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El cuerpo: lienzo, símbolo, metáfora Verónica Velasquez María del Carmen García Escudero (coords.) © Verónica Velasquez, María del Carmen García Escudero (coords.), Wilfredo Kapsoli, Alondra Domínguez Ángeles, Adriana Gómez Aiza, Rommel Plasencia Soto y Pieter Van Dalen Luna, Luis Francisco Sánchez Fonseca, Carmen Cazorla Zen, Águeda Venegas de la Torre, Nadia Santillanes, Jesús Enciso González, Ricardo Regules García, 2020 D.R. © Colofón S.A. de C.V. , 2020 Franz Hals núm. 130 Alfonso XIII Álvaro Obregón, 01460 Ciudad de México www.colofonlibros.com ISBN: 978-607-635 -107-9 Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o electrónico sin la autorización escrita de los editores. Impreso en México • Printed in Mexico PIE DE IMPRENTA. Agradecimientos Las coordinadoras expresan su especial agradecimiento al maestro Adolfo Pontigo Loyola, rector de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo por el apoyo brindado para la realización de este libro. Asimismo agradecemos al doctor Alberto Jaén Olivas, director del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de esta casa de estudios por las facilidades brindadas para la realización de este proyecto. Apuntes para una biografía del cuerpo y su reinterpretación Verónica Velasquez y María del Carmen García Escudero Pishtacos del Perú: degolladores ricos y cuerpos pobres Wilfredo Kapsoli Cuerpo humano y nahualismo: una mirada desde los testimonios visuales Alondra Domínguez Ángeles y Adriana Gómez Aiza Entierros y desentierros. El cuerpo en dos contextos culturales del Perú central Rommel Plasencia Soto y Pieter Van Dalen Luna La representación del cuerpo humano en elementos sagrados del pensamiento otomí Luis Francisco Sánchez Fonseca La corporalidad de una deidad andina en Ayacucho, Perú: Wamani Manuel del Quinto y sus nuevos devotos Carmen Cazorla Zen Aproximación al estudio del material corporal como contenedor: incas versus quechuas María del Carmen García Escudero Índice 10 39 65 91 115 135 15 7 Piadosos y glotones: regular el cuerpo a través de la comida y de la mayólica novohispana Verónica Velasquez Violencia contra los cuerpos femeninos en México, primera mitad del siglo xix Águeda Venegas de la Torre Desafíos metodológicos para el estudio de la salud mental dentro de la tradición conceptual mente versus cuerpo Nadia Santillanes El cuerpo enfermo: etnografía de sus lugares Jesús Enciso González Sujeto-cuerpo, migraciones y quehacer geográfico Ricardo Regules García 187 221 243 269 295 9 Apuntes para una biografía del cuerpo y su reinterpretación Verónica Velasquez* María del Carmen García-Escudero* Este capítulo tiene por objetivo reconstruir algunas generalidades de la vida del cuerpo en el mundo occidental. Se busca mostrar que existen distintas posibilidades de mirar, construir, experimentar y entender el cuerpo. Cada sociedad, dependiendo del contexto histórico y social, lo conceptualiza, problematiza y trata de formas diferentes. Como se mos- trará a lo largo de este texto, trazar la biografía del cuerpo implica explo- rar su trayectoria en el pensamiento occidental como un organismo natural, un objeto, alimento, mercancía, una herramienta para ejecutar acciones, un sitio donde se incrustan los discursos de poder, una fuente de simbolismo y metáfora, lo que permite experimentar el mundo, una expresión de gusto. Desde el siglo xix la arqueología y la antropología física han estu- diado el cuerpo para examinar la variabilidad humana. Mediante el estudio de los restos óseos y objetos asociados en contextos funera- rios los arqueólogos han inferirido aspectos relacionados con la dieta, salud y actividades físicas; han explorado representaciones de género y estatus, y recientemente han trabajado en la construcción de la iden- tidad y la experiencia vivida (Joyce, 2005 ). Pero fue hasta la segunda mitad del siglo xx cuando el cuerpo se estableció como tema central para las ciencias sociales y las humanidades, influidas principalmente por Mauss, Douglas, Merleau-Ponty, Csordas, Bourdieu y Foucault. A partir de ese momento, los estudios sobre el cuerpo se han multipli- cado, abordando una variedad de temas desde distintas disciplinas y enfoques teórico-metodológicos, véase, por ejemplo: Csordas (1997); * Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo 10 Lock y Farquhar (2007); Hamilakis, Pluciennik y Tarlow (2002); Mas- cia-Lees (2011), cuyos trabajos abordan la teoría feminista, la historia, estudios literarios, religión comparativa, la antropología del espacio, médica, psicológica y cognitiva, entre otras (Csordas, 1997, p. 1). El cuerpo tradicionalmente se consideró, tanto en el quehacer académico como en el pensamiento popular, “una entidad material fija, sujeta a las reglas empíricas de la ciencia biológica, que existe antes que la muta- bilidad y flujo del cambio cultural y diversidad, y caracterizado por necesidades internas inmutables”. Pero el “nuevo cuerpo” identificado por la academia no se puede considerar más como un “hecho bruto de la naturaleza” (Csordas, 1997, p. 1). Partiendo de esto, se puede argumentar que el estudio del cuerpo se ha extendido de un entendimiento anatómico a explorar los significa- dos históricos y la experiencia corporal. De forma general, podrían des- tacarse algunas directrices que ha tomado ese campo de investigación, las cuales expresan formas de mirar y habitar el mundo y el cuerpo, distintas posibilidades de conceptualizarlo en diferentes regiones geo- gráficas y periodos históricos, e.g. la relación entre la composición del cuerpo humano y el cosmos; las concepciones culturales sobre el cuerpo humano y su relación con el lenguaje; la autobiografía corporal y la autoetnografía como un quehacer crítico que implica analizar la expe- riencia propia desde el cuerpo y su relación con el discurso intelectual; la experiencia corporal; los sentidos, afectos y emociones; el dolor; la mortificación y el castigo; las actitudes hacia el cuerpo e ideales cor- póreos mediante el análisis de la cultura material; la modificación e inscripción de la superficie del cuerpo: perforaciones, escarificaciones y tatuajes; la imagen corporal; la relación del cuerpo y la comida; repre- sentaciones, manipulación y tratamiento mortuorio; la exhibición de restos humanos (véase Araya Espinoza, 2006; Bordo, 2013; Esteban, 2004a y 2004b; Bourdin, 2009 y 2016; Crossland, 2010; Counihan, 1999; Counihan y van Esterik, 2013; Davis y Matteoni, 2017; Fassin, 2011; Graves, 2007; Hallam, 2016; Howes, 2014; Jackson, 2011; Joyce, 11 2003 y 2005 ; Houston, Stuart y Taube, 2006; Lancaster, 2011; Leavitt, 1996; López Austin, 2012; Lutz y White, 1986; Magaña, 2011; Mes- kell y Joyce, 2014; Parasecoli, 2005 ; Ramos-Zayas, 2011; Schildkrout, 2004; Tarlow, 2000, 2015 y 2016; Van Dijck, 2007; Wohlrab, Stahl y Kappeler, 2007; Woolgar, 2006). Si bien se han mencionado sólo algunos trabajos que representan las directrices que ha tomado el estudio del cuerpo en las últimas décadas, vale la pena examinar cómo fue que se volvió, en Occidente, central a las ciencias sociales y las humanidades. El interés por estudiar el cuerpo humano encuentra sus orígenes en la biología, la anatomía y fisiolo- gía medievales, herederas del sistema hipocrático y galénico, que bus- caron entender su funcionamiento y tratar la enfermedad. La medicina griega tuvo una influencia importante en la anatomía europea, rele- gando el estudio del cuerpo al campo de las ciencias naturales y la filo- sofía, principalmente la cosmología platónica y conceptos anatómicos de Aristóteles. Esas nociones de la Antigüedad Temprana permearon el pensamiento cristiano del periodo medieval. El cuerpo se trató bajo una óptica que combinó la dimensión espiritual y física dando lugar a sitios, como los monasterios, para aprender y tratar los padecimientos del cuerpo y del alma. En ese contexto, el tratamiento del cuerpo se dejó en manos de religiososy la enfermedad se explicó bajo el pensamiento cristiano (Siriasi, 1990). Sólo así se entiende cómo es que a partir del siglo xiii la religión y la filosofía absorbieron al cuerpo, un momento en que los sentidos corpóreos se consideraban conductos para conocer el mundo y a Dios. La vista, el tacto y el gusto, por ejemplo, eran portales al alma, puentes entre el mundo y el cuerpo, capaces de revelar verdades humanas (Camille, 2000; Giles, 2007; Graves, 2007; Woolgar, 2006). A las