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Testigos de la fe - GEORGE AUGUSTIN

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Testigos de la fe
El sacerdocio de Cristo y el ministerio sacerdotal
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A los amigos, promotores y patrocinadores de la Fundación «Cardenal Walter Kasper»,
con profunda y permanente gratitud.
 
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Prólogo
1. El sacerdocio común y el sacerdocio especial Cuatro tareas para la renovación del
ministerio presbiteral
CARDENAL WALTER KASPER
1.
II.
III
IV
V.
VI
VII
2. Fiduciario de Otro La identidad sacerdotal en una época pobre en presbíteros
CARDENAL KURT KOCH
1. El ministerio presbiteral como crisol de preguntas
II. La sacramentalidad del ministerio en una Iglesia sacramentalmente configurada
III. El ministerio apostólico como participación en la misión de Jesucristo
IV. La sacramentalidad del ministerio y de la ordenación
V. El sacerdocio bautismal común y el sacerdocio ministerial diferenciador
VI. Representación de Cristo al servicio de la predicación, la santificación y el gobierno
1. El oficio de la predicación: el sacerdote como evangelizador
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2. El oficio de la santificación: el sacerdote como liturgo
3. El oficio de gobierno. el sacerdote como pastor
VII. Caminos para salir de la dificil situación actual
1. ¿Cambios en las condiciones de admisión al ministerio presbiteral?
2. La evangelización como prioridad pastoral
3. La pre-sidencia como pre-visión en una praxis ministerial humilde
3. El sacerdocio de Cristo y el ministerio sacerdotal Una meditación teológica
GEORGE AUGUSTIN
1. El fundamento del sacerdocio
II. El sacerdocio de Jesucristo
III. El sacerdocio de Cristo en la Carta a los Hebreos
IV. El cumplimiento del sacerdocio en Jesucristo
V. El sacerdocio regio común
VI. El sacerdocio del ministerio ordenado
VII. Ministerio sacerdotal para glorificación de Dios
VIII. La espiritualidad del presbítero
4. El testimonio sacerdotal y la liturgia Perspectivas para un nuevo resurgimiento
espiritual
GEORGE AUGUSTIN
1. La pregunta por la autocomprensión de los sacerdotes
II. El testimonio sacerdotal, hoy
III. El sacerdote, testigo de Dios
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IV. El presbítero, testigo de Jesucristo
V. La liturgia como realización del sacerdocio
VI. Vida sacerdotal al servicio de la glorificación de Dios
VII. Para propiciar el éxito del testimonio sacerdotal
5. El ministerio ordenado y la cultura de la vida sacerdotal Perspectivas teológico-
pastorales
ANDREAS WOLLBOLD
1. Los sacerdotes, ¿profundamente cansados? Conjeturas sobre un complejo estado de
ánimo
II. El malestar en la cultura sacerdotal
111. ¿Qué debemos hacer? Tesis para la renovación de la identidad y la cultura de la
vida sacerdotales
6. Llamados para llamar
GEORGE AUGUSTIN
1. El ministerio ordenado en la pastoral vocacional
II. Una nueva sensibilidad para suscitar vocaciones sacerdotales
III. La preocupación por los sacerdotes y su fortalecimiento
IV. Un cambio de perspectiva en la comprensión del sacerdocio
V. La fuente de energía de la vida sacerdotal
VI. La alegría en el ministerio es la mejor publicidad
Los autores
 
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JESUCiusTO es el iniciador y consumador de nuestra fe. Fijar los ojos en él y correr con
constancia la carrera es la mayor ayuda para no desfallecer ni desanimarse (cf. Heb 12,1-
3). Esta invitación de la Sagrada Escritura a dirigir la mirada a Jesucristo, especialmente
en situaciones de crisis, vale también -y precisamente - para nuestra época, menesterosa
en creyentes y en sacerdotes. Si contemplamos el sacerdocio de Cristo y nos dejamos
inspirar por él, podemos conferir una nueva luminosidad a nuestra condición de
cristianos y miembros de la Iglesia.
Cristo, el sumo sacerdote, hace partícipe de su sacerdocio al nuevo pueblo de Dios,
convirtiéndolo en un pueblo regio y sacerdotal para Dios (cf. Ap 1,6). Por eso, tanto para
el sacerdocio común de los fieles como para el sacerdocio especial del ministerio
eclesiástico, tiene una importancia fundamental reconocer existencialmente y cobrar de
nuevo conciencia - con la mirada puesta en el sumo sacerdote Jesucristo - de la
trascendencia de la participación en su sacerdocio para nuestra vida cristiana y nuestra
misión eclesial. El codo a codo y la mutua solicitud de los fieles, por un lado, y el
ministerio eclesiástico, por otro, se ven signados de manera esencial por la común
participación en el sacerdocio de Cristo.
Lo que ante todo necesitamos en la actual situación es cerciorarnos de nuevo de
nuestro ser cristiano y nuestro ser Iglesia a partir de la plenitud de la fe católica: la
identidad cristiana es una identidad referida a Jesucristo. Con esta identidad nos
familiarizamos viviendo la condición de cristiano y de sacerdote en primer lugar como
seguimiento de Cristo, como ser para Dios y ante Dios. De ese modo se hace visible la
pro-existencia de Cristo para gloria de Dios Padre.
La profunda vinculación con Jesucristo, el sumo sacerdote eterno, es la fuente de
energía para el ser y la acción sacerdotales comprometidos. «Gracias a Dios soy lo que
soy, y su gracia en mí no ha resultado vana, ya que he trabajado más que todos ellos; no
yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor 15,10). Todo colaborador de Dios en la
Iglesia que toma en consideración esta frase del apóstol Pablo y desempeña su ministerio
con semejante actitud vital constituye una bendición para los seres humanos. Tal actitud
fundamental marcada por la humildad muestra que los ministerios de la Iglesia y los
servicios en la Iglesia existen realmente para servir a los demás. Esta conciencia confiere
a la pastoral una nueva sensibilidad espiritual.
Tiene una importancia fundamental hacer todo lo posible para no permitir que
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nuestra propia vocación se vea cuestionada por una crítica a la Iglesia a menudo
deprimente y destructiva. Todo el que participa del sacerdocio de Cristo y vive en una
profunda relación con Cristo puede configurar su condición sacerdotal de modo exitoso
y fructífero. Pues «ese tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que su
fuerza superior procede de Dios y no de nosotros» (2 Cor 4,7).
Sostenido por esta conciencia creyente, el presente volumen temático se propone
entender la condición cristiana y sacerdotal desde un punto de vista más profundo bajo
diferentes perspectivas. Basándose en los testimonios de la Escritura y la tradición y en
la fe de la Iglesia, los autores despliegan una teología del sacerdocio y se plantean las
preguntas e interpelaciones de la época actual con pretensión de rigor y sistematicidad,
pero también con gozo en la fe vivida. Esperamos que estas páginas puedan ofrecer
impulsos para una vida sacerdotal plena en el mundo de hoy.
Vallendar, en la fiesta de la Presentación del Señor, 2013
GEORGE AUGUSTIN
 
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CUATRO TAREAS PARA LA RENOVACIÓN DEL MINISTERIO PRESBITERAL
CARDENAL WALTER KASPER
ESTE año se celebra el cincuentenario de la apertura del concilio Vaticano II. Todavía
recuerdo vivamente el entusiasmo de aquel entonces. Reinaba el nerviosismo que
precede a toda puesta en marcha, a toda partida; se esperaba una nueva primavera
eclesial. A la sazón, esto nos dio alas como candidatos al sacerdocio y como jóvenes
sacerdotes. El concilio Vaticano II me sigue marcando en la actualidad. Pero hoy,
cincuenta años más tarde, de todo aquel entusiasmo ya no es mucho lo que se percibe en
la Iglesia, al menos aquí entre nosotros, en Alemania. Se habla de una crisis: de una
crisis del sacerdocio. Y no se alude únicamente a la escasez de vocaciones presbiterales,
con todas las consecuencias que ello tiene para las comunidades; también se sugiere -y
esto me parece a mí un factor fundamental en la escasez de vocaciones - una crisis en la
comprensión del sacerdocio mismo.
Hay muchas razones para esta situación: razones sociológicas, psicológicas,
demográficas y de otro tipo. Y también existen motivos intraeclesiales: los recientes
escándalos, que tanta confianza de la gente nos han hecho perder; la ausencia de
reformas que muchos consideran necesarias; las decepciones causadas por la fusión de
parroquias y el cierre de instituciones eclesiásticas, que suscitan la impresiónde que ya
nada avanza y todo se limita a retroceder; y de manera especial, la crisis de fe. Según
esto, estamos ante un fenómeno complejo. Sin negar la importancia de los otros puntos
de vista, me gustaría concentrarme en el último de ellos, el propiamente teológico. Y
como este es un capítulo introductorio, que permite proceder así, lo haré planteando
preguntas más que ofreciendo respuestas. Pero plantear las preguntas adecuadas suele ser
ya la mitad de la respuesta'.
-II-
Parto de la constatación de que en todas las religiones y en todas las culturas
11
tradicionales existen sacerdotes. Estos son un fenómeno cultural humano presente en la
entera historia universal. Son entendidos como mediadores entre el ámbito divino y el
ámbito mundano-humano. Pues todas las culturas tradicionales conocen lo santo como
mysterium tremendum et fascinosum, como misterio que inspira temor al mismo tiempo
que atrae y fascina. Las culturas tradicionales eran conscientes de que no solo para el
individuo, sino también para la pervivencia del pueblo y de la cultura, resulta del todo
fundamental participar en esta realidad y reconciliarse con ella. De ahí que se necesitaran
sacerdotes que tuvieran acceso a lo santo y que, a través de acciones cultuales,
posibilitaran también a otros ese acceso. Los sacerdotes tienen, pues, una importancia
constitutiva para la pervivencia de la comunidad.
Esta comprensión sacral de la realidad no es ya la que hoy prevalece. Su lugar ha
sido ocupado por una comprensión secular y en gran medida racional de la realidad. La
religión es asignada al ámbito personal y privado, pero en el ámbito público y social se
hace abstracción de ella, se la considera irrelevante o se excluye conscientemente.
