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Partes del cuerpo humano

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El cuerpo: lienzo, símbolo, metáfora
Verónica Velasquez
María del Carmen García Escudero 
(coords.)
© Verónica Velasquez, María del Carmen García Escudero (coords.), Wilfredo Kapsoli, 
Alondra Domínguez Ángeles, Adriana Gómez Aiza, Rommel Plasencia Soto y Pieter Van 
Dalen Luna, Luis Francisco Sánchez Fonseca, Carmen Cazorla Zen, Águeda Venegas de la 
Torre, Nadia Santillanes, Jesús Enciso González, Ricardo Regules García, 2020
D.R. © Colofón S.A. de C.V. , 2020
Franz Hals núm. 130 
Alfonso XIII
Álvaro Obregón, 01460 
Ciudad de México
www.colofonlibros.com 
ISBN: 978-607-635 -107-9
Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o electrónico sin la autorización 
escrita de los editores.
Impreso en México • Printed in Mexico 
PIE DE IMPRENTA.
Agradecimientos
Las coordinadoras expresan su especial agradecimiento al maestro 
Adolfo Pontigo Loyola, rector de la Universidad Autónoma del 
Estado de Hidalgo por el apoyo brindado para la realización de 
este libro. Asimismo agradecemos al doctor Alberto Jaén Olivas, 
director del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de esta 
casa de estudios por las facilidades brindadas para la realización 
de este proyecto.
Apuntes para una biografía del cuerpo 
y su reinterpretación
Verónica Velasquez y María del Carmen 
García Escudero
Pishtacos del Perú: degolladores ricos y cuerpos pobres
Wilfredo Kapsoli
Cuerpo humano y nahualismo: una mirada 
desde los testimonios visuales
Alondra Domínguez Ángeles y Adriana Gómez Aiza
Entierros y desentierros. El cuerpo en dos contextos 
culturales del Perú central
Rommel Plasencia Soto y Pieter Van Dalen Luna
La representación del cuerpo humano en elementos 
sagrados del pensamiento otomí 
Luis Francisco Sánchez Fonseca
La corporalidad de una deidad andina en Ayacucho, 
Perú: Wamani Manuel del Quinto 
y sus nuevos devotos
Carmen Cazorla Zen
Aproximación al estudio del material corporal como 
contenedor: incas versus quechuas
María del Carmen García Escudero
Índice
10
39
65
91
115
135
15 7
Piadosos y glotones: regular el cuerpo a través 
de la comida y de la mayólica novohispana
Verónica Velasquez 
Violencia contra los cuerpos femeninos en México, 
primera mitad del siglo xix
Águeda Venegas de la Torre
Desafíos metodológicos para el estudio 
de la salud mental dentro de la tradición 
conceptual mente versus cuerpo
Nadia Santillanes
El cuerpo enfermo: etnografía de sus lugares
Jesús Enciso González
Sujeto-cuerpo, migraciones y quehacer geográfico
Ricardo Regules García
187
221
243
269
295
9
Apuntes para una biografía del cuerpo y su reinterpretación
Verónica Velasquez* 
María del Carmen García-Escudero*
Este capítulo tiene por objetivo reconstruir algunas generalidades de la 
vida del cuerpo en el mundo occidental. Se busca mostrar que existen 
distintas posibilidades de mirar, construir, experimentar y entender el 
cuerpo. Cada sociedad, dependiendo del contexto histórico y social, lo 
conceptualiza, problematiza y trata de formas diferentes. Como se mos-
trará a lo largo de este texto, trazar la biografía del cuerpo implica explo-
rar su trayectoria en el pensamiento occidental como un organismo 
natural, un objeto, alimento, mercancía, una herramienta para ejecutar 
acciones, un sitio donde se incrustan los discursos de poder, una fuente 
de simbolismo y metáfora, lo que permite experimentar el mundo, una 
expresión de gusto. 
Desde el siglo xix la arqueología y la antropología física han estu-
diado el cuerpo para examinar la variabilidad humana. Mediante el 
estudio de los restos óseos y objetos asociados en contextos funera-
rios los arqueólogos han inferirido aspectos relacionados con la dieta, 
salud y actividades físicas; han explorado representaciones de género y 
estatus, y recientemente han trabajado en la construcción de la iden-
tidad y la experiencia vivida (Joyce, 2005 ). Pero fue hasta la segunda 
mitad del siglo xx cuando el cuerpo se estableció como tema central 
para las ciencias sociales y las humanidades, influidas principalmente 
por Mauss, Douglas, Merleau-Ponty, Csordas, Bourdieu y Foucault. 
A partir de ese momento, los estudios sobre el cuerpo se han multipli-
cado, abordando una variedad de temas desde distintas disciplinas y 
enfoques teórico-metodológicos, véase, por ejemplo: Csordas (1997); 
* Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo
10
Lock y Farquhar (2007); Hamilakis, Pluciennik y Tarlow (2002); Mas-
cia-Lees (2011), cuyos trabajos abordan la teoría feminista, la historia, 
estudios literarios, religión comparativa, la antropología del espacio, 
médica, psicológica y cognitiva, entre otras (Csordas, 1997, p. 1). El 
cuerpo tradicionalmente se consideró, tanto en el quehacer académico 
como en el pensamiento popular, “una entidad material fija, sujeta a las 
reglas empíricas de la ciencia biológica, que existe antes que la muta-
bilidad y flujo del cambio cultural y diversidad, y caracterizado por 
necesidades internas inmutables”. Pero el “nuevo cuerpo” identificado 
por la academia no se puede considerar más como un “hecho bruto de 
la naturaleza” (Csordas, 1997, p. 1). 
Partiendo de esto, se puede argumentar que el estudio del cuerpo se 
ha extendido de un entendimiento anatómico a explorar los significa-
dos históricos y la experiencia corporal. De forma general, podrían des-
tacarse algunas directrices que ha tomado ese campo de investigación, 
las cuales expresan formas de mirar y habitar el mundo y el cuerpo, 
distintas posibilidades de conceptualizarlo en diferentes regiones geo-
gráficas y periodos históricos, e.g. la relación entre la composición del 
cuerpo humano y el cosmos; las concepciones culturales sobre el cuerpo 
humano y su relación con el lenguaje; la autobiografía corporal y la 
autoetnografía como un quehacer crítico que implica analizar la expe-
riencia propia desde el cuerpo y su relación con el discurso intelectual; 
la experiencia corporal; los sentidos, afectos y emociones; el dolor; la 
mortificación y el castigo; las actitudes hacia el cuerpo e ideales cor-
póreos mediante el análisis de la cultura material; la modificación e 
inscripción de la superficie del cuerpo: perforaciones, escarificaciones y 
tatuajes; la imagen corporal; la relación del cuerpo y la comida; repre-
sentaciones, manipulación y tratamiento mortuorio; la exhibición de 
restos humanos (véase Araya Espinoza, 2006; Bordo, 2013; Esteban, 
2004a y 2004b; Bourdin, 2009 y 2016; Crossland, 2010; Counihan, 
1999; Counihan y van Esterik, 2013; Davis y Matteoni, 2017; Fassin, 
2011; Graves, 2007; Hallam, 2016; Howes, 2014; Jackson, 2011; Joyce, 
11
2003 y 2005 ; Houston, Stuart y Taube, 2006; Lancaster, 2011; Leavitt, 
1996; López Austin, 2012; Lutz y White, 1986; Magaña, 2011; Mes-
kell y Joyce, 2014; Parasecoli, 2005 ; Ramos-Zayas, 2011; Schildkrout, 
2004; Tarlow, 2000, 2015 y 2016; Van Dijck, 2007; Wohlrab, Stahl y 
Kappeler, 2007; Woolgar, 2006). 
Si bien se han mencionado sólo algunos trabajos que representan las 
directrices que ha tomado el estudio del cuerpo en las últimas décadas, 
vale la pena examinar cómo fue que se volvió, en Occidente, central a 
las ciencias sociales y las humanidades. El interés por estudiar el cuerpo 
humano encuentra sus orígenes en la biología, la anatomía y fisiolo-
gía medievales, herederas del sistema hipocrático y galénico, que bus-
caron entender su funcionamiento y tratar la enfermedad. La medicina 
griega tuvo una influencia importante en la anatomía europea, rele-
gando el estudio del cuerpo al campo de las ciencias naturales y la filo-
sofía, principalmente la cosmología platónica y conceptos anatómicos 
de Aristóteles. Esas nociones de la Antigüedad Temprana permearon 
el pensamiento cristiano del periodo medieval. El cuerpo se trató bajo 
una óptica que combinó la dimensión espiritual y física dando lugar a 
sitios, como los monasterios, para aprender y tratar los padecimientos 
del cuerpo y del alma. En ese contexto, el tratamiento del cuerpo se dejó 
en manos de religiososy la enfermedad se explicó bajo el pensamiento 
cristiano (Siriasi, 1990). Sólo así se entiende cómo es que a partir del 
siglo xiii la religión y la filosofía absorbieron al cuerpo, un momento en 
que los sentidos corpóreos se consideraban conductos para conocer el 
mundo y a Dios. La vista, el tacto y el gusto, por ejemplo, eran portales 
al alma, puentes entre el mundo y el cuerpo, capaces de revelar verdades 
humanas (Camille, 2000; Giles, 2007; Graves, 2007; Woolgar, 2006). 
