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CARLOS BARRERA Y EL AFORISMO MEXICANO 
 
Javier Perucho 
Universidad Autónoma de la Ciudad de México 
 
Para Eugenia Canchola 
 
EL GÉNERO: el aforismo 
Como género de la madurez vital, intelectual y expresiva, el aforismo es una estructura 
prosística que admite en su composición las más variadas formas y contenidos. Carece de 
una arquitectura interior a la cual restringirse —de ahí sus libertades—, como sí la tienen, 
por ejemplo, las formas líricas del soneto, el epigrama o el salmo, que se alojan en un 
armazón fijo, irrenunciable, a cuyo patrón compositivo debe atenerse el poeta como 
constancia de su dominio expresivo y conquista del continente abordado. De ahí se 
desprende que esos formatos, incluyendo el aforismo, demanden a sus practicantes artes en 
su oficio, la experiencia que concede la madurez y un universo forjado. Por dichas razones, 
casi ningún escritor imberbe ha publicado aforismos, hasta ahora, en la historia literaria. La 
experiencia de vida, la práctica de la escritura, el bagaje intelectual y su consideración han 
de esperarse que se viertan en la forma inasible que da consistencia al género. Como en el 
luengo maratón, el aforismo exige y espera a un escritor de fondo, ya entrado en los años de 
la vida. Naturalmente, a la edad tentativa de los deseos cumplidos, el pasado añejado y el 
hambre aplacada. Adelanto dos ejemplos que señalan derroteros en la tradición mexicana: 
Maximiliano de Habsburgo y Salvador Elizondo, quienes en la tercera década de sus vidas 
publicaron su obra aforística. El primero estaba destinado a dirigir un imperio 
irremediablemente fallido: “Preciso es comenzar por obedecer y enseñarse a aprender, para 
más tarde mandar y saber enseñar.”El otro, a compendiar una poética del dolor: “El dolor 
corporal, como el amor y el mal, no tiene término ni límites. La tortura es su expresión 
tangible y su demostración.” El razonamiento complementario a este aforismo asienta: “La 
tortura sólo es tal si su fin no es la muerte. Un supliciado a muerte es, inequívocamente, la 
más alta torpeza del verdugo.” 
 
 
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Señalo apuradamente que los escritores Ricardo Sevilla, Jezreel Salazar, José 
Antonio Rosado y Luigi Amara, nacidos en los años setenta del siglo pasado, acumulan en 
el momento de pergeñar esta observación una década practicando el aforismo. Y excepto el 
segundo, cada uno ha publicado al menos un libro atenido al género en cuestión. 
En otras tradiciones, el escritor senil habitualmente atizaba el fuego del género. 
Lichtenberg, Kafka, Canetti y Cioran expresaron su razón literaria en sentencias aforísticas 
a la edad media; otros en otras culturas literarias, como Augusto Monterroso, Edmundo 
O’Gorman, Augusto Roa Bastos y Octavio Paz la blandieron en la plenitud de los años que 
ofrecieron sus vidas. 
Por tal circunstancia de madurez, razón de modernidad y en ausencia de una 
geografía literaria que trace sus linderos, el aforismo se ha convertido en un continente que 
acepta en su fuero interno sentencias, definiciones, diálogos, transcripciones, pensamientos 
furiosos, evangelios políticos, proclamas, soliloquios en voz alta, citas en otras lenguas, 
sobre todo del inglés y del francés, recurso nada solitario en el caso de Elizondo. 
Otra característica del aforismo, requerida por Alfonso Reyes, Carlos Díaz Dufóo 
hijo, José Emilio Pacheco o Juan García Ponce, es la economía verbal. Éste es el género 
que subordina los tiempos de la acción conjugada en tiempo presente al remanso de las 
definiciones. Y privilegia la argumentación a la trama; el conflicto por el héroe; la epifanía 
por la verdad; la acción contemplativa por el artificio del calificativo. Por supuesto, es más 
sustantivo que adjetival. Por esta naturaleza, ningún vocablo padece de orfandad sintáctica. 
Por esta condición también, si se formula apegada a los preceptos de la brevedad (concisión, 
elisión, condensación), mayor será el despliegue de significaciones reveladas por su carga 
de profundidad. Esta tríada forma parte de sus propiedades textuales, de ahí que en el 
abanico de implicaciones encuentre sus rangos de apertura. 
Como en la sentencia o el refrán, géneros de la oralidad con los que comparte el 
laconismo y la precisión del pensamiento gregario, el aforismo resuma experiencias de vida, 
aunque a diferencia de aquéllos, anónimos y colectivos, nace con una autoría que reafirma 
la identidad de un sujeto que no necesariamente habla a nombre de una comunidad, ni 
pretende una lección moral o una enseñanza, aunque amasar el consenso es uno de sus 
propósitos. Quienes predican con este género expresan su razón y circunstancia, al 
 
