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23 Los planos del Bruce Partington autor Arthur Conan Doyle

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La aventura de los
planos del Bruce
Partintong
Arthur Conan Doyle
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Una densa niebla amarillenta cayó sobre
Londres durante la tercera semana de noviem-
bre del año 1875. Creo que desde el lunes hasta
el jueves no llegamos a distinguir desde nues-
tras ventanas de Baker Street la silueta de las
casas de la acera de enfrente. Holmes se pasó el
primer día metodizando su índice del grueso
volumen de referencias. El segundo y el tercer
día los invirtió pacientemente en un tema que
venía siendo de poco tiempo a aquella parte su
afición preferida: la música de la Edad Media.
Pero el cuarto día, cuando al levantarnos des-
pués de desayunarnos, vimos que seguía pa-
sando por delante de nuestras ventanas el espe-
so remolino parduzco condensándose en acei-
tosas gotas sobre la superficie de los cristales, el
temperamento activo e impaciente de mi cama-
rada no pudo aguantar más tan monótona exis-
tencia. Se puso a pasear incansablemente por
nuestra sala, acometido de una fiebre de ener-
gía contenida, mordiéndose las uñas, tambori-
leando en los muebles, lleno de irritación contra
la falta de actividad.
- ¿No hay nada interesante en el periódico,
Watson? – preguntó.
Yo sabía que al preguntar Holmes si no
había nada de interesante, quería decir nada
interesante en asuntos criminales. Traían los
periódicos noticias de una revolución, de una
posible guerra, de un inminente cambio de Go-
bierno; pero esas cosas no caían dentro del
horizonte de mi compañero. En lo referente a
hechos delictivos todo lo que yo pude leer eran
cosas vulgares y fútiles. Holmes refunfuñó y
reanudó sus incansables paseos.
- En Londres el mundo criminal es, desde
luego, una cosa aburrida – dijo con la voz que-
jumbrosa de un cazador que no levanta ningu-
na pieza -. Mire por la ventana, Watson. Fíjese
en cómo las figuras de las personas surgen de
pronto, se dejan ver confusamente y vuelven a
fundirse en el banco de las nubes. En un día
como éste, el ladrón y el asesino podrían ando-
rrear por Londres tal como lo hace el tigre en la
selva virgen, invisible hasta el momento en que
salta sobre su presa, y, en ese momento, visible
únicamente para la víctima.
- Se ha llevado a cabo infinidad de pequeños
robos – le dije.
Holmes bufó su desprecio y dijo:
- Este grandioso y sombrío escenario está
montado para algo más digno. Es una suerte
para esta comunidad que yo no sea un criminal.
- ¡Ya lo creo que lo es! – exclamé de todo co-
razón.
- Supongamos que yo fuese Brooks o Wood-
house, o cualquiera de los cincuenta individuos
que tienen motivos suficientes para despa-
charme al otro mundo. ¿Cuánto tiempo sobre-
viviría yo a mi propia persecución? Una llama-
da, una cita falsa, y asunto acabado. Es una
suerte que no haya días de niebla en los países
latinos, los países de los asesinatos. ¡Por vida
mía que aquí llega por fin algo que va a romper
nuestra mortal monotonía!
Era la doncella y traía un telegrama. Holmes
lo abrió y rompió a reír diciendo:
- ¡Vaya, vaya! ¿Qué más? Mi hermano My-
croft está a punto de venir.
- ¿Y eso le extraña? – le pregunté.
- ¿Que si me extraña? Es como si tropezase
usted con un tranvía caminando por un sende-
ro campestre. Mycroft tiene sus raíces, y de
ellas no se sale. Sus habitaciones en Pall Mall, el
club Diógenes, White May; ese es su círculo.
Una vez, una sola, ha venido a esta casa. ¿Qué
terremoto ha podido hacerle descarrilar?
- ¿No lo explica?
Holmes me entregó el telegrama de su her-
mano, que decía:
« Necesito verte a propósito de Cadogan West.
Voy enseguida. – Mycroft.»
- ¿Cadogan West? Yo he oído ese nombre.
- A mi recuerdo no le dice nada. ¡Quién iba a
imaginarse que Mycroft se nos fuese a presen-
tar de esta manera tan excéntrica! Eso es como
si un planeta se saliese de su órbita. A propósi-
to, ¿sabe usted cual es la profesión de mi her-
mano?
Yo conservaba un confuso recuerdo de una
explicación que me dio cuando la Aventura del
intérprete griego.
- Me dijo usted que ocupaba un pequeño
cargo en algún departamento del Gobierno
británico.
Holmes gorgoriteó por lo bajo.
- En aquel entonces yo no le conocía a usted
tan bien como ahora. Es preciso ser discreto
cuando uno habla de los altos asuntos del Esta-
do. Acierta usted con lo que está bajo el Go-
bierno británico. También acertaría en cierto
sentido si dijese que, de cuando en cuando, el
Gobierno británico es él.
- ¡Mi querido Holmes!
- Creí que lograría sorprenderle. Mycroft co-
bra cuatrocientas cincuenta libras al año, sigue
siendo un empleado subalterno, no tiene ambi-
ciones de ninguna clase, se niega a recibir nin-
gún título ni condecoración, pero sigue siendo
el hombre más indispensable del país.
- ¿Por qué razón?
- Porque ocupa una posición única, que él
mismo se ha creado. Hasta entonces no había
nada que se le pareciese si volviera a haberlo.
Mi hermano tiene el cerebro más despejado y
más ordenado, con mayor capacidad para al-
macenar datos, que ningún otro ser viviente.
Las mismas facultades que yo he dedicado al
descubrimiento del crimen, él las ha empleado
en esa otra actividad especial. Todos los depar-
tamentos ministeriales le entregan a él conclu-
siones, y él es la oficina central de intercambio,
la cámara de compensación que hace el balan-
ce. Todos los demás hombres son especialistas
en algo, pero la especialidad de mi hermano es
saber de todo. Supongamos que un ministro
necesita datos referentes a un problema que
afectaba a la Marina, a la India, al Canadá y a la
cuestión del bimetalismo; él podría conseguir
los informes por separado de cada uno de los
departamentos y sobre cada problema, pero
únicamente Mycroft es capaz de enfocarlos
todos, y de enviarle inmediatamente un infor-
me sobre cómo cada uno de esos factores reper-
cutiría en los demás. Empezaron sirviéndose de
él como de un atajo, de una comodidad; ahora
ha llegado a convertirse en cosa fundamental.
Todo está sistemáticamente archivado en aquel
gran cerebro suyo, y todo puede encontrarse y
servirse en el acto. Una vez y otra han sido sus
palabras las que han decidido la política nacio-
nal. Eso constituye para él su vida. No piensa
en nada más, salvo cuando, a modo de ejercicio
intelectual, afloja su tensión cuando yo voy a
visitarle y le pido consejo acerca de alguno de
mis pequeños problemas. Pero hoy nuestro
Júpiter baja de su trono. ¿Qué diablos puede
significar eso? ¿Quién es Cadogan West, y qué
representa para Mycroft?
- ¡Ya lo tengo! – exclamé, y me zambullí en el
montón de periódicos que había encima del
sofá.
¡Sí, sí, aquí está, cómo no! Cadogan West era
el joven al que se encontró muerto el martes
por la mañana en el ferrocarril subterráneo.
Holmes se irguió en su asiento, con la pipa a
mitad de camino en la boca:
- Esto tiene que ser cosa seria, Watson. Una
muerte que ha obligado a mi hermano a alterar
sus costumbres no puede ser cosa vulgar. ¿Qué
demonios puede Mycroft tener que ver en el
asunto? Yo lo recordaba como un caso gris. Se
hubiera dicho que el joven se había caído del
tren, hallando así la muerte. No le habían roba-
do, y no existía ninguna razón especial para
sospechar que se hubiese cometido violencia.
¿No es así?
- Se ha realizado una investigación – le dije -,
y han salido a relucir muchos hechos nuevos.
Mirándolo más de cerca, yo aseguraría que se
trata de un caso curioso.
- A juzgar por elefecto que ha producido
sobre mi hermano, yo diría que es el más extra-
ordinario de los casos – Holmes se arrellanó en
un sillón -. Veamos, Watson, los hechos.
- El nombre de la víctima era Arthur Cado-
gan West, de veintisiete años, soltero, y em-
pleado de las oficinas del arsenal Woolwich.
Un empleado del Gobierno. ¡Ahí tiene usted
el eslabón que le une a mi hermano Mycroft!
- Salió súbitamente de Woolwich el lunes
por la noche. La última persona que lo vio fue
su novia miss Violet Westbury, a la que él
abandonó bruscamente en medio de la niebla a
eso de las siete y media de aquella noche. No
medió riña alguna entre ellos, y la muchacha no
sabe dar explicación de la conducta del joven.
No se volvió a saber de él hasta que su cadáver
fue descubierto por un peón de ferrocarril ape-
llidado Mason, en la parte exterior de la esta-
ción de Aldgate, que pertenece al ferrocarril
subterráneo de Londres.
- ¿Hora?
- El cadáver fue descubierto el martes a las
seis de la mañana. Yacía a bastante distancia de
los rieles, al lado izquierdo de la vía conforme
se va hacia el Este, en lugar próximo a la esta-
ción, donde la línea sale del túnel, por el cual
corre. Tenía la cabeza destrozada; herida que
bien pudo producirse al caerse del tren. Sólo de
ese modo pudo quedar el cadáver sobre la vía.
De haber llegado hasta allí desde algunas de las
calles próximas, habrían tenido que cruzar las
barreras de la estación, donde hay permanen-
temente un cobrador. Este detalle parece ser
absolutamente seguro.
