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GENTE DE SABER EN LOS VIRREINATOS DE HISPANOAMÉRICA 
(siglos XVI a XVIII ) 
Óscar Mazín 
El Colegio de México 
Los intelectuales no existieron como tales en los virreinatos de la Nueva España y del Perú. 
A partir del célebre caso Dreyfus (1894) que diera a la palabra su sentido actual, nuestra 
noción del intelectual supone la posibilidad de hacer la crítica del Estado-nación de manera 
independiente. Ahora bien, esta última entidad tampoco se dio en las llamadas Indias 
occidentales entre los siglos XVI y XVIII . Nuestro enfoque debe, por lo tanto, prescindir de la 
consideración del origen y la consolidación del Estado en su progreso lento pero 
inexorable. Recordemos que en aquellos siglos el poder político no constituía una esfera 
pública distinta de una sociedad formada por cuerpos. Por el contrario, se hallaba siempre 
disperso y la jurisdicción del rey concurría con las de otras instancias de autoridad. Por lo 
tanto, es impensable entender la “posición intelectual” de aquel entonces sin una 
cosmovisión en la que intervenga un conjunto muy amplio de conocimientos, de ideas y 
creencias. 
La extrema parcelación del conocimiento prevaleciente en nuestros días tampoco 
nos sirve para entender a sus exponentes de hace cuatro o cinco siglos. Esa fragmentación 
minimiza, y aun falsea, un ambiente otrora convencido de la unidad del saber y de la 
pluralidad de las lenguas y de las “artes” que lo expresaban con orden, razón y concierto. 
De acuerdo con una tradición ininterrumpida y sin solución de continuidad entre la 
Península ibérica y las Indias occidentales, desde muy antiguo se escogió en la primera el 
modelo ideal de la “escuela de Atenas” y se reclamó para las segundas su adscripción 
legítima a “las costumbres de España”. Este solo hecho es testimonio de movilidad y de 
contactos muy estrechos a lo largo de siglos con el resto de la cuenca mediterránea, es decir 
con Grecia, con Bizancio, incluso con el Oriente y con el norte de África. La imagen de 
aquella “escuela” no correspondió a la filosofía, sino al conjunto de las artes liberales cuyo 
conocimiento llevaba a una cosmología centrada en el hombre y su universo. No había, 
pues, separación de saberes, aunque sí una cierta especialización: un médico era al mismo 
tiempo gramático y filósofo natural; un jurista habría estudiado filosofía y teología e 
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incluso matemáticas; un matemático conocería la astrología, la música y la filosofía. 
Pensamiento jurídico, filosófico y científico fueron, pues, las diversas facetas de un mismo 
saber (Rucquoi, 1998: 246). Nuestro propósito es trazar aquí las líneas maestras de ese 
saber en la Nueva España y en el Perú, echando una mirada comprensiva a los personajes 
que lo profesaron de manera sobresaliente. A falta entonces de “intelectuales”, nos parece 
que “gente de saber” es un término justo, pues aun cuando la voz “letrado” designó en los 
siglos XVI y XVII a aquellos que ejercían las letras, ella acabó aplicándose con prioridad a 
los juristas abogados. 
 Es preciso añadir que la tradición del saber de origen mediterráneo antes evocada 
fue indisociable de una profunda convicción docente que hizo de la enseñanza una práctica 
medular. Convencidos de que “la ignorancia es madre de todos los errores”, y por lo tanto 
de que el saber es un deber, los reyes hispánicos adoptaron las divisas de rex magister y de 
rex sapiens. La permanencia de las escuelas palatinas y el papel fundamental desempeñado 
durante siglos por la corte en la vida cultural –recordemos el reinado epónimo de Alfonso 
X el Sabio, entre 1252 y 1284, o la biblioteca del Escorial de Felipe II, cuyo reinado se 
extendió de 1556 a 1598– atestiguan que aquéllas no fueron meras invocaciones o un 
simple deseo piadoso. Soberanos y grupos dirigentes favorecieron el conocimiento y la 
enseñanza: de las grandes figuras de “hombres doctos” de la Hispania visigótica a las 
“escuelas” de traductores de los siglos XII y XIII ; de la creación de las universidades a las 
disputas jurídico teológicas en torno de la justicia de la guerra; de las grandes 
compilaciones legislativas del siglo XIII a la Recopilación de leyes de Indias; de los 
cosmógrafos, humanistas y letrados de los siglos XV y XVI a los polígrafos y bibliógrafos 
del saber americano del siglo XVIII . 
Reiteremos. Sin solución de continuidad respecto de la Península, las Indias de 
Castilla fueron un terreno no menos fértil para la expresión de esa honda vocación por el 
saber y la enseñanza. Díganlo, si no, la controversia sobre la legitimidad de la conquista y 
la naturaleza de los indios, la avidez de los frailes de conocer la religión y las costumbres 
de las sociedades autóctonas o la práctica del rey de España de conocer para gobernar, es 
decir, de “disponer de una información segura y detallada de las cosas de las Indias”. 
Díganlo, en fin, los colegios primitivos y la fundación temprana de universidades en 
México y Lima (1551-1553); las enseñanzas de los jesuitas expulsos o incluso de los 
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funcionarios de la primera mitad del siglo XIX , necesitados del conocimiento de las 
prácticas jurídicas, administrativas y contables “coloniales”. 
 La continuidad de la vocación por el saber y la enseñanza es aun más manifiesta si 
consideramos que la vida de muchos de sus exponentes en la Nueva España y en el Perú 
transcurrió en ambas orillas del Atlántico. Sus orígenes, sus travesías de ida y vuelta, sus 
impresores, sus lenguas, los géneros literarios de que echaron mano, sus redes, en fin, sus 
conocimientos, son representativos de una civilización inserta en el marco de una entidad 
geopolítica a escala planetaria, la entonces llamada “Monarquía española”. En 
consecuencia, el desempeño de los autores, pero también sus obras, cobran sentido en el 
contexto de la movilidad, de la circulación, lo cual excluye definitivamente de nuestro 
enfoque las historias nacionales por resultar, además de anacrónicas, estrechas. En la 
Península ibérica los desplazamientos repetidos a lo largo de siglos acostumbraron a las 
personas a concebir un mundo cuyos horizontes fueron siempre más vastos que los de su 
terruño. De ahí la importancia esencial de los lazos de parentesco en el desplazamiento de 
los hombres en dirección a ultramar y de regreso, o bien dentro del Nuevo Mundo. 
Recordemos la trayectoria de cronistas como el inca Garcilaso, el dramaturgo Juan Ruiz de 
Alarcón o juristas como Antonio de León Pinelo y Juan de Solórzano Pereyra; pero también 
la de gente que viajó del virreinato septentrional al meridional o a la inversa, como el padre 
jesuita José de Acosta, el oidor Valdés de Cárcamo, el arquitecto Francisco Becerra, que 
trabajó en la fábrica de las catedrales de Puebla de los Ángeles y del Cuzco, o bien el barón 
de Humboldt. 
Por otra parte el modelo familiar, empleado tradicionalmente como metáfora de la 
relación que unía al rey con sus vasallos, tomó todo su sentido en las sociedades de las 
Indias. Se pensó y enseñó a pensar a la familia, tanto la nuclear como la extensa, como un 
todo solidario representado por el apellido. La presencia en ella de muchos menores 
acentuó la importancia de la educación básica impartida en casa por padres, abuelos, tías y 
nodrizas durante los años primeros de la vida. Por lo demás, a falta de un verdadero poder 
central, en las Indias los hombres se hallaron abandonados a ellos mismos. Por lo tanto, las 
relaciones con individuos de prestigio y poder fueron casi la única vía de acceso a 
funciones, cargos y distinciones, y de ahí la importancia de las clientelas y del patrocinio 
que en su seno hallaron autores, docentes y artistas. La corte de México, por ejemplo, 
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resultó primordial para la obra de sor Juana Inés de la Cruz, quien se benefició del amparo 
y la protección de la virreina. Pero también resultó decisiva la correspondencia entre grupos 
animados por el saber en diferentes regiones. 
En unamonarquía de escala planetaria, gobernada por escrito y a distancia, es 
preciso considerar que las ideas, los textos y los objetos circularon rápidamente a través de 
territorios tan diversos como los Países Bajos, Italia o el Extremo Oriente. En 1556, menos 
de veinte años después de haberse introducido la imprenta en la capital de la Nueva España, 
las prensas del colegio jesuita de Goa publicaron su primera obra, las Conclusiones 