 
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compartirlas intentan reformarlas, pero no inducen las acciones de un sujeto, acaso las 
soliviantan. Un rasgo del aforista de temple: irremediablemente se convierte en un 
moralista en cada uno de sus dardos. 
El aforismo al despojarse de estas pretensiones de docencia y vocería, encuentra su 
constancia de modernidad, a la que acarrea hasta su última frontera. Elizondo plasmó su 
descripción de esta manera: “Un aforismo es una definición siempre arbitraria de algo 
improbable, pero cierto.” Ya se vio, ni la tautología, ni la metaficción le son ajenos al 
género en el momento de su gestación. 
Por su parte, Carlos Barrera así caracterizó al género: “Pensamientos con una 
pequeña punta, ya de ironía, bien de benevolencia; a veces de lástima, otras de regocijo: 
nada más que una punta afilada […] Los dispararé como las flechas de los Partos, que 
peleaban huyendo.” (Memorándum).En este caso, toda definición es cierta por el apego a la 
verdad de su escritura. En carta a un discípulo, José Antonio Ramos Sucre definió al género 
con esta oración tronante: “Los aforismos son disparos al aire.”(Cartas, 7 de enero, 1930.) 
¿Bala o flecha? Plomo y obsidiana: los vectores de transmisión del aforismo 
latinoamericano en la centuria pasada. 
Ahora bien, ya que exploramos el pasado de una tradición y pretendemos levantar 
la historia de un género, conviene rastrear sus antecedentes remotos, los sustratos. Por la 
arqueología literaria, hemos encontrado ciertas pruebas documentales en el añejo siglo XIX. 
Las evidencias las encontramos en el trabajo periodístico que realizó Ignacio Manuel 
Altamirano para El Renacimiento (1869) y La República (1880), donde publicó lo que la 
edición moderna ha rescatado y titulado como Aforismos (1995), luego cobijadas en sus 
Obras Completas (tomo XXIII), bajo el manto tutelar de “Pensamientos”. Asimismo Juan M. 
Balbontín legó sus 98 máximas y sentencias filosóficas y morales para uso de las clases de 
lectura en las escuelas primarias (1878), del mismo modo que Juan Benito Díaz de 
Gamarra y Dávalos escribió sus Tratados (circa 1860),cuyos libros agrupan ejercicios 
escriturales que resumen el pensamiento aforista de la centuria decimonónica, aplicado a la 
educación y la forja de la patria, además de retratar la envidia, el carácter femenino y la 
idiosincrasia nativa, entre otros asuntos perennes. 
 
 
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En este punto conjeturo, si me excusan la osadía, que en la Décima Musa (Primero 
sueño) y en Maximiliano de Habsburgo (Aforismos 1869) encontraremos las pruebas 
suficientes para documentar el trayecto del aforismo por las letras mexicanas en sus etapas 
novohispana e imperial, o al menos su transplante y cultivo. 
 