A las partes del cuerpo también se les inscribió poder sobrenatural, 
caso de las reliquias. Ese culto puede trazarse hasta el siglo ii d.C. y ha 
sido uno de los rasgos más destacables de la religión cristiana. Hacia los 
siglos iii y iv el cuerpo fragmentado de mártires, particularmente cabe-
zas y manos, se veneró como sitio de poder y acceso a lo divino. Durante 
12
la Edad Media los trozos se exhibían en relicarios, algunos con la forma 
de las partes contenidas. En otros recipientes se guardaban “reliquias de 
contacto”: fragmentos de ropa. En oriente, por ejemplo, para evitar la 
idolatría, los relicarios no replicaban las formas de miembros corporales 
y se mostraban solamente segmentos de huesos, a veces adornados con 
oro (Walker Bynum y Gerson, 1997, pp. 3-5 ). Así el cuerpo se frag-
mentó y construyó como artilugio milagroso, fragante, capaz de curar 
enfermos, mercantilizado a través del tráfico de reliquias (Geary, 1978). 
La segmentación del cuerpo ha tomado muchas formas. Entre la 
nobleza del norte de Europa y de España existió una práctica cono-
cida como la “división del cadáver”. Ésta consistía en desmembrarlo, 
hervir los huesos, extraer las entrañas, conservarlas en sal y enterrarlas 
separadas del cuerpo. La división del cuerpo permitía que éste “descan-
sara” en distintos lugares para recibir muchas oraciones, que diferentes 
comunidades religiosas reclamaran una parte del personaje en cuestión 
y facilitaba mover el cadáver si el individuo en cuestión había muerto 
lejos de casa (Park, 1995 , pp. 111-113 y 118). Esta práctica fue conde-
nada en 1299 por el papa Bonifacio VIII a través de la bula Detestante 
feritatis, por considerarla “detestablemente salvaje”, incluso señalaba 
que a los cadáveres que recibieran ese tratamiento mortuorio se les 
negaría cristiana sepultura. A pesar de esa prohibición, muchos nobles 
continuaron practicándolo —como lo hacían desde el siglo xi— hasta 
el siglo xvii, lo cual revela apego al aspecto material de sus cuerpos, 
una actitud que cambiaría tiempo después (Brown, 1981, pp. 221-222 
y 261-267). 
Hacia el siglo xvi, el desmembramiento del cuerpo creó un orden 
del mundo más comprensivo, construyó un “cuerpo de conocimiento” 
(Hillman y Mazzio, 1997, p. xiv), al revelar por primera vez sus entrañas 
ante los ojos del público. A Mundinus, profesor de anatomía en Boloña, 
se le atribuye la primera disección de un cadáver. Así, el conocimiento 
del cuerpo se transfirió de la teoría a los tratados anatómicos ricos en 
representaciones gráficas; de las oscuras salas de disección (donde casi 
13
clandestinamente se exploraba el cuerpo), hasta los teatros anatómicos 
públicos que se construían como estructuras temporales y después per-
manentes, de cedro, adornados con esqueletos de animales y bustos de 
reyes, tenían biblioteca y en ellos un grupo de músicos entretenía a la 
audiencia (Abbot, 2008; Brockbank, 1968). 
En ese contexto, la disección expresa la importancia que se le dio 
tanto al cuerpo como a sus miembros individuales, y la idea de que el 
cuerpo del hombre poseía más piezas que el mundo mismo. La indivi-
dualización de las partes corporales es paralela a la importancia del indi-
viduo propia del Renacimiento y como tal, siempre está en relación con 
algo más, como parte de un todo. En el medioevo y el periodo moderno 
temprano, por ejemplo, cada parte se relacionaba con cualidades parti-
culares, personalidades, con un signo zodiacal y mitos, e.g. se creía que 
la lengua por su relación con el lenguaje tenía vida propia, capaz de afec-
tar a otros a distancia, un miembro tóxico, petulante y malvado capaz 
de deshonrar al cuerpo, imposible de domar; el clítoris fue considerado 
por algunos médicos como una patología, un rasgo de hermafroditismo, 
de desviación sexual y homosexualidad que además colocaba a las muje-
res en el mismo nivel jerárquico que los hombres, lo cual creó anisedad 
entre la comunidad masculina (Hillman y Mazzio, 1997, pp. xiv-xix; 
véase Mazzio y Park en Hillman y Mazzio, 1997).
Con el descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo se ins-
tauró una “cultura de la disección” en la que todas las formas de pen-
samiento, prácticas intelectuales y artísticas se fracturaron, al igual 
que ocurrió con el cuerpo humano. El espíritu explorador del siglo xvi 
impregnó el pensamiento científico que se dedicó a conocer el cuerpo 
mediante la exploración de sus entrañas, como si se tratara de un nuevo 
territorio. Ello resultó en la costumbre de adquirir restos mortuorios de 
las recién descubiertas culturas del Nuevo Mundo y de miembros mar-
ginados de la sociedad (véase abajo el tráfico de cráneos de poblaciones 
originarias durante el siglo xix). El cuerpo se volvió una metáfora de la 
colonización del Nuevo Mundo, donde los exploradores dejaron su hue-
14
lla, lo descubrieron, lo mapearon y lo nombraron, se apropiaron de él, lo 
explotaron (Sawday, 1996). 
Si antes los asistentes de anatomistas debían exhumar cadáveres para 
diseccionarlos, a partir del siglo xvi el material para los anfiteatros pro-
vino de criminales ejecutados (Brockbank, 1968). En el siglo xviii, en 
Inglaterra, se estableció el Murder Act, mediante el cual los cadáveres de 
asesinos se diseccionaban, como una forma de castigo. El cadáver sirvió 
para ese propósito, pero también se construyó como un medio para edu-
car e investigar, y se ubicó al centro del espectáculo para el público que 
atendía la disecciónndose como diseccionesr Act,pse in the Medieval 
World. Harnessing the Power of the Criminal Corpse. Palgrave Mac-
millan, Cham.es (Tarlow y Lowman, 2016, pp. 87 y 122-132). Incluso 
la piel de algunos delincuentes se utilizó para empastar libros (Tarlow y 
Lowland 2016, pp. 205 -206). 
México no fue la excepción a esa práctica. Aunque un siglo después, 
también se coleccionaron restos de criminales. Es el caso de la colección 
de cráneos de reos de la Penitenciaría de la Ciudad de México, ensam-
blada entre 1901 y 1914, y que formó parte del museo del mismo sitio 
(Bautista Martínez y Pijoan Aguadé, 1998, p. 9) (véase abajo museos 
anatómicos y de antropología criminal). 
El cuerpo también se fragmenta para devorarlo. Las motivaciones 
que llevan a consumir carne humana son diversas: desde el canibalismo 
gastronómico, hasta el mortuorio, sacrificial y medicinal (Salmon, 
2000, p. 201). El canibalismo se entiende como una “construcción que 
se refiere a la capacidad irracional del Otro de consumir carne humana 
como un alimento especialmente delicioso”. Es una categoría etnográ-
fica que desafía una formulación simple y se usó tradicionalmente para 
definir lo salvaje, inundando la literatura antropológica y relatos de via-
jeros hasta no hace mucho (Obeyesekere, 1998, p. 63). Un ejemplo de 
ello son los estudios entre los fore de Papúa, Nueva Guinea, motivados 
por el sensacionalismo del canibalismo y su relación con la epidemia de 
kuru (Lindenbaum, 2004 y 2009). 
15
Existen dos grandes narrativas en torno al canibalismo: 1) es un 
rasgo de las culturas no europeas que habitaban en América, el Pacífico 
y África antes de la expansión del mundo europeo y 2) es el producto del 
imaginario europeo, un discurso imperialista impuesto por los coloni-
zadores para justificar sus excesos con las poblaciones nativas (Hulme, 
1998, p. 3). Otras interpretaciones sobre esa práctica institucionalizada, 
particularmente entre los aztecas, han surgido del materialismo cultu-
ral. Ese enfoque intentó explicar la práctica dentro de un complejo gue-rra-sacrificio-canibalismo, en que se consumía carne humana no como 
“golosina” ceremonial sino a la par de la de otros animales domesti-
cados. El canibalismo entre los aztecas se ha propuesto como el resul-
tado de una dieta baja en proteínas en tiempos de hambruna y presión 
poblacional (Harris, 1991). Sin embargo, el aporte proteínico de la carne 
humana a la dieta de los aztecas no fue sustancial si se consideran otras 
fuentes de proteína como los insectos. El consumo extensivo de carne 
humana ha sido cuestionado además con base en la baja credibilidad de 
los testigos, quienes quizás exageraron sus descripciones sobre la prác-
tica (Ortiz de Montellano, 1978 y 1983).