philosophicas. El 12 de julio de 1605, seis meses después de su aparición, 262 ejemplares 
del Quijote zarparon de los muelles de Sevilla a bordo del Espíritu Santo para llegar a 
Veracruz tres meses más tarde. Ninguna otra ciudad de las Indias acogió en el siglo XVII a 
tantos escultores y pintores sevillanos como Lima (Mazín, 2007). 
 No obstante los cambios de orientación introducidos al filo del tiempo, las líneas 
maestras aquí trazadas se hacen eco de un sistema fincado en siete “artes” liberales; tres 
orientadas al lenguaje y cuatro a la naturaleza. Imbuidos de las estructuras y los supuestos 
de esa tradición milenaria, traductores, gramáticos, juristas, astrónomos, matemáticos, 
músicos, cronistas y poetas vertieron el néctar de las civilizaciones autóctonas en los odres 
del saber antiguo. Y es que los virreinatos americanos no fueron menos tributarios de la 
vocación del saber y la enseñanza de cuño mediterráneo, que del estímulo ejercido por el 
Nuevo Mundo y sus indios sobre la imaginación y la creatividad, principal incentivo para el 
surgimiento de un pensamiento original. 
 El encuentro con otras lenguas y horizontes no era inédito, contaba en la Península 
ibérica con un haber de siglos de contactos con el árabe y el hebreo. Así, la necesidad de 
traducir y de comprender nuevas realidades en las Indias hizo que la gramática, primera de 
aquellas “artes”, desembocara en la “ciencia del bien decir” o retórica, antes que en una 
dialéctica de índole puramente especulativa asimilada a la lógica. Según veremos, el 
raciocinio se encaminó más bien a la filosofía natural y a las teologías moral y positiva. Se 
trata del celebérrimo trivium o cúmulo de disciplinas concebido como útil a las ciencias 
“civiles”, o sea fundamentalmente al derecho, tanto el secular o “civil” como el canónico o 
eclesiástico heredado por las escuelas de Roma; un saber práctico antes que especulativo 
que permitió la gobernación de los pueblos en la vida urbana. Análogamente al derecho, la 
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medicina encontró un lugar en esa construcción, ya que el cuerpo humano era la 
representación del universo, el microcosmos que se integraba al macrocosmos. Este primer 
conjunto formó, pues, parte, de la categoría de las obras didácticas específicas de lo que se 
conoce como la “tradición gramatical meridional” frente a las corrientes especulativas y 
teóricas más características de la Europa central y del norte. 
 Pero si las materias del trivium debían “hacer al hombre bien razonado”, las del 
quadrivium buscaban “hacer sabio al hombre”, ya que por ellas se mostraba “la natura de 
las cosas” y, aunque estas últimas hubiesen existido antes de que se les diera un nombre, 
sólo se podía enseñar el quadrivium después del trivium porque “las cosas no se pueden 
enseñar ni aprender de partida, sino por las voces y por los nombres que han” (Alfonso el 
Sabio, 1930: 194). Los saberes que permitían conocer el número y la medida de las cosas 
eran por lo tanto la aritmética, la música, la geometría y la astrología. Para este otro 
conjunto, el cosmos era una obra de arte preñada de misterios: enlaces ocultos, tramas 
invisibles de los fenómenos, relaciones numéricas que explicaban su armonía. Así, la 
geografía, la náutica, la cronometría, la astronomía y las matemáticas coadyuvaron a 
determinar y explicar la naturaleza y las dimensiones del Nuevo Mundo. 
 La empresa consistente en construir reinos cristianos semejantes a los de la 
Península ibérica fue determinante para que durante siglos prevaleciera en las Indias ese 
sistema de conocimiento y de enseñanza fincado en las “artes”. Como lo muestra el método 
prescriptivo de los colegios jesuitas conocido como ratio studiorum (su versión definitiva 
data de 1599), ese sistema incorporó igualmente el conjunto de las “humanidades” (studia 
humanitatis) mediante el cual disciplinas como la poética, la filosofía moral, la pedagogía, 
la historia, la geografía, las matemáticas y la física fueron reivindicando una cierta 
autonomía frente a los antiguos trivium y quadrivium. Algo semejante ocurrió en el terreno 
de las artes mecánicas conforme las artistas plásticos reclamaron un estatuto que 
diferenciara y enalteciera no sólo sus oficios, sino su enseñanza en “academias” (Jacobs, 
2002). 
 Por otra parte, la historia del saber en las Indias no puede desvincularse de su red de 
ciudades, la más grande de la Monarquía española, sólo comparable a la del imperio 
romano del siglo II. Para el año 1580 el número de fundaciones urbanas en las Indias 
llegaba al medio millar. Esa red requirió de unas mismas estructuras jurídicas y de 
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gobierno, es decir de un aparato administrativo que uniera los territorios entre sí (Calvo, 
1999). Las disciplinas asociadas al derecho tuvieron, por lo tanto, una importancia radical. 
Lo mismo se puede decir de aquellas vinculadas a la lengua si pensamos en el afán de 
cristianización en el seno de sociedades multirraciales producto de las corrientes 
migratorias, del mestizaje y de la integración cultural. Por eso el derecho, la lengua y la 
religión se identificaron entre sí, siguieron una misma evolución. La cristianización no 
supuso en una primera época el aprendizaje del español o del portugués sino por parte de 
las élites. Así, las lenguas autóctonas subsistieron, llegaron a escribirse y aun a enseñarse 
como lenguas de cultura. El sermón, clave de lectura moral y de buen uso de la lengua, 
arma persuasiva y disuasiva por excelencia, consagró su celebridad en las Indias. 
Relatar y conservar los hechos consumados en el Nuevo Mundo e indagar la historia 
y las costumbres de los indios, previa a su cristianización, hizo de las crónicas y de las 
descripciones de índole etnográfica una necesidad esencial. Los viajes de descubrimiento y 
conquista dieron lugar a la escritura de epopeyas, aunque también, según veremos, fueron 
numerosos los certámenes poéticos y las obras líricas en que autores diversos reflejaron las 
tensiones y aspiraciones de las nuevas generaciones de los criollos, los “españoles de 
ultramar”. 
 Disponer de información segura y detallada sobre las cosas de las Indias propició 
todo tipo de empresas científicas y tecnológicas, de encuestas y exploraciones durante las 
cuales geógrafos, astrónomos, botánicos, naturalistas y geólogos elaboraron por todas 
partes inventarios sistemáticos, según tendremos ocasión de ver de manera concreta en las 
páginas que siguen. Por otra parte, al ser la implantación del cristianismo el principal 
contenido del arte en las Indias occidentales, no se pudo prescindir de la enseñanza del 
sistema de códigos visuales y auditivos desarrollado durante siglos en Europa: la 
representación de la figura humana, las convenciones para la construcción de espacios 
mediante la perspectiva, la utilización de la luz, el conocimiento de la técnica y la función 
del color, las tradiciones gestuales, el canto llano y la polifonía. 
 Las Indias no fueron ajenas a esas otras corrientes científicas modernas atentas a la 
regularidad y la recurrencia de fenómenos del mundo físico mediante la formulación de 
leyes. Ellas penetraron en ambos virreinatos al menos desde el primer tercio del siglo XVII . 
Sin embargo, los discípulos y seguidores de Copérnico, de Galileo, de Descartes y de 
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Newton descollaron de manera más decisiva a partir de la segunda mitad del siglo XVIII . 
Con todo, ninguna de aquellas corrientes logró imponerse a la antigua tradición del saber y 
la enseñanzade raigambre mediterránea. Explica seguramente ese desfase el arraigo 
poderoso de dicha tradición en la formación de las sociedades hispanoamericanas, y no un 
simplista “atraso” de los virreinatos españoles de América respecto de los paradigmas 
científicos europeos de índole mecanicista. La inmensidad humana y física del Nuevo 
Mundo presentó un enorme desafío a la empresa de cristianización, poblamiento y 
gobernación. Tal reto exigió respuestas “sintetizadoras” dotadas de estabilidad y de 
permanencia con que abarcar la diversidad autóctona y asumir las expresiones hispánicas 
nuevas tanto en Mesoamérica como en los Andes. Cuando a mediados del siglo XVIII el 
jesuita Francisco Xavier Clavijero (1737-1787) decidió soslayar los nuevos esquemas de 
clasificación propuestos por sabios europeos contemporáneos, como Carlos Linneo, 
esgrimió ser los de tipo tradicional “más acomodados a la inteligencia de toda clase de 
personas” (Trabulse, 1994). 
 
