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El patrimonio cultural: la memoria recuperada 
 
El patrimonio cultural: 
la memoria recuperada 
 
 
 
 
 
 
Francisca Hernández Hernández 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 EDICIONES TREA, S. L. GIJÓN 
 
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INTRODUCCIÓN 
Decía Leopoldo Alas, Clarín, que «lo primero que hace falta para decir lo nuevo es conocer 
bien lo viejo». Pues bien, cuando hablamos sobre el patrimonio cultural es preciso partir de esta 
premisa de Clarín y reconocer que, si pretendemos descubrir el valor que dicho patrimonio 
posee en nuestros días, habrá que conocer mejor cómo se fue originando a lo largo de la 
historia. Sabemos que la humanidad siempre ha tratado de expresar sus sentimientos y as-
piraciones a través de los monumentos y obras de arte que, con el tiempo, se han convertido en 
un auténtico patrimonio cultural que había que proteger y conservar para salvaguardar la 
memoria colectiva de los pueblos. Los monumentos se convierten en auténticos documentos 
patrimoniales que testimonian cómo se ha ido conservando la memoria histórica, al tiempo que 
nos invitan a poner todo nuestro empeño en seguir conservándola. Habrá, pues, que evitar por 
todos los medios que el patrimonio cultural, tanto material como inmaterial, se pierda para 
siempre y, con él, gran parte de la memoria de las gentes que lo hicieron posible. 
Precisamente porque pensamos que los bienes patrimoniales constituyen la memoria sobre 
la que se ha de reconstruir la propia historia, dedicamos el primer capítulo a analizar el origen 
del concepto de patrimonio y cómo este ha ido evolucionando a lo largo de los siglos. Partiendo 
de su carácter religioso, donde los templos ocuparon un lugar privilegiado como protectores y 
defensores de importantes tesoros y reliquias, se va repasando la función que el patrimonio fue 
adquiriendo con los reyes, papas, humanistas, anticuarios e historiadores hasta llegar al 
despertar de una nueva sensibilidad con el advenimiento de la Revolución francesa. 
Si hasta ese momento, tanto la realeza como el papado han tratado de enriquecer el acervo 
cultural con grandes monumentos y objetos artísticos y mediante la creación de excelentes 
museos capaces de acoger infinidad de obras de arte, ahora surgirá un gran movimiento 
revolucionario que tendrá como objetivo destruir todos aquellos monumentos que hicieran 
referencia a la realeza y al clero. Se trataba, por tanto, de hacer desaparecer un patrimonio que, 
lejos de sentirlo como parte integrante de la memoria del pueblo, se consideraba, más bien, 
fruto de una historia cargada de despotismo y tiranía, que nada tenía que ver con la vida de los 
 
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ciudadanos corrientes, que preferían no ligarse ni tan siquiera al mero recuerdo de todos 
aquellos elementos artísticos que tuvieran que ver con la realeza, la aristocracia y la Iglesia. 
En consecuencia, fueron muchas las obras que desaparecieron a causa de su carácter re-
ligioso y simbólico. Una corriente de marcado significado vandálico recorrió toda Francia a 
partir de 1789 y puso en grave peligro de desaparición numerosos objetos sagrados y escul-
turas religiosas. Cualquier obra que tuviera un significado religioso estaba expuesta a ser 
destruida para siempre. Pero esta corriente amenazadora de las obras de arte dio origen a 
una reacción de defensa contra un vandalismo sin sentido, y abrió paso a una toma de con-
ciencia colectiva que trata de defender sus monumentos públicos, considerados como autén-
tico patrimonio de los ciudadanos. Surgió, por tanto, un nuevo concepto de patrimonio. 
Llegamos al siglo XIX y experimentamos cómo va aceptándose de forma plena el monumento 
histórico, de manera que este siglo va a dar origen a una toma de conciencia social y sensibi-
lización del público respecto al patrimonio. Habrá, por supuesto, aciertos, errores y contradic-
ciones, pero el siglo XIX nos ofrece un panorama general, amplio y enriquecedor, de lo que este 
representó para el patrimonio histórico en general y para el español en particular. Es el hilo 
conductor del segundo capítulo. 
Partimos del hecho de que en España, durante el siglo XIX, no contábamos con una legis-
lación que regulara de manera eficaz la custodia y conservación del patrimonio histórico. Esto 
provocó una situación de indigencia y desolación que facilitó el deterioro y la pérdida de nu-
merosas obras de arte y la desaparición de monumentos de gran relevancia histórica y artística. 
Y si la invasión napoleónica o las leyes desamortizadoras contribuyeron a la desaparición de 
dichas obras, muchas de ellas a causa de robos realizados durante la guerra de la Indepen-
dencia, también contribuyeron a que el arte español fuera descubierto y apreciado por la gran 
mayoría de los países europeos. Mientras muchos extranjeros miraban con codicia nuestras 
numerosas joyas artísticas y trataban de exportarlas a sus respectivos países, los diferentes 
gobiernos que España fue experimentando a lo largo del siglo, se debatían entre diversos 
intentos de llevar a cabo unas desamortizaciones que ponían en grave peligro el patrimonio 
monumental y artístico, y el deseo de dar un destino adecuado a los bienes del clero. 
No obstante, el acontecimiento de mayor relevancia respecto al patrimonio español tendrá 
lugar, en 1844, con la creación de las comisiones de monumentos. Su misión no era otra que 
inventariar y catalogar los monumentos y el patrimonio mueble, así como la denuncia de las 
demoliciones y enajenaciones que pasaban a manos de particulares, para convertir dichos 
monumentos en canteras con las que construir nuevos edificios. Además, habrían de potenciar 
la creación de museos provinciales donde depositar aquellos objetos arqueológicos e históri-
cos que se hubieran recuperado y no hubieran sido entregados a la Real Academia de la 
Historia. Especial protagonismo desarrollaron las revistas románticas españolas en la con-
servación del patrimonio cultural y en la recuperación de la memoria histórica a través de 
 
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numerosos artículos que trataban de sensibilizar al pueblo del valor y del significado que el 
patrimonio tenía como un medio de recuperar parte de su pasado y reconocerse en él para 
poder transformarlo en el futuro. Todo este contexto contribuiría también al reconocimiento de 
la arqueología prehistórica y a la creación de sociedades y asociaciones arqueológicas que 
pondrían todo su empeño en evitar que nuestro patrimonio fuera expoliado. 
Si ya existe una especial sensibilidad respecto al patrimonio, que se manifiesta en el interés 
por conservarlo y transmitirlo a las generaciones futuras, ahora se plantea la necesidad de 
elaborar una normativa que oriente a la hora de saber qué se ha de proteger y cómo se ha de 
llevar a cabo. Estamos ya dentro del capítulo tercero. La situación en la que se encontraba el 
patrimonio histórico español durante el siglo XIX exigía la aprobación de una normativa jurídica 
que ofreciera un marco general capaz de potenciar la protección y conservación de dicho 
patrimonio. Las leyes, decretos y normas sobre el patrimonio van a ejercer la función de fijar y 
consolidar cada parte del pasado que se ha ido encarnando en el patrimonio cultural español y 
que es preciso transmitir a las generaciones futuras como una parte fundamental de su me-
moria histórica. Porque no se puede perder la memoria colectiva de lo que ha constituido la 
identidad del pueblo español, las leyes que, a lo largo de los siglos XIX y XX, se irán elaborando, 
nos ofrecen unas pautas para poder conocer los diversos intentos que se han realizado con el 
objeto de reagrupar la memoria de forma concisa y sistemática. 
La aprobación de la ley de excavaciones arqueológicas, en 1911, coincide con un momento 
de auge de los estudios arqueológicos en España, que se verá enriquecida con el 
real-decreto-ley de 1926 sobre Protección y Conservación de la Riqueza Artística que tiene 
como objetivo evitar la pérdida de dicho patrimonio y procurarque sea admirado y conocido por 
todos los ciudadanos. Sin embargo, la ley de 1933, conocida como la ley del Tesoro Artístico, 
será considerada como una de las más progresistas al destacar que la sociedad tiene derecho 
a disfrutar de las obras de arte y de la cultura que nos han sido transmitidas en el pasado y que 
configuran la realidad del patrimonio nacional, al que todos tenemos derecho. Será tal la im-
portancia de esta ley, que permanecerá en vigor hasta la publicación, en 1985, de la ley del 
Patrimonio Histórico Español y, en consecuencia, su aplicación será de gran importancia para 
la protección del patrimonio en momentos tan críticos como la guerra civil o la posguerra. 
Con la ley de 1985 se proclama que todos los ciudadanos tienen derecho a acceder a la 
contemplación y disfrute de la memoria colectiva, al tiempo que tiene lugar la descentralización 
de la gestión del patrimonio histórico, dando paso a la distribución de competencias entre el 
Estado y las comunidades autónomas. Además, se amplía la concepción del patrimonio, se 
definen los distintos niveles de protección, que se concretan en diversas categorías de bienes, 
y se hace mención a los patrimonios especiales que incluyen el patrimonio arqueológico, 
etnográfico, documental y bibliográfico. Todos ellos serán el reflejo vivo de la memoria plural de 
un pueblo que posee unas características peculiares, cargadas de diferencias que enriquecen 
 