La evidencia etnográfica observable para probar presuntos casos de 
canibalismo en, por ejemplo, el Caribe en el siglo xv, Mesoamérica en 
el siglo xvi, África en el siglo xix y los grupos de Nueva Guinea ha 
sido cuestionada y considerada insuficiente. Sin negar la existencia de 
esa práctica, quizá se explique en parte con base en que esas culturas 
han sido en buena medida exotizadas por la cultura occidental, que se 
ha congratulado de pacificar a los caníbales al llevarles el cristianismo 
(Arens, 1998). Es claro que en la literatura sobre el tema no existe una 
posición unificada sobre si, en efecto, las sociedades humanas hemos 
incurrido o no en el consumo del cuerpo, una conducta considerada 
primitiva y tabú. El discurso sobre el canibalismo comenzó con los 
contactos entre poblaciones europeas y no europeas y se volvió un ele-
mento que definió al colonialismo. Su historia y análisis se construyeron 
dentro de la tradición occidental. Estudios postcoloniales incluso han 
16
propuesto que el canibalismo fue una invención europea que proyectaba 
sus actitudes hacia las culturas que su imperialismo devoraba. Esto hace 
necesario revisar las narrativas en torno al tema y revalorar la evidencia 
que existe al respecto: documental, genética y genealógica, para restarle 
poder al dualismo entre lo salvaje y lo civilizado y entender quiénes 
somos en tiempos posmodernos (Lindenbaum, 2004 y 2009).
Por su parte, el canibalismo medicinal fue una práctica relativa-
mente bien documentada y extendida entre diversos grupos sociales de 
Europa desde el siglo xii hasta el xviii aproximadamente, que involu-
cró el consumo de carne, sangre, corazones, cráneos y médulas (Gor-
don-Grube, 1988). También se consumía el mumia (Dawson, 1927), un 
“medicamento” que podía comprarse en las farmacéuticas, extraído de 
cadáveres viejos, de cuerpos encontrados en tumbas de Medio Oriente 
y Egipto, de personas que morían de muerte no natural y de cadáve-
res embalsamados de cristianos enfermos (Park, 1995 , p. 116). Difí-
cilmente dibujaríamos placenteramente las calles de ciudades europeas 
como Londres, del siglo xvi al xviii, con apotecarias en cuyos escapara-
tes y repisas se exhibían brazos ennegrecidos y cráneos humanos ofreci-
dos como medicamento. Poco menos imaginaríamos a las personas de 
la época consumiendo polvo de cráneo ni bebiendo la sangre fresca de 
criminales ejecutados, como remedio para curar enfermedades y como 
un elixir de la eterna juventud (Sugg, 2016).
El canibalismo invita a explorar las formas en que se construye el 
cuerpo y a reflexionar sobre cómo lo social se inscribe en él. El cuerpo se 
revaloriza al mediar las relaciones de poder entre los vivos y los muertos, 
con el mundo social y sobrenatural; al cuerpo se le otorga poder que afecta 
a quien lo consume, desafiando así la oposición objeto-sujeto al extraerlo 
del mundo natural, de la muerte, para transformarlo en un agente que 
modela y encarna creencias y valores y a través del cual se construyen 
relaciones entre los vivos y con la persona cuya carne consumen.
En el xviii se pusieron los cimientos para estudiar el cuerpo desde 
las ciencias sociales, un tema que, como se ha mencionado, perteneció 
17
por mucho tiempo al dominio de las ciencias naturales, con lo cual el 
cuerpo nunca se cuestionó, ya que se pensó como una entidad que exis-
tía naturalmente. El interés de científicos como John Locke, defensor 
del gabinete vacío, y Rousseau se enfocó en entender las desigualda-
des raciales observadas entre los seres humanos. Algunos de los pri-
meros naturalistas que sentaron las bases para los estudios sociales del 
cuerpo fueron partidarios del monogenismo, como Buffon. Se ocupa-
ron de explicar las diferencias corporales entre las poblaciones europeas 
y no europeas como producto de las influencias del medio ambiente, del 
modo de vida, la dieta y las enfermedades. Entendieron los diferentes 
tonos de piel como la degeneración de una raza blanca que descendía de 
Adán y Eva, y que había cambiado de color debido a los factores ante-
riormente mencionados, resultando en razas inferiores. Los poligenistas, 
en cambio, explicaron las variaciones corporales como el resultado de 
diferentes eventos de creación, es decir de varios génesis. La idea además 
equiparaba las características físicas de los seres humanos con rasgos de 
personalidad. De tal manera que en History of Jamaica, por ejemplo, 
Long (2010 [1774]) sostenía que los europeos y los africanos pertenecían 
a especies distintas, que los últimos eran “brutales, ignorantes, holga-
zanes, traidores, sanguinarios y supersticiosos”. El discurso sirvió para 
defender la esclavitud, una justificación racional para imponer esa ideo-
logía, basada en nociones de determinismo racial. 
El interés por explorar el cuerpo, centrado en la noción de raza, 
continuó vigente a lo largo de los siglos xviii y xix, al considerar “pri-
mitivas” a las sociedades no europeas. Las teorías evolutivas y el impe-
rialismo occidental hicieron posible y se nutrieron de las clasificaciones 
de tipos corpóreos europeos y no europeos, lo que resultó en una serie 
de taxonomías que continuaron elaborándose hasta el siglo xx (Asad, 
1997, p. 42). Así, se encuentran esquemas taxonómicos jerárquicos del 
siglo xviii que clasificaron a los individuos según sus cuerpos, equi-
parados con rasgos de personalidad distintivos y grados de moralidad. 
Un ejemplo es el sistema de castas novohispano. En las colonias espa-
18
ñolas ese sistema colocó a los individuos y a sus cuerpos en rangos de 
superioridad e inferioridad, lo cual resultó en la inclusión y exclusión 
social. En ese contexto el color de piel y las características corporales 
se relacionaron con las prácticas culturales a las que se sumaron tipo 
de ocupación, forma de vestir y manera de hablar, entre otras (Carrera, 
1998, p. 83; Cope, 1994, pp. 19, 25 y 41-5 3; Diggs 195 3, p. 404; Frutta 
2002, p. 225 ). 
Los sistemas de castas incluyen a todos los miembros de la sociedad 
y la pureza de un grupo dependerá de la impureza de aquellos que se 
encuentran por debajo de él. El lugar dentro del sistema estará deter-
minado por la posición social al momento de nacer, la endogamia y, 
hasta cierto punto, las actividades laborales, como en el caso concreto 
de la India (Dumont, 1980). El discurso colonial busca construir a los 
colonizados como una población “degenerada”, con base en el origen 
racial para justificar la conquista y establecer sistemas de administración 
e instrucción que permitan controlar los cuerpos colonizados (Bhaba, 
2010). Bajo este esquema se formó el sistema de castas en México en el 
siglo xviii que buscó controlar los cuerpos novohispanos al establecer 
normas y restricciones dependiendo de las características físicas; colocó 
etiquetas raciales que quedaron plasmadas en documentos y expresiones 
visuales como las pinturas de castas que muestran una progresión de 
cuerpos, desde los europeos hasta las distintas mezclas con grupos afri-
canos. Las etiquetas raciales revelan el “mundo de fantasía” de los colo-
nizadores. La discriminación es el resultado de un discurso en el que las 
cuestiones raciales y el color de la piel se vuelven temas centrales. De esa 
forma, la piel se convierte en el significante clave de la diferencia racial ycultural, se utiliza para construir estereotipos. La piel es el “fetiche más 
visible” y objeto de discriminación; su color se vuelve un signo de infe-
rioridad y degeneración (Bhaba, 2010).
Para la segunda mitad del siglo xix, la antropología ya se había apro-
piado del tema de la evolución humana. Las escuelas mono y polige-
nistas continuaron su búsqueda por identificar el origen del hombre y 
19
las diferencias raciales y por clasificar en una escala las variedades de 
seres humanos con base en su “tipo racial”. En esas clasificaciones, los 
“tipos” europeos se colocaron en la cúspide. Los etnógrafos se encarga-
ron de recopilar datos sobre las costumbres de pueblos “exóticos”. Los 
antropólogos físicos, muchos de ellos médicos y biólogos, se interesa-
ron por evaluar científicamente las diferencias raciales entre los grupos 
humanos mediante el análisis sobre todo de cráneos y después usando 
la antropometría y la sobreposición fotográfica, que permitía resaltar 
rasgos individuales de los representantes de distintas “razas”. Algunos 
de los resultados sirvieron para argumentar la existencia de una varie-
dad de razas y la desigualdad natural de los seres humanos, generalizar 
el carácter de diferentes grupos y que las características heredadas reve-
laban diferencias en el intelecto, comportamiento y moralidad (aunque 
para ese momento no se contara con una forma clara y definitiva para 
distinguir los rasgos heredados de los adquiridos). Esos argumentos ali-
mentaron prejuicios sociales ya existentes y contribuyeron al discurso 
racista decimonónico (Lorimer, 1988). 
