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Paisajes de la infancia - Herminio Domingo Palomares

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Prólogo
 
En la era de la globalización, las migraciones amplían la diversidad de rutas, situaciones
y trayectorias humanas. El éxodo del campo a la ciudad sigue siendo una constante, pero
también se transita de una urbe a otra y los asentamientos adquieren mayor inestabilidad.
Aunque existen razones políticas –regímenes dictatoriales y represivos, conflictos
bélicos–, los motivos son básicamente de índole económica: se buscan nuevas
oportunidades de trabajo y bienestar personal, un sueño largamente acariciado y, con
frecuencia, un tanto idealizado.
En apenas una década, España se ha convertido en uno de los países europeos con un
mayor índice de población inmigrante, muy desigualmente distribuida en las distintas
Comunidades Autónomas, e incluso en el interior de cada una de ellas, aunque la crisis
económica ha frenado este proceso. La cuestión inmigratoria se ha convertido en uno de
los principales focos de atención mediática, análisis, investigación e intervención
sociocomunitaria. La cantidad de noticias, informes, diagnósticos y propuestas al
respecto es ingente. Posiblemente, el estudio de la inmigración, de las minorías étnicas y
de la diversidad cultural sea el ámbito social que polariza una mayor dedicación.
En el campo específico de la educación, los focos de análisis se han centrado en la
acogida, la convivencia y el rendimiento del alumnado. No es precisamente en la
institución escolar donde se han disparado las alarmas más preocupantes, a pesar de que
se han detectado mecanismos de selección y exclusión educativa llamativos o sutiles, y
que en las últimas encuestas se han incrementado las opiniones racistas o xenófobas por
parte del alumnado, sobre todo de Secundaria. Detrás de expresiones como «yo no soy
racista» o «los racistas son los otros» se esconden prejuicios y estereotipos que revelan
miedos y resistencias hacia lo diferente y lo desconocido, como resultado de la
ignorancia que provoca la segmentación y el aislamiento social.
La destrucción de empleo y el aumento del paro es un terreno abonado para los
discursos xenófobos. El ascenso de los partidos de extrema derecha es un hecho palpable
en muchos lugares y puede serlo también en algunas Comunidades Autónomas, como
Cataluña, donde una de estas formaciones, que propugna la expulsión directa de los
inmigrantes con el argumento de que no hay lugar ni recursos para tanta gente, va
adquiriendo cierto protagonismo. Pero también otros partidos políticos, más
comprensivos y tolerantes con la inmigración en tiempos de bonanza –porque sabido es
que los ingresos para la Seguridad Social derivados de su trabajo eran superiores a las
prestaciones sociales que aquella ofrecía– están bajando la guardia en el reconocimiento
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de su derecho de ciudadanía y en las políticas de diversidad cultural. Aún existen y se
reproducen demasiados guetos –sin llegar a la situación de otras ciudades como París,
Londres, Nueva York o San Francisco–, y la estrategia dominante apuesta claramente
por la asimilación. Hay, ciertamente, iniciativas muy loables auspiciadas por algunos
gobiernos locales, ONG y redes sociales, que apuestan decididamente por el diálogo y la
convivencia intercultural, pero sus avances no son cuantitativa ni cualitativamente
poderosos para compensar los tibios discursos dominantes y las políticas sociales
demasiado erráticas.
El camino de la interculturalidad apela a una revolución de las conciencias
individuales y colectivas, donde el rigor de la reflexión ética se articule con la asunción
de nuevos comportamientos, actitudes y prácticas solidarias. Para comprender que es
imprescindible el respeto a la diferencia; pero que todavía lo es más entender que somos
más iguales que diferentes. Por eso se agradecen todos los programas y recursos que
apuntan en esta dirección: como es el caso de este sólido libro que nace como resultado
de los trabajos llevados a cabo en un Taller de Interculturalidad, coordinado por el Grup
de Recerca en Educació Intercultural (GREI) y realizado en la Universitat de les Illes
Balears durante el curso 2007-2008, con la participación de profesores, estudiantes,
extranjeros residentes y no residentes, y voluntarios de organizaciones sociales. Un
material que contiene dieciséis relatos autobiográficos referidos a inmigrantes de países
africanos, asiáticos, del Este y de otras Comunidades Autónomas, que cuentan su
infancia y juventud hasta que llegan a Mallorca, su lugar de acogida, con datos
personales de cada autor y de cada país de origen; y que se complementa con actividades
didácticas sobre los propios relatos y cuadros de datos, con el propósito de identificar los
escenarios comunes y diferentes, agrupados en nueves núcleos temáticos: desde los
movimientos migratorios en busca de una vida mejor y el contexto del que procede el
autor del relato hasta el reconocimiento de la diversidad cultural desde el propio entorno,
el camino de la supervivencia, la vida cotidiana y la diversidad lingüística y cultural.
La mayoría de los autores de los relatos llegaron a Mallorca a finales del siglo pasado
y principios de este y, sorprendentemente, la mayoría de ellos poseen estudios
superiores. Una circunstancia llamativa que puede ser atribuida a la muestra elegida –
quizá no muy representativa, aunque ignoro los criterios de selección– o que contradice
el tópico de que las personas inmigrantes disponen de escaso capital cultural y que son
cada vez más diversas. En este, como en otros puntos, las cosas son bastante más
complejas. Por lo que cuentan, su experiencia de inmigración es bastante o muy positiva
en la mitad de los casos: «Me ha hecho creer en mí y en mi capacidad para afrontar
situaciones difíciles. Me ha resultado muy interesante conocer gente de muchas partes
del mundo»; «El que emigra una vez se convierte en emigrante el resto de su vida y
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ciudadano del mundo». Pero otras veces persiste la sensación de pérdida y desarraigo:
«Siempre me persigue el sentimiento de que he abandonado mi tierra, a mi familia»;
«Añoro mi país, pero no puedo volver mientras no tenga regularizados mis papeles».
También emergen las visiones ambivalentes: «El proceso de adaptación ha supuesto un
gran desgaste psicológico y un enriquecimiento enorme»; «No estoy a favor de la
inmigración, a pesar de que se pueda hablar de éxito en mi caso. Creo que el problema
de la inmigración no es tanto el abuso que de ella se pueda hacer, por ser una mano de
obra barata, sino la ignorancia que la sociedad de acogida tiene en cuanto a lo que los
inmigrantes podrían aportar».
En estos retazos de historias de vida fluyen recuerdos, imágenes, sensaciones y
percepciones. Experiencias intensas, expuestas de manera diáfana y atractiva –
simplemente descritas y a vueltas reflexionadas– que proporcionan un material excelente
para que el alumnado pueda conocer y contextualizar la extraordinaria diversidad
cultural. Así se relata el lugar preeminente que ocupan los abuelos, a menudo
autodidactas y con una extraordinaria cultura oral, en la socialización de la infancia: «A
mi abuela le debo mis sueños por conocer la Amazonía». El amor y la gratitud con la
madre: «Ella fue mi heroína en la niñez y lo será siempre». La separación de los padres,
el trauma de la despedida: «Lo más feo de la emigración es dejar los afectos», y la
emoción del reencuentro. Los cuentos aprendidos en momentos de trabajo y reposo. Las
primeras aventuras con las palabras. Los libros leídos que dejaron marcas imborrables.
La importancia del género manga en Japón. La grisura de la infancia en un país
socialista, compensada por una buena educación, o la infancia muy feliz: «Creo que los
niños de todas las partes tienen una enorme capacidad para ser felices ignorando las
condiciones adversas. Eso sí, si no pasan hambre y no sufren malos tratos». Las fiebres y
enfermedades. Algunos lugares mágicos, como el gallinero: «El lugar de mis grandes
descubrimientos sobre la anatomía de las gallinas, patos, palomas y de las niñas que
venían a jugar conmigo»; el río, donde secelebraban los grandes rituales; la calle, el sitio
más divertido del mundo; o la biblioteca: «Durante toda mi vida escolar fue mi
educación verdadera, la entrada al mundo desconocido». La ceremonia de la
circuncisión. El paso de las estaciones en el mundo rural y la importancia de las lluvias
para seguir adelante. La contemplación de la primera llegada del hombre a la Luna en
una pantalla en blanco y negro. Los tifones, tsunamis y terremotos. Las creencias y
prácticas religiosas musulmanas, cristianas y budistas. Las decisiones que hay que tomar
a lo largo de la vida. La tortura de una travesía en barco con dos piezas emblemáticas del
equipaje del emigrante español: la máquina de coser Singer y el baúl con la ropa de toda
la familia. Las palmeras del oasis y otros muchos paisajes. Los miedos y las estrategias
para superarlos. La importancia y la autoridad de los maestros africanos: «Eran tan
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grandes que sus colegas europeos se hubieran quedado estupefactos».
Recuerdos de juegos en tiempo de ocio, de tareas escolares y de mil incidencias de la
vida cotidiana que conforman un sugerente escenario multicolor trufado de sentimientos,
valores, conocimientos, decepciones y sueños. Un mundo que estos dieciséis inmigrantes
nos regalan para reforzar la cercanía y el diálogo intercultural. Para rescatarlos de una
memoria que nos ayuda a convivir en una sociedad más justa y plural. Porque, como
dice una de las autoras, «vivir sin memoria es como vivir sin alma, por eso, desde que
descubrí el milagro de la infancia, me he resistido a crecer».
 