Mientras que en todas las demás culturas las personas sin vínculos religiosos eran
tenidas, en el mejor de los casos, por excéntricas, hoy ocurre todo lo contrario: se juzga
estrafalario a quien sostiene y hace valer en público convicciones religiosas. La mayoría
de nuestros contemporáneos están convencidos de que también sin Dios se puede vivir
muy bien y de forma humanamente decente, al menos no peor que la media de los
creyentes. Creen que pueden arreglárselas directamente con Dios. Por así decir, cada
cual quiere ser su propio sacerdote. Para los hombres de hoy, el sacerdocio como
institución ha cumplido ya su servicio. Esta es la visión habitual (gcingig) y pegadiza
(eingcingig) que sobre el sacerdocio tienen en la actualidad numerosas personas, con
independencia de cuál sea su trasfondo confesional.
El problema del insuficiente atractivo y la insuficiente aceptación del oficio
sacerdotal tiene, por tanto, profundas raíces en nuestra secularizada cultura occidental.
La respuesta cristiana a esta situación fue durante mucho tiempo un acentuado
antimodemismo. La Modernidad fue entendida como una historia de corrupción y
decadencia. El concilio Vaticano II superó tal antimodernismo, sin cerrar los ojos, no
obstante, a las sombras de la Modernidad ni pronunciarse en favor de un secularismo. El
problema del posconcilio y de la disputa entre - los llamados - progresistas y
conservadores radica, entre otras cosas, en que todavía no hemos encontrado en esta
cuestión el adecuado equilibrio entre apertura y resistencia. Sin embargo, eso tiene una
importancia decisiva no solo para una nueva concepción del sacerdocio, sino tam bién
para determinar el lugar de la Iglesia en el mundo moderno y posmoderno.
Con ello nos encontramos ante un problema que no es posible resolver tan solo con
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esta o aquella reforma intraeclesial, sino que más bien torna necesaria una reflexión de
carácter fundamental. Así pues, estamos ante el reto de volver a hacer actual en un
mundo secularizado el problema de Dios de un modo tal que asuma constructiva y al
mismo tiempo críticamente algunos objetivos de la historia moderna de libertad. Si no se
produce semejante giro teocéntrico, todos los intentos de pastoral vocacional, por bien
intencionados que estén, caerán en el vacío.
-III-
El problema es complejo, pues el Antiguo Testamento se encuadra en la gran corriente
de la historia de las religiones. Los detalles históricos del surgimiento y la evolución de
la institución sacerdotal resultan controvertidos, pero es innegable que la ley mosaica,
sobre todo en la forma en que la presenta el documento sacerdotal, conoce una detallada
ley sacerdotal de santidad. Por otra parte, ya en el Antiguo Testamento se manifiesta otra
tendencia, en cierto modo contraria: la crítica profética al culto y los sacrificios, que
lógicamente se convirtió también en crítica al estamento sacerdotal de la época. Ya en 1
Sin 15,22 leemos: «Obedecer vale más que un sacrificio; ser dócil, más que grasa de
carneros». Son conocidos los muy drásticos juicios críticos de los profetas Amós, Isaías,
Jeremías e incluso otros profetas más recientes: «Detesto y rehúso vuestras fiestas, no
me aplacan vuestras reuniones litúrgicas» (Am 5,21).
La alternativa profética reza: practicar la justicia y la misericordia. En Oseas está
formulada con claridad: «Lealtad quiero, no sacrificios; conocimiento de Dios, no
holocaustos» (Os 6,6). La literatura sapiencial, en especial el libro de los Salmos, hace
suya esta crítica: «Un sacrificio no te satisface; si te ofrezco un holocausto, no lo
aceptas. Para Dios, sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y
triturado, tú, Dios, no lo desprecias» (Sal 51,18s; cf. Sal 40,7; 50,9-13). El lugar de los
sacrificios de animales lo ocupan en los Salmos el sacrificio de alabanza y la acción de
gracias (cf. Sal 50,14.23). Se ha hablado de una espiritualización de la relación con Dios;
sería mejor hablar de personalización.
Jesús se encuadra en esta tradición profética. En dos ocasiones cita al profeta Oseas:
«Misericordia quiero, no sacrificios» (Mt 9,13; 12,7). La crítica que profirió contra la
praxis del precepto sabático (cf. Me 2,23-28) y el tráfago del templo (cf. Me 11,15-19)
llevó a su condena y ejecución. En las partes narrativas del Nuevo Testamento aparecen
sacerdotes, en especial sumos sacerdotes, pero en modo alguno salen bien parados. Son
precisamente ellos quienes se posicionan en contra de Jesús y terminan condenándolo.
En la parábola del buen samaritano (cf. Le 10,30-35), el sacerdote y el levita, que
indiferentes pasan de largo junto al hombre que se halla tendido en la cuneta, sirven
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como ejemplo negativo de lo que no se debe hacer; en cambio, el samaritano, que a la
sazón era tenido por medio pagano, despreciable y cultualmente impuro, es propuesto
como ejemplo positivo. Si se sigue a pie juntillas la exégesis moderna, Jesús nunca
reivindicó para sí títulos sacerdotales, ni tampoco los responsables comunitarios
pospascuales son designados en el Nuevo Testamento como sacerdotes (hiereús), sino
mediante títulos mundanos y funcionales: por ejemplo, presbítero (presbyteros, anciano),
obispo (epískopos, supervisor), presidente (proistámenos), etc.
Ya los reformadores y luego sobre todo, a su manera, la teología liberal protestante
extrajeron de estos datos consecuencias que siguen influyendo en la actualidad; a saber,
que el sacerdocio cultual y todo culto sacrificial son inconciliables con el mensaje de
Jesús y no tienen lugar alguno en el cristia nismo. El ejemplo clásico de tales tesis se
encuentra nada menos que en Adolf von Harnack, en concreto en sus lecciones sobre La
esencia del cristianismo, impartidas justamente -y con intención programática - en el año
1900. Incluso un teólogo como Ernst Kásemann, que se entendía a sí mismo como
estrictamente antiliberal, habló todavía a mediados del siglo XX de ser cristiano y dar
culto en la vida diaria del mundo.
Estas tesis pueden contar hoy con un amplio asentimiento. Intentan reducir el doble
mandamiento del amor a Dios y al prójimo (cf. Me 12,29-31) al amor al prójimo o, lo
que viene a ser lo mismo, interpretan el amor al prójimo y el compromiso por la justicia,
la paz y la conservación de la creación como la forma recta y adecuadadel amor a Dios.
Semejantes tesis están muy extendidas en la actualidad también en el ámbito católico.
Eso quiere decir que el secularismo ha penetrado profundamente en el ámbito de nuestra
Iglesia. Durante su última visita a Alemania, Benedicto XVI habló de
«desmundanización» (Entweltlichung). Este término es dificil de comprender e incluso
resulta equívoco. Solo adquiere claridad si lo entendemos, conforme a la intención con la
que seguramente fue pronunciado, como un concepto contrario al peligro de
«mundanización» (Verweltlichung), o sea, de instalación en el mundo actual evitando
cualquier actitud provocadora y tratando de ser políticamente correctos.
-IV-
Para hacer justicia a la tarea que se nos plantea, debemos acudir una vez más tanto al
Antiguo como al Nuevo Testamento. Al hacerlo, resulta una imagen considerablemente
distinta de la que esbozó la teología liberal. Ya por lo que atañe a los profetas
veterotestamentarios se discute si su crítica al culto era de principio o si tan solo tenía
como objeto anomalías que hacían del culto una mera farsa desprovista de consecuencias
éticas y sociales. Pues ¿cómo puede uno reconciliarse con Dios si no hace las paces
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también, y antes de nada, con su hermano? ¿De qué sirve sacrificar cameros y toros si
ello no afecta para nada al propio corazón? También el Antiguo Testamento sabía ya que
no podemos hacer que Dios se reconcilie con nosotros, sino que es él mismo - por propia
iniciativa- quien se reconcilia con nosotros. El culto sacrificial es establecido por Dios y
constituye, por ende, un signo de la gracia, el perdón y la reconciliación que solo él
puede conceder. Únicamente él puede posibilitar un nuevo comienzo.
El mensaje sobre el reino de Dios ocupa el centro de la predicación de Jesús (cf. Me
1,14s). El reino de Dios no podemos hacerlo ni construirlo nosotros; es iniciativa de
Dios, acción soberana de Dios, acción escatológica de la gracia divina. Por eso, la
conversión que exige Jesús comporta abandonar todos los ídolos hechos por nosotros
mismos y reconocer a Dios como el único Señor, implica amar a Dios con todo el
corazón, con toda el alma y con toda la inteligencia (cf. Me 12,29s.32). Creer significa
vivir por completo del compromiso de Dios.
Cuando Jesús no encuentra más que rechazo con esta oferta definitiva de Dios,
cuando, por así decir, ya nada da resultado, él mismo se atreve a asumir ese compromiso.
Hace suyo el cuarto cántico del siervo de Yahvé (c£ Is 53) y se entrega vicariamente en
rescate por muchos, esto es, por el conjunto de los seres humanos (cf. Mc 10,45). En la
víspera de su muerte, este compromiso pro-existente se convierte en su gran legado, en
su testamento: «Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros» (1 Cor 11,24), «Esta
es mi sangre que... será derramada por muchos» (Mc 14,42 par). Al final, él es el único
que queda como mediador de la salvación. Así, ya Pablo aplica de modo metafórico la
terminología sacerdotal-cúltica al sacrificio de Jesús en la cruz (cf. Rom 3,5; etc.). Para
Hebreos, Jesús es, en virtud del sacrificio de sí mismo y de su vida, el único sumo
sacerdote. Sal 110,4: «Eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec», es
interpretado ahora cristológicamente (cf. Heb 5,6). Jesús es el mediador entre Dios y los
seres humanos (cf. 1 Tim 2,5). Con ello, todas las demás mediaciones son declaradas
superfluas e ineficaces. No somos nosotros quienes nos hemos reconciliado con Dios; es
él quien se ha reconciliado con nosotros (cf. 2 Cor 5,19).