El racismo científico se institucionalizó hacia 1880 mediante la 
divulgación de textos que trazaban generalizaciones sobre los grupos 
raciales y a través de exhibiciones en museos que acercaron ese cono-
cimiento al público (Lorimer, 1988). El pensamiento que equiparaba 
formas físicas y diferencias corporales con rasgos de carácter, explicadas 
como un resultado del entorno, repercutió en el reduccionismo bioló-
gico del siglo xix que se aplicó a la antropología criminal. El hombre 
criminal de Lombroso (2006), publicado originalmente en 1876, es un 
estudio sobre el delincuente nato y el criminal tipo, en el cual el autor 
recurrió a los “estigmas morfológicos”, características como el tamaño 
del cráneo, peso del cerebro, mezcla racial y en algunos casos, las con-
diciones sociales, para argumentar que éstos volvían a ciertos individuos 
más propensos que a otros a cometer determinados crímenes. De esta 
forma se observa cómo el cuerpo —caso de aquel en cuya superficie 
estaban inscritas ideas en torno a la criminalidad y desviación social— 
20
difícilmente se disoció de lo social, tornándose en un objeto construido 
a partir de un discurso de legitimidad que abogó en pos de la ciencia.
En ese contexto, el cuerpo continuó construyéndose como un 
objeto de curiosidad científica que encontró lugar en gabinetes de 
curiosidades, colecciones privadas y museos anatómicos de finales del 
siglo xviii y a lo largo del siglo xix. En el Samuel J. M. Alberti, el 
Dr. Khan y el Anatomy Museum del Marischal College en Aberdeen, 
Reino Unido (por mencionar algunos) el cuerpo enfermo, desviado, 
anormal, se volvió un ente desposeído de humanidad; incluso las par-
tes anatómicas circulaban como mercancía para abastecer esas colec-
ciones (Bates, 2006; Hallam, 2016; Talairach-Vielmas, 2012), como 
sucedió con la instauración de los teatros anatómicos. Los museos de 
criminología respondieron a la necesidad de la época de desarrollar una 
ciencia criminal. De esta manera se requerían “objetos” —que incluían 
fotografías de los cuerpos de criminales— que permitieran una ense-
ñanza más efectiva, en la que “la humanidad se sojuzgaba a una visión 
científica biológica” (Regener, 2003, pp. 1-2 y 9). Los restos anatómi-
cos de una persona son redefinidos para convertirse en especímenes de 
museo. Esos restos son continuamente creados, manipulados, produci-
dos mediante técnicas de conservación que necesariamente se requie-
ren en el proceso de recolección y exhibición de los mismos. Así, las 
vidas tanto de los “objetos” hechos de carne humana como sus repro-
ducciones están imbricadas en las de las personas que los producen e 
interactúan con ellos a través de su producción, desecho y aprendizaje 
(Hallam, 2016, pp. 10 y 15 -16). El Museo Lombroso es otro ejemplo: 
la colección se construyó con cuerpos y cerebros de soldados, enfermos 
mentales y criminales que ese médico militar obtenía en campos de 
batalla y hospitales. Incluso tenía restos obtenidos de la profanación de 
cementerios en Italia. Fue exhibida por primera vez en 1884 y le sirvió 
a Lombroso para sentar las bases de su método científico experimen-
tal. En congruencia con esto, donó su cuerpo a la ciencia (Montaldo, 
2013). 
21
El cuerpo de los criminales no fue el único en ser transformado 
en objeto para la ciencia anatómica y antropológica. En el marco del 
colonialismo del siglo xix existió un tráfico de cráneos de poblacio-
nes originarias de América y Australia, por ejemplo, para abastecer las 
colecciones de frenólogos y sustentar discursos que surgieron del racismo 
científico sobre las distintas “razas” humanas. Hablar de la historia del 
coleccionismo y tráfico de restos humanos es también hablar del impe-
rialismo europeo y las guerras en las fronteras de África, América, India 
y Australia, en las que se alentaba a los soldados para que se los lleva-
ran como trofeos de guerra. El naturalista Samuel George Morton, por 
ejemplo, poseía una colección de alrededor de mil cráneos de nativos 
americanos, africanos y suecos, obtenidos de catacumbas y cementerios 
en Europa, el Norte de África y Sudamérica. Su colección le permi-
tió explorar las ideas que poseía sobre la correlación entre el tamaño y 
forma del cráneo, y el tamaño del cerebro (Fabian, 2010, pp. 1-2, 10-12 
y 14). En ese tráfico decimonónico de cráneos participaron dealers y 
subastadores y algunos ejemplares llegaron a colecciones de sociedades 
médicas y universidades en Inglaterra. Incluso se profanaron lugares de 
enterramiento para abastecer el mercado. El cuerpo humano se mer-
cantilizó para satisfacer la curiosidad de una pseudociencia alimentada 
por los intereses del colonialismo, que se enfocó al estudio de la relación 
entre la forma del cráneo y la capacidad intelectual de los individuos en 
cuestión (Turnbull, 2001). Es así cómo la objetivación del cuerpo como 
artefacto coleccionable, didáctico, con cualidades científicas y total-
mente deshumanizado ha servido al propósito de legitimar avances en 
el conocimiento científico. 
Aunque fue hasta el siglo xx cuando las ciencias sociales y particu-
larmente la antropología se interesaron por estudiar el cuerpo, enten-
diendo a los individuos corporeizados como sociales, desde el siglo xix 
había interés por estudiar los aspectos simbólicos de las culturas primi-
tivas, relacionados al concepto del pensamiento culturalmente determi-
nado (Asad, 1997, p. 42). Los estudios simbólicos de la primera parte 
22
del siglo xx asumieron que el estudio de las representaciones primitivas 
podía revelar aspectos profundos de la mente humana (Asad, 1997, pp. 
42-43), como el significado cosmológico de la muerte, los ritos de paso 
(Van Gennep, 1960) y la preeminencia de la mano derecha sobre la 
izquierda, una disparidad o asimetría corporal en la que cada mano se 
asocia con valores determinados. Ese dualismo domina la organización 
social y divide el universo en femenino-masculino, noche-día, sagra-
do-profano, limpio-contaminado, por ejemplo (Hertz, 2013).
El entendimiento del cuerpo desde la antropología ha tomado 
muchas directrices. Mauss fue uno de los pioneros en referirse al cuerpo 
como una herramienta, un objeto y un agente, y consideró las técnicas 
corporales, habitus, como el conjunto de patrones de usos del cuerpo 
en una sociedad. Éstos corresponden a las formas en que cada sociedad 
humana conoce cómo usar su cuerpo, e.g.nadar, bailar, meditar. Los 
hábitos y técnicas corporales son intrínsecos a cada sociedad y están 
cargados de significado cultural e histórico. Los individuos poseen una 
forma visible y encarnan una expresión de ideas, cualidades y senti-
mientos. El cuerpo entonces puede considerarse una plantilla o modelo 
carnal que equipa a la mente con objetos y relaciones, es una fuente de 
analogías metafóricas y simbólicas (Mauss, 1973). 
Los estudios simbólicos del cuerpo se han interesado por las formas 
en que éste se representa y por cómo tanto el cuerpo, como sus miem-
bros, son la representación de algo más (Asad, 1997, p. 43). Los flui-
dos corporales, distintos materiales, árboles, animales, arcillas y colores 
se asocian con determinados principios y valores de una sociedad, y 
son capaces de revelar aspectos de la estructura social. Por ejemplo, los 
ndembu utilizan símbolos que se conectan con conductas deseables o 
indeseables, con la muerte y la bondad: el color negro se relaciona con la 
muerte, los despojos y suciedad corporales y los fluidos de putrefacción; 
el blanco y el rojo se asocian con la vida, se empatan con lo masculino y 
femenino, la leche y la carne, el semen y la sangre o “semen blanqueado 
por el agua” (Turner, 2007, pp. 69-82; 1970, pp. 5 9-81). 
23
Douglas (1997; 2009) realizó una lectura social del cuerpo natural 
mediante la creación de analogías cuerpo-sociedad, en ellas los even-
tos sagrados y seculares están cargados de referencias corporales que 
naturalizan el mundo social. El sistema orgánico provee analogías para 
el sistema social. El ordenamiento del mundo y de la sociedad se basa 
en nociones corpóreas, fluidos y sustancias que conllevan significados, 
como se observa incluso en algunos mitos, y que en consecuencia pro-
ducen normas y prácticas sociales que promueven la pureza y evitan el 
peligro y la contaminación. Así, los símbolos naturales derivados del 
cuerpo, como los fluidos, conllevan significado social. 
De igual manera, el cuerpo físico es una fuente de simbolismo y 
metáfora que nos permite entender el mundo natural y cultural. En este 
sentido encontramos objetos que son nombrados y tratados como cuer-
pos y éstos tratados como recipientes. También existen analogías entre 
partes corpóreas y roles de individuos: a las personas que ostentan el 
poder se les otorgan comúnmente nombres como “cabezas” de estado o 
de familia (Hamilakis, Pluciennik y Tarlow, 2002, p. 11). 
