesitaba diagnósticos, ni doctores, ni medicamentos; Mi alma necesitaba alimentarse de las palabras de Dios, porque nada antes me dio tanto consuelo como estos versículos descritos por Pablo. Nada antes, me dio esa paz tan dulce que comencé a sentir a partir de ese instante ¡“Es que cuando soy débil, entonces soy fuerte”! ¡¡Por fin lo entendí!!! Dios es tan maravilloso, tan autentico, tan oportuno. Este pasaje de la Biblia trajo tanto consuelo a mi vida que no puedo describir con exactitud. Ya gozaba de su gracia desde los seis años. A pesar de todo, él siempre cuidó de mí. Siempre estuvo a mi lado para evitar que pasara a mayores. Sólo él sabe por qué sigo con esta enfermedad, sólo él sabe hasta cuándo durará. Y sinceramente dejó de preocuparme. Dejé de hacer cuestionamientos, dejé la queja, las preguntas relacionadas con mi enfermedad. Decidí entregarle todo en sus manos y comenzar a vivir de verdad. A disfrutar los días que me regala mi padre, a caminar, correr, mirar los árboles respirar, etc. Esta enfermedad me tiene totalmente sujeta a él, a declarar abiertamente que dependo totalmente de su gracia para seguir con mi vida, a pesar de mi salud. De él dependo todos los días para gozar de un buen día, de una buena mañana, de una buena noche. No sé tú, pero yo prefiero depender de su misericordia, que se renuevan cada mañana, a experimentar una sanidad que haga me olvide de él. Por supuesto que una sanidad es lo que todo hijo de Dios desea alcanzar cuando nos aqueja un mal. Pero estoy tan convencida que Dios me conoce como a nadie que no dudo que esta enfermedad me tiene aferrada a sus pies y que si no la tuviera, quizás no lo busque tanto. Y no se trata de una relación interesada, sino de Amor, de total entrega, desde mis pensamientos, alma, cuerpo y espíritu hasta mis preocupaciones, sueños, miedos y enfermedades. Si mi salvación depende de esta enfermedad, entonces quiero tenerla hasta que él venga a buscarme. Es muy probable que tengas en este momento alguna enfermedad que atormente tu vida. Estamos en un tiempo en que las enfermedades están presentes en cualquier persona. Enfermedades generadas por nuestra propia irresponsabilidad (Diabetes, Colesterol Alto, Hipertensión, enfermedades cardiacas relacionadas con el sobre peso u obesidad, etc.) o enfermedades hereditarias, degenerativas, etc. Tal vez llevas como yo, años rogando sanidad, hasta tengas la misma experiencia que yo, con falsas sanidades, cuestionamientos hacia Dios, hacia tu fe y crees que no podrás sobrellevarlo. Tal vez le preguntes a Dios lo mismo que le preguntó el profeta Habacuc ante tanta calamidad que veían sus ojos. Observa la conversación que tienen ambos. Sé que restaurará tu corazón. Habacuc: ¿“Hasta cuándo, SEÑOR, he de pedirte ayuda sin que tú me escuches”? (Habacuc 1:1) Jehová: «Escribe la visión, y haz que resalte claramente en las tablillas, para que pueda leerse de corrido. Pues la visión se realizará en el tiempo señalado; marcha hacia su cumplimiento, y no dejará de cumplirse. Aunque parezca tardar, espérala; porque sin falta vendrá. (Habacuc 2:2-3). No olvides que puedes experimentar dos caminos; La Sanidad, para dar a conocer el poder del Altísimo o la Gracia de Dios para que él se perfeccione en tu debilidad. En ambos casos apreciarás la mano del rey sobre tu vida. En ambas situaciones él está presente y cuidando de ti. Descansa en él, procura la sanidad de tu corazón antes de la física y todo se te hará más fácil. Él conoce tus necesidades y está atento a ayudarte, pero debes tener una relación con él. Conocer cómo está obrando, y por sobre todo entender que él no te dejará ni desamparará. Él llora contigo, sufre contigo, es tu Padre y no te abandona. Recibe la promesa de parte del Señor, como yo la recibo en este momento “Aunque parezca tarde, (la sanidad) Espérala; porque sin falta vendrá” Capítulo II “SIN PLATA PARA PAGAR MI PASAJE” Cuando tenía 18 años y había terminado mi enseñanza media, me disponía a estudiar la anhelada carrera que mi padre rechazaba, pero que finalmente logré convencer, Trabajo Social. Me fui a estudiar a Concepción. Esta nueva etapa de mi vida, no la enfrentaría sola, pues me fui con mi mejor compañera de colegio a vivir esta experiencia. Como todo estudiante superior, se vuelve muy beneficioso. No nos costó mucho tiempo adaptarnos a la nueva ciudad con su ritmo, aunque ambas extrañamos mucho la rutina anterior, el regaloneo de nuestras madres y la familiaridad de los vecinos. Pasó el primer semestre y a ambas nos fue bastante bien, logrando aprobar todos nuestros ramos, pero lo que estaba por acontecer no lo habíamos advertido. Mis padres, luego de veintidós años de casados, enfrentaban la más grande crisis matrimonial, que finalmente terminó en una separación tormentosa, pero sobre todo muy dolorosa. Aquel suceso me llevó a tomar una drástica decisión. No