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AntropologaAhora-Final

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colección
antropológicas
Dirigida por Alejandro Grimson
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ANTROPOLOGÍA
AHORA
debates sobre la alteridad
alejandro grimson
silvina merenson
gabriel noel
compiladores
 
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Alejandro Grimson (comp.)
Antropología ahora - 1ª ed. - Buenos Aires: Siglo Veintiuno 
Editores, 2011.
176 p.; 21x14 cm. - (Antropológicas // dirigida por Alejandro 
Grimson)
ISBN 978-987-629-186-6
1. Antropología. I. Título.
CDD 306
© 2011, Siglo Veintiuno Editores S.A.
Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere
Corrección: Teresa Arijón
ISBN 978-987-629-186-6
Impreso en Artes Gráfi cas Delsur // Almirante Solier 2450, Avellaneda
en el mes de septiembre de 2011
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina // Made in Argentina
grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, s. a. de c. v.
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 
04310, MÉXICO, DF
salto de página, s. l.
ALMAGRO 38, 28010, 
MADRID, ESPAÑA
siglo xxi editores, s. a.
GUATEMALA 4824, C 1425 BUP, 
BUENOS AIRES, ARGENTINA
biblioteca nueva, s. l.
ALMAGRO 38, 28010, 
MADRID, ESPAÑA
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Índice
Descentramientos teóricos. Introducción 9
Alejandro Grimson, Silvina Merenson y Gabriel Noel
Lo que nos une 33
Otávio Velho 
La antropología y la desmonopolización 
del pensamiento social 49
Mary Louise Pratt
La narrativa en la etnografía: el imaginario 
asimétrico, el punto de vista y la desigualdad 61
Renato Rosaldo
La antropología como cosmopolítica: globalizar
la antropología hoy 69
Gustavo Lins Ribeiro 
Por una antropología ecuménica 97
Alcida Rita Ramos
Concepciones de igualdad y (des)igualdades 
en Brasil: una propuesta de investigación 125
Luis Roberto Cardoso de Oliveira
Los orígenes de nuestra supuesta homogeneidad:
breve arqueología de la unidad nacional en México 141
Claudio Lomnitz 
Sobre los autores 173
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Descentramientos teóricos
Introducción 
Alejandro Grimson, Silvina Merenson y Gabriel Noel
La alteridad nos constituye como seres humanos y, a la 
vez, desafía nuestra imaginación social. Vivimos con otros, y nos 
hacemos, entrelazadamente. La cuestión del otro no es un tema 
presente sólo en la antropología, pero no hay antropología que 
no aborde la cuestión de la otredad. 
En tanto disciplina constituida históricamente para compren-
der a “los otros”, la antropología acuñó una serie de términos 
que condensan algunas de sus contribuciones más significativas 
para el conjunto de las ciencias sociales. Sin duda, uno de los 
más conocidos es el concepto de “etnocentrismo”; sin embargo, 
sus ecos no se agotan en sus formas más evidentes y simples. 
En sus variaciones más complejas y sutiles, incrementa sus efec-
tos sobre lo que podríamos denominar la “naturalización del 
autocentramiento”. 
Pensamos, sentimos, percibimos, actuamos desde cierta pers-
pectiva que hemos adquirido en el proceso de hacernos huma-
nos y que nos constituye como tales de modo prerreflexivo, es 
decir, sin saber que se trata de una perspectiva. No podemos, 
de manera inmediata, sin un trabajo reflexivo, comprender 
perspectivas distantes a la nuestra. Cuando ese trabajo de en-
tendimiento está ausente –es decir, casi siempre–, el autocen-
tramiento configura desde las bases del sentido común hasta los 
cimientos de las geopolíticas, atravesando diferentes modos de 
la acción social. 
Antropología ahora reconstruye algunos de los debates cruciales 
que la antropología contemporánea ha venido realizando para 
apuntalar múltiples descentramientos culturales e históricos. Nues-
tra intención es utilizar estas páginas para introducir al lector no 
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especializado en esos debates sobre el descentramiento y la alte-
ridad. Es decir, sobre ciertas tensiones decisivas de la producción 
del conocimiento social.
Como forma general del autocentramiento, el etnocentrismo 
consiste “en el hecho de elevar, indebidamente, a la categoría 
de universales los valores de la sociedad a la que yo pertenezco” 
(Todorov, 1991: 21). Es decir, considerar que los valores, las 
creencias y las prácticas de otra comunidad o cultura pueden 
(o incluso deben) ser evaluados adecuadamente a partir de los 
de la propia. Así, de su primera versión, simple y extendida, se 
sigue la cotidiana percepción de la diferencia como un exotis-
mo incomprensible e irracional. Desde comer con las manos 
o alimentarse con hormigas, hasta el uso del velo femenino o 
lo que algunos designan como “infanticidio”, son considera-
das prácticas extrañas, ilógicas, atrasadas, que inmediatamente 
definen como tales a las personas que las llevan a cabo o que 
creen en ellas. Sin embargo, ciertos actos políticos y protestas 
sociales de nuestra sociedad suelen ser también objeto de esta 
incomprensión.
Sobre estas imputaciones se construye la respuesta más con-
tundente y conocida de la antropología; ninguna práctica o 
creencia puede comprenderse extirpada del contexto especí-
fico en el cual ha sido creada y donde adquiere sentido. Cla-
ro que comprender no necesariamente significa concordar y 
explicar no es justificar. Como lo señala de manera magistral 
Norbert Elias: “Aun cuando uno esté completamente orienta-
do hacia la condenación, se debe, no obstante, procurar una 
explicación, y la tentativa de explicar no es, necesariamente, 
una tentativa de disculpar” (Elias, 1997: 271). Por ello, más 
allá de nuestros propios juicios éticos, metodológicamente se 
impone una perspectiva relativista que permita reconstruir los 
puntos de vista de los actores sociales. No puede haber cien-
cias sociales no etnocéntricas sin una “rotación de perspectiva” 
(Fernandes, 1975), sin salir de nuestros sentidos comunes para 
comprender los sentidos comunes de los otros: sus lenguajes, 
historias, formas del sentir y clasificar el mundo.
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descentramientos teóricos 11
Esto, que así formulado parece simple, está lejos de serlo. La 
comprensión intercultural puede concebirse apenas como un ho-
rizonte que guía nuestro trabajo, más que como un lugar de lle-
gada definitivo. Pero sin ese horizonte no sólo será difícil para las 
ciencias sociales comprender los sentidos que las acciones tienen 
para las personas y los grupos, sino que también estarán conde-
nadas a reproducir el sentido común hegemónico en su propia 
sociedad.
Un capítulo decisivo de la historia cultural de la humanidad 
es el que implica la propia creación de formas para conocer a 
otros seres humanos. “¿Conocimiento para qué?”, pueden pre-
guntarse los más inquietos. Conocimiento para dominar, ex-
plotar, colonizar, evangelizar, liberar, revolucionar, intervenir, 
o para satisfacer la enorme curiosidad que tenemos algunos 
seres humanos. Los viajes, las crónicas y otros relatos análogos 
han sido un instrumento poderosísimo para conocer al otro y 
continúan siéndolo hasta la actualidad, muchas veces incluso 
en su versión tristemente degradada de los estereotipos tele-
visivos. Pero hay que admitir que, cuando desde lugares fuer-
temente contrastantes, tanto la literatura como la televisión 
resquebrajan estereotipos y se dejan llevar por las lógicas de 
quienes retratan, pueden constituir herramientas cruciales en 
el conocimiento de otras sociedades. En un mundo en el cual 
las narraciones simplistas sobre otros mundos se multiplican, 
la antropologíaes cada vez más necesaria como disciplina ri-
gurosa para el conocimiento colectivo de “los otros”, que, con-
viene explicitarlo, a veces somos nosotros en tanto ciudadanos 
del tercer mundo, o por razones étnicas, políticas, de clase o 
cualquier otro criterio. 
Por ello, nos/otros es un lugar construido para pensar. Com-
prender al otro, se reconocería después, es una condición 
necesaria para entendernos a nosotros mismos. Bronislaw Ma-
linowski mostró que la pregunta acerca de por qué, en un pu-
ñado de archipiélagos de Melanesia, la gente le otorga tanta 
importancia a lo que para los europeos no son más que simples 
collares y brazaletes hechos por ellos mismos es análoga a la 
de por qué, para sus lectores, son tan importantes, valiosas y 
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potentes las joyas de la Corona británica. Pocos años después, 
Marcel Mauss introdujo, a partir de una sistematización de es-
tudios etnográficos, la conceptualización del acto de donar, y 
de las obligaciones de recibir y retribuir que ese acto implica. 
Sobre la base de rituales tan poco inteligibles para los occiden-
tales como el kula o el potlatch, Mauss pudo interpretar las im-
plicancias en nuestras sociedades de las reformas sociales que 
generaban lazos sólidos. 