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y dan fisonomía propia a cada uno de sus países y regiones. 
Elaboradas las leyes que han de proteger el patrimonio de cualquier peligro que pueda 
suponer su deterioro o desaparición, es preciso analizar cómo se ha de gestionar para que sea 
rentable y no se le considere como una pesada carga que no hay más remedio que sobrellevar 
y que, además, exige la inversión de enormes cantidades de dinero para conservarlo de forma 
adecuada. Nos adentramos en el capítulo cuarto. A partir de la década de 1980, el patrimonio 
cultural comienza a ser percibido no solo en su dimensión histórica y cultural, sino también 
como una fuente de riqueza y de desarrollo económico. 
El Consejo de Europa ha sido el gran promotor del estudio de las implicaciones que para el 
patrimonio conlleva el hecho de aceptar la relación que existe entre la economía y la cultura. 
Por esa razón, ha creído que es urgente definir el concepto de gestión del patrimonio y analizar 
las estrategias que se han de seguir a la hora de ponerlo en práctica. Y será el gestor del 
patrimonio quien lleve a cabo dicha labor de planificación, organización, comunicación y control 
que haga posible la consecución de una mayor rentabilidad económica y social de los recursos 
patrimoniales existentes. Es una labor que, por otra parte, supone poseer una amplia formación 
interdisciplinar y un buen bagaje de conocimientos relativos a las técnicas de administración de 
empresas, dirección de recursos humanos y de marketing cultural. 
El auge de las fundaciones culturales y científicas ha dado paso a una nueva forma de ges-
tión del patrimonio ya que, por su carácter privado y no lucrativo, tienen como objetivo priori-
tario la realización de actividades de interés general. Todas ellas contribuyen a fomentar la 
cultura, la investigación y la conservación de las obras de arte, facilitando su conocimiento y 
difusión, y colaborando, de forma positiva, para que se dé una mayor participación privada en 
la financiación del patrimonio. Ahí está la ley de Fundaciones española, que trata de dar res-
puesta a este nuevo sentir de la sociedad y pretende dar mayor impulso a la actividad privada 
en aquellas actividades no lucrativas que prestan atención especial a la conservación y res-
tauración del patrimonio cultural. 
Pero esta labor de conservación y restauración ha de insertarse dentro de un nuevo con-
cepto que ha dado en llamarse desarrollo sostenible y que no es otra cosa que el intento de 
armonizar la dinámica que siguen la economía, la ciencia y la técnica con el respeto que se ha 
de prestar a los recursos disponibles y al medio ambiente. De este modo, cualquier uso que se 
haga del patrimonio cultural como recurso ha de estar dentro del proceso de planificación de un 
desarrollo sostenible que sea sumamente respetuoso con su carácter de bien no renovable y, 
que, en consecuencia, ha de procurar que se conserve su memoria. Modelos culturales signi-
ficativos de desarrollo sostenible los encontramos en las exposiciones de las Edades del 
Hombre, en las escuelas taller, en el proyecto Alba Plata y en la promoción de las ciudades 
históricas. Todos ellos han puesto de relieve cómo es posible combinar de forma adecuada el 
uso de los bienes culturales con la obtención de ventajas económicas. 
 
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Eso significa que el uso y disfrute del patrimonio cultural puede y debe ser rentable. Que el 
objetivo primordial del patrimonio sea dar a conocer, para su disfrute el patrimonio cultural y 
natural de un pueblo no significa que no haya que contribuir a su protección y conservación 
mediante la obtención de beneficios económicos. Resulta imprescindible cambiar los antiguos 
esquemas que veían la imposibilidad de compaginar el arte y la cultura con los intereses 
económicos y comenzar a descubrir que, si bien el patrimonio posee una clara dimensión 
cultural, que hemos de preservar con sumo cuidado, también cuenta con una dimensión social 
y económica que nos indica la posibilidad de desarrollar una política de conservación integrada, 
capaz de dar respuesta a las exigencias de una sociedad interesada en su uso y disfrute. La 
nueva conciencia social frente al patrimonio se siente responsable de su conservación, pero 
asume también el riesgo de apostar por su puesta en valor. 
Una buena gestión del patrimonio implica asumir la tarea de investigar, conservar y difundir 
los bienes culturales que se poseen. Por este motivo, tratamos aquí el tema de la conservación 
del patrimonio y su evolución desde el siglo XIX hasta nuestros días. Será el contenido del 
capítulo quinto. El conjunto de factores que acompañan a la contemplación de los monumentos 
históricos, ya sean estos de carácter ideológico, literario o pintoresco, influirán de manera 
decisiva en su difusión, revalorizando el interés que poseen como documentos históricos y 
promoviendo su recuperación y restauración. Si, por una parte, Eugène Viollet-le-Duc puede 
ser considerado como el defensor de la restauración estilística que trata de eliminar cualquier 
rastro de deterioro que una obra pueda presentar para devolverle su apariencia primitiva, por 
otra, John Ruskin será el defensor más decidido de la doctrina de la «no intervención», en un 
intento desesperado por conservar la autenticidad del monumento sin ningún tipo de aditivo 
que pueda falsificar la memoria histórica que nos transmite en su estado actual. Ambos autores, 
con profesiones y actividades distintas, aúnan el gusto estético y la preocupación por los 
monumentos, al tiempo que abren un debate sobre si es más conveniente restaurarlos, inter-
pretarlos, crearlos de nuevo o, simplemente, dejarlos como están y disfrutarlos desde la con-
templación de la belleza que encarna su ruina. En España, los partidarios de una y otra escuela 
tratarán de difundir sus ideas aplicándolas a los numerosos edificios que necesitaban que se 
les prestara un poco de atención y bastante más interés, debido al estado lastimoso en que se 
encontraban muchos de ellos. 
Serán, sin embargo, Camilo Boito y Gustavo Giovannoni quienes, a partir de las ideas de 
Viollet-le-Duc y Ruskin, pongan las bases de la que se denominará escuela moderna de la 
restauración, dando paso a la «restauración científica». Adentrados ya en el siglo XX, la so-
ciedad toma conciencia de que es preciso conservar el patrimonio histórico y que, para ello, la 
preocupación social e institucional por el tema ha de estar en la base de cualquier intervención 
y se ha de plasmar en la publicación de documentos internacionales que avalen las futuras 
actuacionesen dicho campo. A partir de la Carta de Atenas, publicada en 1931, serán nu-
 
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merosos los documentos que se publiquen exponiendo los principios generales que se han de 
observar en la conservación y restauración del patrimonio histórico. Su protección ha de con-
tribuir a la salvaguarda de la memoria histórica y de la identidad cultural de los pueblos que se 
han visto enriquecidos con su presencia. 
La abundancia de cartas relacionadas con la conservación del patrimonio histórico contri-
buirá a la creación de una serie de institutos de restauración que tratarán de definir y unificar los 
criterios de intervención que se han de aplicar en los bienes culturales, así como de exponer las 
líneas maestras de las materias que han de impartirse en la formación de los profesionales de 
la restauración. Además, se dará gran relevancia a la conservación preventiva o integrada del 
patrimonio inmueble, que trata de poner en práctica aquellas medidas que garanticen su 
conservación dentro de un respeto riguroso a su entorno, y teniendo presentes, al mismo 
tiempo, las necesidades de la sociedad que lo conserva. De este modo, se llegan a publicar 
unos criterios actuales de restauración que, basándose en los principios básicos descritos en 
las Cartas del Restauro italianas, ofrecen unas pautas de conducta que tienen como objeto 
recuperar al máximo todos los aspectos y detalles de lo que constituye la memoria histórica de 
un monumento, conscientes de que el monumento constituye, en sí mismo, parte de esa me-
moria. 
De poco serviría la restauración y conservación del patrimonio si este no se difunde y llega a 
ser ampliamente conocido por la sociedad. De ahí que sea necesario utilizar todas las estra-
tegias disponibles para hacer que el patrimonio sea más conocido y mejor comprendido. Esto 
constituirá la reflexión del capítulo sexto y último. Uno de los instrumentos que han contribuido 
más eficazmente a la difusión del patrimonio ha sido, sin duda alguna, la aparición del turismo 
cultural. Basta con hacer un recorrido a lo largo de la historia del turismo para darnos cuenta de 
que ya en las civilizaciones más antiguas se recurría al viaje para visitar templos y monumentos 
de ciudades y pueblos desconocidos. Sin embargo, será a partir del siglo XX cuando la relación 
entre el viaje y el patrimonio cultural se vaya estrechando cada vez más con motivo de la 
invención del motor a vapor y del ferrocarril, que permitirán a Thomas Cook organizar sus 
viajes turísticos por Europa, Estados Unidos y Tierra Santa. Dicha tendencia turística llegará a 
hacerse masiva a partir de la segunda guerra mundial y conocerá su culmen en nuestros días a 
través de la creación de los itinerarios culturales que la Comisión Europea ha promocionado 
con tanto acierto como efectividad. 
La estrecha relación que se da entre turismo y patrimonio produce una serie de conse-
cuencias positivas y negativas sobre este último, que es preciso tener en cuenta. Entre el 
derecho que el público tiene a disfrutar del patrimonio cultural y el respeto que se ha de tener al 
entorno cultural y natural existe una línea divisoria que nadie está llamado a traspasar. El 
derecho que una persona posee a tener acceso al patrimonio se ve limitado por la obligación y 
exigencia a respetarlo y conservarlo. Desde esta perspectiva, no tenemos nada que objetar a 
 
