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CARTAS FILOSÓFICAS. Epístolas morales a Lucilio Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.) Lucio Anneo Séneca Cartas filosóficas PRESENTACIÓN Político, filósofo, poeta Lucio Anneo Séneca —político, filósofo, poeta— es el más antiguo de los autores hispanos de nombre conocido del que se conserva una extensa obra que abarca más de dos mil páginas. Parece seguro que se conocen también los rasgos físicos de su rostro en algún momento de su vida, reflejados en un busto bicípite del siglo ii d. C. del Pergamon Museum de Berlín. Nacido en Córdoba hace unos dos mil años, llegó a ser reconocido como el más brillante orador y poeta romano de su tiempo, un escritor de éxito, un destacado político y el más importante de los filósofos de expresión latina hasta San Agustín. Durante más de un lustro, como amicus principis y miembro del consilium, el antiguo preceptor de Nerón gobernó de hecho el Imperio. Algunos historiadores modernos llaman a esos años los del «ministerio Séneca». Tuvo admiradores y amigos, y también enemigos que acabaron con su vida. Casi veinte siglos después de su muerte, en los países de cultura occidental se publica casi todos los años algún libro y varios estudios más sobre su persona o sus escritos. Por lo que se conoce de Séneca (que no es todo lo que hizo ni todo lo que publicó), el sabio estoico que él era obró bien y discurrió con acierto en muchas oportunidades. En otras no, sino más bien al contrario. Pero fue un varón esforzado (strenuus), un hombre de principios (honestus) y un espíritu abierto a sus semejantes (humanus), para el que todos los hombres tienen derechos y valores, o, como se dice ahora, poseen una dignidad que ha de ser respetada. En una de sus Cartas a Lucilio dejó escrita una de sus más significativas sentencias o frases célebres: «homo, sacra res homini». Entre los antiguos cristianos se pensó que Séneca también de alguna manera había sido uno de ellos o había andado cerca. Nerón frente a Séneca Lucio Anneo Séneca se retiró de la actividad política y del ejercicio del poder en el 62 d. C. Pero hasta su muerte, tres años más tarde, continuó siendo un personaje importante con el que en Roma todo el mundo —gobierno y oposición—, para bien o para mal, tenía que contar. Desde Palacio (Nerón, su esposa o concubina Popea, Tigelino, comandante de los pretorianos y valido del príncipe) se le odiaba. Sin embargo, durante ese último trienio de su vida, no se atrevieron con él, contentándose con tenerlo sometido a una estrecha y mal disimulada vigilancia. Por fin, en la primavera del 65, al descubrirse la conspiración tramada en torno a Pisón para derribar a Nerón y eliminarlo, Séneca fue acusado de participar en ella y tal vez de poder resultar su futuro beneficiario, como eventual candidato de «consenso» para el trono. En el tramo final del reinado de Nerón se puede decir que había dos «partidos» de oposición, el de los políticos estoicos (Barea Sorano, Trasea Peto) y el de la antigua aristocracia senatorial, que tomaría como cabeza a Pisón, titular de la conjura que acabó en la hecatombe de notables del 65 y del 66. En ambos sectores se respetaba a Séneca y algunos de sus más distinguidos representantes lo cortejaban. Pero él no se implicó en ninguna de las dos facciones. Los primeros eran demasiado republicanos para el pensador monárquico que había escrito el tratado De clementia, y los segundos demasiado aventureros para un político de la experiencia del filósofo. No obstante, en las primeras investigaciones oficiales sobre la conjura antineroniana, un delator profesional y mentiroso que estaba complicado en ella (un «pentito» se diría hoy) sacó a relucir el nombre de Séneca como uno de los conspiradores, con gran complacencia de Nerón, que esperaba una oportunidad para acabar con quien, por prudente y cautamente que actuara, en cualquier momento podía cantarle una verdad. Condenado a muerte por el emperador, Séneca se quitó la vida con la ayuda de sus criados y de su médico un día de abril del 65 —entre el 19 y el 30—, mientras pronunciaba una especie de disertación que sus secretarios recogieron por escrito, que se podía leer medio siglo después y de la que no queda más rastro que las líneas que dedica a ella el historiador Tácito. (El suicidio era el modo de ejecución de la sentencia capital que ofrecía a los personajes distinguidos la «clemencia» del príncipe en aquellos años del Imperio.) El historiador Cornelio Tácito narra magistralmente todo el episodio. Tras las primeras delaciones sobre la conjura, el príncipe en persona y su mafia palatina recurrieron a un enredado juego de confesiones, torturas, chantajes y denuncias semejante al de Stalin en los procesos de Moscú de los años treinta del pasado siglo. De las víctimas de la purga neroniana, unos murieron valientemente y con honor, proclamando su inocencia respecto de la conspiración, pero condenando los crímenes neronianos, como Séneca y después Trasea. Otros, incluso en la familia del filósofo, fueron cobardes, como el sobrino Lucano, que empañaría su limpia y merecida gloria literaria acusando a su propia madre. Las circunstancias que rodearon la muerte de Séneca parecen una traducción al latín, y a la cultura romana del siglo i d. C., de la de Sócrates. Es como el desenlace de una tragedia senecana, mas con un modelo histórico y no mitológico. La inspiración no vino de Sófocles o de Eurípides, sino de la narración platónica de la muerte del filósofo ateniense. Hubo incluso una poción de cicuta, que Séneca tenía preparada temiendo que en algún momento le pudiera hacer falta. A ella se acudió en el último instante para poner término a su vida. Se diría que todo estuvo previsto por ese sabio régisseur de la escena final de su existencia que fue el filósofo y político estoico, doblado de dramaturgo y a la vez de actor que se representaba a sí mismo sacudiendo las aguas del baño en una extrema libación a Iuppiter Liberator. En una palabra, una tragedia praetexta «in vivo» en la que el protagonista muere de verdad en la escena. Condena y legado del filósofo Antonius Natalis, el delator, uno de los más activos conjurados, al ser interrogado por los agentes del príncipe, denunció a Séneca como partícipe de la conspiración. Cincuenta años después Tácito no creía que eso fuera verdad. Según él, Natalis, convicto y confeso, habría mezclado en sus declaraciones el nombre de Séneca, bien para justificarse él mismo por haber llevado recados de Pisón a Séneca y viceversa, bien por ganar el favor de Nerón, del que era manifiesto que en aquellos momentos odiaba a Séneca y andaba buscando cualquier medio para destruirlo. En el 62 Séneca, que se daba cuenta de la enemistad con que había llegado a distinguirle el príncipe, quiso alejarse de los círculos palatinos y del consilium principia, pero Nerón no se lo permitió. Si bien desde entonces el filósofo se dejaba ver lo menos posible por la corte, pretextando sus problemas de salud y su dedicación a los estudios. Puede decirse que ese alejamiento significó realmente el final de su directa y personal intervención en la política. Dos años después de esa famosa entrevista de la dimisión oficialmente rechazada, Nerón, tras el incendio de Roma, se había dedicado a saquear Italia y las provincias, incluso los templos, para reconstruir y embellecer la urbe. Séneca, con el fin de hacer visible su desacuerdo, acentuó sus distancias y procuraba estar habitualmente fuera de la urbe. Estos callados reproches eran más de lo que Nerón estaba dispuesto a soportar. Por eso, Natalis pensó que si complicaba a Séneca y acababa con él, Nerón se lo agradecería. Como así fue. El príncipe le compensó otorgándole su perdón y la impunidad, cosa que ocurriría con muy pocas personas. Las consecuencias de la denuncia no se hicieron esperar. Nerón, que ya antes, segúnTácito, había tratado de envenenar a Séneca valiéndose de uno de los libertos del filósofo, no quiso perder la oportunidad que se le presentaba para eliminar al que había sido su maestro y que, con su silencio y su ausencia de palacio, condenaba la tiranía en que había degenerado el gobierno. Envió a un tribuno de las cohortes pretorianas a someter a un interrogatorio a Séneca, que acababa de llegar desde Campania a una de sus casas de campo situada a cuatro millas de Roma. En las Cartas a Lucilio Séneca menciona dos veces su «Nomentano», pero no debía de ser allí donde se hallaba aquel día, porque Nomentum era una localidad situada al nordeste de Roma, pero bastante más lejos. Mientras que el lugar donde se encontraba Séneca iba a permitir que los enviados de Nerón fueran a Roma y volvieran en una tarde, tras haber despachado con el príncipe y con el prefecto de los pretorianos. El tribuno que acudió a la villa de Séneca, para asegurar que el filósofo no se escapara de sus manos o para intimidarle, se hizo acompañar de un pelotón de soldados, que rodeó la finca y quedó allí de guardia, mientras él hablaba con el propietario e iba y venía de Roma. Cuando llegaron los soldados, Séneca, que no pensaba que tuviera nada que temer por el descubrimiento de la conspiración, estaba tranquilamente cenando con su esposa Paulina y con dos amigos íntimos que, por cierto, eran hispanos también: Fabio Rústico, historiador, cuya obra perdida sobre el período neroniano fue una de las fuentes de los Anales de Tácito, y el médico Estacio Anneo, quizá pariente o liberto del filósofo. La respuesta de Séneca al cuestionario del tribuno, por lo que se sabe de ella, demostraba su inocencia. Pero, en realidad, para Nerón la denuncia era sólo un pretexto. Como el tribuno, al dar cuenta de su misión, refirió al emperador que no había advertido en Séneca ningún signo de temor ni tristeza en sus palabras y sus gestos y que era evidente