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CICLO 
BARROCO FRANCES 
Enero-Febrero 1986 
CICLO 
BARROCO FRANCES 
FUNDACION JUAN MARCH 
CICLO 
BARROCO FRANCES 
Enero-Febrero 1986 
INDICE 
Pág. 
Presentación 5 
Programa general 
Introducción general, por Alvaro Marías . . . . 19 
Notas al Programa: 
• Primer Concierto 31 
• Segundo Concierto 37 
• Tercer Concierto 42 
• Cuarto Concierto 46 
• Quinto Concierto 50 
• Sexto Concierto 55 
Participantes 59 
A pesar de la moda que desde años disfruta la música 
barroca, aún existen enormes cantidades de obras y 
autores que no llegan al gran público o lo hacen con 
muchas dificultades. Se conoce mucho mejor el 
barroco tardío que el temprano y, en líneas generales, 
se toca mucho más el barroco italiano que el francés, 
por no hablar de los demás estilos nacionales como el 
alemán, el inglés o el español. 
Dentro del barroco francés hemos escogido en esta 
ocasión exclusivamente música instrumental a solo o 
con bajo continuo. Dejamos aparte toda la música 
vocal y apenas si rozamos la música para conjuntos. 
Nos ha parecido mejor, dado el carácter intimista, 
refinado y exquisito de esta única alternativa seria al 
gusto italiano, escuchar aquellos tipos de músicas que 
a priori pueden guardar mejor la esencia de ese 
perfume. Aun así, la mayor parte de los grandes 
nombres del barroco francés están presentes en 
nuestro ciclo, incluso compositores menores o nada 
conocidos que probablemente se interpretan ahora 
por vez primera en España: un total de 23 autores, 
que completarán un panorama que no se pretende 
completo pero sí suficiente. 
Hemos querido terminar el ciclo con música más 
reciente directamente inspirada por el barroco. Si 
todo él quiere ser una continuación de otros 
anteriores dedicados a este estilo (Ciclos Bach, 
Haendel, Scarlatti, Telemann, barroco español...), el 
último concierto es, a la vez, una continuación del 
ciclo dedicado al piano francés a finales del pasado 
año. Uno de los elementos que jugaron decisivamente 
en la definición de una nueva música francesa fue, 
precisamente, el conocimiento que los artistas 
tuvieron, hace ya un siglo, de músicas más antiguas. 
Porque el estudio del pasado hace siempre más rico 
nuestro presente. 
5 
6 
7 
PROGRAMA GENERAL 
Jean-Philippe Rameau. 
8 
9 
PROGRAMA 
PRIMER CONCIERTO 
I 
Louis Couperin (1626-1661) 
Suite en Sol menor 
Prélude 
Allemande 
Courante 
Sarabande 
Passacaille 
François Couperin Le Grand (1668-1733) 
Ving-Troisième Ordre 
L'Audacieuse 
Les Tricoteuses 
L'Adequine 
Les Gondoles de Délos 
Les Satires 
II 
Antoine Forqueray (1671-1745) 
Seis Piezas 
La Forqueray 
La Cottin 
La Portugaise 
La Régente 
La Marella 
La Montigni 
Jean-Philippe Rameau (1683-1764) 
Premier Livre de Pièces de Clavecin (1706) 
Prélude 
Allemandes 
Courante 
Gigue 
Sarabande 
Vénitienne 
Gavotte 
Menuet 
Intérprete: Pablo Cano, clave 
Instrumento construido por Georg Zahl en 1977, ba-
sándose en un clave de Hans Ruckers (1590). 
Miércoles, 5 de febrero de 1986. 19,30 horas. 
10 
PROGRAMA 
SEGUNDO CONCIERTO 
I 
Jacques Hotteterre Le Romain (1674-1763) 
Troisième suitte, Sonate (oboe y bajo continuo) 
Prélude, lentement 
Allemande, gay 
Courante 
Grave 
Gigue 
Louis-Antoine Dornel (1680-1756) 
Sonate pour le Hautbois 
Prélude, lentement, viste 
Fugue 
Gravement 
Gigue 
Jean-Henri D'Anglebert (1635-1691) 
Suitte en Re de la d tierce mineur (clave) 
Prélude 
Allemande 
Courante 
Sarabande grave, gravement 
Chaconne 
Pierre Danican Philidor (1681-1731) 
Neufïème Suitte (oboe y bajo continuo) 
Lentement 
Courante, affectueusement 
Rigaudon en Rondeau 
Gigue 
Fugue 
11 
PROGRAMA 
SEGUNDO CONCIERTO 
II 
François Couperin Le Grand (1668-1733) 
Septième Concert (oboe y bajo continuo) 
Gravement et gracieusement 
Allemande, gayement 
Sarabande, grave 
Fuguéte, légèrement 
Gavotte, gayement 
Siciliêne, tendrement et lourê 
Antoine Forqueray (1671-1745) 
Troisième Suitte (viola da gamba y clave) 
La Ferrand, vivement 
La Régente, noblement et soutenu 
La Fronchin, mouvement rise 
La Du Vaucel, très tendrement 
La Eynaud, fierement 
Chaconne, La Moraugis ou La Plissay 
Chalais (s. XVIII) 
Seconde Sonate (oboe y bajo continuo) 
Largo 
Allegro 
Arietta 
Gigue allegro 
Intérpretes: Jan Grimbergen, oboe 
Jaques Ogg, clave 
Reneé Bosch, viola da gamba 
Miércoles, 5 de febrero de 1986. 19,30 horas. 
12 
PROGRAMA 
TERCER CONCIERTO 
I 
Charles Dollé (¿-1755) 
Suite en Sol mayor para viola da gamba y bajo continuo 
Prélude, lentement 
Allemande, La Mantry 
Sarabande 
Fugue 
La Badine 
Jacques Duphly (1715-1789) 
Piezas para clave 
La Forqueray 
Chaconne 
Roland Marais (1680-1750) 
Suite en Do menor para viola da gamba y bajo continuo 
Prélude, Le Marais 
Allemande, La Savigny 
Sarabande, La D'Auteuil 
Rondeau, Le Rocher 
II 
Du Buisson (¿-h. 1688) 
Suite en La menor para viola da gamba 
Prélude 
Allemande 
Courante 
Sarabande 
Gigue 
Marin Marais (1656-1728) 
Couplets des Folies d'Espagne, para viola da gamba y bajo 
continuo 
Intérpretes: Pere Ros, viola da gamba 
Emer Buckley, clave 
Miércoles, 5 de febrero de 1986. 19,30 horas. 
13 
Charles Mouton. 
14 
PROGRAMA 
CUARTO CONCIERTO 
I 
Johann Gottfried Conradi (¿-?) 
Suite en Do mayor (laúd barroco) 
Prelude 
Allemande 
Courante 
Menuet 
Gigue 
Jacques Gallot (¿-1690) 
Piezas en Re menor (laúd barroco) 
Sarabande, L'Altesse Royalle 
Pavane, Tombeau de la Reyne 
Courante, La Marquise 
Sarabande, La Mignarde 
Robert de Visée (s. XVII-XVIII) 
Piezas en Re menor (guitarra barroca) 
Prelude 
Allemande 
Courante 
Sarabande 
Gavotte 
Bourée 
Menuet 
Passacaille 
Menuet 
Gigue 
15 
PROGRAMA 
CUARTO CONCIERTO 
II 
Denis Gaultier (1603-1672) 
Piezas en Re mayor (laúd barroco) 
Prélude 
Allemande 
Courante 
Pavanne, La Dédicacé 
Gigue 
Sarabande 
Courante 
Sarabande 
Charles Mouton (1626-1699) 
Piezas en La mayor (laúd barroco) 
Prélude 
Pavane, Les amans brouillez 
Courante, La Veritable 
Sarabande, La Doucereuse 
Gavotte, La Fidelle 
Menuet, Le beau danceur 
Courante, La Constante 
Sarabande en Rondeau 
Intérprete: José Miguel Moreno, laúd y guitarra barrocos 
Laúd barroco: S. Schelle, 1727. Lourdes Uncilla, 
Madrid 1985 
Guitarra barroca: J. Voboam, 1687. Lourdes 
Uncilla, Madrid 1985 
Miércoles, 5 de febrero de 1986. 19,30 horas. 
16 
PROGRAMA 
QUINTO CONCIERTO 
I 
Charles Dieupart (1667-1740) 
Suite I para flauta de pico y bajo continuo 
Ouverture 
Allemande 
Courante 
Sarabande 
Gavotte 
Menuet 
Gigue 
François Couperin (1668-1733) 
Pièces du Septième ordre de clavecin 
La Ménetou __ 
Les Petites Ages 
La muse Naissante 
L'enfantine 
L'adolescente 
Les délices 
La Basque 
Les Amusements 
Anne Danican Philidor (1681-1728) 
Sonata en Re menor para flauta de pico y bajo continuo 
Lentement 
Fugue 
Courante 
Gracieusement 
Fugue 
17 
PROGRAMA 
QUINTO CONCIERTO 
II 
Michel Blavet (1700-1768) 
Seconda sonata para flauta y bajo continuo 
Andante, La Vibray 
Allemande, Allegro 
Gavotta Moderato, Les Caquets 
Sarabande, Largo 
Allegro 
Jacques Hotteterre (1674-1763) 
Suite en Mi menor para flauta de pico y bajo continuo 
Prélude, Lentement, Vivement 
Allemande, Tendrement 
Sarabande 
Menuets I & II 
Gavotte, Tendrement 
Rondeau 
Gigue 
Philibert de Lavigne (1700-1750) 
Sonate, La Baussan para flauta de pico y bajo continuo 
Gracieusement 
Rondeau 
Tambourins I & II 
Alvaro Marías, flauta de pico y travesera barroca 
Aliñe Zylberajch, clave 
Reneé Bosch, viola da gamba 
Intérpretes: 
Miércoles, 5 de febrero de 1986. 19,30 horas. 
18 
PROGRAMA 
SEXTO CONCIERTO 
LA INFLUENCIA DEL BARROCO 
I 
César Franck (1822-1890) 
Preludio, coral y fuga 
Claude Debussy (1862-1918) 
Homenaje a Rameau (de Imágenes), 
Pour le piano 
Preludio 
Sarabande 
Tocata 
II 
Maurice Ravel (1875-1937) 
Menuet antique 
Pavana 
Le tombeau de Couperin 
Prélude 
Fugue 
Forlane 
Rigaudon 
Menuet 
Toccata 
Intérprete: Ramón Coll, piano 
Miércoles, 12 de febrero de 1986. 19,30 horas. 
