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Desobediencia Civil

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LA DESOBEDIENCIA CIVIL
Es un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno. Señalando también como rasgo específico que el desobediente civil actúa «dentro de los límites de fidelidad a la ley». 
Desobediencia Civil y Democracia Constitucional 
La reflexión de la desobediencia civil en un sistema político como el democrático, debe necesariamente partir del hecho de que ésta es una actividad ilegal porque viola normas jurídicas válidas y vigentes -aunque éstas puedan ser moral y jurídicamente reprobables que se comete con el fin de producir un cambio. En este sentido, la desobediencia civil no sólo viola normas jurídicas, sino que sobrepasa aquellos canales ordinarios, tanto jurídicos como políticos, que en un sistema democrático existen para la producción del cambio de leyes o políticas gubernamentales, es decir, se coloca fuera de las reglas del juego que sustentan a este sistema político. 
La desobediencia civil, desde un punto de vista puramente jurídico formal, sólo puede ser considerada como un acto ilegal, aunque no necesariamente definitivo. En esta medida el significado de esta forma de conducta cívica debe buscarse en un espacio metajurídico, que precisamente lo constituyen aquellas concepciones político morales que sustentan a las instituciones democráticas. 
El hecho de que para algunos autores la desobediencia civil atente en contra de la democracia misma, mientras que para otros desempeñe un importante papel innovativo y correctivo y pertenezca esencialmente a este sistema político, se explica en la medida en que dichas posturas corresponden a dos nociones de democracia. La primera es la noción de democracia formal que refleja una preocupación por la validez de los procedimientos democráticos. La segunda es la noción de democracia sustantiva que se preocupa porque los resultados del proceso democrático correspondan con principios político-morales aceptables.
La imposible justificación legal de la desobediencia civil
Los teóricos suelen estar de acuerdo en que es imposible justificar legalmente la desobediencia civil. Así, por ejemplo, Carl Cohen afirma: «De la naturaleza de un acto cualquiera de desobediencia civil se sigue que no puede dársele una justificación legal. En un sistema jurídico dado, la ley no puede justificar la violación de la ley».
Esta postura, que también mantiene el profesor Garzón Valdés, viene a significar lo siguiente: es lógicamente imposible que una conducta esté, a la vez, prohibida y permitida por un determinado sistema normativo. Independientemente de los problemas lógico-normativos que una afirmación de este tipo da por resueltos sin más, lo que resulta sorprendente, casi aterrador, es la consecuencia final que esta postura tiene: la causa de que el desobediente tenga que ser castigado resulta ser la imposibilidad lógica de que una conducta esté a la vez prohibida y permitida en un sistema normativo determinado. Es decir, es la lógica quien envía a la cárcel al desobediente. 
Unas mínimas nociones de esa rama del saber que es la lógica son suficientes para darse cuenta de que no encierra en absoluto la agresividad suficiente como para privar a alguien de su libertad. 'La lógica es absolutamente inofensiva. Hay que intentar averiguar qué mecanismos permiten presentarla como principal responsable en este caso.
Lo que hacen los teóricos al argumentar así es formular una verdad sólo a medias. «En un sistema jurídico dado, la ley no puede justificar la violación de la ley.» Es decir, el desobediente no puede tener defensa legal alguna. De esta verdad a medias se deduce la consecuencia: por consiguiente, desde el punto de vista legal, el desobediente debe ser castigado (¿qué otro sentido podría tener la expresión «imposible justificación legal»?).
«La ley no puede justificar la violación de la ley» es una verdad a medias, porque debe ser completada por otra: «la ley no puede justificar la aplicación de la ley». Del mismo modo que la ley no puede encontrar en sí misma la justificación para cambiar, tiene que salir de sí misma para encontrar las razones por las que debe regir.
Presentar sólo la primera mitad de la verdad supone presentar como autónomo un ámbito que en realidad no lo es. El desobediente civil no tiene defensa legal posible; por lo tanto, desde el punto de vista legal, debe ser castigado. Esta argumentación implica que pueden encontrarse en la ley razones suficientes y completas para castigar a alguien. Desde luego, la ley es la base en función de la cual se impone el castigo. Pero si la argumentación se detiene ahí, se olvida el hecho de que la ley tiene que buscar su propia base y de que ésta está fuera de ella. Si se consideran suficientes y completos los argumentos legales, entonces se está ahorrando a la ley el tener que salir fuera de ella a buscar las razones de su obligatoriedad. En definitiva, se está considerando autolegitimada a la ley.