partes del cuerpo también se les inscribió poder sobrenatural, caso de las reliquias. Ese culto puede trazarse hasta el siglo ii d.C. y ha sido uno de los rasgos más destacables de la religión cristiana. Hacia los siglos iii y iv el cuerpo fragmentado de mártires, particularmente cabe- zas y manos, se veneró como sitio de poder y acceso a lo divino. Durante 12 la Edad Media los trozos se exhibían en relicarios, algunos con la forma de las partes contenidas. En otros recipientes se guardaban “reliquias de contacto”: fragmentos de ropa. En oriente, por ejemplo, para evitar la idolatría, los relicarios no replicaban las formas de miembros corporales y se mostraban solamente segmentos de huesos, a veces adornados con oro (Walker Bynum y Gerson, 1997, pp. 3-5 ). Así el cuerpo se frag- mentó y construyó como artilugio milagroso, fragante, capaz de curar enfermos, mercantilizado a través del tráfico de reliquias (Geary, 1978). La segmentación del cuerpo ha tomado muchas formas. Entre la nobleza del norte de Europa y de España existió una práctica cono- cida como la “división del cadáver”. Ésta consistía en desmembrarlo, hervir los huesos, extraer las entrañas, conservarlas en sal y enterrarlas separadas del cuerpo. La división del cuerpo permitía que éste “descan- sara” en distintos lugares para recibir muchas oraciones, que diferentes comunidades religiosas reclamaran una parte del personaje en cuestión y facilitaba mover el cadáver si el individuo en cuestión había muerto lejos de casa (Park, 1995 , pp. 111-113 y 118). Esta práctica fue conde- nada en 1299 por el papa Bonifacio VIII a través de la bula Detestante feritatis, por considerarla “detestablemente salvaje”, incluso señalaba que a los cadáveres que recibieran ese tratamiento mortuorio se les negaría cristiana sepultura. A pesar de esa prohibición, muchos nobles continuaron practicándolo —como lo hacían desde el siglo xi— hasta el siglo xvii, lo cual revela apego al aspecto material de sus cuerpos, una actitud que cambiaría tiempo después (Brown, 1981, pp. 221-222 y 261-267). Hacia el siglo xvi, el desmembramiento del cuerpo creó un orden del mundo más comprensivo, construyó un “cuerpo de conocimiento” (Hillman y Mazzio, 1997, p. xiv), al revelar por primera vez sus entrañas ante los ojos del público. A Mundinus, profesor de anatomía en Boloña, se le atribuye la primera disección de un cadáver. Así, el conocimiento del cuerpo se transfirió de la teoría a los tratados anatómicos ricos en representaciones gráficas; de las oscuras salas de disección (donde casi 13 clandestinamente se exploraba el cuerpo), hasta los teatros anatómicos públicos que se construían como estructuras temporales y después per- manentes, de cedro, adornados con esqueletos de animales y bustos de reyes, tenían biblioteca y en ellos un grupo de músicos entretenía a la audiencia (Abbot, 2008; Brockbank, 1968). En ese contexto, la disección expresa la importancia que se le dio tanto al cuerpo como a sus miembros individuales, y la idea de que el cuerpo del hombre poseía más piezas que el mundo mismo. La indivi- dualización de las partes corporales es paralela a la importancia del indi- viduo propia del Renacimiento y como tal, siempre está en relación con algo más, como parte de un todo. En el medioevo y el periodo moderno temprano, por ejemplo, cada parte se relacionaba con cualidades parti- culares, personalidades, con un signo zodiacal y mitos, e.g. se creía que la lengua por su relación con el lenguaje tenía vida propia, capaz de afec- tar a otros a distancia, un miembro tóxico, petulante y malvado capaz de deshonrar al cuerpo, imposible de domar; el clítoris fue considerado por algunos médicos como una patología, un rasgo de hermafroditismo, de desviación sexual y homosexualidad que además colocaba a las muje- res en el mismo nivel jerárquico que los hombres, lo cual creó anisedad entre la comunidad masculina (Hillman y Mazzio, 1997, pp. xiv-xix; véase Mazzio y Park en Hillman y Mazzio, 1997). Con el descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo se ins- tauró una “cultura de la disección” en la que todas las formas de pen- samiento, prácticas intelectuales y artísticas se fracturaron, al igual que ocurrió con el cuerpo humano. El espíritu explorador del siglo xvi impregnó el pensamiento científico que se dedicó a conocer el cuerpo mediante la exploración de sus entrañas, como si se tratara de un nuevo territorio. Ello resultó en la costumbre de adquirir restos mortuorios de las recién descubiertas culturas del Nuevo Mundo y de miembros mar- ginados de la sociedad (véase abajo el tráfico de cráneos de poblaciones originarias durante el siglo xix). El cuerpo se volvió una metáfora de la colonización del Nuevo Mundo, donde los exploradores dejaron su hue- 14 lla, lo descubrieron, lo mapearon y lo nombraron, se apropiaron de él, lo explotaron (Sawday, 1996). Si antes los asistentes de anatomistas debían exhumar cadáveres para diseccionarlos, a partir del siglo xvi el material para los anfiteatros pro- vino de criminales ejecutados (Brockbank, 1968). En el siglo xviii, en Inglaterra, se estableció el Murder Act, mediante el cual los cadáveres de asesinos se diseccionaban, como una forma de castigo. El cadáver sirvió para ese propósito, pero también se construyó como un medio para edu- car e investigar, y se ubicó al centro del espectáculo para el público que atendía la disecciónndose como diseccionesr Act,pse in the Medieval World. Harnessing the Power of the Criminal Corpse. Palgrave Mac- millan, Cham.es (Tarlow y Lowman, 2016, pp. 87 y 122-132). Incluso la piel de algunos delincuentes se utilizó para empastar libros (Tarlow y Lowland 2016, pp. 205 -206). México no fue la excepción a esa práctica. Aunque un siglo después, también se coleccionaron restos de criminales. Es el caso de la colección de cráneos de reos de la Penitenciaría de la Ciudad de México, ensam- blada entre 1901 y 1914, y que formó parte del museo del mismo sitio (Bautista Martínez y Pijoan Aguadé, 1998, p. 9) (véase abajo museos anatómicos y de antropología criminal). El cuerpo también se fragmenta para devorarlo. Las motivaciones que llevan a consumir carne humana son diversas: desde el canibalismo gastronómico, hasta el mortuorio, sacrificial y medicinal (Salmon, 2000, p. 201). El canibalismo se entiende como una “construcción que se refiere a la capacidad irracional del Otro de consumir carne humana como un alimento especialmente delicioso”. Es una categoría etnográ- fica que desafía una formulación simple y se usó tradicionalmente para definir lo salvaje, inundando la literatura antropológica y relatos de via- jeros hasta no hace mucho (Obeyesekere, 1998, p. 63). Un ejemplo de ello son los estudios entre los fore de Papúa, Nueva Guinea, motivados por el sensacionalismo del canibalismo y su relación con la epidemia de kuru (Lindenbaum, 2004 y 2009). 15 Existen dos grandes narrativas en torno al canibalismo: 1) es un rasgo de las culturas no europeas que habitaban en América, el Pacífico y África antes de la expansión del mundo europeo y 2) es el producto del imaginario europeo, un discurso imperialista impuesto por los coloni- zadores para justificar sus excesos con las poblaciones nativas (Hulme, 1998, p. 3). Otras interpretaciones sobre esa práctica institucionalizada, particularmente entre los aztecas, han surgido del materialismo cultu- ral. Ese enfoque intentó explicar la práctica dentro de un complejo gue-rra-sacrificio-canibalismo, en que se consumía carne humana no como “golosina” ceremonial sino a la par de la de otros animales domesti- cados. El canibalismo entre los aztecas se ha propuesto como el resul- tado de una dieta baja en proteínas en tiempos de hambruna y presión poblacional (Harris, 1991). Sin embargo, el aporte proteínico de la carne humana a la dieta de los aztecas no fue sustancial si se consideran otras fuentes de proteína como los insectos. El consumo extensivo de carne humana ha sido cuestionado además con base en la baja credibilidad de los testigos, quienes quizás exageraron sus descripciones sobre la prác- tica (Ortiz de Montellano, 1978 y 1983). La evidencia etnográfica observable para probar presuntos casos de canibalismo en, por ejemplo, el Caribe en el siglo xv, Mesoamérica en el siglo xvi, África en el siglo xix y los grupos de Nueva Guinea ha sido cuestionada y considerada insuficiente. Sin negar la existencia de esa práctica, quizá se explique en