seguiría estudiando en Concepción. Debía regresar a casa a apoyar presencialmente a mi madre y mis hermanos. Lo que se venía marcaría el rumbo de nuestras vidas. No fue una decisión fácil, el proceso fue intenso, amargo y decepcionante. Esto significó que mi compañera también abandonara su carrera, porque para ella, vivir sola, era un costo económico y emocional muy alto. Y aquí quiero detenerme para hacer la siguiente reflexión. Cuando nos toca experimentar momentos difíciles, dolorosos, el primer camino que toma el ser humano, el cristiano inmaduro, es huir para no enfrentar la situación. Eso nos pasó a todos, a mi padre que se fue, mi madre que entró en una profunda depresión, mi amiga que se vino sin intentar otro medio de solvencia y mi hermano y yo que dejamos de estudiar. Es como el efecto dominó, uno cayó y caímos todos. Ninguno de nosotros tomó la actitud de resistir esta crisis y seguir el camino. Al contrario, todos nos dimos por vencidos. Todos entramos en un estado de desesperanza, de desorientación. Personalmente estaba muy desanimada, enojada, bloqueada. No sabía qué dirección tomaría mi vida a pesar de la enseñanza de mis padres y de mi iglesia que permanentemente nos decían “… no temas porque él estará contigo; no desmayes porque él te dará fuerzas, te ayudará y te sustentará con la diestra de su justicia” (Isaías 41:10). No obstante, esas palabras no me fortalecían, no me animaban. De hecho, no las entendía. Desde mi interior, sabía que tenía el deber de salir adelante con mi familia. Pero para alguien que siempre caminó acompañada (con mis padres) caminar sola, tomar decisiones propias se vuelve un tremendo desafío. No sé si lo hice bien ni mal, sólo hice lo mejor que pude. Con mi hermano debíamos empezar a trabajar porque el sostenimiento económico más importante no estaba más, y había que hacerse cargo de esta nueva etapa anticipada impuesta por “cosas de la vida”. No fue nada fácil. Ninguno de los dos a los 18 y 19 años tenía alguna experiencia laboral, ni conocimientos o habilidades en algo, lo que nos llevó a aceptar una oferta de trabajo de nuestro padre a tres meses de haberse ido. Trabajaríamos en una constructora. Mi hermano como ayudante de Topografía y yo como portera(encargada de abrir y cerrar el portón de la empresa). Intenté pedir ayuda legal para recibir aporte económico y así terminar mi carrera, pero no contaba con un gran detalle. A nuestras vidas llegó una hermanita que tenemos en medida de protección desde los dos meses de vida, entregada voluntariamente por sus padres biológicos para el cuidado personal de ella, por motivos que no ahondaré en esta oportunidad. Pues bien, realizar una denuncia por mi parte para lograr una pensión alimenticia podría terminar con que la Institución responsable de la entregar de custodias de menores pudiese apartar a mi hermana de nuestro lado (Al menos eso me dijo la Magistrada, en la audiencia que solicité para hablar de esto). Por lo tanto, desistí y asumí que estudiar dependería sólo de mí. Grave error cuando reconoces que sirves a un Dios Grande. Creer que salir adelante dependía de mis fuerzas. Como les conté entré a trabajar en el mismo lugar donde trabajó mi papá. En un principio poco le hablaba, pero finalmente me di cuenta de que eso me hacía mucho daño y logré separar el dolor de su partida con el amor entre padre e hija. Es complicado hacer eso, porque hay una lucha interior muy fuerte donde la rabia incita a odiar, despreciar o ignorar a la persona que te hizo daño. Pero por otro lado el amor sigue intacto, los recuerdos, los bellos momentos, las enseñanzas, las alegrías que viviste con aquella persona. Finalmente, es lo que más domina el ser lo que lleva a parar de pelear y tratar de entender por qué suceden las cosas. Pero por sobre todo aceptar que nadie está libre de vivir situaciones complejas en las que puede cambiar completamente el rumbo de vida. Pues bien, continúo. Hasta ese momento, no tenía idea lo que significaba pagar cuentas, ni mucho menos cómo ahorrar. Pero de a poco aprendería las primeras lecciones de vida más importantes en torno al sostenimiento de un hogar. Pero volviendo al punto central, mi mayor frustración era no terminar mi carrera, así que decidí intentarlo por segunda vez, aquí en mi ciudad. Me matriculé en la carrera “Orientación Familiar”. Una carrera nueva en la ciudad. Sentí que era para mí. Me serviría para ayudar a otros en la misma situación que yo. Como todo, al principio me iba muy bien, y logré aprobar mi primer semestre pagándomela con mis propios medios. ¡Era un tremendo logro! Trabajar y solventar mis estudios se sentían como un gran triunfo y signo de madurez e independencia. Lograba sostenerme emocionalmente, poco a poco sanaban las heridas, podía oler la tranquilidad y ver mi entorno más estable. Pero no sería por mucho tiempo. Aun faltaba por madurar. En