Es un hecho que si el desobediente civil no tiene una buena defensa legal va a ser castigado. Cabalmente el argumento de la imposible justificación legal de la desobediencia civil tiene de cierto sólo eso. De ese hecho extrae todo su poder de convicción. Sin embargo, los teóricos no dicen simplemente «el des-obediente civil va a ser castigado porque no tiene defensa legal», sino que dicen «desde el punto de vista legal, la conducta del desobediente no tiene justificación». 
¿De dónde ha surgido el término «justificación»? ¿Cómo se ha dado el salto de la argumentación fáctica a la argumentación moral? De ningún modo. El hecho sigue siendo el mismo, sólo que ahora se le llama de otra manera. Al hacerlo así se presenta como legítimo, pero sin ofrecer ninguna razón para ello, La ley sólo se autolegitima porque rige, porque es aplicada, porque es efectiva, sin necesidad de ninguna otra razón, Este es el verdadero alcance del argumento de la imposible justificación legal de la desobediencia civil.
La justificación de la desobediencia civil
De acuerdo con este planteamiento del problema resulta imposible que el desobediente pretenda que su acción esté a priori justificada. Si lo pretendiese, se estaría presentando a sí mismo como encarnación de la voluntad de la mayoría. Lo cual iría en contra de toda la lógica de la protesta: por un lado, el desobediente considera que, en términos generales, los órganos representativos llegan a decisiones que coinciden con la voluntad de la mayoría. 
Por otro lado, tiene conciencia de que, en determinados casos, se producen fallos en el mecanismo representativo que no garantizan el control por parte de la voluntad de la mayoría, de las decisiones institucionales. El sentido de su protesta es conseguir que éstas se ajusten a aquéllas. Es la voluntad de la mayoría la que debe tener la última palabra, no el desobediente.
Ha sido precisamente el situar el problema de la justificación en el momento de la desobediencia lo que ha dado mayor fuerza a la postura contraria a la misma: «Sí, puede que esta ley sea injusta, pero ¿quién es usted para juzgarlo?», es, en síntesis, lo que se le dice al desobediente.
Sin embargo, si el problema de la justificación se traslada al momento de la reacción de la opinión pública, esta postura pierde gran parte de su fuerza. Ya no es el desobediente quien juzga la legitimidad de una ley, sino la instancia real depositaria de la legitimidad. 
En el caso de que esa instancia fuera favorable al cambio propugnado por el desobediente, ¿a quién habría que dar la razón? Dar la razón a las instituciones sería lo mismo que afirmar que son ellas las depositarias de la legitimidad y no el pueblo.
La legitimación de un acto concreto de desobediencia civil tiene que venir mediada por la aprobación por parte de la comunidad de sus objetivos. Pretender que un acto de desobediencia civil pueda estar justificado de antemano, puede conducir fácilmente a la desfachatez que resuma de un libro aparecido recientemente en Italia, donde el interésmás particular se convierte en legitimación suficiente para desobedecer cualquier tipo de ley o mandato. Con ello sólo se consigue desprestigiar y trivializar este modo de protesta. Por otro lado, el no darse cuenta del significado de esta mediación impide a quien es honesto dar al desobediente otro trato distinto del que se da a quien obra movido por sus ideales o su conciencia. En síntesis, aquella persona que obra según su propia conciencia debe merecer nuestra aprobación moral aunque no compartamos sus puntos de vista. 
La cuestión que me gustaría dejar clara aquí es la de que si este tipo de respeto ha de ser posible, deben existir modos establecidos de manifestarlo; deben existir normas de cortesía o rituales que todas las partes entiendan y usen.
La verdadera razón por la que el desobediente civil merece respeto es que la única arma con la que cuenta es su capacidad de convicción. No se trata tanto de que obre de acuerdo con su conciencia como de que esté dispuesto a someter sus propuestas al juicio de los demás. Alguien que obra por motivos de conciencia puede ser un fanático. 
