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LA ARQUITECTURA EFíMERA DEL BARROCO
EN ESPAÑA
Antonio BONET CORREA
Las construcciones efírneras realizadas en materiales maleables y de escasa con-
sistencia —maderas, carias, estopa, telas, cartón, papeles, cal y escayola— constitu-
yen uno de los capítulos más interesantes de la arquitectura occidental durante la
Edad Moderna. Desde el Renacimiento, estas livianas y provisionales edificaciones,
utilizadas con motivo de las fiestas p ŭblicas y las celebraciones solemnes de carácter
colectivo, eran levantadas con la intención de crear un vistoso escenario que durase
solamente el corto tiempo de las ceremonias para las cuales habían sido concebidas.
Obras frágiles y pasajeras, con la apariencia de arquitecturas durables y en firme,
competían con las ya existentes en la ciudad o el lugar en donde se erigían. Desti-
nadas a desaparecer tan pronto como habían cumplido su función, que nunca supe-
raba una semana, más que buscar la perfección arquitectónica pretendían producir
efectos sorprendentes y causar admiración en todos aquellos que las contemplaban.
Dedicadas a la exaltación del principe y a la vez servir de símbolos del poder
triunfante de las monarquías absolutas y muestra del esplendor victorioso de la Iglesia
católica, no había fasto cortesano, ceremonia pŭblica o festividad religiosa que no
contase con el despliegue aparatoso de las arquitecturas efímeras.
Desde principios del siglo XVI hasta finales del siglo XVIII, en Esparia la arqui-
tectura efímera desemperió un papel social, político y artístico primordial. Las pro-
clamaciones y los recibimientos o entradas de las ciudades con motivo de los viajes
de los reyes, las bodas de los monarcas, los nacimientos, las exequias y los lutos de
la familia real, al igual que las celebraciones de las victorias militares, las canoni-
zaciones de santos, los estrenos de templos o capillas singulares, las rogativas, las
procesiones y otras ceremonias y festividades religiosas, como la del Corpus Christi,
eran motivo para la erección de arcos de triunfo, pórticos, pabellones, edículos,
altares callejeros y desfiles de carros con rocas y edificaciones rodantes. A su elenco
hay que ariadir los otros aparatos provisionales, como los tablados, las gradas, las
tarirnas y demás arquitecturas desmontables, obras de «quita y pon», utilizadas en
las plazas mayores, correderas y cosos para los juegos y ejercicios ecuestres, corridas
de toros, los Autos de Fe y otros espectáculos de masas. También, por similitud
formal y funcional, deben agregarse los monumentos de Semana Santa, máquinas a
mitad efímeras y temporales, que sólo se montaban en el interior de las- iglesias el
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día del Jueves de Pasión, guardándose sus piezas en un almacén durante todo el resto
del ario.
La arquitectura efímera desarrollada a partir del Renacimiento culminará en Esparia
con el barroco, cuando en las artes se concedía mayor valor a lo sorprendente y a
lo espectacular que a lo corriente y efectivo. De ahí que en tanto que actividad
superase incluso a la arquitectura permanente y fuese considerada como la piedra de
toque para determinar la capacidad creadora de un artífice. Por ello, no resulta
extrario leer en el Arte de la Pintura (1649), de Francisco Pacheco, todavía imbuido
de clasicismo, a propósito de la invención y el obrar libremente de un artista, que
«... viniendo a tratar en particular lo que pertenece a este grado, de la libertad y
seriorío que le concedemos a este sujeto, junto con la presteza "debe usar con
prudencia" (segŭ n dice un autor italiano) y en urgentes necesidades; como en Arcos
triunfales, fiestas, t ŭmulos o cosas de este género, que suelen de improviso ordenar
las repŭblicas, en recibimientos y muertes de grandes principes y monarcas; con cuya
solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores
y ganar honrados premios». Para ilustrar su aserto, Pacheco, preocupado siempre por
la nobleza de las artes, cita el ejemplo del pintor fiamenco Pedro de Camparia, que
antes de trabajar para el cabildo hispalense en Sevilla, «siendo mancebo de veintisiete
arios y extranjero», en 1530, con motivo de la coronación de Carlos V en Bolonia
(Italia), «descubrió la facilidad y bizarría de su ingenio en un arco triunfal que le cupo
en suerte, siendo admirado y envidiado de los italianos».
Durante el Siglo de Oro, el auge de la literatura y de la pintura coincide con el
de la arquitectura efímera. La época de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina,
Quevedo, Gracián y Calderón de la Barca, de El Greco, Zurbarán, Ribera, Velázquez,
Murillo y Valdés Leal se desarrolla a la vez que se suceden las crisis económicas y
se consuma el declinar del poder político y militar de la monarquía espariola. La
decadencia del Imperio era inexorable, pero, por el contrario, florecían las artes, en
especial las figurativas. No sucedió otro tanto, sin embargo, en lo relativo a la
arquitectura. Acabada la construcción de El Escorial, los recursos financieros y los
ánimos estaban agotados. Como afirmaba el tratadista de arquitectura del siglo XVII
Fray Lorenzo de San Nicolás, los tiempos no estaban para «emprender edificios
grandes». Por el contrario, en la pintura el mecenazgo de los reyes, de los nobles y
de la Iglesia fomentaba un arte rápido y fácil de ejecución. En las decoraciones
festivas, los encargos serán hechos a los pintores, con menoscabo de los arquitectos,
los cuales, en calidad de maestros de obras, serían solamente los realizadores ma-
teriales de las estructuras constructivas. Incluso durante la segunda mitad del siglo
XVII, los pintores llegaron a suplantar a los arquitectos en las obras durables y
permanentes. El fenómeno de la prioridad de la pintura sólo se puede entender si se
tienen en cuentas las condiciones materiales de la sociedad espariola de entonces.
Como muy bien ha explicado el profesor J. H. Eliott, «la relativa pobreza de la
arquitectura espariola del siglo XVII puede proporcionar una clave para el mecenazgo
de los pintores. La arquitectura requiere un considerable, y sobre todo continuo,
desembolso de dinero en efectivo, y en cada nivel de la sociedad espariola del siglo
XVII, del rey abajo, los mecenas potenciales se veían imposibilitados por acuciantes
problemas de efectivo. No es de extrañar, por consiguiente, que los grandes proyectos
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de edificación fueran pocos y más bien mediocres, y que incluso órdenes religiosas
bien dotadas tardaran décadas antes de completar sus iglesias y conventos».
El boato de la fiesta y el aparato decorativo de las arquitecturas ficticias, creadas
para proporcionar un escenario digno de la celebración, servían para insuflar aliento
al decaído ánimo de los esparioles del siglo XVII. Tras la grandeza «a lo romano»
de la arquitectura efimera de la época de Carlos V, que servía para componer una
ciudad ideal y utópica, paralela a la real, las construcciones provisionales del barroco,
en la centuria siguiente, marcaban la faceta ilusionista, propia a la evasión de la
vulgaridad y gris monotonía de la vida cotidiana. La ciudad virtual, fingida e ima-
ginada ocultaba una realidad no deseada. La fantasía y la invención formal, lo mismo
que el cromatismo que recubría las arquitecturas, contribuían a hacer más hermosa
y sorprendente la apariencia de los aparatos o «máquinas» decorativas. Cuando la
poetisa Ana Caro de Mallen, en su Relación de la grandiosa fiesta y octava que en
la iglesia parroquial del glorioso Arctingel San Miguel de la ciudad de Sevilla...
(1635), describe las arquitecturas efímeras denota su índole ilusionista y onírica:
«Que la correspondencia
de su hermosa apariencia
Tan bien dispuesta, tan ygual, que muda
La vista admira y duda
Si las especies que apercibe, sueña.»