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que el turismo pueda ser considerado como una forma de consumo de aquellas realidades que 
hacen referencia al patrimonio de los pueblos, en un intento de conocerlos mejor y gozar con su 
contemplación. Los diversos países, conscientes de la riqueza de su legado cultural, han de 
formar equipos de especialistas que estén en condiciones de asumir una serie de proyectos 
interdisciplinares de investigación que potencien, a un mismo tiempo, la conservación del 
patrimonio, el turismo y el desarrollo sostenible y procuren ser sumamente respetuosos con 
dicho patrimonio. 
Pero la difusión del patrimonio también puede efectuarse a través de su presentación in situ, 
tras elaborar un proyecto integral que contemple, simultáneamente, la investigación, la con-
servación y la presentación. La preocupación por los monumentos y los conjuntos históricos se 
ha de reflejar en el interés por recuperar sus características originales y su identidad cultural a 
través de una serie de actuaciones que las hagan más comprensibles a los visitantes. De igual 
modo, tanto los centros de interpretación como los sitios arqueológicos necesitan ser dise-
ñados partiendo de sus propias peculiaridades, como una forma de hacer accesible el patri-
monio a un público cada vez más exigente que pide participar activamente en las interven-
ciones que se llevan a cabo por doquier. 
Inmersos en una sociedad abierta, de par en par, a las nuevas tecnologías electrónicas de la 
comunicación mediante su adhesión a la realidad virtual y a Internet, nos preguntamos cómo 
podrán llegar a tener una visión amplia del patrimonio los jóvenes de la denominada «gene-
ración punto-com» y de qué manera serán capaces de experimentar un auténtico gozo cuando, 
tal vez, la única forma de acercarse a un monumento u objeto de arte sea a través de su acceso 
a la red. Mucho tienen que decirnos a este respecto los programas de formación y sensibili-
zación del público y, en especial, de los jóvenes que, a través de una auténtica pedagogía del 
patrimonio, han de aprender a valorarlo y respetarlo. 
Si las generaciones actuales acceden a las experiencias culturales sirviéndose de las 
nuevas tecnologías, hemos de hacerles comprender que dichas experiencias forman parte de 
la memoria histórica que ellos han heredado y que están llamados a transmitir íntegramente. 
Ser testigos de la historia pasada, convertirla en parte de nuestra memoria actual y conser-
varla con esmero para poderla compartir con otros pueblos y otras gentes en el futuro, es la 
tarea que tienen encomendada las personas que dedican su tiempo a la enseñanza del pa-
trimonio cultural en las aulas. Fruto de ese empeño, a lo largo de varios años, es la realización 
de este libro que no pretende otra cosa que despertar del sueño la memoria de un pasado 
cultural que para muchos es poco conocido y menos valorado, pero que necesita ser recu-
perado, protegido y reconocido como el mejor regalo que las generaciones pasadas nos 
dejaron en testimonio de lo que constituyó su único legado: la memoria imperecedera del 
significado que para ellas tuvieron las cosas y los lugares. 
 
 
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EL SIGLO XIX Y LA ACEPTACIÓN PLENA DEL MONUMENTO HISTÓRICO: LAS 
PRIMERAS MEDIDAS SOBRE LA PROTECCIÓN DEL PATRIMONIO 
INTRODUCCIÓN 
 
Al analizar la historiografía sobre el patrimonio histórico del siglo XIX observamos cómo el 
pasado ha gozado de una cierta actualidad, hasta el punto de que, como señala Gascó 
(1994:9), en un determinado momento la historiografía trata de recuperar una parte de su 
pasado con el propósito de reconocerse en él y asumirlo hasta llegar a identificarse plenamente 
con lo que aquel significa. Desde el presente se recibe el legado entregado por los antepa-
sados y se pretende recuperarlo, conservarlo y protegerlo para convertirlo en patrimonio de 
todo un pueblo. De ahí su afán por volver al pasado y descubrir en él sus propias raíces como 
ciudadanos que intentan revalorizar el presente, partiendo de un pasado que se pensaba y 
creía deslumbrante y enaltecedor. Si se ve la urgencia de recuperar toda clase de vestigios 
materiales e inmateriales como antigüedades, murallas, ritos, creencias y fiestas no es sino 
porque se intenta explicar que una ciudad o un pueblo son importantes debido a su pasado 
glorioso o porque, aun no gozando hoy de gran relevancia social, podría conseguirla apo-
yándose en lo que fue anteriormente y ahora no es, pero desea llegar a ser. 
No es de extrañar que en la dinámica de los falsos cronicones se tratarade inventar una 
 
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serie de inscripciones que otorgaran a una ciudad la base para cimentar su pasado ilustre. Para 
ello, anticuarios, falsarios, historiadores y personas devotas procurarán reconstruir, al margen 
de las fuentes literarias y arqueológicas, sus orígenes grecolatinos o cristianos basándose en 
leyendas y fábulas, fruto de la imaginación y fantasía desbordantes. Todo servirá para explicar 
la solidez de un pasado que siempre fue más noble y grandioso que el presente mediocre y 
falto de imaginación y creatividad, incapaz de recrearlo y renovarlo. 
Hemos de reconocer que este intento de apropiarse del pasado y de buscar toda clase de 
elementos antiguos hizo posible que, poco a poco, fuera surgiendo una conciencia de su propio 
patrimonio (Gascó, 1994:22). Si cada ciudad poseía un pasado, más o menos glorioso, del que 
no podía desligarse fácilmente, aquella se veía en la obligación de inventariar y recopilar todos 
los objetos que eran expresión de dicho pasado y que se habían convertido en parte funda-
mental de su patrimonio. Ahí tenemos la obra de Juan Agustín Ceán-Bermudez (1832), titulada 
Sumario de las antigüedades romanas que hay en España, en especial las pertenecientes a las 
Bellas Artes, en un intento de plasmar una práctica que hiciera posible la catalogación y pre-
servación del patrimonio. El pasado clásico de una ciudad es concebido como el argumento 
más eficaz para fundamentar todo tipo de privilegios e idear nuevos proyectos de cara al 
futuro, en un afán incesante de renovación y transformación. Al mismo tiempo, la obra de 
Ceán-Bermudez representa el concepto vago e indefinido que se tiene en el siglo XIX sobre el 
patrimonio. Términos como arqueología, bellas artes y Arquitectura se utilizan, a veces, con el 
mismo significado. 
Podemos afirmar que el siglo XIX representó una toma de conciencia social sobre el patri-
monio a pesar de ocurrir toda una serie de acontecimientos con consecuencias negativas 
(Álvarez, 1997:20), aunque nosotros pensamos que también fue un momento histórico positivo 
en el que se gestaron las primeras medidas de protección del patrimonio, se realizaron im-
portantes estudios y se llevó a cabo una intensa difusión del mismo a través de los medios de la 
época. Entre dichos acontecimientos, podemos destacar los siguientes: 
a) El expolio del patrimonio histórico español por las tropas napoleónicas. 
b) La destrucción de gran parte del patrimonio inmueble y la desaparición del patrimonio 
mueble como consecuencia de la desamortización. 
c) Las transformaciones urbanísticas de las ciudades llevadas a cabo en la segunda mitad 
del siglo XIX. 
d) La creación de archivos, bibliotecas, museos e instituciones que ayudaron a conservar 
una parte importante del patrimonio mueble. 
e) La salida de España de colecciones de pintura, de documentos, libros y piezas arqueo-
lógicas como la Dama de Elche o el tesoro de Guarrazar. 
f) La adopción de una serie de medidas de protección del patrimonio. 
g) La creación de una nueva sensibilidad y concienciación de los ciudadanos respecto al 
 
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patrimonio. 
 
El análisis de todos estos aspectos, con sus aciertos, errores y contradicciones, nos acercará 
a un mejor conocimiento de lo que el siglo XIX representó para el patrimonio histórico español. 
2.1. EL SIGLO XIX Y LA ACEPTACIÓN PLENA DEL MONUMENTO HISTÓRICO 
Parece ser que el término «monumento histórico» aparece por primera vez en la obra que 
Aubin-Louis Millin escribe, en 1790, con el título de Antiquités nationales. El contexto revolu-
cionario en que se encuentra Francia va a favorecer, en cierto sentido, la consolidación de 
dicho concepto y la toma de conciencia de que es necesario preservarlo para el futuro (Choay, 
1992; Babelon y Chastel, 1994). Aquí el término «monumento» se extiende no solo a los edi-
ficios, sino también a todos aquellos objetos —tumbas, estatuas, vidrieras— que hagan refe-
rencia a la historia nacional (Rücker, 1913:180). 
Trece años más tarde, en España encontramos la expresión «monumentos antiguos» en el 
capítulo primero de la real cédula de 6 de julio de 1803 que, posteriormente recogerá la Noví-
sima Recopilación (1805), con el mismo significado. Así, podemos saber que «por monu-
mentos antiguos se deben entender las estatuas, bustos y babillas relieves, de qualesquiera 
materias que sean, templos, sepulcros, teatros, anfiteatros, circos, naumachias, palestras, 
baños, calzadas, caminos, aqüeductos, lápidas ó inscripciones, mosaycos, monedas de qua-
lesquiera clase, camafeos, trozos de arquitectura, colunas miliarias; instrumentos músicas, 
como sistros, liras, crótalos; sagrados, como preferículos, símpulos, lituos, cuchillos sacrifi-
catorios, segures, aspersorios, vasos, trípodes; armas de todas especies, como arcos, flechas, 
glandes, carcaxes, escudos; civiles, como balanzas, y sus pesas, romanas, reloxes solares ó 
maquinales, armilas, collares, coronas, anillos, sellos; toda clase de utensilios, instrumentos de 
artes liberales y mecánicas; y finalmente qualesquiera cosas, aun desconocidas, reputadas por 
antiguas, ya sean púnicas, romanas, cristianas, ya godas, árabes y de la baxa edad». 
Como fruto de la reflexión que tiene lugar después de los acontecimientos vandálicos de la 
Revolución francesa con respecto a los monumentos, surge el concepto moderno de conser-
vación y restauración como una necesidad de preservarlos de futuras destrucciones. Las ex-
cavaciones arqueológicas de Pompeya y Herculano adquieren un carácter científico y en la 
misma ciudad de Roma se comienzan algunas restauraciones a partir de las excavaciones 
realizadas. En 1802, el papa Pío VII recupera el cargo de inspector general de Bellas Artes, que 
León X había concedido a Rafael, y se lo ofrece al escultor Antonio Canova, al tiempo que firma 
un edicto presentado por el cardenal Doria-Panphili con el objeto de proteger las antigüedades y 
Bellas Artes. Más tarde, en 1821, dicho edicto se reforma con otro que refuerza y potencia la 
 