El desobediente civil no lo es. No cree estar de antemano en posesión de la verdad ni tampoco pretende imponerla por la fuerza. Por eso sí merece respeto. Pero en caso de que su protesta ponga de manifiesto que existía verdaderamente una fractura entre la voluntad institucional y la voluntad de la mayoría, no sólo merece respeto. Ante todo merece que no se le castigue. Castigarle sería aplicar la ley por la ley.
Justificación de la desobediencia civil en un marco procedimentalmente democrático
 
Resulta relativamente fácil justificar la desobediencia civil en una situación de deterioro democrático. Es evidente que no le debemos obediencia a un orden político en el que el gobierno vulnera los principios sobre los que se sostiene el Estado de Derecho -fundamento inexcusable del Estado democrático-, en el que no funcionan los frenos y contrapesos que limitan la absolutización del poder, en el que la ley es elaborada fraudulentamente convirtiéndose en arma de guerra o en el que los adversarios políticos son despojados de sus derechos y son perseguidos por el poder. 
Pero es posible justificar la desobediencia a la ley cuando ésta ha sido realizada cumpliendo escrupulosamente con los procedimientos democráticos o cuando nada amenaza a la democracia?. O, planteado en otros términos: )hay argumentos convincentes que permiten a una minoría oponerse a algunas de las decisiones democráticas de la mayoría sin que podamos imputarle a dicha minoría un proceder antidemocrático?. 
Existen diferentes formas de justificar la desobediencia civil. Algunas de ellas, al depender enteramente de convicciones personales de orden religioso, ético o moral no serán analizadas en el espacio de esta voz. En cambio, reflexionaremos sobre aquellos argumentos aprobatorios que, al no pertenecer completamente a los dominios del fuero interno de cada individuo, tienen un mayor contenido intersubjetivo. 
1) La crisis del mandato representativo liberal
Para los teóricos que lo imaginaron, el mandato representativo fue siempre una ficción que resultó compatible con el sufragio censatario. Para la ideología liberal primitiva había una absoluta equivalencia entre la nación y las clases dominantes, de modo que los representantes de estas clases bien podían afirmar que representaban a toda la nación. 
Aquellos que participaban en el proceso de toma de decisiones detentaban la categoría de ciudadanos políticos. En cambio, el resto de los individuos, el cuarto estado, era políticamente irrelevante y debía mantenerse al margen del proceso de toma de decisiones. En suma, las grandes masas de la sociedad no formaban parte de la nación en sentido político y sus anónimos integrantes eran ciudadanos exclusivamente en un sentido civil. 
En este proceso de luchas y de transformaciones sociales la ciudadanía política comienza a universalizarse y a ensanchar sus dominios, hasta el punto de transformarse en algo objetivamente superior: en ciudadanía social. Los ideales de la ciudadanía social, algunos de los cuales son recogidos ya por el constitucionalismo de entreguerras, se muestran a veces incompatibles con la creciente burocratización de los principales instrumentos de participación política, esto es, partidos y sindicatos, y con el hecho de que éstos se hayan convertido en auténticos órganos del Estado. 
En la actualidad, la ficción decimonónica de la representación política ya no es compatible ni con la universalización de la ciudadanía social, ni con el hecho de que las únicas realidades que gozan de auténtica y directa representación política sean las maquinarias sindicales, partidistas y burocráticas del Estado. En suma, no parece muy consecuente seguir manteniendo ni teórica ni prácticamente un principio de representación política decimonónico en una realidad tan diferente de la original y, a la par, tan dinámica. 
Un posible camino para evitar esta permanencia sería el de promover la democratización de la representación. Para ello, debiera suprimirse el monopolio representativo-decisor que ostentan los partidos políticos. Este empeño podría lograrse si se arbitraran nuevas formas de participación ciudadana -nuevos mecanismos de control sobre representantes y administradores, prácticas de democracia directa, mayor protagonismo político de los movimientos sociales y de las organizaciones no gubernamentales, etc...- y si se entendiera que la desobediencia civil podría contribuir a ello e, incluso, si se admitiera a ésta como un mecanismo más de formación de las decisiones políticas, como ya lo son la iniciativa popular o la institución del referéndum. 
Quizá, de este modo se impediría que las diversas burocracias de los aparatos de Estado se consolidaran definitivamente como élites que definen en régimen de cuasi monopolio los contenidos de la autoridad, de la legitimidad y de la legalidad. 