EL PRACTICANTE: Carlos Barrera 
Carlos Barrera Treviño (1888-1970), cuyos padres fueron Juan J. Barrera y 
Dolores T. de Barrera, nació y creció en el barrio de La Purísima (Monterrey, Nuevo León); 
como estudiante seminarista, fue “criado y educado a la sombra de las iglesias, lector 
obligado de textos clásicos”, ya adolescente se distinguió por tímido, melancólico y 
soñador, aupado por la tiranía de la tartamudez. En su vida adulta fue practicante de los más 
variados géneros. El cuento, la novela, el ensayo, la poesía y el teatro fueronlas piedras de 
río donde labró su escritura; asimismo, en la traducción, la teoría literaria y la didáctica de 
la lengua quedaron esparcidas lascas de sus empeños. Por esa misma talla, el aforismo y el 
microrrelato encontraron otros soportes donde desbastó las estampas que integran el 
Calendario de las más antiguas ideas (México, Editorial Herrero, 1932), volumen cuyas 
primeras calas se localizan en “Calendario”, la columna periodística que animó por décadas 
en Excélsior, atalaya, tribuna y vaso de su narrativa y pensamiento aforístico. Como caso 
prototípico del escritor raro, poco sabemos de sus trabajos y sus días, aunque por una 
indagación hemos podido rastrear ciertos pasajes vitales del escritor regiomontano. 
Enseguida los documento. 
Previamente trazo la silueta del escritor raro. A pesar de su trayectoria 
universitaria, relaciones interpersonales con los más destacados ateneístas, tribuna 
periodística, carrera diplomática, convivio con los escritores exiliados en París, casi nada 
sobrevive de su legado cultural debido, por una parte, al cortísimo tiraje con que él mismo 
imprimía sus libros; por la otra, a las ediciones de autor que los patrocinaba y las ciudades 
extranjeras en que las imprimía. Un ejemplo: el Calendario de las más antiguas ideas tuvo 
un tiro de setenta ejemplares. De este libro, su autor y los aforismos que ahí estampó, se 
trata el presente ensayo sobre un tipo de escritura excluida —el aforismo—, un patrimonio 
 
 
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literario fuera de los acervos, la historia y el canon: el de Carlos Barrera, un autor 
extravagante para el gusto de nuestra época, el mercado y el avasallaje de la novela. 
Aquí siguen los pasajes concernientes a sus empeños literarios. Los poemas y 
textos iniciales de Barrera Treviño fueron publicados en las revistas Pierrot y 
Contemporánea, editadas en Monterrey por Ricardo Arenales entre 1905 y 1909, que se 
convirtieron en el foro regional de los escritores de la época: Alfonso Reyes, Héctor 
González, Fortunato Lozano y Joel Rocha, entre otros regiomontanos, algunos de ellos casi 
desaparecidos del horizonte literario, a no ser por el rescate cultural que se ha emprendido 
en las comarcas en que nacieron. Se sabe que fue traductor de otros raros, para estos 
tiempos: Paul Féval, André Lich Tenberg, John Van Dugn Southworth, Paul Bourget, 
además de Henrick Ibsen, Oscar Wilde, Somerset Waugham y Emily Brontë. Participa de la 
tertulia Dioses Mayores. A la muerte de Othón, funda en colaboración con otros escritores 
la sociedad literaria Manuel José Othón. En su casa de Tacubaya, de la Ciudad de México, 
se reunía los domingos con José Vasconcelos, Ricardo Arenales, Leopoldo de la Rosa, 
Enrique González Martínez, Ramón Treviño, Miguel Sánchez de Tagle, Antonio Caso, 
entre otras figuras de la generación del Centenario. Él mismo es un integrante eclipsado de 
esta promoción. Cuando Madero ocupa la silla presidencial, Barrera Treviño viaja a Francia 
por un golpe de bonanza económica, ahí residirá por diez años —hasta 1915—, y también 
ahí tertulió con Alfonso Reyes en la rue Paraday, padeció hambres y agotó las noches 
bohemias. En esta ciudad, forma parte de la Junta Revolucionaria Constitucionalista de 
París, en calidad de secretario (23 de mayo de 1913). Allá trabajó, justamente, con Luis 
Quintanilla, Juan Sánchez Azcona, Cutberto Hidalgo y el “Sr. Atl”; colaboró para el diario 
La Revolution Au Mexique, para impedir que se lograse el empréstito que Victoriano Huerta 
pretendía colocar en las lonjas europeas. 
Ahora siguen los pasajes relativos a sus jornadas vitales. Cursa la escuela 
elemental y media en el Seminario Conciliar de Monterrey (1902), luego estudió en el 
Central Business College de Sedela (Missouri, 1903, ahí participa en la feria estatal, en el 
concurso Rapid Calculation, donde para su fortuna gana el primer lugar); regresa a México 
a la muerte del padre (1905).Y conforme la vida exigía, prosiguió su formación en la 
Escuela de Altos Estudios (México), la Sorbona (Francia) y Georgetown (EE UU). 
 