- Perfectamente. El caso se presenta bastante
concreto. Ese hombre, muerto o vivo, cayó o
fue lanzado desde el tren. Todo eso lo veo cla-
ro. Prosiga.
- Los trenes que corren por la vía junto a la
cual fue encontrado el cadáver son los que
traen dirección de Oeste a Este, siendo algunos
exclusivamente metropolitanos, y procediendo
otros de Willesden y de los empalmes que allí
coinciden. Puede darse por seguro que, cuando
el joven halló la muerte viajaba en esa dirección
a una hora avanzada; pero es imposible afirmar
la estación en la que subió al tren.
- Eso lo demostraría su billete.
- No se le encontró billete alguno de ferroca-
rril en el bolsillo.
- ¡Que no se le encontró billete! Por vida mía,
Watson, que eso sí que es extraño. Si mi expe-
riencia no me engaña no es posible pasar a un
andén del ferrocarril subterráneo sin mostrar el
billete. Es, pues, de presumir que el joven lo
tenía. ¿Se lo quitaron para que no se supiese en
que estación había subido? Es posible. ¿No se le
caería en el vagón mismo? También eso es po-
sible. Sin embargo es un detalle curioso- Tengo
entendido que no mostraba señales de haberse
cometido robo alguno.
- Por lo menos en apariencia. Aquí viene una
lista de todo lo que llevaba encima. Su cartera
contenía dos libras y quince chelines. Llevaba
también un talonario de cheques de la sucursal
en Woolwich del Capital and Countries Bank.
Gracias a él se le pudo identificar. Llevaba tam-
bién dos billetes de anfiteatro para Woolwich
Theater, para la función de aquella misma no-
che. Y también un pequeño paquete con docu-
mentos técnicos.
Holmes dejó escapar una exclamación de jú-
bilo:
- ¡Ahí, por fin, lo tenemos, Watson! Gobierno
británico, arsenal de Woolwich, documentos
técnicos, mi hermano Mycroft; la cadena está
completa. Pero aquí llega él, si no me equivoco,
para hablar por sí mismo.
Un instante después fue introducida en
nuestra habitación la figura alta y voluminosa
de Mycroft Holmes. Hombre fuerte y macizo,
su figura producía una sensación de desmaña-
da inercia física, pero, en lo alto de aquella cor-
pulencia alsábase rígida una cabeza de frente
tan dominadora, de ojos de un gris acero tan
vivos y penetrantes, de labios tan firmemente
apretados y tan sutil en el juego expresivo de
sus facciones, que desde la primera mirada se
olvidaba uno del cuerpo voluminoso y sólo
pensaba en el alma dominadora.
Traía a sus talones a nuestro viejo amigo
Lestrade, de Scotland Yard, delgado y severo.
La expresión grave de las dos caras nos anunció
por adelantado alguna investigación de mucho
peso. El detective cambió apretones de manos
sin decir palabra. Mycroft Holmes forcejeó el
gabán, y luego se dejó caer en un sillón, dicien-
do:
 - Asunto por demás desagradable, Sher-
lock. Me molesta muchísimo alterar mis cos-
tumbres, pero no era posible contestar con una
negativa a los altos poderes. Tal como están las
cosas en Siam, es un inconveniente el que yo
me ausente de mi despacho. Pero esto de ahora
constituye una auténtica crisis. Jamás vi tan
alterado al primer ministro. En cuanto al Almi-
rantazgo, allí hay un bordoneo como de colme-
na a la que se ha vuelto al revés. ¿Has leído lo
referente al caso?
- Acabamos de leerlo. ¿Qué documentos téc-
nicos eran esos?
- ¡Ahí está la cuestión! Por suerte, no se ha
hecho pública la cosa. De haber sido, los perió-
dicos habrían venido furiosos. Los documentos
que este desdichado joven llevaba en su bolsillo
eran los del submarino Bruce-Partington.
Mycroft Holmes hablaba con una solemni-
dad que daba a entender hasta que punto le
parecía importante el tema. Su hermano y yo
estábamos llenos de expectación.
- Con seguridad estarás enterado. Yo pensé
que no habría nadie que no hubiese oído de
este asunto.
- Para mí es solamente un apellido.
- Es imposible exagerar la importancia que
tiene. De todos los secretos del Gobierno, el de
este submarino era el más cautelosamente
guardado. Puedes creerme si te digo que dentro
del radio de acción de un submarino Bruce-
Partington se hace imposible toda operación de
guerra naval. Hará dos años se coló de rondón
en los presupuestos una suma importante que
se invirtió en comparar el monopolio de ese
invento. Se ha realizado toda clase de esfuerzos
para conservar el secreto. Los planos, que son
extraordinariamente complicados, abarcan
unas treinta patentes separadas, cada una de
las cuales es esencial para el funcionamiento
del conjunto. Esos planos se guardaban en una
caja fuerte muy ingeniosa que está dentro de
unas oficinas confidenciales anexas al arsenal y
que tienen puertas y ventanas a prueba de la-
drones. Bajo ningún concepto y en ninguna
circunstancia podían ser sacados los planos de
aquellas oficinas. Si el jefe de construcciones de
la Marina deseaba consultarlos, tenía que ir con
ese objeto a las oficinas de Woolwich. Pues
bien: nos encontramos ahora con esos planos en
los bolsillos de un empleadillo que aparece
muerto en el corazón de Londres. Desde un
punto de vista gubernamental, ese hecho es
sencillamente espantoso.
- Pero ¿no los habéis recuperado?
- No, Sherlock, no; ahí está el apuro. No los
hemos recuperado. Se sustrajeron de Woolwich
diez planos. En los bolsillos de Cadogan West
fueron encontrados siete. Los tres más esencia-
les han desaparecido: fueron robados, se esfu-
maron. Sherlock, es preciso que dejes todo
cuanto tengas entre manos. Despreocúpate de
esos acertijos insignificantes y propios de tri-
bunales de Policía. Aquí tienes que resolver un
problema de vital importancia internacional.
¿Por qué se llevó Cadogan West los planos?
¿Dónde están los que han desaparecido? ¿Có-
mo murió ese joven? ¿De qué manera llegó su
cadáver hasta donde fue encontrado? ¿Cómo
puede enderezarse este entuerto? Encuéntrame
contestaciones a todas estas preguntas, y habrás
realizado un buen servicio a tu país.
 - ¿Y por qué no lo resuelves tú mismo, My-
croft? Tu vista alcanza tanto como la mía.
- Quizá sí, Sherlock. Pero es cuestión de con-
seguir una cantidad de detalles. Tú dame esos
detalles, y yo podré darte una excelente opi-
nión de hombre técnico, desde mi sillón. Pero
correr de aquí para allá, someter a interrogato-
rio a los guardas ferroviarios, tumbarse de cara
en el suelo con un cristal de aumento pegado a
mi ojo, todo eso se sale de mi oficio. No, tú eres
la única persona capaz de poner en claro el
asunto. Si tienes el capricho de leer tu nombre y
apellido en la próxima lista de honores y con-
decoraciones…
Mi amigo se sonrió,movió negativamente la
cabeza y dijo:
- Yo entro en el juego por puro amor al jue-
go. Ahora bien: el problema presenta determi-
nados puntos de interés y lo tomaré en conside-
ración muy a gusto. Vengan algunos datos más.
- He garrapateado los mas esenciales en esta
hoja de papel, junto con unas cuantas direccio-
nes que te serán útiles. El verdadero custiodia-
dor oficial de los planos es el célebre técnico del
Gobierno sir James Walter, cuyas condecora-
ciones y subtítulos cubren dos líneas en un dic-
cionario de personalidades. Ha encanecido en
el servicio, es un caballero, lo reciben con favor
en las mansiones más altas, y es, sobre todo, un
hombre cuyo patriotismo está fuera de cual-
quier sospecha. Él es una de las dos personas
que tienen una llave de la caja de seguridad.
Agregaré que los planos se hallaban, sin duda
alguna, en las oficinas durante las horas de tra-
bajo del lunes, y que sir James salió para Lon-
dres a eso de las tres de la tarde, llevándose con
él la llave. Estuvo en casa del almirante Sinclair,
en la plaza Barclay, durante toda la velada,
mientras ocurrió este incidente.
- ¿Ha sido contrastado este hecho?
- Sí; su hermano, el coronel Valentine Wal-
ter, ha dado testimonio de la hora en que salió
de Woolwich, y el almirante Sinclair de la de su
llegada a Londres; de modo, pues, que sir Ja-
mes ha dejado de ser un factor directo en el
problema.
- ¿Quién era la otra persona que disponía de
una llave?
- El empleado mayor y dibujante mister
Sydney Jonson. Es hombre de cuarenta años,
casado, con cinco hijos, callado y huraño, pero,
en conjunto, tiene una hoja excelente de servi-
cios al Estado. Goza de pocas simpatías entre
sus colegas, pero es un trabajador infatigable.
Según lo que él mismo cuenta, y que está co-
rroborado por las afirmaciones de su esposa,
permaneció sin salir de su casa durante toda la
tarde del lunes, después de las horas de oficina,
y su llave no abandonó ni un solo instante la
cadena del reloj de la que cuelga.
- Háblame ahora de Cadogan West.
- Lleva diez años en el servicio del Gobierno,
y ha trabajado bien. Tiene fama de ser hombre
arrebatado e impetuoso, pero recto y honrado.
Nada podemos decir en contra suya. Él ocupa-
ba en las oficinas el lugar siguiente a Sydney
Jonson. Sus obligaciones le ponían en contacto
diario y personal con los planos. Nadie más
podía manejarlos.
- ¿Quién guardó aquella noche los planos en
la caja fuerte?
- Mister Sydney Jonson, primer oficial.