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protección y conservación de los monumentos. 
En Francia, a partir del Concordato firmado por Napoleón, en 1801, con la Santa Sede, tiene 
lugar la devolución de las iglesias profanadas, aunque la propiedad siguiera siendo del Estado. 
Esto supuso que muchos templos, en estado ruinoso, fueran demolidos o vendidos a particu-
lares, por lo que desaparecieron numerosas iglesias y monasterios. Con la restauración de la 
monarquía se recupera el interés por los monumentos antiguos y tiene lugar un estudio deta-
llado de los edificios que se encuentran en peores condiciones, con el objeto de ver qué se 
puede hacer con ellos. Comienzan las demoliciones y restauraciones de las iglesias góticas 
que los arquitectos, muy influidos por las ideas neoclásicas, no están en condiciones de rea-
lizar siguiendo unas líneas que respeten la idea original y dando paso a numerosas arbitra-
riedades. Ejemplos significativos los tenemos en la restauración de la iglesia de Saint-Denis, 
cuya aguja y torre izquierda tuvo que ser demolida porque su reconstrucción se hizo con mate-
riales muy pesados que hacían- bastante probable su derrumbamiento, la demolición de las 
torres de la abadía de Saint-Germain-des-Prés o el derribo de la torre norte de la colegiata de 
Notre Dame de Nantes con el objeto de construir otra igual a la catedral de Rouen, que había 
sido destruida por un rayo (Morales, 1996:112). 
Sin embargo, en opinión de Choay (1992:98), será el año 1820 el que señale la consolida-
ción de una nueva mentalidad, que rompe con los esquemas defendidos por los anticuarios y 
por los partidarios de la Revolución francesa, dando paso a la aceptación plena del «monu-
mento histórico». El punto de arranque serán dos «textos simbólicos y complementarios» que, 
en contextos y países distintos, contribuirán a la consagración de dicho término. El primero de 
ellos, de carácter oficial y administrativo, lo tenemos en el informe que el ministro del Interior 
francés, M. Guizot,presentó al rey el 21 de octubre de 1830, instándole a crear la figura del 
inspector general de monumentos históricos. El otro, de significación más contestataria y 
poética, tiene lugar cuando el inglés John Ruskin publica, en 1854, un panfleto sobre La 
apertura del palacio de Cristal examinado desde el punto de vista de sus relaciones con el 
porvenir del arte. 
Una vez que Guizot presentó su informe, Ludovic Vitet es nombrado primer inspecteur gé-
néral de monuments historiques. Es el primer cargo administrativo que se crea con el propósito 
de que el inspector recorra Francia haciendo un inventario del patrimonio monumental que 
necesita ser conservado, así como de los medios de que disponen las distintas regiones para 
realizar los trabajos necesarios. A Vitet le sucede, en 1834, Prosper Mérimee quien, desde su 
puesto de diputado, se esforzará por promover una política favorable a la conservación de los 
monumentos mediante la concesión de presupuestos por parte del Estado para esta misión, 
que irán aumentado de forma progresiva. 
En 1834 se crea la Sociedad para la Conservación de los Monumentos Históricos, al tiempo 
que Guizot instituye el Comité de Trabajos Históricos y Científicos que ha de realizar el in-
 
14 
 
ventario de los monumentos de la nación (Charmes, 1866). Pero en septiembre de 1837 surge 
la Comission des Monuments Historiques, por decreto del ministro del Interior, que estará 
compuesta por el inspector general, dos arquitectos del Conseil des Bâtiments Civils y cuatro 
miembros más, que realizan una serie de trabajos importantes que sacarán a la luz los múlti-
ples problemas con los que se encuentran a la hora de realizar su cometido (Bercé, 1979). 
Estos son consecuencia de su centralización, que perjudicará de manera considerable a las 
sociedades locales de anticuarios y arqueólogos que habían sido creadas recientemente por 
Arcisse de Caumont, como la Societé des antiquaries de Normandie (1823) o la Societé fra-
nçaise d’archéologie (1834). Además, aparecen los conflictos que se crean entre la comisión y 
el Conseil des Bâtiments Civils, debido a que este estaba formado por arquitectos clasicistas y 
académicos, del que dependerá hasta enero de 1840, y las que surgen con el Comité des Arts 
et Monuments, que se vio forzado a dejar sus tareas de carácter administrativo para dedicarse 
solo a la investigación arqueológica (González- Varas, 1996:108). 
Tendrán que pasar cincuenta años para que se promulgue, el 30 de marzo de 1887, la pri-
mera ley sobre protección de monumentos históricos, que será completada con el reglamento 
de 1889 y adquirirá su forma definitiva al ser sustituida por la nueva ley del 13 de diciembre de 
1913, al tiempo que presenta los rasgos fundamentales de la legislación existente en nuestros 
días (Audrerie, 1997; Dussaule, 1974). De este modo, la legislación francesa referente a los 
monumentos históricos se consolidará en su carácter centralista, al contrario de lo que sucede 
en Alemania e Italia, de tradición más descentralizadora e incluso Inglaterra que, solamente 
después de la publicación, en 1882, del Ancient monuments protection Act, fue, poco a poco, 
aceptando la centralización administrativa (Boulting, 1976). En España sucederá otro tanto con 
las primeras medidas que el Estado toma sobre la protección del patrimonio, otorgando a la 
Academia de Bellas Artes de San Fernando la potestad de supervisar todos los monumentos 
con la consecuente centralización administrativa que, después, asumirán las comisiones de 
monumentos en 1844. 
2.2. SITUACIÓN DEL PATRIMONIO EN ESPAÑA DURANTE EL SIGLO XIX 
A lo largo del siglo XIX, España adolecía de una legislación que regulara eficazmente la 
custodia, conservación y vigilancia del patrimonio artístico, provocando una situación de indi-
gencia y desolación que facilitó el deterioro y la pérdida de muchas obras de arte, tanto mue-
bles como inmuebles. Todo ello, como consecuencia de la situación que se había creado 
durante la primera mitad de siglo. 
 
15 
 
2.2.1. La invasión napoleónica y sus consecuencias para el patrimonio 
Varias fueron las causas que hicieron posible esta situación tan nefasta para el patrimonio. 
La primera fue debida a la invasión de Napoleón que, en su intento de expandir la idea de una 
nueva sociedad revolucionaria, dejará que su ejército destruya todos aquellos monumentos y 
emblemas que hagan referencia a la monarquía, a la aristocracia y al clero. Si el ideal revolu-
cionario francés consistía en hacer desaparecer el pasado totalitario de las clases poderosas, 
era preciso que todos sus símbolos fueran destruidos definitivamente. 
Contando con el apoyo de los ilustrados españoles, Napoleón trató de poner en marcha su 
programa de renovación mediante dos reales decretos de 4 de diciembre de 1808, uno por el 
que se suprimía la Inquisición, pasando sus bienes a manos de la Corona, y otro por el que 
disponía la reducción de los conventos existentes en España a un tercio, con la consiguiente 
nacionalización de sus bienes, que serían destinados a garantizar la deuda pública y a sufragar 
los gastos del ejército francés. Aunque el clero tenía una gran influencia sobre el pueblo du-
rante la guerra de la Independencia, el viajero Sébastian Blaze (1977:II, 84-86) señala que la 
reacción de la gente del pueblo ante la abolición de los conventos, decretada por Napoleón, no 
fue de condena sino de aprobación, porque estaba cansado de mantener tantas personas que 
no contribuían al bien común. 
El encargado de llevar a ejecución dicho real decreto será José I, quien publicará un real 
decreto de 18 de agosto de 1809, por el que suprime las órdenes regulares monacales, men-
dicantes y clericales. Se apoyaba en el rechazo que los religiosos mantenían frente a su go-
bierno y decretó que sus bienes fueran incautados para amortizar la deuda pública y los gastos 
de la guerra. Todas las provincias sometidas dieron cumplimiento al decreto, encargando a los 
intendentes su realización bajo la supervisión de los comisarios regios. La colaboración pres-
tada por muchos de los clérigos que estaban influidos por las ideas jansenistas y por los afran-
cesados, como Juan Antonio Llorente, consejero y director general de los Bienes Nacionales 
(Mercader Riba, 1983:455), facilitó la tarea desamortizadora. Sin embargo, no puede decirse 
que la gestión del patrimonio cultural incautado fuera muy acertada, sino que, por el contrario, 
contribuyó a que muchas obras de arte se perdieran para siempre. Esto dio paso, según Bello 
(1997:34), al comienzo del expolio de los bienes artísticos de los monasterios, conventos e 
iglesias, como un preludio de las futuras desamortizaciones, aún más demoledoras, que lle-
garán a su culmen con la de Mendizábal. 
José I tenía en su mente la idea de crear un museo nacional con las obras recabadas de los 
conventos. Con tal motivo, publicó el real decreto de 20 de diciembre de 1809, por el que se 
establecía la fundación de dicho museo en Madrid para poder «disponer de la multitud de 
cuadros, que separados de la vista de los conocedores se hallaban hasta aquí encerrados en 
los claustros» (Gaceta de Madrid, 21/12/1809). Pero, además, desea satisfacer los deseos de 
 