Engaño de los ojos y artificio que desembocan en la idea calderoniana, tan del
barroco español, de La vida es sueño. Y a la vez, una manera de superar las insufi-
ciencias de la realidad. A finales del siglo XVIII, en el instanteŭ ltimo, ápice del final
de la fiesta barroca en España, con motivo de la proclamación del Rey Carlos IV,
en 1789, Madrid se engalanó, por vez postrera, con vistosas fachadas efímeras que
a manera de telones teatrales enmascaraban las mansiones de los nobles. Los que en
realidad eran viejos y destartalados caserones, sin interés alguno arquitectónico, se
transformaron en espléndidos palacios. Las calles y plazas de la ciudad presentan
espléndidos y bien trazados frontispicios. La capital de España, que en el siglo XVIII
había Ilamado la atención a los viajeros por la falta de monumentalidad de las
residencias de sus patricios, parecía otra. Los mejores arquitectos de la época —de
Ventura Rodriguez a Juan de Villanueva, pasando por Arnal o Silvestre Pérez-
fueron los autores de tan bien delineadas trazas. El autor del texto de un espléndido
álbum, titulado Descripción de los Ornatos Pŭblicos con que la Corte de Madrid ha
solemnizado la feliz exaltación al Trono de los Reyes Nuestros Señores Don Carlos 1111
y Dña. Luisa de Borbona (Imprenta Real, MDCCLXXXVIIII), en el cual se recogen
los proyectos realizados, era José Moreno, secretario perpetuo de la Real Academia
de Bellas Artes de San Fernando. Ante tal despliegue de diseños tan bellos y per-
fectos, su disertación concluía con una frase elocuente de por sí: «Si la Corte de
Madrid los llegase a ver reales sería, sin duda, la primera de las de Europa en cuanto
a edificios de buena arquitectura.» Madrid, escenario de España es el acertado título
de un esclarecedor estudio de Luis Moya publicado acerca de la arquitectura efímera
de la antigua Villa y Corte. Los nobles españoles, coleccionistas de pintura y objetos
santuarios, no disponían fácilmente de los cuantiosos recursos monetarios ni de la
paciencia necesaria para que su casa tuviese una cuidada arquitectura. Ahora bien,
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cuando Ilegaba la ocasión de lucimiento, de honrar su linaje y ser ostentosos, no
dudaban en echar el resto, despilfarrando, sin reparos ni cicaterías, sus caudales. Lo
rápido, lo fácil e improvisado triunfan, entonces, frente a lo lento, lo dificultoso y
trabajoso. La escenografía y el trampantojo suplantaban así a lo real.
La esencia misma de la arquitectura efímera es su fugacidad y autoconsumación.
Tan pronto se acababa la magia de la fiesta y se apagaban las ŭltimas luces que le
había dado su mirífico brillo, como por arte de magia desaparecían las estructuras
y fingidas construcciones creadas con el ŭnico fin de ser contempladas y admiradas
por aquellos que momentáneamente gozaban de su aparente figura. Al igual que la
mŭsica, la danza y el teatro, artes también efímeras, la arquitectura provisional, por
su temporalidad y fungible realidad, sólo podía ser salvada del olvido por la memoria.
Los testimonios escritos o Relaciones y las representaciones gráficas, los dibujos y
las láminas grabadas han perpetuado la imagen de una arquitectura que, sólo a partir
de la existencia de estos documentos, cobra para nosotros una realidad histórica, tan
importante y significativa como la que tiene la arquitectura construida en firme y a
perpetuidad. El género literario de las Relaciones, impresas o manuscritas, en-lás
cuales se relata el orden, el programa y la disposición de la fiesta pŭblica, a la vez
que se describen las arquitecturas y los adornos con sus inscripciones y demás
aditamentos, nos proporcionan la imagen conceptual e ideal de los aparatos y de las
máquinas de carácter lŭdico. Algunas de estas Relaciones están ilustradas con graba-
dos de las arquitecturas efímeras. A veces, la lámina gráfica estaba suelta y era
independiente de cualquier texto. En el caso del célebre tŭmulo que, en 1589, se
levantó en la catedral de Sevilla para las exequias de Felipe II, la publicación y
difusión del grabado de la misma en toda Europa, incluidos los países de Hispano-
américa, hizo que su traza fuese conocida e influyese sobre las obras de su género.
Para las honras fŭnebres de Margarita de Austria, en 1612, y las de Felipe III, en
1521, ambas en la catedral de Lima, obras de Juan Martínez Arrona y de Pedro de
Noguera, respectivamente, sirvió de modelo el tŭmulo sevillano de 1598, realizado
por Juan de Oviedo, sirvió de modelo. En el libro de Álvarez de Colmenar Les
Délices d'Espagne et de Portugal, publicado en Leiden en 1701, del cual existen
varias ediciones del siglo XVIII, se reproduce, entre sus ilustraciones, el grabado que
L. Meunier, en 1668, hizo copiando el original sevillano. También el P. Menestrier,
jesuita francés de la época de Luis XIV, especialista en fiestas y Arte del Blasón y
Heráldica, elogia el tŭmulo de Felipe II, «machine extraordinaire en forme de doubles
Portiques», en su libro: Des decorations funebres ou il est amplement traité des
teintures des Lumiéres, des Mausolées, Catafalques, Inscriptions & Autres ornements
funebres (París, s. imp., 1687).
Desde el punto de vista topológico, las diferentes piezas decorativas utilizadas
deben ser analizadas de acuerdo con la función que desempefiaban en la fiesta. No
hay que olvidar que los «regocijos» pŭblicos bajo el Antiguo Régimen eran una
manifestación triunfal del buen gobierno y del orden colectivo asegurado por el
soberano. El rey, cargado de virtudes, era la representación misma del poder polftico
y el garante de la felicidad popular. En su honor se levantaban los Arcos de Triunfo,
la principal pieza de la exaltación del poder político y militar, y en las celebraciones
bélicas y las entradas de los monarcas en las ciudades sometidas a su dominio. En
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las canonizaciones y en las fiestas de Corpus Christi, los Arcos de Triunfo represen-
taban la victoria de los santos beatos y la manifestación apoteósica del Santísimo
Sacramento. Los pórticos de columnas y las fachadas ficticias completaban la fiesta
profana, de igual manera que los altares callejeros, las festividades y efemérides
religiosas. No se concebía ningŭn acontecimiento extraordinario o solemne sin el
despliegue de los ornamentos adecuados y de las arquitecturas efímeras específicas.
En el caso del fallecimiento del rey, para las solemnes exequias en Madrid y las
honras fŭnebres que tenían lugar en todas las ciudades del Reino y del Imperio, se
levantaban tŭmulos y se adornaban los templos con sorprendentes decoraciones,
cargadas de empresas y símbolos macabros, con alusiones al monarca. Los t ŭmulos
eran a los funerales y a las exequias regias lo mismo que los Arcos de Triunfo eran
a las entradas y a las proclamaciones, aclamaciones y exaltaciones reales. El t ŭmulo,
con su imponente y soberbia estructura y su ornamentación ostentosa y grave, no sólo
enaltecía y encomiaba las virtudes que había tenido el soberano, sino que hacía que
la inmortalidad de su fama y renombre triunfasen sobre la muerte.
La evolución estilística de la arquitectura efímera es paralela a la de la arquitectura
realizada en materiales perdurables. Desde el Renacimiento hasta el Neoclasicismo,
pasando po'r el barroco castizo y el rococó, las máquinas y los aparatos festivos
buscaban causar el mayor efecto y despertar la admiración de los espectadores. La
libertad de traza que permite la simplicidad de su realización hizo que en los centros
más avanzados, como Madrid o Sevilla, sus diseños tuviesen un sentido novedoso,
de experimentación y banco de pruebas, comparable al de las obras de la vanguardia
modema. El artista que «inventaba» decoraciones u ornatos llevaba hasta las ŭltimas
consecuencias su diserio. En la época del clasicismo post-herreriano, la acuidad e
hiriente delineación de los perfiles y lo neto y prístino de los vol ŭmenes represen-
taban el rigor del espíritu geométrico. En el barroco, el recortado contomo del
conjunto, el dinamismo de las masas, la brillante policromía de sus partes y la
proliferación ornamental, con menudos pormenores, pareja a la que se produjo en la
arquitectura permanente, fue no sólo una concesión a lo popular, sino un fin en sí
mismo, ya que se considerabaque cuanto mayor era la cargazón decorativa y sim-
bólica, mejor se cumplía con la función de ostentación y expresión del mensaje
subliminal de la máquina efímera. Para maravillar, nada mejor que lo portentoso y
lo superlativo. Verdadera arquitectura parlante, sus aderezos constituían su propia
razón de ser. Incluso cuando las formas se calmaron y se retornó a un uso más
correcto de los órdenes clásicos, las arquitecturas efímeras no pudieron prescindir de
su decidida y arriesgada voluntad de novedad y singularidad estilística.