 
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La leyenda que se propaga por las redes virtuales sostiene que estuvo destacado 
como diplomático en las embajadas mexicanas de Washington y Oslo, mas por una 
pesquisa en el Archivo Histórico Diplomático “Genaro Estrada”, bajo el resguardo de la 
Secretaría de Relaciones Exteriores, quedamos enterados por sus listas de embajadores que 
no ocupó tales puestos; en cambio, sí ejerció como cónsul de México en San Antonio 
(Texas). Perteneció al Servicio Exterior a cargo de responsabilidades menores—traductor 
oficial, secretario particular del canciller, jefe del departamento de traductores del cuerpo 
diplomático mexicano y sinodal—; asimismo colaboró en la misma Cancillería con Genaro 
Estrada y Arturo Pani. Sin embargo, su hija —Sandra Barrera Ocampo— sostiene que las 
legaciones de México en Suecia, Noruega y Cristianía estuvieron a su cargo por un tiempo 
(1916-1919); es verdad lo que afirma, la documentación que reserva su expediente permite 
sostener esta aseveración, aunque nunca fue designado oficialmente en el cargo. Su carrera 
diplomática transcurrió de 1914 a 1932. En los expedientes que se resguardan en el archivo 
de la Cancillería se localizan un par de fotografías y la documentación personal de Barrera 
Treviño: promociones, permisos, demandas de sueldo, ceses laborales, comprobantes de 
enfermedad, trámite de vacaciones, reclamos de deudas; en fin, las cuitas de la vida 
consular. En 1931 retorna a México con sus tres hijos: Juan Carlos, Myrna y Sandra. 
En 1970, viudo, aislado, “prácticamente en el mundo de su trabajo literario, sus 
trabajos periodísticos, sus traducciones y sus recuerdos […] Barrera, casi ciego e inválido, 
como consecuencia de un accidente, muere en su casa el 23 de junio”, según se rindeen el 
testimonio de Sandra Barrera Ocampo, en “Carlos Barrera Treviño, aspectos de su vida y su 
obra”(f. 35). 
 
LA OBRA: 1931.Calendario de las más antiguas ideas 
Su materia prima fue expuesta por primera vez en un diario de circulación 
nacional (Excélsior), luego reconvertida en libro por los afanes de la edición de autor —el 
tiraje constó de setenta ejemplares numerados, según consta en el colofón—, tarea muy 
usual en el reino del aforismo, pues sus cultores se han dedicado a practicarla a lo largo del 
siglo, pongo como ejemplos el libro de Arturo R. Pueblita (Lampos. Aforismos en verso, 
 
 
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México, 1945) y el de Francisco Tario (Equinoccio, México, 1946), impresos por sus 
empeños financieros. 
Calendario remeda la misma estructura de un diario personal—así lo hace constar 
en una sección llamada “Memorándum”—con la abierta intención de plasmar la vida 
cotidiana del autor a partir de una vivencia, un pensamiento, una nota costumbrista, una 
imagen doméstica, una jornada en la oficina consular, una impresión urbana, aunque para 
darles forma, valor y sentido se ajusta tanto a los protocolos argumentativos del aforismo 
(“La cruz de ceniza en la frente no añade ni siquiera su peso de humildad en el corazón.” 
[Miércoles, 18 de febrero.]), a la mecánica del microrrelato (“Como no me habían 
presentado con el escritorio de encino, no me atrevía sentarme en el sillón ante él. Temí que 
indignado cerrase de golpe la cortina corrediza que le sirve de cubierta, magullándome los 
brazos y sujetándolos prisioneros contra la mesilla para castigarme de mi osadía.” 
[Domingo, 15 de marzo.]), así como a la imagen poética (“esta calle que la vía férrea corta 
en cruz sangra por las heridas de sus ventanas eléctricas”, lunes, 2 de marzo), o a la oración 
simple y llana del enunciado unimembre (“La humildad acogedora de los taburetes.” 
[Sábado, 28 de marzo]). 
Tal como lo demanda la naturaleza de un diario puntualmente exigente, el registro 
de sus entradas es cotidiano. Por tal razón contiene 365 anotaciones, que corresponden a los 
respectivos días del año, incluyendofestividades, más tres secciones que llevan por cabezal 
“Memorándum”, “Fotogramas” y “Dardos”. Éste es el entramado que da orden y sentido a 
Calendario. El relato que parodia es el Calendario Galván, que aunque muy antiguo, 
normó la mentalidad mexicana y rigió la idiosincrasia de ciertos grupos sociales incluso 
hoy. 
Los temas que lo integran son ricos y diversos, múltiples. Como exigente aforista, 
sus temáticas arrancan de la condición del escritor, en quien encarna la daga del doble filo 
que sostiene su estilística: “Como la ironía es un arma de dos filos, cada vez que voy a 
usarla empiezo por herirme a mí mismo con uno de ellos.” (Domingo, 22 de marzo.) Así, el 
aforista por su condición empieza, ya que ironiza con él mismo para entresacar la materia 
prima de sus punzantes composiciones aforísticas. 
 
