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Diversidadculturaldesarrolloycohesionsocial

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Diana Alvarez-Calderón Gallo
Ministra de Cultura
Patricia Balbuena Palacios
Viceministra de Interculturalidad
Rocío Muñoz Flores
Directora de la Dirección General de Ciudadanía Intercultural
DIVERSIDAD CULTURAL, DESARROLLO Y COHESIÓN SOCIAL
© Ministerio de Cultura
Av. Javier Prado Este 2465 - San Borja, Lima 41 Perú
www.cultura.gob.pe
Responsable de la edición: Pablo Sandoval
Cuidado de la edición: Lucero Reymundo
Primera edición: noviembre de 2014
Tiraje: 1 000 ejemplares
Diseño y diagramación: Estación La Cultura
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.° 2014-16842
ISBN: 978-612-4126-31-4
Se permite la reproducción de esta obra siempre y cuando se cite la fuente.
Impreso en los talleres de Mavet impresiones E.I.R.L., ubicado en Jirón Emilio 
Fernández 741, oficina 501, Cercado de Lima.
Presentación
Introducción: Diversidad cultural y derecho a la igualdad
Diversidad cultural: enfoques y perspectivas
Equidad intercultural
Luis Reygadas
Diversidad cultural: una plataforma conceptual
Arjun Appadurai
Las políticas culturales en América Latina en el contexto de la 
diversidad
Eduardo Nivón
¿Por qué la cultura es una condición y un medio para el desarrollo?
¿Cómo importa la cultura en el desarrollo? 
Amartya Sen
El horizonte ampliado de la interculturalidad
Néstor García Canclini
Entre la ética del diálogo intercultural y una nueva modalidad 
de colonialismo. Los pueblos indígenas en las Directrices del 
Banco Mundial
João Pacheco de Oliveira
Sobre los autores
Fuente de los artículos
ÍNDICE
8
16
34
50
78
96
112
6
134
136
6
Presentación
La cultura, su diversidad, el modo en que la gente vive, trabaja, se rela-
ciona, ama, sueña y crea son, conforme pasan los años, reconocidos en 
el mundo entero como pilares del desarrollo humano. Ya no es posible 
trazar una línea única de progreso, ni sostener una idea de civilización 
que no valore los aportes de pueblos o coloque al margen tradiciones, 
saberes y memorias complejas. En plena era de la globalización, las 
diferencias culturales se muestran en todo su potencial, enriqueciendo 
nuestras sociedades, sus intercambios y los proyectos de futuro que es-
tas albergan. 
El Perú ha tenido una convivencia tensa con su diversidad. La ha 
negado por largo tiempo, generando así situaciones de exclusión que 
nos cuesta superar. Sin embargo, en los últimos años un conjunto de 
medidas importantes buscan superar estas debilidades. Se combate el 
racismo, se promueve el enfoque intercultural en la gestión, se revaloran 
las lenguas, se protegen los derechos colectivos, se visibiliza lo que antes 
fue poco valorado. El Ministerio de Cultura se ubica, desde hace pocos 
años de su reciente creación, como un actor con responsabilidades cla-
ras y promotor de una gestión pública a la altura de estos desafíos. 
En este marco es que presentamos el libro Diversidad Cultural, 
desarrollo y cohesión social. Esta publicación quiere dar continuidad a 
tradiciones editoriales estatales que en su momento animaron tanto 
el espacio académico como el político, como las que en su momento 
impulsó la Casa de la Cultura y el Instituto Nacional de Cultura. 
La idea es hacer más denso el espacio para la reflexión, pues siendo 
tan grande los desafíos, es el debate lo que puede generar aproxima-
ciones a los problemas más afinados, agudos y rigurosos. La gestión 
pública, sobre todo en el campo social y cultural, no es un ejercicio solo 
técnico; requiere sostenerse en una red de intercambios y argumentos 
cada vez más sólidos, nunca fijos o finales y siempre atentos a la reno-
vación a nuevas miradas y enfoques. 
Por ello, este libro. Buscamos que a partir de ensayos escritos por 
especialistas reconocidos a nivel regional y global, y que consideramos 
fundamentales en la discusión de nuestra historia reciente; estudiantes, 
7
funcionarios e intelectuales cuenten con un incentivo para el ejercicio 
de una ciudadanía reflexiva y crítica. Aproximar lo público y lo aca-
démico no es una tarea accesoria, sino una necesidad para fortalecer 
la gestión pública, y por esta vía, garantizar derechos y enriquecer y 
profundizar nuestra democracia. 
Patricia Balbuena Palacios
Viceministra de Interculturalidad
8
Introducción
Diversidad cultural y derecho a la igualdad
En el mundo globalizado, la diversidad cultural se encuentra en una 
situación ventajosa. Organismos internacionales, académicos, intelec-
tuales, activistas, formuladores de políticas e ideólogos del desarrollo 
hablan constantemente de pluralismo cultural y multiculturalidad, de 
culturas híbridas y sincretismos culturales, del derecho a la diferencia 
y de las políticas culturales. Existe un creciente interés en la incorpo-
ración del enfoque intercultural al momento de diseñar y promover 
políticas públicas que busquen el entendimiento mutuo entre culturas. 
La Declaración Universal sobre Diversidad Cultural, adoptada por la 
Unesco en noviembre de 2001, afirma que la diversidad debe expresarse 
en las políticas de pluralismo cultural para la inclusión y participación 
de todos los ciudadanos (Stavenhagen 2002). En un reciente Informe 
de Desarrollo Humano, el PNUD (2004) nos habla de la libertad cultu-
ral como el fundamento de nuestra democracia y modelo de desarrollo.
Cuando en el futuro los historiadores de América Latina vuelvan 
su mirada hacia los primeros años del siglo xxi, señala Deborah Poole 
(2003), probablemente se queden intrigados por saber cómo “la cul-
tura” súbitamente ocupó el centro de los debates sobre el carácter de 
las comunidades políticas, las estrategias económicas y las maneras de 
ejercer la autoridad y el gobierno. Se preguntarán, por ejemplo, cómo 
fue posible que actores tan disímiles que van desde el Banco Mundial y 
las Naciones Unidas, hasta organizaciones sociales de base, incluyeran 
entre sus preocupaciones centrales temas como la identidad, el peso de 
las costumbres y la vigencia de memorias históricas en sus planes de 
gobierno, extracción de recursos y movilización social.
Una pregunta resulta crucial: ¿por qué —prosigue Poole (2003)— 
el conflictivo proceso de democratización en América Latina ha estado 
tan frecuentemente acompañado por demandas de reconocimiento de 
derechos culturales? 
Este panorama no siempre fue así. La diversidad y las particularida-
des culturales fueron vistas como rezagos o vestigios “tradicionales” que 
demostraban nuestro endémico subdesarrollo y claro atraso “histórico”; 
9
promovían “limpiezas étnicas”, “choque de civilizaciones” y provoca-
ban “racismos” intolerables. La diversidad cultural era percibida como 
un obstáculo para la modernización. Por mucho tiempo, desarrollo y 
cultura fueron imaginados como polos antagónicos y brechas insalva-
bles (Cooper y Packard 1997). Ello fue así pues existía una distribución 
desigual del poder económico, político y simbólico entre los distintos 
grupos étnico-culturales que coexistían en nuestros países. Esta situa-
ción se tradujo en la formación de ideologías y prácticas de discrimi-
nación que concluyeron en la simple exclusión de pueblos indígenas y 
población afrodescendiente.
Este horizonte comenzó a resquebrajarse por la emergencia de dos 
movimientos simultáneos. El primero fue la constitución de los llamados 
“nuevos movimientos sociales” que desde la década de 1980 escenificaron 
en el espacio público demandas políticas de respeto y reconocimiento de 
la diferencia cultural, cuestionando formas tradicionales de membrecía 
a los Estados nacionales (Touraine 2000, Sieder 2002). En un segundo 
momento, la diversidad cultural fue reconocida desde la década de 
1990 como un activo y empezó a promoverse a escala global como un 
recurso estratégico de inclusión por las agencias del desarrollo. Nuevas 
asociaciones surgieron: lo cultural con el capital social, la diversidad 
con el desarrollo sostenible, la conservación de la ecología con la 
gestión de la biodiversidad, la protección de la diversidad cultural con 
la promoción de expresionese industrias culturales (Briones 2009).
A raíz de esta situación, se logró instalar una premisa básica: la 
diversidad cultural es una fuerza motriz del desarrollo, no solo para el 
crecimiento económico, sino como oportunidad para forjar un entorno 
intelectual y afectivo más enriquecedor. Esta diversidad, según sostiene 
la Unesco, es un componente indispensable para reducir la pobreza y 
alcanzar la meta del desarrollo sostenible.
Este doble movimiento buscaba responder a dos desafíos 
fundamentales: ¿cómo conciliar diversidad con el derecho a la igualdad?, 
y ¿cómo pensar un entorno intercultural que fomente relaciones 
horizontales, simétricas y recíprocas? 
Las respuestas han sido muchas. Sin embargo, es necesario 
reconocer que la igualdad democrática no ha operado nunca con un 
vínculo cultural. Prevaleció la organización de un sistema racializado 
de ciudadanía, que estratificaba y excluía la diferencia. Precisamente, 
10
los debates alrededor de las propuestas multi e interculturales ayudaron 
a repensar las nociones de igualdad y ciudadanía, y a explorar nuevas 
vías que permitan ampliar la capacidad de inclusión y reconocimiento 
de nuestras diferencias, en el paisaje de nuestras profundas y dolorosas 
desigualdades (Reygadas 2007).