16 
 
Napoleón I, quien pretendía adquirir una importante colección de la pintura española más 
representativa. Por esa razón, el artículo segundo del real decreto indica que «se formará una 
colección general de los pintores célebres de la escuela española, la que ofreceremos a 
nuestro augusto Hermano el Emperador de los Franceses, manifestándole al propio tiempo 
nuestros deseos de verla colocada en una de las salas del museo de Napoleón» (Gaceta de 
Madrid, 21/12/1809). 
El proyecto de museo nacional quedó abortado debido a la salida de España de José Bo-
naparte. Finalmente, el 19 de noviembre de 1819, y a iniciativa real, se inaugura el Museo Real 
de Pintura, ubicado en el edificio de Juan de Villanueva, junto al paseo del Prado. Pero, con 
anterioridad,muchas fueron las obras que salieron de España con la colaboración de desta-
cadas personalidades, como Federico Quilliet, que fue acusado de realizar «actividades poco 
honestas en la administración y custodia del patrimonio artístico» (Antigüedad, 1987:72), o el 
mismo Joaquin Murat, duque de Berg, quien era un entusiasta de los cuadros de Correggio y 
no tuvo ningún problema en llevarse, prácticamente, todos los que había en España (Gaya 
Nuño, 1958:17). 
Calvo Serraller (1981:23) opina que mientras el «memorialismo bélico» no contribuyó de-
masiado, ni siquiera literariamente, a desarrollar el «mito romántico de España», sí podemos 
afirmar que los continuos robos de obras de arte perpetrados durante la guerra por Soult, 
Sébastiani, Lejeune, Murat, Dupont, Mathieu de Fabvriers, Merlin, Lery, Belliard, Coulaincourt, 
Eblé, Desolle y otros, contribuyeron a que el arte español fuera descubierto y se popularizara 
por toda Europa. Ejemplo que seguirá el barón Taylor (1826) quien, en sus tres visitas reali-
zadas a España, entre 1820 y 1835, publica su Voyage pittoresque en Espagne, en Portugal et 
sur la Côte d’Afrique de Tanger à Tetouan, colaborando en la difusión de las ideas románticas 
españolas, al tiempo que contribuye al expolio de obras españolas cuando, delegado por el rey 
Luis Felipe, compra diversas obras de arte de nuestro país y otras, simplemente, se las lleva 
con el visto bueno de algunos especialistas españoles como Federico de Madrazo y Eugenio 
Ochoa, quienes nunca llegaron a imaginar las verdaderas intenciones del Barón. 
Cuando George Borrow (1956:180) se encuentra viajando por Andalucía en 1842, coincide 
con el barón Taylor y le pregunta: «Pero, dígame, ¿qué le trae a España, a Andalucía, el último 
lugar donde habría esperado ver a usted?». A lo que le responde el Barón: «¿Y dónde sino, mi 
muy respetable Borrow? ¿No es España la tierra de las artes, y no es Andalucía, de toda España, 
la región que produjo los monumentos más nobles en excelencia artística e inspiración? Segu-
ramente me conoce usted ya lo suficiente para saber que las artes constituyen mi pasión, que 
soy incapaz de imaginar goce más exaltado que el contemplar con arrobamiento una hermosa 
pintura. ¡Vamos, acompáñeme! Porque usted tiene un espíritu apto para apreciar lo bello y 
sublime. Venga conmigo y le enseñaré un Murillo». Borrow es consciente del interés que el Barón 
tiene por las bellas artes, pero no se le escapan tampoco las verdaderas intenciones que le 
 
17 
 
mueven cuando afirma: «No obstante, ha prestado servicios a la ilustre casa con la que se dice 
está emparentado, en más de una misión importante y delicada, tanto en el este como en el 
oeste, servicios que han sido coronados con el éxito total. Ahora coleccionaba obras maestras de 
la escuela de pintura española, que irían destinadas a las salas de las Tullerías». 
Significativo es, igualmente, el ejemplo de Nicolás Deiudonné Soult, conocido como mariscal 
Soult, que fue general de los ejércitos del mediodía y comandante de Andalucía, quien, a su 
vuelta de la guerra se llevó consigo «una de las más impresionantes y nutridas colecciones 
privadas de pintura española» (Hempel, 1981:49). Y el mismo general Foy contaba cómo 
«nuestros soldados demolían edificios construidos hace medio siglo, para construir con sus 
ruinas edificaciones que no debían durar más que un día» (Hernando Pertierra, 1997:83-84.). 
Finalizada la guerra, muchas obras de arte valiosas fueron devueltas a España, pero otras 
permanecieron en Francia y pasaron de mano en mano a través de las continuas subastas de 
arte que tenían lugar en ese momento. El hecho más destacado del expolio del patrimonio es-
pañol, realizado por los franceses, fue la difusión y valoración que se hizo de la pintura española 
en Francia y en otros países europeos. 
2.2.2. Las Cortes de Cádiz y su intento de desamortización 
Si bien el conde Toreno había propuesto el 11 de agosto de 1811 la extinción de las cuatro 
órdenes militares —Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa—, con el propósito de recabar su 
patrimonio y que este sirviese para subvencionar la orden militar nacional de San Fernando, 
que acababa de ser creada, aquella no tuvo lugar hasta dos años más tarde. Será con el 
decreto de 13 de septiembre de 1813, cuando sean incluidos sus bienes dentro del patrimonio 
nacional, añadiendo además los de la orden de San Juan de Jerusalén (Tomás y Valiente, 
1989:63). 
El decreto de mayor trascendencia, en cuanto a lo que se refiere al clero regular, fue el de 17 
de junio de 1812, por el que se ordena el secuestro de los bienes que pertenecían a estable-
cimientos «eclesiásticos o religiosos extinguidos, disueltos o reformados por resultas de la 
insurrección o por providencias del gobierno in-truso», en clara referencia al gobierno de José I. 
Sin embargo, este decreto manifiesta, en su artículo séptimo, que dicho secuestro tenía un 
carácter provisional, por cuanto se consideraba la posibilidad de que los bienes fueran resti-
tuidos a las comunidades religiosas siempre que estas restablecieran su vida comunitaria con 
normalidad. 
Que las Cortes de Cádiz tenían en la mente la intención de convertir los bienes eclesiásticos 
en nacionales es algo evidente, aunque no se llegara a formalizar tal deseo de manera legal. 
Pero, a pesar de todo, podemos decir que, a partir de ese instante, dos cuestiones quedaron 
 
18 
 
unidas entre sí por primera vez: la reforma de las ordenes regulares y la desamortización de 
todos sus bienes (Artola, 1975:605). 
2.2.3. El trienio liberal y la nacionalización del patrimonio religioso 
Será, por tanto, durante el trienio liberal (1820-1823) cuando sería posible poner en práctica 
las reformas proyectadas en Cádiz. Sabemos que durante el trienio la deuda pública seguía 
siendo alta y que el déficit aumentaba a causa de los gastos ocasionados por el ejército. Para 
subsanar dicho déficit, las Cortes promulgaron el decreto de 9 de agosto de 1820, por el que se 
ordenaba la venta en pública subasta de todos aquellos bienes nacionales que fueran afectos a 
la extinción de la deuda pública. Pese a que los resultados obtenidos de dichas medidas no 
fueron muy positivos para la recuperación de la deuda, al venderse los bienes rústicos con una 
cotización bastante baja y favorecer a las clases pudientes, que se apropiaron de las tierras 
para volver a arrendarlas con una renta más alta, el proceso de desamortización continuó su 
itinerario sin separarse ni un ápice del proyecto trazado. 
La política desamortizadora mirará directamente hacia el patrimonio del clero regular, que se 
verá afectado de manera significativa con el decreto de 1 de octubre de 1820. En su artículo 
primero se decía que se suprimían «todos los monasterios de las órdenes monacales; los 
canónigos regulares de San Benito, de la congregación claustral tarraconense y cesaraugus-
tana; los de San Agustín y los premostratenses; los conventos y colegios de las órdenes mili-
tares de Santiago, Calatrava, Montesa y Alcántara; los de San Juan de Jerusalén, los de San 
Juan de Dios y los betlemitas, y todos los demás hospitales de cualquier clase». El resto de las 
órdenes regulares quedaban bajo la autoridad de los obispos ordinarios (art. 9), aunque se 
prohibiría fundar nuevos conventos y profesar a los novicios ya existentes (art. 12). Al mismo 
tiempo, se protegería la secularización de los religiosos regulares que lo solicitasen (art. 13). 
Según los artículos 16 y 17, en cada pueblo solo podía existir un convento de la misma or-
den, siendo necesario que la comunidad reuniese al menos 24 religiosos ordenados. En caso 
de que esto no fuese así, deberían unirse a la comunidad de la misma orden que estuviese más 
cercana y solo podrían subsistir las comunidades con 12 religiosos, siempre que estas fueran 
el único convento existente en el pueblo. Todo ello conducirá a considerar los bienes de dichos 
conventos como pertenecientes al patrimonio nacional y objeto de desamortización,tal como 
se señalaba en el artículo 23: «Todos los bienes muebles e inmuebles de los monasterios, 
conventos y colegios que se suprimen ahora o que se supriman en lo sucesivo […] quedan 
aplicados al crédito público». 
La cantidad de bienes enajenados durante el trienio liberal tuvo que ser bastante elevada, 
pero, a pesar de ello, no parece que respondiera a las esperanzas que se habían puesto en la 
 