 
SABER Y LENGUAJE 
 
Lenguas y géneros literarios 
Lengua culta heredera de siglos de contactos con diferentes pueblos y religiones, el español 
entró en su fase de apogeo a partir de la fundación de los reinos de las Indias. En ellos 
convivió con el portugués y con muy numerosas lenguas autóctonas. 1492, el mismo año 
del descubrimiento de América, fue el de la aparición de la Gramática de la lengua 
española, la primera de su género en Europa. Su autor, Elio Antonio de Nebrija (1444-
1522), escribió en su prólogo que la lengua era la compañera del imperio. Pronosticó así su 
vigorosa expansión y su encuentro con otras lenguas hasta nuestros días. Pero aun si el 
español y el portugués fueron las lenguas oficiales de los reinos, bien lejos estuvieron de 
suplantar a las lenguas indias que, según vimos, llegaron a escribirse y a enseñarse en las 
universidades. La cristianización de los indios, análoga a su hispanización, no supuso en 
una primera época el aprendizaje del español sino por parte de las élites. En cambio hay 
que subrayar que la evangelización no se dio sin un esfuerzo de traducción. Fue el núcleo 
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de esa empresa la adopción de la lengua latina, lo cual constituyó una revolución técnica y 
epistemológica. Gracias al latín, el clero procedente de la Península y las élites autóctonas 
aprendieron a escribir las lenguas del Nuevo Mundo, que hasta entonces no poseían sino 
una escritura ideográfica. La escritura del náhuatl y de otras lenguas mesoamericanas en 
caracteres alfabéticos permitió la redacción en ellas de textos literarios y de documentos 
numerosos. La situación en la Nueva España fue diferente al Perú por el hecho de que los 
aztecas o mexicas no habían impuesto el náhuatl, sino admitido y conservado la utilización 
de lenguas complejas como el maya y sus variantes, así como el zapoteco, el mixteco, el 
tarasco y el otomí. Los incas, en cambio, privilegiaron el quechua y el aimara en detrimento 
de lenguas secundarias con tal de consolidar la unidad de su imperio. La Gramática o arte 
de la lengua general del Perú (Valladolid, 1560), del dominico fray Domingo de Santo 
Tomás (1499-1570), es el primer compendio de filología y al mismo tiempo el primer 
diccionario dedicado al estudio del quechua. 
 ¿Cómo conservar memoria de lo que se esfuma cada día cuando los antepasados no 
dejaron en los Andes nada comparado a los códices y las pinturas de los indios de la Nueva 
España? Dos fueron los objetivos del género conocido con el nombre más bien vago de 
“crónicas”: primero relatar y conservar los hechos. En seguida indagar las costumbres de 
las poblaciones autóctonas. Durante mucho tiempo, tales escritos fueron el único medio 
para dar a conocer las Indias al Viejo Mundo. Constituyeron, pues, un primer puente entre 
ambas orillas del Atlántico. Mediado por las convenciones de la transmisión oral, es decir 
retóricas, el género evolucionó rápidamente hacia formas más elaboradas, sobre todo la 
historia puesto que ella fue desde antiguo uno de los temas favoritos de los españoles en la 
Península ibérica. Entre sus autores figuran los mismos conquistadores; tanto los grandes 
jefes como Hernán Cortés (ca. 1485-1547), como los soldados miembros de las 
expediciones. Al día siguiente de la derrota de Gonzalo Pizarro (1511-1548) en el Perú, el 
Inca sostuvo una larga entrevista con Pedro Cieza de León (1520-1554), un soldado español 
apasionado por las cosas antiguas que participó en la fundación de ciudades del Nuevo 
Reino de Granada como Cartagena y Antioquia (actual Colombia). Cieza viajó después al 
Cuzco en busca de información para su Crónica del Perú, que empezó a escribir en 1541. 
Se trata de una especie de recorrido geográfico, etnográfico e histórico que describe las 
costumbres y el modo de vida de los indios. Su segunda parte rastrea la historia y la 
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genealogía de los soberanos incas y relata la conquista del Perú y las guerras sucesivas 
entre los conquistadores. 
 Describir las “recitaciones” de los ancianos y los sabios del Cuzco o de México-
Tenochtitlán y sus respectivas provincias como “cantares, villancicos y romances” 
equivalía a atribuir a esos textos el carácter explícito de narraciones históricas. Religiosos 
como fray Bernardino de Sahagún (ca. 1500-1590) aplicaron encuestas a los indios 
ancianos de México a efecto de recuperar el conocimiento de todos los aspectos de la 
civilización prehispánica, de todas las “Cosas de la Nueva España”. Desde su travesía sobre 
el Atlántico, fray Bernardino había emprendido estudios de náhuatl gracias a los príncipes 
aztecas que Cortés había enviado a España y que regresaban a México en el mismo barco 
que el franciscano. Durante los casi treinta años que duró esa gigantesca tarea, se habló en 
torno de ese fraile latín, español, náhuatl, otomí; se desplegaron pencas de agave cubiertas 
de signos multicolores; los jóvenes indios letrados corrigieron los manuscritos empezados a 
elaborar años atrás. El Códice florentino y la Historia de las cosas de Nueva España son 
una enciclopedia del mundo prehispánico. 
 Desde finales del siglo XVI hicieron su aparición autores nacidos en las Indias como 
el célebre mestizo del Cuzco, Garcilaso de la Vega (1539-1616), hijo de un conquistador y 
de una princesa india. Sus Comentarios reales de los Incas (1609) y su Historia del Perú 
(1617) lo consagran como el gran historiador de los Andes. Los primeros mitifican el 
pasado prehispánico. Al mismo tiempo, y bajo una mirada providencial ya cristiana, en la 
segunda el autor exalta la implantación europea. Los jesuitas y Garcilaso construyeron una 
imagen del imperio incaico antiguo inspirado en el modelo de la Roma clásica, que 
proporcionó un marco o contexto explicativo a los estudiosos de la cultura, la historia y la 
política. Subyacía a una tal actitud no sólo la continuidad de la tradición mediterránea del 
saber y la enseñanza, sino el reconocimiento del imperio como una forma distinta y 
legítima de gobierno para las Indias. 
 Tanto entre los autores peninsulares como entre los de origen americano, la 
nostalgia del pasado se tiñó de una reflexión sobre la escritura, “maestra de la vida, luz de 
la verdad” y sobre la perennidad del recuerdo. “Mi pluma, escribió Cieza, no tiene la 
soltura ni la belleza de los bachilleres y letrados españoles, pero está impregnada de la 
verdad” (Bernand y Gruzinski, 1993). Digamos de paso que la distinción entre lo “sabio” y 
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lo “popular” no funciona para gran parte de los siglos de los virreinatos, pues presupone 
que quienes se adscriben a lo primero han estudiado, mientras que los “populares” no 
tuvieron nada que ver con la cultura. El estado de la enseñanza y el número de aquellos que 
tuvieron acceso a ella en los siglos XIX y XX no nos pueden servir de referencia, por mucho 
que sigamos bajo la influencia de un positivismo que quiere que la cultura haya sido el 
privilegio de unos cuantos para luego, a lo largode la historia, haber sido progresivamente 
arrancada por las “clases populares”. 
 Las indagaciones, las idas y venidas del cronista mestizo Fernando de Alva 
Ixtlilxóchitl (1578-1650) por las comarcas de la cuenca de México revelan la existencia de 
verdaderas redes de letrados indios que mantuvieron el recuerdo de las cosas de antaño 
hasta los albores del siglo XVII . Esos sabios recogían las tradiciones orales, coleccionaban 
las pinturas o redactaban en español o en náhuatl la narración “de las grandes cosas 
acontecidas en estas tierras”. A esta memoria fija le acompañó una memoria viviente: a 
saber, unos anales ya de época virreinal inscritos en la perspectiva mundial de la Monarquía 
católica. Fueron redactados por indios como el señor chalca Domingo Chimalpahin (1579-
1660). El mundo de este autor consta de cuatro partes con una capital mundial, Roma, y un 
señor universal, el rey de España. Tales textos circularon y los “principados” indios los 
transcribieron haciendo de ellos una fuente de inspiración para las generaciones por venir. 
 Inspirados a menudo en el romance, forma métrica castellana en versos octosílabos, 
los viajes de descubrimiento y las conquistas suscitaron la escritura de epopeyas. Sus 
autores tuvieron la impresión de ser los continuadores de las tradiciones peninsulares que, 
como el Poema de Mío Cid, cantaron las glorias de la Antigüedad y la “reconquista”. La 
más célebre es La Araucana de Alonso de Ercilla (1533-1594), cuya primera parte vio la 
luz en 1569. Nacida de la resistencia india a la penetración española en Chile, describe 
minuciosamente los hechos y las gestas de héroes españoles e indios. Esta obra, que ubica 
al lector en esa frontera del imperio, dio lugar a un subgénero, el de las guerras de Arauco, 
que contó con émulos numerosos. 
 En tanto género literario, la evolución del sermón corrió pareja en el Perú a la 
campaña de homogeneización lingüística. La publicación de piezas oratorias se vio nutrida 
por la de diccionarios y gramáticas. Sus contenidos sirvieron de base no sólo para la 
transmisión oral de la cultura cristiana. Los sermones fueron igualmente esenciales para la 
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alfabetización y su dominio se convirtió en un símbolo de prestigio en las ciudades. Las 
grandes piezas retóricas eran escuchadas en las catedrales y en las grandes parroquias; en 
palacio, en las iglesias del clero regular y en los claustros universitarios. El período 1550-
1700, o de esplendor de las letras hispánicas, correspondió a una predicación rica en 
conceptos que buscó despertar la sensibilidad y la imaginación del auditorio; de la gente 
sencilla tanto como de los letrados y de los artistas. Gracias a los sermones y pregones, la 
población iletrada no quedó al margen de la educación. Se hallaba expuesta a la lectura en 
voz alta, práctica de uso común en los barcos, posadas, plazas, iglesias y traspatios de las 
casas, lo que ayudaba a asimilar ideas y a transmitirlas. Miguel Sánchez (1594-1674), 
Antonio de Alderete (Ca. 1650) y Pablo Salceda (1622-1688) fueron predicadores célebres 
del siglo XVII que arrobaron a las multitudes en la Nueva España. Juan de Espinosa 
Medrano (1632-1688), apodado el “Lunarejo”, fue el más grande predicador del Perú. A 
propósito de la utilización de las lenguas y literaturas griega y latina en la oratoria sagrada, 
Espinosa gustaba decir: “con las humanidades no probamos nada, aunque explicamos 
mucho”. La evolución del género desembocaría en el discurso cívico del siglo XIX . 
 Fueron numerosos los certámenes poéticos, sobre todo en ocasión de fiestas y 
ceremonias donde la agudeza y el concepto se ponderaban como los máximos valores de un 
escrito. Tres poetas peninsulares, dos de los cuales viajaron a las Indias, se hallan entre los 
principales inspiradores de tales justas: Garcilaso de la Vega (1503-1536, quien no cruzó el 
Atlántico), Gutierre de Cetina (1520-1557?) y Juan de la Cueva (1550?-1609). Diversos 
autores reflejaron en sus obras líricas las tensiones y los afanes de las nuevas generaciones 
criollas. Los hijos de españoles nacidos en América, como Bernardo de Balbuena (1562-
1627), mostraron desde niños gran facilidad para la composición de versos. Su Grandeza 
Mexicana (México, 1604) destila el elogio entusiasta jamás dirigido a la capital de la Nueva 
España. Fue después de 1650, bajo el signo del barroco, que la poesía lírica dio en las 
Indias sus mejores frutos. En ella los temas religiosos se mezclan con el sentimiento 
amoroso con frecuencia llevado a la hipérbole; el elogio a la retórica participa de los juegos 
del espíritu y del malabarismo verbal. Juan del Valle Caviedes (1652-1697), calificado a 
menudo de “Quevedo peruano”, fue considerado el mejor escritor satírico de Lima. Sor 
Juana Inés de la Cruz (1648-1695), religiosa de la orden de San Jerónimo llamada el “Fénix 
mexicano”, logró expresar su espíritu profano y su pasión por el saber. Lo hizo desde una 
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celda conventual seguramente de dimensiones generosas, ya que contó con una biblioteca 
de cinco mil volúmenes además de instrumentos astronómicos y musicales. Su obra es muy 
variada: numerosos poemas de circunstancia pero también de amor, sobre todo sonetos, y 
un extenso poema filosófico, Primero sueño, intento de penetrar los arcanos del mundo 
mediante la intuición poética. Sor Juana escribió igualmente piezas de teatro sacro y 
profano. 
 Una de las primeras formas dramáticas fueron los autos sacramentales, 
representaciones de los misterios de la fe adaptados como instrumentos de evangelización 
en los claustros y atrios. El teatro, sin duda el más célebre de los géneros del Siglo de Oro, 
se halló bastante extendido en las Indias. Era el vehículo que expresaba la actualidad bajo 
diferentes apariencias imaginadas por la creatividad de los dramaturgos. Sin embargo, los 
autores prefirieron las representaciones que acompañaban los grandes acontecimientos, 
sacros o profanos, como el Corpus Christi y aquellas otras funciones concebidas para un 
público más reducido, los virreyes y su corte en palacio o los religiosos en sus conventos. 
Las piezas edificantes como La vida y milagros de Santa Rosa del Perú, de Agustín Moreto 
y Cavana (1618-1669), alternaron con sainetes populares como La Clementina del 
peninsular Ramón de la Cruz (1731-1794). El arte dramático fue no sólo representado, sino 
también muy leído. Incluso se escribieron tratados o “artes” para la elaboración de 
comedias. Los textos se popularizaron no obstante la censura eclesiástica. Tres son los 
dramaturgos hispanoamericanos más representativos: el “mexicano” Juan Ruiz de Alarcón 
(1581-ca. 1639), cuya Verdad sospechosa inspiró el Menteur (el Mentiroso) a Pierre 
Corneille; la ya mencionada sor Juana Inés de la Cruz, cuyas comedias como Los empeños 
de una casa suscitaron enérgicas reacciones del arzobispo de México, y Pedro de Peralta y 
Barnuevo (1669-1747), cortesano peruano fiel a la estética de la comedia mitológica de 
escenografía compleja. 
 