Visto de este modo, el derecho a la diferencia, demandado por in-
contables grupos y movimientos, se ubica como necesario y fundamen-
tal. Como señala Reygadas (2007) esta diversidad no debe ser negada; 
pero su reconocimiento no tiene por qué estar reñido con el derecho 
a la equidad: una equidad que no uniformice culturas, identidades u 
opciones sexuales. Se debe garantizar la igualdad de oportunidades y 
condiciones básicas de bienestar para todos. Si la positiva defensa de 
la diversidad cultural se divorcia de los ideales de igualdad es probable 
que sus resultados arrastren consecuencias contraproducentes por una 
sencilla razón: el actual discurso de la diversidad cultural no puede des-
prenderse de la reflexión sobre la estructura de desigualdad en la que se 
despliega (Benhabib 2006). 
Por ello, valorar positivamente la diversidad cultural no es suficiente 
para promocionarla de manera efectiva. La poca atención a las desigual-
dades históricas y a las condiciones estructurales hace inevitable que sea 
lenta su visibilización y promoción. La estrategia equivocada puede, por 
el contrario, reforzar las ideas relativas a la imposibilidad de incentivar 
la diversidad, cuyo último efecto será la homogenización cultural.
Entonces, debemos partir desde otra premisa: la diversidad cultural 
es una condición, un medio y un fin del desarrollo; el reconocimiento 
de la diversidad cultural abre el diálogo entre civilizaciones y culturas, 
el respeto y la comprensión mutua. Quizá una forma estratégica de 
pensar la diversidad cultural y la propuesta intercultural sea entenderla 
como la habilidad para reconocer, armonizar y negociar las innumera-
bles formas de diferencia y conflicto que existen en la sociedad peruana 
y latinoamericana.
Por tanto, el reconocimiento, la valorización positiva y la promoción 
de la diversidad cultural es un activo capital social y no un pasivo en los 
esfuerzos por incorporarse ventajosamente en el mundo global. De este 
modo, el desarrollo no se mide solo por indicadores macroeconómicos, 
como el producto bruto interno (PBI) o el ingreso per cápita, implica 
también factores de calidad de vida, social y cultural; es decir, el papel 
11
de las diferentes culturas y sus historias en el desarrollo entran en 
consideración.
La diversidad cultural debe ser sometida a nuevas reflexiones que, 
de manera pertinente, nos ofrezca pistas sobre los efectos de la globa-
lización, las migraciones y la urbanización sobre los intercambios cul-
turales, y nos dote de nuevos mapas por donde discurren ahora las 
culturas, las identidades y los sentidos de pertenencia nacional y global. 
* * *
En el Perú, la discusión sobre la “diversidad cultural”, o para ser más 
preciso sobre el “problema del indio”, tomó nuevo curso luego de la de-
rrota en la Guerra del Pacífico a fines del siglo xix. Sin embargo, hasta 
bien entrado el siglo xx predominaba la idea de que la diversidad cul-
tural era un obstáculo para nuestra modernización y el progreso. Esta 
concepción se sustentaba en el positivismo y el evolucionismo reinantes 
en aquel entonces. Estas corrientes de pensamiento veían en el progreso 
de la humanidad una suerte de gradería, de inferiores a superiores. En 
la cúspide de esa evolución se encontraba la sociedad industrial moder-
na; y las otras culturas, arcaicas, bárbaras o salvajes, inevitablemente 
terminarían asimilándose o desapareciendo. Desde distintas miradas, la 
utopía del futuro era la de un mundo culturalmente homogéneo, por 
no decir uniforme (Degregori y Huber 2006). 
En décadas recientes, esas concepciones comenzaron a cambiar, pri-
mero lenta y luego cada vez más rápidamente. Fue José María Arguedas 
quien delineó mejor la imagen alternativa de un país que no solo tolera 
y respeta sino, además, celebra la utopía de la diversidad.
Por cierto, esta formulación temprana de Arguedas empalma con 
postulados intelectuales recientes, que afirman que no existe una opo-
sición tajante y excluyente entre tradición y modernidad, entre lo anti-
guo y lo nuevo, entre lo local y lo global. Plantean, por el contrario, la 
posibilidad de repensar la modernidad desde otras bases históricas que 
se nutran de las propias tradiciones culturales, respetando e incentivan-
do la diversidad cultural como un activo estratégico en todo plan de 
desarrollo (Degregori y Huber 2006, Romero 2005). 
12
El fomento de la diversidad cultural constituye un verdadero reto 
en el mundo de hoy y se sitúa en el núcleo mismo de las preocupacio-
nes y acciones del Ministerio de Cultura. Con esta compilación de ar-
tículos de renombrados especialistas regionales y globales, abrimos una 
serie de publicaciones sobre Diversidad Cultural y Desarrollo. 
El Viceministerio de Interculturalidad del Ministerio de Cultura 
busca provocar reflexiones sobre los cambios ocurridos en el mundo 
del desarrollo y las políticas culturales, poniendo a disposición de la 
ciudadanía textos claves sobre estos temas, dirigidos con especial énfasis 
a estudiantes universitarios, docentes de escuela, investigadores sociales 
y funcionarios.
Estamos seguros de que estas publicaciones generarán puentes im-
portantes entre la academia y el quehacer público en el país. Es su preten-
sión final conectar la diversidad cultural con nuestras realidades y la vida 
de la gente, siempre compleja, rica y llena de promesas de ciudadanía.
Pablo Sandoval
Dirección General de Ciudadanía Intercultural
Noviembre de 2014
Bibliografía
Benhabib, Seyla (2006). Las reivindicaciones de la cultura. Igualdad y 
diversidad en la era global. Buenos Aires: Katz Editores.
Briones, Claudia (2009). “La puesta en valor de la diversidad cultural: 
implicaciones y efectos”, en: Revista de Educación y pedagogía, vol. XIX, 
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13
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Reygadas, Luis (2007). “La desigualdad después del (multi)culturalis-
mo”, en: Giglia, Angela; Garma, Carlos y Ana Paula de Teresa (comps.). 
¿Adónde va la antropología?.México DF.: Universidad Autónoma Me-
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http://red.pucp.edu.pe/ridei/wp-content/uploads/biblioteca/090303.pdf
http://red.pucp.edu.pe/ridei/wp-content/uploads/biblioteca/090303.pdf
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enfoques y perspectivas
16
¿Cómo alcanzar la equidad en una época de intensos cruces intercul-
turales? Para contestar esta pregunta, este texto analiza en qué medida, 
cómo y por qué la desigualdad se produce y reproduce en relaciones 
interculturales, para después hacer una evaluación crítica de los dos 
grandes enfoques que han enfrentado el problema de la intersección 
entre diferencia cultural y desigualdad social: por un lado, el paradigma 
igualitarista que establece derechos universales, ciego a las diferencias 
culturales, pero también a los procesos que las convierten en desigual-
dades, y, por el otro, el paradigma multiculturalista, que reconoce las 
diferencias culturales pero naufraga en los particularismos. A partir 
de esta evaluación se discute el paradigma emergente de la equidad 
intercultural, que busca acceso universal a los derechos mediante la 
construcción de espacios y consensos interculturales. 
Igualdad en época de cruces interculturales
Lograr la igualdad en la era de la globalización y la intensificación de 
las conexiones interculturales es una tarea titánica. Si ha sido difícil 
reducir la inequidad en sociedades que comparten una cultura, hacerlo 
en contextos y sociedades interculturales es doblemente complicado, 
EQUIDAD INTERCULTURAL 
Luis Reygadas
17
porque la utilización de las diferencias culturales es uno de los disposi-
tivos más poderosos para generar y mantener las desigualdades. ¿Cómo 
establecer relaciones equitativas entre las empresas transnacionales y las 
poblaciones donde instalan sus filiales y subsidiarias?, ¿cómo alcanzar 
la igualdad entre los ciudadanos de un país del primer mundo y los 
migrantes indocumentados que llegan a trabajar en él?, o ¿cómo garan-
tizar la inclusión igualitaria de los grupos indígenas y otras minorías ét-
nicas que han padecido una larga historia de discriminación y acumu-
lación de desventajas? Estos ejemplos bastan para mostrar que se trata 
de un reto mayúsculo pero impostergable. Las desigualdades extremas 
siempre erosionan la cohesión social, pero el riesgo de fragmentación 
y conflicto es mayor cuando se producen en escenarios interculturales.
El arsenal para combatir estas desigualdades luce precario y 
obsoleto. El discurso igualitario del iluminismo suena anticuado, lo 
mismo ocurre con las anquilosadas promesas socialistas. Los Estados 
de bienestar, que en varios países han sido poderosos mecanismos 
de igualación, no lograron incluir a diversos sectores minoritarios y 
deambulan erráticos y confundidos frente a los desafíos de la migración 
masiva y la globalización. El liberalismo tampoco presenta alternativas 
satisfactorias, ni en su versión ortodoxa ni en sus variantes neoliberal 
y multiculturalista. Frente a esta sequía intelectual e institucional es 
necesario explorar nuevas vías. Al final de este capítulo argumentaré 
en favor de las propuestas de equidad intercultural como la opción 
prometedora para lidiar con las nuevas desigualdades.