FundaciónJuan March 
CICLO BARROCO FRANCES 
QUINTO CONCIERTO 
5 de febrero de 1986 
Por enfermedad de la clavecinista Aline Zylberajch, nos 
vemos obligados a sustituirla por la clavecinista francesa: 
Françoise Lengellé 
Titular de varios premios del Conservatorio Nacional Su-
perior de París, y después de haber trabajado con los más 
grandes maestros franceses y extranjeros, recibe el primer pre-
mio del V Concurso Internacional de Clavecín, de Brujas, 
en 1977, consiguiendo también el premio otorgado por el 
público. 
Después de esta fecha comienza una carrera como solista 
que permite considerarla como una de las más importantes 
personalidades de la «nueva generación del clave». 
Las críticas más elogiosas han saludado sus apariciones, tan-
to en recital como en música de cámara, dentro y fuera de 
Francia. Actualmente se encarga de los cursos de clave en 
el Conservatorio Nacional Superior de Música de Lyon, y es 
acompañante habitual de Marianne Müller (viola de gam-
ba) y de Chiara Banchini (violín barroco). 
19 
INTRODUCCION GENERAL 
LA MUSICA BARROCA EN FRANCIA 
Límites 
Dentro de los límites generalmente aceptados para la música 
barroca (1600-1750), ya bastante tardíos con relación al barroco 
literario o artístico, en el caso de Francia y de otras naciones euro-
peas estas fechas deben retrasarse más aún, cosa nada infrecuente 
en el caso de la música, cuya naturaleza misma —enormemente 
dependiente de una evolución de la técnica, que suele ser lenta 
y difícil— tiende a ir un tanto a la zaga del resto de las artes. 
Si la fecha de 1600 viene dada por la violenta irrupción de 
la ópera en Italia y de todas las revolucionarias novedades que 
la acompañan —el stilo rappresentativo, el stilo recitativo, el 
bajo continuo— lo cierto es que Francia, bastante conservadora 
musicalmente en este momento, no va a asimilar las novedades 
del nuevo estilo de una manera manifiesta hasta el reinado de 
Luis XIV (1643-1715), si bien es cierto que algunas formas (co-
mo el air de cour) anticipan —o participan— de algún modo 
lo que va a ser el barroco musical. 
Consecuencia lógica de este retraso conservador de la música 
francesa, siempre un poco aislada, siempre un poco encastilla-
da en sí misma, es que el estilo barroco se mantenga, perviva 
en una larga y fructífera decadencia cuyas últimas estribaciones 
alcanzan hasta la Revolución (1789): Tal vez el hecho de que 
el estilo galante de la Francia dieciochesca anticipara muchos 
rasgos del futuro clasicismo, explique que el nuevo estilo tuvie-
ra una pobre y tardía vitalidad, favoreciendo en cambio una larga 
y nostálgica agonía no por decadente desdeñable en modo al-
guno. 
20 
Francia frente a Italia 
El estilo —el gusto— propio de la música francesa tiene una 
importancia capital en el panorama del barroco musical euro-
peo. El estilo francés, frente al italiano —al que se opone—, 
representa uno de los dos modelos estilísticos que polarizan la 
música barroca. Francia e Italia funcionan como las dos grandes 
potencias musicales que dominan el panorama y que antes o 
después terminan por disolver los estilos autóctonos de las na-
ciones vecinas. Así, España se unirá a la causa italiana, Inglate-
rra participará de ambos estilos —francés e italiano— sin llegar 
a realizar una fusión estilística, que será llevada a cabo por Ale-
mania. Pero en cualquier caso ningún otro país puede sentirse 
indiferente ante estos dos grandes polos que tiran hacia uno y 
otro lado de la música barroca. En este sentido Alemania —a 
pesar de la colosal importancia de su barroco musical, y a pesar 
de sus propias características estilísticas— no juega un papel que 
se pueda parangonar con el de Francia e Italia, que son, en di-
versas proporciones, sus constantes modelos. 
Cierto es que ante la asombrosa creatividad y capacidad de 
evolución de la música italiana desde comienzos del siglo XVII, 
Francia tenía la batalla poco menos que perdida de antemano. 
Por ello la historia del barroco francés es la historia de un largo 
y doloroso asedio, es la crónica de la constante resistencia de 
Francia ante las novedades —técnicas, formales, organológicas, 
estilísticas— aportadas sin tregua por Italia y que paulatinamente 
van conquistando a todo el mundo occidental mientras Francia 
intenta parecer indiferente, encerrándose a contracorriente en 
las sutilezas propias de su estilo para terminar asimilando —gota 
a gota— las novedades transalpinas. La repulsa de la música ita-
liana —repulsa ambivalente, no exenta de atracción— va a de-
terminar absolutamente la historia del estilo barroco francés. 
Le goût français 
Frente al estilo italiano, extravertido, virtuoso, apasionado, 
tal vez un punto extravagante, el estilo francés se caracteriza por 
la moderación, el refinamiento, la exquisitez. La espectacularidad 
y el virtuosismo juegan un papel secundario en Francia, domi-
nados por el buen gusto —le bon goût es una expresión clave—, 
por la naturalidad, por la aceptación de unas reglas fijas, por 
la sencillez, curiosamente compatible con la exuberancia de la 
ornamentación. 
En 1636-1637, Marin Mersenne señala que mientras los ita-
lianos representan tanto como pueden las pasiones y sentimientos 
de su alma y espíritu... nuestros franceses se contentan con aca-
riciar el oído. 
Georg Muffat (1695) señala que los franceses tienen melodía 
natural, con un aire fácil y llano, bastante libre de superfluas, 
extravagantes variaciones y de demasiado frecuentes y ásperos 
brincos. 
21 
En la misma dirección, el no poco parcial Abate Raguenet 
escribe en 1702: Los franceses tocan elviolín de manera mucho 
más elegante y con una mayor delicadeza que como lo tocan 
en Italia. 
El gran flautista Quantz, maestro de Federico el Grande de 
Prusia, analiza la cuestión con extraordinaria exactitud en 1752: 
Hay particularmente dos naciones que han adquirido mucho 
mérito en nuestro tiempo, y que, conducidas por sus inclina-
ciones naturales han tomado también un camino diferente pa-
ra llegar a este fin. Se trata de los italianos y de los franceses. 
Las otras naciones se han amoldado al gusto de estas dos y no 
han tratado más que de seguir o ésto de la una o aquéllo de 
la otra y de adoptar aquello que más les agradara. Como se ha 
llegado a que estas dos naciones se han erigido en jueces casi 
soberanos del buen gusto en la música, y como las otras nacio-
nes les han dejado hacer sin oponerse, ellas han sido desde hace 
siglos los legisladores... El mismo autor compara los dos gustos 
en los siguientes términos: La música italiana es menos refrena-
da que cualquier otra; pero la francesa lo es casi demasiado, de 
donde viene quizá que en la música francesa lo nuevo parezca 
siempre recordar lo antiguo. 
De todo ello se desprenden algunos rasgos característicos de 
la música barroca francesa. Su sutileza y refinamiento determi-
nan a menudo una tendencia hacia la interiorización, hacia el 
intimismo, unas veces dulcemente decadente —hasta el límite 
del amaneramiento—, otras profundamente introvertido o 
dolorosamente nostálgico. 
Esta tendencia trae consigo, a su vez, lo que se podría llamar 
la psicologización de la música, acaso por primera vez en la his-
toria. Nos referimos a la capacidad no ya para la pintura musi-
cal —común a otras naciones— sino para la expresión musical 
más precisa de un estado de ánimo, de una personalidad, de 
una sensación. Es tal vez en la Francia del Grand Siecle donde 
la música va a adquirir plenamente una de sus más importantes 
posibilidades: la capacidad de evocación. 
La réunion des goûts 
No se puede hablar de la vieja oposición entre los estilos fran-
cés e italiano, sin referirse a la paulatina combinación y fusión 
de ambos estilos, de la reunión de los gustos. Aunque la pugna 
musical entre ambos estilos tuviera momentos verdaderamente 
virulentos —durante la dictadura musical ejercida por Jean-
Baptiste Lully o durante la Querella de los Bufones—, lo cierto 
es que el intercambio, la simbiosis entre ambos estilos,se pue-
de rastrear desde antiguo. 
Ya en pleno siglo XVII el alemán Johann Jacob Froberger 
(1616-1667) haría de embajador del estilo de su maestro Fres-
cobaldi en Francia, lo que determinaría notablemente el estilo 
de la suite clavecinística francesa a partir de Louis Couperin y 
de sus contemporáneos. 
22 
Aunque sin una gran repercusión en Francia, sería otro mú-
sico germánico, Georg Muffat (1653-1704) el primero en fun-
dir ambos estilos, al combinar las influencias recibidas de sus 
dos maestros, que no eran otros que los máximos caudillos de 
los dos estilos: Arcangelo Corelli y Jean-Baptiste Lully. 
El más importante autor de música religiosa del barroco 
francés, Marc-Antoine Charpentier (1635-1704) era discípulo de 
Giacomo Carissimi y la influencia del estilo italiano en su obra 
sería de fundamental importancia. 
Músicos tan prototípicamente franceses como el violagambista 
Marin Marais (1656-1728) o el flautista Jacques Hotteterre 
(1674-1763) fueron tachados de músicos italianizantes; el se-
gundo de ellos era incluso apodado le romain, acaso por haber 
estudiado en Roma. 
El gran representante del clavecín francés, François Couperin 
(1668-1733) sería italianizante hasta el punto de frecuentar 
durante su juventud los cenáculos aristocráticos donde se culti-
vaba privadamente la música italiana, y escribir sonatas absoluta-
mente corellianas, que llegaría a hacer pasar por auténticamente 
italianas latinizando su nombre en el de Francesco Coperuni. 
Llevado de su entusiasmo corelliano escribiría su italianizante 
Apoteosis de Corelli, y consciente de su papel histórico como 
intermediario entre ambos estilos compondría una serie de con-
ciertos híbridos bajo el título de La réunion des goûts y escribi-
ría una Apoteosis de Lully en la que, con fino sentido del 
humor, reúne a ambos músicos en el Parnaso, donde tocan a dos 
violines combinando sutilmente sus estilos. 
La italianización definitiva de una parte de la música france-
sa será llevada a cabo por músicos como Boismortier, Leclair, 
Naudot, Blavet, Corrette..., ya bien entrado el siglo XVIII, en 
algunas de cuyas obras las características de la música francesa 
llegan a ser irreconocibles. 
En consecuencia, la oposición de los estilos francés e italiano 
no puede ser concebida sino como una larga convivencia, no 
siempre violenta, llena de fructuosos intercambios y mutuas 
influencias. 