JAUME CARBONELL SEBARROJA
director de Cuadernos de Pedagogía
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Introducción
 
1. El desplazamiento del mundo
 
Se habla mucho últimamente de multiculturalismo, como si de algún fenómeno reciente
se tratara. La intensidad con la que se están produciendo en las últimas décadas los
movimientos migratorios tal vez nos impida reconocer que estos hechos se dan desde
siempre. La historia de la humanidad es la historia de sus migraciones de un extremo al
otro del planeta. Somos seres multiculturales y siempre lo fuimos. Cada ser humano es el
resultado de las innumerables mezclas genéticas y culturales producidas tras los
encuentros entre grupos diferentes a lo largo de la historia.
Hemos de reconocer, no obstante, que desde los últimos años del siglo pasado
estamos inmersos en una situación nueva que nos obliga a planteamientos y abordajes
también nuevos.
Dos fenómenos de especial trascendencia se entrecruzaron en una misma fecha –9 de
noviembre de 1989–: la caída del Muro de Berlín, con el que se precipita el final de la
Guerra Fría, y la inauguración de la World Wide Web, que hace definitivamente real la
anunciada «aldea global». Por ello, para la historia, esta fecha será reconocida como la
del inicio del siglo XXI.
No asistimos, como algunos vaticinaron, al final de la historia, sino al nacimiento de
una nueva etapa, ya que en torno a tres principales líneas de tensión –la desigualdad
Norte-Sur, los problemas medioambientales y la convivencia multicultural– vemos
surgir nuevas formas de conflicto y de guerra; nuevos modos de crítica y de organización
social y política; nuevas instituciones y un nuevo concepto de ciudadanía.
Con el nuevo siglo se acelera el tiempo histórico situándonos de bruces ante los tres
dilemas de cuya resolución pende el futuro de la humanidad:
 
– La creciente desigualdad Norte-Sur, sobre la que anualmente tenemos puntual noticia en los
Informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
– La ciega pretensión de seguir satisfaciendo las necesidades generadas por un sistema de vida
basado en el consumo, más allá de los límites marcados por la propia naturaleza.
– La convivencia entre grupos con sensibilidades e identidades diversas: política, social y
cultural.
 
Estos tres dilemas o líneas de tensión están íntimamente relacionados con la
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morfología de los nuevos flujos migratorios y del creciente multiculturalismo del siglo
XXI.
El nuevo siglo está marcado por la dinámica que el director de Le Monde
Diplomatique, Ignacio Ramonet, denomina de «fusión» (Ramonet, 1997: 246). Esta
dinámica ha acelerado el proceso de la globalización, proceso que viene de lejos, pero
que se ha precipitado últimamente como consecuencia del encuentro de los dos
fenómenos antes aludidos. Trascendiendo los límites físicos, así como las viejas
fronteras, la dinámica globalizadora ha dejado en plena evidencia hasta qué punto el
mundo es un solo sistema fuertemente interrelacionado, habitado por una sociedad cada
vez más multicultural.
Por una parte, la revolución tecnológica, como ya dijimos antes, ha convertido el
planeta en una «aldea global», por la que circula la información a través de las fronteras
físicas y políticas como si estas no existieran. Por otra, las tres razones principales, las
llamadas tres «d» –demografía, desarrollo y democracia–, que desde siempre han
impulsado a hombres y mujeres a emigrar, se presentan últimamente de modo acuciante.
Los seres humanos se ven forzados a emigrar por la fuerte presión demográfica, que se
caracteriza tanto por un fuerte ritmo de crecimiento –los 3.888 millones de habitantes del
quinquenio 70-75 son, en estos momentos, más de 6.500– como por su radical
desequilibrio –el discontinuum Norte-Sur representa en lo demográfico que el 84% de la
población vivirá en los próximos años en las zonas subdesarrolladas–.
Otro factor poderoso que se encuentra tras buena parte de los movimientos
migratorios es la existencia de la profunda brecha de la desigualdad en desarrollo
humano. De este modo, si hablamos, por ejemplo, de desarrollo económico, la
desigualdad Norte-Sur no hace más que acentuarse en los últimos tiempos –el 20% de la
población mundial consume más del 60% de los recursos alimentarios del mundo, el
70% de la energía, el 75% de los metales y el 85% de la madera; el 20% de la población
más rica percibe ingresos 60 veces más elevados que el 20% más pobre (esta proporción
en 1960 era solo de 30)–.
A la demografía y al endémico subdesarrollo hay que añadir, como otros factores
fundamentales, la inestabilidad política, como lo demuestran los millones de personas
desplazadas por los más de sesenta conflictos armados localizados a lo largo y ancho del
cinturón mundial de la pobreza, y la degradación medioambiental, que afecta con
particular virulencia a algunas de las regiones más deprimidas del planeta –según
recientes informes del PNUD, el 80% de los pobres de América Latina, el 60% de Asia y
el 50% de África viven en tierras marginales, caracterizadas por una baja productividad
y una alta susceptibilidad a la degradación ambiental–.
Es fácil imaginar, en este horizonte de desigualdad, que los factores que impulsan a
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abandonar el Sur, sumándose a los que atraen, al contemplar el estilo de vida y las
oportunidades del Norte, empujen con redoblada intensidad a los pobres a abandonar sus
lugares de origen en busca de una vida mejor, dibujando una nueva morfología de los
movimientos migratorios.
Se trata, en primer lugar, de un fenómeno global –entiéndase, sistémico–, pues la
movilidad es un elemento definitorio del mundo globalizado. Esta movilidad va más allá
de los desplazamientos locales, y no solo desde la periferia hacia el rico Norte (Estados
Unidos, Canadá y Unión Europea), sino que la encontramos en todos los continentes y
en todas las direcciones, de modo que, junto con Samí Naïr y Javier de Lucas (1996),
podemos hablar más que de desplazamientos en el mundo del «desplazamiento del
mundo». Es a la vez estructural: el fenómeno no es coyuntural. Si tenemos en cuenta la
imparable dinámica globalizadora, podemos pensar que el fenómeno ha venido para
quedarse: la sociedad es y será multicultural.
Por otra parte, pese a la tendencia generalizada a reducirlo a una categoría unívoca, el
fenómeno migratorio es complejo y heterogéneo, ya que los proyectos migratorios son
plurales por los orígenes, las motivaciones, los mecanismos de desplazamiento y los
objetivos. Emigrar nosignifica lo mismo para todos, pues junto a unos flujos «buenos»,
el de los «imprescindibles» (capital, propiedad intelectual, trabajadores cualificados o
necesarios para el Norte), existen los flujos de los «no deseados», los «prescindibles»
(trabajadores con baja cualificación, inmigrantes forzosos, refugiados). Para unos y para
otros, el rasero de la movilidad es distinto. En nuestro modo común de expresarnos
diferenciamos claramente entre ambos flujos denominando «extranjeros» a unos e
«inmigrantes» a los otros. Acercarse hasta el fenómeno migratorio es suficiente para
poder apreciar que las circunstancias que acompañan al éxodo de europeos,
norteafricanos, orientales, sudamericanos o subsaharianos son muy diferentes, así como
para observar cuán grandes son las distancias que median entre grupos de extranjeros
trabajadores y extranjeros residentes; entre inmigrantes regularizados e inmigrantes «sin
papeles»; entre inmigrantes con familia y los que viven solos; entre inmigrantes
temporales y naturalizados; entre los procedentes de la Unión Europea y los de otros
países; entre quienes emigraron por motivos económicos y los asilados, etc.
Además, los flujos migratorios se presentan con una intensidad nunca antes vista –
más del 3,5% de la población mundial está inmersa en algún proceso migratorio–. Este
rasgo destaca especialmente en el caso de España. En apenas diez años, la población
inmigrada ha pasado de ser poco más del 1% al 11%. La diversidad étnica y cultural ha
crecido en la misma proporción. Si hace dos décadas esta se circunscribía a la minoría
gitana, hoy conviven grupos de más de 140 nacionalidades diferentes.
Finalmente, el fenómeno migratorio es integral, ya que en él están comprendidas las
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diferentes dimensiones de la vida social: la laboral, la económica, la cultural, la jurídica
y la política. La conocida frase pronunciada hace cuarenta años por el dramaturgo suizo
Max Frisch (1911-1991) lo resume a la perfección: «... nosotros pedimos trabajadores,
pero nos han llegado personas». Llegan seres humanos, personas cargadas de
inquietudes, de historia, de cultura, aunque sigamos empeñados en ver solo inmigrantes
sin rostro.
 