El debate del que participan los textos reunidos en este libro 
da cuenta de la preocupación de los antropólogos y sus interlo-
cutores acerca de cómo puede abordarse hoy la comprensión 
de la alteridad. Sobre todo, cuando sabemos que el conoci-
miento es poder, que también es performativo, que es utilizado 
por múltiples actores con objetivos disímiles. En ese sentido, aun-
que los autores reunidos en el libro ofrezcan distintas respuestas, 
todos ellos parten de ciertas nociones e intenciones compartidas 
que quisiéramos señalar brevemente en esta introducción. Se tra-
ta de un debate antiguo pero profundamente renovado. Por un 
lado, prolonga ese intento antropológico de conmover el auto-
centramiento. Por otro, desplaza la frontera del cuestionamien-
to a otras formas de autocentramiento que pasaban inadvertidas 
poco tiempo atrás.
Ritualmente, hay que señalar que el relativismo metodológico 
no implica ni un relativismo moral ni un nihilismo epistemológi-
co. No resulta tan evidente que, detrás de la exigencia de aclarar 
esta diferencia una y otra vez, se esconde agazapada una profun-
da resistencia a cualquier búsqueda seria de comprensión de la 
diferencia. Como mostró Geertz (1996) en un ensayo clásico, el 
anti-relativismo no es sino un regocijo en supuestas verdades ca-
seras, ciegas a las alteridades. Al obturar al otro como parte de 
un diálogo posible, se nos cierra la posibilidad de averiguar a qué 
podría aludir cualquiera de las categorías de “nosotros” –occiden-
tales, latinoamericanos, argentinos–, que a veces consideramos 
tan evidentes. 
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descentramientos teóricos 13
los etnocentrismos
Conviene comprender que hay variantes específicas del etno-
centrismo. Existe en primer lugar un etnocentrismo “científico”, 
identificado clásicamente con el evolucionismo, que presupone 
que toda sociedad ve reflejado su propio futuro en aquellas más 
avanzadas. No es casual que la economía política haya sido la dis-
ciplina en la cual esta visión ha estado, y aún está, más arraigada. 
Pero no sólo en ella.
Bajo este término se condensa una serie de imposibilidades 
de descentramientro, una incapacidad para abordar seriamente 
la perspectiva del otro. Para los antropológos, el “etno” de “et-
nocentrismo” no significa, excluyentemente, étnico. Más bien, 
lo “etno” aparece como metáfora de todas las diferencias cul-
turales, de todos los contrastes entre mundos simbólicos, inclu-
yendo por supuesto las discrepancias múltiples que conviven en 
las sociedades contemporáneas estratificadas. Sus variantes, que 
van incrementando su complejidad relativa, son el sociocentris-
mo, el androcentrismo, el cronocentrismo, el naciocentrismo. 
El sociocentrismo (Grignon y Passeron 1991: 26 y ss.) es, bási-
camente, un centramiento basado en la posición de clase. Sufre 
o se enfurece, por ejemplo, por lo mal que hacen política los 
pobres. A su vez, ese juicio produce dolor o rencor en quienes 
se saben juzgados e incomprendidos por quienes ni siquiera 
imaginan sus vidas reales. Si el sociocentrismo especifica esa in-
comprensión en relación con los poderes relativos de las clases, 
el androcentrismo se vincula a lo instituido, de modo especial-
mente potente en el lenguaje, en la relación de sujeción de lo 
femenino a lo masculino.1
1 A las críticas al androcentrismo se han agregado en los últimos años 
las de una serie de autocentramientos relacionados con las cuestiones 
de género y de preferencia sexual, como el heterocentrismo –ligado a 
la naturalización de la preferencia sexual heterosexual– y la hetero-
normatividad y el binarismo de género, ligados a la naturalización 
de las identidades de género en una oposición taxativa y excluyente 
entre lo masculino y lo femenino.
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El cronocentrismo, por su parte, alude a la creencia, amplia-
mente difundida en nuestros días, de que estamos atravesando 
una época sin precedentes en la historia de la humanidad, carac-
terizada por la globalización, el desarrollo y el alcance de diversas 
tecnologías. Pero a su vez se relaciona con lo que los historiadores 
llaman “anacronismo”, en el sentido de que los pasados, sus prác-
ticas y valores, suelen ser analizados sin comprender los contextos 
específicos de su despliegue. Al proyectar modos de pensamiento 
contemporáneos a épocas pasadas, también se extirpa de las redes 
de relaciones sociales y simbólicas una práctica o una idea en las 
cuales producía sentido. Complementariamente, el “alocronis-
mo” (Fabian, 1983) consiste en proyectar hacia el pasado a buena 
parte de la humanidad, quienes se transforman en “primitivos” y 
son reinterpretados como si fueran nuestros “ancestros” en lugar 
de nuestros contemporáneos.
Por su parte, el naciocentrismo refiere a la naturalización de la 
escala nacional a la hora de observar la producción y legitimación 
de categorías y conceptos analíticos aplicados valorativamente a 
cualquier espacio-tiempo. Elias (1989) demostró cómo el nacio-
centrismo delineó gran parte de la producción de las ciencias 
sociales. Conceptos como “civilización” y “cultura”, que siglos 
atrás constituyeron formas de autopercepción para algunos sec-
tores sociales europeos en ascenso, fueron “estatizándose” para 
pasar a designar la distinción entre las denominadas “sociedades 
simples” y el “mundo occidental”, conformado por los nacientes 
Estados-naciones. 
fábricas de alteridad
A las variantes del etnocentrismo, podemos agregar el “etnocentris-
mo categorial”, que consiste justamente en designar a las personas o 
los grupos en función de categorías identitarias creadas por los no-
minadores. Ha habido grupos indígenas que se designaban a sí mis-
mos con un sinónimo de “humanos”, lo cual implicaba deshumani-
zar a los otros. También son conocidas las reiteradas designaciones 
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de los extranjeros como “bárbaros”, es decir, como seres despro-
vistos del “auténtico” lenguaje. Una diferencia debe establecerse 
cuando esa categorización de los otros no sólo existe en un grupo, 
sino que logra imponerse en el sentido común de poblaciones muy 
amplias. El poder de la nominación es una de las formas más sedi-
mentadas y ocultas de la imposibilidad del descentramiento. El tér-
mino “indios”, que proviene de un error, de la equivocada creen-
cia de un navegante europeo de haber arribado a la India, es un 
equívoco geopolítico sedimentado durante más de cinco siglos en 
decenasde lenguajes. Los indios “charcas”, y así después la ciudad 
de Charcas (también Chuquisaca, hoy Sucre), fueron designados 
así porque una lluvia previa al encuentro con los europeos había 
dejado en el camino algunas charcas de agua. En un caso el destino 
deseado pero infructuoso estableció la categoría, mientras en el 
otro un rasgo del trayecto hacia la alteridad fue metonímicamente 
señalado como un rasgo de ella. 
Aunque hoy sorprende que esas nominaciones pudieran sedi-
mentar, las disputas por la nominación son realmente complejas. 
Aquellos que luchan por la tierra: ¿son “campesinos”, “pueblos 
originarios”, “trabajadores rurales”, “desposeídos”, “ciudadanos 
de un país”? ¿Qué son, para quién, para qué? Cierto: el análisis de 
la estructura social puede definir una posición “objetiva” en las re-
laciones de producción. Pero que alguien ocupe una posición no 
permite inferir que esa persona sea, esencialmente, esa posición. 
Por lo tanto, los datos estructurales no autorizan a definir obje-
tivamente quiénes son, qué son ni quiénes somos. ¿Y el color de 
piel, el lugar de nacimiento, la identidad de los padres, la lengua 
que hablan? Claro, todo ello ofrece indicios objetivos que invitan 
a la lectura, y aun así la nominación es básicamente un acto de 
poder, de nombrarse, el poder de nombrar a otro, de designar a 
todos los habitantes de un territorio, de autorizar y prohibir ciertas 
identidades o nombres.
Una variación de etnocentrismo poco analizada aún es lo que 
podemos llamar “etnocentrismo de interlocución”. Los grupos y 
las sociedades tienen sus propios rituales, pero también constru-
yen discursos y prácticas, mensajes destinados a los otros. Pueden 
escenificarse con relación a un diálogo, a un otro, a un poder. 
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El etnocentrismo de interlocución es aquel que toma esos mismos 
mensajes, muchas veces sin reconocerlos como tales, y los inter-
preta de un modo completamente autocentrado. Una ofrenda, 
un silencio, un ritual, muchas veces se prestan a malentendidos, a 
comprensiones sesgadas. Entre los participantes del potlatch, por el 
contrario, hay tensión, competencia, pero se trata de una tensión 
o una disputa en el interior de un acuerdo, un sobreentendido, 
respecto de por qué se compite y por qué tiene sentido competir. 
Cuando deseamos comprender cómo se han instituido imagina-
riamente los grandes contrastes y clasificaciones de áreas cultura-
les del mundo contemporáneo, nos enfrentamos a combinatorias 
de diversos tipos de etnocentrismos. Evidentemente, la dicotomía 
Oriente versus Occidente, las implicancias naturalizadas en las 
referencias a América Latina, a África (o a veces sólo al África 
subsahariana), sintetizan algunas de las simplificaciones más ex-
traordinarias en términos de conocimiento, en las cuales estamos 
inmersos y que rigen, hasta la actualidad, dimensiones clave de la 
geopolítica. 