que no estaba preparando un suicidio, se le ordenó que volviera para intimarle lo que con expresivo eufemismo llamaban en latín la necessitas ultima. Al regresar a la villa con la condena en la mano tras haber despachado con Nerón, en presencia de Popea, y con el prefecto de los pretorianos, Tigelino, el tribuno no quiso entrar en la mansión. Se quedó fuera con los soldados y envió a uno de sus centuriones para que transmitiera al filósofo la orden imperial de poner fin a su vida. Séneca, interritus, es decir, sin ninguna muestra de inquietud, pidió unas tablillas para hacer o completar su testamento. El centurión no se lo permitió, y entonces el filósofo dijo a los presentes que ya que no se le dejaba manifestar su agradecimiento a las personas que lo merecían, les entregaba como herencia lo único que ya le quedaba, que era también el mejor obsequio —pulcherrimum— que les podía hacer, la imagen de su vida, imaginem vitae suae. Imaginem vitae suae Esta «imagen» de su vida que Séneca quería legar a sus amigos se cifraba en dos elementos o rasgos principales, las bonae artes y la constans amicitia. Si se acordaban de las unas y practicaban la otra, su vida sería de provecho. ¿Qué son las bonae artes? Séneca emplea varias veces esta expresión en contextos que se refieren a virtudes racionales. Los filósofos —principalmente los estoicos pero también Aristóteles— serían los grandes maestros de esas bonae artes. En la contemplación de la naturaleza, comprendida en ella la divinidad, se reciben muchos bienes gracias a esas «artes». Por su acción o por su presencia viene la paz a los espíritus. Las bonae artes serían las virtudes intelectuales y morales que se adquieren racionalmente, y que son «buenas» por su naturaleza y efectos y «artes» porque se aprenden y practican. Estas bonae artes, que evocaba Séneca junto con la fidelidad a la amistad, eran uno de los signos distintivos de la filosofía de los estoicos. Si no para toda la «escuela», sí lo eran para Séneca y así lo entendió el historiador Tácito. Veinticinco páginas después de la narración de la muerte de Séneca, en el siguiente libro de los Anales, Tácito traza el retrato de un falso estoico, uno de esos hipócritas que, bajo la máscara de la honestidad de la escuela, escondían una falsificación de las virtudes y mentían en la amistad, y los define acusándolos de ser «falsos, fingiendo virtudes y engañando a los amigos». La expresión es de Tácito, pero la doctrina de Séneca, con lo que el autor de los Anales prueba su familiaridad con el pensamiento del filósofo y la seriedad profesional con que elaboraba sus relatos. Entre las obras perdidas de Séneca se encontraba un ensayo o tratado titulado «Cómo se ha de practicar la amistad». Pero no es preciso remitirse a una obra de la que sólo se conservan tres cortos fragmentos en un palinsesto vaticano, para saber lo que Séneca pensaba de la amistad. El capítulo séptimo del tratado De tranquillitate animi se abre con lo que muy bien podría llamarse el himno senecano de la amistad. Dice así: «No hay nada que agrade tanto a un espíritu como una amistad fiel y entrañable. ¡Qué gran bien, cuando se encuentran corazones dispuestos a acoger y a guardar cualquier secreto, cuya conciencia temas menos que la tuya propia y cuyas palabras calmen las inquietudes, su consejo facilite nuestras resoluciones, su alegría disipe la tristeza, su sola presencia nos llene de gozo!». Durante esas horas finales, el filósofo habló, más o menos largamente, otras dos veces, además de la disertación sobre la «imagen» de su vida. Primero, tras unas palabras de consuelo y aliento a su esposa, se extendió en comentarios acerca de la firmeza de ánimo, los preceptos de la sabiduría, la actitud moral ante la adversidad, etc. A lo que añadió un discurso más extenso del que tomaron nota unos secretarios y que en tiempos de Tácito todavía podía leerse, pero después se perdió. La imagen de la vida dé Séneca no sólo estaba en su doctrina, sino también en la disposición, ni resignada ni triste, ante la necessitas ultima a que le condenaba el príncipe. Abiertas las venas de brazos y piernas, solicitó del médico amigo, Estacio Anneo, que le suministrara el veneno «ateniense» que tenía previsto. Fue introducido en el baño y falleció ahogado por los vapores. Todo ello, ciertamente, con bastante literatura. Séneca enfrentó la muerte, como he dicho, con el modelo de la de Sócrates. Pero el gesto final fue muy romano y muy suyo, salpicando a los circunstantes con las aguas del baño en una última o suprema libación a Júpiter Liberador. Seguidamente su cuerpo fue incinerado sin ninguna ceremonia. La esposa, Paulina, quiso seguir la suerte del marido, pero los soldados, obedeciendo instrucciones del príncipe, no lo permitieron. Vivió unos años más laudabili in maritum memoria, según escribe Tácito, como una ejemplar matrona romana. El retrato de Berlín Yo soy de los que creen que existe un retrato auténtico de Séneca, que se ha reproducido en algunos libros y que yo mismo fotografié hace unos años en el Pergamon Museum de Berlín y he hecho imprimir más de una vez. Se trata de un hermes o busto bicípite de tamaño menor que el natural, en el que por una cara aparece un Sócrates convencional y por la otra un Séneca con todos los visos de autenticidad, ambos con los nombres inscritos en la basa en los caracteres de sus respectivas lenguas. Es una pieza del siglo segundo que, sin duda, reproduce un retrato hecho en vida del propio modelo. El paralelismo entre el filósofo romano y el griego era algo que después de la muerte de Séneca debía de estar en los labios y en la mente de muchos romanos ilustrados. No era sólo un asunto de los «enamorados de la sabiduría». Con Séneca, Roma había tenido por fin un sabio igual que Atenas. Sócrates era también uno de los personajes históricos más admirados por Séneca. Encarnaba el ideal del sapiens. El filósoforomano lo menciona en sesenta y seis lugares: más que a Catón de Útica. Sólo Virgilio y Epicuro aparecen citados mayor número de veces en los textos senecanos, pero como escritores o fuente de doctrina. Mientras que en los exempla del filósofo ateniense (como en los del político romano) se pone de manifiesto la virtus del sapiens. Por otra parte, la fama de Séneca se mantuvo sin altibajos tras su muerte. Hacia el año 75, dos lustros después de ella, Plinio el Mayor proclamaba que había sido el personaje más importante de su época como sabio y como político: «Annaeo Seneca, principe tum eruditorum et potentiae». Entre diez o quince años después de la Historia Natural de Plinio, Quintiliano afirma que fue el primer escritor de su tiempo y el más influyente, al que todos querían imitar. El insobornable historiador Tácito, entre una de cal y otra de arena, acaba trazando un perfil netamente favorable con pocos lunares. Séneca viene a ser el «bueno» de los últimos libros de los Anales como Germánico de los primeros. Estampas de una vida La Bética de los Anneos era una provincia profundamente romanizada desde casi un siglo antes del nacimiento de Séneca. Cicerón habla de unos poetas cordobeses de los años cincuenta antes de Cristo, que debían de ser conocidos en Roma, pero que hablaban el latín con un acento extranjero y gangoso que chocaba con la sensibilidad romana. Séneca quizá no era hispanus, sino hispaniensis, por lo menos en algunas de las ramas de su familia. La escolarización había avanzado en Córdoba en los cincuenta años que siguieron al discurso en que Cicerón atribuye a los vates de la Bética esa pronunciación tan extraña. Habría sido inconcebible que si su latín no era correcto, Séneca alcanzara tanto éxito como orador y poeta, todavía joven, en los círculos sociales que frecuentaban las princesas imperiales, hermanas de Calígula, y que una de ellas, Agripina, pensara en traerle de Córcega al cabo de ocho años de destierro para enseñar letras y retórica al joven Nerón, en contra de una parte de la opinión pública romana que decía de él que no era otra cosa que una lengua de charlatán, professoria lingua. De los primeros años de la vida de Séneca no se sabe mucho, aunque quizá sea uno de los escritores de la Antigüedad en cuya familia y círculo de amistades se halla un mayor número de personas con sus nombres y alguna información. El Onomasticum elaborado por Carmen Castillo identifica a doscientos ochenta y tres contemporáneos suyos citados por Séneca, nueve de ellos griegos y los demás romanos. En unos libros de pensamiento como los del filósofo cordobés eso significa mucha gente y es índice de una activa vida social. Séneca no se limitó a ser un estudioso de biblioteca ni un filósofo solitario. Fue, por otra parte, muy romano, a partir de la condición de acomodado ciudadano provincial del orden «ecuestre» que había heredado de sus mayores y de la que tan orgulloso se sentía según escribe Tácito. Hispani o hispanienses, es decir descendientes de nativos o de colonos itálicos, los Anneos estaban arraigados en Córdoba, de la que el padre de Séneca —que se llamaba Lucio Anneo Séneca, igual que el hijo— dice que era «su ciudad» (colonia mea). La familia materna (los Helvios) era también de la Bética, donde están documentados no pocos Helvios y Novatos (cognomen éste de Marco Anneo Novato, el hermano mayor del filósofo). Quizá el abuelo materno de Séneca fue un Marco Helvio Novato que desempeñó una magistratura local en Urgavo (la actual Arjona en la provincia de Jaén). De las imprecisas informaciones que ofrecen sus propios escritos se deduce que nació poco antes o poco después del principio de la era cristiana. Era el segundo de tres hermanos varones, de edades muy próximas entre sí. El mayor, Marco Anneo Novato (después por adopción Marco Junio Galión), fue aficionado a la filosofía e hizo una buena carrera política. El tercero, Anneo