parte con base en que esas culturas han sido en buena medida exotizadas por la cultura occidental, que se ha congratulado de pacificar a los caníbales al llevarles el cristianismo (Arens, 1998). Es claro que en la literatura sobre el tema no existe una posición unificada sobre si, en efecto, las sociedades humanas hemos incurrido o no en el consumo del cuerpo, una conducta considerada primitiva y tabú. El discurso sobre el canibalismo comenzó con los contactos entre poblaciones europeas y no europeas y se volvió un ele- mento que definió al colonialismo. Su historia y análisis se construyeron dentro de la tradición occidental. Estudios postcoloniales incluso han 16 propuesto que el canibalismo fue una invención europea que proyectaba sus actitudes hacia las culturas que su imperialismo devoraba. Esto hace necesario revisar las narrativas en torno al tema y revalorar la evidencia que existe al respecto: documental, genética y genealógica, para restarle poder al dualismo entre lo salvaje y lo civilizado y entender quiénes somos en tiempos posmodernos (Lindenbaum, 2004 y 2009). Por su parte, el canibalismo medicinal fue una práctica relativa- mente bien documentada y extendida entre diversos grupos sociales de Europa desde el siglo xii hasta el xviii aproximadamente, que involu- cró el consumo de carne, sangre, corazones, cráneos y médulas (Gor- don-Grube, 1988). También se consumía el mumia (Dawson, 1927), un “medicamento” que podía comprarse en las farmacéuticas, extraído de cadáveres viejos, de cuerpos encontrados en tumbas de Medio Oriente y Egipto, de personas que morían de muerte no natural y de cadáve- res embalsamados de cristianos enfermos (Park, 1995 , p. 116). Difí- cilmente dibujaríamos placenteramente las calles de ciudades europeas como Londres, del siglo xvi al xviii, con apotecarias en cuyos escapara- tes y repisas se exhibían brazos ennegrecidos y cráneos humanos ofreci- dos como medicamento. Poco menos imaginaríamos a las personas de la época consumiendo polvo de cráneo ni bebiendo la sangre fresca de criminales ejecutados, como remedio para curar enfermedades y como un elixir de la eterna juventud (Sugg, 2016). El canibalismo invita a explorar las formas en que se construye el cuerpo y a reflexionar sobre cómo lo social se inscribe en él. El cuerpo se revaloriza al mediar las relaciones de poder entre los vivos y los muertos, con el mundo social y sobrenatural; al cuerpo se le otorga poder que afecta a quien lo consume, desafiando así la oposición objeto-sujeto al extraerlo del mundo natural, de la muerte, para transformarlo en un agente que modela y encarna creencias y valores y a través del cual se construyen relaciones entre los vivos y con la persona cuya carne consumen. En el xviii se pusieron los cimientos para estudiar el cuerpo desde las ciencias sociales, un tema que, como se ha mencionado, perteneció 17 por mucho tiempo al dominio de las ciencias naturales, con lo cual el cuerpo nunca se cuestionó, ya que se pensó como una entidad que exis- tía naturalmente. El interés de científicos como John Locke, defensor del gabinete vacío, y Rousseau se enfocó en entender las desigualda- des raciales observadas entre los seres humanos. Algunos de los pri- meros naturalistas que sentaron las bases para los estudios sociales del cuerpo fueron partidarios del monogenismo, como Buffon. Se ocupa- ron de explicar las diferencias corporales entre las poblaciones europeas y no europeas como producto de las influencias del medio ambiente, del modo de vida, la dieta y las enfermedades. Entendieron los diferentes tonos de piel como la degeneración de una raza blanca que descendía de Adán y Eva, y que había cambiado de color debido a los factores ante- riormente mencionados, resultando en razas inferiores. Los poligenistas, en cambio, explicaron las variaciones corporales como el resultado de diferentes eventos de creación, es decir de varios génesis. La idea además equiparaba las características físicas de los seres humanos con rasgos de personalidad. De tal manera que en History of Jamaica, por ejemplo, Long (2010 [1774]) sostenía que los europeos y los africanos pertenecían a especies distintas, que los últimos eran “brutales, ignorantes, holga- zanes, traidores, sanguinarios y supersticiosos”. El discurso sirvió para defender la esclavitud, una justificación racional para imponer esa ideo- logía, basada en nociones de determinismo racial. El interés por explorar el cuerpo, centrado en la noción de raza, continuó vigente a lo largo de los siglos xviii y xix, al considerar “pri- mitivas” a las sociedades no europeas. Las teorías evolutivas y el impe- rialismo occidental hicieron posible y se nutrieron de las clasificaciones de tipos corpóreos europeos y no europeos, lo que resultó en una serie de taxonomías que continuaron elaborándose hasta el siglo xx (Asad, 1997, p. 42). Así, se encuentran esquemas taxonómicos jerárquicos del siglo xviii que clasificaron a los individuos según sus cuerpos, equi- parados con rasgos de personalidad distintivos y grados de moralidad. Un ejemplo es el sistema de castas novohispano. En las colonias espa- 18 ñolas ese sistema colocó a los individuos y a sus cuerpos en rangos de superioridad e inferioridad, lo cual resultó en la inclusión y exclusión social. En ese contexto el color de piel y las características corporales se relacionaron con las prácticas culturales a las que se sumaron tipo de ocupación, forma de vestir y manera de hablar, entre otras (Carrera, 1998, p. 83; Cope, 1994, pp. 19, 25 y 41-5 3; Diggs 195 3, p. 404; Frutta 2002, p. 225 ). Los sistemas de castas incluyen a todos los miembros de la sociedad y la pureza de un grupo dependerá de la impureza de aquellos que se encuentran por debajo de él. El lugar dentro del sistema estará deter- minado por la posición social al momento de nacer, la endogamia y, hasta cierto punto, las actividades laborales, como en el caso concreto de la India (Dumont, 1980). El discurso colonial busca construir a los colonizados como una población “degenerada”, con base en el origen racial para justificar la conquista y establecer sistemas de administración e instrucción que permitan controlar los cuerpos colonizados (Bhaba, 2010). Bajo este esquema se formó el sistema de castas en México en el siglo xviii que buscó controlar los cuerpos novohispanos al establecer normas y restricciones dependiendo de las características físicas; colocó etiquetas raciales que quedaron plasmadas en documentos y expresiones visuales como las pinturas de castas que muestran una progresión de cuerpos, desde los europeos hasta las distintas mezclas con grupos afri- canos. Las etiquetas raciales revelan el “mundo de fantasía” de los colo- nizadores. La discriminación es el resultado de un discurso en el que las cuestiones raciales y el color de la piel se vuelven temas centrales. De esa forma, la piel se convierte en el significante clave de la diferencia racial ycultural, se utiliza para construir estereotipos. La piel es el “fetiche más visible” y objeto de discriminación; su color se vuelve un signo de infe- rioridad y degeneración (Bhaba, 2010). Para la segunda mitad del siglo xix, la antropología ya se había apro- piado del tema de la evolución humana. Las escuelas mono y polige- nistas continuaron su búsqueda por identificar el origen del hombre y 19 las diferencias raciales y por clasificar en una escala las variedades de seres humanos con base en su “tipo racial”. En esas clasificaciones, los “tipos” europeos se colocaron en la cúspide. Los etnógrafos se encarga- ron de recopilar datos sobre las costumbres de pueblos “exóticos”. Los antropólogos físicos, muchos de ellos médicos y biólogos, se interesa- ron por evaluar científicamente las diferencias raciales entre los grupos humanos mediante el análisis sobre todo de cráneos y después usando la antropometría y la sobreposición fotográfica, que permitía resaltar rasgos individuales de los representantes de distintas “razas”. Algunos de los resultados sirvieron para argumentar la existencia de una varie- dad de razas y la desigualdad natural de los seres humanos, generalizar el carácter de diferentes grupos y que las características heredadas reve- laban diferencias en el intelecto, comportamiento y moralidad (aunque para ese momento no se contara con una forma clara y definitiva para distinguir los rasgos heredados de los adquiridos). Esos argumentos ali- mentaron prejuicios sociales