 
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El sujeto que postula la ironía, aparte de asumir su entidad como narrador, tiene 
como trasfondo al ciudadano Barrera Treviño, de quien saquea la experiencia empírica para 
documentar las jornadas de vida del aforista. Aquí más que conjeturar, postulo que quien 
enuncia en el aforismo no es el sujeto lírico clásico, sino el escritor que se reconoce a la luz 
de sus palabras con un nombre propio, el ciudadano que ha transitado por los intríngulis de 
la vida civil, política y costumbrista de la república, es decir, Carlos Barrera Treviño, 
escritor y diplomático, hombre público de fama escasa. 
Acorde con este distintivo hipotético, tal como lo mandata el aforismo, la 
experiencia vital es el bagaje inmediato y personal con el que se componen los aforismos, 
se entiende entonces que los núcleos temáticos abordados en cada anotación del diario, se 
desprendan del trato con sus congéneres, aparte de que de ahí se derivan asuntos caros a su 
escritura aforística, como son los viajes en ferrocarril, avión o en “fuerza caballar” —
novedades de una modernidad anunciada—, además de asuntos como la nostalgia del 
pueblo, los recuerdos maternos y, rasgo secundario del libro, entramado de la política 
nacional, de la que Barrera Treviño era un atento observador y un comentarista, nomás 
recuérdese su época parisina, de mullido exilio militante. En distintas épocas, otros 
escritores en su vertiente aforística también han explotado y explorado tangencialmente la 
veta de las problemáticas sociales, digamos Jesús Silva Herzog, Héctor Aguilar Camín, 
Guillermo Fadanelli o Armando González Torres. 
Aquí conviene señalar otros elementos distintivos de Calendario, por ejemplo, 
algunas anotaciones aforísticas llevan un título, otras a veces enlistan y desarrollan una 
serie o un conjunto de acciones. En ocasiones traman una acción sencilla endulzada por un 
agudo o engalanado adjetivo: “La hospitalidad efusiva de los sillones.” (Jueves, 26 de 
marzo).También en las entradas deja rastros de su formación humanística, pues lo mismo 
refiere a Spengler —huellas del antiguo régimen porfirista—, la civilización occidental, la 
“provincia anacrónica”, la religión, la felicidad o la mujer, de este asunto particular se 
deriva un rasgo estilístico —ideológico, propiamente—, común entre ciertos aforistas 
nativos o foráneos, la misoginia: “Cuando la mujer confiesa haber cumplido los treinta es 
que ya se resignó con la idea de envejecer, lo cual sucede, exactamente, cinco años después 
de haber cumplido los cuarenta.” (Jueves, 29 de enero.) Casi un siglo antes, el maestro 
 