- Entonces, es cosa completamente clara
quien se los llevó, ya que fueron encontrados
sobre el cuerpo del segundo empleado, Cado-
gan West. La cosa parece definitiva, ¿no es así?
- En efecto, Sherlock; sin embargo, quedan
sin explicar muchas cosas. En primer lugar,
¿por qué se los llevó?
- Me imagino que su valor será muy grande,
¿no es cierto?
- Le habrían pagado sin dificultad por ellos
varios miles de libras.
- ¿Puedes apuntarme alguna razón posible
que explique el que llevase los planos a Lon-
dres, como no fuere para venderlos?
- No, no puedo.
- Pues entonces, es preciso que aceptemos lo
que digo como hipótesis de trabajo. El joven
West se llevó los planos. Ahora bien: eso sólo
pudo realizarlo si él disponía de una llave falsa.
- De varias llaves falsas, puesto que tenia
que abrir las puertas del edificio y las de la
habitación.
- Disponía, pues, de varias llaves falsas. Se
llevó los planos a Londres para vender el secre-
to, sin duda, con el propósito de devolverlos a
la caja fuerte por la mañana siguiente antes que
nadie los echase en falta. Mientras se hallaba en
Londres entregando a esa empresa traidora
encontró la muerte.
- ¿De qué manera?
- Supondremos que regresaba a Woolwich
cuando fue asesinado lanzado fuera del com-
partimiento del tren.
- Aldgate, lugar donde fue hallado el cadá-
ver, se encuentra mucho más allá de la estación
Puente de Londres, que sería la de su ruta hacia
Woolwich.
- Es posible imaginar muchas circunstancias
que hicieron que siguiese viaje más allá del
Puente de Londres. Por ejemplo, iba en el coche
alguien con el que había trabado una conversa-
ción que absorbió su atención. La conversación
terminó en una escena de violencia, en la que él
perdió la vida. Es posible que él intentase salir
de aquel coche, que cayese a la vía y hallase de
ese modo la muerte. Entonces el otro cerró la
puerta. La niebla era muy espesa y nadie vio
nada de lo que había ocurrido.
- Dentro de los datos que poseemos hasta
ahora, no puede darse una explicación mejor;
sin embargo, Sherlock, fíjate en los muchos
puntos que has dejado sin tocar. Supondremos,
para seguir el razonamiento, que el joven Ca-
dogan West había dado previamente una cita al
agente extranjero, y que por esa razón no
hubiese adquirido ningún compromiso por otro
lado. En lugar de eso, Cadogan West tomó dos
billetes para el teatro, marchó hacia el mismo
acompañando a su novia y, de pronto, desapa-
reció.
- Una añagaza para despistar – dijo Lestrade,
que había estado escuchando con cierta impa-
ciencia el diálogo.
- Una añagaza rarísima. Esa es la objeción
número uno. Paso a la objeción número dos:
supongamos que llega a Londres y se entrevista
con el agente extranjero. Es preciso que devuel-
va los documentos antes de la mañana siguien-
te, porque, de lo contrario, se descubriría su
desaparición. Se llevó diez planos. Sólo se en-
contraron siete en el bolsillo. ¿Qué fue de los
otros tres? Por propia voluntad no se habría
desprendido de ellos. Además, ¿dónde está el
precio de su traición? Lo natural es que se le
hubiese encontrado en el bolsillo una importan-
te suma de dinero.
- Yo lo veo todo perfectamente claro – dijo
Lestrade -. No cabe la menor duda de lo que
ocurrió. Se llevó los planos para venderlos. Se
entrevistó con el agente. No lograron ponerse
de acuerdo en cuanto al precio. Emprendió el
viaje de regreso a su casa, pero el agente mar-
chó con él. Dentro del tren, ese agente lo asesi-
nó, se apoderó de los planos más esenciales y
arrojó su cadáver a la vía. Eso lo explicaría to-
do, ¿no es así?
- ¿Y por qué no llevaba billete?
- El billete habría dado a entender cual era la
estación del metropolitano más próxima a la
casa del agente. Por eso éste se lo quitó del bol-
sillo.
- Muy bien, Lestrade, muy bien – dijo Hol-
mes -. Su teoría forma un todo ajustado. Pero si
eso es cierto, el caso está prácticamente termi-
nado. Por un lado tenemos al traidor muerto.
Por otro lado, los planos del submarino Bruce-
Partington estarán ya, según toda probabilidad,
en el Continente. ¿Qué nos queda por hacer
nosotros?
- ¡Actuar, Sherlock, actuar! – exclamó My-
croft, poniéndose bruscamente en pie -. Todos
mis instintos están en contra de esa explicación.
¡Pon todas tus facultades en la obra! ¡Vete al
escenario del crimen! ¡Habla con las personas
relacionadas con el asunto! ¡No dejes piedra sin
mover! En toda tu carrera no tuviste jamás una
oportunidad tan grande de servir a tu país.
- ¡Bueno, bueno! – dio Holmes, encogiéndose
de hombros -. ¡Vamos, Watson! Y usted, Les-
trade, ¿podría favorecernos con su presencia
durante algunas horas? Empezaremos nuestras
pesquisas con una visita a la estación de Aldga-
te. Adiós, Mycroft. Te haré llegar un informe
antes de la noche, pero te advierto por adelan-
tado que es poco lo que puedes esperar.
Una hora más tarde estábamos Holmes, Les-
trade y yo en el ferrocarril subterráneo y en el
punto mismo en que éste sale del túnel que
desemboca en la estación de Aldgate. Un an-
ciano, cortés y rubicundo, representaba a la
compañía del ferrocarril, y nos dijo, señalando
un punto que distaba cosa de un metro de los
raíles:
- Aquí es donde yacía el cadáver del joven.
No pudo caer de arriba porque, según ven us-
tedes, se trata de muros completamente lim-
pios. Por consiguiente, sólo pudo caer de un
tren, y ese tren, hasta donde nos es posible loca-
lizar, debió de cruzar a eso de la medianoche
del lunes.
 - ¿Se ha hecho un examen de los vagones
para ver si presentan alguna señal de luchaviolenta?
- No hay tales señales, tampoco se le encon-
tró billete.
- ¿Nadie dio parte de que había sido encon-
trada abierta una portezuela?
- Nadie.
- Esta mañana hemos recibido nuevos datos
– dijo Lestrade -. Un pasajero que cruzó por
Aldegate en un tren metropolitano corriente, a
eso de las once y cuarenta de la noche del lu-
nes, oyó un pesado golpe como si hubiese caído
a la línea un cuerpo, un momento antes de que
el tren llegase a la estación. Pero la niebla era
muy espesa y nada podía verse. No dio ningún
aviso de lo ocurrido en aquel momento… ¿Qué
le ocurre, Holmes?
Mi amigo se había quedado inmóvil, con
una expresión de la más tensa atención en el
rostro, mirando a los raíles del ferrocarril en el
sitio mismo en que éstos formaban una curva a
la salida del túnel. Aldgate es una estación de
empalme, y los raíles forman allí una verdadera
red. Holmes tenía fija en ellos su mirada an-
helante e interrogadora; advertí en su rostro
vivo y penetrante aquel apretamiento de labios,
aquel vibrar de las ventanas de la nariz y aque-
lla contracción de las cejas, largas y tupidas,
que tan elocuentes eran para mí.
- Agujas – murmuró -; las agujas.
- ¿Qué les pasa a las agujas? ¿Qué quiere de-
cir usted con ello?
- Me imagino que en un sistema ferroviario
como éste no existirá gran numero de agujas,
¿verdad?
- No; son muy pocas.
- Y, además, una curva, agujas y una curva.
¡Por vida de…! Si fuera nada más que eso…
- ¿Qué le ocurre, señor Holmes? ¿Ha descu-
bierto usted una pista?
- Una idea, una simple indicación y nada
más. Pero va aumentando mi interés este caso.
Sería un detalle único, completamente único, y,
sin embargo, ¿por qué no? No descubro rastro
alguno de sangre sobre la línea.
 - En efecto, no hay sino ninguno.
- Sin embargo, tengo entendido que el cadá-
ver presentaba una herida muy importante.
- El cráneo estaba roto, pero exteriormente
no se advertían indicios de la herida.
- Pero lo natural es que sangrase algo. ¿Po-
dría yo examinar el tren en que iba el viajero
que oyó aquel golpe seco de una caída en me-
dio de la niebla?
- Me temo que no podrá hacerlo, mister
Holmes, porque ahora el tren ha sido ya des-
hecho y los coches han sido distribuidos en
otros trenes.
- Puedo asegurarle, Holmes – dijo Lestrade -,
que todos los coches fueron revisados cuidado-
samente. Yo mismo me ocupé de ello.
Una de las más evidentes debilidades de mi
amigo era la de su impaciencia al tropezar con
inteligencias menos despiertas que la suya. En
esta ocasión contestó alejándose de allí:
- Es muy inverosímil lo que usted me dice;
pero da la casualidad de que lo que yo deseaba
examinar no eran precisamente los coches.
Watson, ya hemos terminado aquí. Lestrade, no
necesitamos molestarle más. Creo que ahora
nuestras pesquisas van a llevarnos a Woolwich.
Al llegar al Puente de Londres, Holmes es-
cribió un telegrama para su hermano, y me lo
dio a leer antes de entregarlo en la ventanilla.
Decía así:
«Veo alguna luz en la oscuridad, pero es posible
que se apague. Mientras tanto, envíame por un
mensajero, que aguardará mi regreso en Baker
Street, una lista completa de todos los espías extran-
jeros o agentes internacionales de cuya existencia en
Inglaterra se tienen noticias, con la dirección com-
pleta de sus domicilios.