 
2. La sociedad multicultural
 
Este contexto nos permite entender los cambios que se empiezan a notar en un mundo
cuyas señas de identidad vendrán en buena medida definidas por las características del
multiculturalismo. Este multiculturalismo es desigual en la misma proporción en que
está relacionado con las desigualdades de los parámetros antes analizados. Las relaciones
entre las minorías inmigradas y las mayorías receptoras son asimétricas y se desarrollan
bajo el signo de la dominación, cuando no del de la explotación.
El inmigrado es recibido como un pobre cuya sola presencia recuerda la incómoda
idea de redistribuir la riqueza, tan mal repartida, y cuestiona el modelo de crecimiento
del Norte. El inmigrado es un desarraigado, pues todo cuanto es y sabe, cuanto
constituye su identidad, es menospreciado por la sociedad que le «recibe», al tiempo que
no se le dan facilidades para aprender cuanto se le exige: lengua, formación profesional,
legislación, etc. Con su desarraigo, el recién venido perturba la identidad de la sociedad
receptora; con su cultura pone a prueba la del receptor, que la creía tan sólida y
definitiva. El inmigrante, antes que una persona física, es un concepto, una construcción
mental, un estereotipo sobre el que descargar todas las frustraciones, las inseguridades y
las intolerancias de la sociedad.
Desde esta desigualdad básica, la convivencia en el seno de una sociedad multicultural
no es fácil, aunque encierre posibilidades de progreso ilimitadas. El choque parece
inevitable, sobre todo en estos tiempos en los que la economía mundial parece, sin
remedio, sometida al exclusivo paradigma neoliberal. Los grandes números de la
economía se sustentan en implacables leyes creadas para destruir empleo, empobrecer
los contratos y las condiciones laborales, reducir las prestaciones sociales, etc. Esta
situación está modificando rápidamente la percepción de la mayoría sobre las minorías
inmigradas, las cuales son consideradas, bien como amenazante mano de obra barata,
bien como culpables de la recesión económica, inseguridad ciudadana y degradación
moral. Este mismo paradigma ha provocado últimamente una cadena de crisis globales –
financiera, económica y social– que se ceban con los más débiles, entre ellos los
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inmigrantes. Ellos son los primeros en perder el empleo y las conquistas económicas y
sociales tan arduamente conseguidas. Incluso son vistos desde ciertos sectores, si no
como agentes desencadenantes, sí como agentes que agravan la situación de crisis.
El mundo desarrollado, tras décadas de paz, de prosperidad material y optimismo
intelectual, en las que se consolidaron importantes conquistas político-sociales, se
adentra en una nueva etapa en la que de nuevo parecen levantar poderosamente la cabeza
fuerzas que se situarían dentro de una nueva dinámica destructiva, que, en este caso, el
ya citado I. Ramonet denomina la «dinámica de fisión». Testimonio de ello, por lo que a
nuestro tema se refiere, son las numerosas noticias, artículos, reportajes, estudios y
declaraciones aparecidos en los últimos tiempos relativos a las frecuentes
manifestaciones de corte racista y xenófobo, muchas veces inequívocamente homicidas,
que diariamente surgen entre nosotros. Vuelven a surgir con fuerza las organizaciones
nacionalistas de corte esencialista; enfrentamientos, a veces cruentos, entre comunidades
étnicas diferentes; legislaciones restrictivas para los derechos de los inmigrantes, etc.
Los tiempos de la Guerra Fría han dejado paso a otros en los que la tensión se concentra
en la falla de los choques culturales y desiguales desarrollos: desequilibrios
demográficos, agravamiento de la división Norte/Sur, migraciones masivas desde el
subdesarrollo, reivindicación de identidades diferenciales, pluralismo cultural desigual,
xenofobia, etc. Estos son, más que ningún otro, los verdaderos signos de los tiempos
modernos, que amenazan la estabilidad y la supervivencia de muchas sociedades.
En este sentido, y aunque no manejamos datos oficiales –España está entre los cinco
países de Europa que no hacen públicos los datos referidos a incidentes o denuncias
racistas–, diversos organismos gubernamentales y no gubernamentales, tanto nacionales
como internacionales (Amnistía Internacional, 2009; CIS, 2005; Defensor del Pueblo,
2003; SOS Racismo, 2009; RAXEN, 2009), han señalado la existencia de racismo,
xenofobia y discriminación dentro de diferentes ámbitos de la vida social: el mundo
laboral, el educativo, el sanitario, el acceso a la vivienda, a la administración de justicia
y a los lugares de esparcimiento. Los españoles, acostumbrados a emigrar y a recibir
cada año a millones de extranjeros como turistas, habíamos construido una imagen tan
falsa como idílica de nosotros mismos como personas acogedoras y hasta simpáticas con
«los otros»; «los racistas son los demás, nosotros no somos racistas», pensábamos. En
apoyo de tales afirmaciones venían las imágenes que frecuentemente ofrecía la televisión
sobre conflictos raciales en países de más al norte. Entre otros, los acontecimientos
ocurridos en la localidad almeriense de El Ejido, en febrero del año 2000, fueron un
golpe a nuestra conciencia que hizo añicos la complaciente imagen. Significó la
definitiva pérdida de la inocencia. Despertamos de un sueño para descubrir la pesadilla.
Aprendimos súbitamente que también nosotros podíamos ser racistas.
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Desde entonces, en el seno de nuestra sociedad coexisten dos posiciones muy
diferentes, aunque al final igualmente excluyentes, frente al fenómeno migratorio. Para
unos, el inmigrante, el «otro», es una amenaza para su bienestar material, su seguridad,
su identidad cultural, incluso su salud. El discurso aireado por algunos dirigentes
políticos, que asocia inmigración con la criminalidad, con la quiebra de los servicios
sociales, conel aumento de la prostitución y de algunas enfermedades o con la aparición
de costumbres aberrantes, etc., está en sintonía con esta concepción que podemos
calificar de abierto rechazo. Quienes tratan de entrar en el país irregularmente son
considerados en tales discursos como «inmigrantes ilegales», «invasores», «gente que se
cuela», que tratan por todos los medios de aprovecharse de las ventajas de una sociedad
democrática y que, como contrapartida, traen consigo «inseguridad», «problemas» y
«delincuencia».
Junto a estas actitudes podemos observar otras muy extendidas que podríamos llamar
de rechazo latente. Se trataría de reconocer y aceptar temporalmente la presencia de «los
otros» en cuanto trabajadores dispuestos a realizar, en la mayoría de los casos, las tareas
más duras y peor remuneradas, ocultando al mismo tiempo, tras una cortina de
invisibilidad, el resto de facetas por las que antes que trabajador de origen extranjero se
es ciudadano portador de una identidad y personalidad propias. El fenómeno no es
nuevo: las personas llegadas a Alemania en los años sesenta del siglo pasado desde
Turquía y el sur de Europa (cerca de cinco millones) fueron reconocidas entonces con el
eufemismo de Gastarbeiter, «trabajador invitado»: el inmigrante es únicamente mano de
obra que será bien recibido en la medida en que sea necesario para reequilibrar el
mercado laboral y la pirámide poblacional. Esta posición se corresponde con la actitud
que podríamos denominar de cinismo instrumental. El abierto rechazo de la posición
anterior se torna aquí invisibilidad. El inmigrante no es percibido como persona, y
mucho menos como ciudadano. Es solo un trabajador que únicamente será aceptado
como tal si se sitúa dentro de los límites marcados por las inexorables leyes del mercado;
solo dispuesto a acoger a los que se necesite, mientras se les necesite y en las
condiciones en las que se les necesite. Desde esta posición, el inmigrante es un ser sin
rostro, sin historia, sin cultura; es mano de obra, en el mejor de los casos un trabajador,
un Gastarbeiter. El discurso político sobre cupos, cuotas, control policial, expulsión, que
se refleja en la legislación sería el exponente más claro de esta segunda concepción.
Ante una posición u otra, la integración social del «otro» solo es posible en forma de
asimilación, pues en cualquiera de los casos el grupo dominante impondrá su modelo
cultural. Por los ejemplos que vemos en otras sociedades con más tradición en la acogida
de inmigrantes, el modelo de integración social basado en la asimilación antes o después
conduce al conflicto. El choque intercultural podría evitarse poniendo en marcha
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políticas que compensasen la falta de reconocimiento de la diversidad cultural y la
asimetría que se observa entre los grupos mayoritarios de acogida –formados por los
ciudadanos de primera– y los minoritarios de llegada –en donde se concentran los
ciudadanos de segunda–.
 
 
3. La convivencia intercultural
 
La convivencia en el seno de una sociedad formada por individuos y grupos de
procedencias socioculturales tan diversas necesita el marco de un modelo de integración
social asentado sobre dos premisas.
La primera consiste en destacar todos los cambios positivos que la inmigración ha
supuesto para la sociedad de acogida. Hemos de reconocer que la reciente llegada a
España de inmigrantes está siendo un factor de progreso económico –tal y como nos
vienen contando diferentes instituciones financieras en sus recientes informes sobre el
desarrollo económico del país–; de reequilibración demográfica –el flujo de inmigrantes,
en su mayoría jóvenes, ha permitido la inversión de la tendencia al crecimiento negativo
de la población, con todo lo que ello significa para el futuro de esta sociedad–; y de
riqueza cultural –nuestras ciudades se han transformado en poco tiempo de escenarios
monoculturales en espacios en los que se cruzan decenas de lenguas y modos de
organizarse y de vivir–.
La segunda premisa supone la toma de conciencia de que el proceso de integración
social, por las características inherentes a su propia naturaleza, se enfrenta
permanentemente a ciertas dificultades y a posibles riesgos de conflicto.
Para prevenir o afrontar tales situaciones, el proceso integrador ha de estar
acompañado de ciertas líneas de actuación básicas:
 
– Conseguir el acceso de todos al mismo estatus de ciudadanía, como marco político que
garantice el disfrute de los mismos derechos y la exigencia de los mismos deberes.
– Gestionar los servicios sociales, sanitarios, educativos, prestaciones sociales, etc., de modo que
se consiga atender eficazmente a las necesidades sociales de toda la población.
– Crear una red eficaz y suficiente de servicios de información y asesoramiento que ayude a
normalizar la vida en ámbitos tan básicos como el acceso a una vivienda digna, a los servicios
sociosanitarios y a la participación ciudadana.
– Poner en marcha los mecanismos que garanticen a todos la promoción laboral y social dentro
del sistema.
– Entender las relaciones entre los diferentes grupos culturales que componen el tejido social
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como relaciones basadas en el respeto, el contacto y el conocimiento recíprocos en un plano de
igualdad, como relaciones interculturales.
 
Se trataría, en suma, de construir la integración social desde un nuevo modelo, el
intercultural, una vez comprobadas las enormes limitaciones, por no hablar de fracasos,
de los dos más conocidos: el modelo asimilador y el multicultural.
En Francia, ejemplo del modelo asimilador, suceden frecuentes disturbios,
especialmente en los barrios periféricos de las grandes ciudades, producidos por
ciudadanos franceses descendientes de inmigrantes llegados del norte de África en los
años sesenta y setenta. Todos recordamos la violencia desatada en la periferia de París y
otras ciudades en el invierno de 2005. Con sus formas violentas nos están diciendo que
ellos, por su origen social y cultural, son tratados de manera discriminada; sus
oportunidades de desarrollo no son las mismas; son franceses de segunda.
Efectivamente, viven en barriadas degradadas, sufren altísimas tasas de fracaso escolar y
de paro, no se sienten representados en las instituciones ni acceden con la misma
facilidad a formar parte de ellas. Sin duda, el conflicto es de naturaleza social, pero
acaba convirtiéndose en choque cultural en la medida en la que el propio modelo no
reconoce la existencia de la diferencia cultural. La asimilación, en cuanto estrategia de
integración social, está en crisis y necesita ser profundamente revisada.
Algo parecido sucede con el modelo multicultural. En Holanda, ejemplo de sociedad
multicultural, tras los asesinatos del político Pim Fortuyn (2002) y del cineasta Theo van
Gogh (2004) y de los conflictos que les siguieron, se tiene la amarga sensación de
fracaso de su modelo, a pesar de haber hecho grandes esfuerzos por reconocer y
garantizar con ayudas públicas las culturas minoritarias de los inmigrantes.
El modelo intercultural de convivencia persigue la integración social dentro de un
marco normativo común de todos los grupos e individuos, reconociendo la diversidad
cultural y fomentando el respeto a la misma desde el contacto y el conocimiento. Para la
consecución de este propósito, la escuela es un instrumento insustituible. En sus aulas no
solo se debe convivir cada día interculturalmente, sino que el currículo educativo debe
estar definido por los objetivos de la educación intercultural.
En la escuela, el enfoque asimilacionista ha sido dominante, y viene de lejos. Tras
observar la íntima relación existente entre la variable cultural y la socioeconómica, y su
relación, a su vez, con el fracaso escolar, se pensó en la educación compensatoria como
respuesta educativa. Esta estrategia, que sin duda supuso un avance, no fue suficiente,
como los resultados demostraron. La diversidad cultural era percibida más como
desigualdad que como diferencia.
Desde hace algún tiempo estamos asistiendo a la aparición de un nuevomodelo
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educativo: la escuela intercultural. Según esta perspectiva, la escuela no ha de
convertirse en un instrumento de reproducción y fortalecimiento de los mecanismos
sociales de discriminación, sino en un espacio de conocimiento mutuo, poniendo en
contacto unas culturas con otras en un plano de igualdad. Una educación intercultural no
significa la simple yuxtaposición de contenidos multiculturales, sino la ocasión para
construir conocimientos que broten del contacto con la diversidad cultural y la
comprensión mutuas. Todo ello requiere cambios en la organización escolar, en la
concepción del currículo y en la disponibilidad de recursos.
 