19 
 
desamortización, tanto desde el punto de vista económico como social, puesto que la deuda 
siguió desequilibrada y los labradores no lograron que las tierras les fueran redistribuidas, tal 
como se les había prometido (Bello, 1997:40). Por otra parte, desde el punto de vista del 
patrimonio monumental y artístico de la Iglesia, la desamortización supuso un duro golpe para 
su conservación, puesto que se vio inmerso en el abandono más absoluto y envuelto en la 
especulación más descarada por parte de los grupos sociales que, de repente, se vieron 
enriquecidos. El expolio, las ventas fraudulentas, las especulaciones, las destrucciones de 
inmuebles y las pérdidas irreparables que el patrimonio religioso sufrió, junto con la supresión 
de las órdenes religiosas, supusieron un golpe mortal para el patrimonio. 
No es casual que una real orden circular de 24 de abril de 1834 intentase cortar radicalmente 
dichos atropellos señalando que entre los horrores de las guerras está la destrucción de los 
objetos científicos, literarios y artísticos y la usurpación, por parte de los extranjeros, de nues-
tras propias ruinas monumentales para llevárselas a sus museos. Para evitar estos hechos, la 
reina Isabel II, basándose en la real orden circular de 16 de octubre de 1779, reproducida el 14 
de ese mismo mes de 1801 y los de 2 y 4 de octubre de 1833, en el que se prohíben extraer 
pinturas y objetos artísticos antiguos, ordena que no se permita sacar de la península para el 
extranjero pinturas, libros y manuscritos antiguos de autores españoles, sin autorización real. 
Con todo, podemos decir que en la España isabelina de la primera mitad del siglo XIX, los 
viajeros románticos, españoles y extranjeros, encuentran, salpicados por los campos de la 
península, castillos, fortalezas, conventos y torres abandonados a su suerte y, muchas veces, 
en situación de amenazante ruina. Así nos lo cuenta Juan Cortada (1947:152-153) en su Viaje 
a la isla de Mallorca en el estío de 1845, al señalar que pueden contemplarse magníficas ruinas 
de castillos, que han sido provocadas por el paso del tiempo y por obra de los hombres, que las 
han utilizado para su servicio o las han modelado según su capricho y que hoy son raramente 
visitadas, por cuyo motivo, solo sirven para que las ovejas se cobijen bajo sus muros. 
2.2.4. El bienio 1835-1836 y la desamortización de Mendizábal 
El bienio 1835-1836, presidido por los ministerios del conde de Toreno y de Mendizábal, dio 
lugar a un proceso revolucionario que desembocaría en un ataque sin precedentes contra el 
clero. Así, el 4 de julio de 1835, el Ministerio de Gracia y Justicia, presidido por García Herreros, 
promulgaba un decreto por el que se suprimía la orden de los jesuitas y sus bienes pasaban a 
contribuir a la extinción de la deuda pública, a excepción de aquellos objetos artísticos y cul-
turales que debían ser entregados a los institutos de ciencias y artes para su conservación 
(arts. 3 y 5). Un mes después, el 13 de julio de 1835 se publicó una instrucción en la que se 
detallaban los pormenores necesarios para efectuar la ocupación de los conventos y la usur-
 
20 
 
pación de sus bienes. Unos días más tarde, se promulga el real decreto de 25 de julio de 1835, 
por el que se suprimen los conventos y monasterios de religiosos que no contasen con un 
mínimo de 12 frailes profesos, quedando exentas de la aplicación del decreto las casas de 
clérigos regulares de las escuelas pías y los colegios de misioneros para las provincias de Asia. 
Las razones que el decreto aducía para llevar a término la supresión se basaban en «el au-
mento inconsiderado y progresivo de monasterios y conventos, el excesivo número de indi-
viduos de los unos y la cortedad de los otros, la relajación que era consiguiente en la disciplina 
regular, y los males que de aquí se seguían a la religión y al Estado». Así mismo, el artículo 
seis señalaba que las parroquias dependientes de los monasterios y conventos suprimidos 
debían pasar a la condición de seculares, conservando todos los derechos que hasta ese 
momento poseían-. 
Pero será el artículo siete el que tenga mayor importancia, por cuanto declaraba la nacio-
nalización de los bienes de los conventos suprimidos, con el objeto de que contribuyeran a la 
reducción de la deuda pública. No obstante, se exceptuaban de dicha contribución «los ar-
chivos, bibliotecas, pinturas y demás enseres que puedan ser útiles a los institutos de ciencias 
y artes, así como también los monasterios y conventos, sus iglesias, ornamentos y vasos 
sagrados». La medida, que fue publicada en La Gaceta el mismo día 25 de julio, no se aplicó en 
las provincias hasta mediados de agosto, momento en el que estaban formándose las juntas de 
gobierno las cuales, presionadas por los grupos revolucionarios, tomaron sus propias medidas 
contra las órdenes regulares, destacándose, por su virulencia, Cataluña (Bello, 1997:64). 
Después de los innumerables saqueos, incendios y asesinatos, la Contaduría de Amortiza-
ción comunicó a la Dirección General de Amortización que se encontraban cerrados los con-
ventos, colegios y casas regulares a consecuencia de los acontecimientos que tuvieron lugar, 
al igual que sucede con todos los de Cataluña. Lo sucedido en Barcelona se extenderá muy 
pronto a Zaragoza y a las demás capitales de provincia, donde se fueron suprimiendo los 
conventos, independientemente de que se hubieran dado en ellas o no revueltas populares en 
contra de las órdenes regulares. El ambiente era propicio para llevar adelante una reforma en 
profundidad que hiciese posible la política desamortizadora ya comenzada. 
El nuevo gobierno de Mendizábal, apoyado por Gómez Becerra en la cartera de Gracia y 
Justicia y por Martín de los Heros en la de Gobernación, firmes defensores de la desamorti-
zación y de la política anticlerical, se comprometerá a crear nuevas fuentes de riqueza, sir-
viéndose para ello de la desamortización de las tierras y bienes de la Iglesia. Mediante el real 
decreto de 11 de octubre de 1835, se procede a la supresión de las órdenes monacales. Los 
motivos vienen expuestos en el preámbulo de dicho decreto, en el que se afirma que los dis-
tintos representantes de las provincias le piden que, al ser desproporcionado el número de 
conventos que aún existen y resultando inútiles e innecesarios para la asistencia espiritual de 
los fieles, así como lo gravosa que resulta la amortización de las fincas que poseen, les ex-
 
21 
 
propien de las mismas con el objeto de aumentar los recursos del Estado y procurar nuevas 
fuentes de riqueza. 
Una de las primeras medidas tomadas fue la creación de una Junta encargada de incautar 
los bienes artísticos de los conventos suprimidos. Por la real orden de 31 de diciembre de 1837, 
se aprueba la fundación de un museo nacional con obras procedentes de los conventos de 
Ávila, Segovia, Toledo y Madrid. Como sede de dicho museo se eligió el convento de la Tri-
nidad, inaugurándose precipitadamente el 24 de julio de 1838, antes de realizar una serie de 
reformas que estaban programadas. Se abrió al público definitivamente el 2 de mayo de 1842. 
A pesar de las importantes colecciones que contenía, la vida de este museo estuvo abocada al 
fracaso desde sus orígenes, suprimiéndose en 1872 al pasar sus fondos al Museo del Prado. 
No obstante, sirvió de referencia para la creación de otros museos de Bellas Artes en distintas 
ciudades españolas como Sevilla, Cádiz o Valencia. 
Con la puesta en práctica de este primer decreto de 1835 puede decirse que la mayor parte 
del patrimonio delas órdenes regulares se encontraba ya en poder del Estado. Si todos los 
edificios conventuales habían pasado a ser bienes nacionales, no existía ningún impedimento 
para que aquellos pudieran ser puestos en venta. Tal es el propósito del real decreto de 19 de 
febrero de 1836, por el que se declaran en venta todos los bienes de las «comunidades y cor-
poraciones extinguidas» (fig. 7). Aquí debemos destacar el artículo dos, donde se señala que 
deben quedar exentos de la venta «los edificios que el Gobierno destine para el servicio público, 
o para conservar monumentos de las artes, o para honrar la memoria de hazañas nacionales». 
Y para que no exista duda alguna, el Gobierno se compromete a publicar «la lista de los edificios 
que con estos objetos deban quedar excluidos de la venta pública», cosa que no consta se 
hiciera efectiva en los años sucesivos. 
Este artículo pone las bases para la creación de un futuro régimen especial que proteja 
aquellos edificios que, poseyendo un singular valor artístico o histórico, han de ser conside-
rados como bienes nacionales. Pero, según señala Ordieres (1995:26), será necesario que 
pasen algunas décadas para que dicha distinción se concrete en una figura de categoría 
jurídica que sea tenida en cuenta como una realidad beneficiosa por todos los estamentos 
competentes. Mientras tanto, solo unos pocos más sensibilizados ante las obras de arte, se 
preocuparán por conservar y proteger aquellos monumentos que, por tantos motivos, se en-
contraban expuestos a sufrir grandes desperfectos e incluso llegar a desaparecer en su tota-
lidad. 
Por el real decreto de 8 de marzo de 1836, Mendizábal regulaba más exten-samente el tema 
de la desamortización, al suprimir no solo los conventos masculinos sino también las comu-
nidades femeninas, por lo que pasan sus bienes a contribuir a la extinción de la deuda pública 
(art. 20), aunque se indica que los religiosos han de percibir una pensión diaria que ha de salir 
de los bienes nacionales integrados por los de los conventos suprimidos del clero regular. El 
 
22 
 
Gobierno insiste en la necesidad de articular una adecuada regulación del patrimonio monu-
mental desamortizado y pone especial interés en que los bienes artísticos sean conservados 
adecuadamente. Tal es el propósito del artículo 25 cuando señala que también se aplicará 
dicha regulación a los archivos, libros, cuadros y otros objetos que han de entregarse a los 
Institutos de ciencias y artes, a las bibliotecas provinciales, museos, academias y demás 
establecimientos de instrucción pública. Con estas medidas se están poniendo las bases de 
una regularización de carácter jurídico en favor de la creación de bibliotecas y museos na-
cionales que sean los instrumentos apropiados para recoger y conservar todos aquellos mo-
numentos y obras de arte que, de otro modo, estarían condenados a su destrucción y desa-
parición. No en vano, los gobernantes recordaban las consecuencias que en Francia tuvo la 
revolución de 1789 con respecto al patrimonio nacional. 
Con todo, Mendizábal publicará una segunda ley desamortizadora el 29 de julio de 1837, 
bajo el ministerio de Calatrava, por la que se suprimen todos los conventos y monasterios 
masculinos y femeninos, aunque en esta ocasión el objetivo no será tanto contribuir a la ex-
tinción de la deuda pública cuanto a la reforma tributaria y a la dotación que se había de dar 
para el mantenimiento de los gastos del culto y clero (Tomás y Valiente, 1989:85). 
Pero, dado que se planteaba un serio problema sobre quiénes debían decidir qué objetos de 
arte o monumentos tenían que ser enajenados y conservados y dónde debían guardarse, el 
gobierno publicó un real decreto de 13 de septiembre de 1836, por el que se regulaban las 
normas que debían observar las juntas de enajenación de los edificios religiosos y sus objetos 
muebles. Dichas juntas estarían compuestas por un intendente con cargo de presidente, dos 
vocales de la delegación provincial y del personal de la Junta de armamento y defensa, un 
procurador síndico del Ayuntamiento constitucional y del contador de Arbitrios de Amortización. 
2.2.5. La creación de las comisiones científicas y artísticas y la Real Academia de San 
Fernando ante las medidas tomadas por el Gobierno 
La reiterada preocupación del Gobierno por recopilar y conservar los bienes muebles artís-
ticos e históricos hace que, ante los numerosos problemas que obstaculizan dicha tarea, se 
dicte una real orden de 27 de mayo de 1837, por la que se crean las comisiones científicas y 
artísticas, que han de estar presididas por un representante de la Diputación Provincial o del 
Ayuntamiento, con la colaboración de cinco personas especialistas en literatura, ciencias y 
artes, nombradas por el jefe político. Dichas comisiones tendrían como objetivo reunir los 
inventarios particulares para, en un segundo momento, elaborar un inventario general en el que 
solo se recogerían las obras artísticas y literarias más representativas que se considerara 
necesario conservar, al tiempo que deberían ser trasladadas a las capitales, dando paso a la 
 