ARCOS DE TRIUNFO
Los Arcos de Triunfo del Renacimiento y del barroco, a imitación de los antiguos
romanos, fueron eregidos para las entradas a las ciudades y las proclamaciones de
los reyes. En la Edad Media, el monarca era recibido por las autoridades municipales
en la puerta de las murallas, y desde allí, bajo palio, hacía el recorrido que le conducía
a la catedral o el Ayuntamiento, para finalizar en el alcázar, o palacio real. En Sevilla,
los Reyes Católicos, en 1477, entraron en la ciudad por la Puerta Macarena, decorada
con colgaduras de telas de colores y brocados. Años más tarde, en 1508, Fernando
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el Católico fue recibido con la Reina Germana de Foix con trece Arcos de Triunfo,
«a lo romano». El cambio era fundamental. Para el recorrido regio por medio de
decoraciones efimeras, la ciudad medieval se transformó en principesca e ideal. Con
su «Vía Triumphalis», Sevilla se convertía en una «Nueva Roma». También en
Sevilla, al celebrarse, en 1526, el magno acontecimiento de las bodas del Emperador
Carlos V con Isabel de Portugal se levantaron siete simbólicos Arcos de Triunfo,
diseñados, sin duda, por Diego de Riaño, arquitecto mayor del Ayuntamiento. El
escultor italiano Pietro Torrigiano y el pintor de origen alemán Alejo Fernández, entre
otros artistas, colaboraron en las decoraciones. Sevilla, «corazón del mundo» y
antemural y puerto de las Indias, no sólo vivió con entusiasmo la fiesta regia, a la
cual asistieron, entre otros, los escritores Baltasar de Castiglioni, Boscán, Céspedes
y el embajador veneciano Andrea Navagero, sino que impulsó la construcción de
arquitecturas «en duro». El edificio del Ayuntamiento o Casas Consistoriales de
Sevilla fue iniciado en el mismo año, poco después de la estancia del Emperador.
Apoteósica fue la primera y ŭnica visita que, en mayo de 1570, hizo Felipe II a
Sevilla. Sobre el recibimiento, además de la Relación publicada, se conocen tres
láminas que nos proporcionan un testimonio gráfico de la comitiva real, que entró
a la ciudad por la Puerta de los Goles —antes las entradas se hacían, como dijimos,
por la Puerta Macarena— y atravesó toda la ciudad, engalanada con decoraciones
y Arcos de Triunfo de estilo clásico. La influencia de este recibimiento sobre la
arquitectura «en duro» fue enorme. Todas las puertas del antiguo recinto murado de
Sevilla fueron renovadas con diserio clasicista. Las obras en el jardín de los Reales
Alcázares se deben también al ejemplo proporcionado por lo efímero. Las visitas de
Carlos V en Palermo (Italia), en 1535, o en Burgos (España), en 1536, promovieron
la edificación de puertas monumentales, como la Puerta Nueva y el Arco de Santa
María, respectivamente, en las citadas ciudades. El paso de los monarcas dejaba así
una huella perdurable. De lo transitorio y liviano perduraba para la posterioridad una
señal y un beneficio urbano permanente.
En Madrid, Villa a la cual, en 1560, Felipe II trasladó la Corte, las entradas en
la ciudad serían principalmente las de las reinas. A su propósito se erigían vistosos
Arcos de Triunfo, se ensanchaban calles y se llevaban a cabo mejoras urbanas. Otro
tanto sucedía en las ciudades por las cuales pasaba el itinerario del viaje de las futuras
reinas hasta la Corte. En 1565, Isabel de Valois fue recibida en Valladolid con un
Arco de Triunfo y un pórtico de estilo manierista realizado por el escultor de origen
francés Juan de Juni. Su tipo recuerda los que se levantaban en las entradas de los
reyes galos del siglo XVI en París. De excepcional importancia fueron los recibimien-
tos que, en 1570, se dispensaron a la Reina Ana de Austria. Desembarcada en
Santander, a su paso se erigieron Arcos de Triunfo en Burgos, Valladolid y Segovia.
En Madrid, el viaje culminó con fastuosas fiestas, descritas por el cronista Juan López
de Hoyos. En el primer Arco de Triunfo, colocado en la Carrera de San Jerónimo,
dedicado a las glorias de la Casa de Austria, las estatuas de Carlos V y del Emperador
Fernando eran obra de Pompeyo Leoni. En el tercer Arco, erigido en la calle Mayor,
las pinturas eran de Diego de Urbina y Sánchez Coello, además de esculturas de
Leoni. En el Arco de Santa María, en donde se derribó la vieja muralla musulmana
para facilitar el paso a la comitiva, los aparatos decorativos habían sido diseñados
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por el ingeniero italiano Juan Bautista Antonelli. Por desgracia, no se conserva•
ningŭn documento gráfico de tan fastuoso y significativo recibimiento.
Las bodas de Felipe II con Margarita de Austria se celebraron en Valencia. Para el
recibimiento de la pareja real en Madrid, al Rey se le envió de antemano la traza de los
arcos proyectados, además del programa festivo. A la vez se dio la orden de derribar
varias casas para ensanchar las calles. Los Arcos de Triunfo eran obra de Francisco de
Mora, y las esculturas, de Pompeyo Leoni. De importancia capital, dentro del aparejo
de los Arcos triunfales, fue el viaje de Felipe III, en 1619, a Lisboa, ciudad que enton-
ces formaba parte de la Corona española. Una serie de grandes Arcos de Triunfo fue-
ron erigidos en toda la ciudad. Su arquitectura clasicista, que conocemos a través de una
magnifica colección de los grabados que ilustran la relación de viaje escrita por Juan
Bautista Lavaña, se inspiró en los Arcos triunfales que, en 1552, se habían erigido
en Bruselas para el viaje en Flandes del Príncipe Felipe, el cual, en fecha próxima,
sería el Rey Felipe II. El manierismo flamenco fue decisivo para el diseño arquitectó-
nico en España, lo cual se demuestra en muchas de estas obras, que por regla general
parecían más grandes frontales o retablos que verdaderos Arcos de Triunfo clásicos.
Ŭnicamente por descripciones conocemos el Arco de Triunfo que para el recibi-
miento de la Reina Margarita de Austria, en 1649, diserió en la Puerta de Guadalajara
en Madrid el escultor, pintor y arquitecto granadino Alonso Cano. Seg ŭn su coetáneo
Díaz del Valle, era una obra «de tan nuevo usar de los miembros y proporciones de
la arquitectura, que admiró a los demás artífices, porque se apartó de las normas que
hasta estos tiempos habían seguido los de la antigriedad», opinión de la que se hizo
eco Palomino al escribir la biografía del artista. En la misma fiesta, el pintor y
arquitecto Francisco Herrera Barnuevo levantó, en el Paseo del Prado, un Parnaso
Español, que, segŭn el mismo autor, era de tan peregrina disposición y ornato, «que
pasmó la Corte y aun toda España». El barroco surgió en Madrid a partir de estas
arquitecturas efímeras a la vez que en los retablos y las decoraciones que estos dos
artistas diseñaron para la capilla de San Isidro, Patrono de Madrid, en la parroquia
de San Andrés. De estilo barroco ya consolidado fueron los cuarenta y dos Arcos de
Triunfo, pórticos, fuentes y otras esculturas decorativas que diseñó el pintor Claudio
Coello para la entrada de la Reina María Luisa de Orleáns, esposa de Carlos II, en
enero de 1680. De estas obras efímeras se conservan varios dibujos en la Sección
de Bellas Artes de la Biblioteca Nacional de Madrid. Estilisticamente muestran el
recargamiento propio de un arte en el cual la abundancia de los ornamentos era
considerada esencial. La plasticidad de gruesos motivos vegetales y la imitación de
abultados motivos pétreos dan gran fuerza a estas arquitecturas efímeras, obra del
ŭ ltimo gran pintor del barroco espariol. Junto con Claudio Coello colaboró el pintor
y arquitecto José XiménezDonoso. Entre otros artistas que trabajaron para la entrada
de la Reina se encontraba José Ratés, padrastro de José de Churriguera, el gran
retablista, que nueve años más tarde, en 1689, todavía muy joven, irrumpirá en la
escena artística madrileña con el famoso t ŭmulo para la Reina María Luisa de
Orleáns, de la cual, siendo todavía niño, había visto y .admirado los Arcos triunfales
en los cuales había colaborado su padrastro.