 
4. Un recurso educativo
 
Este libro que el lector tiene entre sus manos pretende ser, aunque modesto, un recurso
educativo que sirva para poner en práctica la escuela intercultural. No es un tratado ni un
estudio más sobre la inmigración. Su contenido no ha sido elaborado desde la fría mirada
exterior. Es el resultado de los trabajos llevados a cabo en un Taller de Interculturalidad,
coordinado por el Grup de Recerca en Educació Intercultural (GREI) y realizado en la
Universitat de les Illes Balears durante el curso 2007-2008, en el que participaron
profesores, estudiantes, extranjeros residentes y no residentes, y voluntarios de
organizaciones sociales. En él tuvimos la ocasión de exponer diferentes experiencias
relacionadas con el proyecto migratorio, debatir sobre la dinámica y los modelos de
integración social, así como aproximarnos a la diversidad cultural que latía en el seno de
las historias de vida presentadas en forma de relato. Algunas de ellas constituyen el
núcleo central de esta publicación.
La mayoría de los autores de estos relatos son algunos de los más de cinco millones de
personas llegadas a España en los últimos años con el deseo de encontrar un futuro
mejor. Proceden de países muy distintos y distantes entre sí: Marruecos, Perú, Polonia,
Bulgaria, Rumanía, Taiwán, Japón, Argentina, Colombia, Senegal, Costa de Marfil y
Malí. Desde su llegada, todos, tanto los que han conseguido regularizar su residencia
como quienes viven «sin papeles», son hombres y mujeres que aspiran cada día a superar
su condición de inmigrantes y a conseguir la consideración de ciudadanos. Se trata de
personas adultas con una formación media y superior, obligadas, en muchos casos, por
las condiciones del mercado laboral a desarrollar actividades profesionales muy por
debajo de sus titulaciones y expectativas.
Como bien sabemos, los flujos migratorios también se producen en el interior de las
sociedades y países, en este caso en el interior de la sociedad española. Desde los años
sesenta, estos han sido muy intensos, especialmente desde las zonas rurales hacia las
16
urbanas y costeras, en particular las mediterráneas. Por este motivo se ha creído
conveniente incluir los relatos de dos españoles, participantes en el taller, que en algún
momento de sus vidas pusieron en marcha su particular proceso migratorio al abandonar
sus lugares de origen, en este caso el norte y sur del país respectivamente, para instalarse
e integrarse en un contexto sociocultural diferente, una isla del Mediterráneo.
Todos nos invitan a dirigir la mirada hacia el microcosmos de su infancia para
ponernos en contacto con infinidad de detalles, matices, imágenes, experiencias,
situaciones, sensaciones salidos de su puño y letra. Su lectura nos permitirá recomponer
el universo físico, social y cultural en el que crecieron y se educaron.
Con la publicación de estas historias se pretende que el lector fije su atención en la
pequeña historia; se adentre en paisajes sembrados con los recuerdos autobiográficos de
la infancia de unas personas procedentes de entornos socioculturales muy diferentes,
para comprobar, finalmente, que por debajo de las diferencias late también una gran
semejanza y que la diversidad cultural se asienta sobre necesidades, aspiraciones y
conductas comunes. La atenta lectura de estos frescos relatos nos obligará a dirigir la
mirada hacia nosotros mismos, hacia nuestra propia infancia, para comprobar que más
allá de las diferencias existen las fundamentales coincidencias: la vida en el seno de una
familia, los juegos, la escuela, las primeras experiencias. Detrás de las diferentes formas
de juego, relaciones familiares, estilos educativos y tradiciones culturales hay niños y
niñas que tienen parecidas aficiones y necesidades; que crecen según un modelo de
desarrollo genuinamente humano.
El reconocimiento de esta base común nos permitirá acercarnos con mayor facilidad a
los «otros» y apreciar su diversidad cultural como una riqueza digna de ser conocida;
librarnos, de algún modo, del peso de la perspectiva etnocéntrica que tanto dificulta en
estos contextos la construcción y la puesta en práctica de esa habilidad, genuinamente
humana, que en psicología se conoce como teoría de la mente (la capacidad humana
para atribuir pensamiento e intenciones a otras personas que hace posible la convivencia
e interacción social); ayudarnos a integrar la particular identidad cultural, tan cercana a
la experiencia y afectos personales, y la más racional de ciudadanos de un mundo único
y definitivamente interrelacionado; hacer realidad, en suma, el modelo de convivencia
intercultural.
El libro ha sido especialmente pensado para ser utilizado en las aulas escolares con
alumnos de los últimos cursos de Primaria y Secundaria Obligatoria, es decir, los que
cursan la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos
(EpC). Estos materiales podrán ser útiles en el desarrollo del currículo de esta materia,
ya que uno de sus ejes temáticos está directamente relacionado con la convivencia
intercultural.
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Este tipo de materiales podría servir, además, en un momento crítico de su desarrollo:
el de la construcción de la identidad social, cultural, cívica y cosmopolita de ciudadanos.
La construcción de las competencias que hacen posible la convivencia en el seno de
sociedades abiertas y culturalmente complejas supone el desarrollo de la conciencia de
pertenencia a un grupo cultural en contacto con otros; de la conciencia de formar parte
de un proyecto político que garantiza los mismos derechos y deberes cívicos a todos; y
de la conciencia de pertenecer a un único mundo interdependiente e interrelacionado. La
convivencia intercultural sería la resultante del desarrollo de una identidad múltiple y
abierta como ser social en su triple vertiente: cultural, cívica y cosmopolita.
El contenido central del libro ha sido estructurado en dos partes. En la primera,
«Paisajes de la infancia: relatos autobiográficos», aparecen las dieciséis lecturas de los
relatos autobiográficos referidos a la infancia y adolescencia de cada uno de los autores
de los mismos. Para facilitar su contextualización, cada uno de los relatos va
acompañado de tres cuadros informativos: en el Cuadro 1 se recogen algunos datos
personales del autor; en el Cuadro 2, algunos datos generales de su país de origen, y en
el Cuadro 3 se presentan los rasgos característicos del país o región destacados por cada
uno de los autores.
En la segunda parte, «Actividades didácticas», se proponen numerosas actividades
formuladas a partir de la lectura de dichos relatos y cuadros de datos. Han sido
ordenadas por competencias educativas, y seleccionadas y pensadas para servir de ayuda
en la tarea de desarrollar el currículo de EpC relacionado con la convivencia
intercultural.
Como ya dijimos antes, esta publicación se gestó en el Taller de Interculturalidad
realizado en la Universitat de les Illes Balears durante el curso 2007-2008. Todos
cuantos participamos en él fuimos conscientes de haber vivido unos momentos
especialmente intensos ante las imágenes y los sentimientos que los recuerdos
suscitaron, y al contacto de la frescura con la que fueron presentados. Estos sentimientos
se prolongaron en el nuevo proyecto, el de convertir esta experiencia en material
educativo. En el taller intervinieron diversas personasde dentro y de fuera de la
universidad. Sus aportaciones fueron los ladrillos con los que hemos dado forma a este
material. Deseamos expresar nuestro agradecimiento a quienes participaron de manera
asidua y muy activa en él, como la profesora de la UIB Antonia Picornell, y, muy en
particular, a todos y cada uno de los dieciséis autores de los relatos aquí recogidos:
Stoyanka, Sachimi, Raúl, Diana, Malika, Luis, Juli, Albino, Omar, Nati, Ousseyni,
Bárbara, Fabiola, Said, Anzoumana y Carlos Alberto. También queremos dejar
constancia del reconocimiento a Antònia Socias y Alex Gómez, estudiantes-
colaboradores de Educación Social y Pedagogía de la Universitat de les Illes Balears, por
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su ayuda en la preparación de esta publicación. La publicación adoptó su forma
definitiva con ocasión de la celebración en la Facultad de Educación de la UIB de las III
Converses Pedagògiques: «La mediación intercultural» (noviembre de 2008),
organizadas por el GREI y patrocinadas por la Fundación SM.
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Referencias
 
• Informe anual del Defensor del Pueblo, 2003.
• Informe 2009 de Amnistía Internacional, El estado de los derechos humanos en el mundo.
• Informe RAXEN 2009, del Movimiento contra la Intolerancia.
• Informe anual de SOS Racismo 2009 sobre el racismo en el España.
• NAÏR, S. / DE LUCAS, J. (1996), Le déplacement du monde: immigration et thématiques
identitaires. París, Kimé.
• PNUD, Informe sobre desarrollo humano. Madrid, Mundiprensa.
• RAMONET, I., Los desafíos de la globalización. Madrid, HOAC, 2004.
• TEDESCO, J. C., «Los pilares de la educación del futuro», en Debates de Educación. Barcelona,
Fundació Jaume Bofill - UOC, 2003.
• TODOROV, T., El miedo a los bárbaros. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2008.
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PRIMERA PARTE
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Paisajes de la infancia
Dieciséis lecturas 
de relatos autobiográficos
 