la constructora donde trabajé, decidieron contratar mujeres de manera excepcional. Como un proyecto piloto porque como saben la construcción siempre se asoció a un trabajo que sólo debían realizar los hombres. Las mujeres que ingresamos (50 aproximadamente) en diferentes lugares (Los Ángeles, Mulchen, Nacimiento, Cañete), realizábamos labores principalmente de limpieza o, como yo, de portera o llavera. La contratación dependía de una insólita condición que hoy en día no sería aceptada por la sociedad. Aquella condición fue: “No queremos que se embarace alguna de ustedes, si lo hace, todas serán despedidas”. La verdad es que si oyeran esto ahora o lo escribiera por redes sociales, la empresa se llenaría de repudio social y de denuncias, pero para muchas de nosotras no había opción en esos años y ninguna de nosotras pretendía ser madre, así que aceptamos sin mayor objeción. Como ya podrán descifrar lo que ocurrió, les cuento. Una joven quedó embarazada y por supuesto, con toda la ley que la amparaba denunció a la empresa y como resultado nos despidieron prácticamente a todas. Unas antes otras más tarde. Pasando a ser la generación de mujeres más importante en número en aquellos años en el rubro de la construcción de nuestra ciudad y en localidades aledañas. Seis meses exactamente estuve trabajando ahí. Esto significó que no tenía dinero para seguir costeando mis estudios. Intenté pedir ayuda económica a la Universidad para poder financiar mi carrera, pero en este país y en esos años (2003) eso era imposible. Entonces me quedé nuevamente de brazos cruzados y con una deuda a cuestas. Sumado a eso, sin trabajo no pude pagar las deudas comerciales que adquirí con mi primer contrato de trabajo lo que me llevó con sólo diecinueve años a pertenecer al tan temible Dicom. Luego de eso entré en una desesperación severa y me empecé a enfermar. Por si fuera poco, mi hermano se fue a vivir con mi papá y mi mamá y hermana se fueron a vivir al campo, así que me quedé completamente sola en esa casa. De vez en cuando nos reuníamos un fin de semana, pero así sería la dinámica por un buen tiempo. Buscando empleo no me fue bien. No tenía preparación académica y en esos años, saber computación era esencial y la verdad poco y nada sabía de su uso. Así que llegue, con la ayuda de una amiga, que conocí en la construcción, a trabajar en una Editorial. Llegué a vender Enciclopedias puerta a puertas, y en ocasiones escuela por escuela. Estuve allí al menos unos dos años. Es un trabajo muy duro porque el sueldo se lo hace el propio vendedor y con suerte se vendía una o dos enciclopedias a la semana, en el mejor de los casos. Pero no daba lo suficiente para poder vivir económicamente y además pagarse una carrera. Hasta hoy no sé cómo duré tanto tiempo haciendo eso. Quizás, en un momento creí que no podría hacer cosa. No lo sé en verdad, pero le debo a ese empleo mi habilidad para hablar con las personas y vencer mi timidez. Luego de eso trabajé de vendedora en diferentes lugares, pero en ninguno tuve éxito. En mi interior seguía deseando estudiar y optar por un trabajo mejor. No porque me mereciera algo mejor, sino porque sabía que era capaz por más y tener una carrera me daría la estabilidad que necesitaba. En ese entonces, ni pensaba en la provisión que podía darme Dios. Hubo muchas noches tristes en las que me pregunté en qué terminaría mi vida, cómo lograría ser “alguien” en esta vida (Esto cuando mi convicción de ser alguien lo definía teniendo una carrera o un puesto importante de trabajo) Gracias a Dios, esa visión cambió muchos años después. En mi afán de no darme por vencida por las circunstancias es que decidí estudiar por ¡tercera vez! Cómo y con qué dinero, ni idea. Pero no dejé de movilizarme. Por el consejo de una jefa que tuve en una Editorial es que recurrí a la Municipalidad para pedir ayuda y postular a alguna beca .Con las excelentes notas que tuve en enseñanza media, más mi situación precaria de oportunidades laborales sentí que tenía todas las de ganar. Hablé con una Trabajadora Social y le conté mi situación. Me escuchó muy atenta y esto me dijo textual (aún lo recuerdo): “En la lista que enviaré con los postulantes a becas tú irás en la primera opción” ¡Guau! ¡Eso sonó esperanzador! ¡Yo iría primera en la lista! Recuerdo haberme recriminado ¡”cómo no se te ocurrió venir antes”! ¡“Eso era todo lo que tenías que hacer”!. Siempre pensando en lo que era capaz de hacer por mí misma. Me fui muy contenta y a los días siguientes fui a matricularme aunque elegir qué estudiar era un dilema. A todo esto, no podía volver a estudiar Orientación Familiar porque quedé debiendo todo el segundo semestre y volver implicaba pagar esa deuda. Y dinero era lo que menos me sobraba. Así que comencé a averiguar por carreras y la única opción que tenía (tomando en cuenta que la beca no era mucho dinero) fue