El derecho 
Toda la organización social y política de las Indias se fincó sobre un orden normativo y 
jurisdiccional sofisticado. El rey de España heredaba una tradición mediterránea que 
durante siglos vinculó el poder a un saber esencialmente jurídico en el que confluían tanto 
la potestad espiritual como la temporal. La justicia fue, de hecho, el principal atributo de la 
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realeza. Dictar leyes y hacerlas respetar a dos mil leguas allende los mares constituyó un 
reto. Los ibéricos en uno y otro lado del Atlántico fueron los únicos en haber confrontado 
una empresa de tal envergadura. Diversas autoridades hacían las leyes en nombre del rey: 
las audiencias o los tribunales superiores, el virrey y los obispos reunidos en concilio a 
convocatoria del soberano, en el nivel local; el Consejo de Indias como instancia suprema 
de gobierno y de justicia en la corte del monarca. 
 La facultad de derecho, concinco años de duración, estructuraba el pensamiento 
según las grandes tradiciones culturales del Occidente: Sagradas Escrituras, Padres de la 
Iglesia, concilios, derecho civil con sus dos grandes núcleos (romano y justinianeo), 
derecho real, jurisprudencia y sobre todo el derecho eclesiástico o canónico en su apogeo 
medieval. Tanto en los claustros universitarios como en las bibliotecas, fue el derecho el 
saber predominante. 
 Desde los primeros tiempos, la legislación indiana tuvo una fuerte dimensión 
judicial y contenciosa en razón de las denuncias relacionadas con las poblaciones 
autóctonas. La explotación de estas últimas fue denunciada desde 1511 especialmente por 
los religiosos. Se suscitó así una larga controversia en ambos lados del Atlántico de la que 
fray Bartolomé de las Casas (1474-1566) fue la figura sobresaliente. ¿Era legítima la 
conquista? ¿Con qué derecho ejercía la Corona su dominio sobre el Nuevo Mundo? 
¿Cuáles eran en consecuencia los límites y los fines de la empresa? Durante más de medio 
siglo, el debate alimentó la elaboración de un derecho específico para las Indias. Merecen 
mención aparte las Leyes Nuevas de 1542-1543 promulgadas por Carlos V a instancias de 
Las Casas y de los teólogos tomistas de Salamanca como Francisco de Vitoria (1483?-
1546) que preveían, con la prohibición de la esclavitud de los indios, la supresión 
progresiva de las encomiendas. 
 Marcados por el peso de su expresión oral, es decir retórica, los textos referentes a 
la controversia sobre la legitimidad de la conquista surgieron en los claustros de las 
universidades de México y de Lima, de Salamanca o de Valladolid de Castilla. Ante todo, 
dichos escritos echaron los cimientos para diferentes proyectos de acción concreta. Los 
indios, en principio concebidos con la ayuda de nociones instrumentales preestablecidas 
tales como el concepto medieval de guerra justa o el de infidelidad, contribuyeron a 
modificar esas percepciones hasta el punto de dar origen a las primeras normas del derecho 
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internacional. De manera paralela, aquel debate permitió reafirmar el principio cristiano de 
la unidad del género humano. La bula Sublimis Deus de 1537, dedicada a los indios del 
Nuevo Mundo, extendió sus términos a todos los pueblos gentiles que aún quedaban por 
descubrir. 
 Otros textos jurídicos fueron los cedularios o compilaciones de instrucciones, 
provisiones y ordenanzas reales dirigidas a todas las provincias del imperio, como la de 
Vasco de Puga (?-1576) para la Nueva España, de 1563, o la Recopilación de las 
Ordenanzas de la Audiencia de Santa Fe de Bogotá de 1573. Desde 1570 existió un 
proyecto para elaborar una gran recopilación de leyes, empresa en la que trabajaron los 
juristas del Consejo de Indias. Uno de sus autores más activos fue don Juan de Solórzano 
Pereyra (1575-1655), antiguo oidor de la Audiencia de Lima que llegó a ser consejero del 
rey. En 1647 Solórzano hizo publicar un erudito tratado, la Política indiana, basado en 
textos suyos anteriores redactados en latín (De Indiarum Iure). Organizada en seis libros, 
esa obra expone los principales criterios del orden social en las Indias. Comienza por los 
títulos que justificaron el descubrimiento y la apropiación de los territorios con el fin de 
cristianizar a los indios; expone en seguida el principio de libertad de estos últimos y en 
consecuencia los límites impuestos por la legislación a los servicios personales de los 
naturales y a las diferentes cargas impositivas pagadas por ellos, sin olvidar los privilegios 
de los que eran beneficiarios. Solórzano reflexionó igualmente sobre el régimen de las 
encomiendas, su justificación y los problemas de usufructo y sucesión que planteaban. 
Trató igualmente de los diferentes poderes e instituciones en las Indias: empieza por las de 
índole eclesiástica destacando el patronato del rey y la jurisdicción diocesana encabezada 
por los obispos. El gobierno secular o civil es objeto de la parte quinta de la obra. En ella 
insiste en los municipios, núcleo político de la nueva sociedad al que según el autor debería 
estar subordinada la gestión de los virreyes y de las audiencias. La obra se cierra con el 
tema de la real hacienda o real fisco y las diferentes fuentes de ingreso en las Indias. 
 El proyecto de gran recopilación progresó finalmente entre los decenios de 1610 y 
1630. Su publicación en Madrid, sin embargo, debió esperar hasta el año de 1681 bajo el 
título de Recopilación de leyes de los reinos de las Indias. Las disposiciones por entonces 
vigentes, con menciones sumamente escuetas de sus precedentes, fueron organizadas por 
libros a la manera de los grandes cuerpos romanos de derecho como el de Teodosio y el de 
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Justiniano; visigóticos como el Libro de los jueces o bien como las grandes compilaciones 
castellanas del siglo XIII , sobre todo las Siete Partidas (1272) bajo Alfonso X el Sabio. 
 El derecho canónico estuvo principalmente caracterizado por la publicación de los 
concilios, cuyos contenidos privilegiaron los aspectos disciplinares y de pastoral que 
requería el régimen de cristiandad de las nuevas sociedades, antes que los de carácter 
dogmático y especulativo. Los más importantes fueron los terceros concilios de Lima 
(1583) y México (1585). 
 