Sherlock»
- Esto debería sernos útil, Watson – contestó
mientras ocupábamos nuestros asientos en el
tren que pasaba por Woolwich -. Hemos con-
traído, desde luego, una deuda con mi herma-
no Mycroft por habernos hecho participar en
este caso que promete ser verdaderamente ex-
traordinario.
Su rostro anhelante seguía manifestando la
energía intensa y la extrema tirantez, que me
hacía comprender la existencia de algún detalle
nuevo y sugestivo que había abierto una direc-
ción estimulante a sus pensamientos. Fíjese el
lector en el perro zorrero cuando pasa holgazán
el tiempo alrededor de las perreras, con las ore-
jas colgantes y el rabo caído, y compárelo con
su actitud cuando, con ojos llameantes y mús-
culos tensos, corre por la línea del husmillo que
sube hasta la altura del pecho. Así era el cambio
que se había efectuado en Holmes desde aque-
lla mañana. Era un hombre distinto de aquel
otro, lleno de flojedad y como inválido, que
algunas horas antes había merodeado tan in-
quieto, vestido con su batín color arratonado,
por la habitación rodeada de un cinturón de
niebla.
- Aquí contamos con materiales. Aquí hay
campo de acción. He dado pruebas de estar
dormido al no haber caído en la cuenta de las
posibilidades que encerraba el caso.
- Pues para mí son todavía un misterio.
- El misterio es para mí el final, pero he afe-
rrado ya una idea que quizá nos lleve lejos. Ese
hombre fue muerto en algún otro sitio y su ca-
dáver estaba encima del techo de un coche del
ferrocarril.
- ¡Encima del techo!
- Extraordinario, ¿verdad? Pero medite us-
ted en los hechos. ¿Se trata de una simple coin-
cidencia el que haya sido encontrado en el lu-
gar mismo en que el tren da saltos y balanceos
al salir de una curva para entrar en las agujas?
¿No es precisamente ese lugar en que es proba-
ble que cayese a la vía cualquier objeto coloca-
do encima del techo de un coche? Las agujas no
influirían en ningún cuerpo que fuese dentro
del tren. O bien el cadáver cayó desde el techo,
o, por el contrario, se ha dado una coincidencia
por demás curiosa. Pero medite usted en la
cuestión de la sangre. Desde luego, si el cadá-
ver había sangrado en algún otro lugar, no se
observarían rastros de sangre en la línea. Cada
uno de estos dos hechos es por si mismo suges-
tivo. Juntos tienen fuerza acumulativa.
- ¡Eso sin contar la cuestión del billete! – ex-
clamé yo.
- Exactamente. No logramos explicarnos la
falta del billete. Esto nos lo explicaría. Todo
encaja perfectamente entre sí.
- Pero supongamos que sea ese el caso: nos
encontramos tan lejos de desentrañar el miste-
rio de su muerte como antes. La verdad es que
el caso no se simplifica, sino que se hace más
extraordinario.
- Quizá – dijo Holmes, pensativo – quizá.
Volvió a caer en su silencio ensimismamien-
to que duró hasta que el tren se detuvo en la
estación de Woolwich. Una vez allí llamó a un
coche de alquiler y sacó de su bolsillo el papel
que le había entregado Mycroft.
- Tenemos una bonita lista de visitas para
hacer esta tarde. Creo que la que reclama en
primer término nuestra atención es la de sir
James Walter.
La casa del célebre funcionario público era
una elegante villa con verdes praderas que se
extendían hasta la orilla del Támesis. Cuando
llegamos a ella se levantaba la niebla, y un res-
plandor de sol diluido y tenue, se abría paso
por entre la misma. A nuestra llamada acudió
un despensero, que nos contestó con rostro
solemne:
 -¡Señor, sir James murió esta mañana!
- ¡Santo Dios! – exclamó Holmes, atónito -.
¿De qué murió?
- Señor, quizá le convenga a usted pasar y
hablar con su hermano, el coronel Valentine.
- Si, eso será lo mejor.
Nos pasaron a una salita que estaba a media
luz y a la que acudió enseguida un caballero de
unos cincuenta años, muy alto, bello, de barba
rubia. Era el hermano mas joven del hombre de
ciencia fallecido. Todo en él delataba lo súbito
del golpe que se había descargado sobre aque-
lla familia: la mirada ojerosa, las mejillas desco-
loridas y el cabello enmarañado. Casi no logra-
ba articular las palabras al hablar de aquella
muerte.
- La culpa la tiene este horrendo escándalo –
nos dijo -. Mi hermano sir James era hombre
muy sensible a todo lo que afectaba su honor, y
no podía sobrevivir a este asunto. Le destrozó
el corazón. Él se mostraba siempre muy orgu-
lloso de la eficacia de su departamento, y esto
fue para él un golpe aplastador.
- Veníamos con la esperanza de que nos di-
ese algunos datos que habrían podido ayudar-
nos a poner en claro el asunto.
- Les aseguro que todo constituía para él un
misterio, como lo es para ustedes y para todos
nosotros. Había puesto ya a disposición de la
policía todos sus datos. Naturalmente, no du-
daba que CadoganWest era culpable. Pero to-
do lo demás le resultaba inconcebible.
- ¿No puede usted darnos algún dato nuevo
capaz de hacer una luz en este asunto?
- No sé sino lo que he leído u oído hablar.
No deseo parecer descortés, mister Holmes;
pero ya comprenderá que en este momento nos
encontramos completamente trastornados, y
por eso no tengo mas remedio que suplicarle
que demos fin a esta entrevista.
Cuando volvimos a estar en el coche, me di-
jo mi amigo:
- Ha sido, desde luego, una novedad inespe-
rada. ¿Habrá sido natural la muerte, o se habrá
matado al pobre viejo? En este último caso, ¿no
se podrá interpretar esa acción como una cen-
sura a su propia persona por el abandono de
sus obligaciones? Dejemos para más adelante
esta cuestión. Y ahora vamos a visitar a la fami-
lia de Cadogan West.
 La desconsolada madre residía en una casa
pequeña, pero bien cuidada, de los alrededores
de la población. La anciana estaba afectada por
el dolor para poder sernos de alguna utilidad;
sin embargo, había a su lado una joven de páli-
do rostro, que se nos presentó como miss Violet
Westbury, la prometida del muerto y la última
persona que habló con él aquella noche fatal.
- No consigo explicármelo, mister Holmes –
nos dijo -. No he pegado un ojo desde que ocu-
rrió la tragedia, pensando, pensando y pensan-
do, de día y de noche, en lo que pueda verda-
deramente significar todo esto. Arthur era el
hombre más sincero, más caballeroso y el mejor
patriota del mundo. Antes de vender un secreto
de Estado confiado a él, Arthur habría sido ca-
paz de cortarse la mano derecha. A cualquiera
que lo conociese tiene que resultarle semejante
suposición una cosa absurda, imposible, dispa-
ratada.
- Pero ahí están los hechos, miss Westbury.
- En efecto, sí, confieso que no consigo expli-
cármelos.
- ¿Andaba acaso necesitado de dinero?
- No; sus necesidades eran modestas y su
sueldo generoso. Había conseguido economizar
algunos centenares de libras y nos íbamos a
casar por Año Nuevo.
- ¿No advirtió usted en él señales de excita-
ción mental? Ea, miss Westbury, sea absoluta-
mente franca conmigo.
La vista rápida de mi compañero había ad-
vertido alguna leve mutación en las maneras de
nuestra interlocutora. Ésta se sonrojó y titubeó
hasta que, por fin, dijo:
- Sí. Yo tenía como una sensación de que al-
go le preocupaba.
- ¿Desde hace mucho tiempo?
- Nada más que en la última semana, o cosa
así. Se mostraba pensativo y preocupado. En
una ocasión le insté a que me dijese lo que ocu-
rría. Reconoció que, en efecto, algo le preocu-
paba, y que se refería a cuestiones de su cargo
oficial. «La cuestión es demasiado grave para
que yo hable de ella, ni aún contigo», me dijo, y
eso fue todo lo que conseguí sacarle.
Holmes tenía una expresión grave.
- Prosiga, miss Westbury. Dígamelo todo,
aunque parezca que le perjudica a él. Ignora-
mos adónde nos puede llevar, en fin de cuen-
tas.
- La verdad es que nada más tengo que de-
cir. En una o dos ocasiones tuve yo un barrunto
de que iba a contarme algo. Una noche me
habló de la importancia que tenía aquel secreto,
y creo recordar que me dijo que los espías ex-
tranjeros pagarían sin duda por el mismo una
fuerte suma.
El rostro de mi amigo se puso todavía mas
serio.
- ¿Algo mas?
- Dijo que nosotros procederíamos con
abandono en esta clase de asuntos, que sería
cosa fácil para un traidor hacerse con los pla-
nos.
- ¿Le hizo esas manifestaciones recientemen-
te?
- Si; muy recientemente.
- Cuéntenos ahora lo que ocurrió la última
noche.
- Íbamos al teatro. La niebla era tan espesa
que de nada nos hubiera servido tomar un co-
che. Fuimos caminando y pasamos cerca de las
oficinas. De pronto se lanzó como una flecha y
se perdió en la niebla.
- ¿Sin dar una explicación?
- Dejó escapar una exclamación. Eso fue to-
do. Esperé, pero él no regresó. Entonces volví
caminando a mi casa. A la mañana siguiente,
después de la hora de abrir las oficinas, vinie-
ron a preguntar por él. A eso de las doce nos
enteramos de la terrible noticia. ¡Oh, mister
Holmes, si pudiera usted salvar su honor, por
lo menos su honor! Para él lo era todo.
Holmes movió tristemente la cabeza y me
dijo:
- Vamos, Watson. El deber nos llama a otra
parte. Nuestra próxima visita debe ser a las
oficinas donde fueron sustraídos los planos.