Así, la crítica bíblica a los sacerdotes y el culto desemboca en una re interpretación
cristológica del sacerdocio: en virtud de la entrega que hace de sí, Jesús es el sacerdote
sacrificial y al mismo tiempo la víctima. El sacrificio es entendido, por tanto, como
autoinmolación pro-existente de Jesucristo. Sobre tal reinterpretación cristológica se
construye la teología cristiana del sacerdocio. De tal modo, esta excluye, ya por su
enfoque, que cada cual pueda ser su propio sacerdote. Solo uno es sacerdote, y lo es de
una vez para siempre: solus Christus.
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¿Permanece realmente viva en nuestras comunidades y en nuestros corazones esta
visión cristológica y soteriológica, que constituye el núcleo de la fe cristiana?
¿Encuentra todavía eco en nosotros la idea del carácter vicario de la cruz y del carácter
sacrificial de la eucaristía como actualización del sacrificio de la cruz? Si la respuesta a
esta pregunta es negativa, entonces no puede extrañarnos que la llamada al sacerdocio
encuentre asimismo poco eco. Detrás de la escasez de vocaciones sacerdotales se
esconde no solo la crisis de fe teológica, sino también la crisis de fe cristológica y
soteriológica. Aquí se apunta la tarea del Año de la Fe: una profundización de la fe en
Cristo y una fundamental renovación catequética son presupuestos básicos de la pastoral
vocacional. Todo ello no puede ser sino una invitación a seguir de modo especial a
Jesucristo como el único sacerdote y el único mediador entre Dios y los seres humanos
en la entrega que hace de sí a favor de los demás.
-V-
Esta reorientación teológica y cristológica es tanto más necesaria cuanto que la crisis no
solo afecta al sacerdocio especial, sino también al sacerdocio común de todos los
bautizados. También este se vacía si los presupuestos teológicos y cristológicos no se
dan ya. Pues el Nuevo Testamento desarrolla asimismo la doctrina del sacerdocio común
sobre la base de la mencionada reinterpretación cristológica.
En la parénesis bautismal de 1 Pedro, enlazando con el Antiguo Testamento (cf. Ex
9,5s), se atribuye dignidad sacerdotal a todos los que son bautizados en el nombre de
Cristo y, por medio del bautismo, viven «en Cristo»: «Pero vosotros sois raza escogida,
sacerdocio real (hieráteuma), nación santa y pueblo adquirido para que proclame las
proezas del que os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz» (1 Pe 2,9). Afirmaciones
análogas se encuentran en el Apocalipsis de Juan (cf. Ap 1,6; 5,10; 20,6).
Si nos fijamos con más detenimiento en 1 Pe 2,9, entonces resulta: 1) No se trata de
un individual ser sacerdote, sino del «sacerdocio real», de la condición sacerdotal común
y corporativa de todos los bautizados, del entero pueblo de Dios. 2) No se trata de un ser
sacerdote en virtud de una elección, o sea, de una concepción secularizada según la cual
cada cual es sacerdote gracias a su propia capacidad. 3) La función del sacerdocio común
no es el desempeño de cualesquiera tareas en la Iglesia y en el gobierno de esta. 1 Pedro
hace suya la crítica veterotestamentaria a los sacrificios, así como la teología del
sacrificio de alabanza, y afirma que cada cual debe presentarse a sí mismo como víctima
viva y santa, agradable a Dios; «Sea ese vuestro culto espiritual (logiké latreía)» (Rom
12,1).
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Ya solo desde el punto de vista meramente lingüístico queda excluida la posibilidad
de malinterpretar cuasi-democráticamente el sacerdocio común. Pues la Biblia, cuando
habla del «pueblo de Dios», no utiliza el término político démos, que forma parte del
vocablo «democracia»; más bien emplea, en el sentido de la teología veterotestamentaria
del pueblo de Dios, el término histórico-salvífico laós. El pueblo de Dios no es un
pueblo cualquiera, semejante a los demás pueblos; es el pueblo de Dios. No se reúne a
fin de decidir sobre sus propios asuntos, sino para escuchar lo que Dios ha decidido,
anunciar los hechos prodigiosos de Dios y ofrecer sacrificios espirituales. «Alabar a
Dios, ese es nuestro ministerio» (Gott loben, das ist unser Amt)2.
Los padres y los grandes teólogos de la alta escolástica se atuvieron a esta exégesis
de 1 Pe 2,9. De los numerosos ejemplos posibles mencionaremos aquí únicamente a
Agustín. El obispo de Hipona habla del altar del corazón, sobre el que presentamos el
sacrificio de la humildad y la alabanza3. Tomás de Aquino se expresa de modo menos
gráfico y más abstracto y habla de una deputatio ad cultum, de un encargo de dar culto a
Dios4. Hasta Martín Lutero y su escrito A la nobleza cristianade la nación alemana
acerca de la mejora de la condición cristiana (1520) no se produjo un giro en este asunto.
En dicho escrito, invocando el mencionado versículo de 1 Pedro, Lutero pone la reforma
de la Iglesia en manos de los nobles. Con ello no demostró ser, como hoy con frecuencia
se afirma, antepasado de la historia moderna de libertad y emancipación y padre de una
Iglesia de la libertad, sino, muy al contrario, una persona atrapada todavía en el
pensamiento medieval, que presuponía la unidad del poder espiritual y el poder secular y
encomendaba a este el gobierno de la Iglesia.
Cuando volvió a acentuar el sacerdocio común, el concilio Vaticano II se atuvo a la
línea profética y jesuánica tradicional y a la interpretación cristológica. Para ello, el
concilio pudo apelar al canon romano de la eucaristía. Allí se habla de plebs tua sancta
[tu pueblo santo], y en la súplica para que sean aceptadas las ofrendas se dice: Hanc
igitur oblationem servitutis nostrae sed et cunctae familiae tuae [Acepta esta ofrenda de
tus siervos y de toda tu familia santa]. En otro pasaje, el canon romano habla de un
sacrifcium laudis, «un sacrificio de alabanza». También habla - incluso por dos veces, al
rememorar tanto a los vivos como a los difuntos - de famulorum famularumque [siervos
y siervas]. Así pues, en modo alguno puede afirmarse que el lenguaje de la liturgia
tradicional tenga una impronta unilateralmente masculina y no nombre a las mujeres.
También al rememorar a los santos, junto a varones santos (mártires), se mencionan
mujeres santas (mártires). Pero lo que importa aquí no es la distribución de los
ministerios entre varones y mujeres ni cualesquiera otras cuestiones estructurales. De lo
que se habla es de sacrificios espirituales, del sacrificio de la vida y del sacrificio de
alabanza.
17
Este lenguaje y, con él, también la realidad a la que alude han devenido en gran
medida extraños para nosotros. Hemos sustituido el sacrificio por la autorrealización; y
además, una autorrealización que lo quiere todo, y todo de inmediato. Con ello, junto al
problema teológico y cristológico se nos abre un problema antropológico como razón de
la actual crisis de la cultura y del ministerio presbiteral. Fue nada menos que Sigmund
Freud, todo lo contrario de un padre de la Iglesia, quien mostró que la renuncia es el
presupuesto de toda cultura. Donde no se renuncia a la satisfacción inmediata del placer,
no hay espacio ni libertad para valores culturales superiores. La mentalidad de consumo
conduce a la decadencia cultural.
Por eso, la pastoral vocacional debe apelar al idealismo y a la valentía de los jóvenes
para poner la vida al servicio de Dios y su reino, para dar la vida por Jesucristo y por los
demás. Existen muchos y buenos ejemplos de que tal idealismo sigue estando disponible
en la actualidad en numerosos jóvenes. No debemos exigirles menos de lo que pueden
dar; más bien hemos de plantearles retos.
-VI-
Esto nos lleva al próximo punto de nuestras reflexiones, que también será el último: el
ministerio del sacerdocio especial y el problema eclesiológico stricto sensu. Ya se ha
puesto de manifiesto que el sacerdocio común no fundamenta una eclesiología «desde
abajo», que parta del pueblo. La interpretación cristológica ha mostrado más bien que el
sacerdocio común es un regalo que en el bautismo se recibe «de arriba». Este sacerdocio
común nunca se tiene sencillamente, por así decir, como una posesión. Al contrario, una
y otra vez nos es regalado de nuevo por el Espíritu Santo. En efecto, Jesús no fundó su
Iglesia al principio y luego nos abandonó, de modo que ahora debamos determinar por
nosotros mismos cómo seguir adelante y cómo arreglárnoslas. Él es permanentemente
cabeza y Señor de la Iglesia; en su calidad de Señor exaltado, él la sostiene, ordena y
gobierna de continuo por medio del Espíritu Santo. Es él quien, como Señor exaltado,
establece los ministerios de la Iglesia, a fin de que estos pertrechen a los consagrados, o
sea, a los fieles de cara al servicio que han de realizar (cf. Ef 4,11).
Tales ministerios existen en la Iglesia desde el principio. La tesis de un tiempo inicial
puramente carismático y de una subsecuente decadencia institucional no es otra cosa que
un mito que pervive pertinazmente. Como muestra el recién citado pasaje de la Carta a
los Efesios, los ministerios no fueron necesarios solo por razones sociológicas. Como
regalo en el Espíritu Santo del Señor exaltado no solo son institución, sino también
carisma. Por eso, no son establecidos y transmitidos a través del nombramiento y la
entrega de un acta que lo atestigüe, sino ya en la época neotestamentaria (cf. Hch 6,6;
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13,3; 14,23; 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6) mediante la imposición de manos y la epíclesis, esto
es, la invocación del Espíritu Santo; o como decimos hoy, mediante la ordenación
sacramental.