Un punto de inflexión en esta dirección fue la obra de Edward 
Said. Influenciado por la lectura foucaultiana de las relaciones 
entre saber y poder, entre conocimiento y dominación, la publi-
cación de Orientalismo introdujo una perspectiva fundamental 
para observar el modo en que, tras la Ilustración, Occidente ha 
representado a sus otros. Una de sus principales contribuciones 
fue mostrar que Oriente no es una realidad dada y natural, que 
simplemente está allí, sino que se trata de una entidad tanto geo-
gráfica como cultural e histórica. Debe entenderse, ante todo, 
como una invención que permite construir, en el contraste, la 
imagen, personalidad y experiencia de Europa, y el orientalismo, 
como “un discurso que habilita una disciplina sistemática a través de 
la cual la cultura europea ha sido capaz de manipular –e incluso de 
dirigir– a Oriente desde un punto de vista político, militar, sociológi-
co, ideológico, científico e imaginario” (Said, 1990: 21). 
Si uno compara el análisis de Said con dos libros fundamenta-
les como La conquista de América, de Tzvetan Todorov (1986), y 
Ojos imperiales, de Mary Louise Pratt (2010), se puede comprender 
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mejor el lugar que América Latina ocupó y ocupa en la imagina-
ción colonial y poscolonial. Oriente era un otro irreductible, en 
el sentido de que su “conquista”, incluyendo la conquista cultural, 
no era un plan viable. En ese sentido, la percepción de esa distan-
cia cultural se vinculaba a una mayor simetría, en el sentido de 
que China también era considerada una civilización. América era 
lo opuesto: era el espacio que permitía preguntarse si acaso eran 
realmente seres humanos aquellos que habitaban las islas; era el 
territorio de la naturaleza esplendorosa, de las tierras vírgenes, 
que aguardaban la llegada de la civilización y el desarrollo. Era un 
espacio ocupable, evangelizable, un continente cuyas elites pudie-
ron creer muchas veces (incluso hoy) que formaban parte de 
Occidente aunque sus contrapartes europeas no siempre estuvieran 
de acuerdo con ello. 
Hay una relación entre estos libros que quizá pueda sintetizar-
se en el hecho de que analizan –parafraseando a Austin (2008)– 
cómo Occidente hacía Otros con palabras, y –especialmente en el 
libro de Pratt, pero no sólo allí– el lugar crucial de la mirada, de 
los ojos poderosos, en esa hechura de la alteridad. Esa relación 
entre saber y poder, la mirada y las palabras, nos confrontó con 
los alcances y las traducciones del imperialismo político en las ins-
tituciones académicas y el campo intelectual. Las afirmaciones de 
Said nos interpelan por el lugar que ocupa la antropología en la 
(re)producción de esta y otras formas históricas de las relaciones 
asimétricas y las desigualdades. Dicho de otro modo: ¿es la antro-
pología una ciencia de la dominación? Si lo fue, ¿es o puede ser 
alguna otra cosa?
Una respuesta que haga justicia a esta pregunta debe consi-
derar, al menos, tres puntos. Primero, hay que comprender que 
hubo importantes trabajos antropológicos que se han hecho y se 
hacen directamente al servicio del imperio. Esto no es sólo el pa-
sado, sigue ocurriendo en Afganistán y en múltiples escenarios 
similares. Hasta donde sabemos, no se trata de una peculiaridad 
de la antropología, porque también hay trabajos físicos, quími-
cos, sociológicos e históricos al servicio del imperio. Segundo, la 
peculiaridad es que para dominar al otro es necesario conocerlo 
y comprenderlo, y la antropología es el disciplinamiento –en el 
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sentido de rigor metodológico, pero también de saber en tanto 
poder– de los modos de conocimiento de ese otro. Tercero, la 
antropología puede ser, y de hecho es, muchas otras cosas que no 
ingresan en una ciencia de la dominación. Como se verá en este 
volumen, hay antropologías múltiples en diferentes lugares del 
planeta y en diversos posicionamientos sociales, culturales y polí-
ticos. También los saberes de sectores subalternos o en los países 
más periféricos pueden ser fuente de construcción de poderes. 
Esto implica, básicamente, que no puede comprenderse abso-
lutamente nada sin un relativismo metodológico y un combate 
contra todas las formas de etnocentrismo. El antropólogo, si bien 
sabe que una completa difuminación del etnocentrismo es invia-
ble porque es propio de la condición humana, es, no obstante, 
alguien que se ha formado para buscar todos los modos en que 
este se hace presente en su trabajo, sus relaciones, sus interpreta-
ciones, para intentar, hasta donde sea posible, mantenerlo con-
trolado. Dominarlo, para no ser dominado por él, mediante una 
actitud y un procedimiento permanentemente reflexivos. 
etnocentrismo teórico
A la luz de este contexto, este libro aborda desde múltiples enfo-
ques uno de los grandes dilemas de las ciencias socialescontem-
poráneas: ¿hasta qué punto son universales o contextuales las ca-
tegorías teóricas y las políticas? Esta pregunta ha sido respondida 
desde tres posiciones. 
La primera, característica del Iluminismo y de la ciencia mo-
derna, afirma que todas las sociedades pueden ser comprendidas 
y explicadas a partir de una serie de teorías y métodos preesta-
blecidos. Nociones como modo de producción, Estado, clase, co-
munidad y otras tantas pretenden ser universalmente aplicables a 
priori. Los cuestionamientos empíricos a esta pretensión de uni-
versalidad suelen encontrar la siguiente respuesta estereotipada: 
si no hemos logrado aún la comprensión definitiva, esto no se 
debe a determinadas características de lo social, irreductibles a 
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descentramientos teóricos 19
esas fórmulas, sino a debilidades o insuficiencias del propio tra-
bajo sociológico o antropológico. Pero algún día habremos de 
lograr definiciones definitivas sobre sociedad, cultura, política 
o comunidades establecidas partiendo de estas categorías “uni-
versales”. Cabe señalar que estas pretensiones de universalidad 
han emergido sobre todo de Europa y más tarde de otros centros 
metropolitanos que han recogido su legado. Paradójicamente, la 
globalidad del pensamiento aparece profundamente localizada. 
Ya volveremos sobre esto.
La segunda respuesta a la pregunta por la universalidad es 
el nativismo o el nacionalismo. Orgulloso de su carácter parro-
quial, este demanda que aquellas categorías del pensamiento 
que no hayan surgido en la propia parroquia no invadan ni in-
gresen en el diálogo sobre la propia sociedad. Comenzando por 
un legítimo rechazo al pensamiento colonial, acaba por refugiar-
se en un provincialismo que degrada el potencial de su proyecto. 
Afirma que todo lo producido en un contexto sólo sirve para ese 
contexto, y encuentra su único sentido en esa afirmación. Exi-
ge un monopolio provincial de conocimiento legítimo sobre su 
propio rincón del mundo social. Rechaza, por definición, las “vo-
ces foráneas”. Así, los productos en contextos imperiales serán 
siempre imperiales y no hay usos en otros contextos que puedan 
arrancarlos de esa marca originaria. In limine, esta posición debe 
renunciar a las clases y a las culturas, pero sobre todo a proyec-
tos como la antropología y la sociología. Su contextualismo a la 
hora de entender el origen de las categorías postula que dichos 
orígenes definen esencias inalterables. En último término, impli-
ca renunciar a la posibilidad misma del diálogo –teóricamente 
informado o no– entre grupos humanos, incluso ante evidencia 
en contrario.
La tercera respuesta es la contextualidad radical (Grossberg, 2009; 
Restrepo, 2010). Es crucial comprender que todas las categorías 
teóricas, muchas de las cuales hemos pasado mucho tiempo in-
tentando aplicar a nuestras sociedades, han sido formuladas en 
contextos teóricos e históricos específicos. Su pretensión de uni-
versalidad muchas veces se deriva de ese mismo contexto. Pero los 
contextos periféricos, coloniales o poscoloniales, están constituidos 
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ellos mismos por la actividad de los poderes externos, actividad 
que ha dejado sedimentos profundos en las estructuras socia-
les, las clasificaciones y los modos de imaginación política. No 
puede afirmarse que el lema “libertad, igualdad, fraternidad”, 
por haber nacido en Francia, nada tenga que ver con nuestros 
contextos. Lo que resulta imprescindible no sólo es comprender 
qué significan o pueden significar estos términos en nuestras 
sociedades, sino también qué han significado en la Francia de 
fines de siglo XVIII.
De allí que el proyecto postulado por Chakrabarty (2008) de 
“provincializar Europa”, es decir de evidenciar que el pensamien-
to y la experiencia del autodenominado Viejo Continente son a 
la vez fundamentales e inadecuados para pensar espacios e histo-
rias que escapan a sus límites (territoriales, políticos, culturales 
y simbólicos), resulta central. “La cuestión”, afirma el autor, “no 
es rechazar las categorías de las ciencias sociales, sino introducir 
dentro del espacio ocupado por las historias europeas particula-
res sedimentadas en esas categorías otro pensamiento teórico y 
normativo consagrado en otras prácticas de vida existentes” (Cha-
crabarty, 2008: 50). Algo análogo sucede hoy con Estados Uni-
dos (véase Lins Ribeiro en este volumen). Provincializar la pro-
ducción de conocimiento implica cuestionar profundamente los 
juicios etnocéntricos que hicieron que la teoría social moderna/
occidental apareciera como la única gran narración posible, y su 
pasado, como “clásicos”, es decir, interlocutores de validez peren-
ne, y otras narrativas como simples “datos arqueológicos”, capítu-
los superados o “callejones sin salida” de una “historia del pensa-
miento”. Esto no significa negar el potencial que esas categorías, 
teorías y métodos pueden adquirir en otros contextos históricos, 
pero parte del supuesto de que el descentramiento, la reposición 
de la contingencia y la contextualización son condiciones nece-
sarias para que alguna pretensión de validez pueda proyectarse. 