23 
 
creación de los museos y bibliotecas provinciales. 
Desde el primer momento, comenzaron a surgir protestas ante la destrucción incontrolada de 
muchos edificios y bienes eclesiásticos que habían sido requisados con motivo de las leyes 
desamortizadoras. Será la Academia de San Fernando quien levante su voz ante el Gobierno 
para que no lleve a cabo dichas medidas, y elaborará una exposición sobre la conservación de 
monumentos y las riquezas artísticas de los conventos suprimidos, que presentó el 27 de fe-
brero de 1836. En ella se expresa primero su sorpresa ante tales hechos, al constatar que la 
supresión repentina de los conventos y monasterios de España estaba causando un efecto 
demoledor en las artes, al no contar con las medidas necesarias para evitar su desaparición, 
causa por la que se dirige a la reina Isabel II, exponiéndole sus proyectos. 
Después se afirma que la Academia siempre ha tratado de impedir la desaparición de las 
obras de arte esparcidas por España, objeto de codicia para los españoles y de sagacidad para 
los extranjeros que intentan llevárselas. El mismo Gobierno aconseja que se conserven y 
recojan, creando museos en las provincias. A pesar de ello, son innumerables las protestas 
que publican los periódicos denunciando la pérdida de pinturas y la desaparición de otras obras 
importantes. Pero, sobre todo, fueron las noticias de la próxima destrucción de varios con-
ventos las que motivaron a hablar a la Real Academia, para que no se interpretase su silencio 
como aceptación de unos hechos que, aun obteniendo buenos resultados, no podrían justifi-
carlos ante la Corte ni ante los españoles o extranjeros cultos. 
La Academia desea decir lo que piensa aunque no se le haya pedido su opinión, y lo hace 
convencida de su misión concienciadora de la nación, porque ella no puede mirar con indife-
rencia la suerte que van a correr muchos monasterios donde se conservan grandes recuerdos 
históricos y, además, ellos mismos constituyen una verdadera historia de las artes. Sería pre-
ciso que tales monumentos fuesen conservados encargando de su custodia, hasta que se vea 
qué destino darles, a los propios religiosos que habitan los conventos. 
No falta la alusión hecha al interés que, en otros países, prestan a su propio patrimonio, 
cuando se señala que en dichos países extranjeros, los anticuarios y eruditos recorren muchos 
kilómetros para contemplar una catedral o las ruinas de una abadía. Y, si en España tenemos 
la suerte de conservarlos todavía, no podemos perderlos por seguir unos intereses particulares 
que se contraponen a los intereses nacionales. 
Al mismo tiempo, se hace hincapié en no dejar los monumentos en manos de gente sin 
cultura que podría contribuir a su destrucción, ya sea quemando las maderas o arrancando las 
piedras de los muros para utilizarlas en nuevas construcciones. Es necesario conservartodos 
los objetos preciosos para no tener que llegar a preguntarnos si de ellos no llegará a quedar 
sino el recuerdo de sus vaciados de yeso, que los mismos extranjeros sacan antes de que 
hagamos desaparecer los originales, para llevarlos a los gabinetes de Londres, París o Moscú. 
Pero, ¿por qué se mueve la Academia? Sencillamente, porque si no hablara faltaría a su 
 
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misión, que no es otra que la de conservar los monumentos públicos de pintura, escultura y 
arquitectura que existen en nuestra nación, a pesar de las circunstancias del momento. Y se 
opone con todos su medios a que las pinturas salgan de España, solicitando la creación de 
museos y la designación de personas entendidas para que las recojan y pongan a cubierto, 
evitando que personas sin escrúpulos expolien las riquezas de los templos y conventos. 
Cierto que la Academia no ha actuado sola, sino que ha sido ayudada por el Ministerio de la 
Gobernación y por los gobernadores civiles, pero es necesario que se la tenga informada y se 
le dé capacidad de intervención no solo en los edificios de Madrid, sino también en los de toda 
España. Del mismo modo, confía en que, cuando se lleven a cabo demoliciones, estas solo 
tendrán lugar porque exista una gran necesidad, que ha de ser revisada por la Academia y por 
las comisiones y supervisada por arquitectos o académicos. Y siempre se ha de cuidar la 
conservación de los grandes edificios, designando personas que estén capacitadas para 
vigilarlos y para prestar otros servicios compatibles con su conservación y custodia. 
Hasta qué punto los deseos de la Academia eran tenidos en consideración por el Gobierno 
no era difícil de saber, puesto que constatamos cómo, por una parte, dicta leyes favoreciendo 
la venta de los edificios o su demolición y, por otra, da normas que pretenden salvar el patri-
monio arquitectónico, cayendo así en una auténtica contradicción al desoír las continuas ad-
vertencias que la Academia le hacía para que no llevase a cabo la demolición de los conventos 
más importantes que habían en la capital del reino. Prueba de ello es la exposición que la 
Academia de San Fernando hace a las Cortes el 6 de noviembre de 1836, nueve meses 
después de la primera, en la que se trata de evitar la demolición de aquellos edificios con-
ventuales madrileños que poseían un alto valor arquitectónico. 
La Academia nos vuelve a recordar que se ve en la imposibilidad, a pesar de sus reclama-
ciones, de impedir las demoliciones de los edificios más significativos de la Corte, que han de 
tener graves consecuencias tanto fuera como dentro de España, en un momento en que otras 
naciones prestan sumo cuidado en conservar sus restos antiguos. Por esta razón, se dirige a 
las Cortes para que, como tutores de los bienes nacionales, dicten las medidas legislativas 
correspondientes a favor de los monumentos. 
También se recuerda al Gobierno que no hace falta repetir que destruir los monumentos es 
muy fácil, pero edificar resulta más difícil, hecho que contribuirá a que, una vez destruidos 
muchos edificios, el espacio libre dejado por estos pueda permanecer durante mucho tiempo 
sin construir, contribuyendo a crear un espacio insalubre y poco cómodo, por lo que aconseja 
que no se realice ninguna demolición si antes no se tiene en proyecto reemplazarla con un 
nuevo edificio. 
Pero, además, la Academia pide que se le comuniquen las decisiones tomadas por el Go-
bierno, lamentándose de que no siempre se la avisa y tiene que contemplar con dolor cómo, 
después de algunos meses de detención de las demoliciones, se vuelve a la tarea eliminando 
 
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edificios muy valiosos sin que se le haga la más mínima consulta. Esto nos demuestra la 
ambivalencia que presentaba la actuación del Gobierno respecto al tema. Si, por una parte, la 
academia insiste en la poca efectividad que han tenido las subastas de los conventos demo-
lidos en cuanto a los escasos medios económicos recabados, por otra, considera conveniente 
alquilarlos con el objeto de sacar más dinero o instalando en ellos oficinas y organismos pú-
blicos. Y, en todo caso, confía en que den órdenes de suspender las demoliciones que hayan 
sido acordadas y que, en el futuro, no se tomen medidas sin contar antes con la Academia. 
2.2.6. Las disputas entre los partidos progresista y moderado sobre el destino de los 
bienes del clero 
Las disputas entre los partidos moderado de Narváez y progresista de Espartero sobre el 
destino de los bienes del clero secular tendrán lugar a partir de los años cuarenta y cincuenta 
del siglo XIX (Tomás y Valiente, 1989). Es evidente que las dificultades experimentadas a la 
hora de vender los edificios de conventos y monasterios y la urgencia que el Gobierno tenía por 
recoger dinero, hicieron posible que la venta de los mismos no solo se hiciera a los organismos 
públicos sino también a los particulares, mediante el pago de un canon anual del tres por ciento 
sobre el valor capital de los edificios. Con todo, muchos edificios se vieron abocados a un 
abandono y deterioro cada vez mayores. Si tal era la situación creada, no se podía permanecer 
inactivo por más tiempo, sino que urgía encontrar una solución que sirviese para aprovechar 
eficazmente todos aquellos edificios que el Gobierno tenía a su cargo y evitar, así, que supu-
sieran una nueva carga al erario público, ya de por sí bastante precario. 
Durante el año 1840, el Gobierno hace diversas llamadas a los ayuntamientos para que, a 
través de las diputaciones provinciales, reclamen al Ministerio de Hacienda aquellos edificios 
que pertenecen al Estado y que pueden ser utilizados para funciones públicas. Y todos aque-
llos que no fuesen reutilizados deberían ser vendidos. De hecho, el 16 de diciembre de 1840 es 
suprimida la Junta Superior de Enajenación de Edificios y Efectos de Conventos Suprimidos y 
sus funciones son desempeñadas desde entonces por la Junta de Ventas de Bienes Nacio-
nales, con la obligación de informar al Ministerio de Hacienda de los resultados finales de las 
ventas realizadas. 
Una y otra vez se piden listas de edificios disponibles para ser vendidos, con el objeto de 
publicarlas en la Gaceta de Madrid, aunque sin mucho resultado. Finalmente, ante la urgencia 
de consolidar los intereses de la deuda, se vuelve la mirada a los bienes del clero secular que 
ya habían sido enajenados en 1837. Durante su regencia, Espartero no duda en imponer una 
nueva enajenación de dichos bienes con la publicación de la circular de 2 de septiembre de 
1841. Incluía no solo los bienes del clero secular, sino también los pertenecientes a las cate-
 