2) La creciente tecnificación de la política, que parece haber restaurado el viejo y totalitario ideal platónico de la legitimación de la autoridad por el conocimiento 
Además de por Platón, la tecnocracia fue considerada el modo ideal de gobierno por numerosos representantes de la Ilustración - Le Mercier de la Riviére, Saint-Simon, etc...-. Posteriormente, durante el paso del siglo XIX al XX y relacionado con el auge del pesimismo y del paulatino abandono de la idea de progreso por el pensamiento occidental, el gobierno tecnocrático empezó a dejar de ser un arquetipo. 
La tecnocracia adquirió rápidamente connotaciones muy negativas y peligrosas, tanto por su arrollador empuje como tendencia histórica como por su negación radical de la democracia. A pesar de algunas importantes excepciones -Max Weber-, los pensadores de tendencia conservadora tendieron a imputarle a la democracia los peligros asociados a la burocratización y a la tecnocracia con lo que, en el fondo, reforzaron las tendencias burocratizadoras que parecían imponerse por doquier. 
En la actualidad, como si fuesen un residuo de ese pasado ilustrado y optimista, ensalzamos instituciones de carácter tecnocrático a las que se les concede el privilegio de dictar decisiones políticas inapelables de apariencia jurídico-profesional: nos referimos a los tribunales o consejos constitucionales. La existencia de jurisdicciones constitucionales pone de relieve dos características de la política contemporánea: a) que la soberanía, entendida como capacidad última de decisión, no reside en el pueblo sino en los tribunales constitucionales, con lo cual queda roto uno de los dogmas de la democracia y, b) que la política está cambiando de carácter al sufrir una creciente contaminación jurídica que encierra numerosos peligros, entre los que destaca la opacidad en la que suelen actuar las jurisdicciones constitucionales. Dado este orden de cosas, sólo hay una alternativa: o se abandona la forma tradicional de justificar el parlamentarismo o se legitima la desobediencia civil. 
El primer camino es el que nos marcaH. Kelsen. Para este autor, el parlamentarismo no puede justificarse apelando al principio de la soberanía popular. En el parlamentarismo el pueblo es ficticiamente soberano puesto que la representación parlamentaria es también imaginaria. Por lo tanto, según su opinión, sólo cabría una justificación técnica del parlamento y, por lo tanto, de la democracia. En el fondo, siendo realistas, todo se reduciría a afirmar que, a pesar de sus carencias, no hay un sistema más democrático de formación de la voluntad política que el parlamentario, lo cual implicaría aceptar de buen grado las limitaciones que éste impone al ejercicio popular de la soberanía. 
El segundo camino, en cambio, nos permite salvar el principio de la soberanía del pueblo legitimando la desobediencia civil. El ejercicio de la desobediencia civil podría dificultar el progreso de la tecnocracia al quebrar el régimen de monopolio en el que actúan los tribunales constitucionales. De este modo, se produciría una saludable pugna sobre quién ha de ejercer el poder soberano que quizá hiciera un poco más verosímil el axioma democrático de la soberanía popular. 
3) La existencia de fundamentos metajurídicos sobre los que se sustenta toda Constitución 
Las constituciones de raíces liberal y democrática son la máxima expresión jurídica de un determinado modo de entender al hombre y su relación con la sociedad. Es muy probable que dos de las nociones más importantes sobre las que reposa el orden democrático-liberal sean el carácter sagrado de la dignidad del hombre y la idea de que la condición de humanidad es un proceso abierto que exige el continuo desarrollo de las potencialidades humanas. A su vez, estas ideas legitimadoras estarían ligadas indisolublemente a una actitud: la de desconfiar sistemáticamente del poder aunque éste sea democrático. 
Por ello, no es extraño encontrar constitucionalizada la desobediencia a la ley en el ordenamiento constitucional liberal y democrático: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789; el art. 35 de la Constitución francesa de 1793; el artículo 21 de la Constitución francesa de 1946; las constituciones de algunos Länder alemanes como Berlín, Bremen y, finalmente, el artículo 20 de la Ley Fundamental de Bonn. De todo esto se deduce que los contenidos cada vez más amplios de la dignidad humana han de estar más allá del arbitrio del legislador democrático -tesis de Jellinek sobre la autolimitación del Estado-. 