Desigualdad e interculturalidad
Las teorías económicas convencionales han prescindido de la cultura 
para explicar la desigualdad. La ven como resultado de las diferencias 
en la propiedad de los medios de producción entre las clases sociales 
—en el marxismo ortodoxo— o como consecuencia de disparidades 
en el desempeño de los individuos en los mercados —en el enfoque 
neoclásico—. La cultura solo aparece como un factor secundario que 
legitima las desigualdades que produjo la economía (Marx y Engels 
1968 [1845]). O peor aún, en algunas ocasiones se utilizan conceptos 
18
esencialistas de cultura para naturalizar las disparidades sociales, que 
son presentadas como fruto de cualidades o defectos intrínsecos de las 
personas: los ricos tienen empeño e iniciativa, mientras que los pobres 
carecen de ellos porque están atrapados en la cultura de la pobreza.
Frente a las posiciones que no toman en cuenta la cultura o la in-
cluyen como concepto residual o desde una perspectiva esencialista, 
sostengo que los procesos culturales son un factor central en la genera-
ción y el sostenimiento de las desigualdades sociales, al igual que en su 
cuestionamiento. Parto de la hipótesis de que, en muchos aspectos, la 
desigualdad social es un fenómeno intercultural, bien sea porque a) se 
produce en interacciones asimétricas entre personas con diferentes cul-
turas, o b) porque las disparidades entre personas de una misma cultura 
crean fronteras y distinciones que, con el tiempo, dan lugar a relaciones 
interculturales. 
Los diferentes se vuelven desiguales. Con frecuencia, la desigualdad 
se genera y se justifica a partir de la diferencia: se utilizan las distinciones 
culturales para producir y legitimar accesos asimétricos a las ventajas y 
desventajas. La identidad y la alteridad, las diferencias entre “nosotros” y 
“los otros”, son componentes fundamentales de los procesos de inclusión 
y exclusión, lo mismo que en los de explotación y acaparamiento de 
oportunidades (Tilly 2000). Asimismo, es común la intersección de las 
asimetrías socioeconómicas con marcadores culturales como el género, 
la etnia, la religión o la nacionalidad. Las relaciones interculturales 
están impregnadas de la alteridad y la diferencia: de lenguas, de rasgos 
físicos, de maneras de hablar y de vestir, de costumbres, de valores y de 
cosmovisiones. Esta presencia abrumadora de la alteridad no se convierte 
de manera automática en desigualdad, pero la facilita. Si se acompaña 
de una disparidad de recursos (económicos, militares, legales, sociales, 
educativos, simbólicos, etcétera) muy probablemente dará lugar a una 
interacción asimétrica que puede volverse una desigualdad persistente, 
que se justifica mediante la diferencia: los “otros”, los “diferentes”, no 
pueden tener los mismos derechos, los mismos beneficios y el mismo 
trato que “nosotros”, los “iguales”. Las fronteras simbólicas y las 
marcas rituales que diferencian a las culturas se transmutan en cierres 
sociales (Weber 1996), señales de impureza (Douglas 1984), estigmas 
(Goffman 1986), signos de distinción (Bourdieu 1988), fronteras 
emocionales (Elias 2006) o categorías pareadas (Tilly 2000), a partir de 
19
los cuales se distribuyen de manera inequitativa los bienes, las cargas, los 
privilegios, las ventajas, las desventajas y las oportunidades. Se pueden 
encontrar muchos ejemplos históricos de desigualdades producidas a 
partir de cruces interculturales: esclavización de prisioneros de guerra, 
sometimiento de pueblos colonizados, yuxtaposición de distinciones 
étnicas y diferencias de clase, etcétera. En la época contemporánea 
este fenómeno se recrea de muchas maneras: segmentación étnica 
del mercado de trabajo transnacional (Lins Ribeiro 2003: 109-110), 
restricción de los derechos humanos, laborales y sociales de los migrantes 
(Miller 2007: 38-40), privilegios especiales para expatriados de las 
corporaciones multinacionales (Ong 2006: 16) y muchas otras formas 
de interacciones inequitativas entre personas de distintas culturas. Los 
desiguales se vuelven diferentes. No toda la desigualdad se produce en 
relaciones interculturales o en situaciones transnacionales.El grueso 
de las inequidades se genera en relaciones sociales entre personas de 
una misma cultura. No obstante, cuando ese tipo de desigualdades se 
exacerban y se vuelven estructurales pueden adquirir características 
similares a las que se gestan en contextos interculturales. Si en una 
sociedad las disparidades sociales son abismales y duraderas es probable 
que den lugar a grupos de status, estilos de vida, valores y cosmovisiones 
contrapuestos, que llegan a conformar culturas y subculturas disímiles, 
de modo que lo que era una diferencia social en el seno de una misma 
cultura se convierte en una relación intercultural: los desiguales se han 
vuelto diferentes. En América Latina, la región que ha tenido mayor 
desigualdad de ingresos en el mundo durante décadas, ¿qué tantas 
afinidades culturales existen entre las élites y los grupos sociales más 
desfavorecidos? Sus mundos de vida, sus experiencias cotidianas, sus 
oportunidades y sus condiciones de existencia son tan contrastantes que 
las relaciones entre ellos se acercan más a una experiencia intercultural 
que a una interacción entre personas que comparten valores y visiones 
del mundo similares.
En síntesis, la desigualdad es un fenómeno que desborda los cru-
ces interculturales, pero en la mayoría de los casos se origina en una 
relación intercultural (se apoya en y se construye a partir de diferen-
cias culturales previas) o da lugar a relaciones interculturales (produ-
ce disparidades de ingresos, de status y de estilos de vida que generan 
profundas fracturas culturales). Por ello, la búsqueda de una sociedad 
20
más igualitaria se encuentra interpelada por la cuestión de las diferencias 
culturales, más aún en una época en la que se han intensificado las cone-
xiones interculturales y buena parte de las riquezas circulan en cadenas 
transnacionales de producción y comercialización. La discusión teórica 
sobre las relaciones entre cultura y desigualdad, al ser llevada a la arena 
política, se expresa en la forma de tres distintos paradigmas que tratan 
de enfrentar los retos de la inequidad social y la diferencia cultural. 
El paradigma igualitarista
En el siglo xviii, el iluminismo y las revoluciones burguesas dieron a 
luz al proyecto moderno de la igualdad universal. Su nacimiento se 
puede fechar en dos textos fundacionales. Por un lado, la Declaración 
unánime de los trece Estados Unidos de América, emitida el 4 de ju-
lio de 1776 en Filadelfia, que dice: “Sostenemos como evidentes en sí 
mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales”. Por 
otra parte, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudada-
no, aprobada por la Asamblea Nacional en Francia el 26 de agosto de 
1789, en la que se establece: “Los hombres nacen y permanecen libres 
e iguales en derechos. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en 
la utilidad común. (…) La ley (…) Debe ser la misma para todos, ya 
sea que proteja o que sancione. Como todos los ciudadanos son iguales 
ante ella, todos son igualmente admisibles en toda dignidad, cargo o 
empleo públicos, según sus capacidades y sin otra distinción que la de 
sus virtudes y sus talentos”.
La novedad de este proyecto estribó en que estableció la igualdad 
de los hombres ante la ley, independientemente de sus diferencias 
culturales, religiosas, étnicas o de cualquier otra índole. De esta 
manera se oponía a los particularismos que, con base en las diferencias, 
consagraban jurídicamente las desigualdades. Se estableció el principio 
de igualdad universal, en clara ruptura con el pasado. Dentro de 
este paradigma ser diferente no debería otorgar privilegios especiales 
ni implicar desventajas particulares. Solo reconoce las distinciones 
meritocráticas: las que brotan de las capacidades, las virtudes y los 
talentos. Ahora bien, como ha señalado con agudeza Adam Przeworski 
21
(2007), el proyecto iluminista no se traduce en forma automática en 
mayor igualdad socioeconómica: no implica que los ciudadanos sean 
iguales, sino anónimos, tiende un velo sobre las distinciones que 
existen en la sociedad, pero no las anula. Los ciudadanos se convertían 
en iguales frente a la ley, pero las disparidades en sus riquezas y recursos 
no desaparecían. Y de hecho siguieron existiendo. No es un proyecto 
que elimine las desigualdades, sino que propone sistemas de justicia e 
instituciones que son ciegos ante ellas. Al mismo tiempo, es ciego ante 
los procesos cotidianos que reproducen las desigualdades utilizando 
las diferencias culturales, étnicas y de género. Como ha demostrado 
Pierre Bourdieu (1988), en la competición meritocrática triunfan por 
lo general aquellos que disponen del capital cultural y social legítimo. 
Además de la igualdad de los ciudadanos frente a la ley, la moder-
nidad también incubó utopías de igualación socioeconómica, aunque 
pasó mucho tiempo para que se avanzara hacia ellas. No fue sino hasta 
el siglo xx cuando diversas formas de estado social (de bienestar, socialis-
tas, populistas) crearon instituciones que, con diversos grados de éxito, 
lograron reducir, que no eliminar, las asimetrías sociales El paradigma 
igualitarista no ha logrado cumplir cabalmente sus promesas de igual-
dad universal. No se llegó de inmediato a la igualdad de derechos civiles 
para todos, durante mucho tiempo fueron excluidos los no propietarios, 
las mujeres, los que no tenían instrucción o los que no pertenecían al 
grupo étnico o religioso dominante. En este caso la falla no estaba en los 
valores del proyecto, sino en que no se cumplían en la práctica. 