Cuando el coche se alejaba de aquella casa,
me dijo:
- Las cosas se presentaban antes feas para es-
te joven, pero las pesquisas que hemos realiza-
do las presentan aún peor. Lo inminente de su
boda proporciona un móvil para la comisión
del delito. Como es natural, necesitaba dinero.
Que la idea estaba dentro de su cabeza lo da a
entender el que hablase del asunto. Estuvo a
punto de convertir a la muchacha en cómplice
suya, hablándole de sus proyectos. Todo eso se
presenta muy feo.
- Pero, Holmes, también el testimonio uná-
nime de su honradez debe ser tenido en cuenta.
Además, ¿cómo es posible explicar que dejase a
la muchacha en mitad de la calle y saliese de
pronto como disparado a cometer el delito?
- Así es, en efecto. Es indudable que se pue-
den poner objeciones. Pero frente a ellas se alza
una argumentación formidable.
Mister Sydney Jonson, oficial primero, salió
en las oficinas a nuestro encuentro y nos acogió
con el respeto que imponía siempre la tarjeta de
mi compañero. Era un hombre delgado, hura-
ño, de gafas y edad mediana; estaba ojeroso y
las manos le temblequeaban por efecto de la
tensión nerviosa a que había estado sujeto.
- ¡Qué desgracia, mister Holmes, que des-
gracia! ¿Se ha enterado usted de la muerte de
nuestro jefe?
- Hemos estado hace poco en su casa.
- Aquí está todo desorganizado. El jefe
muerto, Cadogan muerto y los planos robados.
Y, sin embargo, cuando el lunes por la tarde
cerramos las oficinas, era ésta una dependencia
de funcionamiento tan perfecto como la mejor
de las del Gobierno. ¡Santo Dios, y qué espanto
causa pensar en ello! ¡Pensar que West, el hom-
bre de quien menos lo habría uno pensado,
haya hecho semejante cosa!
- Según eso, ¿usted está seguro de su culpa-
bilidad?
- Es la única posibilidad que veo. Sin embar-
go, yo me habría sentido tan seguro de él como
de mí mismo.
- ¿A qué hora cerraron las oficinas el lunes?
- A las cinco.
- ¿Fue usted quien las cerró?
- Soy siempre el último empleado que aban-
dona el local.
- ¿Dónde estaban guardados los planos?
- En aquella caja fuerte.
- ¿No queda en el edificio ningún vigilante?
- Sí que queda; pero tiene que vigilar otros
departamentos además de éste. Es un veterano
del Ejército; hombre de la mayor confianza. No
observó nada anormal esa noche. Hay que te-
ner en cuenta que la niebla era muy espesa.
- Suponiendo que Cadogan West hubiese
querido penetrar esa noche en el edificio fuera
de las horas de trabajo, ¿no es cierto que habría
necesitado tres llaves para llegar a los planos?
- Así es. La llave de la puerta exterior, la lla-
ve de las oficinas y la llave de la caja.
- ¿No tenía esas llaves otras personas que sir
James Walter y usted?
- Yo no disponía de las llaves de las puertas,
sino la de la caja.
- ¿Era sir James Walter hombre de costum-
bres ordenadas?
- Sí, creo que sí. Por lo que se refiere a esas
tres llaves, creo que las guardaba en el mismo
llavero en que yo se las había visto muchas ve-
ces.
- ¿Y se lo llevaba a Londres?
- Así lo decía.
- ¿Y usted no se separaba nunca de su llave?
- Nunca.
- De modo, pues, que si West ha sido el cul-
pable tenía por fuerza que poseer un duplica-
do. Y, sin embargo, no se le encontró al cadá-
ver. Otro punto: si un empleado de estas ofici-
nas hubiese querido vender los planos, ¿no le
habría sido más sencillo sacar una copia de los
mismos, que el apoderarse de los originales,
como lo hicieron?
- El copiar los planos de manera tan eficaz
habría exigido grandes conocimientos técnicos.
- Me imagino que tanto sir James como us-
ted o Cadogan poseían esos conocimientos téc-
nicos.
- Está claro que lo poseíamos. Pero no trate
usted, mister Holmes, de embrollarmea mí en
el asunto. ¿Qué se adelanta con esta clase de
especulaciones, siendo así que se encontraron
los planos originales encima de West?
- Lo digo porque resulta verdaderamente ex-
traño que corriese con los riesgos de sustraer
los planos originales pudiendo haber sacado
tranquilamente copias que le habrían servido
igual para el caso.
- Desde luego que es raro; sin embargo, lo
hizo.
- Cuantas pesquisas se llevan a cabo en este
asunto nos ponen al descubierto algo inexpli-
cable. Vamos a otra cosa: faltan todavía tres de
los planos. Son, según tengo entendido, los más
esenciales.
- En efecto, así es.
- ¿Quiere decir esto que cualquiera que po-
sea esos tres planos, aun sin los siete restantes,
estaría en condiciones de construir el submari-
no Bruce-Partington?
- Yo he informado en ese sentido al Almiran-
tazgo. Pero hoy he vuelto a repasar los planos y
ya no estoy seguro. En uno de los planos de-
vueltos están dibujadas las válvulas dobles con
las guías ajustables automáticamente. Los ex-
tranjeros no podrían construir el submarino
hasta que no inventen por sí mismos este dis-
positivo. Naturalmente podrían vencer pronto
semejante dificultad.
- Pero los tres planos que faltan son los más
importantes.
- Sin duda alguna.
- Si usted me lo permite, haré un recorrido
por las oficinas. No creo que tenga que hacerle
ninguna otra pregunta.
Holmes estudió la cerradura de la caja fuer-
te, la puerta de la habitación y los postigos de
hierro de la ventana. Sólo cuando estuvimos en
la pradera del lado de afuera de la ventana, se
despertó vivamente su interés. Había allí un
arbusto de laurel y varias de sus ramas parecí-
an haber sido torcidas o quebradas. Las exami-
nó cuidadosamente con su lente de aumento y
examinó luego algunas huellas borrosas y con-
fusas que habían dejado en el suelo. Por último,
pidió al oficial primero que cerrase los postigos
de hierro, y me hizo notar que no encajaban
bien en el centro y que cualquiera podía ver
desde fuera lo que pasaba en el interior.
- Todas estas indicaciones han sido echadas
a perder por el retraso de tres días. Quizá no
signifiquen nada, pero también pudiera darse
el caso contrario. Bueno, Watson, yo no creo
que Woolwich pueda dar de sí más de lo que
ha dado. Parca es la recolección que aquí hemos
hecho. Vamos a ver si se nos dan mejor las co-
sas en Londres.
Sin embargo, antes que abandonásemos la
estación Woolwich agregamos una nueva gavi-
lla a nuestra cosecha. El empleado de la taquilla
pudo informarnos con absoluta seguridad de
que había visto a Cadogan West – al que cono-
cía muy bien de vista – la noche del lunes, y
que se había trasladado a Londres por el tren
de las ocho y quince que se dirige al Puente de
Londres. Iba solo y tomó un billete de tercera.
Al taquillero le llamaron la atención sus mane-
ras, nerviosas y llenas de excitación. De tal for-
ma le temblequeaban las manos, que anduvo
con dificultad para recoger el cambio, y el em-
pleado mismo tuvo que ponérselo en la mano.
Consultando el horario, se vio que aquel era el
primer tren que podía tomar West, después de
abandonar a su novia a eso de las siete y media.
Después de media hora de silencio, dijo de
pronto Holmes:
- Reconstruyamos los hechos, Watson. No
creo que en todas las pesquisas que llevamos
realizadas conjuntamente hayamos tropezado
jamás con otro caso más difícil de abordar. Paso
que damos hacia delante no nos sirve para otra
cosa que para descubrirnos una nueva loma
que escalar. Sin embargo, hemos realizado al-
gunos progresos apreciables… En términos
generales, nuestras investigaciones en Wool-
wich han sido contrarias a Cadogan West: pero
los indicios de la ventana quizás se presten a
una hipótesis favorable. Supongamos, por
ejemplo, que se le hubiese acercado para hacer-
le proposiciones algún agente extranjero. Qui-
zás lo hizo poniendo por delante determinadas
condiciones que le impedían dar parte de lo
ocurrido, pero que, sin embargo, lograron in-
fluir en el curso de sus pensamientos de la ma-
nera que hemos visto por las palabras a su
prometida. Perfectamente. Supongamos ahora
que, cuando se dirigía al teatro con su novia,
distinguió a ese mismo agente que marchaba en
dirección a las oficinas. Era hombre impetuoso,
rápido en tomar sus resoluciones. Lo sacrifica-
ba todo al deber. Siguió al hombre, llegó a la
ventana, presenció la sustracción de los docu-
mentos y salió en persecución del ladrón. De
esa manera salvamos la dificultad de que nadie
que estuviera en condiciones de sacar copias de
los planos, robaría los originales. Trantándose
de una persona ajena a las oficinas, no tenía
más remedio que sustraer los originales. Hasta
ahí la hipótesis está dentro de la lógica.
- Y después de eso, ¿qué?
- Ahí es donde empiezan las dificultades.
Cualquiera se imaginaría que el acto primero
del joven Cadogan West sería echar mano al
canalla y dar la alarma. ¿Por qué no lo hizo?
¿No cabría la posibilidad de que quien se apo-
deró de los papeles fuese un funcionario de
categoría superior a la suya? Eso explicaría la
conducta de West. ¿No podría ser también que
ese funcionario superior le hubiese dado esqui-
nazo en medio de la niebla y que West saliese
inmediatamente para Londres, a fin de llegar
antes que él a sus habitaciones, dando por su-
puesto que sabía dónde estaba su residencia?