Filosofía y teología 
La dialéctica, que lleva a la filosofía y a la teología, formó parte de las materias del trivium 
en el antiguo sistema de las artes liberales. Tanto en las casas y en los colegios de 
formación de las órdenes religiosas como en las universidades de todas las Indias se 
enseñaron la lógica, la filosofía natural y la teología. Después de la gramática y la retórica 
venía la etapa dedicada a la formación filosófica, también conocida con el nombre de 
“artes” que empezaba por los estudios de lógica seguidos por los de física y metafísica. En 
lógica se analizaban las operaciones del intelecto, los conceptos universales, las nociones 
de identidad, de género y de especie. Los textos fundamentales fueron los de Aristóteles, 
expuestos o resumidos por comentaristas. En física los temas se agrupaban en tres libros: el 
que trataba de los principios intrínsecos de los cuerpos naturales, de su forma sustancial y 
de su unión en un todo; el referente a las causas externas de los cuerpos naturales y aquel 
que estudiaba el movimiento, la acción, el lugar, el vacío y el infinito. De acuerdo con una 
tradición castellana de origen medieval, muchos profesores y autores insistieron en la 
filosofía natural como un intento de explicación racional de los fenómenos naturales. En 
ello eran herederos del saber de Tomás de Aquino y de sus discípulos. En metafísica, 
conocida como “filosofía ultranatural”, se abordaba el ser, sus atributos, el ser posible y el 
ser concreto, la sustancia y los accidentes, la subsistencia, los seres malos y quiméricos, los 
orígenes y el fin de las cosas, finalmente el alma. No se consideraba la formación filosófica 
como una especialidad en sí misma, sino más bien como un ciclo propedéutico que 
proporcionaba los conceptos claves para las facultades superiores como derecho, teología y 
medicina. Hasta ahí llegaban los estudios de muchos alumnos, razón por la cual el 
bachillerato en artes fue la norma. 
 16 
 Ahora bien, la filosofía desempeñó en los virreinatos una función ancilar frente a la 
teología o estudio de la divinidad. Los cursos de esta última reagrupaban dos ramas: la 
dogmática y la moral. La primera, de carácter especulativo, consistía en una reflexión 
sistemática sobre la revelación cristiana de acuerdo con las diferentes opiniones –todas 
generalmente de método escolástico– de las principales escuelas teológicas. Llevada a sus 
últimas consecuencias, esta rama conducía a la pura contemplación y se apartaba de la 
filosofía aristotélico-tomista. Al lado de esta teología especulativa, que por momentos llegó 
a parecer demasiado intrincada, sobretodo a los filósofos naturales, terminó por prevalecer 
la teología positiva que insistía en la recopilación y la crítica directa de las fuentes: 
Sagradas Escrituras, Padres de la Iglesia, el magisterio, es decir, las enseñanzas de los 
obispos, la historia de la Iglesia, el derecho canónico y la filología. 
 El problema central del pensamiento filosófico y teológico en los virreinatos se 
situó en el terreno de la conciencia, ahí donde los individuos realizan juicios de tipo moral 
acerca de lo bueno y lo bello, de lo verdadero y de lo justo. Su formulación principal se 
hizo eco de una cuestión por entonces relevante en el pensamiento europeo: a saber, que las 
realidades humanas se interpretaban a partir de la distinción entre naturaleza y gracia 
divina. Por un lado, el hombre es un ser frágil con una inclinación natural al pecado; por el 
otro, esta misma naturaleza le otorga el poder divino para encontrar y seguir el camino de la 
salvación. Entonces, ¿cómo encontrar y justificar una vía intermedia entre el poder pleno de 
Dios y la libertad humana que permitiera distinguir el bien del mal? El problema 
contraponía en realidad dos concepciones filosóficas y teológicas: una representada por san 
Agustín y otra por santo Tomás de Aquino. Dicho de otra manera, el reto filosófico 
consistió en definir si se podía delinear una tercera vía entre posiciones que habían llegado 
a parecer irreductibles, pero que arrancaban de dos modelos perfectamente ortodoxos para 
la fe católica. En esta labor los centros de enseñanza tanto de la Nueva España como del 
Perú jugaron un papel determinante, en particular los de los jesuitas y dominicos. En 
consecuencia, numerosos teólogos, filósofos, juristas y predicadores enseñaron que había 
un espacio que Dios había determinado mantener libre a fin de que el hombre pudiera 
ejercitar su inteligencia. Reconocido ese lugar como lo propio del ser humano, se abrió el 
problema de los márgenes en los que debía desarrollarse el ejercicio libre de la inteligencia. 
Ahora bien, al reconocer al menos parcialmente el legado de la escuela clásica de los 
 17 
escépticos, esta doctrina, llamada probabilismo, mantuvo el principio de incertidumbre para 
apreciar las cosas humanas y de la naturaleza. Ella podía, por lo tanto, atentar contra las 
interpretaciones más radicales del principio de autoridad. 
 Las repercusiones políticas no se hicieron esperar. Las enseñanzas probabilísticas 
reforzaban las formas contractuales del poder político heredadas de la Edad Media 
peninsular. Ellas no habían dejado de insistir, por ejemplo, en que conforme al carácter 
compuesto, es decir distendido y plural de la monarquía, la Corona debía tomar en cuenta y 
asumir las circunstancias propias, es decir la individualidad de cada uno de los reinos. Esas 
enseñanzas, sin embargo, entraron en conflicto con los principios del despotismo ilustrado 
de los Borbones, incluso les resultaron contrarias. Tales principios presuponen la existencia 
de un “norte fijo” o marco invariable de referencia que evita tomar caminos o vías de 
navegación erróneas. Se hallaba fincado en una interpretación rigorista tanto de las 
Sagradas Escrituras como del derecho según la cual el probabilismo no invitaba sino al 
libertinaje y a la relajación de la ley. Preocupados por poner a salvo un modelo filosófico 
que ante todo garantizara los intereses de la dinastía borbónica, los obispos ilustrados 
lamentaron los efectos de las enseñanzas probabilistas: poder excesivo de los confesores 
sobre los súbditos, relajación de los votos monásticos y religiosos, todo tipo de subversión 
y hasta el regicidio. La relación con la autoridad debía, por lo tanto, ser unívoca y rechazar 
toda diversidad de interpretaciones resultante del fueron interno de los súbditos (Zermeño, 
2001). 
 Como doctrina y escuela de pensamiento, el probabilismo se inscribe en una 
tradición plurisecular de adaptaciones: las más notables son la realizada por Tomás de 
Aquino de la filosofía de Aristóteles y la que filósofos naturales castellanos hicieron de éste 
mismo pensador y de autores tales como Avicena y Averroes. Intervenía igualmente en esa 
cadena la escuela jesuítica desarrollada por Francisco Suárez (1548-1617), de raigambre 
tomista, sumamente influyente en las Indias entre 1670 y 1723, fecha esta última en que se 
estableció en la Universidad de México una cátedra de teología suareciana. Algunos 
jesuitas de la Nueva España, como Antonio Núñez de Miranda (1618-1695) y Pablo 
Salceda, produjeron libros de texto sobre la scientia media, como también se llamó a las 
doctrinas probabilistas. 
 