matricularme en una carrera técnica de nivel superior en un Instituto así que me decidí por “Técnico en Trabajo Social”. Comencé a asistir a clases muy feliz. Ya tenía todo resuelto, había sido capaz de ganarle otra vez a la injusta vida que tenía. Sólo debía estudiar y esperar la positiva respuesta que me darían. Tenía una las mejores calificaciones y además era la representante de mi curso, algo así como presidenta. Tenía el respeto y admiración de mis compañeras y la aprobación de mis profesorasy de mi jefa carrera. Qué mejor, había llegado lo que merecía mi alma. La recompensa a tanto sufrimiento, dolor, frustración y tanto fracaso. A fines del primer semestre llegaban los recursos del estado y fui a ver los resultados a la oficina de la municipalidad donde revisaron mi caso y enviaron mis datos. Yo estaba muy ansiosa y entré a hablar con la Trabajadora Social que me atendió en esa oportunidad y me dice textualmente (lo recuerdo como si fuera ayer) “No sé qué pasó, pero tu Beca no salió”. Mientras ella intentaba explicarme lo que había sucedido, sólo se me repetía la misma frase en mi cabeza, una y otra vez “Tu beca no salió” Tu beca no salió” (Podrás imaginar lo que eso significaba para mí. Un tercer fracaso) Recuerdo que salir de la oficina de aquella señorita, parecía hacerlo en cámara lenta. Escuchaba de lejos a la gente hablar, pero yo caminaba como en las nubes. No podía creer que todo volvía a cero otra vez. No podía comprender cómo la vida, el mundo, el destino, Dios, quien fuera, se empeñara tanto en verme fracasar. Como si algo, o alguien, quisiera hacerme tanto daño que terminara por renunciar a la vida misma. Anduve por la ciudad por muchas horas, desorientada, completamente rendida, no sabía a dónde ir ni con quien hablar. Solo lloraba, lloraba y no me importaba la mirada la gente, estaba desbastada. Recuerdo que sólo caminé y caminé sin rumbo. Sentía que mi corazón no aguantaría más dolor, Yo quería ser mejor, quería ganarle a la adversidad, yo quería luchar, quería estudiar, ¡qué había de malo en eso! Me preguntaba una y otra vez. Qué hice tan mal para merecer un fracaso tras otro. No podía entenderlo. No cesaba de llorar y sentía tanto dolor que ni siquiera podía hablar con Dios porque no quería hacerle las preguntas que se formulaban en mi cabeza. Tal vez porque hasta ese momento sentía que no me oía, por lo tanto, para qué intentarlo. Seguro Dios andaba con los grandes Misioneros, Pastores de gran Renombre. Muy tarde, ese día, me fui a casa a encerrarme en mi dormitorio, a llorar hasta cansarme. Solo me preguntaba ¿con qué voy a pagar mi carrera esta vez? ¿De dónde voy a sacar plata si no tengo ni trabajo? ¿A quién voy a acudir? ¡¡Dinero, Dinero, Dinero!! Gritaba de dolor. ¡Sin plata no se hace nada! ¡No se come, no se viste, no se estudia! ¿Qué hago ahora? Me pregunté toda la noche hasta quedarme dormida de tanto llorar. Lo que no sabía, era que esa noche cambiaría mi vida para siempre y aquí viene la explicación del título de este capítulo. Esa noche soñé lo siguiente: -Había un grupo de personas esperando muchos autobuses… todos esos buses tenían como destino el cielo, la casa de Dios. Entonces me dispuse a hacer la fila para subir. Al momento que debía subir miraba mis bolsillos de mis pantalones y no tenía dinero… Le digo al chofer... ¡No puedo subir! ¡No tengo plata para pagar mi pasaje! Y alguien que me escucha dice: ¡Yo pago su pasaje! Y eso me calmaba y subía. Al bajar, había otro bus, había que ser trasbordo y yo hacía exactamente lo mismo… la fila y al llegar mi turno decía: ¡No puedo subir! ¡No tengo plata para pagar mi Pasaje! Y el chofer me respondía: “No se preocupe, suba” Yo ¡le pago! Y subía nuevamente contenta. Eso pasó con tres buses y yo decía exactamente lo mismo “no tengo plata” y siempre alguien me pagaba el pasaje. Cuando el tercer bus llegó a destino, estaba Dios esperándonos… estaba muy emocionada de verlo, esperaba que avanzara pronto la fila para llegar hasta a él. Cuando llegó mi turno para ser recibida por Él, Dios me mira con mucha tristeza, (yo podía sentir su pena) sostiene mis manos y me dice: Hija, tú no puedes entrar a mi casa. Fue un golpe muy fuerte a mi corazón: “No puedes entrar” y con el corazón destrozado le pregunto llorando ¿por qué no puedo entrar, Dios? Dime. Y me desesperaba de la angustia. Y Dios me contesta: “Porque desde el primer bus que tomaste hasta el último sólo te preocupaste de cómo ibas a pagar tu pasaje… en ningún momento te acordaste de mí… Y siempre has dicho que yo soy tu Dios, que todo lo puedo”- Sus palabras calaron tan profundo mi ser que me sentí completamente perdida. Me dije, Sin Dios de mi lado, todo se acabó para mí. Entendí perfectamente lo que quiso decirme, lo miré con dolor y su silueta desapareció. Guau! ¡Con un sueño así, es imposible no reaccionar!! Estaba sumergida en una pena por no tener trabajo, por no poder estudiar, por no tener para comer. Siempre me preocupé del dinero que no tenía, del dinero que me faltaba, del dinero que solucionaba todo…y no me centré en lo verdaderamente importante…¡¡¡MI DIOS!!! En su palabra él nos dice: “Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer, o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?