La llamada debió de ser muy apremiante, para
dejar como dejó a su novia abandonada en me-
dio de la niebla y para no haber hecho ninguna
tentativa con objeto de ponerse en comunica-
ción con ella. Al llegar aquí nuestro husmillo se
enfría. Existe un ancho foso entre cualquiera de
estas dos hipótesis y la colocación del cadáver
de West en el techo de un coche de ferrocarril
metropolitano, con siete planos en el bolsillo. El
instinto me empuja a trabajar desde este mo-
mento por el otro extremo. Si Mycroft nos ha
enviado las direcciones que le pedí, quizá po-
damos elegir en ellas nuestro hombre y seguir
dos pistas, en lugar de una sola.
Como era de presumir, en Baker Street nos
estaba esperando una carta. La había traído con
urgencias de correo un mensajero del Gobierno.
Holmes le echó un vistazo y luego me la pasó a
mí. Decía así:
« La morralla es abundante, pero hay muy pocos
capaces de acometer un negocio de tal envergadura.
Los únicos dignos de ser tomados en consideración
son: Adolph Meyer, del número 13, Great George
Street, Westmister; Louis La Rothière, de Campeen
Masions, Nottin Hill, y Hugo Oberstein, número
13, Caulfield Gardens, Kensington. De este último
se sabe que se hallaba en Londres el lunes y que se ha
ausentado posteriormente. Me satisface que veas
alguna luz. El Gabinete espera tu informe definitivo
con la mayor ansiedad. Se han hecho desde las más
altas esferas apremiantes llamamientos. Toda la
fuerza del Estado estará dispuesta a apoyarte en caso
de necesitarlo.
Mycroft. »
- Me temo que en un asunto como éste no
van a servirnos de nada todos los caballos de la
reina y todos los hombres de la reina.
Holmes había extendido encima de la mesa
su gran plano de Londres y estaba ansiosamen-
te inclinado encima del mismo. De pronto, y
con una exclamación de sorpresa, dijo:
- Vaya, vaya, las cosas van, por fin, viniendo
hacia nosotros. ¡Por vida mía, Watson, que aun
tengo confianza en que nos vamos a salir con la
nuestra!
Y me palmeó en el hombro, en un estallido
de hilaridad.
- Voy a salir. Se trata nada más que de un re-
conocimiento. No emprenderé nada serio sin
llevar a mi lado a mi leal camarada y biógrafo.
Quédese aquí. Según toda probabilidad, estaré
de vuelta dentro de algunas horas. Si le pesa el
tiempo, ármese de papel oficio y pluma y co-
mience su relato de cómo en cierta ocasión sal-
vamos a nuestro país.
Aquel optimismo se reflejó hasta cierto pun-
to en mi propio ánimo, porque sabía perfecta-
mente que para apartarse de su habitual serie-
dad de maneras hacía falta que hubiese razones
muy fuertes que despertasen su júbilo. Esperé
lleno de impaciencia su regreso durantetoda
aquella tarde de noviembre. Por fin, y poco
después de las diez, llegó un mensajero con una
carta que decía:
Estoy cenando en el restaurante Goldini, Glou-
cester Road Kensington. Venga enseguida a compar-
tir mi cena. Tráigase una llave de mecánico, una
linterna sorda, un escoplo y un revolver.
S. H.
Era un lindo herramental para que un ciu-
dadano respetable anduviese con el mismo por
las calles envueltas en niebla. Guardé todo con-
venientemente en mi gabán y me hice llevar
derecho a la dirección que se me había dado.
Allí estaba mi amigo, sentado a una mesita re-
donda, cerca de la puerta del chillón restauran-
te italiano.
- ¿Ha cenado usted ya? Pues entonces,
acompáñeme en el café y el curaçao. Pruebe uno
de los cigarros del propietario. No son tan ve-
nenosos como parecen. ¿Trajo las herramien-
tas?
- Las tengo aquí, en mi gabán.
- Magnífico. Voy a darle un ligero esbozo de
lo que he realizado, con algunas indicaciones
de lo que vamos a emprender. Empiece, Wat-
son, por tener como hecho evidente el de que,
en efecto, el cadáver de ese joven fue colocado
encima del techo del tren. Eso estaba ya claro
desde el momento en que dejé establecido que
el cadáver había caído del techo del tren y no
del interior de uno de sus vagones.
- ¿No podrían haberlo dejado caer desde al-
guno de los puentes?
- Yo diría que eso es imposible. Si usted se fi-
ja en los techos de los coches, verá que son lige-
ramente curvos, sin barandilla de ninguna clase
en los bordes. Podemos, pues, afirmar con se-
guridad que el cadáver fue colocado allí.
- ¿Pero cómo es posible semejante cosa?
- Ésa era la pregunta a la que era preciso
contestar. Pues bien: sólo de una manera podía
hacerse. Ya sabrá usted que en algunos puntos
del West End, el ferrocarril subterráneo corre a
cielo abierto, entre túnel y túnel. Yo conservaba
un recuerdo confuso de haber visto ventanas
por encima de mi cabeza en alguno de mis via-
jes por el metropolitano. Supongamos que el
tren se detuviese debajo de alguna de esas ven-
tanas: ¿qué dificultad había en colocar el cadá-
ver encima del techo?
- Parece sumamente improbable.
- Tenemos que echar mano otra vez del viejo
axioma de que, cuando fallan todas las demás
posibilidades, la verdad tiene que estar en la
única que permanece en pie, por muy poco
probable que sea. Aquí han fallado todas las
demás posibilidades. Pues bien: cuando descu-
bría que el más importante de los agentes in-
ternacionales, el que acababa de ausentarse de
Londres, vive en una casa de pisos cuyas ven-
tanas dan a las líneas del ferrocarril subterrá-
neo, me entró tal alegría, que le asombré a us-
ted con mi súbita frivolidad.
- Vamos, ¿de modo que fue eso?
- Sí, eso fue. Mister Hugo Oberstein, del
número trece, Caulfield Gardens, se convirtió
en mi objetivo. Empecé mis operaciones en la
estación de Gloucester Road, en la que un em-
pleado muy servicial se prestó a caminar con-
migo por la vía, permitiéndome comprobar, no
sólo que las ventanas de la escalera interior de
Caulfield Gardens dan a las líneas, sino de un
hecho todavía más fundamental, a saber: que,
debido a la interacción de uno de los ferrocarri-
les mayores, es frecuente que los trenes del sub-
terráneo tengan que detenerse durante algunos
minutos en aquel sitio precisamente.
- ¡Estupendo, Holmes! ¡Ya es suyo el pro-
blema!
- No tanto, Watson, no tanto. Avanzamos,
pero la meta está todavía lejos. Después de re-
conocer la parte posterior de Caulfield Gardens
exploré la delantera y me convencí de que el
pájaro había huido, efectivamente. La casa es
espaciosa, pareciéndome que las habitaciones
del piso superior están desamuebladas. Obers-
tein vivía allí con un único ayuda de cámara,
que será probablemente algún cómplice que
goza de toda su confianza. Es preciso que ten-
gamos muy presente que Oberstein ha marcha-
do al Continente para dar salida a su botín,
pero no como un fugitivo. Ningún motivo tiene
para temer una orden de detención, y con segu-
ridad que no se le va a ocurrir la idea de que un
detective aficionado le vaya a hacer una visita
domiciliaria. Y eso es precisamente lo que aho-
ra estamos a punto de llevar a cabo.
- ¿No habría modo de conseguir una orden
de allanamiento que le dé legalidad?
- Será difícil obtenerla nada más que con las
pruebas de las que ahora disponemos.
- ¿Y qué esperamos sacar de esta visita?
- No sabemos la clase de correspondencia
que podemos encontrar allí.
- No me gusta la cosa, Holmes.
- Usted, mi querido compañero, quedará de
centinela en la calle. Yo me encargaré de la par-
te criminal. No es momento de pararse en ba-
rras. Piense en la carta de Mycroft, en el Almi-
rantazgo, en el Consejo de ministros, en la alta
personalidad que espera noticias. Es preciso
que vayamos.
Mi respuesta fue ponerme de pie y decir:
- Tiene razón, Holmes. Es preciso ir.
Holmes se puso rápidamente en pie y me es-
trechó la mano.
- Estaba seguro de que no se echaría usted
atrás en el último instante.
Eso me dijo, y yo descubrí durante un mo-
mento en sus ojos algo que acercaba a la ternu-
ra mucho más que a todo lo que yo había visto
en él hasta entonces. Un momento después
había vuelto a ser el hombre dominador y prác-
tico.
- Desde aquí hasta allí hay casi un kilómetro,
pero no tenemos prisa. Vayamos caminando.
No deje caer ninguna de las herramientas, por
favor. El que lo detuviesen como tipo sospe-
choso nos acarrearía una complicación lamen-
table.
Caulfield Gardens era una de esas hileras de
casas de fachadas chatas, con columnas y pórti-
co, que en el West End de Londres constituyen
un producto tan característico de la época me-
dia victoriana. En la casa de al lado parecía que
hubiese una fiesta de niños, porque el alegre
runrún de las voces infantiles y el estrépito del
piano llenaban la noche. La niebla seguía en-
volviéndolo todo y nos cubría con sus sombras
amigas. Holmes encendió su linterna y proyec-
tó su luz sobre la maciza puerta.
- El problema es serio – dijo -, porque, ade-
más, de cerrada con llave, tiene echado el cerro-
jo. Quizás se nos presente mejor por el patinejo.
En caso de que se entrometa algún agente de
Policía demasiado celoso, tenemos allí un mag-
nifico arco de puerta. Écheme una mano, Wat-
son, y yo haré lo mismo con usted.