Por lo tanto, puede ser desobedecido todo acto legislativo que limite o viole lo que entendemos por dignidad y desarrollo humanos puesto que atentaría contra los principios legitimadores del orden social al que pertenecemos. Esta sería la razón por la cual autores genuinamente liberales y demócratas como J. Rawls, R. Dworkin o H. Arendt, aprueban de un modo u otro la desobediencia civil. 
4) La justificación por el contenido de lo legislado
Aceptando que fuese posible sostener una perspectiva puramente procedimental de la democracia -pretensión que no es más que un desiderátum puesto que en las definiciones procedimentales siempre está presente el problema del deber ser, la desobediencia civil estaría legitimada cuando las mayorías de hoy tomaran decisiones lesivas e irreversibles para las mayorías del mañana o para las generaciones venideras. 
Por ello, la defensa del medio ambiente, la promoción de nuevas reglas económicas internacionales o el pacifismo son terrenos tan propicios para el ejercicio de la desobediencia civil. 
5) La justificación a fortiori o por los resultados
Desde una perspectiva histórica, los que han practicado la desobediencia civil han perseguido ideales que, extraños a su tiempo, han sido aceptados posteriormente como civilizados y de los cuales, afortunadamente, sólo unos pocos quisieran hoy prescindir. Esto quiere decir que la ilegalidad ha sido en numerosos casos la fuente de una legalidad que estimamos de manera especial. 
Algunas de estas luchas se han entablado contra la esclavitud en los EEUU de Norteamérica; por la defensa de los derechos civiles y del sufragio universal; contra la guerra del Vietnam, el uso de la energía nuclear, los ensayos nucleares, el despliegue de euromisiles en la RFA o la especulación inmobiliaria; por el reconocimiento de la objeción de conciencia, de la insumisión o por un reparto más equilibrado de la renta mundial; por el reconocimiento y la protección efectiva de los derechos de las minorías y de los sectores más desvalidos de la población o, simplemente, por el ensayo de otras formas más plenas de convivencia humana. 
En un plano estrictamente histórico, los que han practicado la desobediencia civil han sido unos adelantados a su tiempo y han puesto en práctica el noble adagio de Thomas Paine que dice "Quienes aspiran a cosechar los beneficios de la libertad deben soportar como hombres las fatigas de defenderla". 
6) El robustecimiento de la democracia y la defensa de la Constitución 
La desobediencia civil, como instrumento no convencional de participación en la formación de la voluntad política en democracia, se caracteriza porque actúa a la vez como válvula de seguridad del sistema político y como cauce mediante el cual se manifiestan importantes sectores de la opinión pública. De este modo, la desobediencia civil contribuye a actualizar de manera ágil los contenidos del régimen político democrático haciéndolo más estable -por ejemplo, mediante el proceso de mutación constitucional apuntado por G. Jellinek- y perfeccionándolo -R. Dworkin-. Por ello, no resulta exagerado sostener que si se estima que la Constitución es un proceso y que la democracia es perfectible, la desobediencia civil pueda ser un buen instrumento de defensa de las constituciones democráticas. 
La consolidación de la democracia en occidente exige que exista congruencia entre la creciente diferenciación social ligada a la ampliación de la ciudadanía y los métodos de formación y ejecución de la voluntad política. El mantenimiento artificial de estrechos cauces de participación propios de circunstancias ya pasadas separa a la ciudadanía de la esfera político-institucional, con lo que puede quedar seriamente dañada la legitimidad del orden democrático. La progresiva complejidad de la sociedad civil y la ampliación de las relaciones que ésta mantiene con las instituciones estatales son una propiedad singular de las sociedades occidentales. 
Resulta fácil transcribir las anteriores ideas con la terminología empleada por aquellos autores que han admitido este hecho y que, a la vez, han pretendido elaborar un pensamiento emancipador, aun cuando éstos no pertenezcan a la tradición liberal-democrática. Este sería el caso de Gramsci. Para este autor, el poder de los que gobiernan depende del grado de hegemonía político-cultural que sean capaces de lograr sobre el resto de la sociedad civil. Los verdaderos conflictos políticos, por lo tanto, acontecen en el terreno de la sociedad civil y, en términos militares, se conducen con arreglo a las tácticas de la guerra de posiciones. 