 18 
Medicina 
En los cronistas e historiadores del siglo XVI como Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-
1557), fray Bernardino de Sahagún o el padre José de Acosta (1540-1600) se hallan 
descripciones detalladas de prácticas médicas y terapéuticas que suelen echar mano de 
informantes indios médicos. En el Colegio primitivo de Santa Cruz de Tlatelolco de 
México (1536) existió ya una cátedra de medicina que dio lugar a la redacción de un primer 
texto de farmacología, el Herbario de la Cruz Badiano. Éste contiene remedios vegetales, 
clasifica los síntomas de algunas enfermedades y las agrupa en cuadros clínicos que 
facilitan la identificación del padecimiento. De hecho la farmacoterapia y la botánica 
estuvieron vinculadas de manera estrecha. 
 Desde sus inicios, las universidades de México y Lima contaron con facultades de 
medicina y cátedras respectivas de anatomía y cirugía de donde surgieron tratados de 
ambas ramas con remedios inspirados en la terapéutica autóctona, como el del doctor 
Francisco Bravo (publicado en México, 1570. La facultad se centraba en el estudio de los 
tratados de Hipócrates y de Galeno, así como de los sabios árabes Rhazes y Avicena. Sin 
embargo, los médicos y cirujanos fueron escasos en las Indias, razón por la cual los 
ayuntamientos se vieron precisados a autorizar el ejercicio de la medicina a barberos cuyos 
conocimientos se fincaban en terapéuticas como sangrías y purgas. Por otra parte, como 
letrados universitarios los médicos solían participar en el mantenimiento del orden y del 
buen gobierno. Asistían a los virreyes en asuntos de “policía” que tocaban ciertos aspectos 
relativos a la salud. Establecido a partir del primer tercio del siglo XVII , el tribunal del 
“Protomedicato” tuvo por finalidad asesorar a los virreyes, examinar a los aspirantes a 
ejercer la medicina, la cirugía, la farmacia; vigilar la buena calidad y los precios de los 
remedios y las drogas que se expendían en las boticas, o establecer cuarentenas en ocasión 
de las epidemias. Sus miembros escribieron sobre temas como el uso del agua, los 
alimentos o el peligro de las epidemias, aunque se pronunciaron igualmente en materia de 
meteorología, sobre eclipses o los cometas y sus respectivas influencias astrológicas en la 
salud de los hombres. 
 Fueron los médicos el grupo de sabios más asiduo y consistente en los virreinatos. 
No obstante, pocas veces llegaron a expresar nuevas teorías. La continuidad de los 
principios aristotélico-galénicos fue manifiesta a pesar de la aceptación de la teoría de la 
 19 
circulación de la sangre, de la anatomía patológica o de la química de la digestión. En 
consonancia con la orden de fusión de los estudios de medicina con los de cirugía, desde la 
década de 1760 tuvo lugar la fundación de reales escuelas de esta última disciplina en 
ambos virreinatos, así como la instalación de una academia pública de medicina con 
aprobación de la universidad y del protomedicato (Trabulse, 1994). 
 
 
SABER Y NATURALEZA 
 
Es en el conjunto del antiguo quadrivium donde se aprecian síntomas tendientes a la 
especialización, sobre todo a partir del último tercio del siglo XVIII . Ellos se hallan 
asociados a la penetración de las corrientes científicas modernas de índole mecanicista y 
experimental. Sin embargo,tales síntomas no llegaron todavía a impedir que, por ejemplo, 
un agrimensor pudiera seguir siendo a la vez un hábil matemático “puro” o un astrónomo 
acucioso. Por otro lado, ciencias como la física no lograron todavía disociarse de los 
estudios de filosofía. La química se mantuvo vinculada a antiguas disciplinas como la 
farmacoterapia o la metalurgia. En su acepción más amplia, las comunidades científicas 
ilustradas, tanto peruana como mexicana, mantuvieron un carácter enciclopédico. 
 
Astronomía y matemáticas 
Las civilizaciones prehispánicas de América alcanzaron logros en materia de numeración y 
de cómputos calendáricos. ¿Cómo olvidar el sistema vigesimal maya o los quipus con que 
se registraban los conocimientos astronómicos? No obstante, es indudable que dicho saber 
influyó poco en la ciencia europea y en el sistema de paradigmas científicos del siglo XVII 
(Trabulse, 1994). Las matemáticas especulativas o las aplicadas contaron desde el siglo XVI 
con estudiosos en ambos virreinatos; de Juan de Porres Osorio (Ca. 1580) y fray Antonio 
de la Calancha (1584-1654) a Agustín de la Rotea a finales del siglo XVIII . Como en otros 
dominios del saber, el perfil pragmático acabó por imponerse. Fue el de los ingenieros y 
maquinistas el grupo que imprimió mayor aliento mecanicista a sus escritos. También 
descollaron como fermento del cambio de una tradición científica a la siguiente. A causa de 
un interés práctico relacionado principalmente con la minería, apareció uno de los primeros 
 20 
libros científicos publicados en el continente americano. Se trata del Sumario compendioso 
de las cuentas de plata y oro que en los reinos del Pirú son necesarias a los mercaderes y 
todo género de tratantes, con algunas reglas tocantes a la aritmética (México, 1556). Este 
tipo de manuales, útiles en operaciones mercantiles, fueron de uso común por su provecho 
en la conversión de valores, en los cálculos del impuesto del quinto real y para diversas 
operaciones aritméticas. 
 En su libro Physica Speculatio (México, 1557) el agustino fray Alonso de la 
Veracruz (1507-1584), uno de los primeros catedráticos de la Universidad de México, 
dedicó la última parte a la astronomía. Es el más remoto testimonio de esa ciencia en la 
Nueva España. En él, Veracruz expuso el sistema del mundo según los cánones del 
geocentrismo ptolemaico. En el Perú, el antes mencionado padre jesuita José de Acosta 
vislumbró la existencia de una suerte de fuerza inmaterial que, a semejanza del magnetismo 
celeste, sustentaba a la tierra en el espacio. Concibió un cosmos finito limitado en su parte 
externa por la esfera de las estrellas fijas cuyo centro era la tierra. Por su parte, en 1638 el 
fraile mercedario fray Diego Rodríguez (1598-1668) determinó la longitud de la ciudad de 
México (101º 27’ 30’’ al occidente de París) con mayor precisión que el sabio alemán 
Alejandro de Humboldt en 1803. Los astrónomos elaboraban almanaques y calendarios o 
bien determinaban las posiciones geográficas de algunos puntos. Destaca la familia Zúñiga 
y Ontiveros, que en México contó con varias generaciones de impresores, astrónomos y 
matemáticos. Felipe, de la misma familia, observó en esa capital el paso de Venus por el 
disco del sol el 3 de junio de 1769. 
 La náutica, tan estrechamente ligada a la matemática y a la astronomía, produjo 
obras importantes como la Instrucción náutica, para el uso y regimiento de las naos, su 
traça y su gobierno… (México, 1587) de Diego García de Palacio (?-1595), quien disertó 
sobre la esfera, las mareas y sus efectos sobre la navegación. La celeridad con que las 
llamadas “artes de navegar” fueron traducidas a los idiomas de los rivales de España en el 
comercio interocéanico pone de manifiesto su importancia. Exponían de manera sucinta los 
conocimientos meteorológicos indispensables para los marinos. 
 Desde el primer tercio del siglo XVII se dejó sentir una corriente renovadora de los 
estudios matemáticos y astronómicos, si bien tímidamente. Se debe en parte al ya 
mencionado fray Diego Rodríguez, con quien lograron difusión y exposición en las aulas 
 21 
las teorías de Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo en astronomía y física; y las de 
Tartaglia, Cardano y Neper en matemáticas. Fue Rodríguez el primer titular de la cátedra de 
astrología y matemáticas erigida en la Universidad de México en 1637. Su homólogo en los 
Andes fue el agustino fray Antonio de la Calancha, cuyas observaciones dieron lugar al 
conocimiento del cielo austral de la Cruz del Sur. El momento culminante de las 
controversias obedeció al tema de los cometas y a su carácter maléfico presunto. Mientras 
que el jesuita Eusebio Francisco Kino (1645-1711) sostenía postulados de la astrología 
judiciaria, en su Libra astronómica de 1681, publicada en 1690, el criollo de México Carlos 
de Sigüenza y Góngora (1645-1700) se mostró partidario de Copérnico, de Kepler y 
Descartes. La confrontación también se dio a mediados del siglo XVIII en torno de la 
naturaleza de los rayos y relámpagos, aun cuando décadas antes el barómetro, el 
termómetro, la bomba neumática y el microscopio habían tomado carta de naturaleza en las 
grandes capitales de las Indias. Si bien los jesuitas se contaron entre los principales 
propagandistas de las nuevas teorías, prevalecieron las reservas y las omisiones. El interés 
por los fenómenos físicos y la comprobación experimental se puso de manifiesto durante el 
último tercio del siglo XVIII en los Elementa recentoris philosophiae del oratoriano Benito 
Díaz de Gamarra y Dávalos (1745-1783) (Trabulse, 1994). 
 