El interés por entender la experiencia corpórea ha resultado en 
investigaciones desde la fenomenología de la percepción influidas prin-
cipalmente por Merleau-Ponty (2013). Esa filosofía busca romper el 
dualismo mente-cuerpo, sujeto-objeto y postula que el conocimiento 
del mundo se obtiene desde el punto de vista de quien lo observa, de 
la experiencia del mundo. El hecho del cuerpo para Merleau-Ponty es 
esencial para entender la existencia humana, es “estar en el mundo” 
y el mundo existe, está antes de cualquier análisis que hagamos de 
él. El cuerpo está en constante diálogo con el mundo alrededor, es la 
fábrica, el entramado donde los objetos se tejen, es la encarnación de 
la consciencia y donde se originan los significados y prácticas. Somos 
conscientes del mundo a través de nuestro cuerpo. El mundo es el sitio 
de y para los pensamientos y percepciones. El ser humano está en el 
mundo y sólo en el mundo puede conocerse. Para Csordas (1990, pp. 
5 , 8 y 39-40) el cuerpo no es un objeto estudiado en relación con la 
24
cultura sino que debe considerarse el sujeto de la cultura, el plano exis-
tencial de la cultura. Se puede partir del cuerpo para analizar la cultura. 
Así introduce el concepto de embodiment, que podría traducirse literal-
mente como corporeidad, encarnamiento o encarnación, partiendo del 
colapso de la dualidad mente-cuerpo, fue propuesto por Merleau-Ponty 
y se define por la experiencia perceptual, por el involucramiento en el 
mundo. El concepto de embodiment explica que lo social está inscrito en 
el cuerpo, el cuerpo es una entidad biológica y a la vez una que actúa, y 
por ello se le considera agente y sitio donde se intersectan tanto lo psico-
lógico como lo social. Embodiment es un campo metodológico definido 
por la experiencia perceptual y el modo de presenciar e involucrarse en 
el mundo (Csordas, 1997, p. 12).
Bourdieu (2008) también se alejó de la dicotomía mente-cuerpo 
para investigar las maneras en que las prácticas corporales están carga-
das de significados sociales e históricos. Para Bourdieu la corporeidad 
es inherentemente social. Dentro del espacio social, el habitus (concepto 
introducido por Mauss originalmente) actúa como un principio orga-
nizador que produce y diferencia prácticas sociales y sus productos al 
establecer principios opuestos como puro e impuro, alto y bajo, entre 
otros. Los productos sistemáticos del habitus se conocen como “estilos 
de vida”, sistemas de signos socialmente calificados en los que las prác-
ticas sociales de los individuos que pertenecen a un mismo grupo social 
son afines. La fórmula generativa del estilo de vida se entiende como 
“gusto”: un conjunto de preferencias distintivas que tienen la capacidad 
de apropiarse material y simbólicamente de una clase dada de prácticas. 
Como sistema clasificatorio, el gusto transmuta los gestos y objetos en 
signos distintivos y eleva las diferencias inscritas en un orden físico a uno 
social de distinciones significativas. Al gobernar las formas de incorpo-
ración, modificación y selección de lo que el cuerpo ingiere, digiere y 
asimila fisiológica y psicológicamente, el cuerpo es la materialización 
del gusto. El gusto se manifiesta en las formas corporales visibles y apa-
rentemente naturales, como las dimensiones y formas, y en la manera de 
25
tratar, alimentar y mantener al cuerpo. Esas prácticas dependerán de las 
percepciones que tenga un grupo social sobre el cuerpo humano. 
Los estudios en torno al cuerpo también se han nutrido del tra-
bajo de Foucault, para quien el cuerpo es el objeto de investigación 
(véase Foucault, 2009; 2011 a, b y c; 2012; 2015 a y b). El cuerpo es el 
origen y repartición de espacios, de enfermedad y de líneas fijadas por 
un atlas anatómico. Es el sitio de control social, sujeto a ser castigado, 
mutilado, torturado. Es modelado por distintos poderes que se incrus-
tan en el cuerpo y condicionan sus acciones, prácticas y disciplinas. 
Ese “biopoder” recurre a distintas tecnologías para modelar, controlar 
y condicionar el actuar del cuerpo a través de discursos que construyen 
conocimiento sobre la enfermedad, la locura, la normalidad, la desvia-
ción y la sexualidad, y que varían de un periodo histórico a otro. El 
poder sobre los individuos actúa mediante micropoderes que se ejercen 
en distintos niveles, e.g. padres, maestros, sacerdotes, médicos e institu-
ciones como hospitales y prisiones. A través de los discursos e historia 
de las instituciones es posible examinar cómo las prácticas de biopoder 
producen, controlan e impactan el cuerpo mediante el uso de distintos 
conocimientos y tecnologías de control y castigo. El discurso construye 
el conocimiento sobre la enfermedad, la locura, lo criminal y emplea 
tecnologías como el hospital y la cárcel para ejercer poder y controlar a 
los individuos.
Finalmente, existe un campo de estudios de la relación entre el 
cuerpo y la comida. El trabajo de Walker Bynum (1985 ; 1988) es un 
ejemplo de cómo se ha explorado el significado religioso de la comida y 
cómo ésta, durante los siglos xiii y xiv, permitió a las mujeres expresar 
nociones de piedad religiosa y controlar sus cuerpos y el mundo a través 
de comer, ayunar y tomar la Eucaristía. El trabajo de Counihan (1999) 
es otro ejemplo de las investigaciones realizadas sobre una variedad de 
grupos sociales que permiten entender las relaciones entre el género y los 
significados de la comida. Es a través la comida que las mujeres pueden 
ejercer cierto poder y control sobre sus cuerpos y el de otros,e.g. preparar 
26
pan, amamantar, cocinar o dejar de hacerlo, comer y ayunar. También 
se ha explorado cómo la comida modeló el cuerpo colonial de maneras 
diversas. Para los colonizadores hispanos en América la comida jugó un 
papel fundamental porque modeló el cuerpo humano. Se pensaba que 
la comida era la responsable de las diferencias observables tanto en las 
características físicas como de personalidad entre españoles y amerin-
dios. Los españoles procuraron ingerir alimentos europeos y evitar los 
indígenas, que se consideraban peligrosos, y así protegerse del clima y 
del entorno del Nuevo Mundo. A la vez se buscó controlar la ingesta 
de productos europeos por parte de grupos indígenas, para preservar 
la “integridad física” del cuerpo de los europeos y mantener la división 
colonial entre los cuerpos de colonizadores y colonizados (Earle, 2012).
*
Teniendo en cuenta el recorrido anterior ¿cuál es el esqueleto de este 
libro? Visto el mosaico de perspectivas sobre el tema, el ordenamiento de 
los textos es necesariamente problemático y cada uno posee un área de 
interés y metodología peculiares. Los capítulos siguen un orden propio 
que expresa las distintas formas de experimentar y entender el cuerpo, 
en distintos contextos históricos y regiones geográficas. Así se encuen-
tra una primera sección que examina el cuerpo subjetizado, sometido a 
una experiencia y tratamiento peculiares, desde donde se experimenta 
el mundo y desde donde emanan significados que se relacionan con la 
cosmovisión. 
En el primer capítulo, “Pishtacos del Perú: degolladores ricos y cuer-
pos pobres”, Wilfredo Kapsoli analiza la figura del pishtaco, temida y 
siniestra, y su impacto en las comunidades andinas. Explora las carac-
terísticas de los pishtacos y de sus víctimas, lo que le permite confirmar 
constantes y variaciones de la imagen y aventuras de esos seres que habi-
tan cuevas, portan cuchillos, atacan de noche y raptan mujeres jóve-
nes. Su poder y riqueza provienen de la grasa de campesinos asesinados. 
27
Asimismo confirma la falsa imagen del pishtaco, blanco, gringo, de apa-
riencia sobrehumana. La imagen del pishtaco corporeiza los miedos de 
la sociedad andina. Su figura, su poder y sus acciones se encuentran en 
estrecha relación con los miembros y elementos del cuerpo humano. 
Domínguez Ángeles y Gómez Aiza exploran las imágenes del cuerpo 
en códices y vasijas prehispánicas, para elaborar una teoría en torno al 
cuerpo humano y el nahualismo en “Cuerpo humano y nahualismo: 
una mirada desde los testimonios visuales”. Este trabajo relaciona, desde 
la imagen, el cuerpo y su automutilación en los códices calendárico-ri-
tuales y vasijas estilo códice donde “vemos cuerpos que se autodecapitan 
y danzan con sus cabezas cercenadas en las manos. La imposibilidad 
biológica de tal acto indica que no se trata de una occisión real. El 
estudio de estas complejas representaciones obliga a trabajar bajo un 
enfoque que vincule la interpretación iconográfica con la revisión de los 
imaginarios mesoamericanos”. Las autoras entienden la autodecapita-
ción como parte de un ritual de nahualismo.
En “Entierros y desentierros. El cuerpo en dos contextos cultura-
les del Perú central”, Plasencia Soto y van Dalen Luna se enfocan en 
el tratamiento corporal, particularmente el del tatuaje, en la cultura 
chancay de Perú y el uso ritual de los muertos para controlar la lluvia, 
una práctica que se ha conservado desde el periodo prehispánico hasta 
la actualidad. En su investigación, a partir de la antropología social y 
del análisis arqueológico de entierros, figurillas y vasijas antropomorfas 
con evidencia de tatuajes, los autores sugieren que para las comunidades 
andinas la muerte fue tan importante como la vida. El cuerpo, a través 
de su tratamiento y manipulación, expresa complejos de ideas relaciona-
das con la sociedad y además es el centro de la experiencia, desde donde 
emanan significados; se entiende como un “nudo de experiencias cultu-
rales de género, clases sociales y propiciación mágico-religiosa”. 