Grandiosidad e intimidad 
Sería inexacto pensar que toda la música francesa está domi-
nada por la única impronta de la intimidad, la sutileza y la in-
troversión. Es ésta tan solo una cara de la moneda, aunque aca-
so la más interesante. No se puede concebir la Francia de la mo-
narquía absoluta, la Francia de Versalles, sin tener en cuenta 
el gusto, la pasión por la pompa, el ceremonial, la grandiosi-
dad, la teatralidad, que encontramos con la misma intensidad 
en la iglesia y en el palacio. Lógicamente el mundo de las fiestas 
de Versalles, con sus espléndidos carruseles, sus paradas milita-
res, paseos en barca, naumaquias, tienen su equivalente musi-
cal (Fanfarrias para La Grande Ecurie, Sinfonías para las Cenas 
del Rey de Delalande, Suites Jean Joseph Mouret, etc...). 
23 
La pompa escenográfica de la liturgia barroca va a dar 
lugar a géneros grandiosos dentro de la música religiosa, como 
puede ser la misa para órgano (Misa para el uso de las parro-
quias de F. Couperin) o como el Gran Motete (Motetes de Lully, 
Du Mont o Delalande). 
Curiosamente esta paradoja, esta ambivalencia entre pompo-
sidad majestuosa y recogido intimismo, aparece a lo largo y a 
lo ancho de la música barroca francesa, hasta el punto de que 
casi todos los géneros y formas musicales presentan ambas face-
tas. Así, la suite de cámara, la suite para clave, para laúd, se 
va a contraponer, en su intimismo doméstico, a la gran suite 
orquestal. El GrandMotet contrasta violentamente con la inti-
midad refinada del Petit Motet; los deliciosos noels organísti-
cos se oponen a las grandes misas para órgano, etc. 
También en el teatro se combinarán ambos extremos, desde 
la exquisita sutileza psicológica del recitativo a los grandes co-
ros y conjuntos que ilustran los más delirantes caprichos de la 
escenografía barroca. 
Descripción 
Dentro de la tendencia general de la música barroca hacia la 
descripción, la música francesa juega un papel particularmente 
importante. 
Esta imitación o descripción tiene muy diversos grados. El más 
elemental es el onomatopéyico, en el que la música imita los 
ruidos y sonidos de la naturaleza (canto de aves, tormentas, etc.), 
o bien el sonido de un instrumento musical (tambourins, etc.). 
El siguiente paso es la descripción de realidades no sonoras y 
abstractras, que abundan de manera extraordinaria en el barro-
co francés. Entre los ejemplos más ilustres se puede recordar Zar 
Elementos deJean-Ferry Rebel (1661-1747) obra en la que ade-
más de describirse los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fue-
go) se pinta musicalmente el caos con un acorde disonante que 
utiliza los doce sonidos de la escala cromática. 
La música, en su afán descriptivo busca a menudo un parale-
lismo con las figuras retóricas del lenguaje hablado (teoría del 
figuralismo), de manera que no ya en la música vocal, sino tam-
bién en la instrumental, se traducen las leyes de la retórica. Es-
ta imitación de la música hacia la palabra hablada está absolu-
tamente vigente a lo largo del barroco, pero los franceses alcan-
zaron la máxima perfección en este sentido. Pocas veces música 
y palabra han llegado a una compenetración tan perfecta como 
la alcanzada por el recitativo barroco francés. 
La capacidad de pintar musicalmente alcanza en la música 
francesa extremos ciertamente extraordinarios. El violagambista 
Marin Marais fue capaz de pintar paso a paso su operación de 
cálculos en la vejiga (Le Tableau de l'Operation de la Taille..., 
1717), describiendo no ya los pormenores de esta intervención, 
terrorífica en la época y de la que era difícil salir con vida, sino 
además la sucesión de estados de ánimo del enfermo. 
24 
Uno de los rasgos típicos del barroco francés es la sustitución 
de las danzas de la suite por las piezas de carácter, que no sólo 
describen un objeto, una sensación, una emoción o estado aní-
mico, sino que llegan a ser auténticos retratos interiores logra-
dos con asombrosa perfección a través de la música. Muchas de 
las piezas para clave de Couperin son auténticos retratos de 
carácter, en los que se intenta plasmar la personalidad de un 
hombre o de una mujer, se evoca una impresión momentánea 
y se reproduce con precisión un estado anímico. 
También en esta dirección la música francesa alcanza una fi-
nura y penetración psicológicas, y en consecuencia una huma-
nidad, cuyas consecuencias serán de gran peso en la historia de 
la música. 
Las instituciones musicales de la Francia del Grand Siècle. 
En la Francia de la monarquía absoluta la organización de 
las instituciones musicales es particularmente importante: el apa-
rato del estado penetra todas la áreas y la música muestra un 
grado de ordenación administrativa sólo comparable al que 
alcanza en nuestro tiempo. 
La Musique du Roi 
La más importante institución musical depende directamen-
te de la persona real: La Musique du Roi, controlada directa-
mente por el monarca durante el reinado de Luis XIV y que 
llega a contar con más de ciento veinte músicos repartidos en 
tres grandes secciones. 
a) Musique de la Chambre. Nacida en el siglo XVI, en tiem-
pos de Francisco I, la Música de la Cámara del Rey fue denomi-
nada por Luis XIII Veinticuatro violines del Rey. Los Veinticuatro 
violines —conocidos también como Grande Bande— constituyó 
la primera orquesta oficial basada en un grupo de instrumentos 
de cuerda, aunque a menudo era reforzada por los Doce Gran-
des Oboes de l'Ecurie. La orquesta se dividía en cinco voces, 
según una disposición muy particular típica de la Francia del 
seiscientos: una primera voz designada dessus y ejecutadapor 
seis violines; tres voces intermedias (de relleno) denominadas 
haute-contre, taille y quinte y tocadas cada una de ellas por cua-
tro violas de brazo, y una última parte de basse tocada proba-
blemente por seis violonchelos. 
Hacia 1648 Luis XIV creó una orquesta paralela para conten-
tar a Lully que deseaba tener un conjunto de lujo para sus ex-
perimentos personales y que se quejaba de la calidad de la Gran-
de Bande. La nueva orquesta, titulada Les Petits Violons, a pe-
sar de ser de dimensiones similares, alcanzaría bajo las órdenes 
de Lully un grado de virtuosismo que la haría célebre en toda 
Europa. A partir de 1661 en que Lully se reconcilió con la Grande 
Bande, ambas orquestas se reunían para tocar juntas en las gran-
des ceremonias de la corte. 
25 
b) Musique de l'Ecurie. Textualmente, música de la Cuadra. 
Este título no debe sorprendernos, si tenemos en cuenta que 
el lujo y dimensiones de las cuadras del Palacio de Versalles hi-
zo exclamar al elector de Hannover que los caballos del rey es-
taban mejor alojados que lo estaba él en Alemania. L'Ecurie 
incluía instrumentos de viento y percusión, adecuados para la 
música al aire libre, las paradas militares, las cacerías, etc., o 
bien para asociarse ocasionalmente a la Chambre o a la Chapelle. 
Desde 1540 hasta su decadencia en el siglo XVIII l'Ecurie pre-
sentó muy diversas disposiciones. En 1689 se dividía en trom-
petas (12 músicos); violines, oboes, sacabuches (trombones) y 
cornetos (12 músicos); flautines (fifres) y tambores (8 músicos); 
oboes y musetas de Poictou (6 músicos) y cromornos y trompe-
tas marinas (6 músicos). 
L'Ecurie tuvo una importancia extraordinaria en la transfor-
mación de los instrumentos de viento renacentistas en su estado 
barroco, transformación en la que los instrumentistas y cons-
tructores franceses (los Philidor, los Hotteterre) desempeñarían 
un papel decisivo. 
c) La Musique de la Chapelle Royale. Encargada de la músi-
ca religiosa de la corte, sufrió muy pocas modificaciones desde 
tiempos de Francisco I hasta la reforma realizada por Lully en 
1679- El puesto de Vicemaestro (Sous-maître) de la Capilla era 
uno de los más importantes cargos musicales de la Francia 
barroca, sólo comparable con el de surintendant de la Música 
de la Cámara. Dadas las exigencias numéricas del Gran Mote-
te, la Chapelle llegó a disponer de grandes efectivos. En 1708 
Delalande contaba con 11 sopranos y mezzosopranos (falsetis-
tas o contratenores, castrados y niños; las mujeres no harían su 
aparición hasta finales del reinado de Luis XIV), 18 contraltos, 
23 tenores, 24 barítonos y 14 bajos. En esta fecha la orquesta 
de la Capilla Real poseía 6 violines y violas, 3 violonchelos, 
1 contrabajo, 1 teorba, 2 flautas, 2 oboes, 1 cromorno bajo, 2 
serpentones y 1 fagot, que podían ser engrosados con músicos 
de la Chambre o de l'Ecurie. 
La Menestrandise 
La Confrérie de Saint-Julien-des-Ménétriers (cofradía de San 
Julián de los Menestrales), conocida popularmente como la Me-
nestrandise; era una asociación gremial que los músicos france-
ses poseían desde el siglo XIV. Visto desde nuestros días esta 
institución llegó a funcionar a lo largo de los siglos XVI y XVII 
de manera comparable a un sindicato de la actualidad, asegu-
rando un grado de protección extraordinariamente elevado. Así, 
los miembros de esta curiosa institución estaban obligados a dar 
cuenta exacta de sus ingresos, so peligro de expulsión, disfruta-
ban una especie de seguro de enfermedad, mediante el cual los 
músicos enfermos eran pagados como si hubieran trabajado, a 
menos, eso sí, que padecieran una enfermedad vergonzante. 
El jefe de la Menestrandise era el Roi des Ménétriers, cargo 
que a finales del siglo XVII pasó a llamarse roi des violons. La 
26 
Confrérie denotaba sus ancestros medievales reuniendo en su 
seno no ya a lo que hoy llamaríamos músicos cultos, sino a todo 
género de músicos rurales o callejeros, danzarines, titiriteros, 
saltimbanquis y un sinfín de tañedores de instrumentos ambu-
lantes cuando no mendicantes. Esta mentalidad artesanal, evi-
dentemente anacrónica en la Francia de Luis XIV, unida a cier-
tos abusos de poder y al éxodo masivo de los músicos más ilus-
tres que pasaban a engrosar las filas de la Grande Bande, de 
la Petite Bande o de l'Ecurie (es decir, que se convertían en mú-
sicos oficiales de la corte) determinaron en la segunda mitad del 
siglo XVII la paulatina decadencia de esta ilustre institución. 
Así, los intentos de músicos y bailarines para emanciparse de 
la protección obligatoria de la Menestrandise comenzaron a 
sucederse con creciente frecuencia. En 1661 los danzarines se 
liberaron de la pesada tutela consiguiendo las letras patentes 
para crear la Academia Real de Danza, tras un largo y bufo for-
cejeo. 