 
 
 
Música 
En tanto que saber asimilado al antiguo quadrivium, la música fue unos de los medios 
privilegiados de la cristianización. La mayor parte de la que se conserva es religiosa y se 
halla en los archivos de las iglesias catedrales, de las órdenes religiosas o en los fondos de 
ciertas bibliotecas. En cambio la música profana parece haber sido trasmitida por tradición 
oral. Los instrumentos españoles como el arpa y la guitarra fueron rápidamente adoptados y 
dominados por los músicos locales. En el siglo XVII la guitarra fue el instrumento preferido 
gracias a la posibilidad de llevarla consigo a todas partes. En razón de sus antecedentes 
africanos, americanos y en menor medida europeos, los instrumentos de percusión también 
fueron comunes entre la gente mezclada y los negros. 
 22 
 En el transcurso del siglo XVI el repertorio musical tuvo por fuente de inspiración 
las escuelas de Toledo, Segovia, Sevilla y Lisboa. Desde el principio aparecieron en las 
Indias los primeros repertorios de canto llano o gregoriano, procedentes en general de la 
catedral de Toledo, hogar del canto mozárabe. El Nuevo Reino de Granada, la actual 
Colombia, poseyó muchos libros de cánticos, seis salterios grandes de Toledo y, 
precediendo a la importante reforma de 1547, seis manuales de Sevilla. Hubo que esperar la 
segunda mitad del siglo XVI para que se verificaran dos fenómenos de importancia capital: 
por un lado, el ordenamiento del culto conforme al rito sevillano y, por el otro, la aparición 
y el desarrollo de escuelas locales de composición de gran riqueza. 
 El 3 de julio de 1547, el papa Pablo IV promulgó una bula que privilegió el rito de 
la catedral de Sevilla en el ámbito de la polifonía vocal, en particular para el repertorio de la 
Semana Santa. Esta medida se extendió muy rápidamente a las catedrales de Santa Fe de 
Bogotá, Puebla de los Ángeles, Lima, El Cuzco y México. Los contactos estrechos de esas 
catedrales con las de Toledo y Sevilla permitieron la difusión de las obras de los grandes 
polifonistas españoles. Se dieron, en consecuencia, movimientos e influencias 
determinantes en la formación de los compositores americanos. 
 Los indios asociaron hábilmente ciertas fiestas locales de los tiempos de su 
gentilidad con el calendario cristiano. Era un procedertolerado, pues favorecía la 
participación de los pueblos autóctonos en las fiestas de la nueva religión. Fue a partir de 
esa participación en el culto, además de la adopción y la ejecución de los nuevos 
instrumentos, que la música de origen europeo incorporó algunas prácticas y carices 
musicales autóctonos y africanos, confiriéndole así un carácter original. Se sabe que desde 
1543 el cabildo catedral de México reclutó instrumentistas indios como músicos de su 
capilla. En el siglo XVI se inventó uno de los artificios sonoros más eficaces, el 
acompañamiento de coros por bajos de cuerdas. La correcta utilización de estos últimos 
con encordadura muy gruesa a base de tripa de llama trenzada y arcos amplios y duros que 
exigen el ataque claro y breve de cada nota permite una potente difusión del sonido a 
todos los espacios de las iglesias. Como en los coros de los Andes predominaban las voces 
sopranos y los niños cantores, y escaseaban las voces graves, recurrir a esos instrumentos 
de cuerda de gran calibre facilitó la difusión en recintos como las misiones jesuitas de 
Mojos y Chiquitos. Estudioso de la física en el campo de la acústica, el padre mercedario 
 23 
Francisco de Salamanca (1667-1737) ocupó la cátedra de artes en el convento del Cuzco 
(1687-1690). Allí construyó un órgano portátil de madera de cedro y compuso villancicos 
muy difundidos en el Perú. Además de músico, fue pintor diestro, poeta, catedrático y 
predicador de indios y mestizos. 
 En términos artísticos, hubo en el antiguo virreinato del Perú dos polos de atracción 
en el siglo XVII : en el sur, el de Potosí y Chuquisaca, nombre indio de la actual ciudad de 
Sucre que se llamó también La Plata; en la zona central, el eje Lima-Cuzco, que fue el más 
activo. Por razones tan diversas como la alternancia de maestros de capilla, el prestigio de 
los músicos, la variedad de encargos recibidos o la vitalidad de la emulación entre las 
grandes ciudades, la obra de los compositores se difundió por todos lados. En los siglos 
XVII y XVIII sobresalieron Cristóbal de Belsayaga (1575-1633), Juan de Araujo (1646-
1712), Roque Ceruti, (?-1760) José de Orejón y Aparicio (1706?-1765) y Tomás de 
Torrejón y Velasco (1671-1733) cuya ejecución de la Púrpura de la Rosa en 1701, en 
Lima, marcó la primera representación de una ópera en el Nuevo Mundo. En la época en 
que los colonos de Boston componían rudos “aires fugados”, los maestros de capilla de las 
catedrales de la Nueva España producían una música extraordinariamente refinada; desde 
Guatemala en el sur, hasta las misiones de California en el norte. Pocas metrópolis 
musicales de las Indias pudieron rivalizar en sofisticación y esplendor con México. A los 
grandes maestros polifonistas como Hernán Franco (1535-1585) y Juan Gutiérrez de 
Padilla (1605-1664) se sumaron en el siglo XVIII Manuel de Zumaya (1690-1755) e Ignacio 
de Jerusalén. Zumaya fue uno de los primeros músicos del Nuevo Mundo en componer una 
ópera, Parténope (1711) y uno de los primeros criollos designados como maestro de 
capilla, primero en México (1715-1738) y luego en Oaxaca (1738-1755). Jerusalén nació en 
Lecce (Italia) en 1710 y sus contemporáneos lo describen como un “portento musical”. En 
1746 ya componía para la catedral de México donde tres años después obtuvo el puesto de 
maestro de capilla, que conservó hasta su muerte en 1769 (Mazín, 2007). 
 
Historia natural 
Las tentativas de dar a las Indias un lugar en el mundo, de revelar sus secretos, remedios y 
maravillas, desembocaron en tratados de historia natural sólo difícilmente discernibles de la 
“historia moral”, conforme al estilo clásico grecorromano. Se trata de sumarios de los 
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fenómenos más comunes, así como de inventarios de la flora y la fauna. Las plantas del 
Nuevo Mundo fueron tenidas por más numerosas, más abundantes y más eficaces que las 
del Viejo. A indios y a eclesiásticos se deben algunas de esas encuestas. El ya mencionado 
franciscano fray Bernardino de Sahagún dedicó una parte de su Historia general… a las 
plantas y remedios de las Indias. Ese esfuerzo sólo puede compararse con la expedición 
encabezada por el médico Francisco Hernández (1517-1587) quien parece haber velado por 
la salud del príncipe heredero, el futuro Felipe II (1527-1598). Enviado por este monarca, 
recorrió la Nueva España entre 1570 y 1577. Sus descripciones y dibujos de zoología, 
mineralogía y botánica constituyen una suma excepcional que le valió el sobrenombre de 
“Plinio del Nuevo Mundo”. Obras como ésta y la Historia natural y moral de las Indias del 
padre José de Acosta S.J. figuraron entre los informes primeros que se tuvieron en Europa 
sobre las características y propiedades de las nuevas tierras. El segundo arribó al Perú en 
1572. Durante su estancia de unos quince años en las Indias enseñó en la Universidad de 
San Marcos de Lima e hizo viajes científicos. A diferencia de otros autores, cuyas obras 
insisten en la descripción, Acosta da una explicación de filiación aristotélico-tomista 
centrada en las causas y los efectos. Justificó la autonomía de un proyecto científico 
juzgándolo “útil” para la empresa de la cristianización y el poblamiento. La indagación de 
carácter filosófico-teológico abordó cuestiones de historia moral como las derivadas del uso 
y la difusión del chocolate, que hicieran escribir a Antonio de León Pinelo (1590?-1660) un 
tratado curioso: Cuestión moral, si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico, trátase de 
otras bebidas, confecciones que se usan en varias provincias (Madrid, 1636). 
 Una cierta especialización, aunque sobre todo el deseo de clasificar y sistematizar, 
se advierte en el siglo XVIII . Las Noticias americanas (1772) de Antonio de Ulloa (1716-
1795) incluyen pormenores de flora y fauna de la Nueva España. No obstante, el grueso de 
sus descripciones atañe a la América meridional. Desde su célebre viaje por ésta, en 1734, 
Ulloa había señalado la necesidad de investigar la parte septentrional para complemento de 
la que él y Jorge Juan y Santacilia (1713-1773) realizaran en el virreinato del Perú. Con 
este fin ideó un cuestionario que abarcaba temas topográficos, físicos, botánicos, 
zoológicos, geológicos e históricos. Bajo la jefatura de Carlos de La Condamine (1701-
1774) se autorizó a ingresar en el virreinato del Perú a la primera misión geodésica francesa 
organizada en 1735 por la Academia de Ciencias de París. Mediría un arco de meridiano en 
 25 
tierras equinocciales. Así, el conocimiento exacto de los diámetros terrestres permitiría 
confirmar la revolución del planeta sobre su eje, fenómeno estrechamente relacionado con 
el sistema celeste de Galileo. 
 