 
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Altamirano sostuvo que “Las mujeres nunca encuentran inverosímil una lisonja que se les 
dirige.” 
Como “ironista sempiterno”, Barrera Treviño sonríe con indulgencia ante los 
pecados, errores, gazapos y caídas de sus congéneres. ¿Les ofrece ayuda? No, esa función 
social o terapéutica está vedada al aforista de cepa, ya que su tarea es la de convertirse en 
un observador, en mero cazador de erratas de la condición humana, cuya talacha inmediata 
y perentoria es registrarlas, dar noticia de ellas, para luego parodiarlas con un sarcasmo 
seco y puntual: “Ese afán monótonamente resignado de tratar de explicar la vida partiendo 
de principios y llegando a términos que están colocados fuera” (Domingo, 15 de febrero) de 
su competencia literaria, mas no de su tendencia a la reforma moral. La terapia y sus 
beneficios se trasladan a un tercero en discordia: el lector, a quien abre una ventana para 
contemplar los momentos insignes o baladíes de la vida. Es aquí donde se despliegan las 
funciones del moralista. 
Ahora bien, ¿qué distingue al Calendario de las más antiguas ideas, de los libros 
aforísticos de la época? Su completud e integridad, es decir, la forja de la tradición que si 
no inicia con el escritor regio, sí se fortalece, pues el antecedente más cercano al que 
podemos atenernos es el libro de Francisco Sosa, Breves notas tomadas en la escuela de la 
vida (1910), con el cual es posible contrastar por su unidad genérica, ya que ambos son 
plenamente aforísticos, a ratos misceláneos por su cruce fronterizo con el relato corto, la 
estampa, la prosa poética, el dialogismo y la oración simple y llana. Los dos exploran la 
época moderna, la idiosincrasia de una comunidad, taras nativas y tradiciones pueblerinas, 
además de utilizarlos como observatorio del transcurrir político nacional —olfato y oficio 
en la caja de herramientas del aforista. 
En este punto conviene anotar una retrospectiva exprés. Previo a la aparición 
pública de Calendario y Breves notas tomadas en la escuela de la vida, durante las 
primeras décadas de la centuria pasada, no se distinguían libros de manufactura aforística 
propiamente, acaso no existían en el firmamento cultural mexicano —o no hemos logrado 
rastrearlos, a decir verdad—. Naturalmente, hubo cultivadores esporádicos entre los 
ateneístas. Tan sólo recordemos a Alfonso Reyes y Julio Torri, quienes descubrieron para la 
época moderna esta veta, por cuya exploración legaron a la posteridad ejemplares de su 
 
 
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práctica, que yace entre los folios de sus opúsculos—Torri—, o la inabarcable obra 
completa —Reyes—. Como caso de excepción, menciono los empeños de Carlos Díaz 
Dufoo hijo, cuyo libro (Epigramas) se publicó en el ínterin en que aparecieron los de Sosa 
(1910) y Barrera (1931), en 1927 en Francia. 
Calendario y Breves notas tomadas en la escuela de la vida, coinciden en el 
epicentro del aforismo por su unidad textual, recursos, voluntad de creación de un género, 
conciencia de la arquitectura literaria descubierta e innovaciones en la escritura aforística. 
Este dueto libresco probablemente se convertirá, cuando la historia y crítica del género 
hayan encontrado consenso y legitimidad en los estudios literarios, en paradigmas del 
aforismo mexicano, pues contienen los elementos estéticos que los diferencian y distinguen 
como especies únicas en la literatura mexicana del siglo XX por ser únicas, pioneras y 
entonces vanguardistas. 
Anoto unas diferencias entre ambos libros. Calendario fue alumbrado por el 
impulso de parodiar las ideas costumbristas y conservadoras que se predicaban en el 
Calendario Galván; sigue la misma cronología anual y sus festividades, con ciertas 
acotaciones al margen; sin embargo, no pretende regular las costumbres de sus 
destinatarios, al contrario, muestra las ataduras sociales que determinaron una época y 
normaron una comunidad, ausculta asimismo la idiosincrasia nativa de los habitantes del 
interior, urbanos y cosmopolitas, a la luz de los postulados del envejecido romanticismo y 
un afiebrado modernismo, reacciones naturales ante la opresión del positivismo y los yugos 
del porfiriato: “Los métodos dictatoriales eran rápidos, seguros, sin incertidumbre e 
inexorables. ¡Belén y San Juan!” La faceta de comentarista político y disidente del antiguo 
régimen aquí se evidencia. 
Generacionalmente, Sosa y Barrera fueron pares. Ignoro si ellos se conocieron en 
vida, probablemente sí. Por los destinos del azar quizá tuvieron noticiauno del otro, pues 
los círculos sociales que frecuentaron se intersectaban en las actividades profesionales 
ejercidas por ambos, digamos en el periodismo, la burocracia y la tertulia desde la Ciudad 
de México. En cambio, el trayecto de las obras referidas se encuentra en el cruce de 
caminos que los llevó a descubrir y explorar las gemas del aforismo. 
 