Además, el establecimiento de la igualdad en los textos legales no 
implica un trato igual en la práctica cotidiana, como ha sido frecuen-
temente denunciado por las feministas y los movimientos étnicos. Una 
cosa es que la justicia sea ciega frente a las distinciones sociales y otra 
muy distinta es que el Estado y la sociedad sean ciegos frente a los pro-
cesos de discriminación y exclusión que impiden el acceso universal al 
ejercicio real de los derechos.
Por lo que toca a la igualación socioeconómica, el incumplimiento 
es todavía mayor, ya que en este aspecto no bastan las leyes y la voluntad 
política, se necesitan cuantiosos recursos y una enorme capacidad institu-
cional para garantizar el acceso universal a los bienes primarios que garan-
tizan la inclusión ciudadana: salud, educación, empleo, ingreso mínimo, 
seguridad social, entre otros (Dieterlen 2003: 151-152). Algunos países 
22
han avanzado un poco en este terreno, pero no la mayoría. Además, la 
mayoría de las veces resultan desfavorecidos los mismos sectores que se 
encontraban en desventaja desde mucho tiempo atrás: las mujeres, los 
grupos étnicos no-hegemónicos, las minorías religiosas, etcétera. 
Con frecuencia el paradigma igualitarista parte de una concepción 
evolucionista y etnocéntrica de la cultura, que supone que los valores 
occidentales representan la cumbre de la modernidad, mientras que las 
otras culturas son calificadas como tradicionales y atrasadas, que obsta-
culizan el progreso al aferrarse a concepciones y valores premodernos. 
Por ello se ha acusado al paradigma igualitarista de pretender eliminar 
las diferencias: confunde ciudadanía universal con un modelo de ciuda-
dano que corresponde con las características del grupo hegemónico, de 
manera que los que no coinciden con ese modelo son excluidos o dis-
criminados, a menos que se “normalicen”. Incorpora, no incluye. Dicho 
de otra manera, obliga a dejar de ser diferentes para poder ser iguales. 
El paradigma multiculturalista
El paradigma multiculturalista expresa la utopía de la autodeterminación 
y el respeto a la diversidad cultural. También se inspira en los valores 
modernos de la tolerancia y en los ideales de libertad y fraternidad de 
la Revolución Francesa, pero se emparienta con el romanticismo del 
siglo xix que sostenía que cada nación tenía un espíritu y una cultura 
particulares. Encuentra su fundamentación académica en el relativismo 
culturalantropológico, que sostiene que ninguna cultura es superior a 
otra y que cada una de ellas debe ser entendida dentro de sus propios 
marcos de referencia. Pero el verdadero despegue de las posiciones 
multiculturalistas se produjo en las dos últimas décadas del siglo xx. En 
su gestación confluyeron varios procesos: 1) desilusión por las promesas 
incumplidas del paradigma igualitarista, acentuada por la crisis del 
socialismo real y de los Estados de bienestar, 2) intensificación de las 
conexiones transnacionales, con su secuela de nuevas exclusiones y 
disparidades, y 3) fortalecimiento de movimientos étnicos, feministas, 
de minorías sexuales, regionales, nacionalistas y religiosos, con una 
plétora de demandas de reconocimiento de la diversidad.
23
El paradigma multiculturalista cuestiona el proyecto universalista 
de la Ilustración, denunciando que en la práctica se han mantenido 
los privilegios de los sectores dominantes, en la mayoría de los casos 
varones, heterosexuales, blancos o del grupo étnico dominante y 
miembros de la religión hegemónica. En consecuencia, hace énfasis 
en el reconocimiento del derecho a la diferencia y aboga por diversas 
medidas particularistas que buscan promover la inclusión de sectores 
históricamente desfavorecidos (Kymlicka 1995). Entre esas medidas 
destacan las políticas de acción afirmativa o discriminación positiva, 
la defensa de la ciudadanía cultural, la promoción de derechos 
autonómicos y el establecimiento de algunos derechos a partir de la 
pertenencia o adscripción cultural (ventajas, exenciones o excepciones 
que no se asignarían universalmente, sino con base en características 
culturales). Estas medidas usan las diferencias culturales para promover 
la igualdad. Con un objetivo diametralmente opuesto, utilizan las 
mismas armas que antaño se emplearon para discriminar y excluir: 
fronteras simbólicas, discurso identitario, énfasis en las distinciones 
étnicas y de género, etcétera. Se argumenta que un grupo desfavorecido 
es diferente y que por ser diferente merece un mejor trato.
Los argumentos multiculturalistas dan en el blanco cuando señalan 
que los derechos universales no son verdaderamente universales, porque 
no han llegado a todos y porque se construyeron desde la perspectiva 
de algunos grupos. En muchos sentidos los Estados democráticos han 
sido, al igual que muchos regímenes del pasado, Estados raciales que 
perpetúan las ventajas y la hegemonía de un grupo sobre otros (Gol-
dberg 2002). Pero me parece que se equivocan cuando incluyen entre 
las causas de ello a la universalidad de los derechos y a la democracia 
liberal. Pienso que la exclusión y la discriminación se han perpetuado 
pese a ellos y no a causa de ellos. Me explico. La igualdad en el acceso a 
diferentes bienes y servicios depende de muchos factores, no basta que 
se establezca un derecho universal para que todas las personas puedan 
ejercerlo. Además del reconocimiento del derecho se necesita que to-
dos los ciudadanos estén informados al respecto, que existan institucio-
nes que garanticen y vigilen su cumplimiento y que se disponga de la 
infraestructura, los recursos y los mecanismos necesarios para que todos 
puedan gozar de los beneficios asociados a ese derecho. Si no existen 
todas esas condiciones no habrá ejercicio universal de ese derecho, pero 
24
sería erróneo pensar que la causa de este déficit es el establecimiento de 
derechos de carácter universal.
Otra manera de analizar esta cuestión es discutir la conveniencia o 
inconveniencia de establecer derechos especiales, a partir de la pertenen-
cia a alguna cultura o a algún grupo definido mediante criterios cultura-
les. Un ejemplo clásico es el de las cuotas para las minorías en el acceso 
a las universidades, que despierta encendidas polémicas. El multicultu-
ralismo, al menos en algunas de sus vertientes, estaría de acuerdo con 
establecer esos derechos, con el argumento de que permite que secto-
res históricamente discriminados tengan acceso a los mismos beneficios 
que el resto de la población. Por lo general el paradigma igualitarista se 
opone, esgrimiendo distintos argumentos: reedita particularismos pre-
modernos, puede acarrear otro tipo de inequidades, afecta la igualdad 
de oportunidades, fomenta divisiones entre diversos grupos oprimidos. 
Además de las críticas anteriores, el multiculturalismo ha sido cues-
tionado por poner el acento en el reconocimiento del derecho a la dife-
rencia, relegando las cuestiones de igualación socioeconómica y redis-
tribución de la riqueza. En algunos casos se ha señalado la confluencia, 
voluntaria o involuntaria, entre el proyecto multiculturalista y el pro-
yecto neoliberal, ya que ambos cuestionan los derechos universales y las 
políticas redistributivas características de los Estados de bienestar.
Con frecuencia el multiculturalismo se asocia con concepciones 
esencialistas de la cultura que consideran que cada pueblo tiene una 
cultura distintiva, homogénea y estable, irreductiblemente diferente a 
la de los otros pueblos, que debe ser preservada a toda costa. Por ello, 
para poder seguir siendo diferentes deja en un segundo plano el obje-
tivo de la igualdad. 
Un paradigma emergente: la equidad intercultural
¿Cómo conciliar igualdad universal y derecho a la diferencia?, ¿cómo 
incluir sin homogenizar? En los últimos años, la reflexión crítica so-
bre los dos paradigmas anteriores y sobre las abundantes experien-
cias —negativas y positivas— de cruces transnacionales ha creado las 
condiciones para la emergencia de un nuevo paradigma, que intenta 
25
reconciliar la utopía de la igualdad universal con la utopía del respeto a 
la diversidad cultural. Este nuevo paradigma busca retomar las deman-
das de los movimientos sociales que exigen interculturalidad con equi-
dad, por ejemplo los movimientos étnicos que señalan que no basta 
con el reconocimiento de sus derechos culturales si al mismo tiempo no 
tienen acceso a la tierra y los recursos naturales, los grupos de migrantes 
que luchan por alcanzar la ciudadanía sin renunciar a sus tradiciones 
culturales o los movimientos feministas que demandan inclusión social 
sin sesgos de género. A falta de una mejor denominación, le llamaré 
provisionalmente paradigma de la equidad intercultural, y se distingue 
por buscar la igualdad entre los diferentes. 
El enfoque de la equidad intercultural implica una ruptura con las 
concepciones de cultura que inspiran a los dos paradigmas anteriores. 