(Mateo 6.25). Desde mi estadía en Concepción hasta este sueño habían pasado ¡cuatro años! ¡Cuatro años en el desierto! Por no entender que mi confianza debe estar cimentada en Dios y no en lo terrenal. En lo que él me puede dar y no, en lo que yo, pudiera alcanzar con mis propios medios. Mi capacidad humana no me dejaba ver más allá. Mi carnalidad me tenía sujeta a lo que el dinero podía hacer, a quejarme por lo que mis padres no hicieron por mí. Tenía completamente dormido mi espíritu. Había bloqueado completamente mi relación con Dios. No renegué ni me quejé contra él, pero no quería hablar con él. Lloré como nunca, pidiéndole perdón, rogándole una nueva oportunidad. Podía tolerar cualquier pérdida, por muy dolorosa que fuese. No tener trabajo, no tener para comer, vestir, no tener para estudiar, no tener en quien apoyarme, pero no tenerlo a él en mi vida, era aceptar mi muerte. Podía aceptar no tener riquezas, vivir en incertidumbre todos los días pero Jamás estar sin Dios y necesitaba e imploraba su perdón y ayuda. Cuatro años sin hablar con él era suficiente, no quería más soledad en mi alma. Fue cuando le dije: ¡Haz tu voluntad en mi Señor! Lo que tú quieras para mí, pero quiero entrar en tu casa, quiero que me recibas aquel día y te sientas orgulloso de ser mi padre. Ayúdame a salir de esto, enséñame a vivir por fe. Fue lo último que dije. Tal vez te esté pasando por esto precisamente ahora. Estás en una situación tan desbastadora que no quieres ni hablar con Dios. Se murió un ser querido, te abandonó alguien muy importante, te despidieron de tu trabajo sin motivos, te fallaron, te traicionaron, te dieron la espalda, te dañaron física o emocionalmente, tu proyecto de vida, de familia se rompió, no fue como lo planeaste, tus hijos se pierden en la oscuridad, etc. Hay tantas cosas que te bloquean y aunque no reniegues de Dios, ni lo critiques, estás en un silencio absoluto, siendo completamente indiferente. Puedo entenderte perfectamente, recuerda lo que viví, pero debo decirte que debes romper el bloque de hielo que hay entre tú y el Señor para que él te muestre el camino. No permitas que tu orgullo te impida que entres a su casa en los cielos. No desperdicies tus días sustentando tus sueños y problemas en lo que puedan hacer tus manos porque fracasarás, ¡cómo yo! Hay personas como yo que sólo un sueño bastó para volver mi mirada a él y rendirme a sus pies. Pero no siempre es así. Dios actúa de diversas formas para llamar tu atención, para recuperarte. Él no quiere hacerte daño, todo lo contrario, quiere que aprendas, madures y crezcas. Tu confianza debe estar en Él y como dice su palabra. “Aunque la higuera no florezca, Ni en las vides haya frutos, Aunque falte el producto del olivo, Y los labrados no den mantenimiento, Y las ovejas sean quitadas de la majada, Y no haya vacas en los corrales; Con todo, yo me alegraré en Jehová, Y me gozaré en el Dios de mi salvación. Jehová el Señor es mi fortaleza, El cual hace mis pies como de ciervas, Y en mis alturas me hace andar. Habacuc 3:17-19 (RVR1960). Luego de rendir mi vida a Cristo y dejar todo en sus manos, es que se abrieron laspuertas. Comprendí que es “Bienaventurado el hombre que persevera bajo la prueba, porque una vez que ha sido aprobado, recibirá la corona de la vida que el Señor ha prometido a los que le aman. (Santiago 1:12) El primer año finalmente lo financió mi pololo en aquel tiempo (actualmente mi esposo). Dios tocó su corazón y aunque para él tampoco era fácil su situación económica, no dudó en ayudarme. No le importó invertir en alguien por el cual no podía asegurarle un futuro sentimental. Jamás me hizo sentir que tenía una deuda con él. Me amaba tanto que solo deseaba verme feliz al costo que fuese. Hasta ese entonces, él no sabía que fue Dios quien lo guió para amarme y para bendecirme. Desde el segundo semestre se aprobó “El Crédito Aval del Estado” y salí beneficiada. Eso me pagó la carrera completa, incluida la práctica. Hice mi práctica y quedé trabajando de inmediato en un puesto que antes no existía. Como no amar a Dios cuando muestra el camino. La solución no estaba en mis manos, sino en las suyas. Dos años después entre a la Universidad y me gané una beca http://bibliaparalela.com/james/1-12.htm que la Universidad daba a los mejores promedios por carrera y no fue necesario pagar absolutamente nada. Hoy soy Planificadora Social de profesión, pero no me define la carrera que estudié. Entendí, por medio del Espíritu Santo que soy “alguien” cuando