Los organistas del Rey, Lebègue, Nivers, Buterne y François 
Couperin, amparándose seguramente en su situación privilegia-
da, fueron los caudillos de la libertad musical, obteniendo las 
letras patentes de Luis XIV, lo que les aseguraba el libre ejerci-
cio de su profesión, sin que pesara sobre ellos la autoridad del 
ya rancio sindicato. Algunos años más tarde la historia sería in-
mortalizada por François Couperin, que con fino sentido del 
humor escribiría una obrita con programa titulada Fastes de la 
grande et ancienne Menestrandise en la que se mofaba de la 
obsoleta institución simulando irónicamente un ¡uy, que mie-
do ! ante posibles e irreales represalias. En esta obrita deliciosa 
Couperin presentaba a la solemne institución como una tropa 
de mendigos, inválidos, saltimbanquis y beodos que desfilaban 
grotescamente con sus monos y osos. 
Toda la historia denota de modo muy claro el cambio de men-
talidad que se está ejerciendo en la Francia del momento, en 
la que el músico comienza a ser un artista consciente de su va-
lor y empieza a no tolerar que se le considere como un artesa-
no, y se le trate como a un músico popular o a un titiritero; 
que tiene su pundonor y sus exigencias profesionales y que en-
cuentra su independencia y su libertad —por raro que parezca 
desde nuestra perspectiva— en la posibilidad de servir a un mo-
narca. 
Las sociedades de conciertos 
Una de las grandes contribuciones del siglo XVIII a la histo-
ria social de la música es la paulatina emancipación de los dos 
marcos tradicionales en que se desenvolvía desde hacía siglos 
la actividad musical: el palacio y el templo. A estos dos marcos 
se podría añadir uno más: el hogar, ya que la música doméstica 
tuvo —especialmente en algunas naciones, como Inglaterra— 
una enorme importancia. 
Si la ópera había sido la primera en liberarse de la depen-
dencia del clero y de la nobleza, y desde el siglo XVII existían 
27 
teatros públicos a los que se podía asistir por el mero hecho de 
pagar una localidad, va a ser el siglo XVIII el que presencie la 
irrupción del concierto público y de las sociedades de concier-
tos, antecedentes directos" de las sociedades filarmónicas de nues-
tros días. 
En abril de 1727 podemos leer en el Mercure de France: El 
gusto por la música no había sido jamás tan universal. Se ven 
en París y en las más pequeñas ciudades de provincia conciertos 
y academias de música, que se mantienen ' con grandes gastos 
y que se establecen de nuevo cada día. 
En 1725 había nacido la primera organización permanente 
de ciclos de conciertos por abono y con fines comerciales de que 
tengamos noticia: el Concierto Espiritual, fundado por Anne 
Danican-Philidor (1681-1731) en 1725. Los conciertos se cele-
braban los días de fiesta de guardar en que la Academie Royale 
(esto es, la ópera) cerraba sus puertas, de donde el título de Con-
cierto Espiritual, aunque esta sociedad no cultivara solamente 
la música religiosa. Así, a lo largo del año se celebraban unos 
24 conciertos, que tenían lugar en la Sala de los Suizos del Pa-
lacio de las Tullerías, puesta a disposición por Luis XV. Los con-
ciertos del Concert Spirítuel tzr\v¿x\ una excelente altura: los so-
listasvocales procedían de la Academie Royale, el coro agrupa-
ba lo mejor de la Chapelle Royale y entre los virtuosos instru-
mentales que eran habituales encontramos nombres como los 
de Jean Pierre Gignon, Jean Marie Leclair, etc. Durante los 66 
años que tuvo de vida, el Concierto Espiritual contribuyó de 
manera definitiva a la difusión de la música italiana —cada vez 
más en boga— y al desarrollo en Francia de las formas italianas 
sonata y concierto. 
Coexistiendo con el Concierto Espiritual hemos de citar los 
Conciertos Franceses (1727-1730) que los sábados y domingos 
por la mañana ejecutaban cantatas y divertimentos franceses en 
las Tullerías y los Conciertos italianos (fundados en 1726) que 
daban —también en las Tullerías —conciertos por abono los 
jueves y sábados y que no interpretaban más que música italiana. 
A estas sociedades hay que añadir los conciertos privados man-
tenidos por ricos financieros salidos de la burguesía, como los 
celebrados entre 1715 y 1724 por Antoine Crozat o por el pro-
tector de Rameau, Alexandre-Jean-Joseph Le Riche de la Pou-
pliniére entre 1731 y 1762. 
28 
LA MUSICA INSTRUMENTAL 
Formas 
La forma por excelencia de la música instrumental del barro-
co francés es la suite, es decir, la sucesión más o menos ordena-
da de danzas sin más nexo común que el de la tonalidad (no 
la modalidad, que puede ser mayor y menor). 
El compositor francés se siente en general totalmente cómodo 
en esta forma abierta, en esta forma mosaico, que le permite 
desarrollar el gusto por la miniatura, por la pequeña forma. Si 
el barroco italiano siente una constante preocupación por am-
pliar las dimensiones de sus moldes formales sin perder la co-
herencia del conjunto, el compositor francés no parece tener esta 
necesidad, y se conforma con ensanchar sus obras aumentando 
el número de danzas de la suite. 
De este modo suite francesa se va a contraponer a sonata 
italiana, aunque no debemos olvidar que la sonata da camara 
no estaba tampoco muy alejada formalmente de la suite. Una 
célebre frase de Fontenelle —Sonate, que me veux tu?— retra-
ta la actitud desdeñosa que los franceses mantuvieron con fre-
cuencia hacia las novedades formales transalpinas, que sin em-
bargo terminarían por introducirse en Francia. Es curioso que 
François Couperin, el músico más representativo del barroco fran-
cés alardeara con toda razón de haber sido el primer autor de 
sonatas —de sonades, decía él, afrancesando el término— com-
puestas en Francia (su sonata La Pucelle data de 1692). 
El concierto se va a hacer desear bastante más tiempo. Posi-
blemente sería Joseph Bodin de Boismortier con su Op. 15 el 
primer francés que osara en 1727 escribir una serie de concier-
tos en estilo inconfundiblemente italiano. Su ejemplo sería pron-
to seguido por músicos como Naudot, Blavet, Corette y sobre 
todo por Jean Marie Leclair, en cuyos conciertos llega a ser irre-
conocible cualquier tipo de rasgo musical francés. 
Así, la música francesa se desenvuelve cómodamente en el 
campo de la suite, de las danzas binarias y en forma de rondó, 
sin olvidar las formas libres (caprice, prélude...) ni las contra-
puntísticas, si bien la fuga francesa tiene un carácter muy dife-
rente de la germánica, mucho más densa y compleja. 
29 
Dentro del marco de la suite la obertura francesa posee una 
enorme importancia, no ya en Francia sino también en otros 
países, ya que esta forma sería cultivada por muchos músicos 
ingleses y alemanes. Como señalaba Quantz posiblemente las 
oberturas francesas compuestas por Haendel y Telemann sean 
superiores a ninguna de las de Lully y sus contemporáneos. La 
obertura francesa se caracteriza por su disposición lento-rápido 
(ensanchada posteriormente en lento-rápido-lento) en la que el 
lento se distingue por la incisiva solemnidad de los ritmos de 
puntillos (pointés) y el rápido es de carácter fugado. 
Sabido es que las danzas de la suite fueron perdiendo a lo 
largo del barroco su ínsito carácter coreográfico. Si en Alema-
nia derivaron aumentando la densidad de la elaboración armó-
nica o contrapuntística, en Francia la evolución seguiría sendas 
que podríamos denominar impresionistas en el sentido de que 
las danzas devienen piezas de carácter, que poseen muy frecuen-
temente títulos literarios y que a menudo reflejan , reproducen 
una sensación, una impresión, una personalidad, un ambien-
te, un estado de ánimo. Las piezas de carácter francesas pueden 
pintar, describir, pero también pueden llegar a algo más sutil 
e interesante: pueden evocar las sensaciones más leves e inapre-
hensibles. 
El barroco francés y el intérprete 
Merece la pena detenerse, tan siquiera brevemente, en las pe-
culiaridades interpretativas planteadas por la música de nues-
tro ciclo. Creo que no existe ningún tipo de música culta que 
dependa en tan alta medida de ese vehículo que es el intérpre-
te. Difícilmente una música puede ser menos autónoma, pue-
de estar más indefensa, más inerme. Constantemente los maes-
tros franceses de los siglos XVII y XVIII han expresado su miedo 
a la hora de entregar sus obras a la imprenta, como padres te-
merosos de dejar solos a sus hijos, a los que ven incapaces de 
vadearse sin su protección y vigilancia. Constantemente los com-
positores hablan de la necesidad de tomar lecciones, de escu-
char al menos sus interpretaciones, como requisito imprescin-
dible para que la música tenga su indefinible carácter. Ahí 
están los prefacios de Couperin, que con machaconería insiste 
en la necesidad de cumplir las normas por él dictadas, de ejecutar 
los ornamentos con máxima fidelidad, de seguir sus detalladí-
simas instrucciones, al mismo tiempo que se lamenta de los de-
satinos que escucha ya en su época, incapaz de prever lo que 
después se avecinaba. Couperin y muchos de sus contemporá-
neos escriben obras teóricas, destinadas a intentar describir las 
mil sutilezas propias de su estilo interpretativo, creando nuevos 
signos que no son ya propiamente ornamentos sino pequeñas 
inflexiones rítmicas —como la suspensión couperiniana— difí-
ciles, si no imposibles, de describir con palabras. Docenas de 
tratadistas se esfuerzan bastante inútilmente en codificar, en re-
ducir a leyes inmutables las mayores sutilezas rítmicas o articu-
latorias, acaso traicionando sin querer su esencia misma: la fle-
xibilidad, la libertad, el carácter improvisatorio. Pocas legisla-
30 
ciones habrá tan complejas, tan contradictorias como la del style 
inégal o el style pointé, inrrincadísima selva en la que es más 
fácil perderse de lo que a simple vista se podría sospechar. Y 
qué decir del mare mágnum de ornamentos, descritos concien-
zudamente en un sinfín de tablas, diferentes para cada autor, 
y en la que se nos dice todo menos la personalidad particular 
que cada ornamento ha de tener. Constantemente los compo-
sitores en su incapacidad descriptiva acuden al intangible con-
cepto de bon goüt, piedra filosofal que todo lo remedia pero 
que nadie sabe donde está ni cómo se puede adquirir. 
Efectivamente, ninguna música depende como ésta de las mil 
convenciones vigentes en la época, de los más leves gestos, tan 
sútiles e inimitables como la gracia de un paso de danza o la 
elegancia de una reverencia. 