Partiendo también del cuerpo como una experiencia vivida, Sánchez 
Fonseca se acerca a la cosmovisión de los hñähñu del Valle del Mezqui-
tal en el estado de Hidalgo, México, en el capítulo “La representación 
28
del cuerpo humano en elementos sagrados del pensamiento otomí”. El 
autor explora cómo las partes constitutivas del cuerpo son extensiones 
alegóricas del mundo; cuerpo humano y naturaleza tienen partes que se 
asemejan y habitan un espacio multidimensional. El autor comenta que 
“el pensamiento hñähñu relaciona dos tipos de ‘objetos’, por un lado se 
encuentra el cuerpo humano y por el otro las piedras sagradas y meteo-
ritos, es decir, elementos de la naturaleza al interior del planeta Tierra, 
así como elementos provenientes del exterior de éste, que permiten la 
alegoría del cuerpo humano en representaciones diminutas del mismo”. 
En “La corporalidad de una deidad andina en Ayacucho, Perú: 
wamani Manuel del quinto y sus nuevos devotos”, Cazorla aborda la 
materialidad del cuerpo en la representación de una divinidad en el dis-
trito de Tambo, que se transfigura en un cuerpo humano. En ese con-
texto, la autora explora las condiciones sociales, como la marginación de 
los campesinos cocaleros por parte de la población urbana, y el conflicto 
armado, que permitieron la persistencia del culto al wamani. Asimismo, 
explora las transformaciones y transmutaciones religiosas y los criterios 
empleados en la asignación de una materialidad corporal a la divinidad.
Por su parte, García Escudero plantea una serie de interrogantes 
para indagar la percepción de “cuerpo” en el mundo precolonial cen-
troandino. En el capítulo “Aproximación al estudio del material corpo-
ral como contenedor: incas versus quechuas” pregunta qué es el cuerpo; 
si éste es imprescindible para vivir, si la corporalidad es únicamente 
humana o puede ser combinada con una corporalidad animal en la que 
todo sujeto u objeto tiene cuerpo. Su análisis se basa en la premisa de 
que no podemos vivir sin cuerpo, caminar sin pies, hablar sin boca, 
tocar sin manos. La carencia de cuerpo impide muchas actividades físi-
cas desde este punto de vista. Digamos que es una visión que percibe el 
cuerpo como una “máquina” de trabajo como actividad, independiente-
mente de otros muchos aspectos. Tras un meticuloso análisis de fuentes 
coloniales, yacimientos arqueológicos y trabajo etnográfico, la autora 
concluye que el cuerpo humano se percibió como un contenedor: una 
29
caja abierta, temporal para los humanos, insignificante para la actividad 
de las deidades. 
Las formas en que las prescripciones alimentarias, códigos de urba-
nidad y la cultura material, caso de la cerámica mayólica, controlaron el 
cuerpo de ciertos grupos socioculturales desde el siglo xvi, es explorado 
por Velasquez en “Piadosos y glotones: regular el cuerpo a través de la 
comida y de la mayólica novohispana”. Tanto los alimentos como las 
costumbres en torno al acto de comer fueron centrales en la experien-
cia de vivir a través del cuerpo y experimentar el mundo. La noción de 
individualidad que se fue desarrollando desde el Renacimiento encon-
tró expresión en servicios de mesa peculiares y dietas que buscaron con-
trolar el cuerpo individual, y que se consideraron nociones de etiqueta 
y refinamiento. Regular la salud implicó controlar el cuerpo, éste como 
expresión de refinamiento traducida en ritos y prácticas en el acto de 
comer.
El control corporal se toca tangencialmente en el capítulo de Vene-
gas de la Torre titulado “Violencia contra los cuerpos femeninos en 
México, primera mitad del siglo xix”. En él, la autora describe cómo el 
cuerpo es un producto cultural “desde este enfoque las funciones corpo-
rales que se consideran naturales en realidad son construcciones cultu-
rales porque constituyen parte de las estructuras económicas, políticas y 
sociales”. A partir de expedientes judiciales analiza el cuerpo femenino 
comouna construcción cultural, sometido a una serie de mecanismos 
de poder por parte del sistema patriarcal. 
Siguiendo la idea de control y poder ejercido sobre el cuerpo, San-
tillanes examina la experiencia de la depresión en mujeres migrantes. 
Parte de la premisa de que el cuerpo es social y que el sujeto es activo de 
su propia vida; en “Desafíos metodológicos para el estudio de la salud 
mental dentro de la tradición conceptual mente versus cuerpo”, la autora 
analiza el poder creciente de la autoridad médica y la crítica feminista 
para abordar los modelos y prácticas biomédicas en relación al cuerpo y 
sus procesos de salud/enfermedad. Quienes padecen depresión ubican 
30
muchas veces el sufrimiento más allá del cuerpo biológico e incluyen 
elementos de su historia o biografía para darle sentido. La recuperación 
del cuerpo social permite problematizar los conceptos biologicistas e 
individualistas, esenciales en la noción del cuerpo desde la biomedi-
cina dominante, que se expresa a través de la tendencia a transformar lo 
social en biológico. 
La enfermedad también existe en relación con el espacio que habita. 
En “El cuerpo enfermo: etnografía de sus lugares”, Enciso examina la 
enfermedad desde una perspectiva que combina la antropología urbana, 
ambiental y médica. Las ciudades son testigos de cómo los cuerpos de 
los urbanitas nacen, se desarrollan, enferman y mueren. Para cada una 
de estas etapas, la urbe asigna lugares genéricos o específicos. Los espa-
cios de la ciudad son “multipropósitos, en cada etapa del ciclo de vida 
del urbanita se hacen más frecuentes”… Para Enciso nada es inocente. 
El cuerpo enfermo y sus lugares no son otra cosa que la forma en que 
se presenta una ilusión de autogobierno en la conducta socioespacial 
del enfermo terminal. La enfermedad, el cuerpo enfermo y su recorrido 
demuestran cómo el cuerpo se ubica, reconstruye y estabiliza en la geo-
grafía según el grado de enfermedad y posición social del sujeto.
Siguiendo este eje temático, en “Sujeto, cuerpo, migraciones y 
quehacer geográfico”, Regules señala que fue hasta los años ochenta y 
mediados de los noventa cuando realmente se gestó un interés particu-
lar por el cuerpo como eje de referencia dentro de la geografía, y por el 
espacio y las relaciones que se cruzan en los lugares de origen, tránsito 
y destino. El autor analiza cómo el cuerpo es sujeto de movimientos 
espaciales largos, caso de las migraciones, donde resalta el hecho de que 
“la práctica de la inmigración es una práctica ‘corporeizada’, se inscribe 
en el cuerpo trazando huellas sobre él, como si fuera un mapa de las 
experiencias”. 
Como se puede observar, los capítulos de este libro nos introducen 
de alguna manera a la percepción del cuerpo, relacionada con aspec-
tos antropomorfos, zoomorfos, con plantas, piedras y cerros; el cuerpo 
31
es animal, alma, montaña. El nuevo cuerpo de las ciencias sociales, 
siguiendo a Csordas, es social y no un hecho que existe naturalmente. 
El cuerpo es activo, tiene agencia. Puede ser agredido, sometido, con-
trolado; un objeto, receptor de castigos, en el que se insertan los discur-
sos de poder y que expresa valores sociales. Es el lugar desde donde se 
experimenta el mundo; el mundo existe a partir del hecho del cuerpo. El 
cuerpo en sí mismo no tiene magnitud pero se extiende, como demues-
tran los investigadores, a una dimensión plural resultada del contexto 
espacial y temporal en que se analice. Dentro de este concepto de cuerpo 
“híbrido” se explora la idea de concebirlo como un “contendor” que abre 
la posibilidad de hablar de antropomorfismo, chamanismo y nahua-
lismo, un recipiente del tonalli. El cuerpo posee espacios, se adueña de 
ellos; es un mapa de experiencias y recorridos; es jerarquía, carece de 
individualidad y es expresión de la misma. Sobre el cuerpo se ejercen 
el poder y el discurso hegemónico que lo regula a través del sacrifi-
cio, el castigo, el exilio, la violencia, las marcas corporales, la comida, 
la enfermedad. Las investigaciones plasmasdas en este libro intentan ir 
más allá de la simplificación del cuerpo como objeto de la antropolo-
gía para acercarnos a distintas formas de conceptualizarlo y entenderlo, 
desnudarlo, fragmentarlo para bosquejar las múltiples dimensiones que 
conforman al ser humano. 