Por un lado, se desmarca del etnocentrismo evolucionista del paradigma 
igualitarista que supone que todas las culturas deben disolverse para 
integrarse en el melting pot de la cultura moderna, operación mediante 
la cual se hacen pasar como “universales” los valores y visiones del 
mundo de los grupos hegemónicos de los países occidentales. Por 
otra parte, se distancia de los planteamientos esencialistas que ven a 
las culturas como entidades aisladas, homogéneas y estables, separadas 
entre sí por fronteras simbólicas impermeables, que constituyen una 
alteridad radical que hace imposible la traducción y comunicación entre 
ellas. En contraposición, ve la cultura como procesos intersubjetivos de 
creación de significados que se transforman constantemente y están 
atravesados por relaciones de poder, mediante los cuales se pueden 
construir fronteras y puentes, alteridades e identidades, desacuerdos y 
consensos, desigualdades e igualdades. De esta manera no se condena a 
las culturas subalternas a desaparecer en aras de la modernidad ni se les 
trata de preservar como entidades cerradas y estáticas.
Los principales postulados y características distintivas del paradig-
ma de la equidad intercultural serían los siguientes:
1) Ejercicio real de derechos universales. La esencia de la igualdad 
consiste en que todas las personas tengan oportunidades y capacidades 
para el ejercicio efectivo de los mismos derechos. No basta establecer 
el derecho universal, se requiere garantizar su cumplimiento y creardispositivos materiales, institucionales y culturales para que todos(as) 
puedan gozar de él. 
26
La conciencia de que la igualdad se ve obstaculizada por procesos 
cotidianos de exclusión y discriminación obliga a establecer medidas 
complementarias que permitan que sectores que históricamente han ex-
perimentado cortapisas en el ejercicio de sus derechos puedan ejercerlos 
plenamente. Supongamos que en un país se establece el derecho a la 
educación primaria gratuita, pero después de varias décadas de haberse 
establecido se descubre que un porcentaje de los niños indígenas de ese 
país no acude a la escuela primaria, no la concluye o la concluye con ca-
lificaciones por debajo de la media, por diferentes razones, entre ellas las 
siguientes: a) no se han construido escuelas en las zonas más apartadas, 
b) muchos niños indígenas no hablan la lengua oficial y la educación 
primaria solo se imparte en esa lengua, c) los profesores de las zonas 
indígenas no tienen una buena preparación, d) los niños indígenas son 
discriminados por sus profesores y por sus compañeros no indígenas, lo 
que afecta su desempeño escolar; y, e) la pobreza en las zonas indígenas 
obliga a los padres de familia a sacar a los niños de la escuela para que les 
ayuden en el trabajo agrícola. El ejemplo muestra que el establecimiento 
de un derecho universal es a todas luces insuficiente, este tiene que ser 
complementado con muchas otras medidas que garanticen su ejercicio 
efectivo, como construir más escuelas, mejorar los caminos, ofrecer edu-
cación primaria en varias lenguas, establecer mecanismos para que la 
calidad de los profesores sea similar en diferentes regiones, combatir la 
discriminación y dar apoyos económicos a las familias más pobres. Los 
derechos universales son indispensables, pero no suficientes. 
2) Derecho universal, rutas particulares. El paradigma de la 
equidad intercultural, lo mismo que el igualitarista, defiende derechos 
universales, pero retoma del paradigma multiculturalista la necesidad 
de diversas vías para alcanzarlos. Se acepta que personas de diferentes 
culturas tengan maneras distintas de ejercer la ciudadanía (Rosaldo 
1997), pero eso no implica que se les concedan derechos que no tengan 
los demás. Siguiendo a Amartya Sen (1998), hay individuos que 
requieren apoyos especiales para alcanzar niveles de bienestar y libertad 
similares a los del resto de la población. No se trata de fijar derechos 
especiales para algunos grupos etiquetados como “diferentes”, sino de 
crear las condiciones para que todos ejerzan los mismos derechos, lo 
cual muchas veces requiere una diversidad de caminos y rutas de acceso. 
Cuando en un edificio se crea una rampa al lado de una escalera no se 
27
establece un derecho especial para las personas que utilizan sillas de 
ruedas, sino una ruta que permite que puedan acceder a las instalaciones 
con las mismas facilidades que los demás.
3) Definición intercultural de los derechos universales. ¿Cuáles son 
los derechos universales? ¿Quién los define y cómo? Esto solo se pue-
de responder mediante el diálogo intercultural. Con frecuencia, el pa-
radigma igualitarista cometió la equivocación de considerar universal 
aquello que correspondía a la cultura hegemónica. Por su parte, el para-
digma multiculturalista exagera las particularidades culturales, llegan-
do al extremo de considerar a las culturas como islas autónomas. Si se 
toma en serio la diversidad cultural hay que aceptar que no existen, en 
sentido estricto, ni costumbres ni derechos totalmente universales: cada 
sociedad y cada época difieren al respecto. Pero de ahí no se concluye 
que las culturas sean fortalezas herméticas, con valores y concepciones 
del mundo inconmensurables e intraducibles. Los derechos universales 
deberían ser una construcción intercultural. En cada sociedad y en cada 
época habrán de reconstruirse y redefinirse, precisando qué derechos 
deben considerarse universales y por tanto exigibles en cualquier parte 
del planeta para todos los seres humanos.
4) Diálogo intercultural como mecanismo para dirimir diferencias 
y tomar decisiones. Para ser realmente universales, los derechos deben 
ser interculturales no solo en su contenido (que tomen en cuenta las 
diferencias culturales y que incluyan realmente a todos y no solo a los 
miembros de determinados grupos y culturas), sino también en los pro-
cedimientos que se emplean en su definición, aplicación y exigibilidad. 
Mediante la comunicación intercultural (Benhabib 2006) es posible 
construir un marco común en condiciones de equidad democrática. En 
ese diálogo los diferentes acordarían los contornos y las características 
del espacio de igualdad intercultural en el que puedan convivir con 
equidad y libertad. Pronunciarse por el diálogo intercultural, racional 
y democrático, no implica suponer ingenuamente que en la vida real 
existen las condiciones discursivas ideales para todos los participantes. 
Cualquier negociación concreta estará condicionada por asimetrías de 
recursos y relaciones de poder entre los participantes, estos no siem-
pre actúan de manera racional y aun siendo racionales persiguen metas 
distintas y defienden diferentes valores. Es altamente probable que en 
cualquier negociación que involucre a personas de diferentes culturas 
28
pesen más las opiniones e intereses de los actores más poderosos, pero 
no por ello debe renunciarse al diálogo intercultural como mecanis-
mo para resolver diferencias y tomar decisiones. Ese diálogo no tendría 
por qué desembocar en un consenso racional (Habermas 1987), por 
más que se avance en la negociación persistirán diferentes culturas y 
distintos modos de vida. No debe pretenderse la cancelación de esas di-
ferencias, en aras de una supuesta racionalidad universal. Más bien, si-
guiendo la perspectiva del pluralismo de valores de Isaiah Berlin (2000) 
y John Gray (2001) lo que debe buscarse es un marco institucional 
compartido en el que puedan coexistir con equidad y de manera pací-
fica personas con diversos modos de vida. El ideal no es el triunfo de 
una racionalidad única a costa de la diferencia cultural, sino un modus 
vivendi equitativo entre los diferentes (Ib.: 123-158). 
5) Universalización de los derechos culturales. Los derechos cul-
turales son un componente fundamental en las tres generaciones de 
derechos humanos. 
En la primera generación, la de los derechos políticos o derechos 
de libertad, aparecen como derecho a la libertad de pensamiento, de 
asociación, de culto y de expresión. En la segunda generación, la de 
los derechos de igualdad, se expresan como compromiso del Estado 
para garantizar la igualdad en el acceso a la educación y la cultura. En 
la última generación, la de los derechos de fraternidad, se presentan 
como derecho al patrimonio cultural, a la conservación de la memoria 
cultural y al desarrollo de la identidad étnica y cultural (Miller 2007; 
Prieto de Pedro, 2004). El error del paradigma igualitarista ha sido 
subestimar la importancia de los derechos culturales, dando mayor im-
portancia a los derechos políticos y económicos. También ha priorizado 
los derechos individuales sobre los derechos colectivos. A la inversa, 
el multiculturalismo ha privilegiado los derechos culturales en detri-
mento de los derechos económicos y políticos y ha puesto los derechos 
colectivos por encima de los individuales. El paradigma de la equidad 
intercultural defendería todos estos derechos porque cada uno de ellos 
tiene su razón de ser y su especificidad, no tienen por qué subsumirse 
unos en los otros. Otro gran problema es que los multiculturalistas 
han presentado los derechos culturales como derechos específicos de 
los grupos minoritarios o subalternos, en lugar de colocarlos como de-
rechos universales de todos los grupos y de todos los individuos. Hay 
29
que universalizar los derechos culturales, no deben ser considerados 
como derechos especiales de la minoría o de los excluidos, sino como 
derechos de todoslos grupos y todos los seres humanos (Prieto de Pe-
dro 2004). Si un grupo indígena tiene el derecho de exigir autonomía, 
conservar su identidad o sus costumbres no es porque tenga un status 
especial, sino que es un derecho similar al que deben tener todos los 
grupos. Y al igual que cualquier otro derecho, está limitado por los de-
rechos de sus integrantes, de otros grupos o de la sociedad en general. 