La validez no surge de un pronunciamiento apriorístico, sino que 
debe ser resultado de un proceso de indagación atento a los con-
textos históricos y culturales.
Aquí es donde el “etnocentrismo clásico” encuentra su imagen 
especular en un “etnocentrismo invertido”. Si en el etnocentrismo 
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clásico la sociedad propia es idealizada para despreciar a los otros, 
en el etnocentrismo invertido una sociedad otra es fabricada 
como ideal para despreciar a la propia. Ejemplo de este último es 
una Europa que no existe ni siquiera en Europa y que se instituye 
como horizonte. Hasta la actualidad una parte nada desdeñable 
de los debates políticos y de las políticas públicas del mundo lla-
mado “en desarrollo” o “subdesarrollado” emanan de esa misma 
definición. ¿Qué hacer para alcanzar el modelo europeo o estado-
unidense? Ese evolucionismo se encuentra profundamente arrai-
gado en la imaginación social y es la base sobre la cual persisten 
clasificaciones de países, de tipos de personas, o se entablan juicios 
sobre políticas económicas o sociales. 
Lo mismo sucede en el plano de la producción teórica. El “et-
nocentrismo teórico invertido” asume desde la periferia el pensa-
miento europeo o estadounidense como universalista. Además, 
presume que las innovaciones teóricas sólo pueden provenir des-
de la avanzada del pensamiento global. Este libro se inscribe en 
una vasta producción que muestra que la avanzada del descentra-
miento teórico puede localizarse en la India, en América Latina o 
en otras partes. Y que muchas de las categorías pensadas desde los 
estudios subalternos, el pensamiento poscolonial o simplemente 
arraigadas en contextos locales sumamente particulares pueden 
tener y tienen un impacto decisivo para cualquier búsqueda de 
comprensión de los seres humanos.
No es novedoso que exista un pensamiento central en la peri-
feria. Existen dos formaciones intelectuales complementarias que 
Lins Ribeiro llama “provincialismo metropolitano” y “cosmopoli-
tismo provincial”. La primera noción enfatiza la “trampa narcisista 
del centro”, que entiende como globales acontecimientos que son 
locales e interpreta la periferia aun cuando desconoce gran parte 
de su producción. La segunda, en tanto, alude al consumo de la 
literatura producida en distintas partes del mapa antropológico 
mundial, proveyendo las bases para nuevos modos de intercambio 
académico. En ese sentido, con frecuencia la periferia ha sido más 
cosmopolita que los centros. El parroquianismo de la metrópoli 
ha sido muchas veces nacional o lingüístico en el sentido de que 
no sólo se ignorabaa la periferia, sino que había un escaso diálogo 
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22 antropología ahora
entre las diferentes tradiciones nacionales. En cambio, desde las 
periferias debía intentar leerse a las diferentes metrópolis. Y se 
encontraban en una tensión sin solución que puede verse aquí 
en el análisis de Velho: desarrollar un pensamiento “adecuado” al 
contexto en el sentido de Dipesh Chakrabarty, pero que no fuera 
intraducible a las metrópolis para que no fuera fácilmente provin-
cializado. El eurocentrismo así parece habitar todos los caminos 
del jardín de los senderos que se bifurcan. Sólo que en algunos 
casos es el lugar de partida y de llegada, mientras en otros, un 
punto de pasaje. 
Esto se conecta con la hipótesis de Renato Rosaldo de que los 
subalternos imaginan la vida de los sectores dominantes mejor 
que como estos imaginan la de aquellos. La existencia de este tipo 
de “imaginarios asimétricos” (véase Rosaldo, en este volumen) tie-
ne una explicación: la subalternidad necesita comprender algo 
de la hegemonía, apropiarse de aquello que pueda resultarle útil 
para socavar su propia situación. No se trata de generar, en nin-
gún caso, una imagen idílica de nada. Pero no parece casual que 
palestinos como Said, indios como Chakrabarty, latinoamericanos 
como Aníbal Quijano, además de todos los autores incluidos en 
este volumen y muchos otros, estén trabajando en la desestabiliza-
ción del etnocentrismo teórico y sean referencia internacional de 
ese descentramiento.
De hecho, hay una historia, ya que ese cosmopolitismo provin-
cial redundó en el siglo XX en innumerables innovaciones teóri-
cas propuestas desde “las provincias”. En contra de la noción de 
“aculturación”, que afirmaba que en los procesos de colonización 
las culturas locales perdían sus rasgos tradicionales, Fernando Or-
tiz postuló en 1940 la idea de “transculturación”, para enfatizar 
que, en todo contacto cultural, tanto los dominantes como los 
dominados eran transformados, y de manera activa. Cuando dos 
décadas después Roberto Cardoso de Oliveira, con amplia forma-
ción filosófica y marxista, desarrolló su trabajo de campo en la 
Amazonia, encontró una disputa entre los avances de los agentes 
de la sociedad nacional y los pueblos que habitaban históricamen-
te la región, una disputa vinculada a los recursos, a procesos pro-
ductivos y a procesos identitarios. No “aplicó” a la Amazonia la 
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idea de “lucha de clases”, sino que señaló que en esas situaciones 
de frontera se planteaba un escenario de “fricción interétnica”. 
Cuestiones como los conflictos de intereses y su relación con las 
organizaciones sociales y la etnicidad comenzaban a señalarse en 
un trabajo de campo y un trabajo teórico contemporáneo al cé-
lebre texto de Barth (1976) sobre los grupos étnicos y sus fronte-
ras. El mismo problema fue pensado simultáneamente por antro-
pólogos nacidos en diferentes regiones del mundo, que hacían 
sus estudios en zonas muy distintas. Como señalan en este libro 
Otávio Velho y Alcida Rita Ramos, la innovación de Cardoso de 
Oliveira, que encontró en el trabajo de Barth una legitimación 
inesperada para una sensibilidad teórica siempre abierta a Eu-
ropa, configuró un programa de investigación con impacto en 
Brasil y en América Latina. Programa que le dio un carácter dis-
tintivo a buena parte de la investigación antropológica realizada 
en esos lugares. 
Son notables los casos de contemporaneidad del pensamiento 
social intercontinental. Alguna vez habrá que hacer estudios acer-
ca de Gramsci y Mariátegui, sobre las fabricaciones de alteridad, 
sobre el trabajo colaborativo entre antropólogos y nativos, sobre 
el rol de los sujetos sociales en la significación de los mensajes de 
los medios, sobre los procesos de hibridación cultural, y tantos 
otros. Un segundo estudio debería preguntarse también cómo se 
jerarquizó después la legitimidad relativa de los aportes metropo-
litanos y periféricos, porque el resultado parece haber sido siem-
pre el mismo. 
Nuevamente, como propone Chakrabarty: no deseamos y no 
podemos pensar sin Europa, pero no deseamos ni podemos pen-
sar eurocéntricamente. 
Alcida Rita Ramos va más allá cuando retoma los dilemas de 
los diálogos entre los antropólogos y los nativos. Postula que hay 
múltiples teorías antropológicas que fueron extraídas del pensa-
miento nativo y que las teorías nativas nunca se elevaron a un 
estatus equivalente a las epistemologías occidentales. Sobre esa 
afirmación, quisiéramos alertar al lector, se despliega una comple-
ja e intrincada polémica. En ese sentido, Antropología ahora incluye 
algunos postulados que son cruciales en el debate contemporáneo 
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sobre cultura y alteridad, así como otros que señalan algunas de 
las fronteras hacia donde están desplazándose, en estos años, esas 
controversias.
El lector podrá percibir un motor clave de todos los desplaza-
mientos y, en ese sentido, se trata de la rueda que hace girar el 
trabajo y la teoría antropológica. Los antropólogos se formaron 
inicialmente para comprender sociedades, culturas y experiencias 
distantes de la suyas. En segunda instancia, también para com-
prender sus propias sociedades, generando metodológicamente 
una distancia imprescindible. Los antropólogos se forman de 
modo sistemático y distintivo para evitar el etnocentrismo, en to-
das sus variantes. Dos elementos tornan distintiva esta formación: 
el grado de sistematicidad de esa preocupación contra el etnocen-
trismo y la convicción de que no podrá evitárselo por completo, 
que sólo podrá domesticárselo parcialmente si se está alerta a sus 
apariciones. Porque todos los seres humanos somos en alguna 
medida etnocéntricos, y el antropólogo es quien se forma para 
procurar evitar lo inevitable, para domesticar lo indomesticable.
El tiempo histórico, la historia de la teoría y la metodología, 
los nuevos estudios de campo que cuentan con la enorme ventaja 
de tener trabajos previos sobre ciertas sociedades, producen una 
nueva distancia con los textos clásicos, realizados por los autores 
más relevantes de la disciplina y por otros de menor renombre. 