En consecuencia, el barroco francés es poco menos que 
intransitable para el intérprete que no posea un bagaje músico-
lógico considerable, y de ordago fueron los descalabros de los 
pocos osados que sin él se aventuraron por terreno tan peligro-
so. Cierto es que el conocimiento directo de las infinitas fuen-
tes prácticas y teóricas que nos han legado los músicos de la época 
constituyen una brújula valiosísima, pero también lo es que no 
basta con ella para llevar a buen puerto sus obras. Creo que es 
imprescindible impregnarse en la medida de lo posible del am-
biente en que han visto la luz, introducirse interiormente en 
un mundo apasionante muerto hace dos siglos: la literatura, las 
obras artísticas y no sólo musicales, muy especialmente la danza, 
los marcosurbanos, los palacios, los jardines que constituyeron 
el entorno de la música, ayudarán tanto al intérprete como la 
erudición musicológica. Al intérprete... y al oyente, porque no 
es fácil entrar en este mundo refinado, hermético, íntimo, en 
el que ni la música ni el intérprete van a buscar al oyente a su 
butaca, ni mucho menos a engatusarle con el demagógico arru-
llo del que tanto ha abusado la historia de la música desde en-
tonces hasta hoy. Ahora bien, uno y otro verán compensados 
con creces sus esfuerzos, porque pocas manifestaciones artísti-
cas pueden calar tan hondo en nuestro espíritu, pueden depa-
rarnos tan íntimas satisfacciones, pueden tan eficazmente des-
perezar nuestra tantas veces adormecida sensibilidad. Delicioso 
opio el del barroco francés, capaz como pocos de permitirnos 
evadir una realidad circundante perfectamente antagónica y no 
siempre deseable ni deseada; pero cuya adicción entraña los ries-
gos de todo placer íntimo y por ello difícil de compartir con 
nuestros semejantes: la soledad, el aislamiento y la nostalgia 
—gozosa y melancólica a la vez— propia del que se ha asomado 
a un mundo que no es el suyo. 
Alvaro Marías 
31 
NOTAS AL PROGRAMA 
PRIMER CONCIERTO 
El clave barroco francés 
El clave y el órgano son los dos únicos instrumentos que sur-
can de extremo a extremo la biografía del barroco francés, aque-
llos que ya estaban en los albores del período y aquellos que 
sobrevivirían, tan anacrónicamente como el estilo, hasta las pos-
trimerías del siglo XVIII, en una agonía lenta pero luminosa 
cuyos representantes —Duphly, Balbastre, Armand Louis Cou-
perin...— protagonizarían un capítulo glorioso cuando el estilo 
clásico y con él el pianoforte triunfaban en el resto de Europa. 
La dinastía de los Couperin acompañará de principio a fin 
esta larga trayectoria recorrida por el clave, sobrepasándola por 
ambos extremos. Similar a la dinastía de los Bach, desde fines 
del siglo XVI con el viejo Mathurin Couperin (1569-1640) has-
ta bien avanzado el XIX con la organista Céleste-Thérése Cou-
perin (1793-1860), los músicos de la familia estarían constante-
mente presentes en la historia musical de Francia. Hasta hace 
unos lustros —muy pocos— la colosal figura de Couperin le 
Grand (1668-1733) había eclipsado por completo al resto de la 
familia, pero recientemente la notabilísima personalidad de Louis 
(1626-1661) y —aunque en menor medida— la atractiva figu-
ra de Armand-Louis (1727-1789) han saltado a la palestra lla-
mando la atención de intérpretes, melómanos y estudiosos. 
Todo empezaría un 24 de julio, en 1649 o 1650, cuando los 
hermanos Couperin, de la localidad de Chaumes, decidieron 
felicitar a Jacques Champion de Chambonniéres, espinetista de 
la Chambre du Roy y organista de la Chapelle, que poseía una 
casa de campo cerca del pueblo de los Couperin. Chambonnié-
res poseía un olfato excepcional para descubrir músicos de ta-
lento; pedagogo innato, formaría a toda una generación de cla-
vecinistas y organistas franceses: Cambert, Lebégue, Nivers, 
D'Anglebert, Hardelle, aparte de los tres hermanos Couperin. 
Tras escucharlos, y enterado de que era Louis el autor de la mú-
sica, le testimonió su amistad y le dijo que un hombre como 
él no estaba hecho para quedarse en una provincia, animándo-
lo para que fuera con él a París. 
Chambonniéres debió arrepentirse pronto de su generosidad, 
puesto que en breve Louis Couperin se convertiría en un rival 
peligroso al que se le ofreció el puesto de musicien ordinaire 
de la Chambre du Roy que ocupaba Chambonniéres, puesto 
que Louis Couperin rehusó elegantemente. 
Hoy nos parece insólito que un músico rural, nacido y criado 
en una insignificante aldea, en una casa más propia de campe-
sinos —y de campesinos humildes, si no miserables— que de 
artistas, se convirtiera al cabo de tres años en el organista de 
la parisina iglesia de Saint-Gervais —un puesto ciertamente 
codiciado—, que a los diez años apareciera como violista en el 
32 
Ballet de Psiché ofrecido en la corte, y que en 1661 muriera pre-
maturamente dejando tras de sí una copiosa producción entre 
la que encontramos buena parte de la más hermosa música de 
la Francia de su tiempo. Como afirma Philippe Beaussant, no 
se puede pretender que en tan breve lapso Louis Couperin apren-
diera música: sin duda ya la sabía antes, ya era un músico con-
sumado en 1650, cuando fue descubierto en la célebre aubade 
de Chambonnières. A mediados del siglo XVII, la distancia que 
separa a un músico rural, a un músico popular, de un músico 
culto, es aún infinitamente menor que en nuestra época. 
Louis Couperin, además de excelente músico debió ser hom-
bre sagaz, capaz de sacudirse en breve el pelo de la dehesa, abrir-
se camino en la corte y mantener trato amistoso con la aristo-
cracia. Muerto a los treinta y cinco años, dejaría como única 
herencia a sus hermanos casi más onerosa que provechosa una 
espineta y los manuscritos de sus obras. A pesar de ello, y a pe-
sar de que su vida de crápula lo convirtió en cierto modo en 
la oveja negra de la familia, podemos suponer que François Cou-
perin se refería fundamentalmente a él cuando manifestaba: ...es 
a lo que mis antepasados se han dedicado, independientemen-
te de la bella composición de sus piezas: yo he tratado de per-
feccionar sus hallazgos. Sus obras serán siempre má admirables 
que imitables. Son aún del gusto de aquellos que lo tienen ex-
quisito. ¡Y qué razón tenía! Exquisito es el arte del muchacho 
de Chaumes-en-Brie, por inexplicable que nos parezca. Louis 
Couperin ocupa un punto clave en la génesis del estilo claveci-
nístico francés, que tan geniales frutos daría dentro y fuera de 
Francia. Si Chambonnières es el primer gran clavecinista fran-
cés que podemos considerar como netamente barroco, era ne-
cesaria una personalidad de primera fila para limpiar, fijar y dar 
esplendor al estilo que se estaba fraguando. Louis Couperin la 
poseía con creces, pero por si ello no bastara, debió recibir a 
través de Froberger en el momento preciso la influencia de la 
música italiana de Frescobaldi y de Carissimi, que había de en-
riquecer el estilo en ciernes, fecundándolo con nuevas ideas y 
enriqueciéndolo con nuevos recursos, sin restarle un ápice de 
su personalidad. En la obra de Louis Couperin encontramos ya 
los rasgos distintivos del clave barroco francés: él sería uno de 
los pioneros en el arte de injertar el estilo de los laudistas, el 
style luthé, trasladándolo al teclado del clave: buen ejemplo de 
ello es ese peculiarísimo género conocido como prélude non me-
suré, preludio sin medida, en que el ritmo es dejado al libre 
albedrio del intérprete, que se convierte así en compositor, otor-
gando a la música un nuevo sentido de improvisación y de in-
determinación puntillista que constituiría uno de los grandes 
atractivos del barroco francés a los ojos de los músicos impresio-
nistas. 
Pero sobre todo, el arte de Louis Couperin —y el de sus 
contemporáneos— supone a mi juicio el descubrimiento de la 
intimidad musical, en medida incomparablemente mayor a cual-
quier posible precedente. Tan solo levemente precedido por el 
laúd, va a ser el aparentemente frío y mecánico teclado del cla-
ve el encargado de expresar por primera vez la intimidad, la in-
33 
troversión, con una fuerza y una capacidad comunicativa que 
parecía corresponder a la voz humana. Por ello el clave francés, 
desde sus orígenes, va a ser un arte para minorías, un arte del 
gusto dé aquellos —siempre pocos y escogidos— que lo tienen 
exquisito, como decía Couperin el Grande: arte difícil de com-
prender y rara vez comprendido, arte vedado a los amantes de 
la demagogia y la alharaca musical de tan nutridas filas en todo 
tiempo. Pocos artes tan sinceros, tan nobles y auténticos como 
este del clave francés durante la segunda mitad del siglo XVII, 
antes de que la delicadeza femenil y el refinamiento como fin 
invadieran el arte musical. En el arte de Louis Couperin encon-
tramos exquisitez, cierto es,pero también hondura, introver-
sión, manifestación contenida de la intimidad: y todo ello se 
aparece con una virilidad, una nobleza y una elegancia que sólo 
se pueden alcanzar a través de la sinceridad artística más absoluta. 
En 1730 François Couperin (1668-1733) publica su cuarto y 
último libro de Piezas de Clavecín, que contiene los órdenes 
20 a 27. Un prólogo amargo escrito por un Couperin además 
de enfermo desengañado, anuncia el carácter sombrío, más me-
lancólico de lo habitual, de los tres últimos órdenes. Sin em-
bargo, los primeros órdenes del Cuarto Libro no reflejan en ab-
soluto este estado de ánimo de los años finales; por el contra-
rio, se diría que estamos ante un Couperin más luminoso, más 
alegre, más franco y bienhumorado de lo habitual; vitalidad que 
va a hacer mas abrupto el cambio de actitud, el ensombreci-
miento de la¿ ultimas obras. Con todo, el orden vigésimotercero 
posee un carácter aún más intelectual de lo corriente en Coupe-
rin, se diría que el trasfondo cultural siempre presente en su 
obra ha dejado un sedimento más consistente de lo normal; que 
el músico espontáneo, transparente y cristalino cultiva volunta-
riamente una escritura más elaborada, más erudita, más densa 
y rigurosa, dentro de una severidad que contrasta con el humor 
que la música rezuma. Como señala Philippe Beaussant, los 
títulos de las piezas aluden menos que nunca a una realidad 
concreta e inmediata: son títulos más rebuscados, más litera-
rios, que provienen del sustrato cultural, del teatro imaginario 
a través de cuya luz de candilejas Couperin contempla perma-
nentemente la realidad, como si la luz del sol lo deslumhrara, 
aplanando los perfiles, aplastando los matices. 