El siglo XVIII, que se inició con el cambio dinástico de los Borbones, en principio
no trajo una mudanza esencial para el arte. Durante el primer tercio del siglo,
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LA ARQUITECTURA EFIMERA DEL BARROCO EN ESPAÑA
coexistiendo el barroco castizo tradicional, heredado de la época de los Austria y el
nuevo gusto de un barroco académico de tipo cosmopolita, con influencias francesas
e italianas, introducido en el círculo áulico. Felipe V fue recibido en Madrid, en 1701,
con Arcos de Triunfo diseriados por el arquitecto real y pintor don Teodoro Ardemans,
artífice todavía adicto al gusto barroco tradicional. Del largo reinado del primer
Borbón, el viaje más sonado y de mayor trascendencia artística fue el que, con toda
su familia, incluido el principe de Asturias y su recién casada esposa, la portuguesa
doria Bárbara de Braganza, hizo a Sevilla, ciudad en la cual permaneció durante el
período de cinco arios. La estancia de la Corte en Andalucía constituye un capítulo
histórico conocido como el Lustro ReaL Las descripciones de los Arcos de Triunfo
y los omatos del recibimiento los conocemos por el libro Olimpiada o lustro de la
Corte en Sevilla (1738) y los grabados de Pedro Tortolero, que han sido suficien-
temente reproducidos y estudiados. La ciudad, al igual que para Felipe II, se había
engalanado para tan fausto acontecimiento en su totalidad. Sobre el Guadalquivir se
elevó un enorme Coloso de Rodas, tema recurrente en muchas de las entradas y
fiestas acuáticas. Varios Arcos de Triunfo y omatos de gusto barroco-rococó deco-
raban el recorrido hasta el Alcázar. La ciudad de Sevilla, entonces en un momento
estelar de su arquitectura, mostró su sentido de la ostentación. Digna de ser recordada
será la Máscara que, en 1746, se celebró para la proclamación de Femando VI.
Juzgada «inexplicable», no era más que una prueba del jubiloso apogeo del gusto por
lo lŭdico en la capital de Andalucía.
El reinado de Carlos III supuso un cambio en el curso de las artes. Monarca
austero e ilustrado, el Rey fue contrario al boato barroco. Las fiestas y los Arcos de
Triunfo que se erigieron para su regreso, tras haber sido Rey de Nápoles y Dos
Sicilias, al hacerse cargo de la Corona española, no fueron de su agrado. Desembar-
cado en octubre de 1759 en Barcelona, tuvo un recibimiento fastuoso de parte de la
Ciudad Condal. Un Arco de Triunfo con Neptuno, Eolo, sirenas, los cuatro elementos
y las estatuas de la Fidelidad y Obediencia le esperaban en el puerto. La Máscara
Real, de la que se editó un magnífico álbum con espléndidos grabados, fue una
fabulosa cabalgata de carros alegóricos de tipo rococó. El viaje hasta Madrid estuvo
jalonado de Arcos y fiestas, en Zaragoza y Alcalá de Henares. La entrada p ŭblica
en Madrid de la pareja real se celebró más tarde, en julio de 1760. En el Museo
Municipal de Madrid se conservan cinco lienzos con las vistas del acto. Las arqui-
tecturas efímeras corrieron a cargo del teniente arquitecto mayor del Palacio Real y
académico don Ventura Rodríguez; la invención de los programas iconográficos, de
Pedro Rodríguez Campomanes, y los versos, de Vicente García de la Huerta. Tanto
los Arcos de Triunfo como las demás arquitecturas efímeras y omatos no fueron del
agrado de Carlos 111, amante de un arte más sobrio y a tono con sus austeras ideas
ilustradas. Muy pronto Ventura Rodríguez fue oficialmente relegado. El arquitecto
e ingeniero napolitano Francisco Sabatini, yemo de Vanvitelli, se convirtió en el
arquitecto oficial. Desconocemos los Arcos de Triunfo que este ŭltimo, en 1765,
levantó para las bodas del Principe de Asturias y María Luisa de Parma. Ahora bien,
no es difícil imaginarlos, ya que Sabatini es el autor de la célebre Puerta de Alcalá,
cuya neoclásica fábrica es hoy, con la Cibeles, emblema principal de Madrid. Con
los Arcos de Triunfo que se levantaron en Sevilla para la proclamación de Carlos IV,
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en 1789, se puede cerrar este capítulo. Obras de Lucas Cintoria las conocemos por
los espléndidos grabados que ilustran la Relación de la Fiesta escrita. Poco tienen
que ver con los que antes se habían realizado en la ciudad del Guadalquivir. Sin
embargo, todavía perduraba el tópico literario, ya que la exageración llevó al autor
de la Relación a afirmar que «tuvo su decoración la mayor de que hay memoria se
haya dado en funciones de esta naturaleza».
ARCOS DE TRIUNFO SACROS
A imitación de los Arcos triunfales erigidos a los monarcas de este mundo se
elevaban también Arcos a la Divinidad y los santos del cielo. En el arte espariol, en
el cual siempre lo profano se ha sometido a lo religioso, en lo relativo a los Arcos
de Triunfo, por el contrario, lo religioso está subordinado a lo profano. En las cano-
nizaciones, traslados de reliquias o de imágenes, estrenos de templos y retablos
singulares y sobre todo en la fiesta de Corpus Christi, se colocaban Arcos de Triunfo
sacros del mismo tipo que los profanos, pero en los que cambiaban los emblemas
y dísticos, las alegorías e inscripciones. Su especificidad merece toda nuestra aten-
ción. Por ejemplo, los Arcos triunfales dedicados a Cristo y a la Virgen que propone
Fray Juan Rizi en su tratado manuscrito sobre la Pintura Sabia son paradigmáticos
de un concepto del arte que oscila entre la posible realidad del proyecto y la simbólica
irrealidad de la utopia. Rizi, pintor, arquitecto, tratadista y ante todo religioso, integró
su modelo del Arco «con propiedad y alg ŭn ingenio» a un determinado orden arqui-
tectónico. A propósito del «orden salomónico completo», diserió el Arco en honor
a Cristo «más para que corresponda todo el nombre hize este Arco Triunfal dedicado
a Cristo Señor Nuestro, como principal Salomón, con estas letras Ecce plus quam
Salomon hic y videte regem Salom puesto todo su triunfo en la Cruz», colocando
carteles que reforzaban la victoria de Cristo. El resultado no puede ser más evidente.
Entre los mŭltiples Arcos sacros mencionemos los que, en 1568, se erigieron para
la entrada solemne de los restos de los Santos Justo y Pastor, en Alcalá de Henares.
Ambrosio de Morales los describe en su libro La vida, el martiryo, la invención, las
grandezas y las translaciones de los gloriosos niños... y el solemne triumpho en que
fueron recibidas sus reliquias en Alcalá de Henares (1568). Procedentes de Huesca,
las santas reliquias entraron por la Puerta de Guadalajara. Allí había un Arco Triunfal al
que seguían cuatro más: el de la Compañía, el de la Universidad, el de los Mercaderes
y, por ŭltimo, el de la Colegiata. Este ŭltimo, «pomposo arco fingido de piedra blanca
y pintado todo de colores con oro y plata» e, igual a los demás, era soporte de con-
ceptuosa arquitectura con su correspondiente carga de símbolos y de alegorías relati-
vas a la virtud de los santos mártires patronos de la ciudad. A título de ilustración, cite-
mos también el Arco Triunfal que en Madrid realizó el ensamblador Pedro de la Torre,
con motivo del traslado de la Virgen del Buen Suceso al estrenarse el nuevo retablo
de la iglesia del mismo nombre. Erigido en la Puerta del Sol, al igual que los demás
Arcos triunfales sacros, tuvo que llamar poderosísimamente la atención tanto de los
fieles como de los ocasionales viandantes del céntrico punto de la capital del Reino.
ENRAMADAS
Desde la Baja Edad Media, para las entradas reales y para las procesiones de
Corpus Christi las calles se alfombraban de briznas de vegetales y tapices florales.
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LA ARQUITECTURA EFÍMERA DEL BARROCO EN ESPAÑA
También se adornaban las calles con ramas de plantas arbóreas. En el Renacimiento,
períododurante el cual se desarrolló, en la jardinería, el arte toparia, de arbustos y
árboles recortados, se utilizaron los elementos naturales para realizar arquitecturas
efímeras. Las Ilamadas enramadas consistían en ramas entrelazadas para cubrir tra-
yectos a manera de tŭneles verdes y formar Arcos de Triunfo de apariencia clásica.