acepto a Jesucristo en mi corazón, soy “alguien” cuando permito que Dios me llame su hija(o). Hoy me define su amor, su guía, su voluntad. No soy la técnico en trabajo social, la Planificadora Social, ni esposa, ni la Matea, la bonita, la capacitada, la guerrera, la aventurera, la cocinera, la mamá, la predicadora, la que escribe, la que canta, la que alegra. Tampoco soy la mañosa, la rebelde, la testadura, la orgullosa, la rencorosa, la desobediente, la oveja perdida… SI NO, ¡¡¡LA HIJA DE DIOS!!! ¡Eso soy! “HIJA DEL TODOPODEROSO” que me dice con dulce voz: “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas” (Josué 6:9). No permitas que te defina un logro personal, permite que Dios sea quien te defina. No olvides que él es quien te sustenta, te cuida, te guarda, te alimenta, te viste, te engrandece, te levanta, te cubre, te bendice. “Temed a Jehová, vosotros sus santos, Pues nada falta a los que le temen. Los leoncillos necesitan, y tienen hambre; Pero los que buscan a Jehová no tendrán falta de ningún bien. Venid, hijos, oídme; El temor de Jehová os enseñaré” (Salmos 34:9-11 RVR1960) Cuando entiendes esto, se va la preocupación porque aprendes a vivir por fe y te dejas sorprender por la creatividad del creador para hacerles saber a sus hijos que está pendiente de ellos. Capítulo III“SHAIEL” (Regalo de Dios en hebreo) Cuando tenía alrededor de quince años (1998), acudí al médico por unas molestias físicas que atormentaban literalmente mi vida cada mes. Eran unos dolores en el vientre que hacían que no pudiera ni siquiera levantarme de mi cama por al menos dos a tres días. Tanto así que tenía permitido faltar al colegio sin problemas. Como esto se volvía cada vez peor, es que me presenté con mi madre ante este especialista que sabría lo que ocurría conmigo. Me pidió algunos exámenes y cuando llegaron los resultados el diagnóstico fue: “Retroversión severa del útero”. ¿Qué era eso? Jamás en mi vida había oído algo así. Esto ocurre cuando el útero (matriz) de una mujer se inclina hacia atrás en vez de hacia adelante. Comúnmente se denomina "útero ladeado" En palabras sencillas, el útero está al revés. Hasta ahí seguía sin entender absolutamente nada ni qué consecuencias eso podía traerme, hasta que el doctor me lo explicó: “Esto quiere decir que para que seas mamita en un futuro, sólo podrás serlo con un milagro de Dios”, “La probabilidad de tener un bebé son muy bajas debido a esta condición”. Hubo personas que me aconsejaron buscar otras opiniones, pero hasta ese momento, no le tomé el peso. Sinceramente no podía aceptar que además de mis crisis cerebrales, tuviera también una malformación en mi útero. Era demasiado para asimilar. Y opté por bloquear esa información como muchas otras cosas que bloqueé en mi vida. Así que seguí con mi vida igual porque esta condición física no se podía revertir. Debo reconocer que hubo muchas veces en que me pregunté si de verdad había ido al doctor esa vez. No lograba recordar si ese episodio realmente lo viví. A medida que pasaron los años, llegó la ilusión de querer formar una familia, y aunque tenía ese diagnóstico previo, la verdad, no lo tomé en cuenta. Cuando sentí que era el momento en mi interior, deseaba que eso fuese una equivocación, así que sólo tenía que intentarlo y qué mejor con el hombre que había elegido para padre de mis futuros hijos. Pasó el primer año y nada aconteció. Algunas personas me decían “al principio cuesta un poco”, “paciencia, en cualquier momento lograrás embarazarte” y a los dos años… nada aconteció. No puedo negar que hubo muchos momentos en que creí que no había que intentarlo más y aceptar mi condición de una vez por todas. Asumir que cuando me dijeron que no podría ser madre, a menos que fuese un milagro, de verdad había ocurrido. Pero no es fácil asumirlo, porque sumado a la ilusión de ser madre viene la presión involuntaria de ser ese instrumento para lo cual Dios nos creó en función de dar vida a otros. Por lo tanto, no quería aceptar que fuese una excepción para él. No quería que Dios me probara de esa forma. Lamentablemente seguían pasando los meses y nada ocurría. En esos días en que me derrumbada, cuestionándome, criticándome y castigándome por no lograrlo, mi esposo aparecía siempre para decirme “Ese día va a llegar, confía en Dios”. Nunca dejó de decirlo pese a no conocer en profundidad a ese Dios del que tanto le hablaba. Y a pesar de eso, su fe era más grande que la mía. Esto me hace recordar a Jesús cuando un centurión envió a sus amigos para pedirle que sanara a uno de sus siervos. “Porque yo también soy hombre bajo autoridad, con soldados a mis órdenes; y digo a éste: ``Ve, y va; y al otro: ``Ven, y viene; y a mi siervo: ``Haz esto, y lo hace. Al oír lo Jesús, se maravilló y dijo a los que le seguían: En verdad os digo que en Israel no he hallado en nadie una fe tan grande”. (Mateo 