L'Audacieuse, con que se abre el orden es una especie de 
allemanda de estilo extrañamente riguroso, que de manera poco 
couperiniana se preocupa por desarrollar una misma idea, una 
célula inicial, a lo largo de todo el fragmento: un motivo salta-
rín en ritmo pointé que parece compendiar todas las posibili-
dades del estilo a la francesa. Esta célula inicial va adquiriendo 
paulatinamente una energía cada vez mayor a través de una 
escritura cuyo rigor y cuya insistencia en un modelo rítmico nos 
evocan el arte de Bach. 
Este clima tenso, sostenido, audaz, se rompe en la pieza 
siguiente: Les Tricoteuses, las tejedoras, las que hacen punto, 
en la que encontramos al genial pintor de la mujer, al azorinia-
no detallista, capaz de recrearse en las cosas más insignifican-
tes, en los gestos más leves; capaz de penetrar como nadie en 
34 
el mundo de lo femenino, con una finura psicológica comple-
tamente nueva. Como tantas otras veces, Couperin escoge las 
cristalinas sonoridades de la mitad superior del teclado para evo-
car con sutil humor el movimiento mecánico de las agujas que 
chocan, el parloteo intrascendente de las mujeres y ¡hasta los 
puntos que se escapan! como señala Couperin con la indicación 
Mailles-lachées. Una vez más Couperin no pinta, no describe, 
sino evoca, recrea una sensación previamente interiorizada, asimi-
lada mentalmente, no tomada directamente de la realidad. 
El mundo dulcemente melancólico del teatro, de los teatri-
llos de la Foire Saint-Germain y de la Foire Saint-Laurent que 
verían nacer la ópera cómica, se asoma una vez más en L 'Arle-
quine. Una vez más la estética de Couperin y la de Watteau 
—de tan extraordinario paralelismo— se dan la mano. Grotes-
quement señala Couperin en la partitura: indicación que no de-
berá tomarse en el sentido moderno de la palabra, so peligro 
de sacrificar el carácter fantástico y divertido de la pieza. Se trata 
del grotesco de la Commedia dell'arte, tan presente en el teatro 
imaginario de Couperin, poblado de Arlequines, Polichinelas, 
Colombinas y Pantalones. El arte de la mímica, de la improvi-
sación, aflora aquí y allá a lo largo de la historia, de Watteau 
a Picaso, de Moliere a Goldoni, de Couperin a Stravinsky; la 
fuerza de sus caracteres simples y Cándidos han atraído irresisti-
blemente a los artistas de todas las épocas. 
Con las Góndolas de Délos nos encontramos con otro de los 
lugares más comunes de la iconografía couperiniana: la mitolo-
gía. Mitología que no debemos tomarnos muy en serio. Como 
señala Beaussant, la Grecia de Couperin no es la Grecia de ver-
dad, ni en Délos hay góndolas, que se sepa. Góndolas hay en 
Venecia, en la Venecia de la Commedia dell'arte, pero acaso 
nuestro músico no tiene que ir tan lejos, porque hay también 
Góndolas en Versalles, obsequio de la República de la libertad 
al Rey Sol y acarreadas por encima de los Alpes. Acaso se trate 
de estas góndolas del estanque de Apolo, estas góndolas tras-
plantadas a aguas de mentira, a un estanque, que no es sino 
un escenario teatral en versión acuática. La teatralidad de la 
pieza, escrita en forma de tríptico, sus cristalinas sonoridades 
de la mitad aguda del teclado, su carácter unas veces tierno y 
otras levemente humorístico, el tratamiento miniaturístico del 
conjunto, no nos sugieren aguas más bravias ni gondoleros menos 
refinados que los del palacio de Versalles. 
Para terminar, un díptico titulado Les satires-chevre-pieds. 
Mitología de gabinete que da vida a las estatuas de los jardines 
de Versalles o a los cuadros de sus salones; o bien que ha puesto 
en movimiento los personajes que aparecen en los grabados de 
un grueso volumen dieciochesco con ricas guardas de tonos ator-
nasolados. Estos sátiros, que tienen pies de cabra, como todo 
sátiro que se precie, aparecen primero sobre el registro grave del 
clave con un aire de ritmos enpointé, un tanto solemnes, pero 
bien pronto el cuadro se anima —manteniendo, eso sí, las 
sonoridades graves— en una segunda parte de gusto burlesco 
que contrasta en su clima dionisíaco con el carácter apolíneo de 
las Góndolas de Délos. 
35 
Antoine Forqueray (1671-1745) representa, junto a Marin Ma-
rais, la cúspide de la viola de gamba francesa. Como nos dice 
ya Hubert le Blanc, en la época solía decirse que Marais tocaba 
como un ángel mientras Forqueray lo hacía como un diablo. 
Diabólico debía ser su virtuosismo como intérprete y si no dia-
bólico sí al menos endiablado su carácter y personalidad. Va-
rios testimonios de la época nos relatan cómo a lo cinco años 
tocó el violonchelo ante el rey Luis XIV, que quedó tan grata-
mente impresionado que ordenó se le enseñara a tocar la viola 
de gamba, con la que a los siete u ocho años conseguía tales 
prodigios que muy pocos eran capaces de igualarlo. Pero por 
lo que respecta a su calidad humana Forqueray debía ser perso-
naje poco recomendable, capaz de hacer desgraciada a su esposa 
con una crueldad y mala fe no fáciles de igualar. El arsenal 
de instancias, libelos, requisitorias y sentencias de que fue objeto 
o autor hasta que —después de diez años de procesos— su des-
graciada mujer consiguió la separación, nos dan una idea de una 
vida inestable, atormentada y de una personalidad tan diabólica 
como su manera de tocar la viola, caracterizada por la belleza 
y la fuerza del arco, la brillantez y ligereza de la mano izquierda. 
Altivo y orgulloso, incapaz de soportar la comparación con otro 
ser humano, ni ningún género de parangón entre su viola y otro 
instrumento musical, su arte refleja esta personalidad agresiva, 
nerviosa, tensa, difícil —superbe, como titularía Couperin su 
retrato de Forqueray— que, como ya señalaron sus contempo-
ráneos, aproximaba el arte típicamente francés de la viola de 
gamba al virtuosismo de los violinistas italianos. Improvisador 
extraordinario, se nos dice que cuando acompañaba ejecutando 
el bajo continuo jamás ejecuta el bajo como está escrito; pretende 
hacerlo mucho mejor a través de la gran cantidad de diseños 
brillantes que su cabeza produce; lucha, por decirlo así, con aquél 
que toca el tiple. La música de Forqueray produce la constante 
impresión de poner a prueba al instrumentista, de llevar el ins-
trumento a sus límites más extremos, de peligro, de esfuerzo, 
de nerviosismo. Esta fogosidad,esta violencia, llena de atracti-
vo, a menudo apasionante, estaba en total contradicción con 
el mundo refinado, natural, noble y aristocrático de la viola fran-
cesa. En este sentido el arte de Forqueray traiciona la personali-
dad de su instrumento, dotándolo de una tensión y una espec-
tacularidad que podía ser propia de la familia del violín pero 
no de la familia de las gambas, y —acaso no sin razón— se le 
reprochó ya en su época el haber precipitado la muerte de su 
instrumento por haber querido llevarlo demasiado lejos y por 
haber escrito una música de tal dificultad que tan sólo él y su 
hijo podían ejecutar con gracia. 
De las 300 piezas de viola escritas al parecer por Forqueray, 
tan sólo 32 han llegado hasta nosotros gracias a la edición reali-
zada en 1747 por su hijo, Jean Baptiste Forqueray. Ese mismo 
año verían la luz las mismas piezas Convertidas en piezas de 
clavecín, colección compuesta de cinco suites de las que han si-
do sacadas las piezas de nuestro concierto, que en interpreta-
ción clavecinística conservan intacta su belleza pero pierden parte 
de la violencia y de la brillantez virtuosística que poseían en su 
forma original. 
36 
La colosal figura de Jean-Philippe Rameau constituye la cul-
minación del barroco fiancés tanto en el campo teórico como 
en el creativo. Prototipo del hombre ilustrado, del racionalis-
mo dieciochesco, tras un largo período de formación Rameau 
salta a la fama casi con cuarenta años al publicar su genial Trai-
te de l'Harmonie, una de las más importantes obras de teoría 
musical de todos los tiempos, que pondría los cimientos de to-
dos los tratados posteriores que abordan el estudio de la armo-
nía. A partir de ese momento, y hasta el final de sus días, Ra-
meau, como si hubiera reservado todas sus fuerzas, como si hu-
biera estado madurando su inspiración y aquilatando su técni-
ca durante tan largo lapso de tiempo, se lanza desenfrenada-
mente a la labor creadora, tanto en el aspecto teórico —que ro-
za en ocasiones lo filosófico— como en su actividad de compo-
sitor, elevando la ópera francesa, la música para clave y la músi-
ca de cámara a la más alta cima alcanzada a lo largo de todo 
el período barroco francés. Como tan a menudo sucede, ade-
más, Rameau tuvo que luchar firmemente para romper los cli-
chés vigentes en cualquier época de que un teórico difícilmente 
puede ser un músico práctico de calidad, lo que dificultaría su 
carrera de compositor, iniciada, desde luego, a una edad extraor-
dinariamente madura. 
Cuando Rameau, a los cuarenta años rompe su casi total si-
lencio publicando su Tratado de Armonía no ha escrito más que 
un puñado de cantatas y motetes y publicado en 1706 un Pre-
mier livre de pièces pour clavecin que apenas sugiere lo que va 
a ser su supremo arte clavecinístico, que no alcanzará su pleni-
tud hasta muchos años después, cuando en 1724 publique su 
genial Deuxième livre... 
Así pues, el libro de 1706 representa no ya una obra menor, 
sino casi marginal, dentro de la formidable producción ramis-
ta, que no podía hacer sospechar, a pesar de su excelente factu-
ra, el músico que se ocultaba en su autor. La suite sigue de cer-
ca la tradición francesa hasta el punto de que el prélude, es casi 
casi un prélude non mesuré, género que resultaba ya arcaico en 
1706. A lo largo de la colección, en la que encontramos danzas 
en lugar de las «piezas de carácter» típicas del clave ramista, nos 
sentimos ciertamente más cerca de la serenidad reposada y con-
fidencial de un D'Anglebert o de un Louis Couperin, que del 
mundo brillante, arrebatado y virtuoso del Rameau de los años 
de madurez. La factura en estilo «vieja escuela» es soberbia y 
aquí o allá encontramos destellos de la genialidad venidera, pero 
es comprensible que esta obra pasara desapercibida para sus con-
temporáneos y que Rameau siguiera siendo un compositor ig-
norado durante cerca de un par de decenios. 