 6) Portabilidad de derechos, derechos que crucen fronteras. En 
un mundo en el que se multiplican los cruces interculturales, las 
migraciones transnacionales y las trayectorias laborales flexibles y 
multisituadas es necesario avanzar hacia la portabilidad de derechos, de 
manera que las personas puedan conservarlos independientemente de 
que cambien de país de residencia, de adscripción cultural o de lugar 
de trabajo. Si los individuos están atravesando fronteras (nacionales, 
culturales, ocupacionales) es indispensable que sus derechos puedan 
cruzar las fronteras junto con ellos. 
Esto es particularmente importante si se consideran, por ejemplo, 
el derecho a la salud y a la jubilación, ya que la inexistencia de meca-
nismos de portabilidad está afectando a millones de migrantes transna-
cionales y a trabajadores que tienen trayectorias laborales discontinuas 
y flexibles. Pero también es importante para los casos, cada vez más 
frecuentes, de personas que cambian de adscripción cultural o religio-
sa y son despojados de sus derechos. Este es un argumento adicional 
para reforzar la importancia de los derechos universales/interculturales, 
porque si en vez de tener este carácter son asignados de acuerdo con 
criterios de pertenencia cultural se obliga a las personas a conservar una 
determinada identificación cultural para no perder sus derechos, lo que 
en la práctica limita su autonomía y significa reforzar la hegemonía de 
los sectores privilegiados en cada cultura. 
7) Acciones afirmativas excepcionales y decrecientes. Desde la 
perspectiva de la equidad intercultural son preferibles las medidas 
de igualación de carácter universal/intercultural a las medidas de 
discriminación positiva. Sin embargo, en algunos casos se justifica la 
acción afirmativa para promover la inclusión de sectores históricamente 
desfavorecidos, pero esas acciones deben tender a su desaparición gradual, 
para evitar que se cristalicen en derechos particulares que afecten a otros 
30
grupos y escindan a la comunidad más amplia. De ahí que en general 
no sean muy convenientes los sistemas de cuotas rígidas que se basen 
exclusivamente en el género, la pertenencia étnica o la identificación 
cultural. Son más acordes con este paradigma las acciones afirmativas 
que tienden a su desaparición y combinan otros criterios, como los de 
ingresos o desempeño. Por ejemplo, en el ingreso a las universidades 
en lugar de establecer cuotas fijas por adscripción étnica, fuente de 
inequidades hacia algunos estudiantes, serían más convenientes sistemas 
de puntajes adicionales para estudiantes de los grupos desfavorecidos, 
puntajes que irían descendiendo con el transcurso de los años en la 
medida en que se vayan eliminando las causas que crean la desventaja. 
Una experiencia que debería debatirse son las llamadas universidades 
“interculturales” en varios países de América Latina, que en realidad son 
universidades para indígenas. Estas instituciones están logrando que, 
por primera vez, miles de estudiantes indígenas accedan a la educación 
superior, pero se corre el riesgo de que se conviertan en universidades 
estigmatizadas, por lo que en el futuro sería deseable que confluyeran 
con el resto de las universidades para crear instituciones de educación 
superior verdaderamente interculturales. En relación con la distribución 
de apoyos estatales (subsidios, créditos, apoyos para vivienda, etcétera) 
es mejor organizar la discriminación positiva combinando aspectos de 
orden cultural con criterios de ingresos, lo cual disminuye los conflictos 
intergrupales y propicia la solidaridad entre todos los excluidos. En 
cualquier caso, si se aplican medidas de igualación que hagan uso de las 
divisiones culturales debe hacerse en un sentido deconstructivo, como 
lo sugiere Spivak (1999), revirtiendo las prioridades como un primer 
paso hacia el desplazamiento de las divisiones mismas.
8) Universalismo básico progresivo. Las limitaciones financieras de 
los Estados y el efecto combinado de las políticas neoliberales y multi-
culturalistas llevaron, en muchos casos, a la focalización de los apoyos 
estatales hacia los pobres extremos o hacia grupos definidos cultural-
mente, en detrimento de programas universalistas. Si bien esto pudo 
haber beneficiado a algunos sectores excluidos, también estigmatizó a 
los pobres, rompió las solidaridades subalternas y en muchos casos per-
mitió que se beneficiaran grupos más organizados y movilizados y no 
los más necesitados. Si los recursos son escasos es más adecuado estable-
cer un universalismo básico, con beneficios quizá pequeños, pero que 
31
constituyen derechos para toda la población y no ventajas para algunos 
grupos o dádivas para los más pobres (Filgueira et al. 2005). El monto 
de los beneficios universales puede incrementarse de manera progresiva 
en la medida en que los Estados dispongan de mayores recursos. 
9) Ciudadanía procesual. El incremento de los flujos internacio-
nales de población ha puesto en la mesa de debates la cuestión de los 
derechos ciudadanos de los migrantes. La peor solución es la que ha 
predominado hasta ahora: la creación de fortalezas y muros, el endure-
cimiento de las políticas migratorias, el hostigamiento y la discrimina-
ción hacia los migrantes pobres, el crecimiento de la migración indocu-
mentada y la constitución de enclaves étnicos. Lo ideal es que todos los 
migrantes transnacionales puedan optar por la ciudadanía en los países 
huéspedes, pero es evidente que estos países no están en condiciones de 
otorgar esa ciudadanía de manera inmediata e indiscriminada, ya que 
habría problemas de seguridad y colapsarían sus sistemas de bienestar 
social, dadas las profundas asimetrías en la economía mundial. Una 
alternativa es establecer rutas que conduzcan progresivamente hacia la 
ciudadanía, comenzando con la posibilidad de la entrada legal y el de-
recho al trabajo temporal, para seguir con la residencia permanente 
hasta alcanzar la ciudadanía plena. En contraparte, los migrantes ten-
drían que cumplir con diferentes requisitos en las distintas etapas. Estas 
rutas existen en la legislación de la mayoría de los países, pero en la 
práctica solo pueden acceder a ellas las capas superiores de los migran-
tes (con mayor escolaridad, mayores ingresos o determinado origen 
étnico-nacional), y están vedadas para la gran mayoría de los migrantes 
que solo pueden acceder a rutas indocumentadas, precarias y truncas, 
ya que rara vez llegan hasta la adquisición de la ciudadanía. Además, 
debe otorgarse la ciudadanía inmediata a todos los hijos de migrantes 
internacionales nacidos en los países huéspedes.
El paradigma de la equidad intercultural puede constituirse en una 
opción frente al igualitarismo ciego a las diferencias culturales y frente 
al multiculturalismo particularista. Pero, sobre todo, puede representar 
una vía para avanzar hacia la igualdad en un mundo global amenazado 
tanto por el agravamiento de las desigualdades socioeconómicas entre 
individuos, grupos sociales y países como por los fundamentalismos, 
el endurecimiento de las identidades y la proliferación de conflictos 
interculturales.
32
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34
El desafío
El diálogo entre cultura y desarrollo requiere energías y propósitos re-
novados. Se ha progresado mucho en los últimos cincuenta años me-
diante resoluciones e iniciativas variadas a nivel de las comunidades, de 
los Estados y organizaciones multilaterales, principalmente dentro del 
sistema de las Naciones Unidas. Entre ellas, especialmente la Unesco se 
ha destacado por defender, respaldar y renovar el compromiso mundial 
hacia la diversidad cultural, la tolerancia y el pluralismo como princi-
pios no negociables. Durante este periodo otras agencias del sistema de 
las Naciones Unidas principalmente el PNUD (Programa de las Nacio-
nes Unidas para el Desarrollo) y el PNUMA (Programa de las Naciones 
Unidas para el Medio Ambiente) conjuntamente con la FAO (Organi-
zación de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) 
y el Banco Mundial han trabajado para establecer una nueva agenda 
global sobre desarrollo humano y las maneras de evaluarlo. Con el pro-
pósito de relacionar estos dos temas, muchos organismos internaciona-
les, liderados por las agencias de las Naciones Unidas han colocado la 
cuestión de los derechos humanos en el centro de la agenda mundial y 
han sentado las bases para incluir los derechos económicos y culturales 
dentro de un marco común. Este marco resulta particularmente útil en 
DIVERSIDAD CULTURAL: 
UNA PLATAFORMA CONCEPTUAL
Arjun Appadurai
35
el caso de los refugiados, de los niños y de las comunidades migrantes, 
aunque no cuenta aún con un consenso profundo como base.
La cultura en general, y la diversidad cultural en particular, enfrentan 
tres desafíos nuevos: a) la globalización, que con su expansión galopante 
de principios mercantilistas ha creado nuevas formas de desigualdad 
más propicias a los conflictos culturales que al pluralismo cultural; b) 
los Estados que pudieron en alguna medida atender las demandas de 
cultura y educación, hoy tienen cada vez más dificultades para canalizar 
el flujo de ideas, imágenes y recursos provenientes del exterior, que 
afectan el desarrollo cultural; y c) las crecientes disparidades en materia 
de alfabetización (digital y convencional) que han transformado 
al intercambio del debate cultural y a los recursos en un progresivo 
monopolio elitista, divorciado de las capacidades e intereses de más de 
la mitad de la población mundial, que está en peligro de ser excluida, 
tanto cultural como financieramente. 