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drales y cofradías, que podían ser puestos en venta, a excepción de los edificios de las iglesias 
catedrales, parroquiales, ermitas y santuarios anejos a las mismas. 
Durante el año 1842 el número de ventas y cesiones de los conventos expropiados es 
bastante alto, pero, a pesar de ello, se constataba que no resultaba fácil enajenar dichos 
edificios porque apenas se podían dedicar a un uso práctico. Si su valor capital sobrepasaba a 
su producto en renta y, además, su reparación y conservación exigían un gasto excesivo del 
que no se disponía, era preciso dar salida a los edificios que amenazaban ruina, incluso 
aceptando el pago a largo plazo. En estas condiciones, los recursos obtenidos no podían ser 
muchos y el Estado se vio en la obligación de promulgar alguna real orden, como la de 30 de 
septiembre de 1842, sobre la enajenación de los edificios ruinosos que poseía, en la que se 
disponía que, si no se vendían una vez tasados, podían ser derribados y sus solares puestos 
en venta. 
Tres años estuvo vigente la ley de Espartero de 2 de septiembre de 1841, puesto que, al subir 
al poder el partido moderado de Narváez, promulgará un decreto el 26 de julio de 1844, por el 
que se suspendían las ventas de los bienes del clero secular y de las comunidades religiosas 
de monjas, aplicando las rentas de los mismos al mantenimiento del clero y del culto.A partir de 
ese momento, va tomándose conciencia de la necesidad de elaborar una política que favo-
rezca la conservación de los monumentos. La primera medida ya estaba tomada al suspender 
la venta de los edificios. La segunda se plasmará en la creación de las comisiones de mo-
numentos. 
2.2.7. La creación de las comisiones de monumentos 
La creación de la Comisión de Monumentos tuvo lugar mediante una real orden de 13 de 
junio de 1844. Es cierto que, ya el 2 de abril de 1844, se había promulgado una real orden por 
la que se encargaba a los jefes políticos que elaborasen una lista de los edificios, monumentos 
y objetos artísticos que «bien por la belleza de su construcción, bien por su antigüedad, por su 
origen, el destino que han tenido o los recuerdos históricos que ofrecen», merecieran ser 
conservados, adoptándose las medidas necesarias. La tarea que les había sido encomendada 
no resultaba fácil porque era excesivo el volumen de monumentos y bienes muebles y porque, 
además, no existían suficientes personas preparadas en las ciudades para llevar a cabo la 
tarea de clasificación y catalogación de los monumentos que existían en cada provincia. Estas 
dificultades restaron eficacia a la labor recomendada, llevando a muchos jefes políticos a 
abandonar dicha empresa por falta de interés y de medios. Pero aquellos que contestaron, 
aportaron datos suficientes para que la Administración tomase conciencia del volumen y ri-
queza de los monumentos y bienes muebles y de la urgencia de poner las medidas necesarias 
 
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para impedir su destrucción y su pérdida (Ordieres, 1995:46). 
La real orden salió publicada en la Gaceta de Madrid el viernes, 21 de junio de 1844 y en sus 
artículos primero y segundo se señala que ha de haber en cada provincia una comisión 
compuesta por cinco personas «inteligentes y celosas por la conservación de nuestras anti-
güedades». Tres de ellas serán nombradas por el jefe político y las otras dos por la Diputación 
Provincial que, a su vez, podía elegir una perteneciente a su propio ámbito. En todo caso, la 
presidencia debía ejercerla el jefe político. 
En el artículo tercero se explican cuáles han de ser sus atribuciones, entre las que destacan: 
 
1.º Adquirir noticia de todos los edificios, monumentos y antigüedades que existen en su respectiva 
provincia y que merezcan conservarse. 
2.º Reunir los libros, códices, documentos, cuadros, estatuas, medallas y demás objetos preciosos 
literarios y artísticos pertenecientes al Estado que estén diseminados en la provincia, reclamando los 
que hubiesen sido sustraídos y puedan descubrirse. 
3.º Rehabilitar los panteones de reyes y personajes célebres o de familias ilustres, o trasladar sus 
reliquias a paraje donde estén con el decoro que les corresponde. 
4.º Cuidar de los museos y bibliotecas provinciales, aumentar estos establecimientos, ordenarlos y 
formar catálogos metódicos de los objetos que encierran. 
5.º Crear archivos con los manuscritos, códices y documentos que se puedan recoger, clasificarlos e 
inventariarlos. 
6.º Formar catálogos, descripciones y dibujos de los monumentos y antigüedades que no sean 
susceptibles de traslación, o que deban quedar donde existen, y también de las preciosidades artís-
ticas que por hallarse en edificios que convenga enajenar, o que no puedan conservarse, merezcan ser 
transmitidas en esta forma a la posteridad. 
7.º Proponer al Gobierno cuanto crean conveniente a los fines de su instituto, y suministrarle las 
noticias que les pida. 
 
En cuanto al modo de financiación de las comisiones, el artículo cuarto señala que los gastos 
ocasionados por estas han de ser asumidos y satisfechos por los fondos provinciales, aunque 
no especifican cómo se ha de llevar a cabo tarea tan importante. Pero para cualquier operación 
que deseen realizar o gasto que se necesite pagar, las comisiones han de dirigirse al Gobierno, 
a través de su jefe político, quien ha de dar antes su visto bueno (artículos seis y siete). Cada 
tres meses, las comisiones han de entregar al ministerio de la Gobernación un resumen de los 
trabajos realizados, especificando los resultados que se han alcanzado (art. ocho). Se con-
templa la necesidad de que exista en Madrid una Comisión Central, que ha de estar presidida 
por el ministro de la Gobernación, y la han de formar un vicepresidente y cuatro vocales 
nombrados por S. M. (art. nueve). 
Sus atribuciones han de ser las de impulsar y regularizar los trabajos de las comisiones 
 
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provinciales, proponer al Gobierno las medidas apropiadas para conseguir sus objetivos, 
elaborar los informes que le pida el Gobierno y redactar anualmente una memoria en la que se 
expliquen los resultados de su trabajo, con el objeto de que se publique (art. diez). Gracias a 
esta última disposición, poseemos una interesante fuente documental que nos informa sobre 
los primeros pasos que se dieron en este sentido y que encontramos en la redacción realizada 
por Amador de los Ríos en 1845. Esa había sido la misión de la Comisión Central de Monu-
mentos que estaba compuesta por el presidente, cuyo cargo recaía en el ministro de la Go-
bernación, un vicepresidente, el secretario de estado del Despacho de la Gobernación, que en 
ese momento era Serafín María de Soto, conde de Clonard, y un secretario general, que fue 
Amador de los Ríos, organizador y coordinador de todo el trabajo, y unos vocales designados 
por real orden. 
Las pretensiones del gobierno acusan falta de realismo y pecan de un excesivo optimismo, 
pensando que la tarea que se ha de realizar será posible gracias a la buena voluntad de los 
encargados de llevarla a cabo. Máxime, cuando estos ni poseían una preparación adecuada, ni 
contaban con el personal suficiente y, sobre todo, con las fuentes de financiación necesarias 
para poder soportar los gastos que tal empresa suponía. 
Apenas cuarenta días más tarde, el 24 de julio de 1844, se aprueban las instrucciones que 
han de observar las comisiones provinciales de monumentos, que se publican en la Gaceta de 
Madrid el 28 de julio de ese mismo año. Divididas en tres capítulos, el primero trata de la or-
ganización de las comisiones, el segundo de los trabajos de las secciones y el tercero de las 
obligaciones de los alcaldes de los pueblos respecto a las comisiones de monumentos. El 
objetivo fundamental de las comisiones ha de ser, según las instrucciones, dividirse en tres 
secciones distintas: bibliotecas y archivos, esculturas y pinturas y arqueología y arquitectura. 
La primera sección se ocupará de «la formación de los archivos y de las bibliotecas, cui-
dando de aumentarlos con los manuscritos y obras que vayan adquiriéndose» (art. 3). La 
segunda se encargará de «la inspección de museos de pintura y escultura», proponiendo 
aquellas mejoras que crea oportuno introducir en los mismos (art. 4). Esta sección ha de evitar 
por todos los medios que se continúe indefinidamente el estado de abandono y deterioro en 
que se han encontrado las obras de arte (art. 13), mediante el control aduanero (art. 18). La 
tercera tenía como misión «promover excavaciones en los sitios donde hayan existido famosas 
poblaciones de la Antigüedad, excitando el celo y patriotismo de los eruditos y anticuarios». Al 
mismo tiempo, tratará de recoger monedas, medallas, noticias y otros objetos que vayan 
apareciendo, clasificándolas debidamente y, finalmente, se preocupará de la conservación de 
aquellos edificios que, por su valor histórico y artístico, merezcan ser conservados (art. 5). En 
esta sección se establecen las bases de la futura tramitación de los expedientes de los mo-
numentos, tal como se especifica en el artículo 25: «Cuando un edificio se encuentre en mal 
estado y sea importante conservarlo, propondrán las comisiones los medios para repararlo y se 
 
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comunicará al Gobierno a través del jefe político». Ahora bien, dichas reparaciones han de 
hacerse bajo la dirección de la sección tercera, que ha de contar con algún profesor

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