En todos ellos, y en sus pequeñas y grandes teorías, podemos de-
tectar invisibilidades, incomprensiones y, sobre todo, interpreta-
ciones etnocéntricas. El argumento por la necesidad de descen-
tramiento moviliza la teoría y los estudios antropológicos desde 
hace décadas, pero hoy otras ciencias sociales encuentran la nece-
sidad de interrogarse y debatir sus descentramientos. Esa es una 
de las razones por las cuales ahora ha llegado un momento en el 
cual ya no resulta posible excluir a la antropología del diálogo 
interdisciplinario. 
Otro de los motivos de esta relevancia obedece al alcance de sus 
reflexiones y propuestas. Actualmente los antropólogos ya no ha-
blan solamente sobre los otros, sino también con los otros y para esos 
otros. El público potencial de la escritura antropológica ya no se 
circunscribe a las universidades, sino que incluye a quienes habían 
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descentramientos teóricos 25
sido considerados “objetos de estudio”. Por eso “la legitimidad 
del conocimiento adquirido no es ahora sólo objeto de análisis y 
crítica por parte de la comunidad académica, sino también por 
aquellos que protagonizan la vida que pretendemos exponer en 
nuestros escritos” (Bartolomé, 2003: 205).
políticas, alteridad, interculturalidad
Hay políticas explícitas y políticas implícitas en relación con la cues-
tión del conocimiento. Cuando se presupone el lugar de la neu-
tralidad, es porque se desconoce la perspectiva propia y su contin-
gencia. En esos casos, el investigador no es consciente del carácterpolítico de toda posición, por lo tanto, no puede controlar el po-
der implicado en su propia mirada y su escritura. Entonces, las 
políticas controlan al investigador. 
En el extremo opuesto se suele declarar con bastante facilidad 
hoy en día que se produce conocimiento con relación a (los siem-
pre muy buenos) compromisos políticos. A veces se presupone 
que, si uno tiene un compromiso determinado, es obvio que pro-
ducirá conocimientos útiles para ese compromiso. Pero hay una 
instrumentalización del conocimiento en función de objetivos 
políticos que suele también ser ruinosa. Es habitual, por ejem-
plo, que el compromiso ético con los subalternos se confunda 
con su idealización como sujetos puros, en función de alguna 
noción de pureza extraída de manuales de ética descontextualizados 
(Ramos, 1994). 
En realidad, existen distintas concepciones acerca de las rela-
ciones entre la investigación cultural y los posicionamientos ético-
políticos, pero debemos tener en cuenta que tanto la negación de 
la relación como su trivialización llevan a mistificaciones simétri-
cas en su contenido e igualmente perjudiciales (Grimson, 2011).
Los autores reunidos en este volumen parten del presupues-
to de que, cualquiera sea su compromiso político, la producción 
de conocimiento se basa en el descentramiento del pensamiento, 
en la confrontación de los eurocentrismos y occidentalismos, así 
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como en la deconstrucción de los parroquialismos. Se trata de 
un descentramiento en busca de un reconocimiento de diversas 
heterogeneidades. Entender la gran narrativa marxista sobre los 
modos de producción como parte del eurocentrismo, tal como 
propone aquí Otávio Velho, no significa desconocer el potencial 
de categorías marxistas, y menos aún el poder performativo de 
los grandes relatos occidentales, sino interrogarlos y cuestionar 
una adopción acrítica e irreflexiva para sostener con ellos una re-
lación mucho más autónoma y productiva. Significa, en otras pa-
labras, “desmonopolizar el pensamiento social” como respuesta a 
“las principales operaciones epistémicas por las cuales Occidente 
se afirma, y se autoconstruye, como la fuente única de los modelos 
culturales generalizables” (véase Pratt, en este volumen). El pun-
to de llegada en ambos casos es similar y consiste en reconocer 
distintos grados y tipos de asimetría. Ante ellos es que los autores 
nos invitan a desarraigarse, a no considerar inevitables las matri-
ces y perceptivas teóricas con las que pensamos y actuamos en el 
mundo. Si el occidentalismo puede ser un corral, el desafío de la 
antropología consiste en ser un agente de la “desmonopolización 
del espacio intelectual” (íd.).
Reclamar hoy una “antropología ecuménica” (véase Ramos, 
en este volumen), es decir un trabajo colaborativo y equitativo 
no sólo entre los centros académicos sino también respecto de 
nuestros interlocutores en el trabajo de campo, refleja una gran 
transformación: “La teoría antropológica ya no podía (o no de-
bía) defender un conocimiento que se sustentase en una relación 
sujeto/objeto, en la que los parámetros del conocimiento sobre 
el otro [eran] la estética y la ética de una clase dominante que 
se travestía en investigador” (Borges, 2009: 35). En este sentido, 
tal vez como nunca antes, los escritos antropológicos producidos 
en los márgenes del centro se constituyeron en una voz de enun-
ciación clara y contundente a la hora de sostener y responder la 
mirada de Occidente. Más allá de que el lector podrá percibir 
énfasis distintos y ricos en las propuestas de cosmopolíticas, los 
textos reunidos aquí adoptan este posicionamiento.
La antropología nació en las metrópolis como estudio de las so-
ciedades no occidentales, pero hoy hay antropólogos en todo el 
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planeta (véase Lins Ribeiro, en este volumen). Así como hace algu-
nas décadas estos comenzaron a estudiar a las elites (ingenieros nu-
cleares, empresarios, políticos, científicos), algunos antropólogos 
de países del “tercer mundo” están haciendo etnografía de las so-
ciedades metropolitanas. Brasil ha sido un caso peculiar en ese sen-
tido, ya que desde Gilberto Freyre, quien estudió con Franz Boas, 
ha habido una búsqueda de comprensión de la sociedad nacional 
a partir de comparaciones con Estados Unidos. Esa tradición se ha 
mantenido a través de Roberto DaMatta (2002) y muchos otros au-
tores. En este libro, Luis R. Cardoso de Oliveira retoma esa tradi-
ción a partir de sus estudios en Estados Unidos, Canadá y Francia.
A este respecto, quizás convenga, para el lector no especializa-
do, reponer una historia. Entre las categorías teóricas que la an-
tropología utilizó para comparar sociedades y sus configuraciones 
culturales resultó central la oposición entre sociedades igualita-
rias y jerárquicas. Louis Dumont (1966, 1977) realizó una compa-
ración sistemática de las características de las ideologías predomi-
nantes en la India y en la sociedad moderna de Occidente. De ese 
contraste surgen claramente dos grandes perspectivas o conjuntos 
de ideas y valores diferenciados: el holismo y el individualismo. 
El holismo abarca a la mayor parte de las sociedades –la India es 
una de ellas– que valorizan el orden, “la conformidad de cada 
elemento a su papel en el conjunto”, la sociedad como un todo. 
El individualismo, por su parte, es propio de las sociedades occi-
dentales que valorizan en primer lugar al ser humano individual, 
como encarnación de la Humanidad igual a cualquier otro hom-
bre y, por lo tanto, libre. En la obra de Dumont, la sociedad de la 
India y la sociedad moderna se presentan en contraste sistemático 
desde el punto de vista de los valores. Si el valor supremo de la 
sociedad de castas es la jerarquía, en el polo opuesto se encuentra 
el igualitarismo de Occidente.
Roberto DaMatta (2002) incluyó a Brasil (y metonímicamente a 
América Latina) en dicha tensión al postular que se trata de socie-
dades que tienen enredados componentes igualitarios y jerárqui-
cos. DaMatta sostuvo que mientras en el plano de la ley las socieda-
des latinoamericanas tienden a un igualitarismo impersonal, en el 
plano de la cultura política se encuentra muy arraigada una perso-
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nalización de las relaciones que obstruye una y otra vez los inten-
tos “modernizadores”. Así, las fórmulas “a los enemigos la ley, a los 
amigos todo” o el estudio de la forma de la jerarquización cotidiana 
en Brasil expresada en el “voçê sabe com quem está falando?” darían 
cuenta de esa tensión. Cardoso de Oliveira retoma aquí ese proble-
ma analizando formas de lo personal y lo impersonal, lo jerárquico 
y lo igualitario, rastreando enunciaciones jurídicas en distintos paí-
ses. Por su parte, Lomnitz retoma la cuestión de la racialización de 
las identidades nacionales para mostrar sus ambivalencias, como 
dimensiones defensivas, frente a las pretensiones imperiales, y sus 
coacciones ante otros modos, menos sujetados, de identificación. 
Ciertamente, la cuestión de la raza aparece como una problemática 
crucial y muy variable en América Latina, donde también la pervi-
vencia de clasificaciones implícitas sobre las personas y los grupos, 
en función de características fenotípicas, extendió, mucho más allá 
de la colonia, sociedades de castas que aún perviven en formas de 
imaginación y acción que socavan intentos de democratización 
(Segato, 2007 a, 2007b).
De esta y otras formas de la asimetría en la periferia derivaron 
nuevas agendas de investigación, teorías y categorías analíticas. 