Son nombrados en el Espíritu Santo como instrumento al servicio de Jesucristo y
encargados de hablar y actuar en nombre de este. Esto es doctrina expresa tanto de Jesús
como de Pablo. Detrás de ella está toda la institución judía de la saliah, que afirma que el
enviado es como quien lo envía. Así, dice Jesús: «Quien a vosotros os escucha a mí me
escucha; quien a vosotros os desprecia a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia,
desprecia al que me envió» (Le 10,16; cf. Mt 10,40; Jn 13,20). En Pablo leemos: «Somos
embajadores del Mesías y es como si Dios hablase por nosotros. Por el Mesías os
suplicamos: dejaos reconciliar con Dios» (2 Cor 5,20). En este sentido, Pablo se
caracteriza directamente a sí mismo como colaborador de Dios (cf. 1 Cor 3,9). Así pues,
el in persona Christi agere no es una invención escolástica ni canónica, sino que está
bíblicamente fundado.
El sentido de semejante actuación en nombre de Cristo se expresa con claridad en la
ya citada frase de Efesios. Los ministerios allí nombrados deben pertrechar a los fieles de
cara a su servicio. Deben habilitarlos en el Espíritu Santo para ejercer su sacerdocio.
Deben dar expresión al hecho de que la condición de cristiano y de miembro de la Iglesia
no es algo que se posee, sino más bien algo que se nos otorga y regala una y otra vez de
nuevo «desde arriba» o, como también se dice, ab extra. Por consiguiente, tales
ministerios deben expresar el carácter regalado del ser cristiano y el ser Iglesia. El
servicio que realizan en el seguimiento de Cristo es pro-existencia. A través de ellos, el
pueblo de Dios debe ser habilitado para su propio servicio como pueblo sacerdotal y
regio y el cuerpo de Cristo debe ser edificado. El ministerio no es un fin en sí. Existe con
el fin de edificar la Iglesia y habilitar a los demás para ser Iglesia. Los ministros no son
señores de la fe, sino siervos de la alegría (cf. 2 Cor 1,23). Tienen que liberar a otros
para vivir la libertad de la condición cristiana. Tienen que alentar y animar, exhortar y
consolar. Al igual que Pablo, han de ser todo para todos (cf. 1 Cor 9,22).
Así pues, el in persona Christi agere no justifica ninguna afectación clerical, que por
desgracia también se da, incluso en la actualidad. Hablar y actuar en lugar de Cristo
significa hablar y actuar como Cristo. La exigencia que supone ocupar el lugar de Cristo
no se dirige primeramente tanto a los demás cuanto al propio ministro. Este debe prestar
por completo a Cristo su voz, su existencia entera; debe ser la voz, las manos y el
corazón de Cristo, voz, manos y corazón para los demás. No debe ser nada desde sí
mismo, sino todo desde Jesucristo; y nada para sí mismo, sino todo para los demás. En el
lavatorio de los pies, Jesús muestra a sus discípulos cómo deben entender su ministerio:
19
«Os he dado ejemplo para que hagáis lo mismo que yo he hecho» (Jn 13,15).
En este servicio, también el sacerdote necesita aliento, consuelo y confirmación, así
como que se ore por él. Esto lo dice Pablo justo al comienzo de 2 Corintios (cf. 2 Cor
1,4s.11). Asimismo, el sacerdote precisa que se le den ánimos. Él mismo debe pedir
perdón a diario y dejarse aprestar de nuevopara el servicio que le corresponde llevar a
cabo. Ser para los demás significa también estar con los demás, dejarse aconsejar, ayudar
y, si es necesario, incluso exhortar por otros. Así, el sacerdote no solo está ante la
comunidad, sino también en la comunidad. En este sentido, el in persona Christi, tal y
como lo entiende la tradición, no excluye el in persona ecclesiae. También en Tomás de
Aquino aparecen ambas fórmulas'. Como presidente de la comunidad, el sacerdote debe
ser igualmente el que dirige la oración de la comunidad y el que presenta a Dios las
oraciones y los deseos de esta.
Con ello llegamos a la pregunta decisiva: ¿qué se sigue de lo dicho para la relación
entre el sacerdocio común y el sacerdocio especial? El concilio Vaticano II luchó
largamente con esta cuestión y al final plasmó tal relación en la fórmula que afirma que
la diferencia entre ambas clases de sacerdocio no solo es «en grado», sino también
«esencial» (cf. LG 10). Esto es lenguaje escolástico, que hoy para muchos resulta
incomprensible y, por ende, equívoco. ¿Qué es lo que se quiere decir con ello? Lo que se
pretende decir es que el sacerdote no es un cristiano mejor o superior en una escala
continua. La diferencia no es la de un grado superior, sino que tiene índole esencial; esto
es, el sacerdocio común y el sacerdocio especial se encuentran situados en planos
distintos. El sacerdocio común, la glorificación de Dios y la misión en el mundo son el
objetivo común de todo el pueblo de Dios, de los laicos como de los sacerdotes. Pero
dentro de esta tarea común corresponde al presbítero una función de servicio: él debe
capacitar al pueblo de Dios para desempeñar el servicio común. Debe acompañarlo,
encaminarlo siempre hacia la meta, fortalecerlo y alentarlo. Su servicio no pertenece al
plano de la meta común a todos, sino al plano de los medios para el camino hacia esa
meta. Es un servicio en la communio y para la communio que la Iglesia es.
Así pues, después del triple problema teológico, cristológico y antropológico antes
mencionado, la relación entre el sacerdocio común y el sacerdocio especial nos sitúa ante
el problema eclesiológico de la recta comprensión de la eclesiología de communio del
concilio Vaticano II. Para la futura autocomprensión tanto del sacerdote como de los
laicos será fundamental, más allá de los afanes cuasi-democráticos de base y las
actitudes neoclericales, encontrar en el marco de la eclesiología de communio formas de
una nueva convivencia no crispada entre laicos y sacerdotes; formas de convivencia que
reconozcan la autonomía y las competencias tanto de unos como de otros y que, por
20
tanto, valoren a los laicos y tomen en serio su tarea y su opinión sin convertir al
sacerdote (o en su caso, al obispo) en un órgano ejecutor de la comunidad o de un grupo
de esta. El sacerdote debe estar por completo «en la comunidad» y ser un cristiano que
escu cha la palabra de Dios, ora y necesita del perdón, como todos los demás; pero al
mismo tiempo, en cumplimiento de su misión especial, tiene que estar «frente a la
comunidad» como anunciador de la buena noticia y como administrador de los
sacramentos.
El mejor ejemplo de cómo puede «funcionar» esta relación lo he encontrado en la
Regla de san Benito. Como es sabido, Benito tiene una alta concepción del abad. Para él,
este personifica a Cristo dentro de la comunidad monástica. Sin embargo, advierte
Benito, el abad debe escuchar el consejo de los hermanos antes de tomar cualquier
decisión importante. Ha de escuchar incluso al más joven, porque el Espíritu Santo
también puede hablar a través de él. Una vez escuchado el consejo de los hermanos, el
abad debe ponderar todo, orar al respecto y luego decidir. Así pues, el abad no se limita a
implementar una decisión cuasi-democrática. Decide libremente, pero solo tras haber
escuchado el consejo de los hermanos. En el fondo, así y no de otra forma se desarrolló
también el concilio apostólico, tal como nos lo narran los Hechos de los Apóstoles (cf.
Hch 15). Igualmente, los papas medievales decidían dentro del consistorio de cardenales
y basándose en las deliberaciones de este. Así deberían proceder también, en esencia,
todo obispo y todo párroco que quieran desempeñar responsablemente su ministerio.
La recuperación de este procedimiento sinodal, bien fundado en la tradición eclesial,
me parece primordial para la renovación de la Iglesia. Para ello se necesitan ciertamente
puesto que la conducta autoritaria suele ser expresión de debilidad más que de fortaleza -
personalidades sacerdotales fuertes tanto en el terreno humano como en la fe, que tengan
la valentía de exponerse al asesoramiento antes de decidir, pero que también sepan
justificar convincentemente su decisión.
-VII-
De las cuatro problemáticas mencionadas se desprenden como conclusión cuatro puntos
de vista para la determinación de la esencia del sacerdote: este debe ser un hombre de
Dios, y ello quiere decir: un hombre de oración. Debe ser amigo, mensajero y
representante de Cristo. Al mismo tiempo ha de ser una persona que comparta la alegría
y la esperanza, los miedos y las preocupaciones de los seres humanos y que
verdaderamente se consuma por sus amigos. Por último, tiene que ser también un
hombre de Iglesia, signado por el sentire ecclesiam, por el sentir en y con la Iglesia. De
ahí que deba estar asimismo dispuesto a dar ocasionalmente la cara por la Iglesia.
21
Estos cuatro puntos de vista pueden resumirse en una palabra: la existencia
sacerdotal es una existencia testimonial. Testigo (mártys, mártir) es una palabra básica
de la Escritura. Jesús mismo es el testigo verdadero (cf. Ap 1,5; 3,14), que se presenta
ante Pilato como testigo de la verdad (c£ Jn 18,37; véase también 1 Tim 6,13). El testigo
no da testimonio de sí mismo; da testimonio de -y garantiza - la verdad, que es Jesucristo
en persona (cf. Jn 14,6). La verdad de Jesucristo es la luz del mundo y de la vida, una luz
que, sin embargo, resplandece en medio de la oscuridad del mundo y no es amada y
valorada por todos (c£ Jn 1,4s.9s; 3,19; 8,12). Esta luz de la vida puede ser actualizada
únicamente por medio de testigos. El testigo no habla solo con los labios, sino con su
entera existencia. No se reserva. Defiende su causa. Se involucra personalmente, pone su
propia vida en juego. Gesticula, por así decir, consigo mismo. Habla como él mismo.
Esto lo hace no solo a modo de juego, de prueba o al azar, no solo ad experimentum o
como hipótesis de trabajo o con derecho a retractación. Él atestigua de forma vinculante
la verdad de Dios definitivamente vinculante.
Testigos así es lo que necesitan los seres humanos en un mundo pluralista como el
nuestro, marcado por la falta de cla ridad y la ambivalencia, en la actual situación de
transición - lastrada por múltiples imponderables - que asiste al lento acabamiento de la
Iglesia oficial de viejo cuño y al laborioso proceso de aprendizaje y búsqueda de una
nueva configuración eclesial. No buscan al hombre de acción ni al animador ni tampoco
al profesor; lo que quieren son testigos. Solo los testigos tienen capacidad de convencer.