ya existentes y contribuyeron al discurso racista decimonónico (Lorimer, 1988). El racismo científico se institucionalizó hacia 1880 mediante la divulgación de textos que trazaban generalizaciones sobre los grupos raciales y a través de exhibiciones en museos que acercaron ese cono- cimiento al público (Lorimer, 1988). El pensamiento que equiparaba formas físicas y diferencias corporales con rasgos de carácter, explicadas como un resultado del entorno, repercutió en el reduccionismo bioló- gico del siglo xix que se aplicó a la antropología criminal. El hombre criminal de Lombroso (2006), publicado originalmente en 1876, es un estudio sobre el delincuente nato y el criminal tipo, en el cual el autor recurrió a los “estigmas morfológicos”, características como el tamaño del cráneo, peso del cerebro, mezcla racial y en algunos casos, las con- diciones sociales, para argumentar que éstos volvían a ciertos individuos más propensos que a otros a cometer determinados crímenes. De esta forma se observa cómo el cuerpo —caso de aquel en cuya superficie estaban inscritas ideas en torno a la criminalidad y desviación social— 20 difícilmente se disoció de lo social, tornándose en un objeto construido a partir de un discurso de legitimidad que abogó en pos de la ciencia. En ese contexto, el cuerpo continuó construyéndose como un objeto de curiosidad científica que encontró lugar en gabinetes de curiosidades, colecciones privadas y museos anatómicos de finales del siglo xviii y a lo largo del siglo xix. En el Samuel J. M. Alberti, el Dr. Khan y el Anatomy Museum del Marischal College en Aberdeen, Reino Unido (por mencionar algunos) el cuerpo enfermo, desviado, anormal, se volvió un ente desposeído de humanidad; incluso las par- tes anatómicas circulaban como mercancía para abastecer esas colec- ciones (Bates, 2006; Hallam, 2016; Talairach-Vielmas, 2012), como sucedió con la instauración de los teatros anatómicos. Los museos de criminología respondieron a la necesidad de la época de desarrollar una ciencia criminal. De esta manera se requerían “objetos” —que incluían fotografías de los cuerpos de criminales— que permitieran una ense- ñanza más efectiva, en la que “la humanidad se sojuzgaba a una visión científica biológica” (Regener, 2003, pp. 1-2 y 9). Los restos anatómi- cos de una persona son redefinidos para convertirse en especímenes de museo. Esos restos son continuamente creados, manipulados, produci- dos mediante técnicas de conservación que necesariamente se requie- ren en el proceso de recolección y exhibición de los mismos. Así, las vidas tanto de los “objetos” hechos de carne humana como sus repro- ducciones están imbricadas en las de las personas que los producen e interactúan con ellos a través de su producción, desecho y aprendizaje (Hallam, 2016, pp. 10 y 15 -16). El Museo Lombroso es otro ejemplo: la colección se construyó con cuerpos y cerebros de soldados, enfermos mentales y criminales que ese médico militar obtenía en campos de batalla y hospitales. Incluso tenía restos obtenidos de la profanación de cementerios en Italia. Fue exhibida por primera vez en 1884 y le sirvió a Lombroso para sentar las bases de su método científico experimen- tal. En congruencia con esto, donó su cuerpo a la ciencia (Montaldo, 2013). 21 El cuerpo de los criminales no fue el único en ser transformado en objeto para la ciencia anatómica y antropológica. En el marco del colonialismo del siglo xix existió un tráfico de cráneos de poblacio- nes originarias de América y Australia, por ejemplo, para abastecer las colecciones de frenólogos y sustentar discursos que surgieron del racismo científico sobre las distintas “razas” humanas. Hablar de la historia del coleccionismo y tráfico de restos humanos es también hablar del impe- rialismo europeo y las guerras en las fronteras de África, América, India y Australia, en las que se alentaba a los soldados para que se los lleva- ran como trofeos de guerra. El naturalista Samuel George Morton, por ejemplo, poseía una colección de alrededor de mil cráneos de nativos americanos, africanos y suecos, obtenidos de catacumbas y cementerios en Europa, el Norte de África y Sudamérica. Su colección le permi- tió explorar las ideas que poseía sobre la correlación entre el tamaño y forma del cráneo, y el tamaño del cerebro (Fabian, 2010, pp. 1-2, 10-12 y 14). En ese tráfico decimonónico de cráneos participaron dealers y subastadores y algunos ejemplares llegaron a colecciones de sociedades médicas y universidades en Inglaterra. Incluso se profanaron lugares de enterramiento para abastecer el mercado. El cuerpo humano se mer- cantilizó para satisfacer la curiosidad de una pseudociencia alimentada por los intereses del colonialismo, que se enfocó al estudio de la relación entre la forma del cráneo y la capacidad intelectual de los individuos en cuestión (Turnbull, 2001). Es así cómo la objetivación del cuerpo como artefacto coleccionable, didáctico, con cualidades científicas y total- mente deshumanizado ha servido al propósito de legitimar avances en el conocimiento científico. Aunque fue hasta el siglo xx cuando las ciencias sociales y particu- larmente la antropología se interesaron por estudiar el cuerpo, enten- diendo a los individuos corporeizados como sociales, desde el siglo xix había interés por estudiar los aspectos simbólicos de las culturas primi- tivas, relacionados al concepto del pensamiento culturalmente determi- nado (Asad, 1997, p. 42). Los estudios simbólicos de la primera parte 22 del siglo xx asumieron que el estudio de las representaciones primitivas podía revelar aspectos profundos de la mente humana (Asad, 1997, pp. 42-43), como el significado cosmológico de la muerte, los ritos de paso (Van Gennep, 1960) y la preeminencia de la mano derecha sobre la izquierda, una disparidad o asimetría corporal en la que cada mano se asocia con valores determinados. Ese dualismo domina la organización social y divide el universo en femenino-masculino, noche-día, sagra- do-profano, limpio-contaminado, por ejemplo (Hertz, 2013). El entendimiento del cuerpo desde la antropología ha tomado muchas directrices. Mauss fue uno de los pioneros en referirse al cuerpo como una herramienta, un objeto y un agente, y consideró las técnicas corporales, habitus, como el conjunto de patrones de usos del cuerpo en una sociedad. Éstos corresponden a las formas en que cada sociedad humana conoce cómo usar su cuerpo, e.g.nadar, bailar, meditar. Los hábitos y técnicas corporales son intrínsecos a cada sociedad y están cargados de significado cultural e histórico. Los individuos poseen una forma visible y encarnan una expresión de ideas, cualidades y senti- mientos. El cuerpo entonces puede considerarse una plantilla o modelo carnal que equipa a la mente con objetos y relaciones, es una fuente de analogías metafóricas y simbólicas (Mauss, 1973). Los estudios simbólicos del cuerpo se han interesado por las formas en que éste se representa y por cómo tanto el cuerpo, como sus miem- bros, son la representación de algo más (Asad, 1997, p. 43). Los flui- dos corporales, distintos materiales, árboles, animales, arcillas y colores se asocian con determinados principios y valores de una sociedad, y son capaces de revelar aspectos de la estructura social. Por ejemplo, los ndembu utilizan símbolos que se conectan con conductas deseables o indeseables, con la muerte y la bondad: el color negro se relaciona con la muerte, los despojos y suciedad corporales y los fluidos de putrefacción; el blanco y el rojo se asocian con la vida, se empatan con lo masculino y femenino, la leche y la carne, el semen y la sangre o “semen blanqueado por el agua” (Turner, 2007, pp. 69-82; 1970, pp. 5 9-81). 