Las ciudades y villas que disponían de escasos recursos económicos recurrían a este
simple y natural procedimiento. Se conservan muchos testimonios acerca de estos
rŭsticos ornamentos. Cuando Felipe II, en 1586, al regreso a Madrid desde Valencia,
después de haber asistido a las Cortes en Monzón (Aragón), pasó por Albacete, la
villa le recibió en la Puerta de Chinchilla con enramadas. Noticia pintoresca acerca
de las enramadas es la que proporciona Francisco Pacheco. Cuando, en 1590, se
rindió una partida de trescientos salteadores de caminos que actuaba en la Sierra de
Líbar (Ronda), el alférez mayor y veinticustro de Sevilla, don Gonzalo Argote de
Molina, fue recibido por los bandidos en plena montaria con enramadas que formaban
Arcos de Triunfo. Delante de la cueva en donde se Ilevó a cabo la capitulación
«estava levantado un lucido teatro de enramadas de Laurel, de Mirto i otras yerbas:
flores olorosas uno i otro adomado de mucha cala de liebres, conejos, cabras, vena-
dos i jabalis». Nada podía satisfacer más a un humanista. El origen ligneo de la
arquitectura clásica, seg ŭn los tratadistas, estaba así hecho realidad. Imagen primitiva
y agreste de la mítica Edad de Oro recuperada para los modemos de la antigriedad.
FACHADAS FICTICIAS, EDÍCULOS Y PABELLONES EFIMEROS
La ornamentación festiva de las fachadas de los edificios con telas, reposteros,
pinturas, cornucopias, espejos, candelabros, guimaldas y ramilletes de flores, a
mediados del siglo XVIII fue sustituida por fachadas ficticias de palacio o mansión
real. Los arquitectos más distinguidos de la época recibían el encargo del diseño, que
por su perfección mostraba el lucimiento y la capacidad del profesional que la había
compuesto, a la vez que proclamaba la grandeza de la institución patrocinadora o del
noble comitente. En el Archivo de la Villa de Madrid se conservan bastantes dibujos
de aderezos de fachadas. A ellos debe ariadirse el álbum ya citado de la proclamación
de Carlos IV, en 1789, muestrario e indice de los ideales arquitectónicos de finales
del setecientos.
Junto con los Arcos de Triunfo y las fachadas ficticias deben tenerse en cuenta
los edículos y pequerios edificios levantados para las fiestas. En la entrada de Carlos III,
en 1760, en la Puerta del Sol se erigió un templete circular que a manera de un clásico
tholos evocaba la gloria del monarca. De carácter diferente y con función más que
simbólica la de dar techo y cobijo a los actos celebrados en su interior son los
pabellones que España y Francia levantaron en la Isla de los Faisanes sobre el río
Bidasoa, en 1660, para el intercambio de infantas entre Esparia y Francia, y los que,
en 1729, se alzaron sobre el río Caia (Badajoz) para el trueque de infantas entre
Esparia y Portugal. En el prim. er caso, conocido por un lienzo del francés Meuleu,
la sobriedad arquitectónica del pabellón espariol, dispuesto por el pintor Diego
Velázquez, entonces aposentador real, contrasta con el marcado manierismo del
pabellón francés. En el segundo caso, el pabellón realizado por un ingeniero militar,
de sobrio diseño arquitectónico, se avanza estilísticamente sobre la arquitectura de
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su época, como se puede comprobar en obras posteriores del mismo género, de
marcadas formas rococós.
Sobre los carros de teatro para el Corpus Christi se construían edículos en forma
de chapiteles. Fábricas rodantes, reproducían a manera de maquetas o edificios en
miniatura la arquitectura de la ciudad. El carro triunfal proyectado para el Corpus
de 1646 en Madrid por Juan Gómez de Mora, tal como lo vemos en el dibujo que
se conserva, era una torre de madera similar a las que el arquitecto clasicista levan-
taba para remate de sus edificios civiles en la capital de España.
CASTILLOS
En las fiestas barrocas, heredadas de las medievales, no faltaban las justas, los
torneos, los juegos de cañas, los ejercicios ecuestres y otros deportes caballerescos.
Los simulacros militares, de batallas terrestres y combates navales —las nauma-
quias—, constituían parte importante de los regocijos p ŭblicos. Para representar los
asaltos a las fortalezas enemigas, siempre de moros, se construían pequeños castillos
de cartón piedra, con sus torres almenadas y erizadas de lanzas, de gallardetes y
banderas. A veces, como en el caso de Alicante, el castillo era real, pero casi siempre
se trataba de una maqueta de material fungible que, como remate del combate
noctumo, acaba ardiendo, tras la ruidosa y deslumbrante apoteosis de una traca. Las
bengalas, los fuegos artificiales y las crepitantes Ilamas, junto con el atronador ruido
de las salvas y los tiros al aire, el estruendo de los cohetes, las bombas de palenque
y la mŭsica de las trompetas y chirimías marcaba el fin de la fiesta. Como se sabe,
la pirotecnia y la quema de artefactos tiene aŭn hoy vigencia en España. En Valencia,
todos los años se celebra, antes de llegar la primavera, la quema de las Fallas. De
los castillos de la época barroca citemos el expresivo texto del cronista Francisco
Bermŭdez de Pedraza al relatar las fiestas de 1608 para la «calificación» del Sacromonte
de Granada, ciudad que durante ocho siglos estuvo sometida a los musulmanes.
Como culminación de los festejos «hubo en la plaga una fiesta de fuego tan notable,
que a no aver tantos testigos, a todos pareciera fingida en libros de cavallerias. Estava
fabricado en medio de la plaça un castillo roquero almenado».
De nuevo lo medieval pervive como trasfondo del barroco, sin menoscabo de la
mitología humanista y del moderno sentido político del Estado encarnado en
la monarquía.
MONTAÑAS, «ROCAS» Y FUENTES
Los elementos de la naturaleza eran imitados artificialmente. Las montarias, Ila-
madas «rocas», ocupaban un puesto destacado en las festividades, en especial en las
religiosas. Enormes promontorios de peñascos, breñas y espesuras, surcadas de arro-
yos y cascadas, se levantaban en medio de una plaza o un claustro. Muchas veces,
sus ingentes masas de tierra y vegetales se montaban sobre los carros que desfilaban
en las máscaras y los cortejos festivos. La imagen de estas «rocas», cargadas de
sentido simbólico, representaban la montaña elemental y primigénia, que surge del
caos y se constituye en «axis mundi», en un microcosmos primitivo, a la vez que
escala para el cielo. Las «rocas», con sus manaderos de agua —por regla general se
montaban sobre fuentes para aprovechar su caudal— y frondosas arboladas, en medio
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LA ARQUITECTURA EFIMERA DEL BARROCO EN ESPAÑA
de las cuales había animales selváticos, eran también la imagen del Paraíso. Cuando
estaban llenas de figuras mitológicas adquirían un carácter humanístico. De este ŭlti-
mo tipo fue el Monte Parnaso, que, como ya dijimos, arregló, en 1649, en el madri-
lerio Paseo del Prado, Francisco de Herrera Barnuevo para la entrada de Mariana de
Austria. De carácter religioso, en cambio, fue la montaria que en el Patio de los Na-
ranjos de la catedral de Sevilla se alzó para las fiestas de la canonización de San
Fernando en 1671. Con igual sentido recordemos el risco, con innumerables carios y
una columna coronada por la estatua de la Fama, que en el centro del claustro del
convento de carmelitas descalzas de Lucena (Córdoba) elevaron sus correligionarios, en
1675, para la beatificación de San Juan de la Cruz. De tipo diferente son las fuentes
monumentales, como las de los ya citados dibujos de Claudio Coello, para la entrada,
en 1680, de la Reina María Luisa de Orleáns. En ellas se simbolizaba la fecundidad
y la abundancia. En las fuentes permanentes que para Madrid labró Pedro de Ribera
existe un gran paralelismo con las de la arquitectura efímera, de la misma manera que
en el tardíoTriunfo de San Rafael, en Córdoba, un siglo después de la creación de la
Fuente de los Cuatro Ríos de la Plaza Navonna en Roma, se acusa el eco de la influen-
cia del Bernini, artista tan ligado a los fastos y al l ŭdico boato de la Corte papal.
En la arquitectura efímera de la Edad de la Razón, en la época contemporánea,
las pirámides y los obeliscos desempeñaban, por influencia de lo foráneo, el papel
que antes, en el barroco español, era propio de las montañas. Este paso de lo
«naturalista» a lo «abstracto» es significativo de un cierto estado de espíritu y cambio
de sensibilidad.
JARDINES ARTIFICIALES
Las «rocas» y las fuentes tienen una estrecha relación con los jardines artificiales.