Los testigos están en condiciones de mostrar en qué consiste hoy y mañana ser
cristiano, cómo se puede vivir desde Dios, con Jesucristo y en la Iglesia la libertad del
cristiano y, justamente así, conducirse como una persona adulta, honesta y no crispada, a
la que se le vea escrita en el rostro la alegría de ser cristiano: esa alegría que nos ha sido
prometida y que ya ahora - en medio de las tribulaciones de la vida - ilumina nuestra
existencia, regalándonos luz, valentía, consuelo, gozo y confianza, colmando la vida de
gozo y de un resplandor que nace de dentro. Así, después de cincuenta y cinco años, el
oficio de sacerdote me sigue pareciendo el oficio más hermoso del mundo.
 
22
LA IDENTIDAD SACERDOTAL EN UNA ÉPOCA POBRE EN PRESBÍTEROS
CARDENAL KURT KOCH
¿QuÉ es un sacerdote? «Un sacerdote es un antiguo diácono que ha recibido el
sacramento del orden, rara vez alcanza el rango de obispo y nuncaserá elevado a la
dignidad de laico»'. Esta humorística definición era contada a menudo, según se dice,
durante el concilio Vaticano II. Con ella se quería plasmar que el concilio redescubrió,
por una parte, la elevada valoración teológica del ministerio episcopal, constatable ya en
la Iglesia primitiva, y ensalzó de manera especial, por otra, la condición de sujetos de los
laicos en la Iglesia, pero todo ello a costa de dejar de algún modo, entre estas dos
elevadas valoraciones, sin un lugar claro al ministerio presbiteral. A la vista de esto, el
teólogo dogmático católico Peter Neuner no puede reprimir la pregunta: «Entre los
revalorizados obispos y los revalorizados laicos, ¿qué queda todavía, desde un punto de
vista teológico, para el sacerdote?... El concilio se cargó en último término en la cuenta
de los presbíteros. La crisis mi nisterial del posconcilio tiene al menos una de sus
razones en la carencia de lugar eclesial del sacerdote en los textos del concilio Vaticano
II» 2. Sin embargo, contemplando el concilio en retrospectiva, tales afirmaciones han de
ser cuando menos relativizadas, porque el decreto conciliar sobre el ministerio y la vida
de los presbíteros hace enunciados de identidad muy útiles sobre el servicio sacerdotal.
Poco después del concilio, Joseph Ratzinger encomió tales enunciados como «la más
importante declaración del magisterio eclesiástico desde hace mucho tiempo» sobre la
identidad sacerdotal, declaración que rememora las constantes de la tradición bíblica y
posterior y hace al tiempo reconocible su relevancia actual3.
1. El ministerio presbiteral como crisol de preguntas
La crisis de la identidad sacerdotal - que, a pesar de todo, ha seguido avanzando después
del concilio - no ha podido ciertamente ser superada hasta ahora. Antes al contrario, se
ha intensificado aún más: el debate sobre el ministerio, que hoy se dirime una y otra vez
y de forma permanente, no ha arrojado hasta la fecha ningún consenso firme. Más bien
se caracteriza por una casi desbordante pluralidad de posiciones teológicas que suscita la
impresión de que ya solo existe un pluralismo de llamadas «imágenes sacerdotales»,
23
pero difícilmente una concepción del ministerio presbiteral común a toda la Iglesia.
Desde hace algún tiempo se habla incluso de distintos tipos de autocomprensión
sacerdotal. Sobre todo Paul M.Zulehner diferencia cuatro tipos principales: el clérigo
intemporal, el hombre de Dios abierto a los tiempos, el hombre de Iglesia cercano a su
época y el líder comunitario moderno4. Esta tipificación de la autocomprensión de los
sacerdotes actuales es, sin duda, una gran ayuda para los obispos a la hora de entender
mejor las conductas y actuaciones de sus sacerdotes, bastante dispares entre sí. Pero se
plantea de forma exacerbada la acuciante pregunta de si no existe ya más que un
pluralismo no vinculante de tipos sacerdotales o si es posible aún singularizar algunos
rasgos básicos comunes de una teología católica del ministerio presbiteral.
A eso se añade que el modo en que los sacerdotes se entienden a sí mismos y el
modo en que son percibidos por los demás solo coinciden bajo circunstancias muy
afortunadas. Precisamente en el contexto de la dolorosa problemática de los abusos
sexuales he vuelto a cobrar clara conciencia de que muchas personas, sobre todo si han
sido víctimas de clérigos, en modo alguno tienen una imagen funcional del sacerdote, tal
como la que se ha perfilado en la reflexión teológica, sino más bien una ontológica, en el
sentido de que ven en el sacerdote a un ser humano que mantiene un contacto especial
con lo sagrado. Aquí radica también la razón por la que los abusos sexuales por parte de
sacerdotes y religiosos - en los que, se quiera o no, se mezclan los dos ámbitos más
sensibles de la vida humana, a saber, la sexualidad y la religión; y además, bajo el
baldaquín de lo sagrado - suelen dejar traumas psicológicos especialmente graves.
Porque el baldaquín de lo simbólico-sagrado se transforma de manera violenta en la
nube de polvo de lo diabólico-profano.
La problemática de la identidad sacerdotal se agrava adicionalmente por la escasez
de sacerdotes que vivimos, la cual adquiere dimensiones cada vez más dramáticas. Son
los propios sacerdotes quienes sufren en primer lugar los perniciosos efectos secundarios
de esta escasez. El más elemental de tales efectos secundarios lo percibe Franz
Kamphaus, obispo emérito de Limburgo, con su habitual modo punzante de expresarse,
en el hecho de que el presbítero se ve «estirado y atirantado, llevado de aquí para allá y,
por último, interiormente desgarrado», hasta que, «bajo la presión de las circunstancias,
su espíritu deviene cada vez menos sacerdotal»: «El ministerio presbiteral es estirado
hasta tal punto que se torna muy delgado y al final se rompe» 5. Esta consecuencia, tan
nociva desde el punto de vista de la existencia creyente, conlleva el peligro teológico de
que se soslaye de nuevo el restablecimiento - deseado por el concilio Vaticano II - de la
unidad intrínseca entre autoridad de gobierno y autoridad de orden sacramental y, al
menos a largo plazo, el servicio sacerdotal resulte vulnerado en su núcleo teológico
esencial.
24
Por último, el desarrollo actual suscita un grave problema ecuménico: si, por un lado,
en el diálogo ecuménico se ha alcanzado, en lo que atañe al ministerio, un consenso
sobre el hecho de que la ordenación es, por esencia, necesaria para el anuncio público del
Evangelio, la administración de los sacramentos y el gobierno de la comunidad; y si, por
otra parte, en la Iglesia católica cada vez desvinculamos más y más tareas de la
ordenación, entonces volvemos a poner de facto en cuestión dicho consenso ecuménico -
que ha sido impulsado precisamente por Roma - y perdemos la credibilidad que
teníamos en los foros ecuménicos.
Así y todo, con esta letanía de preguntas y problemas no hemos mencionado todavía,
ni mucho menos, las razones pro fundas de la dificil situación pastoral de nuestros días.
Pues hoy no solo tenemos una gran escasez de sacerdotes. Si se compara, por ejemplo, la
relación cuantitativa entre fieles y sacerdotes actualmente existente en nuestras latitudes
con la que había hace cincuenta años, se constata que en primer lugar padecemos escasez
de fieles y, solo en segundo lugar, escasez de sacerdotes - que, de todos modos, puesto
que en todo este tiempo las estructuras parroquiales apenas si se han transformado de
manera suficientemente eficaz, se manifiesta más bien como escasez de párrocos-. La
escasez de comunidades a la que acabamos de aludir hace aflorar la fundamental
pregunta de qué es lo que convierte a una colectividad cristiana en comunidad y qué es,
en consecuencia, una parroquia viva.
A ello se añade que en las últimas décadas el «nivel freático» de la fe ha descendido
tanto que no podemos por menos de diagnosticar una profunda crisis de fe, que en su
núcleo consiste en una crisis de la fe cristológica y probablemente representa el factor
que en mayor medida cuestiona la identidad sacerdotal. Pues si la Iglesia católica
concreta la identidad más íntima del sacerdote en el hecho de que este, en las
realizaciones esenciales de su ministerio, actúa in persona Christi capitis, entonces la hoy
generalizada tendencia arriana en lo que atañe a la confesión de fe en Cristo no puede
sino ocasionar una seria difuminación de la identidad sacerdotal: «La actual escasez de
sacerdotes tiene su raíz profunda en el déficit de fe de una cristología que se considera a
sí misma cristiana, pero mantiene sus reservas ante la confesión de fe en la verdadera
divinidad de Cristo y su consustancialidad con Dios»6.
Por todas estas razones estoy convencido de que la actual escasez de sacerdotes no
constituye tanto un problema cuan titativo cuanto un reto de índole cualitativa; a saber,
determinar de forma renovada la identidad del ministerio sacramentalmente ordenado en
la Iglesia. Por eso, en lo que sigue parto de la tesis fundamental de que probablemente en
ningún otro ámbito pastoralcorren tanto peligro de distanciarse las directrices
dogmático-conceptuales de la fe y lo fácticamente realizado en la praxis concreta como
25
en la cuestión del ministerio eclesiástico; pero justamente por ello nos está vedado
renunciar a las directrices de la fe para seguir la normatividad de lo fáctico. La
«separación de lo conceptual y lo fáctico» no debe ser superada relativizando -y menos
negando - la «plusvalía» dogmática del ministerio ordenado y contentándose con una
solución meramente sociológico-funcional para la cuestión de los ministerios'. Pues un
teólogo sistemático que se declarara dispuesto a reducir a otra la perspectiva que le es
específica se declararía con ello a sí mismo como superfluo. Esto vale también -y de
manera especial - para un obispo, quien ex debe garantizar el contenido permanente de la
tradición católica'. A fin de avanzar por este camino, es necesario partir de la pregunta de
para qué hace falta el ministerio presbiteral en la Iglesia, para luego, desde ahí, preguntar
por el fundamento neotestamentario del ministerio y extraer de ello consecuencias para
el presente y el futuro.