37 
SEGUNDO CONCIERTO 
Música para oboe, viola da gamba y clave 
La importancia de los músicos y constructores franceses en la 
historia de los instrumentos de viento es colosal a lo largo de 
toda la historia, pero nunca en mayor medida que en los albo-
res del período barroco, ya que fue en Francia donde estos ins-
trumentos iban a evolucionar desde su estado renacentista a su 
nueva factura barroca. 
En el caso del oboe es un hecho aceptado que serían los oboís-
tas y constructores de La Grande Ecurie du Roy, de los Douze 
Grands Hautbois, los artífices de la metamorfosis, desde las chi-
rimías renacentistas al oboe barroco. Los Philidors, los Chéde-
villes y los Hotteterres serían los nombres fundamentales de es-
te proceso, aunque la creación del oboe suele concederse ajean 
Hotteterre (h. 1605-h. 1690). Chirimías y bombordas eran ins-
trumentos de doble lengüeta de sonido poderoso y acre, espe-
cialmente adecuados para la ejecución de música al aire libre; 
a su lado el nuevo instrumento, el oboe, es de sonido menos 
potente —aunque todavía poderoso—, más cerrado y controla-
do, más apto para la música de cámara, aunque todavía capaz 
de desempeñar el cometido que le era asignado dentro de l'Ecu-
rie y de los Douze Grands Hautbois en desfiles, paradas milita-
res, carruseles, coronaciones, y otras solemnidades de la vida ofi-
cial y cortesana. 
De este modo el oboe barroco estrechó el tubo, redujo el pa-
bellón y la caña de la vieja chirimía, logrando un sonido más 
refinado y menos acre, apto para el nuevo repertorio camerísti-
co, en el que iba a desempeñar un papel destacado, aunque 
menos trascendente que el de la flauta travesera cuya sutileza 
e intimidad eran más adecuadas a la estética del barroco francés 
que el sonido poderoso y penetrante del oboe barroco, mucho 
más bronco que el del oboe moderno en su versión francesa (el 
oboe moderno de tipo vienés conserva en mucha mayor medi-
da los rasgos tímbricos y acústicos del oboe barroco). 
Jacques Hotteterre (véase comentario al quinto concierto) 
Louis-Antoine Dornel (1680-1756) 
En 1706 —el mismo año de la aparición del primer libro pa-
ra clave de Rameau, del concierto anterior—, Rameau, Dornel 
y otros cuatro aspirantes, compiten por la tribuna del órgano 
de Sainte-Madeleine-dex-la-Cité de París. Rameau sería el triun-
fador del concurso, pero al no aceptar el cargo por no llegar a 
un acuerdo con las autoridades de la iglesia, el puesto sería ocu-
pado por Dornel. Organista de Ste. Geneviève, maître de mu-
sique en la Academie Française, sus obras fueron a menudo in-
terpretadas con éxito en el Concert Spirituel. Autor de música 
religiosa (hoy perdida), de música vocal profana, de piezas de 
38 
clave y de órgano, Dornel es hoy conocido principalmente a tra-
vés de su música de cámara, de la que publicó cuatro coleccio-
nes a lo largo de su vida (en 1709, 1711, 1713 y 1723). La co-
lección de 1723, Concerts de simphonies... contenant 6 con-
certs en trio, está destinada tanto a las flautas, como a los violi-
nes y oboes. En realidad, a pesar del título, no se trata de con-
ciertos en el sentido italiano del término, sino de sonatas en trío 
que —eso sí— denotan a menudo el influjo de la sonata core-
lliana, modelo que había dejado sentir su influencia en Francia 
desde que en 1692 la sonata La Pucelle de F. Couperin inaugu-
rara el corellianismo francés. J. R. Anthony señala que, acaso 
debido a su formación como organista, las suites y las sonatas 
de Dornel producen la ilusión de ser más polifónicas de lo que 
realmente son, a pesar de lo cual desgraciadamente, el medio-
cre talento melódico de Dornel priva a estos procedimientos de 
verdadera personalidad y los reduce a la categoría de fórmulas. 
Sin ser, desde luego, compositor de primera fila, la música de 
Dornel, con sus armonías a menudo rebuscadas y su empleo ex-
presivo de la disonancia —señalados por W.S. Newman— no 
carece de encanto y todavía hoy se deja oír con agrado. No pue-
de ser más exacto el comentario de La Borde según el cual Dor-
nel tenía mucha reputación en su tiempo, y la merecíaen par-
te. 
Jean-Henri D'Anglebert (1635-1691) 
Willfrid Mellers, el gran estudioso de Couperin, se refiere a 
D'Anglebert nada menos que como el más grande de los clave-
cinistas franceses antes de Couperin, opinión compartida así mis-
mo por E. Higginbottom. Discípulo de Chambonniéres 
—como Louis Couperin y como casi todos los clavecinistas de 
su generación—, organista del Duque de Orleans y ordinaire 
de la chambre du Roy pour le chavecin durante buena parte 
del reinado de Luis XIV, D'Anglebert publicó una única colec-
ción de Pieces de clavecín en París en 1689 entre las que encon-
tramos cuatro suites. La suite en re menor, como las en sol ma-
yor y sol menor, se inicia por unprélude non mensuré, el pecu-
liarísimo género que los clavecinistas franceses crearon al adap-
tar al teclado del clave los pequeños preludios improvisados con 
que los laudistas del gran siecle comenzaban sus interpretacio-
nes con el propósito de comprobar su afición. 
Gran contrapuntista —como lo demuestran sus seis fugas para 
órganos incluidas en su publicación, D'Anglebert gozó de la 
admiración de muchos de sus contemporáneos, algunos de ellos 
tan ilustres comoJ.S. Bach, que a la hora de redactar una tabla 
de ornamentos para su hijo Wilhelm Friedemann, no hizo ape-
nas otra cosa que copiar la de D'Anglebert. Como escribe el 
clavecinista K. Gilbert, con D'Anglebert el arte de la ornamen-
tación alcanza su apogeo. Su tabla de ornamentos —prosigue—, 
la más completa que hay, incluye signos que no se encuentran 
en ningún"otro lugar de donde procede buena parte de la difi-
cultad que presenta su música para el intérprete, que no debe 
permitir que la hojarasca ornamental perturbe la trama meló-
39 
dica y la claridad formal del conjunto. A pesar de esta sobrecar-
ga ornamental, la música de D'Anglebert, como la de Cham-
bonniéres o Louis Couperin, están lejos de la ligereza y la gra-
cia «charmantes» con que a menudo se asocia el clave francés: 
por el contrario, su arte, severo y grave, posee una grandeza y 
una profundidad que la música francesa perdería en época de 
Luis XV. Ni un ápice de frivolité, de badinerie en esta música 
de enérgicos contornos capaz de combinar el mayor refinamiento 
con la elegancia más viril, la más exuberante ornamentación con 
la confidencia personal, el goüt más exquisito con la sinceridad 
más noble. 
Pierre Danican Philidor (1681-1731) 
Los Philidor componen una de tantas dinastías musicales de 
la Francia barroca, asociada a un instrumento determinado o 
—como en este caso— a una familia instrumental: la de los ins-
trumentos de viento. En realidad el verdadero nombre de la fa-
François Couperin. 
40 
milia es Danican, y se pretende que el sobrenombre de Phili-
dor fue aplicado a Michel Danican (h. 1600-1659) cuando Luís 
XIII comparó su manera de tocar con la del oboísta de Siena 
Filidori. El caso es que este Michel Danican, intérprete de oboe, 
cromorno y trompeta marina y miembro de Agrande écurie des-
de 1651, no aparece jamás bajo el sobrenombre de Philidor, 
adoptado por Jean Philidor (hermano pequeño o hijo de Mi-
chel), y a partir de él para todos sus hijos y nietos. 
De los dos hijos de Jean Philidor (h. 1620-1679), sería el pe-
queño, Jacques «le cadeU (1657-1708) el padre de Pierre Dani-
can Philidor, quien a su vez era primo de Anne-Danican Phili-
dor, del que se habla detenidamente en los comentarios al quinto 
concierto de nuestro ciclo. 
Para no faltar a la tradición familiar, Pierre Danican fue in-
térprete de varios instrumentos de viento y miembro de la grande 
écurie. Sabemos que tocaba el oboe y el ya bastante arcaico cor-
neto en 1'écurie (desde 1697, con sólo dieciséis años), que en-
traría en la Chapelle Royale en 1704, y como flautista en la 
Chambre en 1712, de manera que recorrería una por una las 
tres instituciones musicales del palacio de Versalles. A pesar de 
su extremada juventud, compuso en 1697 una pastoral, inter-
pretada en Marly y en Versalles. En la biblioteca de Versalles 
se conservan muchos manuscritos de Pierre Danican, entre los 
que destacan sus seis suites para tres flautas, oboes o violines 
(1718) y numerosas marchas. Entre las obras por él publicadas 
cabe destacar su colección de Suites para dos flautas (París, 
1717-18). 
François Couperin (1668-1733) 
Hacia 1692 François Couperin comete el acto entre subversivo 
y sacrilego —según el punto de vista de lullistas y corellianos 
respectivamente— de escribir por primera vez en Francia una 
sonata en el estilo italiano de Corelli. ¡El atrevimiento era tal 
que la obra sería presentada con el pintoresco pseudónimo de 
Francesco Coperuni! A partir de ese momento la sonata, por 
fin, conseguirá abrirse paso en la cada vez más defensiva Fran-
cia (el concierto italiano todavía tendrá que esperar lo suyo), 
y la actitud desdeñosa del slogan de Fontenelle —«Sonate, que 
veux tu?— se quedará en mero símbolo. Es curioso que Fran-
çois Couperin, el músico francés por excelencia, el más francés 
de los músicos franceses, fuera —y él mismo se jactaba de ello— 
el importador y adaptador del modelo de sonata en trío core-
lliana que hacía furor en toda Europa. De hecho, la inmensa 
mayoría de su música de cámara —y excepcionalmente también 
algunos de sus motetes y de sus piezas para clave— deben mu-
cho, cuando no todo, a la música transalpina y Couperin se con-
vertiría en el apóstol de esa actitud simbiótica a la par que con-
ciliadora que se conocería como la réunion des goûts, la reu-
nión de los gustos francés e italiano, cuyo máximo exponente 
estaría representado por esa obra tan finamente humorística que 
es la Apoteosis de Lully. 
41 
Dentro de esta actitud hemos de considerar Les Concerts Ro-
yaux (1722), Les Goûts Réunis ou Noveaux Concerts (1724), Les 
Nations (1726) y las dos «apoteosis». 