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Pishtacos del Perú: degolladores ricos y cuerpos pobres
Wilfredo Kapsoli*
Pedro Monge recopiló en la década de 195 0 siete relatos sobre Pishta-
cos, transmitidos por cuatro mujeres adultas y tres ancianos, que fueron 
publicados por José María Arguedas (195 3 y 195 8). Años más tarde, 
Sergio Quijada dio cuenta abreviada de 13 versiones (de las que toma-
mos cuatro) y Arguedas, conjuntamente con Francisco Izquierdo Ríos 
(1970), dieron a conocer uno con el cual tenemos un corpus de 12 cuen-
tos: 8 de Jauja, 2 de Huancayo y 2 de Canta. Para su análisis hemos 
elaborado el cuadro 1. En él, presentamos los atributos de los Pishtacos 
y de sus víctimas, el desenvolvimiento de las acciones y el desenlace de 
las mismas.
La lectura del cuadro nos permite confirmar ciertas constantes y 
algunas variaciones de la imagen y aventuras de los Pishtacos. Ellos 
viven en cuevas, alejados de los centros poblados. Se movilizan a caballo 
y en pareja; portan cuchillos o puñales (sólo uno lleva “polvo mágico”). 
Atacan siempre de noche, dialogan con sus víctimas y, en ocasiones, se 
disfrazan de Chacuas (viejas). No se les conoce el rostro ni la contextura, 
salvo en tres casos, en que se les describe: “dicen que eran negros” (núm. 
10), “allí —la Oroya— los Pishtacos eran negros” (núm. 11) y “era hom-
bre grande, barbudo, bien vestido” (núm. 6). Raptaban a las mujeres 
jóvenes, las convertían en sus amantes y las destinaban a ser cocineras. 
Les amputaban las piernas y, a veces, los brazos para evitar que se fuga-
ran o los agredieran en cualquier descuido. Apenas una se conserva sana 
y colabora activamente con el seductor (núm. 3).
Los Pishtacos son hombres temibles y poderosos. Tienen como 
riqueza grasa humana, oro y plata. La grasa proviene de los campesinos 
* Universidad Ricardo Palma, Lima
40
degollados de cuya carne preparan chicharrones y la destilan colgán-
dolos en ganchos “desde donde la grasa gotea a los cilindros”. El tesoro 
que poseen es producto de sus fechorías y de la grasa que venden en 
Lima. Los Pishtacos y su “familia” son antropófagos. En general, se han 
acostumbrado tanto a esta vianda que las mujeres liberadas no pueden 
readaptarse a la vida cotidiana y constantemente claman: “ay nunapa 
jallollati, jallu”: ¡Ay, la lengua de gente, sí es lengua! 1 (Arguedas, 1970).
Las víctimas de estos episodios son jóvenes o adultos de ambos sexos, 
viajeros solitarios o niños de colegio a quienes se les persigue para deca-
pitarlos. Las acciones se producen en el campo, en los caminos escar-
pados, aunque siempre surge un imponderable que los salva. De este 
modo, los otrora vencedores son vencidos y sus cabezas ruedan por los 
suelos. Los vencedores son, en esta región, personajes singulares: toros y 
perros, hombres y mujeres humildes que recurren a tretas ingeniosas o a 
la fuerza de las armas. He aquí los sucesos: 
“Un Toro de color verde, dando bramidos ensordecedores y echando chis-
pas por los ojos, embistió al Pishtaco a diestra y siniestra y lo devoró en 
un instante” (núm. 1). 
“Un Toro, que odiaba a toda persona que veía, entró a la cueva escar-
bando en el suelo y bramando se lanzó sobre el Pishtaco asteándolo y 
revolcándolo, a su regalado gusto, lo hizo pedacitos” (núm. 2).
1 Esta costumbre se proscribía moralmente y sus infractores provocaban la cólera de los dioses. 
Así, una familia de Huancavelica debía sembrar maíz y papa. La madre encargó esa tarea a 
sus hijos. Ellos lejos de cumplir con el mandato, se comieron la semilla. Al cabo de unos días 
retornaron diciendo: “Hemos terminado ya de sembrar, pero tenemos hambre y queremos 
comer carne”. La madre les respondió: “Córtenme pues la pierna y cómansela”. Así lo hic-
ieron los mozos. Pero, cuando acababan de comer carne de la madre, de repente se produjo 
un fuerte viento, con una gran polvareda rojiza, que sacó a aquéllos de la casa y los estrelló en 
el cerro Oyocco, donde actualmente se ven las figuras de dos caras humanas que, al decir de 
la gente, son de los dos mozos perversos (Arguedas e Izquierdo, 1970).
41
“Una mujer clamó una gracia antes de morir: cantar fuerte a Dios. Con-
cedido su pedido lo hizo a voz en cuello. ¡Tanitaaa, Uruncushaaaa! y los 
perros —que así se llamaban— se lanzaron a toda carrera contra el Pish-
taco y lo devoraron en un santiamén” (núm. 9).
Los perros también auxilian y facilitan la tarea a sus amos: un 
anciano, ante la orden, ¡la plata o la vida! (careciendo de dinero), aceptó 
morir. Pero, antes dijo: “Te pido un momentito para rogar a Dios y des-
pedirme de mi perro cantando mi tristeza”.
—¡Bueno, pero rápido! —fue la respuesta del Pishtaco. En efecto el 
anciano se puso a cantar llorando y rogó a Dios por la buena vida de su 
perro con estas palabras:
—¡Ay, Jarimaaan, Jarimaaan! ¡Ha llegado el fin de mi destino! Jariman, 
Jariman: ¡Yo ya me voy de esta vida! ¡Ay Jarimancito, Jarimancito!
El perro, que estaba por allí cerca, al escuchar la voz de su dueño, 
vino disimuladamente, corriendo por detrás del Pishtaco y, de un salto, 
cogió por la garganta y lo derribó al suelo. En ese momento el anciano 
recogió el puñal del Pishtaco y se lo plantó en el corazón, matándolo en 
el acto (núm. 5 ).
Cuadro 1. Historias Comparadas de los Pishtacos en la Sierra Central 
Lugar Pishtaco Víctimas Acciones Fin
1. Matahuasi, 
Concepción
Viven en 
bosque; 
grasa 
humana; 
oro y plata; 
2 caballos
Dos mujeres 
mutiladas; dos 
obreros
Obreros huyen; 
toro devora a 
Pishtacos; caballos 
guían a obreros; 
mujeres preparan 
chicharrones
Obreros se 
enriquecen; 
mujeres son 
liberadas
42
Lugar Pishtaco Víctimas Acciones Fin
2. Acolla, Jauja Viven en 
cuevas; grasa 
humana; 2 
cuchillos; 2 
mulas
Dos 
campesinos; 
una mujer 
mutilada
Campesinos 
huyen; se refugian 
en la cueva; un 
Pishtaco muerto 
por un toro; 
mulas guían a la 
cueva; un Pishtaco 
muerto por un 
grupo
Mujer 
liberada; 
venden 
grasa; son 
“prósperos”
3. Jauja Vive en 
campo; 
una mujer 
ayuda; grasa 
humana; un 
cuchillo
Tres 
campesinos de 
viaje
Mujer invita 
chicharrones; uno 
no come, está 
mal; piden ají; el 
Pishtaco ataca; le 
avienta ají a los 
ojos
Salvó a los 
amigos; 
Pishtaco 
ciego, muere 
después
4. Muqui, Jauja Vive en 
cueva; un 
caballo; un 
cuchillo
Un viajero 
solitario
Pishtaco amenaza; 
viajero le invita 
chuño; Pishtaco 
se atora; viajero le 
degüella
Lo cubre 
con una 
manta; se 
apodera del 
caballo
5 . Yauyos, Jauja Viven en 
cueva; un 
puñal
Un anciano Pishtaco ataca; 
anciano implora; 
anciano canta; 
perro ataca al 
Pishtaco; anciano 
le degüella
Entierra al 
Pishtaco, 
se apodera 
del tesoro, 
vuelve rico 
a la ciudad, 
comerciante 
abraza al 
perro
6. Julcán, Jauja Hombre 
grande, 
barbudo, 
elegante; un 
cuchillo
Un 
comerciante; 
oro y plata; 
un perro
Pishtaco ataca; 
comerciante 
implora; 
comerciante 
canta; perro 
ataca al Pishtaco; 
comerciante le 
degüella
Regresa con 
su tesoro a 
salvo
43
Lugar Pishtaco Víctimas Acciones Fin
7. Jauja Vive en 
cueva; 
bueyes, 
caballos; 
grasa 
humana; 
oro y plata
Una 
mujer, dos 
campesinos
Pishtaco 
se ausenta; 
campesinos 
ingresan a su 
cueva; mujer pide 
ayuda; campesinos 
se apoderan del 
tesoro; Pishtaco 
los persigue, pero 
es muerto a tiros
Campesinos 
se 
enriquecen; 
arrojan 
animales 
al campo; 
liberan a la 
mujer
8. Ahuac, 
Huancayo
Vive en 
cueva; oro 
y plata; un 
caballoUna mujer 
mutilada; un 
viajero
Mujer prepara 
chicharrones; 
Pishtaco ataca; 
viajero lo degüella
Caballo del 
Pishtaco 
lo guía a 
cuevas; 
viajero se 
apodera de 
la riqueza
9. 