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Lectura 1
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De Cercemaggiore a Buenos Aires
 
ALBINO ANTONIO FRANCESCO PETRAROIA
 
 
¿Cómo comenzar un relato sobre la infancia de uno mismo? Se me ocurre que lo primero
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que tengo que hacer es hurgar en mi interior y tratar de capturar las experiencias e
imágenes vividas hasta encontrarme con los primeros hechos de mi vida. Vamos a
situarnos en el tiempo y el lugar: año 1945, en las afueras del pueblo de Cercemaggiore,
en la región italiana de Molise, una de las localidades menos densamente pobladas del
país, fue el lugar donde nací en el seno de una familia de campesinos.
Me referiré antes que nada a mi entorno familiar, pues sin él no se entendería bien mi
relato.
Destacaré a algunos de mis parientes. De entre ellos, quizá el personaje más
importante fue Francesco, mi abuelo paterno, a quien todos consideraban el más listo y
honorable de la aldea, en una época en la que la mayoría de las personas eran
analfabetas, ya que la escuela más cercana se encontraba a veinte kilómetros y el
transporte era a lomo de burro o a pie. Por aquel entonces, conocimientos y cultura en
general no se aprendían por los libros, sino por la práctica u oralmente. Mi abuelo
Francesco había emigrado a los Estados Unidos en el año 1911 para trabajar en el
ferrocarril de Connecticut. Volvió después de diez años y, con el poco dinero que ahorró,
compró tierras, las mismas que trabajó e hicieron a su familia económicamente
autosuficiente, pues no trabajaban para terceros, que era lo normal entre las demás
familias del pueblo.
Una anécdota que pinta un poco la personalidad de mi abuelo es el hecho de que al
primero de sus hijos que tuvo la oportunidad de aprender a leer y a escribir le hacia leer
dos o tres paginas de la Biblia todas las noches, después de cenar, dado que no tenían
otros libros para practicar la lectura; consiguiendo de este modo que los demás
miembros de la familia escucharan un mensaje moral. Tuvo trece hijos, de los cuales
once llegaron a mayores y dos murieron muy jóvenes.
Vincenzo, mi padre, siendo el mayor de los trece hermanos, no tuvo oportunidad de ir
a la escuela. Aprendió a leer y a escribir un poco gracias a que conoció a una maestra
con la cual mantuvo una relación sentimental durante un tiempo, hasta que tuvo que
partir al servicio militar en 1939, año en que se inició la Segunda Guerra Mundial. Salió
del ejército en 1945, al finalizar el conflicto. En todo ese tiempo tuvo la necesidad de
escribir a su familia, pues solamente volvió una vez a casa. Por suerte no fue «camisa
negra», o sea, fascista, y en el ejército se desempeñó como «mensajero motociclista» en
verano y como «mensajero esquiador» en invierno. De sus relatos de guerra se desprende
que sobrevivió por casualidad.
Mi padre y sus hermanos fueron de los primeros de la aldea en tener bicicleta y
gramófono a cuerda. Él tocaba un pequeño acordeón y se convirtió en un personaje
demandado en las fiestas populares. Junto con sus hermanos destacaba por su vena de
Armani y Versace cuando salían a fiestas por la zona. Se acicalaban de lo lindo, se
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planchaban la ropa, se cortaban el cabello, se lavaban los sombreros, haciéndolos hervir
en agua de alubias, para que el almidón conservara la buena forma, etc. Esto hizo que
todos ellos se ganaran el sobrenombre de los Capoliscios, o sea, los «cabezas lisas»,
siempre bien peinados.
Si bien los integrantes de la familia eran todos campesinos, cada uno desarrollaba una
capacidad u oficio. Eran autodidactas, tenían conocimientos de carpintería, se hacían sus
propios zapatos, construían casas y, por supuesto, realizaban las labores del campo;
sabían preparar su propio pan, vino, aceite y harina; cultivar sus frutas y legumbres;
cortar madera de sus árboles; fabricar puertas y ventanas; y hasta hacer los esquíes de
madera en el invierno. A mí me emociona recordar estas cosas de cada personaje y me
siento orgulloso de pertenecer a este clan, aunque en realidad ninguno de ellos haya
destacado de manera particular. Todos poseían un gran sentido común, que en realidad
es el menos común de los sentidos. Esto me hace pensar a veces en muchos europeos
que cuentan anécdotas de sus familias con ese orgullo de haber sido amados por
personas que no contaban con casi nada, pero de quienes recibieron lo máximo que
podían ofrecer. Creo que así es como se forma el carácter y el espíritu de superación, y
que gracias a ello los europeos en general, con dos guerras mundiales que produjeron
decenas de millones de muertos y la destrucción de países enteros, con pocas riquezas
naturales, etc., han sabido salir adelante. Por el contrario, en algunos países donde sobra
riqueza natural, las personas muchas veces viven mal, quizá por culpa del sistema, pero
también por culpa propia. Esto sería objeto de otro análisis que ahora no abordaré.
Bueno, después de decir lo que me salió de la sesera y de describir anécdotas
familiares que definen mi origen, pasaré a contar los recuerdos de mi edad más tierna en
Italia, entre el nacimiento y mis seis años transcurridos. Yo cumplí los seis años en mi
viaje como emigrante hacia Argentina, en el barco «Camberra», en 1951.
Lo primero que recuerdo es estar jugando con unos primos cuando tenía entre dos y
tres años, mientras mi tío me ponía en una gorra las nueces que él bajaba del árbol con
una vara. Tengo presente el olor acre de los frutos con cáscara todavía. También me veo
jugando con los primos en la nieve, haciendo cuevas que iluminábamos con una vela
encendida que nos daba mi madre. También hacíamos una bola de nieve y la
arrojábamos cuesta abajo hasta que reventaba contra un muro. Otras veces, la misma
cuesta la usábamos de tobogán. Claro que a las madres esto no les gustaba, porque
rompíamos la ropa con las piedras.
Entre mis recuerdos también está la imagen de mi madre amamantando a mi hermano
Franco, dos años menor que un servidor. Mientras yo buscaba un banquito con el
propósito de tomar leche también. Les cuento que en Italia nacimos dos hermanos y en
Argentina dos más: mi hermana Matilde y mi hermano Bruno.
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En la casa del abuelo Francesco se realizó el casamiento del tío Giovanni, y lo que
más se ha quedado en mi memoria es laimagen de la cama de los novios, que tenía una
colcha de seda con figuras de las pinturas de Miguel Ángel –después lo supe– y dinero
sobre ella. Había la costumbre de regalar monedas y billetes que los amigos y parientes
tiraban sobre la cama. Además, en la fiesta tiraban pólvora y piedritas envueltas que
explotaban contra el muro.
En el invierno, cuando había mucha nieve y no se podía trabajar en el campo, los tíos
cazaban pajaritos con una trampa. Yo tuve un accidente cuando ellos volvían de las
labores del campo y encontraron un gran clavo de unos veinte centímetros de largo, con
tanta mala suerte que caí sobre él atravesándome una mejilla, hasta casi me salió por la
otra; menos mal no me tocó ni mandíbula ni dientes. Mi padre me le sacó; por suerte no
se infectó, aunque era un clavo oxidado encontrado en la tierra. Luego tuve otro
accidente: se me metió una espiga de trigo en la garganta y mi padre, con la herramienta
de «quirófano» –unas tenazas–, me la sacó.
La habitación de mis padres tenía un olor particular, que forma parte de mi memoria
olfativa. En los arcones que había, mi madre colocaba manzanas y peras pequeñitas, y
eso olía muy rico para mí. También me viene a la mente el olor de la chimenea cuando
asaban castañas o el de la leche recién ordeñada y su gusto.
Muchos otros recuerdos se me agolpan: la cuna hecha por mi padre en la que María,
mi madre, mecía a mi hermano Franco mientras tejía; las cuadras de los animales, donde
había un caballo, un burro, dos vacas, dos bueyes, cerdos, ovejas, palomas y gallinas; el
olor de la paja en el granero... Todos son recuerdos sensoriales. Como lo que ocurrió
cuando mi tío Cósimo me llevó a pastar ovejas y paramos al lado de una fuente de agua,
donde las mujeres lavaban la ropa. Fue allí cuando vi por primera vez una rana en el
mismo instante en que, con una hoja de repollo, cogía agua para beber, sintiendo el olor
de la hoja a la vez que saltaba la rana al agua. En esa escena, además, había lirios en flor
y recuerdo su color y su perfume (el lirio es la flor nacional de Italia). Yo veía el agua
correr y a una señorita que hablaba con mi tío. Este me dijo que fuera a ver las ovejas,
para que no se metieran en el sembrado. Salí para cumplir con mi deber de «pastor» y
llegué hasta las ovejas. En ese momento vi, con los ojos de un niño, el rebaño, sin
percatarme de que el carnero semental, que tenía unos cuernos con unas cuantas vueltas,
me miraba mal, al tiempo que, sin saber por qué, el animal daba marcha atrás.
Mirándome fijamente y tomando impulso, embistió contra mí, dándome un golpe en el
pecho que me tiró por los aires. A mis gritos vino mi tío y vengó la afrenta. Montamos
los dos en el carnero durante un rato para que no volviera a tocar a un «Petra» como yo.
Entre estos borbotones de recuerdos tengo muy claros los asociados con el momento
en que mi madre, mi hermano y yo nos despedimos de mi abuelo, cuando salimos de la
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aldea para viajar hacia Argentina. En ese tiempo tenía yo cinco años y once meses; mi
padre ya había viajado nueve meses antes y nos tocaba a nosotros partir. En esa
despedida, que para mí fue lo más triste vivido en mi niñez en Italia, veo la escena como
una película: mi abuelo con mi hermano Franco llevándolo a horcajadas y sin hablar, mi
madre tampoco decía nada, yo caminando al lado de mi madre. La angustia se sentía en
el ambiente y no comprendía bien el porqué. Al llegar a la parada del autobús, después
de caminar un kilómetro y medio, mi abuelo siguió caminado hacia otro lado; mi madre,
con la voz entrecortada, le dijo en dialecto cercese que ese no era el camino, y mi
abuelo, que era un hombre de baja estatura, de fuerte carácter y pocas palabras, casi sin
contestar rectificó el camino, y yo vi cómo le temblaba la boca cuando estuvimos
parados un largo rato mientras llegaba el autobús. Mi abuelo nos apretó entre sus brazos,
se dio media vuelta y se fue. Mientras caminaba de espaldas se veía cómo se llevaba las
manos a la cara. Cuando subimos al autobús, mi madre lloraba durante mucho tiempo en
el viaje hacia Nápoles. Esta despedida marcó en mí algo muy fuerte, porque esa fue la
última vez que mi madre y nosotros veíamos al abuelo. Muy posteriormente, en 1974,