De este modo, introducida en el pensamiento gramsciano, el ejercicio de la desobediencia civil así como su fundamentación adquieren el carácter de tácticas merced a las cuales resulta posible competir por la constitución de una nueva hegemonía político-cultural que, a la larga, podría contribuir a la extinción del Estado. El hecho de que en Gramsci la desobediencia civil se constituya en procedimiento al servicio de la revolución, no resta un ápice al valor interpretativo de sus categorías para una mejor comprensión de la desobediencia civil en el marco de una sociedad cada vez más amplia y articulada. La aceptación o no de la desobediencia civil como un procedimiento más de formación de la voluntad política está íntimamente ligada a la concepción que se tenga sobre la democracia, sobre la participación política, sobre el valor de la ley y sobre el cambio político. 
Aquellos que sostienen una definición supuestamente procedimental o elitista de la democracia, suelenafirmar que los mecanismos mínimos de participación política -en elecciones periódicas y en algún que otro referéndum-, a la vez que deben conformar la legalidad en régimen de monopolio -tanto sustancial como materialmente-, son los más eficaces para preservar la estabilidad del sistema político frente a la excesiva presión de los cambios y de las nuevas demandas sociales. 
En el fondo de estas consideraciones late una perspectiva neoconservadora y autoritaria de la política que reduce la democracia a estrechos procedimientos, que sustituye al pueblo como soberano supremo por instancias escasamente democráticas que interpretan lo político de manera inapelable, y que afirma que las nuevas formas de participación ciudadana en los asuntos públicos no son más que amenazas que comprometen gravemente la estabilidad o la gobernabilidad, jamás nadie haya proporcionado evidencia alguna de que el ejercicio de la desobediencia civil haya contribuido al debilitamiento de ninguna democracia. 
Por el contrario, estos mismos autores son mucho más "comprensivos" cuando analizan las violaciones de la legalidad en las que incurren los gobiernos democráticos. En estos casos, la quiebra del imperio de la ley sería legítima porque perseguiría un fin supuestamente virtuoso en nombre de la Razón o de la Seguridad del Estado. 
La existencia de la desobediencia civil así como su hipotética justificación ponen de manifiesto que incluso en democracia sigue abierto uno de los problemas políticos más viejos: el de la legitimación del poder. Ello indicaría que en las democracias actuales no se habría alcanzado la equivalencia entre la legitimidad y la legalidad o, según Carl Schmitt, entre la legalidad -propia del Estado legislativo parlamentario- y el derecho -propia del Estado de Derecho. 
OPINIÓN DEL GRUPO CON RESPECTO A LA DESOBEDIENCIA CIVIL
Aun si no existiese el artículo 350 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela que directa y explícitamente constitucionaliza la desobediencia civil, asunto que por otra parte no es el único caso conocido desde la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano en 1789, las expresiones que se han dado reiteradamente en el país, estarían plenamente fundamentadas en principios democráticos más generales, universalmente aceptados, como los de la libertad y la dignidad humana, permanente y abiertamente violados por los gobiernos y por muchas instituciones bajo su control directo y autoritario en la diferentes fases de la historia venezolana. 
Por otra parte, no hay dudas de que internacionalmente, la desobediencia civil nunca se ha traducido en decremento de la democracia. Por el contrario generalmente sus resultados amplían la democracia y las instituciones afectadas por el interés de las acciones involucradas. Esto en si mismo apoya las justificaciones de la desobediencia civil que se adelanta en el país. 
Con fundamento en las dos actitudes que mejor definen la cultura política de las y los venezolanos: la lealtad a la democracia y la elevada conciencia crítica hacia el desempeño de los gobiernos, ambas construidas en los vituperados 40 años de democracia, la emergente y rápidamente evolucionada sociedad civil organizada, ha dinamizado con gran rapidez una clara y eficiente dinámica de desobediencia civil. Si bien se trata de una fase muy genérica en la focalización del propósito, representa una experiencia de enorme importancia en la evolución de la cultura política de la sociedad venezolana. Esto, en parte, porque tiene un carácter pedagógico para futuras etapas y experiencias, pero además porque confirma la posibilidad de la construcción de consensos a partir de las racionalidades espontáneas que se van dando en los procesos políticos populares y extra institucionales. 