Especialidad de Sevilla y Levante, resultaban sorprendentes no sólo por la hermosura
de sus aderezos, sino también por estar realizados en pleno invierno. Muy celebrado
fue el que, en diciembre de 1635, anticipándose a la primavera, estación florida y
amena, se colocó delante de la iglesia parroquial de San Miguel en Sevilla para
celebrar unos sucesos favorables a España en Flandes. Con carteles de jeroglíficos,
enigmas y un florilegio con gran variedad de versos eucarísticos, este lucido adorno
fue completado con fuegos de artificio, bombos, ruedas, castillos de fuego, un árbol
y una serpiente. También en la ciudad de Sevilla reseriemos, en el siglo XVIII, el
jardín artificial que, montado sobre un carro, desfiló en la Máscara Jocoso-Seria
organizada en 1742 por los estudiantes del Colegio Mayor de Santo Tomás para
celébrar el nombramiento de arzobispo de Sevilla del infante don Luis Antonio de
Borbón. «Vergel rodante», como lo calificó un cronista, este carro evoca las actuales
andas de los pasos procesionales que hoy, cargadas de flores, desfilan por las calles
de Sevilla en Semana Santa. Su imagen es la de un artificioso jardín pletórico de
vivos y varios colores, distintos y embriagadores aromas y palpitantes y frescas
formas de blanda consistencia.
ALTARES EN LA CALLE Y TEATROS AL AIRE LIBRE
En las fiestas religiosas no podían faltar los altares que, colocados delante de las
iglesias, los conventos, las encrucijadas y los puntos urbanos por donde pasaban las
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procesiones servían de estación para posar las imágenes sacras y accidental escenario
de breves ceremonias callejeras. La vía p ŭblica alcanzaba así un carácter sagrado,
convirtiendo a la ciudad en una verdadera Jerusalén celeste. De rebuscada compo-
sición y rico atrezzo, estos altares eran el mejor prospecto propagandístico de sus
promotores. La emulación entre las órdenes religiosas en la realización de los altares
es un hecho constatable. En la Relación sobre las fiestas del Siglo Quarto de la
Conquista de Valencia, en 1640, un romance de Vicente Pérez de Culla afirma que
en la ciudad del Turia
«No hay calle que no la adornen
con invención ingeniosa
Altares que los componen
las Religiones devotas.»
Los diferentes tipos de altar se pueden clasificar, tal como ha hecho para la ciudad
de Córdoba Femando Moreno Cuadrado, en altares-escenarios, altares-homacina,
altares piramidales y altares con lienzo. La descripción pormenorizada de cada uno
de los tipos resultaría excesivamente prolija. La tarea sería digna de los antiguos
autores de las Relaciones festivas.
En lo que atarie a teatros al aire libre o recintos acotados o cerrados dentro de
la trama urbana a manera de escenarios, sin duda alguna la obra paradigmática fue
el arreglo que el pintor Bartolomé Esteban Murillo llevó a cabo, en 1665, para
celebrar el Breve papal sobre el Ministerio de la Concepción y el estreno de las obras
que se habían llevado a cabo para remodelar al gusto barroco el interior de la antigua
iglesia de Santa María la Blanca, en Sevilla. La fiesta solemnísima fue promovida
y costeada por Justino de Neve, acaudalado canónigo hispalense de origen flamenco,
protector del templo mariano y mecenas y amigo de Murillo. Al ser el interior del
templo de pequerias dimensiones, Murillo dispuso en la plaza contigua a su fachada
un recinto delimitado primorosamente. Para ello colocó en las dos calles adyacentes
sendos Arcos: dedicado al Triunfo de la Eucaristía, uno, y al Misterio de la Inmaculada
Concepción, otro. A la vez decoró con varios ornamentos la fachada del palacio del
marqués de Ayamonte y colgó sobre la puerta de la iglesia un cuadro de la Virgen,
obra de Juan de Valdés Leal. Dentro del perímetro del circuito acotado, cubierto con
toldos, aderezó altares alusivos a temas marianos. La calle, en la ocasión sin tránsito,
pasó a ser un pequerio teatro sacro.
Un grabado de Francisco Pérez, conservado en la Casa de los Tiros, nos muestra
la plaza de la Bibarrambla de Granada adomada el día de Corpus de 1760. Un colosal
altar para el Santísimo Sacramento se alzó en medio de la plaza, circundada toda ella
por una fachada-mirador con un elegante pórtico de columnas gigantes corintias y
galerías de arcos de medio punto. El altar formaba un grandioso baldaquino con un
primer cuerpo de columnas salomónicas y un segundo cuerpo corintio. Las Sagradas
Formas estaban expuestas en un enorme ostentorio bajo un amplio dosel. Una arcada
de enramadas daba la vuelta a tan soberbia máquina. Otro grabado, del mismo ario,
nos muestra la misma plaza de la Bibarrambla el día de la proclamación de Carlos Ell.
Un pórtico de orden dórico y planta oval ocupa gran parte del espacio central de la
plaza. Sobre cada columna ha estatuas y de las claves de los arcos pende una lámpara.
Dentro de la columnata, sobre un tablado octogonal inscrito en un cerco culdrado,
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LA ARQUITECTURA EFIMERA DEL BARROCO EN ESPAÑA
las autoridades alzaron el pendón real. Un esbelto monumento piramidal, acabado
con un chapitel, ostentaba los escudos de Esparia, y tres pequerias pirámides con
hachones formaban un triángulo con la fuente de Bibarrambla. Ambos grabados
confirman una vez más la función teatral que desemperiaron las plazas mayores
espariolas. Verdaderos contenedores susceptibles de ser modificados seg ŭn la fiesta,
ninguno de los demás espacios urbanos ofrecía un escenario tan apto para el uso
lŭdico y ritual de una sociedad que se libraba de sus frustraciones y alcanzaba su
catarsis por medio de los regocijos pŭblicos.
EL MONUMENTO DE LA CANONIZACION A SAN FERNANDO EN SEVILLA (1671)
La arquitectura efímera alcanza el cenit y máxima expresión en Esparia con
motivo de las fiestas de canonización de San Fernando, celebradas en Sevilla en la
primavera de 1671. Ninguna otra, en el siglo XVII, la igualó en esplendor festivo,
riqueza arquitectónica y emblemática y brillantez literaria. El libro in folio Fiestas
de la Santa Iglesia de Sevilla Al Culto, Nuevamente concedido Al Señor Rey San
Fernando 111 de Castilla y León (Sevilla, 1671), escrito por el poeta y sacerdote don
Fernando de la Torre Farfán, magníficamente ilustrado con grandes láminas grabadas
por Matías de Arteaga y Alfaro, Luis Morales y Lucas Valdés, es, sin ningŭn género
de dudas, la Relación más importante y mejor editada de su tiempo. Gracias a sus
estampas conocemos hoy las grandes máquinas y el aparato arquitectónico montado
al exterior e interior de la catedral hispalense. También podemos apreciar su difusión
incluso fuera de Esparia y el influjo que la factura de las obras ejerció sobre el arte
del retablo barroco espariol. El Cabildo, que para la realización de las decoraciones
contó con artistas de primer orden, como Murillo y Valdés Leal, además del impor-
tante entallador y arquitecto Bernardo Simón Pineda, no reparó en gastos para festejar
al Santo Patrono, encarnación del símbolo histórico de la monarquía espariola.