Mela, se dedicó a las finanzas. Ambos cayeron víctimas de la crueldad neroniana poco después que Séneca. Respecto de la fecha de nacimiento de Séneca, yo me inclino por la más tardía de las que permiten los datos que se poseen. De joven se trasladó a Egipto, lugar muy de moda entonces para curar la tisis, junto a la hermana de su madre, que estaba casada con el prefecto de aquel territorio, Gayo Galerio. Allí residió unos ocho años y se familiarizó con la geografía y la cultura del país del Nilo. Cuando regresó, en el 31, su edad no llegaría aún a los treinta, lo cual invita a considerarlo lo más joven que permitan las otras referencias. Yo prefiero como fecha de su nacimiento el 4 d. C., y no estoy solo. De la familia de Séneca hay informaciones sueltas en sus propias obras, así como en la Antología retórica de su padre, en los varios pasajes de la segunda parte de los Anales de Tácito en que se le menciona a él y en pocos lugares más. Alaba y respeta a su progenitor, aunque los cincuenta años que éste le llevaba y su mentalidad de hombre «chapado a la antigua» y tradicionalista, más bien republicano y desconfiado de las modernidades filosóficas del hijo, dieran ocasión a visibles disentimientos. Séneca compuso una biografía de su padre, de la que sólo se conservan las diez primeras líneas. En ellas dice que las obras del padre, y en particular la historia de las guerras civiles, si se hubieran editado ya, le habrían asegurado, a justo título, una brillante nombradía. En esa vita patris, el hijo se proponía contar quiénes eran los padres de tan importante historiador... Pero con esas palabras, sin cerrar la frase, termina el breve fragmento conservado. Es altamente probable que en su infancia Séneca residiera en su Córdoba natal, donde después de él nacería el menor de sus hermanos, Mela. La familia paterna estaba arraigada allí y la de su madre también era de la Bética con intereses en la provincia. Después, es seguro que proseguiría su educación en Roma, donde se sabe que vivió por lo menos largas temporadas su padre, que tenía muy buenas relaciones sociales en la urbe. Ciertamente no había entrado en la vida pública y quizá tampoco en la de la «sociedad» de Roma antes de su regreso de Egipto, aunque desde su juventud tanto él como su hermano Novato se inclinaran por el foro y la política. Tampoco se sabe con certeza si había alcanzado el senado por la vía de la cuestura bajo Tiberio. Parece que era senador ya con Calígula (37-41) y antes de la muerte de su padre (probablemente el 39). En todo caso, bajo este Gayo César, que le envidiaba por sus éxitos literarios, era persona conocida en los medios políticos y sociales, había ganado fama de orador, tenía acceso a la familia imperial y había trabado una cierta familiaridad con las alegres hermanas del príncipe. Esto representaba un triunfo social y literario sin precedentes entre los equites de provincias y suponía una notable ambición, una dedicación a buscar el ascenso social y una infrecuente capacidad de seducción. Después de Calígula, en el año 41, Claudio condenó a Séneca al exilio por presunto adulterio con Julia Livilla, una de las jóvenes y desenvueltas princesas imperiales. Antes, según cuenta Dión Casio, por envidias literarias o retóricas, Calígula había querido que lo mataran. Se libró, porque alguien dijo al emperador que la tisis acabaría pronto con él por medios naturales. A mí siempre me ha sorprendido que en tan poco tiempo alguien que era novus, eques, y provinciales, sin pasar por altas magistraturas, hubiera llegado a ser tan importante. Gayo y Claudio eran capaces de las más arbitrarias crueldades. Pero si no hubo otras razones más políticas, no se acaba de entender esa persecución tan sañuda y personal contra un joven de provincias que pronunciaba discursos, hacía versos y, si acaso, cortejaba princesas, por muy avispado que fuera. El Séneca joven de antes del destierro tenía prestigiocomo escritor y como orador que «entonces gustaba mucho» según Suetonio, hasta causar la envidia del César. Agripina, que era hermana de Livilla y de Calígula, una vez casada con su tío, el emperador Claudio, hizo que le levantaran el destierro para que fuera maestro de Nerón, por sus saberes y su fama de sabio: «ob claritudinem studiorum eius». Es llamativo que conservara intacto su prestigio intelectual, y quizá político, a los ocho años de su exilio en Córcega, con todo lo que de aislamiento traía consigo un destierro de entonces, con la hostilidad del emperador y lejos de los círculos sociales y culturales de la urbe. Pero en la cultura romana, entre las clases dirigentes, Séneca era una novedad: una curiosa novedad o una infrecuente personalidad. Se dedicaba a la filosofía y a las ciencias naturales y componía poemas, probablemente tragedias, si, como apuntó el gran especialista senecano Pierre Grimal, cinco de éstas (Agamenón, Troyanas, Tiestes y los dos Hércules) son de la época de Córcega, mientras que Edipo, Medea, Fedra habrían sido escritas en los años del retiro político o de su primer apartamiento de palacio. Entonces escribía carmina, según dice Tácito, y éstos fueron conocidos y apreciados por Quintiliano. El Agamenón parece que tiene que ser anterior a la muerte de Claudio, a causa de Agripina, y Tiestes antes de la de Británico. Hércules era un héroe muy estoico y además «antoniano». Y una Antonia era la madre de Claudio. «Pax neroniana» Durante la mayor parte del principado de Nerón, que duró desde el 54 al 68, casi todo el Imperio disfrutó de paz, y las provincias, en general, estuvieron bien administradas. No sólo en tiempos del llamado ministerio de Séneca, que duró cinco, ocho o diez años según se hagan las cuentas. El Imperio de Nerón conoció un número relativamente elevado de distinguidos políticos y jefes militares y de buenos magistrados y administradores. Precisamente al contar la historia del año 64, el del incendio de Roma, escribe Tácito que nunca antes había reinado una paz tan estable en todo el orbe («haud alias tam immota pax»). En el libro siguiente de los Anales, cuando refiere la interminable cadena de ejecuciones de notables ordenada por un Nerón tan cruel como atemorizado, Tácito interrumpe la narración para manifestar que su espíritu se siente agobiado y encogido de tristeza ante la cantidad de sangre perdida sin guerras exteriores ni acciones militares en defensa del estado. Para el historiador aquella cólera de los dioses contra Roma había sido peor que los desastres militares o la cautividad de ciudades, que un analista puede mencionar y pasar adelante después de haberlos contado. Las muertes de hombres ilustres, como los que fueron víctimas de la crueldad neroniana, deben recibir un recuerdo individual cuando son gloriosas, aunque cansen a los lectores por ser tan continuas y tristes. Pocas veces en la historia de Roma fue tan visible la distancia entre los sucesos de la cabeza —Roma e Italia— y el cuerpo del Imperio. No es que en aquellos tiempos de la paz neroniana que precedieron a las crueldades de los años finales de este emperador faltaran problemas importantes en algunas provincias, especialmente en Britania, donde se amplió el territorio romano hasta Gales, en el Rin o en la frontera oriental lindando con el reino de los Partos. Pero no eran cuestiones políticas que afectaran al poder dentro del estado, sino exclusivamente asuntos militares y de seguridad. Nerón y sus consejeros, por otra parte, no hicieron más que seguir las directrices trazadas por Augusto: fronteras naturales seguras y estados satélites donde fuera posible. Séneca no tendría mucho que ver con la definición de esa política, aunque sí con las consecuencias de la afirmación doctrinal de la unidad del género humano, tan cara para los estoicos, y en algunos casos con la selección de los magistrados para situaciones especialmente delicadas, como cuando se envió a Pompeyo Paulino el Joven a Britania o a Corbulón a Oriente, con instrucciones de prestar particular atención a los asuntos de Armenia. Provinciales a las puertas El progreso de la romanización, particularmente en las provincias más antiguas, determinó en el último periodo de los julio-claudios una primera inflexión que conduciría a una nivelación más igualitaria, si no de los territorios del Imperio sí de los ciudadanos itálicos y provinciales. Séneca fue uno de los ejemplos más significativos de este proceso y también uno de los eminentes personajes que más contribuyeron a él. El relato de Tácito de las relaciones entre Séneca y Nerón de los últimos años de la vida del filósofo es, a mi entender, plenamente fiable, incluso en las expresiones literales en estilo directo que se ponen en boca de uno y otro. Tácito manejó la obra del hispano Fabio Rústico, el amigo de Séneca. En la entrevista del 62, cuando el filósofo solicitó retirarse del consilium principis a la vez que ofrecía devolver las donaciones con que el príncipe le había enriquecido, Rústico no estuvo presente, pero debió de ser informado por el propio Séneca muy pronto y en términos prácticamente exactos. En esa entrevista del 62 Séneca dice a Nerón que muchas veces daba vueltas dentro de sí a cómo él, «ecuestre y provincial», se contaba entre los grandes personajes de Roma; y su novitas brillaba en medio de los nobles cuyos linajes contaban una historia tan larga y gloriosa. Con estas palabras Séneca ofrecía las coordenadas que definían la singularidad de su persona en el gobierno de Roma: un homo novus entre los nobles, de familia «ecuestre» y no senatorial, provincial y no itálico. Su caso, añado yo, no era igual al de Afranio Burro, que por cierto acababa de morir entonces. Éste también era ecuestre y provincial, pero militar, como Agripa, el «corregente» de Augusto, y provenía de la Narbonense, tan favorecida por Claudio, que