Entre estas últimas, “colonialismo”, “colonialidad del poder” y 
“colonialismo interno” aluden a un proyecto tanto político como 
intelectual. Mientras “colonialismo” refiere al proceso histórico 
dedominio y explotación en beneficio del colonizador, “colonia-
lidad del poder” indica, como señaló Quijano (2000), un patrón 
o matriz que organiza y jerarquiza a los seres humanos a partir de 
su racialización. La colonialidad, entonces, es un tipo de vínculo 
específico, supone una serie de problemáticas entre las cuales se 
destacan sus efectos “internos”. Entre ellos la “formación de la 
raza” como signo, es decir “como huella en el cuerpo del paso de 
una historia que construyó ‘raza’ para construir ‘Europa’ como 
idea epistémica, económica, tecnológica y jurídico-moral que dis-
tribuye valor y significado en nuestro mundo” (Segato, 2007a: 23). 
Así planteada, la “invención de la raza” es incomprensible por fue-
ra del sistema-mundo colonial/moderno. Esto es lo que muestra 
Lomnitz al analizar el lugar de la racialización en la formación del 
nacionalismo mexicano hacia fines del siglo XIX como “efecto de 
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la lógica fronteriza entre México y los Estados Unidos”. Es decir 
como parte de la “estrategia de integración a un mercado laboral 
étnicamente segmentado (que predominó en el caso de Texas) 
y de marginación política (de especial relevancia en el caso del 
territorio de Nuevo México)” (véase Lomnitz, en este volumen).
En esas persistencias de formas de la desigualdad social y cultu-
ral es donde sedimentan de un modo difícil de erosionar algunas 
de las principales consecuencias de los distintos etnocentrismos. 
Una de las mayores paradojas contemporáneas consiste en cómo 
desarmar las jerarquías implicadas en dichas racializaciones sin 
por ello reproducir los paradigmas políticos diseñados para socie-
dades como la estadounidense. Las tensiones entre etnocentris-
mos de la práctica y etnocentrismos teóricos no podrán resolverse 
de modo simplista, excepto que las sociedades y sus antropólogos 
se resignen a la aceptación acrítica de uno de ellos. 
Señalemos, para finalizar esta introducción, que el origen de 
los textos aquí reunidos fueron algunas de las conferencias dic-
tadas en la Reunión de Antropología del Mercosur, que se llevó 
a cabo en Buenos Aires en 2009. Esas exposiciones fueron poste-
riormente revisadas por los autores para darles su forma actual. 
Aquella reunión fue el mayor evento antropológico realizado en 
el país hasta ese momento, pero fue, sobre todo, un espacio de 
alta intensidad en los debates y en la construcción de agenda. Al 
reunir algunos de los trabajos en este volumen, hemos querido 
contribuir a expandir, más allá de las fronteras nacionales o disci-
plinarias, las resonancias de la antropología contemporánea. 
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Lo que nos une
Otávio Velho
Me gustaría dedicar esta conferencia a Roberto Cardoso 
de Oliveira. Fallecido en 2006, Roberto ha recibido muchos ho-
menajes y comentarios. Pero esta dedicatoria tiene que ver con 
un motivo que nos une, aquí, como asociación: América Latina y 
el pensamiento latinoamericano. No quiere decir que esto ya no 
haya llamado la atención de los comentadores. Sin embargo, hay 
cosas que tardan en sedimentar. O necesitan que “caiga la ficha”, 
como se dice actualmente. 
Hoy me atrevería a asegurar que la preocupación de Roberto Car-
doso por América Latina y sus pensadores, por un lado, puede con-
siderarse clave para comprender el conjunto de su trabajo, aunque, 
por otro, no ha dado todos sus frutos en vida de él, en particular en 
cuanto a su capacidad para reorientar nuestra disciplina. Creo que 
ese proceso apenas había comenzado, pero que, sin embargo, con-
tinúa y se acelera. Y en ese sentido se trata de una gloria póstuma. 
Al decir esto no ignoro los trabajos que Roberto realizó y las 
personas a las que formó en sus últimos años en torno al interés 
por las regiones de frontera en América Latina y por los temas 
de identidad, etnicidad y nacionalidad entre indígenas y no-indí-
genas. Y aquí rindo homenaje a sus discípulos latinoamericanos 
no brasileños –que tal vez en ese aspecto lo hayan comprendido 
mejor–, principalmente a Alejandro Grimson, uno de los organi-
zadores de esta reunión. Tampoco ignoro el hecho de que Ro-
berto finalmente haya abandonado los programas disciplinares –y 
cabe recordar que fue creadorde varios– para dedicarse de lleno 
al Centro de Pós-Graduação e Pesquisa para a América Latina e 
o Caribe (CEPPAC/UnB) [Centro de Posgrado e Investigación 
para América Latina y Caribe], donde concluyó su vida profesional. 
Todo esto es sintomático. 
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No obstante, pese a su estilo disciplinado y disciplinador, yo 
diría que, en ese sentido, sus mensajes no fueron imperativos, 
sino sutiles. Más determinantes –y he aquí la paradoja– fueron sus 
mensajes, justamente, disciplinadores, que no siempre iban en la 
misma dirección. Yo me pregunto incluso –con algún sentimiento 
de culpa– si en algún momento se habrá sentido frustrado al res-
pecto. En un libro publicado poco antes de su muerte (Cardoso 
de Oliveira y Baines, 2005: 16), lamentaba, con relación al sistema 
inter y transnacional analizado desde la perspectiva de las nacio-
nalidades en conjunto, tener que “reconocer que, en Brasil, no 
se han hecho estudios de esa naturaleza”, o, “si se han hecho, no 
tuvieron la magnitud que el tema exige”. 
El interés por América Latina ciertamente sufrió un inmenso y 
prolongado bloqueo en Brasil, por motivos que no son extraños 
a lo que debatiremos aquí. Mi propio caso sirve como ejemplo. 
Habiendo conocido a Roberto Cardoso, no por casualidad, en el 
ámbito del Centro Latinoamericano de Investigación en Ciencias 
Sociales –órgano de la Unesco que por entonces, a comienzos de 
la década de 1960, funcionaba en Río de Janeiro–, y habiéndome 
iniciado como investigador en antropología bajo su orientación 
–en un proyecto denominado “Estudio del ‘colonialismo interno’ 
en Brasil”, vinculado de manera evidente y para nada oculta a un 
concepto del pensamiento crítico latinoamericano–, sólo ahora, 
algún tiempo después de su muerte, comienzo a entender el sig-
nificado de todo esto.
Un reciente viaje a uno de sus primeros lugares de investiga-
ción entre los indios tükúna, en la triple frontera Brasil-Colom-
bia-Perú, en el Alto Solimões en Tabatinga, Leticia y Benjamim 
Constant, me produjo un gran impacto. Creo que entonces pude 
percibir algo de lo que representó haber trabajado desde el co-
mienzo en la frontera y no en el inmenso y provinciano hinterland 
brasileño. Y haber trabajado con aborígenes que, justamente, se 
desparramaban por todos los puntos de las fronteras. Por lo tan-
to, comenzaré con algunas referencias a ese pensamiento crítico 
latinoamericano pidiendo disculpas por anticipado –sobre todo 
a los colegas no brasileños– por los eventuales errores y hallazgos 
tardíos, obvios para otros. Aunque no para todos, me atrevería a 
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decir; por lo que considero que mi caso podría contribuir a com-
prender un panorama más amplio.
La noción de colonialismo interno, extraída del título del pro-
yecto de investigación aludido, me parece un buen comienzo. Se 
trata de una idea propuesta por dos sociólogos mexicanos, Pablo 
Casanova y Rodolfo Stavenhagen, este último, secretario general 
del Centro Latinoamericano de Investigación en Río de Janeiro 
poco antes de su divulgación, y tomada luego por el propio Car-
doso. Una idea que reactualizaba la cuestión de la herencia colo-
nial y sus secuelas, sobre todo a través de la preeminencia de la 
etnicidad. En síntesis, una contribución real que sólo podía pro-
venir de América Latina, dada su experiencia de descolonización, 
menos reciente que las de las posesiones europeas en África y en 
Asia. Contribución que sería complementada (cuando no corre-
gida) por la noción de colonialidad propuesta originalmente por 
el sociólogo peruano Aníbal Quijano –más poderosa, creo, que la 
de poscolonialismo– como horizonte cultural de larga duración 
más allá del colonialismo, que, de acuerdo con su visión, engen-
dra la colonialidad del poder y la del saber, que a su vez subsumen 
la percepción del racismo (y no sólo la etnicidad) como su piedra 
de toque. Todo esto representaba un reto difícil de digerir para 
nuestras elites. Quijano recuerda el papel pionero del sociólogo 
y político socialista José Carlos Mariátegui en el planteo de estas 
cuestiones, aunque bien podría haber mencionado –y tal vez lo 
haya hecho en algún trabajo que yo desconozco– a José Martí, 
cuando en Nuestra América define al “tigre” como representación 
de la colonia que siguió viva durante la república, siempre al ace-
cho, detrás de cada árbol.
Las consecuencias se multiplican. Tanto, que a un mismo autor 
le resultará imposible acompañarlas a todas y deberá resignarse a 
sus propias limitaciones y consolarse sabiendo que es parte de un 
movimiento más amplio, dialéctico, por así decirlo. La categoría 
“campesino”, de gran significado político –cuya aplicación a los 
aborígenes de Brasil (el llamado “acampesinamiento”) después 
de una experiencia en México fue pionera y modificó esencial-
mente la obra de Roberto Cardoso (como él mismo lo reconocie-
ra en los márgenes de la publicación de sus diarios de campo sobre 
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Terêna y Tükúna en 2002)–, aún hoy puede considerarse cargada 
de eurocentrismo y ocultadora de la diferencia cultural y de la 
etnia. Lo que parece imponerse –hasta cierto punto de modo sor-
prendente– es el pasaje inverso: de campesino a aborigen. 