23 Douglas (1997; 2009) realizó una lectura social del cuerpo natural mediante la creación de analogías cuerpo-sociedad, en ellas los even- tos sagrados y seculares están cargados de referencias corporales que naturalizan el mundo social. El sistema orgánico provee analogías para el sistema social. El ordenamiento del mundo y de la sociedad se basa en nociones corpóreas, fluidos y sustancias que conllevan significados, como se observa incluso en algunos mitos, y que en consecuencia pro- ducen normas y prácticas sociales que promueven la pureza y evitan el peligro y la contaminación. Así, los símbolos naturales derivados del cuerpo, como los fluidos, conllevan significado social. De igual manera, el cuerpo físico es una fuente de simbolismo y metáfora que nos permite entender el mundo natural y cultural. En este sentido encontramos objetos que son nombrados y tratados como cuer- pos y éstos tratados como recipientes. También existen analogías entre partes corpóreas y roles de individuos: a las personas que ostentan el poder se les otorgan comúnmente nombres como “cabezas” de estado o de familia (Hamilakis, Pluciennik y Tarlow, 2002, p. 11). El interés por entender la experiencia corpórea ha resultado en investigaciones desde la fenomenología de la percepción influidas prin- cipalmente por Merleau-Ponty (2013). Esa filosofía busca romper el dualismo mente-cuerpo, sujeto-objeto y postula que el conocimiento del mundo se obtiene desde el punto de vista de quien lo observa, de la experiencia del mundo. El hecho del cuerpo para Merleau-Ponty es esencial para entender la existencia humana, es “estar en el mundo” y el mundo existe, está antes de cualquier análisis que hagamos de él. El cuerpo está en constante diálogo con el mundo alrededor, es la fábrica, el entramado donde los objetos se tejen, es la encarnación de la consciencia y donde se originan los significados y prácticas. Somos conscientes del mundo a través de nuestro cuerpo. El mundo es el sitio de y para los pensamientos y percepciones. El ser humano está en el mundo y sólo en el mundo puede conocerse. Para Csordas (1990, pp. 5 , 8 y 39-40) el cuerpo no es un objeto estudiado en relación con la 24 cultura sino que debe considerarse el sujeto de la cultura, el plano exis- tencial de la cultura. Se puede partir del cuerpo para analizar la cultura. Así introduce el concepto de embodiment, que podría traducirse literal- mente como corporeidad, encarnamiento o encarnación, partiendo del colapso de la dualidad mente-cuerpo, fue propuesto por Merleau-Ponty y se define por la experiencia perceptual, por el involucramiento en el mundo. El concepto de embodiment explica que lo social está inscrito en el cuerpo, el cuerpo es una entidad biológica y a la vez una que actúa, y por ello se le considera agente y sitio donde se intersectan tanto lo psico- lógico como lo social. Embodiment es un campo metodológico definido por la experiencia perceptual y el modo de presenciar e involucrarse en el mundo (Csordas, 1997, p. 12). Bourdieu (2008) también se alejó de la dicotomía mente-cuerpo para investigar las maneras en que las prácticas corporales están carga- das de significados sociales e históricos. Para Bourdieu la corporeidad es inherentemente social. Dentro del espacio social, el habitus (concepto introducido por Mauss originalmente) actúa como un principio orga- nizador que produce y diferencia prácticas sociales y sus productos al establecer principios opuestos como puro e impuro, alto y bajo, entre otros. Los productos sistemáticos del habitus se conocen como “estilos de vida”, sistemas de signos socialmente calificados en los que las prác- ticas sociales de los individuos que pertenecen a un mismo grupo social son afines. La fórmula generativa del estilo de vida se entiende como “gusto”: un conjunto de preferencias distintivas que tienen la capacidad de apropiarse material y simbólicamente de una clase dada de prácticas. Como sistema clasificatorio, el gusto transmuta los gestos y objetos en signos distintivos y eleva las diferencias inscritas en un orden físico a uno social de distinciones significativas. Al gobernar las formas de incorpo- ración, modificación y selección de lo que el cuerpo ingiere, digiere y asimila fisiológica y psicológicamente, el cuerpo es la materialización del gusto. El gusto se manifiesta en las formas corporales visibles y apa- rentemente naturales, como las dimensiones y formas, y en la manera de 25 tratar, alimentar y mantener al cuerpo. Esas prácticas dependerán de las percepciones que tenga un grupo social sobre el cuerpo humano. Los estudios en torno al cuerpo también se han nutrido del tra- bajo de Foucault, para quien el cuerpo es el objeto de investigación (véase Foucault, 2009; 2011 a, b y c; 2012; 2015 a y b). El cuerpo es el origen y repartición de espacios, de enfermedad y de líneas fijadas por un atlas anatómico. Es el sitio de control social, sujeto a ser castigado, mutilado, torturado. Es modelado por distintos poderes que se incrus- tan en el cuerpo y condicionan sus acciones, prácticas y disciplinas. Ese “biopoder” recurre a distintas tecnologías para modelar, controlar y condicionar el actuar del cuerpo a través de discursos que construyen conocimiento sobre la enfermedad, la locura, la normalidad, la desvia- ción y la sexualidad, y que varían de un periodo histórico a otro. El poder sobre los individuos actúa mediante micropoderes que se ejercen en distintos niveles, e.g. padres, maestros, sacerdotes, médicos e institu- ciones como hospitales y prisiones. A través de los discursos e historia de las instituciones es posible examinar cómo las prácticas de biopoder producen, controlan e impactan el cuerpo mediante el uso de distintos conocimientos y tecnologías de control y castigo. El discurso construye el conocimiento sobre la enfermedad, la locura, lo criminal y emplea tecnologías como el hospital y la cárcel para ejercer poder y controlar a los individuos. Finalmente, existe un campo de estudios de la relación entre el cuerpo y la comida. El trabajo de Walker Bynum (1985 ; 1988) es un ejemplo de cómo se ha explorado el significado religioso de la comida y cómo ésta, durante los siglos xiii y xiv, permitió a las mujeres expresar nociones de piedad religiosa y controlar sus cuerpos y el mundo a través de comer, ayunar y tomar la Eucaristía. El trabajo de Counihan (1999) es otro ejemplo de las investigaciones realizadas sobre una variedad de grupos sociales que permiten entender las relaciones entre el género y los significados de la comida. Es a través la comida que las mujeres pueden ejercer cierto poder y control sobre sus cuerpos y el de otros,e.g. preparar 26 pan, amamantar, cocinar o dejar de hacerlo, comer y ayunar. También se ha explorado cómo la comida modeló el cuerpo colonial de maneras diversas. Para los colonizadores hispanos en América la comida jugó un papel fundamental porque modeló el cuerpo humano. Se pensaba que la comida era la responsable de las diferencias observables tanto en las características físicas como de personalidad entre españoles y amerin- dios. Los españoles procuraron ingerir alimentos europeos y evitar los indígenas, que se consideraban peligrosos, y así protegerse del clima y del entorno del Nuevo Mundo. A la vez se buscó controlar la ingesta de productos europeos por parte de grupos indígenas, para preservar la “integridad física” del cuerpo de los europeos y mantener la división colonial entre los cuerpos de colonizadores y colonizados (Earle, 2012). * Teniendo en cuenta el recorrido anterior ¿cuál es el esqueleto de este libro? Visto el mosaico de perspectivas sobre el tema, el ordenamiento de los textos es necesariamente problemático y cada uno posee un área de interés y metodología peculiares. Los capítulos siguen un orden propio que expresa las distintas formas de experimentar y entender el cuerpo, en distintos contextos históricos y regiones geográficas. Así se encuen- tra una primera sección que examina el cuerpo subjetizado, sometido a una experiencia y tratamiento peculiares, desde donde se experimenta el mundo y desde donde emanan significados que se relacionan con la cosmovisión. En el primer capítulo, “Pishtacos del Perú: degolladores ricos y cuer- pos pobres”, Wilfredo Kapsoli analiza la figura del pishtaco, temida y siniestra, y su impacto en las comunidades andinas. Explora las carac- terísticas de los pishtacos y de sus víctimas, lo que le permite confirmar constantes y variaciones de la imagen y aventuras de esos seres que habi- tan cuevas, portan cuchillos, atacan de noche y raptan mujeres jóve- nes. Su poder y riqueza provienen de la grasa de campesinos asesinados. 