Estas experiencias, están cargadas de legitimidad por su componente ético explícito. Deben ser preservadas como una reserva de la democracia venezolana y evitar, asunto que es una responsabilidad de todas y todos y muy especialmente de la sociedad civil, que pueda ser objeto de intentos de manipulación como ocurrió en el pasado con los consensos construidos por la vía institucional y que fue una de las razones mas objetivas de la pérdida de legitimidad del sistema de partidos, que ahora debe ser recuperada para fortalecer uno de nuestros flancos políticos mas importantes para la plenitud democrática y al mismo tiempo, más débiles, por el momento.
LA JUSTIFICACIÓN DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL EN EL ÁMBITO MUNDIAL
Hasta la década de los sesenta del siglo XX la expresión "desobediencia civil" se empleó poco y bastante esporádicamente en el ámbito cultural europeo. Antes de esa fecha las personas que se consideraban desobedientes, resistentes o insumisas frente a las leyes y los estados preferían definirse como revolucionarias, como rebeldes o con otras palabras afines. La recepción de las obras de Thoreau, Tolstoi y Gandhi, en las que aparece el concepto de desobediencia civil, fue hasta entonces muy limitada en comparación con la difusión de los escritos de otros autores que propugnaban el derecho a la resistencia frente a las tiranías, la legitimidad de la liberación nacional de los pueblos coloniales por la vía armada, la revolución social o incluso la abolición de los estados. 
 	España, un ejemplo muy ilustrativo entre la sorpresa (y hasta el escándalo) que produjo en los ambientes de la izquierda revolucionaria la reflexión de Manuel Sacristán sobre el gandhismo. En un debate que se produjo en Barcelona en 1977 con el filósofo alemán W. Harich, Sacristán, que era entonces el pensador más reconocido de la izquierda marxista y comunista en nuestro país, llamó la atención acerca de la importancia de estudiar y comprender la estrategia gandhiana de desobediencia civil tomando en consideración tres factores: la insuficiencia del punto de vista leninista sobre las guerras en la época de las armas de destrucción masiva, la derivación catastrófica de la dialéctica del "cuanto peor mejor" y la conciencia de la crisis ecológica en ciernes derivada de la cada vez más evidente conversión de las fuerzas productivas en fuerzas destructivas, en fuerzas de destrucción de la naturaleza y de las especies que en ella habitan. 
Tuvieron que pasar unos cuantos años para que empezara a cuajar el diálogo entre la tradición marxista y la tradición gandhiana. Y hablando con verdad sólo cuajó, mediada ya la década de los ochenta, en pequeños núcleos que juntaban el pacifismo activo, el ecologismo social y la nueva sensibilidad sobre lo privado y lo político aportada por el movimiento feminista. 
Pero desde que se hundió el "sistema socialista", se acabó la bipolarización del mundo, se entró en una nueva fase imperial y se amplió el número de democracias nominalmente representativas en los cinco continentes el uso de la expresión "desobediencia civil" se ha generalizado en el ámbito cultural euro-norteamericano. Basta un recorrido por Internet para comprobarlo. Hoy se habla de desobediencia civil en relación con las actitudes de protesta sociopolítica más diversas y en el marco de diferentes movimientos de resistencia. La enumeración de los casos sería interminable. Pero aún sin salir de Internet, y sin ninguna pretensión de exhaustividad, se pueden mencionar unos cuantos ejemplos sólo para documentar la afirmación anterior. 
Las protestas antinucleares en Alemania y el movimiento de los parados en Francia se sitúan hoy bajo la advocación de la desobediencia civil. Se han propuesto actos, movimientos o campañas de desobediencia civil en relación con la causa del pueblo palestino en Oriente Medio y en relación con la causa de los chicanos en el continente americano. 
Se ha propugnado la desobediencia civil contra la presencia militar en tierras que fueron comunales, como en el caso de Vieques (Puerto Rico). Se ha calificado de desobediencia civil las acciones del movimiento de los campesinos sin tierra (MST) en Brasil o la resistencia indigenista del FZLN en México y de otros grupos afines en Ecuador,Venezuela, Bolivia, etc. Se califica de desobediencia civil al menos una parte de la resistencia popular ante la crisis socioeconómica que vive Argentina. Pero también propugnan la desobediencia civil algunos representantes de las capas medias venezolanas que se oponen a la revolución bolivariana de Chávez o varios de los grupos organizados que se oponen al socialismo de Castro en Cuba. 