Huamantanga, 
Canta
Viven en 
cuevas; 
gancho de 
fierro; grasa 
humana
Una 
campesina
Pishtacos atacan; 
campesina 
implora; perros 
devoran a 
Pishtacos
Campesina 
abraza a los 
perros
10. Huaychulo, 
Concepción
Viven en 
monte; 
negros, se 
disfrazan 
de chacuas; 
grasa 
humana; 2 
puñales
Un campesino 
y su hija 
escolar
Pishtaco los 
persigue; Pishtaco 
tropieza y cae en 
su puñal
Campesino 
e hija se 
salvan
11. La Oroya Seis negros; 
viven en 
cuevas; grasa 
humana; 
plata y 6 
puñales
Una mujer 
mutilada; 
varios 
campesinos
Mujeres piden 
perseguirlas; la 
cautiva los ayuda; 
campesinos los 
matan
Liberan a 
la mujer; se 
apropian de 
la riqueza
44
Don Timoteo, acorralado por el Pishtaco, le rogó que le concediera 
unos cuantos minutos para despedirse de la vida cantando una canción 
que había compuesto. El Pishtaco accedió a su ruego, pensando que lo 
tenía en sus manos y no se le escaparía. Entonces, don Timoteo se subió 
sobre una roca grande y comenzó a cantar a gritos: 
“¡Ay, Pichucachi, Pichucachi! ¡Ya no te verán mis ojos! ¡Ay Pichuca-
chi! ¡Adiós para siempre!”
Lo que en realidad hacía era llamar a su perro que se había quedado 
retrasado comiendo una presa que había cogido en el camino. Cuando 
el perro oyó la voz de su amo, dejó la presa y corrió velozmente en su 
auxilio. Ya el Pishtaco se preparaba a matar a don Timoteo y sacaba su 
cuchillo ensangrentado, cuando llegó Pichucachi sin ser visto y cogió al 
Pishtaco por el cuello y lo derribó al suelo. Don Timoteo aprovechó el 
lance para quitarle el cuchillo al Pishtaco y matarlo con él (núm. 6).
Los propios caballos de los Pishtacos devienen en su contra. Cuando 
el toro ha matado a su amo, advierten a los jóvenes: “cuídense de mon-
tarme bien y agárrense de la crin”. Luego los conducen a la guarida 
donde se halla el tesoro (núm. l y 2).
Campesinos anónimos burlan la ferocidad de los Pishtacos: la mujer 
les invita chicharrones con el propósito de dormirlos. Lo logra con dos 
Lugar Pishtaco Víctimas Acciones Fin
12. 
Buenaventura, 
Canta
Viven en 
cuevas; grasa 
humana; 
gancho de 
fierro
Campesinos; 
una anciana y 
sus nietos
Campesinos 
comen 
chicharrones; 
mujeres piden 
destruirlas; 
campesinos lo 
matan; anciana 
burla por azar al 
Pishtaco
Campesinos 
entierran 
a sus 
compañeros; 
niños salvan 
a la abuelita
Fuente: Elaboración del autor en base al corpus documental referido anteriormente. 
45
de los tres viajeros, pero uno de ellos no comió por estar mal del estó-
mago lo cual resultó providencial:
Al poco rato vino la señora y vio que sus alojados habían dado cuenta 
de los chicharrones; recogió una batea vacía, pero les dejó el plato de ají, 
porque los hombres le dijeron:
—Préstanos tu ají para comer nuestro charqui (carne salada y secada 
al sol). Pasado un rato volvió y los halló durmiendo a los tres. Comenzó 
entonces a llamar diciendo:
—¡Negrito! ¡Negrito! ¡Ven! ¡Ya están dormidos!
—¡Mira si están bien dormidos! —contestó el Pishtaco desde adentro.
—¡Te digo que sí! —insistió la mujer.
Entonces salió el Pishtaco. Pero, el hombre que no había comido de 
los chicharrones, estaba realmente despierto. El Pishtaco avanzó sobre 
ellos gritando:
—¡La vida o la plata! ¡Levántense!
Ninguno se levantó ni se movió siquiera. Estaban profundamente 
dormidos, sólo el despierto vigilaba. Entonces el Pishtaco sacó el gran 
cuchillo y se acercó a cortarles el cuello y mientras se inclinaba para 
hacerlo, el que no dormía le aventó el plato de ají en la cara, echándole 
a los ojos. El Pishtaco cayó gritando:
—¡Ya no puedo ver! ¡Ananau! (interjección quechua de dolor). 
Quedó ciego y al poco tiempo murió (núm. 3).
El Pishtaco sorprende a un viajero preparando su merienda (llevaba 
chuño como fiambre) y le grita “¡prepárate a morir!” —a lo que el via-
jero respondió:
—Si voy a morir, moriré. Pero, antes déjame comer mi chuño que 
está cocido. Después moriré tranquilo.
—¡Está bien! —respondió el Pishtaco— ¡Come tu chuño, que nada 
te librará de morir a mis manos!
Y se sentó a su lado, sin dejar su cuchillo. El viajero extendió su 
manta en el suelo, vació sobre ella el chuño y se puso a comer tranqui-
lamente.
46
—¡Servido! ¿No le gusta el chuño? —inquirió el viajero, invitando 
al Pishtaco.
—¡Mucho! —contestó éste—, pero el chuño me hace atorar cuando 
cómo.
—Bueno, si quieres puedes servirte —terminó el viajero.
—Con mucho gusto. Pero quiero prevenirte que, si me atoro al 
comer, me haces el favor de golpearme en la nuca con el revés de este 
cuchillo.
Así se lo prometió el viajero y ambos comenzaron a comer con buen 
apetito. Comían silenciosamente, sin dirigirse palabra, cuando en la 
mitad del chuño el Pishtaco se atoró en forma atroz, quedándose com-
pletamente sin resuello. Rápido y obediente, el viajero cogió el arma del 
Pishtaco; pero, en lugar de hacer uso del mango, como le había reco-
mendado aquél, descargó con la hoja tan fenomenal golpe en la nuca 
del Pishtaco que su cabeza rodó por el suelo cortada en redondo como 
si fuese un mazapán (núm. 4).
Los Pishtacos también sucumben de manera banal. Una escena 
cotidiana, intrascendente, de la vida familiar, los confunde, imposibili-
tando su cometido:
Los Pishtacos habían rodeado ya la choza y se preparaban a entrar 
en ella, cuando oyeron que la viejecita pronunciaba palabras, que ellos 
nunca habían escuchado: ¡Janampa, janampa, chaita, chaita, uruaypi, 
uruaypi y los bandidos creyendo que la viejecita llamaba gente en su 
ayuda o que era una bruja que podía encantarles, huyeron para no vol-
ver más. En realidad, la viejecita indicaba a sus nietos que le frotaran la 
espalda, e ignorante de todo lo que sucedía en el exterior, les decía en 
quechua: “¡Arriba, arriba; abajo, ¡abajo! A ese a ese: para que ellos supie-
ran qué sitio debían frotar” (núm. 12).
Vale la pena, también resaltar que estas historias tienen un final 
feliz. Las mujeres secuestradas y poseídas compulsivamente como objeto 
sexual son liberadas. La grasa y el tesoro enriquecen a los marginados 
recuperándolos socialmente.
47
Detengámonos ahora en el análisis de algunos elementos que con-
forman la estructura de estos cuentos.
Los Pishtacos
Se afirma que eran negros y que, por las punas bravas de Yanaoca, son 
indios, pastores de llamas “de los cuales dos de ellos, Sittcha y Jasikucha, 
eran temerarios Pishtacos especializados uno en degollar muchachos y 
mujeres el otro” (Manya, 1969). Estas evidencias desmienten de manera 
categórica la idea de que todo Pishtaco es blanco, gringo y de apariencia 
sobrehumana. Efraín Morote, en un célebre ensayo sobre el Nakaq 2, lo 
describe como: “un hombre de pequeña talla, de miembros potentes, de 
rostro color de púrpura. Los cabellos y la barba largos y ensortijados, 
casi del mismo color del rostro” (Morote, 195 2).
El negro, ¿por qué es considerado maligno? Podría ser que el color 
esté asociado con la enfermedad, la desgracia y el diablo. Pero, parece 
más vinculado al hecho de que los esclavos cumplieron el rol de capa-
taces y verdugos de indios en los obrajes de la Sierra Central. Por eso, 
durante la sublevación de Juan Santos Atahualpa, en 1742, fueron con-
denados a muerte junto con los misioneros españoles.
Los Pishtacos son hombres excepcionales. A su ferocidad añaden el 
poder de los polvillos y chicharrones: “pone el polvo en la mano y la 
sopla sobre la víctima la cual cae de rodillas y se acerca al Nakaq arras-
trándose” (Morote, 195 2, p. 73). En el momento de recibir el polvo 
mágico, el primer síntoma se manifiesta por “las chispas que se despren-
den de la cabeza, los ojos y hasta de la falda del sombrero de la persona” 
(Morote, 195 2). “Cuando aparece la gente señalada estando cerca a unos 
5 0 metros, el Nakaq reza una oración mágica luego sopla un polvillo nar-
2 Nombre quechua de Pishtaco.

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