8:10). Qué quiero decir con este ejemplo. Muchos de nosotros, los que profesamos la fe de Cristo, tenemos menos fe que aquellos que no lo conocen y algo saben de él. Como mi esposo, que nunca permitió que la duda entrara a su corazón, en cambio en el mío, no sólo había dudas, había preguntas, dolor, tristeza, decepción, entre tantos otros sentimientos de desesperanza. En esos años yo estaba distanciada de mi Dios, lo había congelado en mi vida. Hablo de los cuatro años de silencio que mencioné en el testimonio anterior. Éste fue el tiempo en que no lo critiqué ni renegué, sólo no quería hablar con él. Entonces, confiar en él era muy difícil para mí. Sentía que no merecía que me oyera, ni menos me diera el regalo de ser madre. A esto, le sumo el autocastigo que me imponía por los errores de mi juventud, que sin duda, habían ofendido a Dios, lo que me llevaba a pensar que todo esto, era consecuencia de los actos de aquellos años. También sabía que “si no tomaba su cruz y no lo seguía, no era digna de él” (Mateo 10:38). Entonces sin esperanza de quedar embarazada y con vergüenza de acercarme a Dios es que pasaron seis años. Sí, seis años. En los últimos dos años, yo me había reconciliado con Dios en muchas áreas. Había reconocido que sin él nada podía hacer y a ningún lado podría llegar. Pero en este sentido, no lograba crecer lo suficiente para que no me afectara tanto. Hoy lo pienso más reposadamente y quizás haya sido una reconciliación condicionada. Me explico. Es como cuando alguien te perdona con todo su corazón y te da una nueva oportunidad. Pese a ese maravilloso acto, en tu interior te sigue persiguiendo la idea de “cuanto te logró perdonar finalmente” Yosabía que Dios me había dado una nueva oportunidad, pero también sentía que no me había perdonado del todo. Mi ausencia, mi indiferencia y el hacer todo bajo mis argumentos habían dañado tanto el corazón de Dios que todavía no podía olvidarlo. Que quedaban heridas o asuntos por arreglar. Sumado a eso, no estaba casada. Convivía y ante los ojos de Dios, eso es Fornicación. Por eso no quedaba embarazada, según mi razonamiento. (Esto con mi mente inmadura espiritualmente hablando). Más adelante entendería este proceso. Como les conté, pasaron seis años en que nada resultó. Me leí libros completos, foros en Internet, consejos caseros para quedar embarazada y nada. Hasta que llegó un día en que me dije, “Me rindo, no vuelvo a comprar otro test de embarazo, ni vuelvo a llorar cada mes. Me cansé de esperar, me aburrí de creer que los milagros existen, me harté de las ilusiones” Recuerdo que mi esposo cada vez que me veía llorar, me repetía “Va a llegar ese día, ten paciencia, vas a ser mamá” y yo le decía ¡han pasado seis años! ¡Tiempo suficiente para rendirse! ¡No quiero más! ¡Dios está enojado conmigo, por eso no me da el regalo de ser madre! ¡Él me castiga por mis errores de Juventud! ¡Él me castiga por no estar casada! Mi desesperanza anulaba mi fe y mi confianza en el rey de la vida. Siempre en estas circunstancias aparecía el Dios castigador que concia desde niña. Mientras más escribo y más recuerdo aquellos momentos, más necia y orgullosa me reconozco y más llena de misericordia me siento. El Amor de Dios es infinito. Su Amor es incomparable a otro amor. Entre más te cuento esto, más se goza mi corazón de ver a un Dios que escucha tanta necedad de nuestros labios, falta de fe, de falta de sabiduría para entender sus tiempos, sus planes, pero que nos ama, nos espera y sigue creyendo en que creceremos. Quizás, estás pasando por lo mismo, justamente ahora o te hará recordad algo ya vivido muy parecido. Un tiempo en que esperas una respuesta de Dios, por meses, por años. Y al igual que yo debes estar pensando ¡Dios no quiere responderme! ¡Él me castiga por lo que hice o dije! Y ahí estás, como yo. No avanzas ni retrocedes. Te estancas como árbol plantado, por más que desees correr no puedes, por más que deseas cambiar las cosas, no logras cambiar absolutamente nada. Por más que luchas por salir de donde estás, ahí te quedas a esperar a que alguien haga algo por ti. Yo entré en un victimismo horrible. Cada vez que podía me lamentaba y le contaba mi incapacidad de ser mamá a todo aquel que pudiera contarle. Una autocompasión que me llevaba, sin premeditarlo, a poner a Dios en un lugar que no merecía. Mis actos hablaban un Todopoderoso que no me amaba, no me apoyaba, que no sufre lo que sufro, que no le importa lo que vivo y que no tiene poder para hacer milagros. Mientras más me victimizaba más humillaba a mi Dios. Esto, porque aun no tenía una relación con él. Aun no le permitía que se me presentara realmente como era. Sumado a eso, contaba sobre mis crisis cerebrales. En consecuencia, le mostré a mi entorno a un Dios que se empeñaba en maldecirme con enfermedades y tragedias. Hoy puedo imaginarme a Dios