27 Asimismo confirma la falsa imagen del pishtaco, blanco, gringo, de apa- riencia sobrehumana. La imagen del pishtaco corporeiza los miedos de la sociedad andina. Su figura, su poder y sus acciones se encuentran en estrecha relación con los miembros y elementos del cuerpo humano. Domínguez Ángeles y Gómez Aiza exploran las imágenes del cuerpo en códices y vasijas prehispánicas, para elaborar una teoría en torno al cuerpo humano y el nahualismo en “Cuerpo humano y nahualismo: una mirada desde los testimonios visuales”. Este trabajo relaciona, desde la imagen, el cuerpo y su automutilación en los códices calendárico-ri- tuales y vasijas estilo códice donde “vemos cuerpos que se autodecapitan y danzan con sus cabezas cercenadas en las manos. La imposibilidad biológica de tal acto indica que no se trata de una occisión real. El estudio de estas complejas representaciones obliga a trabajar bajo un enfoque que vincule la interpretación iconográfica con la revisión de los imaginarios mesoamericanos”. Las autoras entienden la autodecapita- ción como parte de un ritual de nahualismo. En “Entierros y desentierros. El cuerpo en dos contextos cultura- les del Perú central”, Plasencia Soto y van Dalen Luna se enfocan en el tratamiento corporal, particularmente el del tatuaje, en la cultura chancay de Perú y el uso ritual de los muertos para controlar la lluvia, una práctica que se ha conservado desde el periodo prehispánico hasta la actualidad. En su investigación, a partir de la antropología social y del análisis arqueológico de entierros, figurillas y vasijas antropomorfas con evidencia de tatuajes, los autores sugieren que para las comunidades andinas la muerte fue tan importante como la vida. El cuerpo, a través de su tratamiento y manipulación, expresa complejos de ideas relaciona- das con la sociedad y además es el centro de la experiencia, desde donde emanan significados; se entiende como un “nudo de experiencias cultu- rales de género, clases sociales y propiciación mágico-religiosa”. Partiendo también del cuerpo como una experiencia vivida, Sánchez Fonseca se acerca a la cosmovisión de los hñähñu del Valle del Mezqui- tal en el estado de Hidalgo, México, en el capítulo “La representación 28 del cuerpo humano en elementos sagrados del pensamiento otomí”. El autor explora cómo las partes constitutivas del cuerpo son extensiones alegóricas del mundo; cuerpo humano y naturaleza tienen partes que se asemejan y habitan un espacio multidimensional. El autor comenta que “el pensamiento hñähñu relaciona dos tipos de ‘objetos’, por un lado se encuentra el cuerpo humano y por el otro las piedras sagradas y meteo- ritos, es decir, elementos de la naturaleza al interior del planeta Tierra, así como elementos provenientes del exterior de éste, que permiten la alegoría del cuerpo humano en representaciones diminutas del mismo”. En “La corporalidad de una deidad andina en Ayacucho, Perú: wamani Manuel del quinto y sus nuevos devotos”, Cazorla aborda la materialidad del cuerpo en la representación de una divinidad en el dis- trito de Tambo, que se transfigura en un cuerpo humano. En ese con- texto, la autora explora las condiciones sociales, como la marginación de los campesinos cocaleros por parte de la población urbana, y el conflicto armado, que permitieron la persistencia del culto al wamani. Asimismo, explora las transformaciones y transmutaciones religiosas y los criterios empleados en la asignación de una materialidad corporal a la divinidad. Por su parte, García Escudero plantea una serie de interrogantes para indagar la percepción de “cuerpo” en el mundo precolonial cen- troandino. En el capítulo “Aproximación al estudio del material corpo- ral como contenedor: incas versus quechuas” pregunta qué es el cuerpo; si éste es imprescindible para vivir, si la corporalidad es únicamente humana o puede ser combinada con una corporalidad animal en la que todo sujeto u objeto tiene cuerpo. Su análisis se basa en la premisa de que no podemos vivir sin cuerpo, caminar sin pies, hablar sin boca, tocar sin manos. La carencia de cuerpo impide muchas actividades físi- cas desde este punto de vista. Digamos que es una visión que percibe el cuerpo como una “máquina” de trabajo como actividad, independiente- mente de otros muchos aspectos. Tras un meticuloso análisis de fuentes coloniales, yacimientos arqueológicos y trabajo etnográfico, la autora concluye que el cuerpo humano se percibió como un contenedor: una 29 caja abierta, temporal para los humanos, insignificante para la actividad de las deidades. Las formas en que las prescripciones alimentarias, códigos de urba- nidad y la cultura material, caso de la cerámica mayólica, controlaron el cuerpo de ciertos grupos socioculturales desde el siglo xvi, es explorado por Velasquez en “Piadosos y glotones: regular el cuerpo a través de la comida y de la mayólica novohispana”. Tanto los alimentos como las costumbres en torno al acto de comer fueron centrales en la experien- cia de vivir a través del cuerpo y experimentar el mundo. La noción de individualidad que se fue desarrollando desde el Renacimiento encon- tró expresión en servicios de mesa peculiares y dietas que buscaron con- trolar el cuerpo individual, y que se consideraron nociones de etiqueta y refinamiento. Regular la salud implicó controlar el cuerpo, éste como expresión de refinamiento traducida en ritos y prácticas en el acto de comer. El control corporal se toca tangencialmente en el capítulo de Vene- gas de la Torre titulado “Violencia contra los cuerpos femeninos en México, primera mitad del siglo xix”. En él, la autora describe cómo el cuerpo es un producto cultural “desde este enfoque las funciones corpo- rales que se consideran naturales en realidad son construcciones cultu- rales porque constituyen parte de las estructuras económicas, políticas y sociales”. A partir de expedientes judiciales analiza el cuerpo femenino comouna construcción cultural, sometido a una serie de mecanismos de poder por parte del sistema patriarcal. Siguiendo la idea de control y poder ejercido sobre el cuerpo, San- tillanes examina la experiencia de la depresión en mujeres migrantes. Parte de la premisa de que el cuerpo es social y que el sujeto es activo de su propia vida; en “Desafíos metodológicos para el estudio de la salud mental dentro de la tradición conceptual mente versus cuerpo”, la autora analiza el poder creciente de la autoridad médica y la crítica feminista para abordar los modelos y prácticas biomédicas en relación al cuerpo y sus procesos de salud/enfermedad. Quienes padecen depresión ubican 30 muchas veces el sufrimiento más allá del cuerpo biológico e incluyen elementos de su historia o biografía para darle sentido. La recuperación del cuerpo social permite problematizar los conceptos biologicistas e individualistas, esenciales en la noción del cuerpo desde la biomedi- cina dominante, que se expresa a través de la tendencia a transformar lo social en biológico. La enfermedad también existe en relación con el espacio que habita. En “El cuerpo enfermo: etnografía de sus lugares”, Enciso examina la enfermedad desde una perspectiva que combina la antropología urbana, ambiental y médica. Las ciudades son testigos de cómo los cuerpos de los urbanitas nacen, se desarrollan, enferman y mueren. Para cada una de estas etapas, la urbe asigna lugares genéricos o específicos. Los espa- cios de la ciudad son “multipropósitos, en cada etapa del ciclo de vida del urbanita se hacen más frecuentes”… Para Enciso nada es inocente. El cuerpo enfermo y sus lugares no son otra cosa que la forma en que se presenta una ilusión de autogobierno en la conducta socioespacial del enfermo terminal. La enfermedad, el cuerpo enfermo y su recorrido demuestran cómo el cuerpo se ubica, reconstruye y estabiliza en la geo- grafía según el grado de enfermedad y posición social del sujeto. Siguiendo este eje temático, en “Sujeto, cuerpo, migraciones y quehacer geográfico”, Regules señala que fue hasta los años ochenta y mediados de los noventa cuando realmente se gestó un interés particu- lar por el cuerpo como eje de referencia dentro de la geografía, y por el espacio y las relaciones que se cruzan en los lugares de origen, tránsito y destino. El autor analiza cómo el cuerpo es sujeto de movimientos espaciales largos, caso de las migraciones, donde resalta el hecho de que “la práctica de la inmigración es una práctica ‘corporeizada’, se inscribe en el cuerpo trazando huellas sobre él, como si fuera un mapa de las experiencias”. Como se puede observar, los capítulos de este libro nos introducen de alguna manera a la percepción del cuerpo, relacionada con aspec- tos antropomorfos, zoomorfos, con plantas, piedras y cerros; el cuerpo 31 es animal, alma, montaña. El nuevo cuerpo de las ciencias sociales, siguiendo a Csordas, es social y no un hecho que existe naturalmente. El cuerpo es activo, tiene agencia. Puede ser agredido, sometido, con- trolado; un