tomé la decisión de volver a Argentina desde Alemania, a la edad de 28 años, porque no
quise volver a ver una familia fracturada. Lo mas feo de la emigración es dejar los
afectos. Cuando volví por primera vez a Italia a los 26 años solamente me quedaba el
abuelo materno.
Recuerdo el color azul del autobús, desde la mitad hacia abajo, y celeste hacia arriba;
también la escalera que tenía para subir al techo y el olor de los humos del tubo de
escape y de su interior. El viaje hasta Nápoles, de más de ciento cincuenta kilómetros,
fue muy largo; llegamos de noche a la ciudad. Nos esperaba un primo de mi padre que
era carabinero –era la primera vez que yo veía un uniforme–. Mi madre, pobre, no tenía
muchos conocimientos de la ciudad, pues era la primera vez que salía del campo y todas
estas cosas la superaban. Llegamos a un hotel donde nos esperaba el mencionado
pariente, quien desde allí nos llevó al barco. Tengo grabada la figura del barco como una
muralla oscura llena de luces y una escalera por la que subimos; mientras ascendíamos,
vi entre el barco y el muelle el agua oscura del fondo. Sentía mucho miedo.
Para mi madre, el viaje fue una experiencia terrible, entre los mareos en el mar, el
temor a lo desconocido y la responsabilidad de cuidar a dos pequeños y a ella misma.
Fueron veintitrés días muy duros.
En el barco, lo primero que vi al despertar, a través de un ojo de buey, desde la litera
del camarote, fue agua y cielo. Yo estaba en la litera de arriba, y mi madre y mi hermano
Franco estaban en la litera de debajo; había otras dos literas más, ocupadas por dos
mujeres, un lavabo con toallas y jabón de un olor perfumado, distinto al del jabón que se
hacia en el campo. Los desayunos y las comidas eran de gusto y olor tan diferentes que
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aún recuerdo el sabor del pan o de la mermelada y el olor en general de las comidas.
En la cubierta del barco, María, mi madre, nos compró una pelota de goma –este quizá
sería el primer juguete comprado–, que estrenamos en cubierta; en esas estábamos
cuando apareció un señor que la pateó con tanta «buena suerte» que le hizo un gol al
mar. Mi madre era una mujer de fuerte carácter y si no la detienen hubiera intentado tirar
a aquel hombre al mar para que buscase la pelota.
Estando en cubierta, una ola trajo dos grandes peces y, mientras boqueaban, un
hombre introdujo su dedo en la boca de uno hasta que lo mordió, y fue cuando vi mucha
sangre.
La primera banana de mi vida la vi y comí cuando llegamos a Brasil, en una de las
escalas del viaje. Mirábamos cómo gentes de piel negra semidesnudas se acercaban en
botes y cómo, desde el barco, algunos les tiraban monedas al agua, que ellos recogían
con la boca y mostraban a los espectadores de cubierta. Ellos vendían bananas que aún
estaban verdes y nosotros, que no sabíamos que tenían que madurar, intentábamos
comerlas verdes, pero su gusto no fue de nuestro agrado.
Llegamos a Buenos Aires después de veintitrés días de travesía por el Atlántico. ¿Mi
sexto cumpleaños?... bien, gracias –tuvimos que ser bastante grandecitos para saber qué
era eso–. Al bajar del barco volví a pasar por la escalera y nuevamente vi el agua entre el
muelle y la embarcación; aunque era de día, su color era como el café con leche, propio
del Río de la Plata. Cuando bajamos nos encontramos con mi padre vestido con traje y
corbata, como todo un señor. Tomamos un taxi que nos llevó hasta el lugar donde
íbamos a vivir, un apartamento en planta baja. Mi padre nos trajo a mi hermano y a mí
un hermoso tren de juguete con varios vagones a cuerda, que nos duró exactamente dos
días, ya que yo puse en práctica mi vena de estilista italiano al intentar cambiar su diseño
con un martillo. Como se imaginarán, el segundo juguete que recibimos fue cuando ya
teníamos barba.
Aparte del hecho de que lafamilia volvió a reunirse, no todo era bueno ni feliz, al
contrario, pues veía que mi madre se la pasaba triste, dado que de vivir en una campiña
pasó a hacerlo en un pequeño piso, en una gran ciudad, y que mi padre salía a las seis de
la mañana y volvía a las ocho de la noche, porque trabajaba mucho; poco a poco se fue
acostumbrando, hasta que, a los nueve meses de haber llegado, mi padre compró un
terreno en una urbanización, que era muy llano y todo césped. En dos meses más
construyó dos habitaciones, espacio suficiente para mudarnos del piso de alquiler a la
vivienda en propiedad. No obstante, había ciertos inconvenientes, por ejemplo no tener
agua potable; si bien a seis metros de profundidad había agua, pero era salada. Entonces
mi madre y nosotros, los hijos, íbamos a buscar agua a un kilómetro de distancia para
cocinar. Ella, con una fuente en la cabeza, traía el agua. Fueron tiempos de grandes
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sacrificios. Mi padre trabajaba mucho y mi madre, cuando él llegaba, le tenia preparada
la pasta de cemento para que de noche revocara paredes, y yo, que era el mayorcito, tenía
que sostener una lámpara de queroseno para alumbrarle mientras trabajaba –todavía me
duele el brazo–.
Nuestra niñez se fue desarrollando de manera particular. Había muy pocos niños en el
nuevo barrio; y jugábamos mi hermano Franco y yo hasta que poco a poco se fue
agrandando la familia al nacer nuestra hermana Matilde, en 1952, y nuestro hermano
Bruno al siguiente año. Nuestra casa se fue agrandando también hasta tener cuatro
habitaciones, salón-negocio y garaje.
A pesar del trabajo duro, nuestra niñez fue hermosa, ya que contábamos con algo muy
lindo: la libertad de movernos a nuestro gusto y el progreso de mi familia. Como en la
zona no había escuelas, Franco y yo caminábamos casi un kilómetro y medio para poder
ir a la escuela primaria. Esos tiempos fueron hermosos en el barrio, pues mi padre fue
uno de los primeros en tener motocicleta, momento en el que su bici pasó a mi hermano
y a mí. Vivíamos montando en ella. Salíamos de la escuela y, tras hacer las tareas de la
escuela y de la casa, corríamos con la bici hasta altas horas de la noche. Nos sentíamos
los más afortunados de los demás chicos. No teníamos calles asfaltadas y había que
caminar un kilómetro para llegar a la parada del autobús que llevaba a la capital, que
distaba cuatro kilómetros.
A los once años empecé a trabajar en una lechería con un pequeño sueldo, repartiendo
leche con un carro y un caballo. Trabajé de lechero durante seis meses. Después entré en
un taller de motocicletas y, con el pequeño sueldo que ganaba, mis padres podían pagar
las cuotas de la primera nevera eléctrica y cocina a gas que tuvimos en casa. Recuerdo
esa época con cariño y alegría, porque me sentía importante, ya que todos hablaban bien
de mí; y en la escuela casi siempre fui un muy buen alumno. Eso me hacia sentir bien.
Mi hermano Franco y yo trabajamos mucho, pero siempre contentos y alegres.
Nuestros juegos de niños fueron las canicas, figuritas, barriletes, zancos, al «hoyo
pelota», al «vigilante ladrón», a los «vaqueros», al fútbol en los descampados, a los
«fuegos de san Pablo y san Pedro»... Hacíamos grandes fogatas con todo lo que
encontrábamos y carreras de bicicletas; festejábamos el carnaval; cazábamos mariposas;
pescábamos pescaditos y ranas en las zanjas; jugábamos a la guerrilla con piedras, al
trompo, a las carreras de cajas de manzanas con ruedas de cojinetes, a la «rayuela», al
aro... Leíamos cómics de, por ejemplo, Rayo Rojo, Puño Fuerte, El gorrión, Misterix,
Poncho Negro, D’Artagnan, Rico Tipo, Batman, Superman, Roy Rogers, Paturuzú,
Billiken, Tarzán, Intervalo, El fantasma, Mandrake el Mago, Sandokán, Flash Gordon, y
muchos más. Escuchábamos radioteatro, novelas de gauchos y de guapos duros. De
todas estas revistas tengo guardadas las imágenes de casi todos los personajes.
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Íbamos al catecismo, más que nada porque el cura nos dejaba ver cine en la época en
que no había televisión. Luego, con su llegada, pudimos ver las series de moda de
entonces. En fin, un hermoso tiempo, aunque trabajábamos mucho y todo lo que
ganábamos quedaba en casa para seguir con su construcción.
Quisiera decir algo con respecto a la emigración. Todo el que emigra es un diferente
en el lugar al que llega. Eso tiene ciertas desventajas, como, por ejemplo, de niño me
decían «tano-gringo-come-cebollas», un apelativo que se les daba a los italianos. A los
españoles se les decía «gallegos-pata sucia». Si bien esto con el tiempo se suavizó, el
que lo escuchó sintió una discriminación, aunque a quien lo dijo no le pareció tan feo.
Hoy en día, los mismos argentinos que se encuentran aquí sienten lo mismo que
sentíamos nosotros cuando llegamos a su país. Proceder de otra cultura supone también
ventajas, como tener dos visiones diferentes de la misma cosa, y eso es una suerte en la
vida, ya que la suma de las experiencias hace que uno se equivoque menos. Pero la
estupidez, el racismo, etc., son inherentes a la naturaleza humana y no a un país en
particular.
Siempre tuve deseos de hacer y conseguir grandes cosas, por ejemplo, cuando la
maestra al terminar el último año de Primaria me preguntó qué quería ser o estudiar; yo
tenía tantas ganas de cosas grandes que le dije que quería ser presidente de la Argentina,
a lo que ella me dijo que no podía ser, porque para ello tenía que ser nativo y yo era
italiano. Además, con una mente de un niño bueno, que admiraba a Cristo y quería ser
santo. Ya se imaginarán cómo viví los primeros deseos hacia el otro sexo, contrapuesto
al deseo de ser santo. A consecuencia de ello tuve mis problemas en la adolescencia,
pues solo creía en el amor puro y casto.
La gran decepción fue cuando abandoné el estudio. Para seguir estudiando después de
la Primaria tenía que trasladarme al instituto más cercano, y eso era en la capital, con sus
consecuencias: viáticos, ropa y dejar de trabajar. Entonces mi padre me aconsejó que
esperara un poco y dejara para más adelante los estudios. Esperé un año, dos, tres... Hice
un curso de radio y televisión; y a los veinte años decidí seguir de noche en una escuela
industrial. Después de seis años me recibí de maestro mayor de obras (arquitecto
técnico). Mi mayor orgullo fue que en toda esa carrera nunca fui suspendido en una
materia.
Me embarqué en muy diversas empresas, como la de tener mi propio taller de motos,
y a los dieciocho años sacar, al igual que mi hermano Franco, la licencia profesional para
manejar un taxi en la capital federal. Trabajamos en la construcción, oficio que ya nos
venía en el ADN. También vendimos joyas de oro. En fin, viajé por todo el mundo,
Estados Unidos, Rusia o Europa, en donde vivo actualmente.
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Lectura 2
34
El niño coutounto
 