Unos momentos después nos encontrába-
mos los dos en el patinejo del sótano. Apenas
habíamos tenido tiempo de meternos en la par-
te más sombría del mismo, cuando oímos entre
la niebla de la acera, encima de nosotros, los
pasos de un agente de Policía. Cuando su lento
ritmo murió a lo lejos, Holmes se puso a traba-
jar en la puerta del patinejo. Lo vi inclinarse y
hacer fuerza hasta que se abrió aquélla con un
chasquido seco. Nos lanzamos inmediatamente
al oscuro pasillo, cerrando a nuestras espaldas
la puerta. Holmes abrió la marcha, subiendo
por la escalera caracolada y sin alfombra. Su
pequeño foco de luz amarillenta iluminó su
ventana baja.
- Ya estamos en el sitio, Watson. Ésta debe
ser.
Abrió la ventana de par en par y, al hacerlo,
llegó hasta nosotros un rumor apagado, áspero,
que fue encrespándose con firmeza hasta con-
vertirse en el huracán estrepitoso de un tren
que cruzó por delante de nosotros y se perdió
en la oscuridad. Holmes barrió con la luz de su
linterna el antepecho de la ventana. Tenía una
espesa capa de hollín, de las locomotoras que
pasaban, pero la negra superficie estaba como
raspada y borrosa en algunos sitios.
- Vea usted dónde apoyaron el cadáver…
¡Hola, Watson! ¿Qué es esto? No cabe duda de
que es una mancha de sangre.
Holmes me mostraba unas débiles manchas
descoloridas a lo largo del marco de la ventana.
- Y aquí también, en la piedra del escalón. La
prueba es completa. Esperemos aquí hasta que
se detenga un tren.
No tuvimos que esperar mucho. El tren si-
guiente rugió como el anterior desde dentro del
túnel, pero acortó la marcha al salir a cielo
abierto, y acto seguido se detuvo, entre rechi-
namientos de frenos, debajo mismo de donde
estábamos. Desde el antepecho de laventana
hasta el techo de los vagones no había ni un
metro de distancia. Holmes cerró suavemente
la ventana, y dijo:
- Hasta aquí tenemos la prueba de que está-
bamos en lo cierto. ¿Qué piensa de esto, Wat-
son?
- Que es una obra maestra. Jamás rayó usted
a tanta altura.
- Ahí no puedo estar de acuerdo con usted.
Desde el momento en que concebí la idea de
que el cadáver había estado en el techo del tren,
idea que nada tiene de abstracta, todo lo demás
era inevitable. Si no fuera por los grandes inter-
eses en juego, el asunto, hasta ahora, sería in-
significante. Lo difícil es lo que aun tenemos
por delante. Pero quizás descubramos aquí algo
que nos sirva de ayuda.
Llegamos al alto de la escalera de la cocina y
entramos en las habitaciones del primer piso.
Una de ellas estaba destinada a comedor, seve-
ramente amueblada, pero que no contenía nada
de interés. La segunda era un dormitorio, tam-
bién vacío de interés. La otra habitación ofrecía
mejores perspectivas, y mi compañero se dis-
puso a realizar un trabajo sistemático. Por todas
partes se veían en ella libros y papeles, y era
evidente que se empleaba para despacho. Hol-
mes revolvió rápida y metódicamente el conte-
nido, uno tras otro, de los cajones y armarios,
pero su rostro severo no llegaba a iluminarse
con el más leve resplandor de un éxito. Al cabo
de una hora seguía estando en la misma situa-
ción que cuando había empezado.
- Este perro astuto ha hecho desaparecer sus
huellas – dijo al fin -. No ha dejado nada que
pueda servir de base a una acusación. Ha des-
truido o se ha llevado su correspondencia peli-
grosa. Ésta es nuestra última probabilidad.
Lo decía por una pequeña caja de hojalata
que tenía encima de la mesa de escritorio.
Holmes la abrió con su cortafrío. Había en el
interior varios rollos de papel cubiertos de nú-
meros y de cálculos, sin nota alguna que indi-
case a qué se referían. Las frases presión de agua
y presión por pulgada cuadrada apuntaban una
posible relación con un submarino. Holmes los
tiró con impaciencia a un lado. Sólo quedaba ya
un sobre que contenía algunos pequeños recor-
tes de periódicos. Los vertió sobre la mesa y
pude ver enseguida por la expresión anhelante
de su rostro que se habían despertado sus espe-
ranzas.
- ¿Qué es esto, Watson? ¡Eh! ¿Qué es esto? El
comprobante de una serie de mensajes publica-
dos en la sección de anuncios de un periódico.
Es la columna de anuncios del Daily Telegraph, a
juzgar por el papel y por el tipo de letras. Án-
gulo superior derecho de una pagina. No hay
fechas, pero los mensajes se clasifican por sí
mismos.
Éste debe ser el primero:
«Esperaba noticias mas pronto. Convenidas
las condiciones. Escriba con todos los detalles a
la dirección de la tarjeta. -Pierrot.»
Viene a continuación:
«Demasiado complicado para descripción.
Tiene que darme informe completo. Dinero
dispuesto contra mercancía. -Pierrot.»
Y ahora éste:
«Asunto apremia. He de retirar ofrecimiento
de no cumplirse contrato. Señale entrevista por
carta. La confirmará por anuncio. -Pierrot»
Y por último:
«Lunes noche después de las nueve. Sólo
nosotros. No desconfíe. Pago contante a la en-
trega de mercancías. –Pierrot.»
¡Un registro completo, Watson! ¡Ay, si pu-
diéramos llegar hasta el corresponsal que está
en el otro extremo!
Holmes se quedó ensimismado, tambori-
leando con los dedos encima; por último se
puso vivamente en pie.
- Bien, quizás no sea tan difícil, después de
todo. Aquí ya no nos queda nada por hacer,
Watson. Creo que podríamos hacernos llevar
en coche hasta las oficinas del Daily Telegraph,
para dar así un digno remate a las tareas de un
día afortunado.
Mycrof Holmes y Lestrade, a los que Hol-
mes había dado cita, vinieron a visitarnos al día
siguiente después del desayuno, y Sherlock
Holmes les hizo el relato de nuestras gestiones
de la víspera. Al oír la confesión de nuestro
allanamiento de morada, el detective profesio-
nal movió la cabeza y dijo:
- Nosotros, los del Cuerpo de Policía, no po-
demos hacer esas cosas, Holmes. No es de ex-
trañar que consiga resultados superiores a los
nuestros. Pero cualquier día de éstos irán de-
masiado lejos y se encontrarán usted y su ami-
go en dificultades.
- ¡Por Inglaterra, nuestros hogares y una mu-
jer hermosa! Qué se nos da, ¿verdad, Watson?
¡Mártires en el altar de nuestro país! ¿Pero a ti
que te parece, Mycroft?
- ¡Magnífico, Sherlock! ¡Admirable! Pero, ¿en
qué forma vas a emplear todo eso?
Holmes echó mano al Daily Telegraph que es-
taba encima de la mesa.
- ¿No han visto ustedes el anuncio que hoy
ha insertado Pierrot?
- ¡Cómo! ¿Otro mas?
- Sí. Óiganlo. «Esta noche. A la misma hora.
Mismo lugar. Dos golpes. De absoluta necesi-
dad. Va en ello su propia seguridad. –Pierrot.»
- ¡Por vida de…, que si contesta al anuncio
ya es nuestro! – exclamó Lestrade.
- Eso mismo pensé yo al ponerlo. Creo que si
les conviniese a ustedes dos venir con nosotros
a Caulfield Gardens, quizás nos encontrásemos
un poco mas cerca de una solución.
Una de las más extraordinarias característi-
cas de Sherlock Holmes era su capacidad para
desembragar su cerebro de toda actividad, des-
viando sus pensamientos hacia cosas más livia-
nas, así que llegaba al convencimiento de que
nadie podía adelantar en una determinada ta-
rea. Recuerdo que durante todo aquel día me-
morable se enfrascó en una monografía que
tenía empezada sobre Los motetes polifónicos, de
Lassus. Yo, en cambio, carecía por completo de
esa facultad de diversión, y el día, como es de
suponer, me resultó interminable.
Todo convergió para excitar mis nervios: la
extraordinaria importancia internacional de lo
que allí se jugaba, la expectativa de las altas
esferas, la índole directa del experimento que
íbamos a llevar a cabo. Sentí alivio cuando,
después de una cena ligera, nos pusimos en
marcha para nuestra expedición. Lestrade y
Mycroft se reunieron con nosotros delante de la
estación de Gloucester Road, que era donde nos
habíamos dado cita.
La noche anterior habíamos dejado abierta la
puerta del patinejo de la casa de Oberstein, y
como Mycroft Holmes se negó de redondo,
indignado, a trepar por la barandilla, Sherlock
y yo no tuvimos mas remedio que penetrar en
la casa y abrir la puerta del vestíbulo. A eso de
las nueve de la noche estábamos todos nosotros
sentados en el despacho, esperando paciente-
mente a nuestro hombre.
Transcurrió una hora y luego otra. Cuando
dieron las once, las acompasadas campanas del
gran reloj de la iglesia parecieron doblar fúne-
bres nuestras esperanzas. Lestrade y Mycroft se
movían nerviosos en sus asientos y cada cual
miraba su reloj dos veces en un minuto. Hol-
mes permanecía callado, pero sereno, con los
parpados medio cerrados, pero con todos sus
sentidos alerta.
Alzó la cabeza con un respingo súbito, y di-
jo:
- Ahí llega.
Por delante de la puerta se había oído los
pasos furtivos de un hombre que cruzaba. Poco
después se oyeron en sentido contrario. Luego,
un arrastrar de pies y dos aldabonazos secos.