había nacido en Lugdunum, y que es quien le nombró praefectus praetorio, o lo que es lo mismo comandante de los soldados de Roma y de toda Italia. Mientras que él, Séneca, sólo era un escritor y un filósofo. Cicerón, como sabía muy bien Séneca, fue igual que él un homo novus, y uno de los pocos de esa condición que alcanzaron el consulado en el último siglo y medio de república. También era de origen «ecuestre» e hizo su carrera por su prestigio de orador y abogado. Pero era un itálico del Lacio y un político que había ganado una tras otra las diversas elecciones del cursus honorum de la notaidad republicana de sus días. Ecuestre, nuevo y provincial Ecuestre, nuevo y provincial significaba ser —y haber sido— moderno, ambicioso y monárquico. Los equites eran la clase social ascendente en Roma desde los días de Augusto. Los que hacían política (los más se dedicaban a los negocios) llegaban en algún momento al senado o a ser cónsules, pero todo el mundo los distinguía de los vástagos directos o indirectos de las antiguas familias, aunque éstas hubieran cambiado mucho desde los días de la República. En la nómina de los amigos de Séneca se encuentran pocos aristócratas, fuera del círculo de la familia imperial. Predominan los ciudadanos del orden de los caballeros, dedicados unos a los negocios, como Ebucio Liberal, otros a la función pública, bien en magistraturas y cargos políticos como su hermano Novato-Galión, Anneo Sereno, o los dos Paulinos, o en procuradurías y administraciones imperiales como el otro hermano Anneo Mela y Lucilio. Eran las nuevas clases sociales entre las que sobresalía el propio Séneca, alabado por Columela como agricultor que había destacado con sus modernas explotaciones de vides. Pocos años después de Séneca serían ecuestres e itálicos los príncipes Flavios, y ecuestres y de origen o antepasados hispanos varios de los Antoninos. Los ecuestres tenían orgullo de clase como había manifestado el padre delos Anneos cuando aplaudía a Mela, por hallarse paterno contentus ordine, y tener más talento que sus hermanos. Séneca, colmado de honores políticos y sociales, nunca desertó del todo de la clase u orden social de procedencia. En la entrevista del 62 Anneo Séneca se ufana delante de Nerón de que, pese a su novitas, la ambición de homo novus le había empujado al triunfo político y social, por mucho que en escritos de la época de la madurez, como el ensayo sobre la brevedad de la vida, o de sus últimos años, como las Epístolas a Lucilio 75 y 93, condene la aspiración a ese género de vida, proclamando la superioridad moral y técnica de la existencia retirada del filósofo. Su padre, a la vez que les prevenía a él y a Novato de los peligros que les acechaban en la carrera política que animosamente habían emprendido, en la que «incluso los triunfos que uno espera son de temer», les había estimulado a entregarse al trabajo del foro y a la persecución de los honores (o cargos públicos). Y lo había hecho o lo hacía con verdadera avidez, animándolos y aplaudiéndolos en esa actividad tan peligrosa, «con tal de que la fueran a ejercer honestamente». Ser «provincial» —de origen y de experiencia personal y familiar—, sin haber querido perder esa condición, facilitaba mucho que Séneca fuera claramente monárquico. En las provincias, también en las llamadas senatoriales, gobernaban los funcionarios del emperador (con título de procónsules, o propretores, o simplemente legados) y los bienes públicos eran administrados por procuradores imperiales. Nadie sentía nostalgia del senado ni echaba de menos las asambleas republicanas o comicios a los que sólo viviendo en Roma era posible concurrir. El patriotismo de un provincial tenía como referentes las divinidades nacionales, el nombre de Roma y la persona del emperador, que cuando Séneca publica su teoría monárquica en el tratado De clementia era el vástago de una dinastía más que centenaria, en la que se habían sucedido hasta cinco príncipes y cuyos fundadores eran reconocidos como divi (divus Julius, divus Augustus), añadiendo con ello una legitimidad divina a las otras notaidades. Habían ocurrido, ciertamente, toda clase de intrigas y violencias palatinas en la familia de los Césares, pero sin que hubiera sido, ni siquiera imaginable, una guerra civil como las que se habían vivido desde Mario y Sila hasta Augusto. El estado romano con que se encuentra Séneca tiene como cabeza de la res publica —que ya no significa un sistema de gobierno, sino simplemente el «estado»— a un príncipe, revestido de auctoritas, o sea de las antiguas facultades constitucionales soberanas del senado. Los poetas augústeos —Horacio— habían asociado populus y princeps Caesar, igual que sus mayores senatus populusque, que se conservaba en determinados empleos como cláusula de estilo pero que no respondía a nada, mientras que lo otro era verdad. Séneca, filósofo estoico, pensaba que del mismo modo que el mundo universo no podía tenerse en pie —stare— sin un custos que vigile el cumplimiento de las leyes de la naturaleza, así también entre los hombres es preciso que exista alguien que haga para los asuntos humanos la función de los dioses. Y ése era el César (optimus ciuitatis status sub rege iusto). Eso no quiere decir que la república y los ciudadanos sean propiedad del César. Están bajo su poder, pero no pertenecen a su patrimonio. La antropología estoica y la ética que se centra en la justicia y en la práctica política de la clemencia, junto con el derecho civil, constituyen el contrapeso del poder que se atribuye al príncipe en la filosofía política senecana. La filosofía de Séneca Los intelectuales y los políticos más ilustrados de Roma de los siglos primero antes y primero después de la era cristiana solían estar adscritos a una confesión filosófica o presumían de estarlo. En su mayor parte eran estoicos, epicúreos o académicos. También había eclécticos y escépticos. Séneca, sin abandonar la política, sus negocios de floreciente y afamado agricultor, la vida real y la poesía, articuló una forma de pensamiento estoico que constituía toda una «concepción del mundo» en que se planteaban todos los problemas del ser humano real, se buscaba una explicación racional de la naturaleza física y se construía una filosofía moral capaz de guiar al hombre por la vida, pero que al mismo tiempo lo comprometía hasta llegar a jugársela, como ocurrió en su caso personal. Su teología, entre monoteísta y panteísta, es la de un dios alma del mundo; su ciudad ideal, una monarquía regida por un príncipe que la gobierne con las virtudes sociales, que en el fondo son las mismas que un sabio ha de adquirir y ejercitar en su vida personal. Quizá nadie llegue a ser sapiens, como lo fue Sócrates y en cierto modo Catón el Joven y se propuso serlo Séneca, a la vez que intentaba encaminar por esa senda a sus discípulos y amigos. Pero en la escuela de las dificultades con que pueda encontrarse un aprendiz de sabio se fortalecerá su espíritu. La política es servicio, las letras cobran todo su sentido como propedéutica de la filosofía, y ésta no sólo no se halla reñida con la acción, sino que es lo que le da una plenitud de sentido. Y si las circunstancias no permiten actuar, e incluso «si alguien le tapa la boca» al sabio, Séneca recomienda que actúe con su silencio y con su ejemplo: «Numquam inutilis est opera ciuis boni: auditus uisusque, uultu, nutu, obstinatione tacita incessuque ipso prodest» («Nunca es inútil la acción de un buen ciudadano: se le oye, se le ve, con su ademán, con sus gestos, con su callada firmeza y con su mismo modo de estar sirve a la comunidad»). Es aconsejable que se alternen el ocio ilustrado y virtuoso —pensamiento, letras— con la acción. También es un modo de acción social: «nunca están tan cortados todos los caminos que no haya lugar para un obrar honesto». La obra literaria de séneca Quintiliano dice que Séneca escribió discursos, poemas (carmina), diálogos y epístolas. Algunas de sus obras se han perdido. Por ejemplo, los Libros de filosofía moral, que el propio autor menciona en algunas de sus epístolas y de los que en el siglo iv el escritor cristiano Lactancio citó algunos pasajes; la Vita patris, de la que por azar se conservan diez líneas; unos estudios sobre Egipto, donde como se ha dicho transcurrió parte de su juventud, y otros sobre la India, de la que sólo tendría noticias de origen literario; el «Tratado de la superstición» y el de «Los remedios de la fortuna», que probablemente correspondían al mismo género literario de los doce escritos que desde el s. v se conocen con el nombre de Diálogos, y algunos escritos más. El profesor de elocuencia y letras que fue Quintiliano hubo de conocer algunas piezas más, principalmente discursos y poemas, de los que después se perdieron las noticias. En manuscritos medievales aparecen otras seudoepigrafías senecanas que no son de confianza. Los poemas que menciona Quintiliano, aparte de algunas composiciones menores que aparecen bajo el nombre de Séneca en antologías, son las ocho Tragedias, de asunto mitológico, contenido filosófico e intención política: los dos Hércules —el Furens y el Oetaeus—, Agamenón, Las Troyanas, Edipo, Fedra y Medea. (Se tiene generalmente por seguro que Octavia, una pretexta de asunto romano, no es de Séneca, aunque la filosofía que en ella apunta y ciertos. rasgos estilísticos la aproximan a su pensamiento y a su ideología.) Estas tragedias de Séneca son las únicas obras de este género literario de la antigüedad latina que han llegado completas a las edades posteriores. De ahí la influencia que han ejercido en las literaturas modernas, particularmente en las épocas del Renacimiento y del Neoclasicismo. Las Epístolas a Lucilio reúnen en sus veinte libros ciento veinticuatro cartas que Séneca dirigió a su jovenamigo y discípulo