Los Nuevos conciertos destinados «al uso de toda clase de ins-
trumentos» son precedidos por una larga declaración de princi-
pios por parte del autor: el gusto italiano y el francés han com-
partido desde hace largo tiempo (en Francia) la República de 
la Música; para mí, he estimado siempre que las cosas que lo 
merecen, sin excepción de autores ni de nación, y las primeras 
sonatas italianas que aparecieron en París hace más de treinta 
años, y que me animaron a escribir algunas a continuación, no 
hicieron ningún daño a mi espíritu, ni a las obras del señor Lully 
ni a aquellas de mis antepasados... Así, por el derecho que me 
da mi neutralidad, yo navego bajo los felices auspicios que me 
han guiado hasta el presente. Neutral es, pues, el Septième con-
cert de nuestra velada, con su Sarabande totalmente corelliana, 
su fuguéte que combina la forma de fuga con la bipartita de 
una danza (¡difícil neutralidad en medio de esta guerra euro-
pea del estilo musical!), y con su meridional siciliana ataviada 
al modo galo (tendrement et louré, indica Couperin). 
En definitiva, si fue un florentino el creador del estilo musi-
cal francés —dispuesto a imponerlo desde la más inflexible dic-
tadura— no podemos extrañarnos de que fuera un francés el 
Conde don Julián que abriera las puertas de su patria al ejército 
enemigo. 
Antoine Forqueray.—Chalais 
Pongamos fin a nuestro comentario remitiéndoles a los del 
primer concierto por lo que respecta a la música de Antoine For-
queray y reconociendo humildemente nuestra más absoluta ig-
norancia sobre Chalais y su sonata para oboe. 
42 
TERCER CONCIERTO 
La viola da gamba en Francia 
Es típico del barroco musical la definición de la escritura ins-
trumental frente a la escritura vocal, y la aparición de los estilos 
instrumentales específicos. En Francia las cosas van más lejos: 
cada instrumento representa un mundo diferente, a menudo 
aislado del resto de la actividad musical, con su propia biogra-
fía, con su adolescencia, madurez y decadencia, con sus carac-
terísticas estilísticas propias, a veces con sus grafías particulares. 
Pocas cosas tan apasionantes como las trayectorias de cada ins-
trumento que, con frecuencia,en el momento del declinar, se 
tiñen de nostalgia y destilan acaso las páginas más sublimes. En 
cierto modo, unos instrumentos se suceden a otros; la decaden-
cia de uno coincide con el ascenso de otro, más que por los im-
perativos de la moda, por el propio pulso de la historia estética 
de Francia, que encuentra en uno u otro el vehículo ideal para 
su manifestación musical. Cierto es que algunos, como el clave 
o el órgano, mantienen su esplendor de principio a fin a lo lar-
go de todo el período barroco, pero otros, en cambio, parecen 
sucederse en su hegemonía, y así, cuando el laúd declina, la 
viola da gamba alcanza su esplendor para ceder hasta cierto punto 
su cetro durante algún tiempo a la flauta travesera. 
La viola da gamba, y en particular el rey de la familia, la bas-
se de viole, representaba la tradición francesa de instrumentos 
de arco, frente al «plebeyo» violín y al violonchelo, que hasta 
cierto punto eran vistos como inventos de Italia, a pesar de la 
ilustre tradición de lutería francesa que estos instrumentos po-
seían. Frente al brillo y poderío de la familia del violín, la viola 
da gamba representaba le bon goût, la moderación y la elegan-
cia; en cierto modo llegaría a simbolizar la tradición del grand 
siècle y la concepción aristocrática de la música fiente a los cam-
bios estéticos y sociales que se avecinaban a lo largo del siglo 
XVIII. Tal es la actitud de ese curiosísimo personaje que es Hu-
bert Le Blanc al publicar en una fecha tan tardía como 1740 
un panfleto titulado «Defensa de la basse de viole contra las ten-
tativas del violín y las pretensiones del violonchelo», en el cual 
se revelaba rabiosamente contra el cambio del gusto francés a 
favor del italiano o germánico para terminar denostando del mo-
do más pintoresco al violonchelo, al que califica de «miserable 
cancre, hère et pauvre diable». La viola da gamba, con su soni-
do a un tiempo incisivo e íntimo, con su gran autosuficiencia 
armónica debido a su capacidad para realizar acordes, estaba 
en cierto modo predestinada a encerrarse en su torre de marfil, 
lejos del mundanal ruido, desdeñosa ignorante de los nuevos 
vientos de la música europea. La imagen del viejo patriarca del 
antiguo testamento de la viola, Sainte-Colombe, encerrándose 
en un cuartito construido en lo alto de una morera de su jar-
dín, para tocar para su propio deleite la viola, en el silencio del 
campo, mientras el discípulo peligrosamente aventajado Marais 
espía secretamente al maestro que le niega el magisterio, me 
parece todo un símbolo de esta actitud recelosa de la música 
43 
francesa, que se encastilla, que resiste estoica el largo asedio, 
replegada sobre sí misma; esa actitud de una música que se di-
ría concebida para el recreo personal, para el solaz íntimo del 
espíritu, antes que para ser escuchada por un público en un con-
cierto; que renuncia al efectismo y que apenas pretende con-
mover al oyente; que se conforma con «attendrir» al intérprete 
mismo que la ejecuta en un acto de autoconfidencia, cuya me-
ra ejecución pública supone un pecado de impudor. 
Se desconocen las fechas de nacimiento y muerte de Charles 
Dollé. Lo único que sabemos es que entre 1737 y 1754 publicó 
cinco colecciones diferentes que incluyen sonatas en trío para 
violines, flautas y violas (Op. 1), piezas de viola (Op. 2) y mú-
sica para pardessus de viole, —el soprano de la familia, de re-
ducido tamaño y tesitura aguda— (Op. 3, 4, 5 y 6) con y sin 
acompañamiento. Como tantos maestros de la etapa final del 
instrumento, la música de Dollé está dominada por la melan-
colía nostálgica, por la intimidad y la ausencia de efectismo; mú-
sica para entrar en ella —con los peligros y el compromiso que 
supone para el oyente— o quedarse fuera, que no admite tér-
mino medio ni audiciones inactivas. 
Jacques Duphly (1715-1789) es, por su fecha de nacimiento, 
un músico perteneciente a la primera generación preclásica, a 
la de músicos como Pergolesi, C. Ph. E. Bach o el padre Marti-
ni. Sin embargo Duphly era francés —de Rouen afincado en 
París—, y como tantos músicos franceses permanecería fiel al 
estilo barroco en un época perfectamente anacrónica. Duphly 
es el prototipo del músico nostálgico, aferrado a un mundo que 
desaparece para siempre, a un concepto no ya de la música, 
sino de la vida, de la realidad y del hombre que tiene sus días 
contados. La imaginación acaso es la que nos hace adivinar una 
actitud desesperada en sus últimos años: después de una etapa 
de fama y esplendor, de aparición de sus obras entre 1748 y 1768, 
su rastro se esfuma, su vida es tan oscura que se le llega a buscar 
a través de un anuncio en el Journal Général de la France. En 
realidad, Duphly vivía en el «quai Malaquais», en el hostal de 
Juigné, con su criada. Moriría en 1789, al día siguiente de la 
toma de la Bastilla, como si se negara a sobrevivir al mundo 
del ancien régime. Nos sobrecoge leer que entre los enseres enu-
merados en su inventario (plata, libros, partituras...) no había 
un clavecín. 
En una inmensa proporción la música de Duphly hace refe-
rencia a personajes conocidos de la época y de los cuales acaso 
esperaba protección. ¿Es por deseo de adulación por lo que su 
retrato —uno de tantos— de Forqueray nos lo presentan como 
a un ser noble, profundo y bondadoso? ¿O acaso porque lo co-
nocía demasiado y sabía que bajo la piel de diablo se escondía 
el cordero? 
Gustav Leonhardt señala que en la música de Duphly encon-
tramos un estilo que satisfacía el nuevo ideal de simplicidad: 
una melodía simple que se mueve generalmente sobre un acom-
pañamiento de carácter «naif.¡>... Duphly tuvo el empeño de es-
cribir una música que no fuera demasiado difícil para los dedos 
44 
ni para el oído. Los delicados dedos de las jóvenes damas, de 
las que era el maestro predilecto, podrían, sin demasiado es-
fuerzo, llevar los clavecines de Blanchet, Vater o Taskin, a su 
más conmovedor grado de resonancia-, porque sus piezas encie-
rran el precioso secreto de la sonoridad. Acaso este tipo de es-
critura exige más oficio que la composición de obras difíciles 
y virtuosas: a los ignorantes la perfección les parece siempre fácil. 
Duphly dice la última gran palabra del clave barroco francés. 
En su voz resuenan los ecos de un siglo de música, desde Louis 
Couperin a Forqueray, pasando por Couperin el Grande y Ra-
meau y se dejan sentir los futuros sonidos del clasicismo. El cla-
ve de Duphly, sin embargo, no revela el momento de decaden-
cia: sus sonidos se alzan unas veces garbosos y elegantes —co-
mo en la «chacona»— otras nobles y profundos —como en La 
Forqueray— pero siempre límpidos, como si el final de una épo-
ca, de una música, de un instrumento, de toda una manera de 
concebir el mundo, no se divisara ya en el horizonte. 
Desde el siglo XV hasta el XVIII encontramos no menos de 
ocho compositores franceses y flamencos, apellidados du Bois-
son, sin que sepamos qué relación puedan tener entre sí. El que 
aquí nos interesa y del cual ignoramos nombres y fechas de na-
cimiento y muerte (ésta tuvo que ser anterior a 1688) fue criti-
cado por Jean Rousseau, autor de un Traite de la viole (1687) 
a causa de su técnica: úlportoit tres mal le main», —escribe— 
a pesar de lo cual su rival, el célebre Demachy, prefería a Du 
Buisson que al famoso Sainte-Colombe, acaso porque es mejor 
defender al enemigo menos peligroso, pero tal vez por valora-
ción sincera. El estilo de Du Bois era en un principio muy con-
trapuntístico, rico en dobles cuerdas y acordes, pero posterior-
mente evolucionó a un estilo más melódico, criticado por De-
machy. Su música se conserva en dos manuscritos, uno recopi-
lado en 1666 por un alumno que incluye una colección para 
viola sola y otro dedicado a música de lyra viol sola, que se con-
servan respectivamente en la Biblioteca del Congreso de Was-
hington y en la Nacional de París. 
A pesar de la diferencia de edad, Marin Marais y Forqueray 
constituyen la gran pareja —antagónica y complementaria, co-
mo

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