II. La sacramentalidad del ministerio en una Iglesia sacramentalmente configurada
Que toda colectividad necesita un orden y una estructura y, por ende, también cargos o
ministerios podría ser algo obvio. Pero entonces se plantea de inmediato la pregunta por
la clase de cargos de que se trata en cada caso. Esta cuestión únicamente puede
responderse si se sigue preguntando qué tipo de colectividad es aquella a cuyo servicio
se desempeñan dichos cargos. La pregunta por el ministerio en la Iglesia suscita, en este
mismo sentido, la pregunta acerca de qué es propiamente la Iglesia. La cuestión más
elemental en todo ello es si la Iglesia constituye una realidad sociológica o una realidad
espiritual.
Esta pregunta la respondió el concilio Vaticano II afirmando que la Iglesia no puede
ser considerada como si fuera dos entidades distintas: asamblea visible y comunidad
espiritual, o Iglesia terrena e Iglesia enriquecida con los bienes celestiales; antes bien, la
Iglesia es «una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro
divino». El concilio subraya incluso que a la Iglesia «se la compara, por una notable
analogía, al misterio del Verbo encarnado»: «Pues así como la naturaleza asumida sirve
al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a él, de
modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica,
para el acrecentamiento de su cuerpo»9. Con tales estructuras teológicas fundamentales
de la analogía con el misterio de la encarnación, el concilio quiere expresar esta
compleja realidad, rechazando con ello dos po siciones eclesiológicas extremas que
siguen teniendo influencia en la actualidad y que repercuten de forma persistente en la
comprensión del ministerio eclesiástico`.
En la situación que entonces se vivía, el concilio se dirigió mayormente contra una
26
sacralización eclesiológica de la Iglesia y del ministerio, en virtud de la cual la
dimensión divina de estos es absolutizada de tal modo que su dimensión humana resulta
insuficientemente expuesta o, en caso extremo, incluso negada. Esta visión lleva con
facilidad a la tentación de envolver, por así decir, a la Iglesia fácticamente existente, con
todas sus estructuras y manifestaciones, en un velo «místico», de suerte que todo lo
humano y lo demasiado humano de la Iglesia quede oculto o sea pasado por alto. En esta
visión, también el ministerio eclesiástico es sacralizado de modo indebido. Sobre este
peligro de un monofisismo eclesiológico alertó ya con razón el cardenal Franz Kónig:
«La justificada referencia a Cristo no nos exime de la necesidad de reformar de continuo
las estructuras humanas de la Iglesia, aquellas estructuras en atención de las cuales la
Iglesia es definida como "jerárquica"; antes bien, acentúa tal necesidad»".
Mientras que el concilio quería superar sobre todo la sacralización unilateral de la
Iglesia y el ministerio, después del concilio han surgido, al revés, fuertes tendencias a
una secularización eclesiológica de la Iglesia y el ministerio. Tales tendencias amenazan
con encubrir la dimensión divina de la Iglesia y con rendir tributo a un unidimensional
sociologismo de la Iglesia. Esta tendencia a destacar lo humano y lo demasiado humano
de la Iglesia, de suerte que la mirada a la dimen Sión divina de esta quede enturbiada,
debe ser caracterizada con mayor precisión como arrianismo eclesiológico. Pues si en la
Iglesia fáctica ya solo se descubre una realidad meramente humana y sociológicamente
perceptible, entonces se defiende una visión sociologista que lleva asimismo a una
concepción meramente funcional del ministerio. Percatándose con sensibilidad de estas
tendencias, el sínodo extraordinario de los obispos celebrado en 1985, que se había
planteado como objetivo valorar el rumbo que seguía la Iglesia católica veinte años
después de la finalización del concilio Vaticano II, acentúa con razón: «No podemos
sustituir la falsa visión unilateralmente jerárquica de la Iglesia por una nueva, pero
asimismo unilateral concepción, esta vez sociológica. Jesucristo está siempre junto a su
Iglesia y vive en ella como el Resucitado»'.
El concilio Vaticano II busca un camino intermedio en la eclesiología y la
ministeriología más allá de un sobrenaturalismo monofisita y un sociologismo arriano en
tanto en cuanto habla de la Iglesia como misterio, pero también como societas. Con ello,
el concilio no solo da a entender que la Iglesia, por así decir, tiene una doble naturaleza,
a saber, carácter mistérico divino y carácter social humano; el concilio dilucida además
la relación y la diferencia existentes entre estas dos dimensiones aplicando el concepto
de sacramento a la propia Iglesia. Pues un sacramento participa, por su estructura
esencial, de dos mundos. Al igual que, por ejemplo, en la celebración de la eucaristía el
pan y el vino son los signos y símbolos visibles del Cristo presente y de la entrega de su
cuerpo y sangre, así también la figura visible de la Iglesia es el signo e instrumento
27
exterior de su misterio interior, de suerte que el contenido y la figura de la Iglesia se
manifiestan como una inseparable unidad simbólico-sacramental. Puesto que de este
modo el concepto de «sacramento» está en condiciones de expresar tanto la unidad como
la diferencia de lo visible y lo invisible, de lo humano y lo divino, de la socialidad y el
misterio, el concilio quiere hacer valer a la Iglesia como una «única realidad
compleja»13. De ahí que el ministerio deba ser entendido como concreción personal de
esta sacramentalidad fundamental de la Iglesia y tenga que ser, por tanto, él mismo
sacramento. Pero antes de proseguir con esta argumentación, es aconsejable que
procedamos a cercioramos de ello dirigiendo la mirada a los fundamentos bíblicos del
ministerio en la Iglesia.
III. El ministerio apostólico como participación en la misión de Jesucristo
Una mirada al Nuevo Testamento brinda ante todo un hallazgo que a primera vista
parece contradecir lo que venimos diciendo: la incipiente Iglesia no emplea una
terminología sacral, sino profana para referirse a los ministerios que se perfilan en ella.
Pues en el Nuevo Testamento no hay hiereús sino apóstoloi; no hay sacerdotes cultuales,
sino enviados. Esto se pone de manifiesto ya en la vida terrena de Jesús, quien justo con
el comienzo de su actividad pública reunió discípulos a su alrededor y de entre ellos
escogió a los Doce". En la medida en que el evangelista Marcos expresa la vocación de
estos con la rotunda expresión de que Jesús «hizo» (nombró, designó) a los Doce (cf. Me
3,14), con esta nueva figura de los Doce se anuncia la misión de Jesús en Israel, que se
entiende a sí mismo como el pueblo de las doce tribus y que, con vistas al tiempo
mesiánico de salvación, aguarda la restauración de esas doce tribus, nacidas en su día de
los doce hijos de Jacob. Nombrando a los Doce,Jesús expresa de forma manifiesta que
su misión consiste en congregar de nuevo al qahal veterotestamentario y convertirlo en
la base de su comunidad de seguimiento. A la vista de la fundamental importancia de
esta nueva figura de los Doce no se puede sino afirmar con Gerhard Lohfink, exégeta
católico del Nuevo Testamento: «La persona de Jesús y la figura de los Doce constituyen
lo nuevo del Nuevo Testamento»L5
Sin embargo, solo después de la Pascua se transformó la nueva figura de los Doce en
el ministerio de los apóstoles; y a partir de este ministerio surgieron múltiples servicios
(o ministerios) adicionales en las diversas Iglesias locales. De ahí que sea natural
desarrollar una fundamentación neotestamentaria del ministerio sacerdotal a partir del
ministerio apostólico, como también lo hace la constitución dogmática sobre la Iglesia
del concilio Vaticano II, la Lumen Gentium: «Esta divina misión confiada por Cristo a
los Apóstoles ha de durar hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio
que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia.
28
Por esto, los Apóstoles cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad
jerárquicamente organizada» L6. La pregunta decisiva que se plantea en esto es la
pregunta por la relación del ministerio apostólico con Jesucristo y, acto seguido, la
pregunta por la misión que le corresponde.
Ya en la elección de los Doce se hace patente una muy estrecha relación entre el
apóstol y Cristo en el hecho de que tal elección se atribuye a una resolución específica de
Jesús y es caracterizada como resultado de una llamada. Esto se pone de manifiesto en
primer lugar en que, sobre todo en el evangelista Lucas, la llamada de los Doce es fruto
de una noche de oración y en que, a la inversa, la oración nocturna de Jesús es el lugar
interior de la llamada: «Allí, en el solitario diálogo con el Padre, es donde radica el lugar
teológico del apostolado stricto sensu»". La íntima vinculación del apóstol con Jesús se
evidencia también, en segundo lugar, en el contenido intrínseco de la llamada. Pues
Jesús «hizo» (nombró, designó) a los Doce, «para que convivieran con él y para
enviarlos a predicar con poder para expulsar demonios» (Me 3,13-14). En el fondo, la
tarea elemental de los Doce consiste sencillamente en ser los Doce y vivir con Jesús.
Esta es la vida apostólica de los Doce con Jesús, de la que se desprende el envío
apostólico al mundo para anunciar el Evangelio y expulsar demonios, envío que, a su
vez, desemboca en la vida apostólica con JesúsLB.
Los sinópticos expresan luego la estrecha unión del apóstol con Jesús sobre todo
poniendo en boca de este la breve fórmula: «Quien a vosotros os escucha a mí me
escucha; quien a vosotros os desprecia a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia,
desprecia al que me envió» (Le 10,16). Esta convicción se despliega por extenso en el
evangelista Juan, para quien el concepto de misión es un concepto cristológico clave. En
Juan, el Resucitado dice a los discípulos: «Paz con vosotros. Como el Padre me envió,
así yo os envío a vosotros» (Jn 20,21). Detrás de ello está la convicción creyente de que
Jesús mismo pretende haber sido enviado directamente por Dios y, por ende, representar
en su persona la autoridad divina. Jesús es, en su entero ser, enviado del Padre y se agota
por completo en ser enviado. Por consiguiente, Jesús mismo es el apóstol por excelencia
y, en su llamada a los apóstoles, transmite lo que es el origen y el contenido de su propio
ser. Es de nuevo Juan quien expresa sutilmente el paralelismo entre la misión de Jesús y
la de los apóstoles. Por una parte, Cristo afirma de sí mismo: «El Hijo no hace nada por
su cuenta si no se lo ve hacer al Padre. Lo que el Padre hace lo hace igualmente el Hijo»
(Jn 5,19). Por otra, Jesús dice a sus discípulos: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos:
quien permanece en mí y yo en él dará mucho fruto; pues sin mí no podéis hacer nada»
(Jn 15,5).