Lucilio, que era procurador imperial en la provincia de Sicilia en aquellos años finales de la vida de Séneca en que se escribieron. En las Noches Áticas de Aulo Gelio, este erudito arcaísta del s. ii d. C. critica unos comentarios literarios de Séneca a Ennio, Virgilio y Cicerón, atribuyéndolos a una carta del libro XXII, lo cual parece probar que el epistolario abarcaba dos libros más de los que se contienen en los manuscritos medievales que lo conservan. Las epístolas son de contenido filosófico y filiación estoica y en gran parte están presentadas como las respuestas del maestro a problemas de orden teórico o práctico —de pensamiento o de conducta— que le habría planteado su joven amigo. En ellas se encierra, de un modo aparentemente asistemático pero en realidad muy coherente, la peculiar versión del estoicismo que es la filosofía senecana. Constituyen un texto muy romano, no sólo por la frecuente referencia a aspectos de la vida real del autor y del destinatario (viajes, costumbres, personajes, historias, tradiciones, etc.), sino por la seriedad moral y el sentido de la responsabilidad social del sapiens que en ellas se dibuja y por las citas literarias que esmaltan el texto. Bajo el nombre de Diálogos un manuscrito de Montecasino del siglo xi —y otros más tardíos, casi todos relacionados con él— recoge doce monografias senecanas de veinte a treinta páginas cada una. Se ocupan de la providencia de los dioses, de la firmeza del sabio, de la ira (en tres libros), de la felicidad, de la tranquilidad del ánimo, del ocio y de la brevedad de la vida. A esos escritos filosóficos se unen tres epístolas consolatorias dirigidas a una amiga del autor de nombre Marcia, a uno de los secretarios del emperador Claudio, llamado Polibio, y a la propia madre del autor, Helvia. Los dos primeros habían perdido sendos seres queridos y Helvia sufría por el destierro en Córcega de su hijo, condenado al exilio por orden de Claudio. Estos diálogos estaban reunidos en un corpus que llevaba ese nombre ya en el siglo v d. C. Habían sido compuestos por su autor en diversas fechas, entre los años 40 y 63 d. C. Un carácter similar, en cuanto a la orientación filosófica, pero diferente en su estructura literaria, tienen los dos tratados Sobre la clemencia y Sobre las buenas obras o De beneficiis. El primero se componía de dos libros de los que uno se conserva entero y del otro sólo los primeros capítulos. Es un escrito más de filosofía política que de filosofía social o general. Se expone en él una doctrina política monárquica que es la explicación —y justificación— filosófica de la forma de estado en que realmente se había transformado desde los días de Augusto la antigua república del senatus populusque romanus. Es también el programa político que el filósofo ofrecía a Nerón, desarrollado en gran parte bajo la forma literaria de un largo discurso destinado al entonces joven príncipe, tan prometedor en los comienzos de su reinado. Los siete libros De beneficiis son en realidad un tratado de ética. El intercambio de «beneficios» —buenas acciones, favores, servicios— es el fundamento del orden social. Justifican al poderoso, honran al individuo y crean útiles y meritorios lazos sociales que vigorizan y enriquecen la vida de las comunidades humanas. Hay en esta obra un análisis técnico de la ética personal y social, con la terminología de los griegos vertida al latín, pero con una constante aplicación a la vida práctica, a veces con apólogos y mucho más frecuentemente con anécdotas reales y exempla, sacados de la historia de Roma más que de la helénica, con especial insistencia en hechos y personajes contemporáneos o de una generación próxima a la del autor, como era la de Augusto. Quizá el libro VII de esta obra sea un complemento añadido al conjunto de los seis anteriores, que no por ello dejarían de haber sido escritos en los últimos años de la vida de Séneca. Por azares de la tradición, favorecidos porque quizá juntos formaban un corpus de extensión parecida al de los diálogos, a los dos bloques de las Cartas a Lucilio y a otros escritos que debieron de pasar de volumen a códice en los siglos iv o v, los dos tratados De clementia y De beneficiis se encuentran juntos en los manuscritos. Los libros Sobre la naturaleza, que habrían sido siete u ocho según se los cuente, son un importante tratado de filosofía natural, o de «física» según la entendían los sabios antiguos. Todos los fenómenos y realidades físicas que hay en la naturaleza y que son estudiados por sabios y filósofos se distribuyen en tres grandes bloques o secciones. «Todo estudio del universo se divide en tres partes, la que se ocupa de las cosas y fenómenos del cielo (caelestia) —astros, cometas, etc.—, la que trata de lo que hay entre el cielo y la tierra (sublimia) —nubes, lluvias, nieves, vientos, etc.— y la de las cosas de la tierra (terrestria) —aguas, tierras, árboles, plantas, etc.—». No es una obra de ciencia en el sentido moderno de la palabra, sino filosófica, que en el examen de los diversos fenómenos de la naturaleza sigue los sucesivos escalones de la observación —inductivo—, de la búsqueda de las causas —dialéctico— y el propiamente filosófico de la consideración global de todas esas realidades como elementos que se integran en la unidad del cosmos, que finalmente es gobernado por la providencia de los dioses, llámesela como se la quiera llamar. Hay, por último, entre los escritos de Séneca una pieza singular, sin paralelo en la literatura romana conocida. Es un escrito breve, de menos de veinte páginas, satírico, cruel, divertido y de más que dudoso gusto por tratarse de la burla sarcástica de un muerto, que si bien había tenido desterrado a Séneca durante varios años, luego le había hecho volver para que fuera nada menos que el preceptor del príncipe que sería llamado a sucederle, el famoso Nerón. Ese escrito es el Ludus o Juguete cómico sobre la muerte del «divino» emperador. Muerto Claudio por obra o instigación de su esposa Agripina, se había celebrado una «apoteosis», o proclamación de su condición divina como se había hecho con Julio César y con Augusto, sin que Séneca, entonces tan influyente, se opusiera a la sacrílega ceremonia. Conocido este escrito con el nombre de Apocolocintosis o transformación en calabaza del divino Claudio, probablemente se titulaba Sátira de la apoteosis del divino Claudio o Juguete cómico («ludus») sobre la muerte de Claudio. Los manuscritos medievales de esta tan extravagante obra son muy numerosos, y se remontan a un origen común. Probablemente se conservó por azar el que seria su arquetipo. Y en ciertos escritorios de los siglos xi a xv el Ludus pudo ser de interés por su desenfadado estilo satírico y su cruel burla de las historias de los dioses: todo ello graciosa y alegremente narrado en esa anárquica sucesión de prosa y verso del género al que, desde Varrón, el gran erudito contemporáneo de Cicerón, llamaron los romanos «sátira menipea». Antonio Fontán Los viajes y las lecturas Hace bien Lucilio en no aficionarse a los viajes y mantener residencia fija. Otro tanto debe hacer con las lecturas: seleccionar entre los mejores autores (1-2). Diversos ejemplos lo confirman (3). Cada día se ha de escoger de las lecturas una máxima (4). La de hoy tomada de Epicuro dice que no es pobre el que tiene poco, sino el que ambiciona más (5-6). Por las nuevas que me das y las que escucho de otros, concibo buena esperanza de ti: no vas de acá para allá ni te inquietas por cambiar de lugar, agitación ésta propia de alma enfermiza: considero el primer indicio de un espíritu equilibrado poder mantenerse firme y morar en sí[1]. Mas evita este escollo: que la lectura de muchos autores y de toda clase de obras denote en ti una cierta fluctuación e inestabilidad. Es conveniente ocuparse y nutrirse de algunosgrandes escritores, si queremos obtener algún fruto que permanezca firmemente en el alma[2]. No está en ningún lugar quien está en todas partes. A los que pasan la vida en viajes les acontece esto: que tienen múltiples alojamientos y ningunas amistades. Es necesario que acaezca otro tanto a aquellos que no se aplican al trato familiar de ingenio alguno, sino que los manejan todos al vuelo y con precipitación. El cuerpo no aprovecha ni asimila el alimento que expulsa tan pronto como lo ingiere; nada impide tanto la curación como el cambio frecuente de remedios; no llega a cicatrizar la herida en la que se ensayan las medicinas; no arraiga la planta que a menudo es trasladada de sitio; nada hay tan útil que pueda aprovechar con el cambio. Disipa la multitud de libros; por ello, si no puedes leer cuantos tuvieres a mano, basta con tener cuantos puedas leer. «Pero», argüirás, «es que ahora quiero ojear este libro, luego aquel otro». Es propio de estómago hastiado degustar muchos manjares, que cuando son variados y diversos indigestan y no alimentan. Así, pues, lee siempre autores reconocidos y, si en alguna ocasión te agradare recurrir a otros, vuelve luego a los primeros. Procúrate cada día algún remedio frente a la pobreza, alguno frente a la muerte, no menos que frente a las restantes calamidades, y cuando hubieres examinado muchos escoge uno para meditarlo aquel día. Esto es lo que yo mismo hago también; de los muchos pasajes que he leído me apropio alguno. El de hoy es éste que he descubierto en Epicuro (pues acostumbro a pasar al campamento enemigo no como tránsfuga, sino como explorador): «cosa honesta —dice— es la pobreza llevada con alegría»[3]. Mas no es pobreza aquella que es alegre; no es pobre el que tiene poco, sino el que ambiciona más. Pues, ¿qué importa cuánto caudal encierre en su arca, cuánto en sus graneros, cuánto ganado apaciente o cuántos préstamos haga, si codicia lo ajeno, si calcula no lo adquirido, sino lo que le queda por