objeto, receptor de castigos, en el que se insertan los discur- sos de poder y que expresa valores sociales. Es el lugar desde donde se experimenta el mundo; el mundo existe a partir del hecho del cuerpo. El cuerpo en sí mismo no tiene magnitud pero se extiende, como demues- tran los investigadores, a una dimensión plural resultada del contexto espacial y temporal en que se analice. Dentro de este concepto de cuerpo “híbrido” se explora la idea de concebirlo como un “contendor” que abre la posibilidad de hablar de antropomorfismo, chamanismo y nahua- lismo, un recipiente del tonalli. El cuerpo posee espacios, se adueña de ellos; es un mapa de experiencias y recorridos; es jerarquía, carece de individualidad y es expresión de la misma. Sobre el cuerpo se ejercen el poder y el discurso hegemónico que lo regula a través del sacrifi- cio, el castigo, el exilio, la violencia, las marcas corporales, la comida, la enfermedad. Las investigaciones plasmasdas en este libro intentan ir más allá de la simplificación del cuerpo como objeto de la antropolo- gía para acercarnos a distintas formas de conceptualizarlo y entenderlo, desnudarlo, fragmentarlo para bosquejar las múltiples dimensiones que conforman al ser humano. Bibliografía Abbot, A., (2008). Hidden treasures: Padua’s anatomy theatre. Nature. 454(7205 ), 699. Araya Espinoza, A., (2006). El castigo físico: el cuerpo como representación de la persona, un capítulo en la historia de la occidentalización de Amé- rica, siglos xvi-xviii. Historia (Santiago). 39(2), 349-467. Arens, W., (1998). Rethinking Anthropophagy. En: F. Barker, P. Hulme y M. Iversen, eds. Cannibalism and the colonial world. Cambridge: Cam- bridge University Press. pp. 39-62. 32 Asad, T., (1997). 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New Haven y Londres: Yale University Press. 39 Pishtacos del Perú: degolladores ricos y cuerpos pobres Wilfredo Kapsoli* Pedro Monge recopiló en la década de 195 0 siete relatos sobre Pishta- cos, transmitidos por cuatro mujeres adultas y tres ancianos, que fueron publicados por José María Arguedas (195 3 y 195 8). Años más tarde, Sergio Quijada dio cuenta abreviada de 13 versiones (de las que toma- mos cuatro) y Arguedas, conjuntamente con Francisco Izquierdo Ríos (1970), dieron a conocer uno con el cual tenemos un corpus de 12 cuen- tos: 8 de Jauja, 2 de Huancayo y 2 de Canta. Para su análisis hemos elaborado el cuadro 1. En él, presentamos los atributos de los Pishtacos y de sus víctimas, el desenvolvimiento de las acciones y el desenlace de las mismas. La lectura del cuadro nos permite confirmar ciertas constantes y algunas variaciones de la imagen y aventuras de los Pishtacos. Ellos viven en cuevas, alejados de los centros poblados. Se movilizan a caballo y en pareja; portan cuchillos o puñales (sólo uno lleva “polvo mágico”). Atacan siempre de noche, dialogan con sus víctimas y, en ocasiones, se disfrazan de Chacuas (viejas). No se les conoce el rostro ni la contextura, salvo en tres casos, en que se les describe: “dicen que eran negros” (núm. 10), “allí —la Oroya— los Pishtacos eran negros” (núm. 11) y “era hom- bre grande, barbudo, bien vestido” (núm. 6). Raptaban a las mujeres jóvenes, las convertían en sus amantes y las destinaban a ser cocineras. Les amputaban las piernas y, a veces, los brazos para evitar que se fuga- ran o los agredieran en cualquier descuido. Apenas una se conserva sana y colabora activamente con el seductor (núm. 3). Los Pishtacos son hombres temibles y poderosos. Tienen como riqueza grasa humana, oro y plata. La grasa proviene de los campesinos * Universidad Ricardo Palma, Lima 40 degollados de cuya carne preparan chicharrones y la destilan colgán- dolos en ganchos “desde donde la grasa gotea a los cilindros”. El tesoro que poseen es producto de sus fechorías y de la grasa que venden en Lima. Los Pishtacos y su “familia” son antropófagos. En general, se han acostumbrado tanto a esta vianda que las mujeres liberadas no pueden readaptarse a la vida cotidiana y constantemente claman: “ay nunapa jallollati, jallu”: ¡Ay, la lengua de gente, sí es lengua! 1 (Arguedas, 1970). Las víctimas de estos episodios son jóvenes o adultos de ambos sexos, viajeros solitarios o niños de colegio a quienes se les persigue para deca- pitarlos. Las acciones se producen en el campo, en los caminos escar- pados, aunque siempre surge un imponderable que los salva. De este modo, los otrora vencedores son vencidos y sus cabezas ruedan por los suelos. Los vencedores son, en esta región, personajes singulares: toros y perros, hombres y mujeres humildes que recurren a tretas ingeniosas o a la fuerza de las armas. He aquí los sucesos: “Un Toro de color verde, dando bramidos ensordecedores y echando chis- pas por los ojos, embistió al Pishtaco a diestra y siniestra y lo devoró en un instante” (núm. 1). “Un Toro, que odiaba a toda persona que veía, entró a la cueva escar- bando en el suelo y bramando se lanzó sobre el Pishtaco asteándolo y revolcándolo, a su regalado gusto, lo hizo pedacitos” (núm. 2). 1 Esta costumbre se proscribía moralmente y sus infractores provocaban la cólera de los dioses. Así, una familia de Huancavelica debía sembrar maíz y papa. La madre encargó esa tarea a sus hijos. Ellos lejos de cumplir con el mandato, se comieron la semilla. Al cabo de unos días retornaron diciendo: “Hemos terminado ya de sembrar, pero tenemos hambre y queremos comer carne”. La madre les respondió: “Córtenme pues la pierna y cómansela”. Así lo hic- ieron los mozos. Pero, cuando acababan de comer carne de la madre, de repente se produjo un fuerte viento, con una gran polvareda rojiza, que sacó a aquéllos de la casa y los estrelló en el cerro Oyocco, donde actualmente se ven las figuras de dos caras humanas que, al decir de la gente, son de los dos mozos perversos (Arguedas e Izquierdo, 1970). 41 “Una mujer clamó una gracia antes de morir: cantar fuerte a Dios. Con- cedido su pedido lo hizo a voz en cuello. ¡Tanitaaa, Uruncushaaaa! y los perros —que así se llamaban— se lanzaron a toda carrera contra el Pish- taco y lo devoraron en un santiamén” (núm. 9). Los perros también auxilian y facilitan la tarea a sus amos: un anciano, ante la orden, ¡la plata o la vida! (careciendo de dinero), aceptó morir. Pero, antes dijo: “Te pido un momentito para rogar a Dios y des- pedirme de mi perro cantando mi tristeza”. —¡Bueno, pero rápido! —fue la respuesta del Pishtaco. En efecto el anciano se puso a cantar llorando y rogó a Dios por la buena vida de su perro con estas palabras: —¡Ay, Jarimaaan, Jarimaaan! ¡Ha llegado el fin de mi destino! Jariman, Jariman: ¡Yo ya me voy de esta vida! ¡Ay Jarimancito, Jarimancito! El perro, que estaba por allí cerca, al escuchar la voz de su dueño, vino disimuladamente, corriendo por detrás del Pishtaco y, de un salto, cogió por la garganta y lo derribó al suelo. En ese momento el anciano recogió el puñal del Pishtaco y se lo plantó en el corazón, matándolo en el acto (núm. 5 ). Cuadro 1. Historias Comparadas de los Pishtacos en la Sierra Central Lugar Pishtaco Víctimas Acciones Fin 1. Matahuasi, Concepción Viven en bosque; grasa humana; oro y plata; 2 caballos Dos mujeres mutiladas; dos obreros Obreros huyen; toro devora a Pishtacos; caballos guían a obreros; mujeres preparan chicharrones Obreros se enriquecen; mujeres son liberadas 42 Lugar Pishtaco Víctimas Acciones Fin 2. Acolla, Jauja Viven en cuevas; grasa humana; 2 cuchillos; 2 mulas Dos campesinos; una mujer mutilada Campesinos huyen; se refugian en la cueva; un Pishtaco muerto por un toro; mulas guían a la cueva; un Pishtaco muerto por un grupo Mujer liberada; venden grasa; son “prósperos” 3. Jauja Vive en campo; una mujer ayuda; grasa humana; un cuchillo Tres campesinos de viaje Mujer invita chicharrones; uno no come, está mal; piden ají; el Pishtaco ataca; le avienta ají a los ojos Salvó a los amigos; Pishtaco ciego, muere después 4. Muqui, Jauja Vive en cueva; un caballo; un cuchillo Un viajero solitario Pishtaco amenaza; viajero le invita chuño; Pishtaco se atora; viajero le degüella Lo cubre con una manta; se apodera del caballo 5 . Yauyos, Jauja Viven en cueva; un puñal Un anciano Pishtaco ataca; anciano implora; anciano canta; perro ataca al Pishtaco; anciano le degüella Entierra al Pishtaco, se apodera del tesoro, vuelve rico a la ciudad, comerciante abraza al perro 6. Julcán, Jauja Hombre grande, barbudo, elegante; un cuchillo Un comerciante; oro y plata; un