 
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Uno habló sobre las fiestas del Centenario rendidas en Palacio Nacional —Sosa—; 
el otro, sobre las menudencias de la vida consular —Barrera—, entre una infinidad de 
temas abordados más, pero sólo menciono estos asuntos para contrastarlos y distinguirlos. 
Ambos tomaron de las vicisitudes de la vida política nacional para exportar tales 
menudencias a su práctica aforística. 
De Calendario y Breves notas tomadas en la escuela de la vida carecemos de una 
edición contemporánea, así como de las prácticas periodísticas o literarias que tanto Sosa 
como Barrera ejercieron. A estos autores los emparentan sus jornadas como funcionarios 
públicos, periodistas a sueldo, críticos del orden burocrático, testigos del progreso 
tecnológico, narradores en el tránsito del polvo y el olvido, nativos de Monterrey y Mérida, 
ciudades presentes en los “dardos” y en las “notas”, con los que tejieron una añoranza del 
terruño, el hogar materno y el campo florido de los juegos de infancia. 
 
 
 
 
 
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Referencias bibliográficas 
 
Altamirano, Ignacio Manuel. “Pensamientos”. Varia, compilación, prólogo y notas de 
Nicole Giron, México: CNCA, 2011. 31-44 (Obras Completas, t. XXIII). 
---. Aforismos, edición de Marcelino Castillo Nechar. Toluca: Universidad Autónoma del 
Estado de México, 1995, 47 pp. (Cuadernos de Cultura Universitaria, 9). 
Balbontín, Juan M. 98 máximas y sentencias filosóficas y morales para uso de las clases de 
lectura en las escuelas primarias, México: Imprenta de Francisco Díaz de León, 
1878, 60 pp. 
Barrera Ocampo, Sandra. “Carlos Barrera Treviño, aspectos de su vida y su obra”. Tesis de 
licenciatura en Lengua y Literaturas Españolas, México: UNAM-Facultad de 
Filosofía y Letras, 1977, 105 ff. 
Barrera Treviño, Carlos. Archivo Histórico Diplomático “Genaro Estrada”. Archivo 
General. Años 1914-1921, exp. I/131/288, leg. 28-2-3. Segunda parte, años 1921-
1933, exp. I/131/288, leg. 28-2-3. 
Barrera, Carlos. 1931. Calendario de las más antiguas ideas. México: Editorial Herrero, 
1931, s.p. 
Barrios, Hiram. “Carlos Barrera, un constructor de breverías, 1888-1970”. Cuadrivio. Hic 
et Ubique, “Contra el Olvido”, noviembre 13, 2013. 
http://blog.cuadrivio.net/2013/11/carlos-barrera-1888-1970-constructor-de-
breverias/ [Fecha de consulta: 30 de noviembre, 2013.] 
Barrios, Hiram. Lapidario. Antología del aforismo mexicano. Toluca: Foem, 2014. (En 
prensa). 
Díaz de Gamarra y Dávalos, Juan Benito. Tratados. Errores del entendimiento humano. 
Memorial ajustado. Elementos de filosofía moderna. Edición y prólogo de José 
Gaos, México: UNAM-Imprenta Universitaria, 1947, 205 pp. (Biblioteca del 
Estudiante Universitario, 65). 
Díaz Dufoo hijo, Carlos. Epigramas y otros escritos. México: Ediciones de Bellas Artes, 
1967, 150 pp. 
Elizondo, Salvador. Cuaderno de escritura. México: FCE, 2000. 127 y 131. 
Habsburgo, Maximiliano de. “Aforismos”. Recuerdos de mi vida. Memorias de 
Maximiliano, traducción de José Linares y Luis Méndez. México: F. Escalante 
Editor, 1869, t. II. 203-228. 
 
 
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Muñoz Fernández, Ángel. “Barrera, Carlos (1880-1970)”. Fichero bio-bibliográfico de la 
literatura mexicana del siglo XIX, T. I. México: Factoría Ediciones, 1995. 60-61. 
Perucho, Javier. “El Ateneo, hogar de las musas menores”. Ínsula. Revista de Letras y 
Ciencias Humanas, 801. Barcelona [septiembre, 2013]: 27-30. 
Pueblita, Arturo R. Lampos (Aforismos en verso). México: edición de autor, 1945, 74 pp. 
Tario, Francisco. Equinoccio. México: edición de autor, 1946, 113 pp.

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