Holmes, se levantó indicándonos que siguié-
semos sentados. La luz de gas del vestíbulo era
un simple puntito. Abrió la puerta exterior, y
después que una negra figura pasó por delante
de él, la cerró y aseguró.
«Por aquí», le oímos decir, y un instante
después surgía ante nosotros nuestro hombre.
Holmes le había seguido de cerca, y cuando
el desconocido se dio media vuelta, dejando
escapar un grito de sorpresa y de alarma, él le
sujetó por el cuello de la ropa, y lo volvió de un
empujón a la habitación. Antes que hubiese
recobrado el equilibrio, se cerró la puerta y
Holmes apoyó en ella su espalda. Aquel hom-
bre miró con ojos sin sentido. Con el golpe se le
desprendió el sombrero de anchas alas, la bu-
fanda que le tapaba la boca se le cayó, y queda-
ron al descubierto la barba rubia y sedosa y las
facciones hermosas y delicadas del coronel Va-
lentine Walter.
Holmes lanzó un silbido de sorpresa, y dijo:
- Esta vez, Watson, califíqueme en su relatocomo de burro completo. No era éste el pájaro
que yo esperaba.
 - Pero, ¿quién es él? – preguntó Mycroft an-
siosamente.
- El hermano mas joven del difunto sir James
Walter, jefe del Departamento de submarinos.
Sí, sí; ya veo hacia qué lado se inclinan las car-
tas. Ya vuelve en sí. Creo que lo mejor sería que
me dejasen que le interrogue.
Habíamos transportado hasta el sofá el
cuerpo caído en el suelo. Nuestro preso acabó
por incorporarse, miró en torno suyo con ex-
presión de espanto, y se pasó la mano por la
frente como quien no puede creer a sus propios
sentidos. Luego le preguntó:
- ¿Qué significa esto? Yo vine a visitar a mis-
ter Oberstein.
- Coronel Walter, se sabe ya todo – dijo
Holmes -. Lo que rebasa mi comprensión es
cómo un caballero inglés ha podido conducirse
de esta manera. Pero estamos enterados de toda
su correspondencia y de sus relaciones con
Oberstein. Y también de las circunstancias en
que halló la muerte el joven Cadogan West.
Permítame que le aconseje que haga usted por
ganar siquiera un poco de respeto mediante su
arrepentimiento y su confesión en vista de que
hay todavía algunos detalles que solo podemos
saberlos de los labios de usted.
El coronel Walter gimió y hundió la cabeza
entre las manos.
Nosotros esperábamos, pero él guardó silen-
cio. Holmes le dijo:
- Puedo asegurarle que sabemos todo lo
esencial. Sabemos que le urgía el dinero; que
sacó usted un molde de las lleves que tenia su
hermano; que se puso usted en corresponden-
cia con Oberstein, y que éste contestaba sus
cartas mediante anuncios insertados en las co-
lumnas del Daily Telegraph. Sabemos que usted
se digirió a las oficinas el lunes por la noche,
aprovechando la niebla, y que el joven Cado-
gan West le vio y le siguió, porque tenía alguna
razón para sospechar de usted. Le vio cuando
usted estaba robando, pero le fue imposible dar
la alarma, no constándole que no había ido por
encargo de su hermano para llevarle los planos.
West, abandonando todos sus asuntos particu-
lares, como buen ciudadano que era, marchó
detrás de usted oculto en la niebla y no le per-
dió la pista hasta que usted llegó a esta misma
casa. Entonces intervino y usted, coronel Wal-
ter, agregó al crimen de traición el más terrible
aún de asesinato.
- ¡Yo no le maté! ¡No le maté! ¡Juro ante Dios
que no le maté! – gritó nuestro desdichado pre-
so.
- Pues entonces, cuéntenos de qué manera
encontró Cadogan West su muerte antes que
colocasen su cadáver encima del techo de un
coche del ferrocarril.
- Se lo contaré. Le juro que se lo contaré. En
lo demás sí que intervine. Lo confieso. Fue co-
mo usted dice. Yo tenía que pagar una deuda
contraída en la Bolsa. Me era indispensable el
dinero. Oberstein me ofreció cinco mil. Con
aquello me salvaba de la ruina. Pero, por lo que
respecta al asesinato, soy tan inocente como
usted.
- ¿Qué fue, pues, lo que ocurrió?
- Él venía sospechando de mí, y me siguió.
Yo no me di cuenta hasta que llegué a esta
misma puerta. La niebla era muy espesa y no se
distinguía a tres metros de distancia. Yo había
llamado con dos aldabonazos, y Oberstein
había acudido a la puerta. Entonces, el joven se
abalanzó hacia nosotros, y preguntó qué íba-
mos a hacer con los planos. Oberstein llevaba
siempre una porra corta. Al intentar West me-
terse a viva fuerza en la casa, Oberstein le gol-
peó en la cabeza. El golpe fue mortal. Murió
antes de cinco minutos. Allí quedó tendido en
el vestíbulo, y nosotros nos quedamos sin saber
qué hacer. De pronto se le ocurrió a Oberstein
la idea esa de los trenes que se detenían debajo
mismo de su ventana. Pero antes examinó los
planos que yo había llevado. Me dijo que los
esenciales eran tres, y que tendría que quedarse
con ellos.
«No puede usted quedarse con ello – le dije -
. Si no son devueltos a Woolwich se armará un
jaleo espantoso.» «Es preciso que me quede con
ellos – me contestó -, porque son de un tipo tan
técnico que es imposible sacar copias en tan
escaso tiempo.», le dije yo. Él meditó un mo-
mento y de pronto exclamó que ya había en-
contrado la solución, diciéndome: «Me guarda-
ré tres. Los demás se los meteremos en el bolsi-
llo a este joven. Cuando se descubra, todo el
asunto se lo cargarán a él.» Yo no veía otra so-
lución, y por eso obramos como él indicó. Espe-
ramos media hora en la ventana hasta que se
detuvo el tren. La niebla era tan espesa que no
podía verse nada, y ninguna dificultad tuvimos
en bajar el cadáver de West hasta el techo del
tren. Mi intervención en el asunto terminó ahí.
- ¿Y qué me cuenta de su hermano?
- Mi hermano no dijo una palabra, pero en
una ocasión me había sorprendido con sus lla-
ves, y creo que sospechaba. Leí en sus ojos que
sospechaba. Como ya ustedes saben, no volvió
a levantar cabeza.
Reinó el silencio en la habitación Mycroft
Holmes fue quien lo rompió:
- ¿Y por qué no repara usted el daño que ha
hecho? Con ello aliviaría su conciencia y quizá
su castigo.
- ¿Y qué clase de reparación puedo ofrecer?
- ¿Dónde se encuentra Oberstein con los
planos?
- Lo ignoro.
- ¿No le dio alguna dirección?
- Me dijo que si le escribía al hotel Du Louv-
re, en París, quizá le llegasen las cartas.
- Pues entonces, aún está usted en situación
de reparar un mal – dijo Sherlock Holmes.
- Haré todo cuanto esté en mi mano. No pre-
cisamente es cariño lo que tengo a este indivi-
duo, que ha sido mi ruina y mi caída.
- Aquí tiene papel y pluma. Siéntese a esa
mesa y escriba lo que le digo. Ponga en el sobre
la dirección que le dio. Perfectamente.
He aquí ahora la carta:
«Querido señor: Refiriéndome a nuestra
transacción, habrá usted observado, sin duda y
ahora, que falta en ella un detalle esencial. Dis-
pongo de un dibujo con el cual quedará com-
pleto. Sin embargo, esto me ha ocasionado una
molestia especial. Y no tengo más remedio que
pedirle un nuevo adelanto de quinientas libras.
No quiero confiarlo al correo, ni aceptaré nada
como no sea oro o billetes. Habría ido a visitar-
le fuera de Inglaterra, pero el que yo saliese en
esta ocasión del país llamaría la atención. Por
consiguiente, espero encontrarme con usted en
la sala de fumar del hotel Charing Cross, el
sábado al mediodía. Billetes ingleses u oro úni-
camente. Recuérdelo.» Esto producirá efecto, y
mucho me sorprendería si no nos entregase a
nuestro hombre.
¡Y nos los entregó! Es asunto que pertenece
ya a la historia; a esa historia secreta de una
nación que suele ser con frecuencia mucho más
íntima e interesante que sus relatos públicos.
Oberstein, ansioso de completar el golpe maes-
tro de toda su vida, acudió al reclamo, y pudo
ser encerrado con seguridad durante quince
años en un presidio de Inglaterra. Le fueron
encontrados en su maleta los inapreciables pla-
nos del submarino Bruce-Partington, que él
había puesto a subasta en todos los centros de
Europa.
El coronel Walter falleció en la cárcel antes que
se cumpliese el segundo año de su condena. En
cuanto a Holmes, volvió reconfortado a su mo-
nografía sobre Los motetes polifónicos, de Lassus,
que posteriormente fue impresa para circular
en privado, y que, según dicen los técnicos,
constituye la última palabra sobre el tema. Al-
gunas semanas después me enteré de una ma-
nera casual que mi amigo había pasado un día
en Windsor, de donde regresó con un precioso
alfiler de corbata de una esmeralda fina. Al
preguntarle yo si la había comprado, me con-
testó que era un regalo que le había hecho cier-
ta generosa dama en interés de la cual había
desempeñado un pequeño encargo con bastan-
te fortuna. Nada más me dijo; pero yo creo que
podría adivinar el nombre de aquella dama
augusta, y tengo muy pocas dudas de que el
alfiler de esmeralda le recordará para siempre a
mi amigo la aventura de los planos del subma-
rino Bruce-Partington.

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