 
 
Os voy a hablar sobre la etnia soninke, a la que pertenezco. Somos originarios de Malí,
de la región de Kayes. De la etnia soninke hay también en Senegal, Gambia, Mauritania
y Costa de Marfil, o sea, solo en la parte oeste de África. Casi el 100% somos
musulmanes. Soy de una familia grande y muy tradicional. Mi padre es polígamo y tiene
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dos esposas; con la primera tiene cuatro hijos; con la segunda, que es mi madre, también
tiene cuatro. Todos somos chicos y todos estamos casados. El mayor, hijo de la primera
esposa, tiene tres esposas y más de doce hijos. En total somos unas treinta personas en la
familia. Vivimos todos en la misma casa, en un pueblo pequeño que está muy lejos de la
capital, Bamako. A la hora de dormir, los chicos que tienen la misma edad duermen
juntos. Para comer nos separamos por grupos: los hombres, las mujeres, los niños y las
niñas. Cada grupo come aparte. La jerarquía se respeta mucho. Los padres no
demuestran su afecto hacía los niños de forma visible. Las demostraciones de cariño son
diferentes a las que se ven en Europa. Allí casi no se dan besos, solo en la intimidad. Si
hablas con una persona mayor no puedes mirarla a los ojos, porque es como una falta de
respeto.
Yo soy el único que ha tenido suertey ha estudiado hasta acabar la escuela
secundaria. La escuela estaba muy cerca de mi casa. En mi pueblo faltaban profesores y
había muchos niños. Hacíamos en la misma aula dos turnos. En cada clase había más de
treinta personas. No teníamos muchas actividades extraescolares. Lo que hacíamos fuera
de las horas de clase era ir al huerto de la escuela. Allí cultivábamos verduras, que luego
vendíamos. Con el dinero se hacía la fiesta del final del curso.
Mis hermanos tenían que abandonar la escuela pronto para trabajar en el campo.
Durante las vacaciones también me ponía a trabajar en el campo o a cuidar de los
animales para ayudar a mi familia. Por las tardes jugaba con los demás niños a
goumakitane, que consistía en lo siguiente: cortábamos un palo de madera de un metro o
metro y medio, y cada uno decoraba el suyo de manera diferente para identificarlo.
Mezclábamos los palos y nos poníamos alrededor formando un círculo. Cada uno tenía
que encontrar su palo lo más rápido posible. El que quedaba el último tenía que plantar
el suyo a cincuenta metros de los demás chicos, que, mientras tanto se ponían en fila. Por
turnos, cada jugador lanzaba su palo hasta tres veces para tirar el palo plantado. Si nadie
lo conseguía, se cambiaba el chico del palo plantado por el que había tardado más en
recoger su palo después de lanzarlo. El que lo conseguía tres veces era el ganador.
Mi plato preferido era fouto (cereales molidos con salsa de cacahuetes y verduras).
Después de la cena se hacía un fuego en el espacio entre las casas, y mujeres y niños nos
poníamos alrededor.
Muchas veces, mientras se hacía un trabajo manual, como romper la cáscara de los
cacahuetes recogidos en el campo, una mujer de las que contaban cuentos contaba uno.
Hay un cuento titulado «El tío Liebre y la Hiena» que a mí me gusta mucho, y os lo voy
a contar.
 
El tío Liebre y la Hiena, durante una época de hambre, decidieron ir a buscar comida a la sabana para sus
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esposas. Se fueron por separado. El tío Liebre caminó y caminó hasta que encontró un árbol. Como estaba
muy cansado se paró a descansar debajo de su sombra y dijo:
–¡Árbol, qué fresca es tu sombra!
El árbol le contestó:
–Has probado mi sombra, pero no has probado mis hojas.
El tío Liebre probó las hojas y dijo:
–¡Árbol, qué buenas son tus hojas!
El árbol le contestó:
–Has probado mis hojas, pero no has probado mi corteza.
El tío Liebre arrancó un trocito, lo comió y dijo:
–¡Árbol, tu corteza es muy rica!
El árbol le contestó:
–Has probado mi corteza, pero no has probado mi vientre.
–No sé cómo hacerlo –contestó el tío Liebre.
–Si dices dunwara1, me abro para que entres, y si dices dunxicci2, me cierro.
El tío Liebre dijo la palabra mágica y el tronco del árbol se abrió. El tío Liebre entró y comió hasta que
se sintió lleno. También se llevó un poco de comida para su mujer.
Cuando volvió al pueblo, encontró a la Hiena, que se quejaba de que la única comida que había
encontrado era una piel podrida. El tío Liebre le contó lo del árbol, y la Hiena le pidió que le enseñase el
camino. El tío Liebre explicó cómo llegar al árbol, y al día siguiente la Hiena se fue a buscarlo. La Hiena
caminó y caminó hasta que encontró el árbol. Como estaba muy cansada, se paró a descansar debajo de su
sombra y dijo:
–¡Árbol, qué fresca es tu sombra!
El árbol le contestó:
–Has probado mi sombra, pero no has probado mis hojas.
La Hiena probó las hojas y dijo:
–¡Árbol, qué buenas son tus hojas!
El árbol le contestó:
–Has probado mis hojas, pero no has probado mi corteza.
La Hiena arrancó un trocito, lo comió y dijo:
–¡Árbol, tu corteza es muy rica!
El árbol le contestó:
–Has probado mi corteza, pero no has probado mi vientre.
–No sé cómo hacerlo –contestó la Hiena.
–Si dices dunwara, me abro para que entres, y si dices dunxicci, me cierro.
El tío Hiena dijo la palabra mágica y el tronco del árbol se abrió, entró y comió hasta que se sintió lleno.
Cuando salió dijo que, si había alguien que le ayudara, llevaría el árbol a su casa. El árbol le dijo que él
mismo se pondría encima de su cabeza. El tío Hiena solo tenía que ponerse el cojinete en su cabeza.
Cuando llegó al pueblo, el tío Hiena empezó a llamar a su mujer:
–¡Siya3, Siya!, he traído algo de la selva. Ven y ayúdame para descargarlo.
Su mujer salió corriendo, pero no pudo hacer nada, el árbol pesaba demasiado. Entonces ella llamó a la
mitad del pueblo para que les ayudara, pero tampoco pudieron mover el árbol. Ya desesperada, Siya llamó a
la otra mitad del pueblo, y así todos intentaron quitar el árbol de la cabeza del tío Hiena, aunque sin
resultado alguno. Al final, el tío Hiena murió aplastado. Entonces el árbol volvió a la selva.
Yo también vuelvo a poner este cuento allí donde lo he encontrado.
 
Me gustaban también las fiestas infantiles que se celebraban en mi pueblo. La
«circuncisión» es una de las fiestas más importantes en la vida de un chico. Además, si
el chico se portaba bien durante la ceremonia, se consideraba un joven bueno y fuerte. El
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acto se realiza en la zona de los tagons4 y fuera del pueblo, en un lugar especial, que es
como una casita. La fiesta empieza muy temprano. Mujeres y niños hacen dos filas
delante de la casita donde se hace la circuncisión. Los jóvenes también esperan fuera con
bounamaraha5 y dan varios tiros al aire. Todos se dirigen al pueblo cantando, bailando y
tocando palmas. Los coutountos6, de uniforme, montan caballos bien enjaezados. Ese
día se organiza también una competición ecuestre. La celebración se prolonga hasta el
amanecer y acaba con un redoble de tambores. Dos semanas después, los coutountos
pasan por todo el pueblo para recibir saludos y regalos.
En cambio, la ablación [del clítoris] de las chicas es diferente y es muy discreta, yo no
sé casi nada sobre el tema y, como dicen en mi tierra, es cosa de mujeres. Por otra parte,
no estoy nada a favor. Hoy en día está prohibida y la gente que se dedica de esto es
perseguida por la ley.
Las chicas tienen también su fiesta bonita, que es la boda. En el mismo día se casan
varias muchachas. Es un momento inolvidable para cada una cuando descubre la cara de
su marido, que nunca antes ha visto. Para los soninke, el hecho de tener pareja es sobre
todo responsabilidad, confianza y fidelidad a las tradiciones y a la familia.
Siempre el primer hijo del matrimonio lleva el nombre de los abuelos paternos y el
segundo el nombre de los maternos. La mujer no puede llamar a su marido por su
nombre.
Antes de acabar quisiera decir que echo de menos mi tierra, pero aquí tengo algo que
allí no tenía: un empleo.
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Lectura 3
40
Mi querida babcia Anna
 