Geografía y cartografía 
“Conocer mejor el espacio para gobernarlo mejor” fue una divisa del rey Felipe II. Esta 
inquietud por la eficacia se llevó al extremo cuando la Corona organizó una gran encuesta 
en todas las Indias a raíz de otra ordenada años antes para Castilla. Entre 1579 y 1586 los 
funcionarios de todos los territorios tuvieron que responder a un cuestionario de cincuenta 
preguntas. Más de doscientos respuestas han llegado hasta nosotros. Constituyen un género 
muy preciado conocido bajo el nombre de “relaciones para la descripción de las Indias” o 
“Relaciones geográficas”. Se refieren a la geografía, al temperamento y la calidad de las 
ciudades, al número de habitantes y al grado de integración cultural de los indios. Nunca 
cesó la descripción de los territorios, en particular la que privilegió la circunscripción 
diocesana como unidad, en razón de que la diócesis llenó el vacío que suscitaban la 
estrechez del territorio comprendido por las alcaldías mayores y corregimientos, y la 
jurisdicción sumamente vasta de las reales audiencias. Varias series de “relaciones 
geográficas” del siglo XVIII , semejantes a las del siglo de la conquista, se han conservado 
procedentes tanto de la Nueva España comode los virreinatos meridionales. Sólo que 
estuvieron diseñadas más para fines científicos especializados como el Jardín Botánico o el 
Gabinete Real de Historia Natural, que para servir a propósitos de gobierno. 
 Desde las primeras décadas del siglo XVI se elaboraron los primeros planos 
cartográficos del continente americano. Partiendo de Zihuatanejo en 1527, Álvaro de 
Saavedra y Cerón (?-1529) logró llegar hasta las islas de Guam, Mindanao y las Molucas. 
Dos brillantes gestas lograron Ruy López de Villalobos (1500-1544) y Miguel López de 
Legazpi (1503?-1572). El primero, al llegar a las Filipinas, y el segundo al fundar Manila y 
enviar a fray Andrés de Urdaneta (1508-1568) a regresar del Asia a América. Por los años 
de 1560 a 1580 se realizó una serie de otras empresas científicas y de exploraciones. Pedro 
Sarmiento de Gamboa (1532-1592) exploró el océano Pacífico a partir del Perú. Descubrió 
las islas Salomón y sobre todo, en 1580, fue el primero en conseguir cruzar el estrecho de 
Magallanes a contracorriente, empresa cuyo itinerario narró en el Derrotero al estrecho de 
 26 
Magallanes. Isidro de Antonio y Antillón navegó en 1603 el litoral de la Alta California 
acompañado del matemático y astrónomo jesuita Eusebio Francisco Kino, quien levantó un 
mapa preciso de California demostrando que no se trataba de una isla. Pero la labor de los 
astrónomos también logró compilar observaciones de eclipses, movimientos planetarios y 
posiciones lunares que fijaron con precisión las coordenadas geográficas de muchos puntos 
en ambos virreinatos. Finalmente, la expedición del barón e ingeniero berlinés Alejandro de 
Humboldt constituye el modelo de los grandes viajes científicos del siglo XVIII . 
Acompañado del médico y botánico francés Aimé Bonpland se embarcó hacia las Indias en 
1799. Durante los cinco años que duró el periplo, desde los llanos de Venezuela hasta 
México, pasando por la cuenca del Orinoco y la cordillera de los Andes, guió a los sabios el 
deseo de medir la naturaleza sin olvidar el estudio de las sociedades de los países que 
atravesaban. Al describir al hombre americano, rectificó los errores de Buffon sobre la 
debilidad del indio y su uniformidad racial. Probó además el origen asiático de los 
americanos autóctonos. 
 
Minería y metalurgia 
Los metales preciosos, masivamente exportados, sostuvieron buena parte de la política de la 
Corona y aseguraron la defensa del imperio. Ningún otro sector muestra de manera tan 
evidente como éste el cariz pragmático característico del saber y la enseñanza en las Indias. 
El impulso a la extracción argentífera provino de un hallazgo científico: la introducción, 
por Bartolomé de Medina (1530-1580), del procedimiento de amalgamación a base de 
mercurio llevado a efecto en la Nueva España en 1555-1556, que suplió el método de 
molienda y fusión. Varios tratados sobre explotación minera y beneficio de metales 
aparecieron; los de Alonso Barba (1569-1662) y Juan de Oñate (1550?-1626) son los más 
importantes. El padre Álvaro Alonso Barba, llegado al Alto Perú antes de 1588, instaló su 
propio laboratorio en una hacienda jesuita próxima a Chuquisaca. En él leía a los 
naturalistas clásicos y a los alquimistas del Medioevo. Estudiaba la naturaleza de los 
minerales y en 1609 descubrió el procedimiento de beneficio de la plata por cocimiento. 
Escribió en el Potosí Arte de los metales en que se enseña el verdadero beneficio de los de 
oro y plata de azogue (Madrid, 1540). 
 27 
 La fundación del real Seminario de Minería en México y Lima, por los años de 
1790 y1792, marca un momento crucial en la historia de la ciencia y la tecnología, ya que 
cubrió los requerimientos de metalurgia mediante la impartición de química, mineralogía 
geológica y topografía. Pero, además, la metalurgia dio lugar a la enseñanza de disciplinas 
tan abstractas como el cálculo diferencial e integral, la geometría analítica y el álgebra, así 
como la dinámica, la hidrodinámica, la electricidad, la óptica y la astronomía. El Colegio de 
Minería de México contó con un selecto grupo de científicos como Fausto de Elhuyar 
(1755-1833), su primer director, Andrés del Río (1764-1849), Francisco Antonio Bataller 
(1751-1804) y Luis Lindner (?-1805). Los primeros dos intentaron introducir bombas 
hidráulicas en diversas minas. En 1802 el barón de Humboldt vio funcionar la que del Río 
calculó y construyó para las minas de Morán, en Pachuca, la primera de su especie 
construida en América. 
 
 
CONCLUSIÓN 
 
De lo aquí expuesto se desprende que la unidad del conocimiento y la pluralidad de lenguas 
y géneros que lo expresaron dio lugar, en Iberoamérica, a una república del saber fincada 
de manera prioritaria en la tradición antigua de las artes liberales y las humanidades. Se 
trata de una especie de sistema que asumió siempre el conjunto geopolítico y cultural de las 
Indias, aun si sus autores se referían a una comarca en particular o a uno solo de los 
virreinatos. También en todo momento sus contenidos combinaron un perfil doble, el 
conocimiento y la enseñanza. Conscientes de ese conjunto como parte de una misma 
Monarquía, algunos sabios consagraron toda o una parte de su vida a dar cuenta de los 
logros culturales indianos. Lo hicieron en la forma de grandes acopios bibliográficos. 
Figuran entre ellos el ya mencionado Antonio de León Pinelo, a quien se debe un Epítome 
de la biblioteca oriental, y occidental, náutica y geográfica… (Madrid, 1629), Juan José de 
Eguiara y Eguren (1695-1763), quien en reacción a vituperios que denostaban la capacidad 
de los americanos para el conocimiento hizo publicar en 1755 el primer tomo de su 
Bibliotheca Mexicana. Está finalmente Mariano Beristáin de Souza (1756-1817), que, 
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apoyado en parte en la obra de Eguiara, construyó una Biblioteca Hispano-americana 
Septentrional (México, 1816-1821). 
La historia de la cultura en las Indias de Castilla es impensable sin la circulación de 
hombres, escritos y objetos por los horizontes transoceánicos de las monarquías ibéricas. 
Los nacionalismos nos llevaron casi a perder de vista el conjunto y hoy requerimos de 
trabajos de síntesis que lo restituyan. El carácter práctico y docente, antes que especulativo 
y teórico, de los contenidos del saber, resultó imprescindible para la empresa plurisecular 
de poblamiento, gobernación y cristianización de escala continental. Un proceso de tal 
envergadura demandó respuestas sintetizadoras capaces de abarcar la diversidad autóctona 
y de asumir la aparición de un Nuevo Mundo con un mínimo de estabilidad y de 
permanencia. Creo que en esto último radica una de las claves de relectura de la república 
del saber que aquí intentamos esbozar. Marcada por su duración y su acción en profundidad 
–desde luego superior a la de los posteriores imperios inglés y francés–, Iberoamérica 
virreinal es acaso la aventura más colosal y original que pueblos del Occidente europeo 
hayan jamás emprendido en ultramar. Se trata de una herencia que la independencia no 
pudo borrar. 
 
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