La riqueza ornamental de las fachadas ficticias que enmascararon las portadas
catedralicias del Patio de los Naranjos y de la Lonja todavía sin acabar, ya que sus
obras finalizaron en el siglo XIX, y la movida decoración, de grandes cintas o
filaterías de colores, banderas y gallardetes que colgaban de la Giralda, eran el
preludio de las imponentes máquinas montadas en el interior del templo.Aparte de
la ya citada «montaria» del Patio de los Naranjos y de los arreglos de la capilla real
y demás altares de la catedral, la obra principal, objeto de la máxima atención y
mirada de todos, fue el Monumento Triunfal a San Fernando. Colocado a los pies
del templo, entre el trascoro y la contraportada principal, decorada ésta de arriba
abajo con un abigarrado pórtico, el Monumento a San Fernando era una colosal
máquina, de híbrida composición, mitad Arco Triunfal, mitad t ŭmulo. Por su ubica-
ción en el templo y su estructura decreciente, evocaba su más complejo el perfil
Monumento de Semana Santa que todos los arios se colocaba en el mismo lugar. El
Monumento o Triunfo a San Fernando, de planta octogonal en el primer cupulado
y de planta cuadrada en el segundo, estaba rematado por un chapitel bulboso, co-
ronado por una estatua de San Fernando, que en las alturas casi rompía las bóvedas
ojivales del templo catedralicio. Cargado de estatuas alegóricas, de árboles y guir-
naldas, de inscripciones, emblemas y empresas fernandinas, de trofeos militares,
banderas, oriflamas, pendones y divisas guerreras, era un verdadero monumento a
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la gloria del «Rex cristhianisimus». El santo monarca, conquistador y protector de
la ciudad, alcanzaba así el empirio. Su apoteosis era total, gracias a la pericia de los
artistas que habían creado la máquina grandiosa, al pie de la cual los vemos, retra-
tados en el grabado, afanosos y plano en mano en el momento de escoger el lugar
para su levantamiento. El resultado de su invención no pudo ser más feliz y fecundo
para el arte barroco. Como muy acertadamente ha observado George Kubler, en el
Monumento a San Femando «toda similitud con la modulación tradicional fue aban-
donada para aclarar las superficies y establecer en ellas un complicado sistema de
decoración emblemática pintada, escrita y esculpida. Pineda dibujó esos torturados
perfiles basándose tanto en fuentes de los Países Bajos como Dietterlin en compo-
siciones escenográficas italianas. Dichos diserios prefiguran la perfilada reorganiza-
ción de las superficies en los años en torno a 1720». La doble influencia, septentrional
y mediterránea a través de tratados y cartillas, fue detenninante en el barroco espariol.
El papel del grabado fue enorme. De sobra se sabe cómo Alonso Cano combinaba
y compaginaba las más variadas estampas. Arte de «collage» y «bricolage», que
marca la dicotomía flamenco-italiana del arte espariol del Siglo de Oro, capaz de crear
obras proteicas y eclécticas, pero de una originalidad indiscutible. El Triunfo de San
Femando es a este respecto la más palmaria de las pruebas.
TŬMLTLOS FUNERARIOS
Por su propia significación y destino, los t ŭmulos funerarios son la máxima
manifestación de la arquitectura efímera moderna. Para el barroco nada puede ser más
pasajero, vano y perecedero que la vida humana. El «Finis Gloriae mundi» y el «In
ictu Oculi», el «así pasan las glorias de este mundo» y la muerte que llega «en un
abrir y cerrar de ojos», tema de las postrimerías de Valdés Leal y del Discurso de
la verdad, del sevillano Miguel de Mariara (1627-1679), son sentencias inapelables
para el hombre de la contrarreforma. La vida es pura temporalidad. Lo fugitivo de
la existencia humana, al igual que la fugacidad de la fiesta, se traduce en el azar, el
vacío y el constante devenir de los seres, que persiguen, sin más éxito que el aparente
retener, lo que no permanece y dura. Los instantes de nuestra vida se suceden sin
seguridad y sin un norte seguro. El poeta Bocángel expresa magistralmente la inquie-
tante temporalidad de la existencia humana:
«Lo que pasó ya falta; lo futuro
aŭn no se vive; lo que está presente
no está, porque es su esencia el movimiento
Lo que se ignora es sólo seguro
Este mundo, repŭblica del viento
que tiene por monarca un accidente.»
Sólo el afán de alcanzar la vida etema, después de la muerte del cuerpo, puede
proporcionar al hombre el ancla de salvación de su alma. Todo lo demás no son más
que meras contingencias, que fantasmales acciones, que pompas y vanidades. En los
funerales y las exequias por los difuntos se quiere expresar el sentido barroco del
nulo valor que tiene la existencia corporal y la excelsitud del alma. Las honras
fŭnebres de los monarcas de la época, con su boato y la fastuosidad del aparato
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LA ARQUITECTURA EF1MERA DEL BARROCO EN ESPAÑA
arquitectónico y ornamental, encierran la enorme contradicción de conceder el primer
plano de la atención a lo pasajero y perecedero. Ŭnicamente el querer acentuar lo
transitorio del óbito por medio de lo que no dura y a la vez querer enaltecer la victoria
de las virtudes cristianas e imperecederas del que ahora no será más que un cadáver
al abandonar este mundo, justifican la solemnidad triunfal de la liturgia y la efimera
maquinaria macabra con que se celebraba la muerte.
La doble herencia pagana y cristiana en los ritos funerarios determinaron la forrna
de los tŭmulos para el catafalco. El recuerdo de las piras de la antigriedad clásica,
cuando el cadáver era incinerado, se convierte en las capillas ardientes, en las cuales
las velas, con sus llamas, son la imagen misma de la vida humana, pues un soplo apaga
la existencia del alma que se consume al arder en deseos de salvación eterna. La arqui-
tectura del tŭmulo, que formalmente tiene mucho que ver con los baldaquinos y dose-
les de altar y los templetes cupulados, seg ŭn los casos, en otro aspecto es, en gran
parte, el recuerdo de un monumento erigido en honor del difunto, cuya fama debe ser
perpetuada. La evocación de las pirámides de Egipto en el Renacimiento y el barroco
y los obeliscos en el Neoclasicismo fueron también determinantes. Los cuerpos ascen-
dentes y decrecientes, de esbeltas formas agudas, que con su altura llegan hasta tocar
las bóvedas, como si fuesen a romperlas, evocaban la escala hacia lo trascendente,
el ascenso del alma a la gloria etema. La iglesia, decorada con grandes colgaduras, que
forraban de negro todo el interior sagrado, con las pinturas alegóricas de empresas
y jeroglificos sobre la vida, la muerte y la victoria postrera del alma; los epitafios,
las tarjas y cartelas con letreros e inscripciones que aludían a las virtudes del difunto;
las esculturas de esqueletos y las calaveras, que junto con los trofeos rotos y relojes
de arena, la clepsidra alada, proclamaban la omnipresencia de la muerte, completaban
el fŭnebre marco de los tŭmulos. La hiedra enroscada en las columnas de Herrera
Barnuevo, en el tŭmulo de Felipe IV, son otra imagen emblemática y formal de la
destrucción y del entrelazamiento vida/muerte patente en la arquitectura barroca.
Los tŭmulos en Esparia estaban reservados sólo para los honras fŭnebres de los
reyes y sus familiares más allegados. Monumentos erigidos como una apoteosis del
difunto, a su clara y alta gloria, exaltación del aparato del poder y de la gloria de
quien lo vertebra desde la c ŭspide, por su significación política sólo podían ser
elevados a los monarcas, sacralizados de esta guisa y forma absoluta. De ahí que para
los funerales de los nobles y de los principes de la iglesia, con el fin de no emular
los de los soberanos, se prohibiese hacer tŭmulos, colgar telas y ordenar fŭnebres
decoraciones. En 1572, Felipe II promulgó una pragmática, que fue reiterada en 1610,
dirigida a impedir la práctica de honras fŭnebres con tŭmulo. Aunque el duque de
Lerma, para el entierro de la duquesa, su esposa, en la iglesia de San Pablo de
Valladolid, erigió un tŭmulo, que segŭn los testimonios fue «la cosa más grandiosa
que se sabe se haya hecho cosa semejante ni tan gran vanidad», la prohibición en
principio se cumplió con extremo rigor. En 1633 se puso una multa al duque del
Infantado, en 1634 se mandó desmantelar, por órdenes reales, el t ŭmulo del duque
de Alba y en 1644 se arrasó el del conde de Oriate. Sólo a partir de Carlos II, que
por una pragmática de 1696 autorizó la erección de catafalcos particulares, aunque
prohibiendo las colgaduras y limitando a docehachas las luces, se inició una etapa
durante la cual se puede serialar varios t ŭmulos de nobles y eclesiásticos.
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La historia de los tŭmulos funerarios regios se inicia en Esparia con la erección,
en 1539, en la capilla Real de Granada, del de la Emperatriz Isabel, diseriado por
Pedro Machuca, el arquitecto del palacio de Carlos V en Granada. El mismo, rediseriado
en 1549, sirvió para las exequias de la Princesa María de Portugal, esposa del Principe
Felipe, más tarde Felipe H. Su esquema vitruviano era de estilo puramente renacentista.