Como Jesús es enviado del Padre, así el apóstol es enviado de Jesucristo. Esto quiere
29
decir que el ministerio apostólico está anclado en el centro de la cristología: «Así pues,
el apostolado aparece como un ministerio cristológicamente fundado; si la misión
significa representación de quien envía y, en esa misma medida, mediación con respecto
a quien envía, este ministerio medular de la incipiente Iglesia queda caracterizado sin
duda como ministerio de mediación»L9. Tal mediación depende por completo de que se
apoye en la abnegación del enviado, quien no se coloca a sí mismo en primer plano, sino
detrás de quien envía y de su mensaje. Pues solo semejante abnegación es la «verdadera
credencial» del apóstol`.
Esta misma estructura fundamental del ministerio apostólico y su participación en la
misión de Jesucristo se encuentra también en Pablo, para quien no solo la llamada
recibida directamente de Cristo constituye el fundamento de su ministe río apostólico,
sino que el apostolado en general es un ministerio específico de la incipiente Iglesia. En
ello, Pablo une la misión de Jesucristo y la misión del apóstol en el concepto de
reconciliación. En la Carta a los Romanos llama a Cristo hilasterion (cf. Rom 3,25),
término que designa aquella «losa» de oro del antiguo templo que era rociada con la
sangre de las víctimas en la gran fiesta de la Expiación, el Yom Kippur. Con ello, Pablo
da a entender que la cruz de Jesús es el verdadero lugar de contacto entre la culpa
humana y la misericordia divina y, por ende, el permanente y universal Yom Kippur
personificado. De ahí que nada tenga de sorprendente que, para Pablo, el ministerio
apostólico sea esencialmente ministerio de reconciliación, tal como escribe en 2
Corintios: «Es decir, Dios estaba, por medio del Mesías, reconciliando el mundo
consigo, no apuntándole los delitos, y nos confió el mensaje de la reconciliación. Somos
embajadores del Mesías y es como si Dios hablase por nosotros. Por el Mesías os
suplicamos: "Dejaos reconciliar con Dios"» (2 Cor 5,19-20). Justamente allí donde
tematiza el centro de la fe cristiana, o sea, la muerte y la resurrección de Cristo, Pablo
habla también, en un mismo golpe de pluma, del fundamento más hondo del ministerio
apostólico. Pues está convencido de que Dios, conjuntamente con la acción salvífica
decisiva de la reconciliación, ha establecido el ministerio de la reconciliación, que tiene
como tarea «transmitir la reconciliación obrada ya por Dios en Jesucristo, esto es, la
unión entre Dios y el ser humano y la unión de los seres humanos entre sí que de ella
brota (así como la unidad en el propio corazón), de suerte que pueda ser presencia eficaz
para todos los hombres y todas las épocas» 21.
IV. La sacramentalidad del ministerio y de la ordenación
El ministerio apostólico es el punto de partida histórico y al mismo tiempo el criterio
intrínseco del servicio sacerdotal, que, en cuanto prolongación de la misión de Jesús, es
sobre todo encargo de anunciar el Evangelio de la reconciliación, tal como es puesto de
30
relieve por Michael Theobald, exégeta católico del Nuevo Testamento: «El objeto de la
buena noticia es la reconciliación del mundo por medio de la muerte de Cristo en
beneficio del ser humano» 22. Naturalmente, a continuación habría que mostrar qué
relación guardan con el ministerio apostólico fundamental los demás ministerios
eclesiásticos que aparecen ya en el Nuevo Testamento, así como qué continuidad existe
entre el ministerio presbiteral y el ministerio apostólico neotestamentario. Todo esto no
puede llevarse a cabo en el marco de este capítulo. Pero es conveniente hacer todavía
una breve referencia al hecho de que la idea de la sucesión apostólica, la successio
apostolica, se encuentra ya en el Nuevo Testamento23.
En especial el discurso de despedida de Pablo en Mileto a los presbíteros de Éfeso
(cf. Hch 20,17-38) está estructurado como una suerte de testamento, a través del cual el
apóstol pone la comunidad en las fieles manos de los presbíteros y transfiere a estos su
responsabilidadde una manera realmente apasionada. Pues Pablo sabe que va de camino
hacia el martirio y nunca más volverá a ver a sus comunidades. Por eso reúne a los
presbíteros, a fin de entregarles formalmente la Iglesia, de modo que cabe hablar de una
«investidura en la sucesión de los apóstoles»: «La responsabilidad encomendada al
apóstol es transmitida a los presbíteros congregados» 24. Lucas ha estructurado
ciertamente esta escena con intención ejemplarizante, a fin de caracterizar la relación del
apóstol con los presbíteros, que expresa con la imagen de la transferencia de la
responsabilidad pastoral del primero a los segundos cuando pone en boca de Pablo las
siguientes palabras: «Cuidad de vosotros y de todo el rebaño que el Espíritu Santo os
encomendó como a pastores de la Iglesia de Dios, que adquirió pagando con su sangre»
(Hch 20,28).
El hecho de que aquí se aluda a los presbíteros como obispos tiene todavía el sentido
meramente formal de que son «supervisores» de su rebaño y deben, por tanto, entenderse
a sí mismo como pastores. Mucho más importante es la insistencia en que el pastor tiene
responsabilidad sobre la Iglesia de Dios, que se basa en el sacrificio de la vida del Hijo
de Dios. Así pues, la Iglesia no debe en modo alguno ser considerada una institución
mundana, para la que ella misma debería o siquiera podría idear los más eficientes y
mejores reglamentos. La Iglesia es vista más bien como fruto de la pasión de Jesús en la
cruz, por lo que no es Pablo, por poner un ejemplo, sino el Espíritu quien instituye a los
obispos en su ministerio. De este modo, el ministerio de los obispos, que no son
apóstoles, sino sucesores de los apóstoles, es entendido como institución del Espíritu
Santo.
Esta convicción se corresponde con la estructura fundamental que anteriormente
hemos percibido como enraizamiento de la misión de los apóstoles en la misión del Hijo
31
de Dios. Si la esencia del apóstol y, con ello, también de su sucesor consiste en ser
enviado, entonces resulta evidente que ni uno ni otro pueden hablar y actuar en su propio
nombre, sino solo en nombre de otro, en nombre de quien los envía. Son «fiduciarios de
otro, de Jesucristo y su Iglesia» 25 y representantes de aquello que se les ha
encomendado con su misión. Con ello viene dado ya in nuce aquello que la tradición
posterior designará como «sacramento» y como in persona Christi agere, que en la
liturgia de la ordenación sacerdotal se hace visible a través de numerosos signos
elocuentes26. Pues ambas expresiones evidencian que a esa misión que convierte a la
persona en mensajero e instrumento de otro no se accede por propia iniciativa ni
tampoco sencillamente por decisión de la comunidad, sino que es algo que únicamente
puede ser recibido; y además, recibido mediante sacramento. De ahí que se imponga por
su propia fuerza el juicio de que la cualificación sacramental de la misión ministerial en
la Iglesia, que parte de Cristo y es mediada por el Espíritu Santo, se remonta hasta el
núcleo íntimo del mensaje neotestamentario.
Con ello regresamos al primer razonamiento, en el que se ha hablado de la estructura
sacramental de la Iglesia toda y ya se ha sugerido que el servicio sacerdotal debe ser
entendido como condensación y concreción personal de la sacramentalidad fundamental
de la Iglesia. Debería haber quedado ya claro que el ministerio presbiteral solo puede
expresar este sig nificado sígnico si posee en sí estructura sacramental. Pues en ello se
hace patente que la Iglesia no se funda en sí misma, sino que tiene su fundamento más
allá de sí en Cristo. Ser Iglesia no es sencillamente una posibilidad natural del ser
hombre y de la comunidad humana. Antes bien, la Iglesia solo vive de aquello que,
trascendiéndola a ella misma y trascendiendo sus posibilidades naturales, le es regalado
como el fundamento sobre el que existe.
Aquí radica la razón más profunda de que en la Iglesia haya un ministerio
sacramentalmente ordenado, que no es asunto de delegación, sino de envío sacramental.
Con este signo, el sacerdote confiesa que también él debe recibir lo que no puede
procurarse a sí mismo, que lo que hace no procede de él y que, en consecuencia, no se
trata de que él tenga mucho éxito, sino de que Cristo pueda hacerse presente en su
actividad. El ministerio sacerdotal no existe para interponerse entre Jesucristo y los
creyentes, sino que debe servir, al contrario, para «facilitar a estos la inmediatez de la fe
en Cristo». En consecuencia, «una característica esencial de la autoridad eclesiástica
consiste en poner en el centro la autoridad de Jesús, su Señor» 2'.
Para el ministro ordenado, esto debe significar sobre todo que él traiciona su
ministerio siempre que coloca su propia persona en primer plano en vez de replegarse de
modo que Cristo pueda actuar a través de él, y siempre que, más que de propiciar la
32
«manifestación del Señor», se preocupe sobre todo de la «epifanía» de su propio yo y no
se aplique a sí mismo las palabras de Jesús a sus discípulos: «Sin mí no podéis hacer
nada». En su hablar y en su actuar, el sacerdote debe ser más bien transparente para la
acción de Cristo en su Iglesia. El ministerio sacerdotal es servicio de la Iglesia con vistas
a propiciar el servicio de Cristo mismo a su Iglesia. Así pues, el sacerdote está llamado a
ser un transparente icono de Jesucristo, icono que en las decisivas realizaciones
eclesiales puede actuar in persona Christi capitis. Esto no significa una sustitución
vicaria del Señor ausente, sino una representación vicaria del Señor invisiblemente
presente. La acción del sacerdote es, para ser más exactos, «visibilización corporeizadora
del Señor invisiblemente presente y de su acción» y, por ende, «presencialización del
Invisible en signos visibles» 2K.