Para hacer frente a este desafío se requiere de un diálogo revitali-
zado entre cultura y desarrollo. En este sentido, la Unesco está en una 
posición inmejorable para liderarlo. Las siguientes ideas se basan en 
los principios enunciados en la Declaración Universal de la Unesco 
sobre Diversidad Cultural, aprobada en la trigésima primera sesión de 
la Conferencia General que se llevó a cabo en París, el 2 de noviembre 
de 2001. En ella se insta a una nueva comprensión de la relación entre 
diversidad, diálogo y desarrollo, pues estos conceptos constituyen el 
vocabulario preliminar para impulsar un marco de acción, en el cual la 
Unesco proyecte su liderazgo a los Estados miembros y a otras inicia-
tivas multilaterales e intergubernamentales en el área de la cultura y el 
desarrollo.
Diversidad sostenible: un marco conceptual unificado
Así como los sistemas culturales tienen componentes materiales e in-
materiales que no pueden separarse, al igual que el patrimonio cultural 
posee una dimensión inmaterial, el desarrollo contiene también una 
profunda dimensión inmaterial que es preciso reconocer y fomentar 
para que el desarrollo sostenible se convierta en realidad. 
36
Una diversidad sostenible resulta ser un requisito crítico para el 
desarrollo inmaterial, pues sin este, no puede haber desarrollo sosteni-
ble. A pesar de los esfuerzos para imaginar el desarrollo de una manera 
holística y percibir a los seres humanos, a los valores y al capital social 
como parte integrante de él, persiste una fuerte tendencia a definir y 
medir el desarrollo valiéndose de métodos y dimensiones fundamen-
talmente materiales: escuelas, hospitales, represas, fábricas, granos, ara-
dos, casas, vestimenta, medicinas. Por supuesto, toda persona y agencia 
que se haya involucrado en los desafíos del desarrollo reconoce que 
dichas metas no pueden sostenerse solo a través de medios materiales. 
Para llevarlas a cabo en forma democrática, culturalmente legítima y 
socialmente sostenible hace falta conocimiento, visión, compromiso y 
práctica. Estas dimensiones inmateriales del desarrollo no han sido ade-
cuadamente vinculadas, ni a las capacidades culturales, ni a la diversi-
dad cultural. Esta vinculación exige un ambicioso plan de cooperación.
Los desafíos que plantean la diversidad cultural, el patrimonio 
material e inmaterial y el desarrollo sostenible no pueden afrontarse 
aisladamente unos de otros, deben entenderse como elementos críticos 
interrelacionados para tomar en cuenta la gran variedad de recursos 
humanos que se necesitan, con el fin de asegurar un desarrollo 
sostenible y democrático en esta era de la globalización. La clave de 
esta articulación, puesto que vivimos en un mundo de “mercados sin 
fronteras”, estriba en que también nuestra concepción del desarrollo 
sostenible se base globalmente en los recursos de la diversidad y el 
diálogo. La idea central en torno a la cual se articula este planteamiento 
es la diversidad sostenible.
En este contexto, los desafíos de la gobernabilidad global, la 
diversidad cultural y el desarrollo democrático no pueden abordarse 
de manera fragmentaria, sino en un marco único. En el pasado, las 
políticas, los valores y las entidadesrelacionadas con la dignidad y la 
diversidad se desarrollaron separadamente de aquellas vinculadas con 
la pobreza, la tecnología y la equidad social. Este estado de cosas debe 
cambiar por las razones siguientes:
En primer lugar, se reconoce ampliamente que el desarrollo sin par-
ticipación está condenado al fracaso. Sin el apoyo ni el entusiasmo de 
los grupos más pobres y vulnerables por alcanzar su autonomía (empo-
deramiento) y sin el espacio para sus propias ideas sobre la libertad, la 
37
dignidad y el poder, el trabajo por el desarrollo se transforma en otro 
ejercicio de dominación. Es más, la falta de injerencia de la gente co-
mún a nivel popular en la definición, forma y diseño del desarrollo en 
sus propias comunidades, probablemente sea el factor más importante 
en el éxito limitado de esfuerzos para reducir, tanto la pobreza rural 
como urbana, a nivel mundial. Aunque ha habido un esfuerzo signi-
ficativo para fomentar la participación, el “empoderamiento” y la in-
clusión como medios y objetivos en las políticas de desarrollo, muchos 
han sido los obstáculos ante tales compromisos, incluidos la erudición 
de los tecnócratas, las ideologías de los principales organismos de finan-
ciación, los prejuicios de las comunidades locales y el temor de las élites 
a perder el poder, cuando las mujeres, los niños y los grupos vulnerables 
logran hacerse oír en la construcción de su propio futuro.
En segundo lugar, para que la participación se convierta tanto en 
un medio efectivo, como en un objetivo central en el trabajo para el 
desarrollo, debe reconocerse que la cultura no es un beneficio opcional 
para ser agregado a las metas materiales del desarrollo, sino que la cul-
tura es un requerimiento fundamental para aumentar la participación. 
Una forma de apreciar esta relación indivisible entre cultura y desa-
rrollo consiste en concentrarse en lo que recientemente se ha llamado 
“la capacidad de aspiración” dentro de un sistema más amplio de las 
culturas. Basada en estas “culturas de aspiración”, la Unesco subraya 
aquellas dimensiones de la energía, creatividad y solidaridad humanas 
(sin duda enraizadas en la historia, la lengua y la tradición), que ayudan 
a los seres humanos comunes a ser partícipes activos en la construcción 
de su futuro cultural. Este marco conceptual reconoce el vínculo que 
une la “aspiración” colectiva con la cultura y el desarrollo, puesto que 
como recurso colectivo requiere de diversas formas culturales de creati-
vidad, imaginación, tolerancia, flexibilidad y tradición “viva”. Más que 
basarse exclusivamente en el patrimonio, los monumentos, las lenguas, 
las formas artísticas e incluso los valores u otros recursos históricos, la 
Unesco percibe la cultura como una especie de vasto capital humano y 
social que refuerza dicha “capacidad de aspiración”.
En tercer lugar, si se está de acuerdo con que la “capacidad de aspi-
ración” puede construirse como otras capacidades y que además debe 
constituirse como una precondición para otras, se debe reconocer que 
esta disposición no puede edificarse sin prestar atención al futuro de la 
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diversidad cultural, dentro y a través de la sociedad. Las ideas de digni-
dad, esperanza, planificación y porvenir no surgen en forma genérica 
y universal. Los diversos pueblos y grupos las articulan en función de 
conjuntos específicos de valores, sentidos y creencias. Las ideas sobre un 
buen estándar de vida, sobre las cuales la “aspiración” resulta el apoyo 
central, raramente se manifiestan en forma abstracta. Siempre aparecen 
en las imágenes de belleza, armonía, sociabilidad, bienestar y justicia. 
La trama de esas imágenes puede ser universal pero las representaciones 
son locales y por ello, culturalmente entendidas y vividas. Al reducir-
se la diversidad cultural y verse las minorías sometidas al terror o eli-
minadas, se experimenta una desvalorización de sus representaciones 
de bienestar. Así, paralelamente al peligro para la diversidad cultural 
imponemos una variedad cada vez menor de imágenes de bienestar a 
poblaciones cada vez mayores, cuyas propias concepciones no se en-
cuentran reflejadas en las representaciones oficiales de una vida mejor. 
Por ello, la disminución de la diversidad cultural, sea deliberada o por 
accidente, resulta un peligro inmediato para la construcción de la ca-
pacidad de “aspiración”, sin la cual los proyectos de desarrollo nunca 
tendrán éxito. Este es el argumento clave para la indivisibilidad entre 
cultura y desarrollo, entendidos como bases conjuntas para consolidar 
la democracia y la equidad a nivel mundial. Por consiguiente, en un 
mundo sin fronteras, la diversidad cultural no puede confinarse al nivel 
local o nacional, sino que debe sacar provecho del diálogo transnacio-
nal; es decir fuera de la propia frontera. Tal diálogo no solo aumenta 
las posibilidades de cooperación internacional e intercultural, sino que 
multiplica los recursos disponibles para toda comunidad. En el diálogo 
intercultural se materializa la globalización.
En cuarto lugar, si se reconoce que el desarrollo requiere participa-
ción y esta aspiración, dicha aspiración solo tiene sentido si está cul-
turalmente articulada. Por lo tanto, se debe reconocer también que la 
relación entre pasado y futuro no se reduce a cero, pues el pasado y el 
futuro culturales constituyen recursos interdependientes. La capacidad 
de aspiración y la de recuerdo se deben fomentar como capacidades 
conjuntas. De esta forma, desde la perspectiva de la aspiración cultural, 
el compromiso con el patrimonio cultural puede adquirir una nueva 
pertinencia. Este nuevo enfoque es ambivalente, pues el patrimonio 
cultural puede contener recuerdos problemáticos, valores divergentes 
39
y prácticas antidemocráticas. Al insistir en la necesidad de un diálogo 
constante entre la capacidad de aspiración y la capacidad de recuerdo, 
se ofrece un sistema autorregulado, que permite que las aspiraciones 
no sean irreales y los recuerdos no degeneren en exclusión y xenofobia.
En quinto lugar, si se reconoce que pasado y futuro, memoria y 
aspiración están íntimamente relacionados, también deben reconocerse 
los vínculos profundos entre el patrimonio material e inmaterial. Se ha 
avanzado significativamente para relacionar los aspectos materiales e 
inmateriales del patrimonio; se reconoce hoy, que el primero solo co-
bra vida a través de una interpretación basada en formas inmateriales 
de conocimiento, arte, simbolismo y práctica artesanal. El patrimonio 
cultural no puede disociarse por intervención externa a la cultura a la 
que se aspira, ni dividirse internamente en dimensiones materiales e 
inmateriales.