En la última reunión del Foro Social Mundial en Porto Alegre, Naomi Klein defendió que la alternativa a la globalización neoliberal no es la "sociedad civil", sino la desobediencia civil; y en el Foro Social de Barcelona Arcadi Oliveres consideró que la desobediencia civil está llamada a ser la estrategia del movimiento antiglobalización. En la manifestación contra la guerra celebrada en Roma el 28 de septiembre de 2002 el dirigente de Rifondazione Comunista, Fausto Bertinotti, llamó a la desobediencia para hacer frente al proyecto bélico de Bush y Blair. Hace ya algún tiempo que el Critical Art Ensemble viene teorizando también la desobediencia civil electrónica. 
En Cataluña se propuso hace unos años una campaña de desobediencia civil contra la Ley del Catalán promulgada por la Generalitat y, más recientemente, en Euskadi se ha iniciado una campaña de desobediencia civil al Estado. Son numerosos los grupos y organizaciones que han llamado durante los dos últimos años a la desobediencia civil de la población contra la nueva Ley Orgánica de Universidades, contra las restricciones legales a la regulación de las parejas de hecho o contra las leyes de extranjería. 
Leyendo los documentos de los principales movimientos sociales críticos y alternativos de los últimos años la primera impresión que se saca es que, en su lenguaje, la defensa de la desobediencia civil rebasa con mucho lo que ésta connotaba, por ejemplo, en la descripción que de ella dio Martín Luther King. En la célebre carta desde la cárcel de Birminghan, Luther King restringía la desobediencia a las leyes y normas injustas, considerando tales aquellas que entran en conflicto con la ley moral o que, en su aplicación, representan segregación de derechos y trato desigual, pero aclaraba al mismo tiempo que "bajo ningún concepto preconizo la desobediencia ni el desafío a la ley (en general)". En cambio, en el lenguaje actual de una parte de los movimientos sociales críticos y alternativos la expresión se ha hecho tan extensiva que connota, a veces sin distinción, prácticas, formas de resistencia y reivindicaciones de carácter tan amplio que la desobediencia acaba identificándose con ideas y concepciones que en otros tiempos no demasiado lejanos se consideraban vinculadas a la rebelión, a la insumisión, al derecho a la resistencia frente a las tiranías, a liberación nacional de los pueblos, a la revolución social o incluso abolición de los estados. 
El uso y abuso que hoy se hace de la expresión "desobediencia civil" para describir o alentar cualquier actitud o movimiento de resistencia a la autoridad y a las leyes plantea un primer problema al que no se suele aludir en las exposiciones académicas, que, por cierto, son también muchas ya. Estas exposiciones suelen ocuparse de la justificación moral, política y jurídica de la desobediencia civil en polémica o en diálogo con una tradición jurídica establecida que niega o limita tal justificación en el caso de estados democráticos de derecho. Pero la mayoría de los estudios académicos parten de un contexto histórico en el que los partidarios de la desobediencia civil frente a tal o cual ley eran una minoría exigua, no de un contexto, como el actual, en el que la defensa de la desobediencia civil, al menos como slogan, tiende a generalizarse y, en ciertos casos, a connotar actitudes que antes se calificaban de revolucionarias o rebeldes o se equiparaban al derecho de resistencia frente a determinadas formas de tiranía. 
El problema se puede formular así: la primera palabra de la expresión --desobediencia-- está intuitivamente clara para todos o casi todos los que la escriben o la pronuncian, pero la segunda --civil-es ambigua, polisémica. De esta ambigüedad acerca de lo que haya que entender por "civil" se derivan muchas de las controversias sobre el fundamento y la justificación de la desobediencia civil actualmente. Dos de los ejemplos mencionados antes aclararán mejor lo que quiero decir: muchas personas consideran moralmente reprobable, y más bien incivil, una campaña de desobediencia contra la Ley del Catalán promulgada por el gobierno catalán (al menos mientras la nación titular del Estado del que forma parte la Generalitat de Catalunya siga favoreciendo el español) y otras tantas personas (entre ellas, Fernando Savater) consideran moralmente reprobable que se llame desobediencia civil a la campaña en curso en favor de la independencia de Euskadi mientras quienes la propugnan acepten, por activa o por pasiva, "la obediencia militar" a quienes cometen atentados terroristas.
BIBLIOGRAFÍA
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