V.El sacerdocio bautismal común y el sacerdocio ministerial diferenciador
De este modo se libera la mirada para dirigirla a tres rasgos específicos de la Iglesia
católica, de los que esta depende por completo. En primer lugar, ya la primitiva Iglesia
no solo fijó el canon del Antiguo y el Nuevo Testamento y aplicó la regula fidei como
clave interpretativa, sino que también formuló la sucesión apostólica en la forma del
ministerio episcopal, consciente, sin duda, de que la palabra de Dios y los testigos
humanos forman una unidad y de que, por tanto, la Palabra necesita del testigo, pero este
solo puede serlo de la Palabra. En esta dimensión martirológica se funda el hecho de que
la Iglesia católica tenga, en todos los niveles de su vida y acción, un testigo con
capacidad de actuación y, sobre todo, responsable de la unidad de la Iglesia: en el plano
local, el párroco; en el plano regional, el obispo; y en el plano universal, el papa.
Desde ahí se evidencia, en segundo lugar, que en la Iglesia debe existir una jerarquía,
pero que esta no existe por sí misma; antes al contrario, la Iglesia solo está
jerárquicamente estructurada porque es sacramental, como ha puesto inequívocamente
de relieve Benedicto XVI: «Su estructura profun da e irrenunciable no es democrática,
sino sacramental y, en consecuencia, jerárquica; pues la jerarquía fundada en la sucesión
apostólica es condición indispensable para acceder a la fuerza, a la realidad del
sacramento» 29. «Jerarquía», sin embargo, no quiere decir aquí «dominio sagrado», lo
que, en cualquier caso, vendría a ser una contradicción en los términos. Atendiendo al
sentido originario de la palabra, «jerarquía» significa más bien «origen sagrado» 30. Esta
etimología sugiere que la tarea principal de la jerarquía en la Iglesia consiste en proteger
y transmitir el «origen sagrado» del acontecimiento Cristo, a fin de que siga
repercutiendo en la historia y pueda desencadenarse y seguir su libre curso también en la
Iglesia actual. Pero puesto que la jerarquía únicamente puede llevar a cabo esta tarea en
comunión con todo el pueblo de Dios, la Iglesia también es - conforme otra vez al
33
sentido originario de la palabra - sinodal, en tanto en cuanto synodos designa la
comunidad de camino de laIglesia toda. Por eso, jerarquía y sinodalidad se exigen y
propician mutuamente, como queda reflejado en la siguiente definición eclesiológica del
teólogo católico Medard Kehl: «La Iglesia católica se entiende a sí misma como
"sacramento de la communio de Dios"; en cuanto tal constituye la comunidad de los
creyentes unida por el Espíritu Santo, configurada con el Hijo Jesucristo y llamada junto
con toda la creación al reino de Dios Padre, una comunidad que está estructurada sinodal
y "jerárquicamente" a la vez» 31.
Con ello se plantea, en tercer lugar, la pregunta por la relación entre el sacerdocio
ministerial específico y el sacerdocio bautismal común. Este último tiene su fundamento
bíblico, por una parte, en el saludo a las siete comunidades de Asia Menor con el que el
profeta protocristiano Juan inicia su Apocalipsis y, por otra parte, en el segundo capítulo
de 1 Pedro, en el que se nos transmite una catequesis bautismal. El concilio Vaticano II
no ve la diferencia entre ambas formas del sacerdocio tanto en el plano existencial-
creyente de la vocación cuanto en el plano objetivo-teológico del encargo: «El
sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes
esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos
participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» 32. Según esto, en la relación
entre el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial hay dos formas eclesiales de
participación en el único sacerdocio de Cristo, una primacía sustancial del sacerdocio
bautismal - porque el sacerdocio ministerial está a su servicio - y una diferencia
«esencial», no meramente «en grado», entre ambas formas de participación en el único
sacerdocio de Cristo33
La relación entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio bautismal común está
marcada, más en concreto, por la tensión entre el «ser-en» y el «ser-frente-a» 34. Por una
parte, el ministerio presbiteral está cristológicamente fundado y, en virtud de la
ordenación y el ministerio, es enviado a hacer sacramentalmente presente en la palabra y
en la santificación a Jesucristo y su obra salvífica, o sea, a actuar in persona Christi y
representar a Cristo como cabeza de la Iglesia ante la comunidad de creyentes. En este
sentido, el sacerdocio ministerial se sitúa frente al sacerdocio bautismal. Por otra parte,
el ministerio presbiteral está pneumatológicamente signado y destinado a actuar in
persona ecclesiae; de ahí que se inserte en la estructura existencial de la Iglesia como el
órgano ministerial de esta, a fin de dar testimonio de la fe de la Iglesia y presentar y
alentar el carácter sacerdotal de todo el pueblo de Dios.
La sana economía de la vida eclesial depende esencialmente de que esta polarización
de «ser-para» cristológico y «ser-en» pneumatológico no conduzca a una nefasta
34
polarización, traicionando con ello la esencia teológica de la Iglesia, que Hugo
Aufderbeck, obispo en la antigua República Democrática de Alemania, plasmó en la
certera fórmula breve: «La Iglesia no es una democracia, pues todos estamos sometidos
al único Señor; pero tampoco es una monarquía, ya que todos somos hermanas y
hermanos» 35. De hecho, un sacerdote que únicamente quiera «ser-para» desmiente el
«ser-en» que le inserta en el sacerdocio bautismal común y corre el riesgo de convertirse
en un monarca cristomonista. Por el contrario, un sacerdote que solo quiera ser «en» - la
expresión alemana «in» sein permite un juego de palabras con ser in, esto es, estar a la
moda - niega la misión ministerial de representación sacramental de Cristo y corre el
peligro de convertirse en un demócrata pneumatomonista o, como solía decir el obispo
Michael Sailer, un clérigo acomodado sin más al espíritu de la época (ein reinen Zeit-
Geistlicher: otro juego de palabras con Zeitgeist, espíritu de la época, y Geistlicher,
clérigo). En contraposición a estas dos formas extremas, san Agustín, por ejemplo, supo
cómo unir entre sí ambas dimensiones cuando, pensando en su propio ministerio
episcopal, afirmó: «Con vosotros soy cristiano, para vosotros soy obispo. Lo primero
indica la salvación; lo segundo, un peligro»`.
VI. Representación de Cristo al servicio de la predicación, la santificación y el gobierno
Si se mantiene en equilibrio esta tensión tanto desde un punto de vista teológico como
pastoral, lo que ciertamente implica una concepción trinitaria del ministerio, entonces el
sacerdocio ministerial especial no se contrapone al sacerdocio bautismal común; antes
bien, al sacerdocio ministerial se le recuerda su obligación de estar al servicio del
sacerdocio bautismal y de entenderse a sí mismo, al igual que Pablo, como «diácono de
Dios» (cf. 2 Cor 6,4). Con ello se plantea la pregunta adicional de en qué consiste más en
concreto esta diaconía del sacerdocio ministerial. En el debate teológico de las últimas
décadas existen sobre este particular varios enfoques, que se diferencian por el énfasis en
una u otra de las tres funciones fundamentales de la Iglesia37. Mientras que, por
ejemplo, Otto Semmelroth y Joseph Lécuyer entendían al sacerdote desde el oficio de
santificación en la liturgia, Hans Urs von Balthasar, Walter Kasper y Jean Galot
perfilaron la figura del sacerdote desde el oficio pastoral. Un tercer grupo, al que
pertenecen sobre todo Karl Rahner y Joseph Ratzinger, desarrolló el sacerdocio católico
desde el servicio a la palabra de Dios, desde el oficio de la predicación.
1. El oficio de la predicación: el sacerdote como evangelizador
Desde la argumentación que venimos siguiendo, según la cual el ministerio sacerdotal se
funda en el ministerio apostólico neotestamentario, no puede resultar extraño que deba
35
otorgarse la primacía al servicio a la palabra de Dios, como también lo hace el concilio
Vaticano II en su decreto sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes: «El pueblo de
Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que
esperar de la boca de los sacerdotes. Pues como nadie puede salvarse, si antes no cree,
los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal el
anunciar a todos el Evangelio de Cristo» 38. Esta visión del ministerio sacerdotal desde
la predicación apostólica tiene ciertamente hondas raíces en la tradición eclesial, como
pueden ilustrar los dos siguientes ejemplos. Ya Tomás de Aquino, como miembro de la
orden de predicadores, vio en el officium docendi lo principalissimum del ministerio
episcopal`. Por su parte, Carlos Borromeo, tras llegar a Milán y diagnosticar en la
ausencia de homilías una de las negligencias más extendidas y graves del clero, vio en la
predicación apostólica su misión prioritaria y acentuó como tarea primordial de todo
pastor «ser testigo, proclamar los misterios de Cristo y predicar el Evangelio a toda
criatura» 40. Una mirada a la historia de la Iglesia muestra en general que, en situaciones
de crisis, como la que hoy volvemos a vivir, la Iglesia siempre se ha acordado de que el
primado en la vida y la misión de la Iglesia debe corresponderle al anuncio de la palabra
de Dios4L.
El significado de esta prioridad se expresa de forma muy bella en un rito de la
ordenación episcopal, en el que, durante el prefacio de la ordenación, al ordenando se le
coloca sobre la cabeza el evangeliario, como carga, por así decir, que debe llevar. Puesto
que en la ordenación episcopal se confiere la plenitud del sacerdocio, es también en este
rito donde se hace visible con mayor claridad la esencia del sacerdocio. En el
mencionado rito de la ordenación episcopal se expresan sobre todo dos cosas: en tanto en
cuanto el evangeliario es colocado sobre la cabeza del ordenando, este queda en primer
lugar oculto, por así decir, por el libro y su propio rostro desaparece bajo la Palabra que
le es puesta encima. Se trata de un signo elocuente de que el ordenado, cuando predica la
palabra de Dios, no puede actuar ya en nombre propio y por iniciativa propia, sino solo
en nombre de otro y por encomienda

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