BÁRBARA WALUS
 
 
Si me preguntáis quién soy, mi primera respuesta es: soy polaca. Polonia es el país de mi
infancia: allí nací, allí me crié y allí me formé como persona y como profesional.
Cuando vuelvo a las imágenes de mi infancia y juventud, el adjetivo que me viene a la
cabeza es que mi infancia fue gris. Gris era la vida diaria en un país socialista, grises
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eran las personas, gris era la ciudad donde crecí. Gris y sucia, como toda la región de
Silesia. Región industrial llena de minas, metalurgia y fábricas. En el horizonte veías
más siluetas de torres de extracción que árboles. Eterna lucha con la omnipresente
suciedad y polvo.
Una vez me encapriché en tener para el invierno una bufanda y unos guantes blancos,
y acabé lavándolos cada dos días, porque tan rápido cambiaban de color blanco a gris
oscuro.
Típica niña de ciudad: sabía exactamente qué es el carbón y un tranvía, pero si me
preguntaban de dónde vienen los huevos, pues respondía que de la tienda. ¿Y la leche?
La leche la encontrabas cada mañana delante de tu puerta. Una práctica muy popular: se
contrataba en la tienda una cantidad de botellas de leche y te las traían y dejaban delante
de la puerta de tu piso.
Esto sí, tenías que dejar por la noche una botella vacía y limpia, porque las botellas
eran de recambio. Si se te olvidaba, pues, o te quedabas sin leche, o, si el lechero era
amable, dejaba una notajunto con una botella llena recordándote que le dejases dos esa
noche.
Imaginaos: una vez yo, de corta edad, haciendo un viaje a las montañas y viendo
desde el interior del coche unas ovejas, grité:
–¡Mamá, mira, las zamarras pastan!
Bueno, fui una típica niña de ciudad. Unos cuantos años más tarde veraneaba en el
campo y las cosas cambiaron. Aprendí a ordeñar una vaca, a atar una gavilla de trigo y a
recoger fruta y hortalizas. También supe de dónde vienen los huevos.
Como soy hija única, entonces no tuve problemas de hermanos y pude disfrutar de
todo el amor de mi familia solo para mí. Hasta pude tener una habitación propia. Eso no
quiere decir que fuera una niña mimada, pues mis padres eran bastante severos y
exigentes. Mi madre, que fue maestra, me quería mucho, pero siempre decía y ponía en
práctica su lema: amar y educar son dos cosas diferentes y no hay que mezclarlas. Mi
padre no sabía expresar sus emociones y eso fue base de poco dialogo y entendimiento
entre nosotros. La persona que, aunque no entendía mucho de lo que yo hacía, me amaba
y apoyaba sin límite era mi abuela materna. Mi querida babcia Anna. Cuando pienso en
ella veo su silueta esbelta, alta, delgada y su pelo –un pelo blanco, no canoso, sino
blanco a más no poder–. Las vivencias de la Segunda Guerra Mundial provocaron que su
pelo oscuro se volviera de la noche a la mañana completamente blanco. Me encantaba
cuidarla y, cuando nos visitaba, siempre le ayudaba a lavarse la cabeza y le hacía
peinados. Estaba guapísima con sus miles de arrugas y con esa corona blanca rodeando
su rostro. La echo mucho de menos. Mi hija también se llama Anna, como una manera
de prolongar la presencia de mi abuela en mi vida.
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En las primeras frases escribí que en Polonia me formé como persona y como
profesional. Lo digo porque lo valoro mucho y estoy muy orgullosa de las reglas morales
y de la educación que recibí.
Silesia es una región muy apreciada por su riqueza natural (el carbón, los minerales) y
por eso, en toda nuestra historia, los polacos, los checos y los alemanes siempre han
luchado por tenerla en su territorio. Por eso tenemos un dialecto propio, el cual es una
mezcla de esas tres lenguas. Hay mucha influencia alemana en nuestro carácter. Somos
gente de palabra, muy trabajadora, humilde y modesta. Y me gustan estos rasgos en mí.
También estoy muy contenta y agradecida por la educación que recibí. Había muchas
carencias y cosas que no funcionaban bien en el sistema socialista, pero la educación fue
siempre buena. Buena y gratuita. Es quizá por la artificial igualdad que imponía el
sistema por lo que las personas, ya que no podían tener bienes materiales, pues reunían
bienes intelectuales.
Soy música de profesión y, en gran parte, gracias al buen sistema de educación
artística de Polonia. Sin embargo, mi entrada en el mundo musical fue casual. Cuando
fuimos mi madre y yo para apuntarme en la escuela graduada que me tocaba por zona,
justo al entrar sonó el timbre y los alumnos salieron corriendo a los pasillos. Casi mil
niños corriendo, gritando y empujándose. Mi madre, que daba clases en un instituto
pequeño y no estaba acostumbrada a tanta multitud, se asustó y por la tarde se lo
comentó a su amiga, que era directora de la escuela graduada musical, perteneciente a un
sistema de escuelas artísticas y deportivas que juntan bajo el mismo techo y en un
horario continuo la enseñanza general con la específica. Esta amiga le aconsejó que me
apuntase a su escuela, que era pequeña y se podía tener a los alumnos más controlados.
Pasé la prueba de acceso y así empecé a educarme en la música. Recibí una sólida
educación hasta los niveles más altos, y ahora disfruto de ello y lo aprecio mucho.
¡Gracias!
Muchos opinan que la infancia y la juventud son las mejores etapas de la vida. Yo no
opino así. Pienso que el proceso de aprender desde el momento de dar el primer paso
hasta encontrar el lugar de cada quien en la vida adulta es un proceso largo, doloroso,
con mucha presión y pocas veces agradable.
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Lectura 4
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La esfera de agua
 
CARLOS ALBERTO ORREGO
 
 
Puedo recordar los colores prenatales mediante una regresión consciente en la que
participé. Los demás datos los he recopilado gracias a la información de mi madre, mi
padre, mis abuelos y al ejercicio de mi memoria. Los colores iniciales fueron: rojo, rosa,
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azul, luego sentí una luz resplandeciente y cegadora, ahora entiendo el porqué: nuestros
ojos están cerrados en muchas ocasiones a la verdad, sentimos temor ante un exceso de
luz. Lo evidente es que vine a nacer un viernes, a las cuatro de la tarde del día 10 de
agosto de 1962. El asunto sucedió en la clínica Pío XII, del Seguro Social de Pereira
(Colombia). En la ficha médica consta que fue dado a luz un varón por el procedimiento
de cesárea, cuyo peso fue de 4.985 gramos, su talla de 52 cm. Las circunstancias
aleatorias o especiales que rodearon mi nacimiento fueron los terremotos que se
sucedieron antes, durante y después del nacimiento, según lo contó mi abuela materna,
quien esperaba en una sala aledaña al quirófano. El temblor produjo un corte de
electricidad, por lo que el primero que comunicó mi nacimiento a mi familia fue el
electricista, que estuvo dentro de la sala de operaciones haciendo conexiones con la
planta de emergencia. Doy fe de que nunca he sido un terremoto, más bien he sido
calmado.
Mi madre es hija única y mi padre es el noveno de diez hermanos –además tuvo otros
siete en grado medio por parte de su padre–. Él trabajaba en aquella época administrando
una fábrica donde curtían cueros y trataban las grasas de los vacunos para la producción
de jabones y velas de sebo, en un corregimiento a veinte minutos de la ciudad. A mis
padres les habían adjudicado una vivienda cerca de dicha fábrica.
Aprovechando unas vacaciones, mis padres me llevaron a la finca de mi abuelo
paterno, Sebastián –yo tenía unos cuatro meses–; allí pasaron un mes. El retorno a la
ciudad tuvo que ser en tren. El camino hasta la estación era de unos dos kilómetros, y
fuimos sorprendidos por una tormenta. Me puse muy enfermo. Contraje una bronquitis
que se complicó hasta convertirse en crónica tras largos años de tratamiento. La
consecuencia inmediata fue que yo quedara bajo el cuidado de mis abuelos maternos,
que vivían en Pereira, evitando así la proximidad a la factoría y la mayor humedad de la
región donde estaba ubicada. Pasaba unas temporadas muy breves con mis padres y otras
largas con mis abuelos maternos.
Mi segundo hermano tuvo su nacimiento catorce meses después del mío. Yo fui el
mayor de cinco hermanos –una mujer y cuatro varones–. En fin, mis hermanos fueron
naciendo con un promedio de diferencia, entre uno y otro, de un año más o menos, a
excepción del último, que se llevaba con el anterior cuatro años y conmigo ocho. Con
todos ellos compartí breve tiempo durante la infancia; solo con el segundo tuve más
contacto.
Mis primeros recuerdos sin regresiones datan de la edad de entre los dos y tres años.
Lo cierto es que era un niño que vivía en mundos paralelos, ya que frecuentemente me
sumía en estados inducidos por las fiebres y tantas inyecciones, pastillas y diversos tipos
de medicamentos a los que fui expuesto y que producían alteraciones de la conciencia,
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como narra en parte de su obra el escritor mexicano Carlos Castaneda, que inicia este
tipo de experiencias al conocer a don Juan, un chamán yaki; no obstante, debo estar
agradecido a este abuso de medicamentos en mi cuerpo por parte de los médicos, porque
me condujo en mi adolescencia a buscar nuevos sistemas curativos, más naturales y
alternativos, que, en cierta forma, pueden explicar mi interés por el yoga y la meditación
trascendental y tántrica.
A los tres años tuve una visión de una figura enorme y resplandeciente sobre el tejado
de la casa de los abuelos; estas visiones de seres luminosos se han repetido a lo largo de
mi vida en diferentes circunstancias, lugares y edades; estos seres se han hecho cada vez
más próximos. Lo curioso es

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