adquirir? ¿Preguntas cuál es el límite conveniente a las riquezas? Primero tener lo necesario, luego lo suficiente. [1] Se establece así una relación con la epístola anterior: allí vindicare se sibi, aquí secum morari. Precisamos de la tranquilidad y de la reflexión íntima como antídoto frente a la agitación de los viajes. De ahí la necesidad del estudio (cf. G. Scarpat, Lettere..., págs. 43-44). [2] «Este consejo excluye la práctica de la doxografía», entendiendo por «doxografía» el resumen de la doctrina de los filósofos griegos, realizado por los autores antiguos (P. Grimal, Sénèque ou la conscience..., página 21). Séneca ha leído, y mucho, a los propios autores clásicos. [3] Epicuro, cual gran maestro, suministra la máxima con que fortalece a Lucilio en el aprendizaje de la pobreza: Usener, Epicurea, Leipzig, 1887, frag. 475. No es preciso que la máxima sea cita literal, responde al sentido. Séneca, que leyó asiduamente las obras de Epicuro, se apropia sus ideas «con finalidad psicológica» (A. Traina, Lo stile..., pág. 116). Elección de los amigos[1] El verdadero calificativo de amigo lo merece aquel a quien, después de haberle juzgado digno de tal nombre, le confiamos los secretos como a nosotros mismos (1-3). Se han de evitar los extremos de confiarse a cualquiera o de no hacerlo a nadie (4). Análogamente hay que evitar tanto la excesiva actividad como la quietud permanente (5-6). Encomendaste a tu amigo, según me escribes, unas letras para que me las entregase; luego me adviertes que no comparta con él todos tus asuntos, porque ni siquiera tú mismo acostumbras a hacerlo: así en la misma carta le proclamas amigo y niegas que lo sea. Por consiguiente, si has hecho un uso, por así decirlo, corriente de ese término preciso, y le llamas amigo del mismo modo que calificamos como «hombres de bien» a todos los candidatos, que saludamos como «señores» a quienes encontramos, si no recordamos su nombre, dejémoslo correr. Pero si consideras amigo a uno en quien no confías en la misma medida que en ti mismo, te equivocas de medio a medio y no has valorado con justeza la esencia de la verdadera amistad. Tú, al contrario, examina todas las cosas con el amigo, pero antes que nada a él mismo: una vez contraída la amistad hemos de confiarnos, antes de contraerla hemos de juzgar. Mas invierten el orden de su actuación quienes, en contra de los principios de Teofrasto, juzgan después de haberse encariñado, en vez de encariñarse después de haber juzgado[2]. Reflexiona largo tiempo si debes recibir a alguien en tu amistad. Cuando hayas decidido hacerlo, acógelo de todo corazón: conversa con él con la misma franqueza que contigo mismo. En todo caso, vive tú de tal manera que no te confíes a ti nada que no puedas confiar incluso a tu enemigo; pero ya que sobrevienen ciertas situaciones que por costumbre se mantienen en secreto, comparte con tu amigo todas tus cuitas, todos tus pensamientos. Le harás fiel, si le consideras fiel, pues algunos le enseñan a engañar, temiendo ser engañados y con sus sospechas le otorgan el derecho a ser infiel. ¿Qué motivo tengo para ocultar alguna noticia en presencia de mi amigo?, ¿qué motivo para no considerarme solo en presencia de él? Algunos cuentan a quienes les salen al paso lo que sólo a los amigos ha de confiarse y largan a los oídos de cualquiera cuanto les atormenta; otros, por el contrario, se resisten a la confidencia incluso con los más queridos y, como gente que, si pudiese, ni siquiera confiaría en sí, ocultan en su interior todo secreto. Ni lo uno ni lo otro ha de hacerse; pues ambas cosas son defectuosas: lo mismo el fiarse de todos, como el no fiarse de nadie; ahora bien, lo primero lo calificaría de vicio más honesto; lo segundo, de más seguro. Análogamente debes reprender a estas dos clases de hombres: los que están siempre agitados y los que siempre se hallan ociosos[3]. Porque no es actividad industriosa la que se goza en el tumulto, sino agitación de mente inquieta; ni es reposo el que considera molesto todo movimiento, sino apocamiento y molicie. Así, pues, deberás grabar en tu mente esta máxima que leí en Pomponio[4]: «Algunos hasta tal punto se refugian en la oscuridad que consideran confuso cuanto es luminoso». Han de combinarse entre sí ambos extremos: debe obrar el que está ocioso y reposar el que obra. Consulta con la naturaleza: ella te indicará que tanto el día como la noche son obra suya. [1] En esta epístola, el amigo en cuestión sirve de vehículo, más que para definir la amistad, para introducir en ese tema, que desarrollará en otras cartas, por ejemplo en la 6.ª y en la 9.ª. En realidad se trata de un amigo a medias, ya que debe mantener con él sus reservas (cf. Grimal, Sénèque ou la conscience..., pág. 442). [2] En esta frase atribuida a Teofrasto se encuentra el pensamiento central de la epístola: uno no debe juzgar cuando ya tiene al amigo, sino haber juzgado para decidir tal amistad. Con todo, esta sentencia no aparece en ninguno de los escritos conservados del que fue discípulo y sucesor de Aristóteles en la dirección del Liceo (cf. Scarpat, Lettere..., páginas 59 y 64). [3] Como en el caso de la amistad, hay que evitar los extremismos de la excesiva cautela y de la nimia credulidad; así en toda ocupación hay que seguir la vía media entre los excesos de la actividad y de la calma. La propia naturaleza indica el tiempo de trabajo y reposo. [4] A juicio de Scarpat, aquí no parece que se trate de Pomponio el de Bolonia, célebre escritor de atelanas que floreció entre el 100 y el 80 a. C., como pensaron los editores más antiguos, sino de Pomponio Segundo, tragediógrafo y gramático de la edad de Claudio y, por lo mismo, más al alcance de Séneca para valorarlo (cf.Lettere..., pág. 69). En la misma línea abunda Reynolds (cf. L. A., Senecae ad Lucilium... I, pág. 5, n. 13). Evitar la singularidady limitar los deseos Importa mejorarse cada día, evitando la extravagancia (1-2). Busquemos una moderación conforme a la naturaleza (3-4). La filosofía pide frugalidad, no desaliño. Igual a los demás en el porte exterior, el filósofo debe ser espiritualmente distinto (5-6). Máxima de Hecatón: suprimiendo los deseos se ahuyenta el temor, sin angustiarse por el pasado ni por lo venidero (7-9). Que tú, dejados todos los asuntos, te apliques con tenacidad y te esfuerces en la sola tarea de hacerte cada día mejor, lo apruebo y me complazco en ello, y no sólo te animo a que perseveres, sino que además te lo ruego[1]. Mas te prevengo que no tomes ciertas actitudes que llamen la atención en tu porte o en tu forma de vivir, como hacen aquellos que no desean el progreso espiritual, sino la admiración. El porte descuidado, el cabello sin cortar, la barba un tanto desaliñada, una declarada aversión a la vajilla de plata, el jergón colocado en tierra y cualquier otra singularidad que persiga la ostentación por camino equivocado, debes evitarlo[2]. Bastante odioso resulta el propio nombre de filosofía, aunque la practiquemos con discreción: ¿qué no sucedería si comenzáramos a separarnos de las costumbres humanas?[3] Que en nuestro interior todo sea distinto, pero que el porte externo se adecúe con la gente. La toga que no deslumbre de blancura, pero que tampoco esté sucia; no poseamos vajilla de plata en la que se haya incrustado el cincelado de oro macizo, pero no pensemos que es indicio de frugalidad vernos privados de oro y plata. Actuemos así: sigamos una vida mejor que la del vulgo, no la contraria; de otra suerte, a quienes deseamos corregir los ahuyentamos de nosotros y nos los enemistamos; y conseguimos también esto: que no quieran imitar nada de lo nuestro, por cuanto temen que hayan de imitarlo todo. Esto es lo primero que garantiza la filosofía: sentido común, trato afable y sociabilidad[4], objetivo éste del que nos separará la desemejanza. Cuidemos que estas cosas, con que pretendemos conseguir la admiración, no sean extravagantes y odiosas. Por supuesto nuestro propósito es vivir conforme a la naturaleza, y va contra la naturaleza torturarse el cuerpo, desdeñar el fácil aseo, buscar el desaliño y servirse de alimentos no sólo viles, sino repugnantes y groseros. De la misma manera que apetecer cosas refinadas supone voluptuosidad, así rehuir las corrientes y asequibles sin gran dispendio supone desatino. La filosofía exige frugalidad, no castigo; además, puede existir una frugalidad sin desaliño. Esta medida me complace: moderar la vida en medio de las buenas costumbres públicas; que todos no sólo contemplen nuestra vida, sino que la aprueben. «En conclusión, ¿qué?, ¿haremos lo mismo que los otros?, ¿no habrá diferencia alguna entre nosotros y ellos?». Muchísima: sepa que somos diferentes de la gente quien nos examine más de cerca; el que entre en nuestra casa admire más nuestra persona que nuestro ajuar. Es noble aquel que usa la vajilla de barro del mismo modo que la de plata, y no lo es menos el que emplea la de plata al igual que la de barro; propio de un espíritu pusilánime es no poder soportar las riquezas. Mas voy a compartir contigo también el pequeño lucro de este día. He hallado en los escritos de nuestro Hecatón que la supresión de los deseos aprovecha a la par como remedio del temor. Afirma: «Si dejas de esperar, dejarás de temer»[5]. Me objetarás: «¿Cómo sentimientos tan dispares corren parejos?». Así es, querido Lucilio; aunque parezcan ser contradictorios, van unidos. Igual que una misma cadena une al preso y al soldado que lo guarda, así esos sentimientos que son tan diferentes marchan a la par: el miedo sigue a la esperanza. Ni me admiro que ambos discurran así: uno y otro son propios de un espíritu indeciso, uno y otro propios de un espíritu ansioso por la expectación del futuro. Pero la causa más profunda de lo uno y de lo otro es que en lugar de acomodarnos a la situación