decirme: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que digo?” (Lucas 6:46 RVR 1960) Él me demandaba a creer, a tener fe y no lo hacía. Su palabra nos enseña que “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6 RVR1960). Es más, nos confrontaba al decir que debemos ser “hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos. (Santiago 1:22 RVR1960). Fuerte su palabra. Si decimos creer en Dios pero no creemos que le haya con nuestros actos, nos estamos engañando a nosotros mismos. Y se me vienen a la cabeza, muchos ejemplos en que hablamos o cantamos de un Dios magnífico, excelso, grande, todopoderoso, lleno de gracia y Amor, pero a la menor dificultad o prueba, ese Dios se vuelve minúsculo, invisible, indiferente que goza del dolor y no logra comprendernos. Nuestros actos ponen al rey en la posición menos importante en nuestras vidas. En un completo olvido. Si tú que les esto, amas a Dios y confías tus caminos en él, te bendigo. Hoy, son cada vez menos hijos los que alegran el corazón del Padre. Continuando con la historia, un par de meses después de ese día que dije, “Hasta aquí me esfuerzo” comencé a sentirme muy mal de salud. Pero muy mal de salud. Después de mi trabajo acudí al médico porque tenía muchos dolores, vómitos, náuseas que me debilitaban. La típica pregunta que hace del doctor con estos síntomas es ¿“Cree que puede estar embarazada”? ¡NO! Les respondía ¡imposible! Y ahí iba con mi historia otra vez. Recuerdo que aquella vez me diagnosticaron una gastritis, me dieron medicamentos y me fui a mi casa. A los días siguientes me sentía cada vez peor, tanto que llegué a desvanecerme. Llevaba al menos cuatro días sin poder resistir alimento en mi estómago. Como sentía cada vez peor, fui a otro centro Asistencial y me hicieron la misma pregunta anterior ¿“no será que está embarazada”? Y yo respondía muy molesta siempre ¡no! ¡No puedo tener hijos! (Como si ellos pudieran saberlo). Entonces la enfermera me dijo, es probable que esto sea una pancreatitis, una infección estomacal más complicada que una gastritis, así que me hicieron diversos exámenes que debía retirar cuatro horas después. Me fui a mi casa y al pasar las horas fuimos con mi esposo a buscar los resultados. Entré al box y la doctora de turno muy fríamente, sin mirarme a la cara me dice “Ya niña, estás embarazada, debes acudir a tu consultorio lo más pronto posible”. ¿Escuché mal? ¡¿Dijo que estaba Embarazada?! ¡No podía creerlo! En ese minuto sentí que levitaba, y comencé a sonreír sin parar ¿¿Estoy embarazada?? ¡¡Estoy embarazada!! ¡¡Estoy embarazada!! ¡¡Estoy embarazada!! Recuerdo que la doctora me miraba con mucha seriedad, con tan poca empatía y nada de sensibilidad. Mínimo ¡felicitaciones! En fin, era lo que menos me importaba en ese instante, porque ¡estaba embaraza! Salí del box, sintiendo un montón de cosas en el cuerpo. Alegría, emoción, miedo, sentía el perdón de Dios, su mirada tierna sobre mí, como diciéndome “terminó la espera”. “Este tiempo lo determiné yo” “ahora estás preparada para ser madre”. Mi corazón estaba tan Feliz que no podía para de sonreír. ¿Logran darse cuenta de algo? Si algo malo me pasaba Dios me estaba castigando, si algo bueno me pasaba, Dios me estaba premiando. Ese Dios conocía. A ese Dios servía (Qué necia he fui). Siempre me imaginé el momento cuando me dieran esta noticia. Tenía en mi mente dibujada todo lo que haría ese día. Pero ¡no podía disimular mi alegría! ¡Era imposible! Mientras caminaba hacia afuera, él estaba ahí, el maravilloso hombre que nunca se cansó de decirme “Vas a ser mamá un día”. De hecho me decía que su misión en esta tierra era que yo fuese madre y después tendría que volver al planeta del que venía. Qué gran hombre Dios puso a mi lado. Me puse los resultados en la cara, para que mi esposo no viera mi sonrisa pero mis ojos me delataron porque también sonreían. Con sólo mirarme supo la noticia. Nos abrazamos por un buen rato, ambos estábamos en shock y la felicidad nos inundaba completamente. Él me repetía “Te lo dije” ¡Te lo dije! Y nos mirábamos y volvíamos a sonreír. Esa noche casi no dormí, era una alegría que literalmente me quitaba el sueño. Llamé a todos quienes pude llamar; A mi mamá, a mi hermano, a mi papá y junto conmigo estaban felices también. Finalmente, era una espera familiar. Sé que ellos, junto a mi esposo oraron por este milagro. Éste ha sido uno de los momentos más hermoso que he experimentado. Soñar con algo al que le perdiste toda le fe y de pronto llega, es indescriptible. Sentía el perdón de Dios en ese instante. Sentía que Dios me miraba otra vez con dulzura. Hoy puedo entender que él jamás dejó de hacerlo. Jamás planeó hacerme sufrir. Él necesitaba que volviera a creer en él. Para mí, éste es uno de los detalles más hermosos que él ha tenido conmigo. A pesar de vivir experiencias
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