perro Pishtaco ataca; comerciante implora; comerciante canta; perro ataca al Pishtaco; comerciante le degüella Regresa con su tesoro a salvo 43 Lugar Pishtaco Víctimas Acciones Fin 7. Jauja Vive en cueva; bueyes, caballos; grasa humana; oro y plata Una mujer, dos campesinos Pishtaco se ausenta; campesinos ingresan a su cueva; mujer pide ayuda; campesinos se apoderan del tesoro; Pishtaco los persigue, pero es muerto a tiros Campesinos se enriquecen; arrojan animales al campo; liberan a la mujer 8. Ahuac, Huancayo Vive en cueva; oro y plata; un caballoUna mujer mutilada; un viajero Mujer prepara chicharrones; Pishtaco ataca; viajero lo degüella Caballo del Pishtaco lo guía a cuevas; viajero se apodera de la riqueza 9. Huamantanga, Canta Viven en cuevas; gancho de fierro; grasa humana Una campesina Pishtacos atacan; campesina implora; perros devoran a Pishtacos Campesina abraza a los perros 10. Huaychulo, Concepción Viven en monte; negros, se disfrazan de chacuas; grasa humana; 2 puñales Un campesino y su hija escolar Pishtaco los persigue; Pishtaco tropieza y cae en su puñal Campesino e hija se salvan 11. La Oroya Seis negros; viven en cuevas; grasa humana; plata y 6 puñales Una mujer mutilada; varios campesinos Mujeres piden perseguirlas; la cautiva los ayuda; campesinos los matan Liberan a la mujer; se apropian de la riqueza 44 Don Timoteo, acorralado por el Pishtaco, le rogó que le concediera unos cuantos minutos para despedirse de la vida cantando una canción que había compuesto. El Pishtaco accedió a su ruego, pensando que lo tenía en sus manos y no se le escaparía. Entonces, don Timoteo se subió sobre una roca grande y comenzó a cantar a gritos: “¡Ay, Pichucachi, Pichucachi! ¡Ya no te verán mis ojos! ¡Ay Pichuca- chi! ¡Adiós para siempre!” Lo que en realidad hacía era llamar a su perro que se había quedado retrasado comiendo una presa que había cogido en el camino. Cuando el perro oyó la voz de su amo, dejó la presa y corrió velozmente en su auxilio. Ya el Pishtaco se preparaba a matar a don Timoteo y sacaba su cuchillo ensangrentado, cuando llegó Pichucachi sin ser visto y cogió al Pishtaco por el cuello y lo derribó al suelo. Don Timoteo aprovechó el lance para quitarle el cuchillo al Pishtaco y matarlo con él (núm. 6). Los propios caballos de los Pishtacos devienen en su contra. Cuando el toro ha matado a su amo, advierten a los jóvenes: “cuídense de mon- tarme bien y agárrense de la crin”. Luego los conducen a la guarida donde se halla el tesoro (núm. l y 2). Campesinos anónimos burlan la ferocidad de los Pishtacos: la mujer les invita chicharrones con el propósito de dormirlos. Lo logra con dos Lugar Pishtaco Víctimas Acciones Fin 12. Buenaventura, Canta Viven en cuevas; grasa humana; gancho de fierro Campesinos; una anciana y sus nietos Campesinos comen chicharrones; mujeres piden destruirlas; campesinos lo matan; anciana burla por azar al Pishtaco Campesinos entierran a sus compañeros; niños salvan a la abuelita Fuente: Elaboración del autor en base al corpus documental referido anteriormente. 45 de los tres viajeros, pero uno de ellos no comió por estar mal del estó- mago lo cual resultó providencial: Al poco rato vino la señora y vio que sus alojados habían dado cuenta de los chicharrones; recogió una batea vacía, pero les dejó el plato de ají, porque los hombres le dijeron: —Préstanos tu ají para comer nuestro charqui (carne salada y secada al sol). Pasado un rato volvió y los halló durmiendo a los tres. Comenzó entonces a llamar diciendo: —¡Negrito! ¡Negrito! ¡Ven! ¡Ya están dormidos! —¡Mira si están bien dormidos! —contestó el Pishtaco desde adentro. —¡Te digo que sí! —insistió la mujer. Entonces salió el Pishtaco. Pero, el hombre que no había comido de los chicharrones, estaba realmente despierto. El Pishtaco avanzó sobre ellos gritando: —¡La vida o la plata! ¡Levántense! Ninguno se levantó ni se movió siquiera. Estaban profundamente dormidos, sólo el despierto vigilaba. Entonces el Pishtaco sacó el gran cuchillo y se acercó a cortarles el cuello y mientras se inclinaba para hacerlo, el que no dormía le aventó el plato de ají en la cara, echándole a los ojos. El Pishtaco cayó gritando: —¡Ya no puedo ver! ¡Ananau! (interjección quechua de dolor). Quedó ciego y al poco tiempo murió (núm. 3). El Pishtaco sorprende a un viajero preparando su merienda (llevaba chuño como fiambre) y le grita “¡prepárate a morir!” —a lo que el via- jero respondió: —Si voy a morir, moriré. Pero, antes déjame comer mi chuño que está cocido. Después moriré tranquilo. —¡Está bien! —respondió el Pishtaco— ¡Come tu chuño, que nada te librará de morir a mis manos! Y se sentó a su lado, sin dejar su cuchillo. El viajero extendió su manta en el suelo, vació sobre ella el chuño y se puso a comer tranqui- lamente. 46 —¡Servido! ¿No le gusta el chuño? —inquirió el viajero, invitando al Pishtaco. —¡Mucho! —contestó éste—, pero el chuño me hace atorar cuando cómo. —Bueno, si quieres puedes servirte —terminó el viajero. —Con mucho gusto. Pero quiero prevenirte que, si me atoro al comer, me haces el favor de golpearme en la nuca con el revés de este cuchillo. Así se lo prometió el viajero y ambos comenzaron a comer con buen apetito. Comían silenciosamente, sin dirigirse palabra, cuando en la mitad del chuño el Pishtaco se atoró en forma atroz, quedándose com- pletamente sin resuello. Rápido y obediente, el viajero cogió el arma del Pishtaco; pero, en lugar de hacer uso del mango, como le había reco- mendado aquél, descargó con la hoja tan fenomenal golpe en la nuca del Pishtaco que su cabeza rodó por el suelo cortada en redondo como si fuese un mazapán (núm. 4). Los Pishtacos también sucumben de manera banal. Una escena cotidiana, intrascendente, de la vida familiar, los confunde, imposibili- tando su cometido: Los Pishtacos habían rodeado ya la choza y se preparaban a entrar en ella, cuando oyeron que la viejecita pronunciaba palabras, que ellos nunca habían escuchado: ¡Janampa, janampa, chaita, chaita, uruaypi, uruaypi y los bandidos creyendo que la viejecita llamaba gente en su ayuda o que era una bruja que podía encantarles, huyeron para no vol- ver más. En realidad, la viejecita indicaba a sus nietos que le frotaran la espalda, e ignorante de todo lo que sucedía en el exterior, les decía en quechua: “¡Arriba, arriba; abajo, ¡abajo! A ese a ese: para que ellos supie- ran qué sitio debían frotar” (núm. 12). Vale la pena, también resaltar que estas historias tienen un final feliz. Las mujeres secuestradas y poseídas compulsivamente como objeto sexual son liberadas. La grasa y el tesoro enriquecen a los marginados recuperándolos socialmente. 47 Detengámonos ahora en el análisis de algunos elementos que con- forman la estructura de estos cuentos. Los Pishtacos Se afirma que eran negros y que, por las punas bravas de Yanaoca, son indios, pastores de llamas “de los cuales dos de ellos, Sittcha y Jasikucha, eran temerarios Pishtacos especializados uno en degollar muchachos y mujeres el otro” (Manya, 1969). Estas evidencias desmienten de manera categórica la idea de que todo Pishtaco es blanco, gringo y de apariencia sobrehumana. Efraín Morote, en un célebre ensayo sobre el Nakaq 2, lo describe como: “un hombre de pequeña talla, de miembros potentes, de rostro color de púrpura. Los cabellos y la barba largos y ensortijados, casi del mismo color del rostro” (Morote, 195 2). El negro, ¿por qué es considerado maligno? Podría ser que el color esté asociado con la enfermedad, la desgracia y el diablo. Pero, parece más vinculado al hecho de que los esclavos cumplieron el rol de capa- taces y verdugos de indios en los obrajes de la Sierra Central. Por eso, durante la sublevación de Juan Santos Atahualpa, en 1742, fueron con- denados a muerte junto con los misioneros españoles. Los Pishtacos son hombres excepcionales. A su ferocidad añaden el poder de los polvillos y chicharrones: “pone el polvo en la mano y la sopla sobre la víctima la cual cae de rodillas y se acerca al Nakaq arras- trándose” (Morote, 195 2, p. 73). En el momento de recibir el polvo mágico, el primer síntoma se manifiesta por “las chispas que se despren- den de la cabeza, los ojos y hasta de la falda del sombrero de la persona” (Morote, 195 2). “Cuando aparece la gente señalada estando cerca a unos 5 0 metros, el Nakaq reza una oración mágica luego sopla un polvillo nar- 2 Nombre quechua de Pishtaco.
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