presente proyectamos nuestros pensamientos en la lejanía. Por ello, la previsión, el bien máximo de la condición humana, se convierte en un mal. Las fieras huyen de los peligros que ven; una vez los han evitado están seguras: nosotros nos atormentamos por el porvenir y el pasado. Muchos de nuestros bienes nos perjudican, pues el recuerdo hace revivir la angustia del temor, la previsión la anticipa. Nadie está apenado tan sólo por el mal presente. [1] Como en la epístola anterior, la idea de la perseverancia en la mejora del alma, en el esfuerzo por la sabiduría, está también presente en ésta. [2] Este desprecio por las convenciones sociales, propio de los filósofos cínicos, lo alentó asimismo Zenón, el fundador de la Estoa; pero ya Panecio reaccionó en contra. Séneca, si es cierto que no aprueba el refinamiento superfluo de la vida ciudadana, «habla de frugalidad, simplicidad, pobreza, no de suciedad y desorden» (Scarpat, Lettere..., página 93). [3] Grimal cree descubrir aquí la impresión que produjo en Séneca y en otros senadores estoicos la ejecución de Rubelio Plauto, ordenada por Nerón, a instancias de Tigelino. Plauto, varón de costumbres severas, evocaba en su vida la imagen prototípica de Catón (cf. Sénèque ou la conscience..., pág. 225). [4] Es sobre el tema de la sociabilidad, congregatio, frente a los cínicos, sobre el que insiste la epístola. [5] Como otros estoicos y toda la ascética antigua, Hecatón piensa que los deseos y la codicia están en la raíz del temor, del que Séneca quiere liberar a Lucilio. No se han conservado las obras de Hecatón de Rodas, discípulo de Panecio, pero esta cita, como las otras dos en Ep. 6, 7 y 9, 6, sin duda provienen de la lectura directa de los escritos de este filósofo, uno de cuyos tratados puede muy bien ser la fuente principal del De beneficiis de Séneca. Así lo afirma Grimal diciendo que Séneca «nos da a conocer que lee los tratados de Hecatón y que saca máximas dignas de ser meditadas» (Sénèque ou la conscience..., pág. 22). La verdadera amistad. Hay que convivir con el amigo Séneca hace sabedor a Lucilio, su buen amigo, de su progreso espiritual (1-2). La verdadera amistad tiene todos los bienes en común. Por ello Séneca envía a Lucilio sus propios libros con útiles anotaciones, aunque reconoce que es preferible la presencia corporal. Así lo confirman ejemplos de diversos filósofos (3-6). En frase de Hecatón, la amistad consigo mismo es ya un progreso (7). Me doy cuenta, Lucilio, no sólo de que mejoro, sino de que transformo; aunque por el momento ni garantizo ya ni espero que no quede en mí nada que deba experimentar reforma. ¿Por qué no voy a tener muchas tendencias que deban refrenarse, atenuarse, realzarse? Esta es la prueba cabal de un alma perfeccionada: el que descubre los propios defectos que todavía ignoraba; a ciertos enfermos se les felicita cuando advierten que lo están. Así, pues, quisiera compartir contigo el súbito cambio experimentado en mí; entonces comenzaría a tener una confianza más firme en nuestra amistad[1], en aquella amistad auténtica que ni la esperanza, ni el miedo, ni la búsqueda del propio provecho destruyen, en aquella amistad con la que mueren y por la que mueren los hombres. Te recordaré a muchos que no carecieron de amigos, sino de amistad: esto no puede suceder cuando un mismo querer impulsa los ánimos a asociarse en el amor de lo honesto. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Porque bien saben ellos que lo poseen todo en común y más todavía las adversidades. No puedes imaginarte cuán grande es el cambio que cada día me procura a mí. «Comunícame», dices, «también a mí ese medio que has experimentado ser tan eficaz». En cuanto a mí, deseo comunicarte a ti todo; precisamente me complazco en aprender algo a fin de enseñártelo; ni doctrina alguna me deleitaría, por más excelente y saludable que fuese, si tuviera queconocerla solamente yo. Si la sabiduría se me otorgase bajo esta condición, de mantenerla oculta y no divulgarla, la rechazaría: sin compañía no es grata la posesión de bien alguno. En consecuencia, te enviaré mis propios libros, y para que no gastes mucho tiempo buscando por doquier lo que te ha de ser útil, pondré anotaciones para que inmediatamente descubras los puntos que yo apruebo y admiro. Sin embargo, la viva voz y la convivencia te serán más útiles que la palabra escrita; es preciso que vengas a mi presencia: primero, porque los hombres se fían más de la vista que del oído; luego, porque el camino es largo a través de los preceptos, breve y eficaz a través de los ejemplos[2]. Cleantes no hubiera imitado a Zenón, si tan sólo le hubiera escuchado: participó en su vida, penetró en sus secretos, examinó si vivía según sus normas. Platón, Aristóteles y toda la pléyade de sabios que había de tomar rumbos opuestos, aprovecharon más de la conducta que de las enseñanzas de Sócrates; a Metrodoro, Hermarco y Polieno no les hizo hombres prestigiosos la escuela, sino la intimidad con Epicuro. Y no te invito solamente a que aproveches en la virtud, sino a que me seas útil; pues el uno para el otro seremos de grandísimo provecho. Entretanto te daré a conocer, ya que te debo el pequeño obsequio diario, la frase de Hecatón que hoy me ha encantado. Dice así: «¿Me preguntas en qué he aprovechado? He comenzado a ser mi propio amigo»[3]. Mucho ha aprovechado: nunca estará solo. Ten presente que un tal amigo es posible a todos. [1] La transfiguración («metaschematizesthai» en Posidonio) que experimenta Séneca, no puede comunicarla plenamente a Lucilio sólo a través de cartas: necesita su presencia, convivir con él y compartir con el amigo tanto bien. [2] Destaca esta máxima: «el camino es largo a través de los preceptos, breve y eficaz a través de los ejemplos». Lo que confirma a continuación, señalando el comportamiento de Zenón respecto de Cleantes, el de Sócrates respecto de Platón y Aristóteles, y el de Epicuro, a quien hizo célebre su camaradería, contubernium, con Metrodoro, Hermarco y Polieno. [3] Fowler, Hecat., fr. 26. Scarpat —que no cita a Fowler— aduce varios lugares paralelos del Epistolario; 8, 6: «si esto me digo a mí mismo»; 32, 5: «te deseo el dominio de ti mismo», 60, 4: «está vivo quien saca partido de sí» (cf. Lettere..., pág. 125), característicos del lenguaje de la interioridad de que se sirve Séneca en orden a la autoposesión. Rehuir la multitud. Buscar la compañía selecta Lucilio precisa evitar la multitud para que, liberado de su contagio, pueda adelantar en la virtud. Particularmente peligrosos son los espectáculos (1-2). Los combates de gladiadores son horribles y degradantes: se mata por el placer de matar. Ni Sócrates, ni Catón, ni Lelio —cuánto menos nosotros— hubieran evitado el pernicioso ambiente de la turba (3-7). Por ello Lucilio debe buscar el retiro en compañía de los mejores, aunque sean pocos; en todo caso se bastará personalmente a sí mismo. Tres máximas, una de Demócrito, otra anónima, otra de Epicuro, corroboran esta idea (8-12). ¿Preguntas qué es, a mi juicio, lo que debes ante todo evitar? La multitud. No puedes convivir todavía con ella sin peligro. Por mi parte te confesaré mi debilidad: nunca vuelvo a casa con el mismo temple con que salí de ella; algo del equilibrio interior conseguido se altera y reaparece alguna de las pasiones que ahuyenté. Lo que ocurre a los enfermos, a quienes una prolongada debilidad agotó hasta el punto de no poderlos trasladar a parte alguna sin molestias, esto mismo nos acontece a nosotros, cuyo espíritu se está recuperando de una enfermedad crónica. El contacto con la multitud nos es hostil: cualquiera nos encarece algún vicio, o nos lo sugiere, o nos lo contagia sin que nos demos cuenta. Ciertamente, el peligro es tanto mayor cuanto más numerosa es la gente entre la que nos mezclamos. Pero nada resulta tan perjudicial para las buenas costumbres como la asistencia a algún espectáculo, ya que entonces los vicios se insinúan más fácilmente por medio del placer[1]. ¿Qué piensas que intento decirte? ¿Me vuelvo más avaro, más ambicioso, más disoluto? Y hasta más cruel e inhumano porque estuve entre los hombres. Casualmente asistí al espectáculo del mediodía esperando presenciar acrobacias y bufonadas o cualquier entretenimiento en el que los espectadores dejan de contemplar sangre humana. Sucede todo lo contrario[2]: los combates precedentes han sido, en comparación, modelos de misericordia; ahora, suprimidos los juegos, no hay más que puros homicidios. Los combatientes nada tienen con qué cubrirse; expuesto a los golpes todo el cuerpo, nunca atacan en vano. La mayoría prefiere esta competición a la de las parejas ordinarias y favoritas del público[3]. ¿Por qué no la van a preferir? No hay casco ni escudo para esquivar la espada. ¿De qué sirve la protección? ¿De qué la habilidad? Todo ello no es sino un retraso para la muerte. Por la mañana los condenados son arrojados a los leones y los osos, al mediodía a los espectadores. Éstos ordenan a quienes han matado que se enfrenten con quienes les van a matar, y al vencedor lo reservan para la próxima matanza; el resultado de la lucha es la muerte. La acción se lleva a cabo con el hierro y con el fuego. Así se procede mientras la arena queda vacía[4]. «Con todo, fulano cometió un latrocinio, perpetró un asesinato». ¿Entonces, qué? Por haber asesinado mereció sufrir este castigo: mas tú, desgraciado, ¿qué méritos hiciste para contemplar este espectáculo? «¡Mata, azota, quema! ¿Por qué es tan cobarde para lanzarse sobre la espada?, ¿por qué mata con tan poco arrojo?, ¿por qué muere con tanta desgana? Que a golpes se les obligue a herir de nuevo, que los contendientes encajen mutuos golpes en sus pechos desnudos y de frente». El espectáculo se ha interrumpido: «mientras tanto que se degüellen hombres, para que no cese la