De allí se desprenden otras consecuencias –sugeridas, por ejem-
plo, en la noción de interculturalidad–, que acentúan los proce-
sos de hibridación y ambigüedad en contraste con la noción de 
multiculturalismo, tendiente a valorar el formato estabilizador 
de la diversidad y restaurador de la norma. Esta noción de inter-
culturalidad tal vez sea muy cercana al concepto de fricción inte-
rétnica propuesto por Roberto Cardoso en la década de 1960 y 
que, según él, había anticipado en cierto modo el programa que 
Fredrik Barth desarrollaría años más tarde (Cardoso de Oliveira 
y Baines, 2005: 15). 
Los movimientos sociales, en tanto lugares de producción de 
conocimiento, pueden identificarse con ese pensamiento. Y tam-
bién en tanto contribución latinoamericana al ámbito de lo que 
podríamos considerar estudios poscoloniales, enfocados espe-
cialmente en lo que sucede en la propia región –y no sólo en 
el destino de los migrantes en las grandes metrópolis del Primer 
Mundo–. Por otro lado, está la solución de compromiso, buscada 
por amplios sectores de la izquierda latinoamericana en el reco-
nocimiento parcial de esa realidad como un síntoma de carencia 
o de atraso que es necesario superar. Pero aunque la importancia 
del reconocimiento de los aborígenes como actores sociales no 
debe subestimarse, ya no parece ser suficiente en vistas de lo que 
sucede en todo el mundo, incluido el verdadero retorno de lo 
reprimido, que está ocurriendo en esos mismos países del Primer 
Mundo.
Todo esto contribuye, según parece, a revelar una falta de pre-
paración o una resistencia a la interculturalidad favorable a las 
antiguas narrativas (y a los intereses que estas conllevan). Y lo 
mismo ocurre con las escrituras no alfabéticas, consideradas infe-
riores desde el punto de vista moderno y del Estado uninacional 
y que, sin embargo, pueden revalorizarse desde una perspectiva 
intercultural puesto que no son tributarias de una única lengua 
nacional, como recuerda el antropólogo Jack Goody (2007: 32). 
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Sería importante que comprendiésemos que, más allá de los re-
clamos y las anécdotas tan comunes entre los intelectuales sobre 
los constreñimientos que provocan las construcciones de lo “po-
líticamente correcto” –lo que puede incluir la interculturalidad–, 
nada de eso es comparable a lo que el mismo Jack Goody –que no 
es ningún extremista incendiario o “posmoderno”– llamó “el robo 
de la historia”, títulode su último libro, publicado en 2007. Robo 
perpetrado por los europeos cuando impusieron sus categorías y 
sus secuencias sobre el resto del mundo, y que nosotros asimila-
mos de un modo que he descripto como Mais realistas do que o rei 
(2007). Con ese título he querido caracterizar, desde la perspec-
tiva de las elites no-europeas, cierto tipo de xenofilia que podría 
asociarse a la colonialidad.
Antes dije que el trabajo pionero de Roberto Cardoso, cercano 
al pensamiento crítico latinoamericano, no había dado sus frutos 
más importantes sino hasta hace poco tiempo. Y pongo énfasis en 
la resistencia de las antiguas narrativas. En el caso de los antropó-
logos, específicamente, es probable que ese aspecto pueda con-
cretarse un poco mejor si sugerimos que el esfuerzo que sintomá-
ticamente conocemos como institution-building, al que mi propia 
generación se consagró, pagó el precio del eurocentrismo, objeto 
justamente de la crítica de ese pensamiento. Un eurocentrismo 
que, en Roberto Cardoso, fue mucho más táctico, si no irónico 
–dadas las circunstancias políticas y las alternativas de entonces–, 
producto de una mente abierta y no dogmática antes que de la 
convicción. Algo que, en cierto modo, le permitió relativizar las 
cosas, como se hace evidente, por ejemplo, en los márgenes de 
sus Diarios cuando relata su participación –ya en su segundo año 
como etnólogo del Serviço de Proteção aos Índios [Servicio de 
Protección a los Aborígenes] y recién egresado de la carrera de Fi-
losofía de la USP (Universidad de San Pablo)– en el III Congreso 
Indigenista Interamericano celebrado en La Paz en 1954. Allí se 
enfrentó por primera vez con indios que, un tanto insólitamente 
para su biografía, eran quechuas y aymaras. Y, según sus propias 
palabras, también allí la familiaridad con “el discurso eurocéntrico 
(el destacado es mío), político y económico, hegemónico en el 
ámbito del congreso”, lo volvió “un interlocutor razonablemente 
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eficaz en los debates y en las conversaciones que se daban entre 
las delegaciones de los países del hemisferio” (Cardoso, 2002: 
30-31). Pero le faltó enseñarnos el secreto.
Creo que ha llegado el momento de enfrentar la cuestión del 
eurocentrismo en sus fuentes. Y creo que, si no lo hacemos, nuestro 
pensamiento crítico podría ser conducido a un callejón sin salida, 
como parece haber ocurrido con la así llamada teoría de la depen-
dencia. Y, dada la situación, me gustaría abordar la contribución de 
Jack Goody en el libro antes mencionado. Me apoyo en él, paradó-
jicamente, por el hecho de ser fruto de esa tradición que nos mol-
deó, porque entre nosotros todavía nadie es profeta en su tierra (y 
es muy probable que ese no sea un fenómeno exclusivo de Brasil). 
Recuerdo, por ejemplo, el entusiasmo con que recibimos su visita a 
nuestro Programa de Posgrado en Antropología Social del Museo 
Nacional, en Río de Janeiro hace unos veinticinco años (1984). 
Goody llama la atención –sintetizando diversos autores– acerca 
de la tradición de considerar a la democracia un producto exclu-
sivo de la historia occidental; a partir de la antigüedad griega y ro-
mana, la oposición orientalista se asocia a la diferencia entre demo-
cracia-libertad, por un lado, y tiranía-despotismo, por otro. Por lo 
general el segundo par se asocia sobre todo a Asia, oscureciendo 
de ese modo la oscilación democracia-tiranía de la propia historia 
occidental así como también el importante quiebre de supuestas 
líneas de continuidad en esa historia, y el carácter extremadamente 
reciente y todavía precario de la democracia como régimen perma-
nente y generalizado. Y todo eso se articula con una idea restringida 
de la política –asociada a un supuesto “excepcionalismo europeo”–, 
que acompaña a la igualmente restringida noción de economía 
que Karl Polanyi produjo, con efecto análogo y hasta cierto punto 
sorprendente para los antropólogos admiradores de su sustancialis-
mo, estimulando así dicotomías excesivamente extremas. Dicoto-
mías que impregnaron la historiografía y la sociología occidentales 
y que marcaron la idea de un excepcionalismo occidental también 
en lo atinente a las ciudades (Max Weber), la civilización (Norbert 
Elias, seguido por Roger Chartier), el capitalismo (Marx y Weber 
seguidos por Fernand Braudel), además del individualismo, las uni-
versidades, el amor, la caridad e incluso –podríamos agregar– el 
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cristianismo, cuyo secuestro europeo últimamente ha despertado 
mi interés. A esta “historia teleológica”, dado que concibe la Edad 
del Bronce como un fenómeno euroasiático (Gordon Childe), 
Goody le contrapone un “abordaje antropo-arqueológico de la his-
toria moderna”, y para ello recurre a innumerables fuentes, en las 
que sobresalen antropólogos como Meyer Fortes, Evans-Pritchard y 
mi profesor Max Gluckman.
Lo interesante es que, hasta cierto punto, esa polémica se ha 
instalado en la antropología por lo menos desde Lucien Lévy-
Bruhl, y ha sido periódicamente revisitada (tal vez con cierta 
inocencia) para debatir sus implicaciones. Pero es posible que, 
gracias a la crisis actual de las instituciones políticas consagradas 
y a la nueva dignidad de aquello que está corporizado (embodied), 
se retome la cuestión: la democracia participativa, por ejemplo, 
podría aproximarse a la política de las así llamadas sociedades 
segmentarias, que Goody analiza (2007: 53), conjuntamente con 
la valorización más general de los mecanismos de consulta en las 
periferias de los grandes imperios y, dentro de estos, en el plano 
local e, intermitentemente, en un nivel más amplio. Un hecho 
que la historiografía occidental oscureció. 
Esta crítica de Goody también podría considerarse como un im-
portante complejizador del discurso que defiende la diversidad y 
como un alerta a lo que ese discurso puede tener de orientalista, 
exotizante y eurocéntrico. Un poco dentro de la línea de la ya men-
cionada crítica al multiculturalismo; lo cual conlleva un tremendo 
desafío porque, en estas latitudes, el multiculturalismo es a veces 
poco comprendido y se utiliza para dar una versión folclorizante 
de la cultura. Esa mirada reduce la diversidad a las variaciones de 
un gran modelo global con el que se identifica la nacionalidad, ya 
que entre nosotros la demanda ideológica de unidad parece par-
ticularmente severa y es un verdadero punto nodal que no puede 
subestimarse ni tampoco reducirse a sus versiones más radicales. 