Finalmente, dicha indivisibilidad requiere que se creen las 
condiciones óptimas para la creatividad cultural. La creatividad 
siempre ha sido el sello distintivo del espíritu humano, de la capacidad 
para imaginar formas nuevas de verdad, belleza y justicia. Pero hoy, la 
creatividad es también la base fundamental de la diversidad, frente a 
las fuerzas de la homogeneización cultural. La creatividad no reconoce 
fronteras y prospera gracias al diálogo, al intercambio y a la interacción; 
presenta una doble faz, mira hacia el pasado nutriéndose de la memoria 
y el patrimonio, encara el futuro para imaginar lo nuevo y lo posible.
Desarrollar la diversidad: una gramática para su política
Se puede definir la diversidad cultural como un principio organizador 
de la pluralidad cultural sostenible en las sociedades y a través de ellas. 
La diversidad cultural es mucho más que una lista abierta de diferencias 
o variaciones. Es un recurso para organizar un diálogo productivo entre 
pasados pertinentes y futuros deseables. Como tal, no puede funcionar 
dentro de límites estrictamente nacionales, sino que ha de beneficiarse 
del diálogo entre sociedades, como ocurre con la globalización basada 
en la economía de mercado, que se beneficia del comercio a través de 
las fronteras.
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Así definida, la diversidad culturalgarantiza que la creatividad, la 
dignidad y la tolerancia sean aliadas y no víctimas en la concepción 
de los modelos del desarrollo sostenible. En otras palabras, maximizar 
la diversidad cultural es la clave para hacer de la cultura un recurso 
renovable en el empeño por dar perennidad al desarrollo. Para asegurar 
el funcionamiento de la diversidad cultural como aliada indispensa-
ble del desarrollo sostenible es necesario reconocer que presupone un 
equilibrio creativo entre debates internos y diálogos externos. Igual-
mente hay que admitir que la diversidad cultural asegura una relación 
creativa y sostenible entre pasado y futuro; es decir, entre patrimonio 
y desarrollo.
En este contexto, se puede definir la sostenibilidad como un crite-
rio de posibilidad de supervivencia a largo plazo, de cualquier aventu-
ra humana deseable. Por lo tanto, la sostenibilidad es la capacidad de 
reproducir y revitalizar recursos humanos esenciales en el contexto de 
las nuevas formas de integración global de los mercados y las nuevas 
posibilidades de diálogo intercultural. El concepto de sostenibilidad 
se ha venido utilizando hasta ahora, principalmente en los discursos 
económicos y ambientales sobre el desarrollo. La Unesco insiste en que 
la sostenibilidad, desde el punto de vista de la pluralidad cultural, no 
puede disociarse de la sostenibilidad en materia de desarrollo económi-
co. Este enfoque de la sostenibilidad reconoce que la acción humana 
colectiva requiere de planeamientos y motivación, y que la motivación 
colectiva solo puede surgir de las culturas entendidas como marcos in-
tegradores de sentidos, creencias, conocimientos y valores. En pocas 
palabras, la sostenibilidad es indivisible en sus múltiples dimensiones: 
estéticas, económicas, sociales, políticas, etcétera.
Como muchos expertos han reconocido durante los últimos 
cincuenta años, los objetivos de desarrollo económico a menudo 
han fracasado como consecuencia de sus tendencias jerarquizantes, 
centralizadas y tecnocráticas. Los planes de desarrollo han tendido a 
ignorar el elemento esencial que constituye el capital social contenido 
en la creatividad y el compromiso de los diversos grupos sociales. Esta 
creatividad y este compromiso son expresiones directas de la diversidad 
cultural, porque el principio de la diversidad cultural asegura el 
mantenimiento de una reserva de imágenes evolutivas que corresponden 
a pasados pertinentes y a futuros deseables.
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En esta época de globalización y progresivo desinterés estatal en 
materia de inversiones y políticas sociales, es necesario identificar y 
promover las visiones de futuro propuestas por las propias comunida-
des. Los estallidos de violencia de los últimos decenios (a menudo en 
nombre de la pureza étnica o del chauvinismo racial), los sucesos de 
septiembre de 2001 recuerdan que las poblaciones pobres y alienadas 
del mundo, ven un nexo claro entre su exclusión cultural y su margina-
ción económica. Así, la propia paz peligra ante el juego de un desarrollo 
solo regido por las leyes del mercado.
Para entender la sostenibilidad como un compromiso equilibrado 
y recíproco en el campo de la cultura y en el del desarrollo hace falta 
una visión más precisa del patrimonio tanto material como inmaterial.
La Unesco, al igual que reconoce la indivisibilidad entre la cultura y 
el desarrollo, trata de lograr un consenso sólido en torno a los nexos ín-
timos y recíprocos que existen entre patrimonio material e inmaterial.
El patrimonio material constituye ese componente palpable de so-
ciedades particulares y de la humanidad en su conjunto, caracterizado 
por lugares con una fuerte resonancia moral, religiosa, artística o his-
tórica. Este aspecto puede encontrarse tanto en monumentos a gran 
escala como en la reliquia sagrada del cuerpo de un héroe religioso o 
nacional. El patrimonio material toma formas con características espe-
ciales: un paisaje perteneciente a un grupo (una montaña o un río) o en 
objetos profusamente trabajados, estructuras o conjuntos construidos. 
Estos patrimonios pueden pertenecer tanto a grupos pequeños, como a 
naciones enteras o a la humanidad en su conjunto, aunque los límites 
de estas formas de posesión puedan ser objeto de apasionados debates 
en un mundo sin fronteras. El patrimonio material es una forma de 
valor cultural cristalizado, puesto que todas las comunidades tienen su 
propia concepción sobre dichos valores culturales, la diversidad cultu-
ral les añade valor agregado.
El patrimonio inmaterial es la senda de la cual se valen los seres 
humanos para interpretar, seleccionar, reproducir y difundir su 
patrimonio cultural. Del mismo modo que el patrimonio material no 
es la suma total de las posesiones físicas de una sociedad, el patrimonio 
inmaterial no es la enciclopedia de sus valores y tesoros intangibles, 
es un recurso que permite definir y expresar el patrimonio material 
y a partir del cual el paisaje inerte de los objetos y monumentos se 
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transforma en registro vivo de valores culturales. Sin el patrimonio 
material, el inmaterial adquiere un carácter demasiado abstracto. Sin el 
patrimonio inmaterial, el material se convierte en objetos o sitios, quizá 
hermosos pero carentes de sentido.
El patrimonio inmaterial se concibe como el marco amplio dentro 
del cual el patrimonio material encuentra significado y sentido. Es el 
instrumento clave que permite a las comunidades y a las sociedades lle-
var el registro de sus relaciones entre valores culturales y bienes cultura-
les preciados. Si el patrimonio cultural es un vehículo para las aspiracio-
nes humanas, el patrimonio material es su forma tangible, mientras que 
el inmaterial es su motor. Visto así, el patrimonio material y el inma-
terial mantienen una relación dinámica y creativa, en el seno de la cual 
cada uno empuja al otro, a lo largo del tiempo, hacia la definición de la 
riqueza cultural común de la humanidad. Este es el fundamento para 
desarrollar industrias culturales que beneficien la diversidad sostenible. 
Las industrias culturales algunas veces pueden ser dañinas, explotando 
a las poblaciones locales para el consumo global, transformando los 
valores locales en espectáculos turísticos, menoscabando los productos 
culturales sin tener en cuenta la dignidad de sus productores. Si se for-
talecen dichas industrias y se profundizan los vínculos entre los valores 
y los bienes culturales, se ayudará a las comunidades locales a entrar en 
el mercado global sin sacrificar su dignidad ni su creatividad.
El desarrollo, desde la perspectiva de la Unesco, es un medio para 
favorecer la relación entre bienestar material y espiritual, al acentuar su 
reciprocidad en lugar de su simple complementariedad. Muchos exper-
tos estarían de acuerdo con que el resultado del desarrollo en los últimos 
cincuenta años no ha sido equitativo. Algunos coincidirían en que esto 
se debe a que el desarrollo ha sido definido exclusivamente en térmi-
nos materiales, como represas, fábricas, viviendas, alimentos, acceso al 
agua potable u otros. Aunque dichos indicadores son indudablemente 
vitales, lo que se denomina desarrollo inmaterial incluye otras variables 
tales como “empoderamiento”, participación, transparencia, responsa-
bilidad y co-responsabilidad, que son indicadores nuevos que solo re-
cientemente han iniciado su ingreso al discurso sobre el desarrollo.
La Unesco, al insistir en la necesidad de un nuevo diálogo entre el 
desarrollo material e inmaterial, introduce la perspectiva del patrimo-
nio cultural y su principio de indivisibilidad en los debates mundiales 
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sobre el desarrollo sostenible. Así como el patrimonio material adquiere 
sentido y significación en su relación con el patrimonio inmaterial, el 
desarrollo material solo toma forma mediante la apropiación de los 
recursos del desarrollo inmaterial.
El desarrollo inmaterial es el conjunto de capacidades que permite 
a las sociedades, a las comunidades y a las naciones definir sus escena-