Para Carlos V, en 1560, se elevaron tŭmulos en Valladolid, Sevilla, México y Bru-
selas. En cada ciudad se utilizaron los tipos más variados, desde el punto de vista
estructural y estilístico. El tŭmulo de Valladolid, atribuido a los Corral de Villalpando,
era del género de las custodias procesionales platerescas. El de Sevilla, del que no
se poseen más que descripciones, fue trazado con formas de un clasicismo purista
por Hernán Ruiz segundo, el autor del remate de la Giralda. El t ŭmulo de México,
obra de Germán de Arciniega, se derivaba de los antes mencionados que Machuca
había realizado en Granada. Por ŭltimo, el de Bruselas, divulgado intemacionalmente
por la Relación de las exequias a las cuales asistió el heredero, Felipe 11, era del tipo
de pira piramidal, mitad renacentista, mitad gótico, a la manera de las medievales
capillas ardientes.
De gran trascendencia fue el tŭmulo que para Felipe II se erigió, en 1598, en la
catedral de Sevilla. Como ya indicamos, fue conocido universalmente por un graba-
do, con una estructura de pórtico arquitravado de columnas y un templete central
rematado por una cŭpula, sus esbeltos obeliscos, rematados con bolas, era un trasunto
formal y simbólico del monasterio de El Escorial y, por lo tanto, del Templo de
Salomón, tal como había sido imaginado por el P. Villalpando. Obra de Juan de
Oviedo, con la colaboración de los escultores Juan Martínez Montariés y Gaspar
Nŭriez Delgado y epitafios del licenciado Francisco Pacheco, su conjunto era muy
vistoso. Pintado de color gris parduzco, simulaba ser de fábrica de piedra. Obra que
tardó en construirse cincuenta y dos días, no fue, sin embargo, estrenado a causa de
un pleito entablado entre el Ayuntamiento y la Audiencia para dirimir cuál de las dos
instituciones representaría en la ceremonia fŭnebre la persona del nuevo rey. El
soneto de Cervantes «Voto a Dios que me espanta esa grandeza...» y el romance de
Lope de Vega, en la comedia El amante agradecido, son muestra del impacto que
causó aquel anfiteatro de dolor o teatro fŭnebre de majestuoso diseño arquitectónico.
Los tŭmulos para Margarita de Austria (1612), entre los cuales uno, el de Toledo,
fue diseriado por El Greco, y los de Felipe HI, en 1621, continuaron la tipología
clasicista, de carácter solemen y grave, fingiendo mármoles, jaspes y bronces. El de
Margarita de Austria, en Sevilla, con la superposición de órdenes, jónico, corintio y
compuesto, «por corresponder en los templos antiguos a mujeres y a dioses», «con
primorosos omatos y proporciones feminiles», suponían un arte a la vez que severo
cuidado en los pormenores. El estilo de Francisco de Mora y su sobrino Juan Gómez
de Mora fue esencial en la etapa anterior a la aparición del t ŭmulo barroco. La
sobriedad geométrica de sus perfiles iba junto al rigor desnudo de los órdenes
vignolescos. Su carácter era eminentemente arquitectónico.
En la iglesia de la Encarnación de Madrid, que a partir de su construcción, en
el primer tercio del siglo XVH, sustituyó a la de San Jerónimo como escenario de
las exequias reales, se levantó, a la muerte de Felipe IV, en 1665, el tŭmulo, diseñado
por Francisco de Herrera Barnuevo y realizado por Pedro de la Torre. De tipo
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LA ARQUITECTURA EFíMERA DEL BARROCO EN ESPAÑA
baldaquino, con su perfil de movidas líneas, inició el t ŭmulo barroco. La decoración
de la iglesia, con grandes colgaduras negras y lienzos con pinturas emblemáticas,
completaba el fŭnebre teatro. Ahora bien, el t ŭmulo barroco por excelencia fue el que,
en 1689, para las honras fŭnebres de la Reina María Luisa de Orleáns, después de
un reriido concurso, ganó el joven entallador José Benito de Churriguera. Obra
maestra, con estípites y agudos pináculos, huesos cruzados, calaveras y esqueletos,
las estatuas de un viejo alado «jeroglífico» del tiempo y de la muerte sentada sobre
una esfera en actitud de segar mostrando su omnipresencia letal, este t ŭmulo fue el
desiderátum de su género. Sólo los posteriores, en el siglo XVIII, de don Teodoro
Ardemans, para el Delfín de Francia (1711) y doria María de Saboya (1715), de Pedro
de Ribera, pueden competir, desde el punto de vista decorativo. Tanto Ardemans
como Ribera utilizan formas neomanieristas flamencas, mezcladas a roturas y
sinuosidades rococós. Pero ninguno de los dos logró la emoción f ŭnebre y macabra
del tŭmulo de Churriguera, que, radiante a la luz de los cirios, velas y hachones, debía
recortarse en medio de las tinieblas del templo, enteramente tapizado de negro y a
oscuras. El contraste barroco y la integración arquitectura/escultura/pintura llegaban
así a su saturación más acabada.
El paso al tŭmulo neoclásico se produce ya tarde, sobre todo en provincias. Un
Rey como Carlos III, que en Roma tuvo un templo griego como monumento fŭnebre,
en Esparia e Hispanoamérica tuvo todavía, cosa que personalmente le hubiese dis-
gustado de haberlos podido ver, una serie de tŭmulos de estructura y decoración aŭn
adscritos al ŭltimo barroco.
El estudio tipológico de los tŭmulos en Esparia se puede resumir en el paso del
tŭmulo-catafalco-monumento, del siglo XVI, al tŭmulo catafalco-pira, de tipo
turriforme y de templete copulado, al tŭmulo baldaquino, para acabar en el tipo
catafalco obelisco y templete neoclásico.
FINAL DE FIESTA
Aderezadas para la fiesta, las arquitecturas efímeras del barroco cobraban toda su
significación en el contexto del recorrido urbano de los cortejos y las máscaras de
acuerdo con el orden establecido por los organizadores del regocijo p ŭblico. A lo
extraordinario, lo singular y lo portentoso de sus maquinarias se ariadía el programa
figurativo preparado para cada celebración de modo concreto y particular. Ex profeso,
segŭn convenía, se realizaban los modelos establecidos de antemano. Su iconografía,
con su sentido iconológico, fuese ya para un Arco de Triunfo, un altar callejero, un
pórtico, el ornamento de una fachada, una «roca», una columna o un obelisco, una
pira o un tŭmulo funerario, constituían, en gran medida, el complemento y ŭltima
razón de ser del monumento. La estructura arquitectónica, esencial en su significa-
ción misma, se convertía en el soporte, indispensable e insustituible de lo simbólico.
Gracias a las estatuas y los relieves, de carácter alegórico, a los lienzos con empresas
y emblemas y a las divisas heráldicas, los aparatos y ornatos efímeros tomaban vida
y alcanzaban la categoría de «arquitecturas parlantes». A su proteica imaginería y
pluriforme alusión a la fiesta se ariadía la variopinta y casi siempre chillona policromía
de sus elementos arquitectónicos y programas figurativos. La forma y la apariencia
de las maquinarias o fábricas virtuales no podía ser más atractiva y seductora.
ANTONIO BONET CORREA
	
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Conceptualmente pertenecían a un orden puramente imaginario Calderón de la Barca
en el Auto Sacramental El Gran Teatro del Mundo nos resume magistralmente su
fugaz y frágil engaño cuando el Autor Soberano pide al Mundo que en un instante
fabrique un «hermoso aparato de apariencias» que «de dudas se pasen a evidencias».
Realidad, sueño, fiesta y teatro confundidos, plasmados en virtuales ciudades, alcá-
zares, jardines y ornatos de portentosas e ilusorias perspectivas. Las arquitecturas
efimeras del barroco por estar destinadas a durar solamente unos pocos días, puesto
que desaparecían tan pronto como finalizaba la fiesta, de su provisional presencia y
compostura ŭnicamente se conserva la memoria escrita o suimagen gráfica. A veces
el recuerdo oral se transmitió como un reguero de la fama. Arquitecturas literarias
y dibujadas sobre el papel, su realidad pertenece al mundo de lo mental y tiene mucho
de quimérico. Apagadas las luces y acallado el alegre clamor festivo, pasaban a ser
piezas arrumbadas en la penumbra del olvido, en el perdido depósito de lo pretérito.
El historiador actual para evocar su existencia tiene que realizar un acto imagi-
nativo. Verdaderas entelequias, al igual que las fantasías, su entidad es la de un
evanescente suerio arquitectónico, repleto de ilusorios modelos tipológicos, diferen-
tes artilugios de artificiosa teatralidad, de engañosa y fingida realidad.

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