De todos modos, debemos tomar en cuenta el orientalismo: es 
como si los diferentes no fueran los otros sino “nosotros” (con la 
máscara de europeos, entiéndase bien) y en este caso la diferen-
cia se consideraría una marca de distinción, un excepcionalismo, lo 
cual se reproducirá internamente cuando convenga hacerlo. Tal 
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vez por eso Gregory Bateson (1972) haya pensado que el contacto 
cultural era una manera de examinar las condiciones de diferen-
ciación dentro de una misma cultura.
También es necesario tener cautela con las críticas a aquellos 
conceptos que, por ser generales, ocultarían diferencias, como los 
conceptos de colonialismo o colonialidad. Asimismo, corresponde 
tener cuidado con el no reconocimiento de la relación entre la co-
lonialidad –en la cual se explicita un eurocentrismo generalizado– 
y el colonialismo en sus diversas variantes, ignorando el carácter 
sistémico del proceso. Esto puede hacer que la crítica de la colonia-
lidad fructifique a costa de una cierta idealización de la herencia 
colonial, jerárquica, como hasta cierto punto pudo haberle ocurri-
do al gran pensador mexicano Octavio Paz –con su evidente gusto 
por los dualismos– y a sus inspiradores, los críticos del liberalismo 
y del positivismo, e inclusoquizás a los modernistas brasileños. Un 
buen ejemplo, tal vez, de los riesgos que corremos en nuestra Amé-
rica por no atrevernos a tomar la crítica al eurocentrismo por las 
astas, quizá debido a nuestra dificultad intrínseca de reconocer otra 
perspectiva. Lo cual nos lleva a apelar a la literatura, que pretende 
ajustar cuentas con el eurocentrismo en sus propias fuentes.
Debemos ser capaces de distinguir los niveles de análisis. Y tam-
bién de reconocer que estas diferencias –cuando son exacerbadas– 
y las no-relaciones a veces resultan de una comparación perversa 
entre una realidad social concreta, por un lado, y un modelo pro-
puesto por la literatura o por las ideologías corrientes, por el otro. 
Cuando este modelo es sustituido a partir de observaciones direc-
tas, las diferencias tienden a confundirse mucho más de lo previsi-
ble y las relaciones, ciertamente no rectilíneas, saltan a la vista. Es lo 
que sucede cuando se compara la colonialidad, tal como se expresa 
en el proceso histórico luso-brasileño, con otros ejemplos concre-
tos, lo que relativiza sus excepcionalidades (todos parecen ser ex-
cepcionales) o crea una comparación mucho más compleja que las 
oposiciones binarias usuales. Es saludable, por ejemplo, examinar 
la formación de una sociedad transfronteriza en la Amazonia de 
Brasil, Perú y Colombia, como lo hizo recientemente el historiador 
colombiano Carlos Zárate Botía (2008) con resultados muy inte-
resantes. También es aconsejable conocer los trabajos de revisión 
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de la historia portuguesa –supuestamente, nuestra matriz– y de su 
pretendido excepcionalismo realizados en los últimos años por al-
gunos científicos sociales, como João Filipe Marques (2007) en su 
reciente Do ‘Não Racismo’ português aos dois racismos dos portugueses. 
De todos modos, es importante admitir que el reconocimiento de 
las diferencias no debe conducir automáticamente al hábito epis-
temológico de la bipolarización absoluta, excepto de un modo tác-
tico, eventual, que deberá ser cuidadosamente evaluado siempre y 
cuando el veneno contenga su propio antídoto.
Sea como fuere, lo que parece una crisis de los modelos euro-
céntricos, asociada a los desarrollos socioeconómicos globales y a 
ciertas alteraciones en la correlación internacional de fuerzas que 
se dan actualmente, podría ser el motor de nuevas posibilidades 
de interpretación. Tal como anteriormente lo fueron ciertas con-
tingencias específicas, y no alguna superioridad europea intrínse-
ca y de largo plazo –aunque tendiera a presentarse como tal–. Y 
entre esas contingencias se destaca el así llamado descubrimiento 
de América, por haber aportado metales preciosos –entre otros, la 
plata de Potosí y de México– que permitirían a Europa importar 
productos asiáticos. Productos que poco a poco dejaron de ser ob-
jetos de lujo exclusivos de una elite y dieron lugar a lo que se ha 
denominado una revolución industriosa, extremadamente amplia y 
casi global, que anticipó la Revolución Industrial (De Vries, 1994). 
Y que lentamente también permitiría realizar una sustitución de 
importaciones –mucho más allá de un procedimiento accesorio o 
de acumulación primitiva– a la que tampoco sería ajena la planta-
tion esclavista, que fue, a su manera, la forma más avanzada de espe-
cialización económica y empleo de capital a la distancia de la época 
(Bayly, 2004: 40). Janet Abu-Lughod (1989) ya había señalado la 
importancia de la decisión china de retirarse del océano Índico en 
el siglo XV –también debido a razones circunstanciales e incluso 
idiosincrásicas–, dejando con ello más espacio a los europeos. Insis-
te en la existencia de un sistema mundial más equilibrado anterior 
al hegemónico de la Europa moderna, estudiado por Immanuel 
Wallerstein en su seminal The Modern World-System (1974). 
Desde esta perspectiva, cobra importancia la visión sistémica en 
detrimento de la reificación entre lo interno y lo externo, favorable 
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a un desarrollo supuestamente endógeno, sobre todo del capita-
lismo europeo. Solamente una visión global nos permitirá escapar 
del falso dilema de la opción entre “nosotros” y “ellos”, y he aquí 
la importancia de Asia para nosotros. Las diferencias se dan en un 
mismo sistema y son, por lo menos en lo atinente a Eurasia, una 
cuestión de grado y no de oposiciones radicales e inconmensura-
bilidades; las ventajas comparativas que disfruta Europa, por ejem-
plo, son temporales y no definen tipos privilegiados a partir de los 
cuales deba evaluarse el conjunto de la historia humana. Un poco 
en la línea de lo que dice Octavio Paz en la primera página de El 
laberinto de la soledad, e independientemente de la evaluación de 
su consecución, una cuestión recientemente enfrentada en Brasil 
por el escritor Silviano Santiago (2006) al proponer un juego en-
tre lo aparente y lo latente y convocar a intervenir al lector. Dice 
Paz que lo que llamamos el “genio de los pueblos” no es sino un 
conjunto de reacciones que pueden variar frente a circunstancias 
diversas y, con ellas, también puede variar “el carácter nacional, 
que se pretendía inmutable”. 
El actual reconocimiento de China y de los “tigres asiáticos” 
hace que nos sorprenda que un autor como Perry Anderson, en 
1974, todavía considerara al desarrollo japonés como una excep-
ción sólo explicable por el hecho de haber conocido este país, a 
diferencia del resto de Asia, un fenómeno similar al del feudalis-
mo europeo (Goody, 1990: 96). La negación de las posibilidades 
de modernización en Asia a su vez estaba asociada a una especie 
de “estadofobia” liberal, neoliberal, anarquista, socialista utópica 
o incluso marxista clásica, muchas veces basada en nociones como 
la del “despotismo asiático”, grotescamente simplificadora y gene-
ralizadora. ¿Habrá una revisión de esta historia? Será interesante 
acompañar el proceso, que una vez más demuestra que el búho 
de Minerva es lento para alzar vuelo, a pesar de nuestra fe a rajata-
bla en la autonomía del así llamado “campo intelectual”.
A propósito, tal vez sea conveniente mencionar algunos ejem-
plos que ilustren cómo la creencia en el excepcionalismo europeo 
produce consecuencias intelectuales, como la fuerte oposición en-
tre estado civil y estado de naturaleza de Hobbes. Que conocerá 
prolongaciones infinitas, como la separación igualmente fuerte 
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entre naturaleza y cultura. Y, entre otros, en Norbert Elias con su 
oposición entre civilización y un estado generalizado de Naturvolk, 
que horroriza a Goody. No obstante, cabe recordar que todo eso 
siempre fue acompañado paralelamente por corrientes más o me-
nos subterráneas, como la de Spinoza en relación con Hobbes, que, 
por ejemplo, sugiere que el estado civil no puede, como pretende, 
hacer cumplir la palabra anteriormente empeñada frente a un la-
drón. Lo cual implica otras relaciones entre el Leviatán y la mul-
titud. Y pone énfasis en las mediaciones y las conexiones: una vez 
más, estamos frente a la cuestión de la democracia y de una noción 
de política menos restrictiva. Y también tenemos la posibilidad de 
deshacer el paquete de la modernidad, en vez de aceptarlo en bloque 
o descartarlo. Algunos hablan de modernidades alternativas, pero 
yo tiendo a pensar que esa expresión conlleva la aceptación de la 
modernidad europea estándar, tal como la definen sus ideólogos.
Este libro de Goody es posterior a The East in the West (1996), en 
el que hacía un inventario de las contribuciones de Oriente a Oc-
cidente, luego retomado por el especialista en relaciones interna-
cionales John M. Hobson (2004) en tópicos como, por ejemplo, 
el de los orígenes chinos de la industrialización británica. Tópicos 
que tienden a situar a Europa como caso

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