función». ¡Ea! ¿Ni siquiera comprendéis que los malos ejemplos repercuten en aquellos que los dan? Dad gracias a los dioses inmortales de que el hombre a quien tratáis de enseñar la crueldad no pueda aprenderla[5]. Debe ser apartada de la multitud el alma, débil aún y poco firme en la virtud: fácilmente comparte el sentir de la mayoría. Una multitud de mentalidad contraria hubiera hecho desistir a Sócrates, a Catón y a Lelio de su norma de vida[6]. Con mayor motivo ninguno de nosotros, que tratamos precisamente de modelar nuestro carácter, puede hacer frente al ímpetu de los vicios que se presentan con tan gran acompañamiento. Un solo ejemplo de lujuria o de avaricia causa mucho daño: un camarada afeminado nos debilita y ablanda poco a poco; el vecino adinerado excita nuestra codicia; un compañero malvado contagia su herrumbre a otro, por más puro y sencillo que éste sea: ¿qué crees tú que ocurre con las costumbres que públicamente han sido combatidas? Se impone que imites al vulgo o que lo odies. Mas debes evitar lo uno y lo otro: no hacerte semejante a los malos porque son muchos, ni enemigo de muchos porque son diferentes de ti. Recógete en tu interior cuanto te sea posible; trata con los que han de hacerte mejor; acoge a aquellos que tú puedes mejorar. Tales acciones se realizan a un tiempo y los hombres, enseñando, aprenden. No hay motivo para que la vanidad de proclamar tu talento te empuje hacia la gente para celebrar ante ella tus recitales o controversias; cosa que desearía hicieses si tuvieras la mercancía apropiada para tal público: no hay nadie que pueda entenderte. Quizá alguno acuda, uno que otro, y a ese mismo lo tendrás que modelar e instruir para que te comprenda. «¿Entonces, para quién he aprendido estas cosas?». No debes temer que hayas perdido tu esfuerzo, si aprendiste para ti. Con todo, para que no suceda que haya aprendido en este día para mí solo,te comunicaré las tres bellas máximas que sobre un mismo tema me han venido a mano, de las cuales una te la pagará como deuda esta epístola; recibe las otras dos como anticipo. Dice Demócrito: «Uno es para mí como un pueblo, y un pueblo como uno solo»[7]. Bien respondió aquel, quienquiera que fuese —pues se discute acerca del autor—, cuando se le preguntaba a qué venía tanta precisión en una doctrina que muy pocos iban a entender: «para mí son suficientes unos pocos, es suficiente uno solo y suficiente ninguno». Esto último lo expresó bellamente Epicuro, cuando escribía a uno de sus compañeros de estudio: «esto lo digo no para muchos, sino para ti; pues somos un público bastante grande el uno para el otro»[8]. Tales pensamientos, Lucilio querido, debes conservarlos en tu espíritu para que puedas desdeñar el placer que proviene del aplauso de la mayoría. Muchos te alaban: ¿acaso tienes motivo para lisonjearte de ti, si eres tal que muchos pueden entenderte? Que tus buenas cualidades busquen el aplauso interior. [1] Rehuir la multitud y los espectáculos públicos que, en este caso, se concretan en los del anfiteatro, le es indispensable al aspirante a la sabiduría, por cuanto los malos ejemplos que allí se dan estimulan al vicio. Si, como pretende Scarpat, no ya el § 5, sino que «toda la carta está escrita pensando en Nerón» (Lettere..., pág. 130), Séneca trataría con ella de amonestar a los responsables para que no diesen pábulo a la crueldad de Nerón. De hecho el filósofo, cuando fue ministro del Príncipe, influyó para suavizar los espectáculos, impidiendo que nadie, aunque condenado, fuese allí ejecutado. [2] Los espectáculos del anfiteatro se desarrollaban en dos tiempos: por la mañana tenían lugar las luchas de bestias feroces entre sí, o con los gladiadores (bestiarii); por la tarde combatían sólo los gladiadores. A mediodía quedaban interrumpidas las competiciones, y el público se entretenía con representaciones de teatro, con danzas o con exhibiciones gimnásticas. Pero, con frecuencia, la turba exigía luchas todavía más crueles. Este es el caso al que alude Séneca. Sobre el tema puede consultarse J. Guillén, Urbs Roma, II, Salamanca, 1978, págs. 351-360; 365-368. [3] Se trataba de parejas que combatían así, según unas normas establecidas, y que, por ser particularmente famosas, las reclamaba el público al emperador, quien a veces accedía a la competición a título de espectáculo extraordinario. [4] Es decir, mientras está interrumpido el espectáculo, ya que arena hay que entenderla como contenido (público) más que como continente (cf. Scarpat, Lettere..., pág. 145). [5] Sobre esta frase en la que se alude claramente a Nerón, cf. Introducción, 5, 6: «El estoicismo renovado», págs. 69-70. Constituye el punto central de la epístola. Séneca desea que Nerón no se deje llevar de los malos ejemplos, que siempre redundan en quienes los han provocado, en los organizadores y responsables de tantas escenas de crueldad. [6] Personajes celebérrimos por su ejemplaridad, citados a menudo por Séneca como dechados de virtud. Sócrates, ya citado en la Ep. 6, 6, será mencionado catorce veces. El nombre de Catón de Útica aparecerá en muchos más pasajes, treinta en total, presentado como modelo de sabio estoico, cuyos rasgos a imitar quedan jalonados a lo largo de todo el Epistolario. A Lelio se le cita en seis ocasiones. En los dos primeros destaca más la austeridad de vida; el tercero, llamado sapiens, se muestra más accesible. [7] Diels-Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, 10.ª ed., Berlín, 1960-1961, fr. 302 a. Es Demócrito de Abdera, que en ética predicaba la moderación de los deseos y la sobriedad como vía para llegar a la serenidad del alma. [8] Usener, Epicur., fr. 208. Cf. asimismo la máxima semejante de Heráclito: «uno vale para mí diez mil, si es óptimo» (Diels-Kranz, op. cit., fr. 49 de Heráclito). En su retiro el sabio es útil a la comunidad El retiro de Séneca será fecundo en interés de sus coetáneos y de la posteridad (1-2). Enseñará a los demás el recto camino y a rechazar los falaces dones de la fortuna (3-4). Las necesidades corporales deben subordinarse a las exigencias del espíritu. Así ocupado, el sabio es más útil a los otros que si desempeñase cargos públicos (5-6). Frase de Epicuro sobre la filosofía como medio para alcanzar la libertad. No es un pensamiento privativo de Epicuro, sino del dominio público; por ello cita otras máximas, de Publilio y hasta del mismo Lucilio (7-10). «¿Eres tú», me replicas, «quien me exhorta a evitar la multitud, buscar el retiro y atenerme a mi conciencia?, ¿dónde quedan aquellos preceptos vuestros que ordenan morir en medio de la acción?». ¿Cómo?, ¿crees que te aconsejo la indolencia? Me escondí y cerré las puertas con el fin de poder ser útil a muchos[1]. Ningún día transcurre para mí inactivo; reservo al estudio parte de la noche; no me entrego al sueño sino que me rindo a él y trato de mantener despiertos los ojos fatigados por la vigilia y que desfallecen en la brega. Me he apartado no sólo de los hombres, sino de los negocios y principalmente de mis negocios: me ocupo de los hombres del futuro. Redacto algunas ideas que les puedan ser útiles; les dirijo por escrito consejos saludables, cual preparados de útiles medicinas, una vez he comprobado que son eficaces para mis úlceras, las cuales, si bien no se han curado totalmente, han dejado de agravarse. El recto camino que descubrí tardíamente, cansado de mi extravío, lo muestro a los demás. Proclamo a gritos: «evitad cuanto complace al vulgo, cuanto el azar nos procura; manteneos desconfiados y recelosos de todo bien fortuito: tanto una fiera como un pez son engañados por el cebo que les atrae. ¿Consideráis esto regalos de la fortuna? Son emboscadas. Cualquiera de vosotros que desee pasar la vida en paz debe evitar en la medida de lo posible estos beneficios pegajosos que lastimosamente nos engañan también en esto: en que creemos poseerlos y quedamos sujetos a ellos. »Esta carrera conduce al precipicio. El término de esta vida encumbrada es la caída. Luego que la prosperidad comienza a empujarnos fuera de camino, no es posible detenernos o, al menos, hundirnos con la nave derecha, o de una sola vez. La fortuna no nos derriba, sino que nos va volteando y nos estrella. »Mantened, por lo tanto, esta sana y provechosa forma de vida: que concedáis al cuerpo cuanto es suficiente para la buena salud. Se le ha de tratar con bastante dureza, para que no se someta al espíritu con rebeldía: que el alimento calme el hambre, que la bebida apague la sed, que el vestido aleje el frío, que la casa sea defensa contra las inclemencias del tiempo. Nada importa que sea el césped o el mármol jaspeado de país extranjero lo que la haya erigido: sabed que al hombre lo protege igualmente la paja que el oro. Despreciad todo aquello que un esfuerzo inútil pone como adorno y decoración; pensad que nada, excepto el alma, es digno de admiración, para la cual, si es grande, nada hay que sea grande»[2]. Si esto me digo a mí mismo y lo transmito a la posteridad, ¿no te parece que soy más útil que cuando comparezco en juicio en calidad de defensor, o cuando imprimo el sello en las tablillas de un testamento[3], o cuando con mis palabras y actitud apoyo en el senado a un candidato? Créeme, los que pasan por no hacer nada realizan actos más importantes, se ocupan a un tiempo de lo humano y lo divino. Pero debo ya poner fin y, como lo he decidido hacer, pagarte algo en esta epístola. No lo tomaré de mi repuesto; estoy compilando todavía a Epicuro, de quien en el día de hoy he leído este aforismo: «para que alcances la verdadera libertad conviene que te hagas esclavo de la filosofía»[4]. No hace esperar de un día para otro a quien se sometió y entregó a ella; en seguida queda emancipado; porque ser esclavo de la filosofía es precisamente
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