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 FORMAS DE MIRAR EN EL ARTE ACTUAL 
 AURORA FERNÁNDEZ POLANCO 
 
Presentación 
 Vivimos tiempos en los que parece más complicado que nunca apreciar unas obras 
de arte aparentemente hostiles y resistentes a la comprensión. Por ello, el Historiador del 
Arte que ocupa su actividad en lo que se viene denominando Arte Actual, suele ser 
interrogado casi siempre desde un cierto descrédito y escepticismo. A algunos nos gusta 
responder que, efectivamente, la vieja y querida casa de la Historia del Arte parece 
amenazar desde hace años con dejarnos a la intemperie; que al mismo tiempo que nos 
invade -nunca estuvo tan presente en nuestras vidas como en estos tiempos mediáticos-, se 
desplaza continuamente sin que podamos atraparla; que, por ello, nos empeñamos en el 
análisis de las obras concretas, salidas de la linealidad de la historia, cada una con su propia 
poética, tan distintas entre sí por los medios que utilizan (y sus hibridaciones): pintura, 
escultura, fotografía, video, artes preformativas, instalaciones, arte en la red... Inabarcables. 
Y en su recepción, su contextualización, es decir, su ubicación en esta cultura visual tan 
excesiva también. Tan compleja. Que hay otras disciplinas que utilizamos en el arte actual 
como herramientas para construirnos un nuevo espacio: la antropología, el psicoanálisis, la 
filosofía, la sociología, la Teoría feminista.. Si, además, ejercemos la docencia universitaria 
en centros dedicados a la formación de futuros artistas, nos contagiamos de esa invitación a 
la experimentación continua en la que ellos viven perpetuamente. Con lo cual parece que 
todo esté por hacer. ¡No está mal! Hay, en este sentido, una brecha por la que se invita al 
lector interesado a acompañarnos en un trayecto desprejuiciado, pero que nunca por ello 
deja de ser crítico. Un recorrido que tiene mucho de esa mezcla que tan bien conocemos, 
entre la ilusión y el cansancio, de “tener la casa en obras”. 
Ocurre sin embargo que cuando más afanados estamos en nuestras construcciones, 
notamos la mirada inquietante –y desazonadora- de la opinión pública, que no comprende 
“aquellas cosas a las que nos dedicamos, cuyo estatuto artístico es bastante dudoso”. Lo 
escribo entre comillas porque se impone entonces una tarea añadida: la justificación. ¿Ante 
quién? El espectro es amplio, pero podemos señalar en él dos extremos. El primero, una 
elite intelectual en el ámbito de nuestra disciplina, aquellos que se dedican al estudio de 
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otras épocas -de la prehistoria a las primeras vanguardias. El segundo, el público, en un 
sentido amplio, que lleva ya mucho tiempo rodeándonos con la famosa pregunta de si “esto 
es arte” 
Con todo, no es el despiste o la poca afición de unos y otros hacia el campo de 
nuestro estudio lo que nos inquieta. Es más el tono, entre la altanería y el enfado, lo que 
produce esa incomodidad. Y ello porque este discurso siempre utiliza la anécdota, y, por 
supuesto, la descalificación en bloque. Una especie de saco de inmundicias a donde van a 
parar las obras –mamarrachadas-, los artistas –unos cínicos- y la política expositiva que 
gasta el dinero en “cosas insultantes”. 
Vamos a imaginar que se puede tranquilizar a todos. Que, intuyendo su deseo, 
podemos decidir que no existan todas aquellas obras que provocan malestar en la opinión 
pública. Que no exista el urinario de Duchamp, la Merda de artista de Manzoni, la Red 
Flow de Judy Chicago, los andróginos de los hermanos Chapman, ni el Piss Christ de 
Andrés Serrano... Todas esas obras que, además de ser consideradas “tomaduras de pelo”, 
se hacen ingratas a la mirada. Ya en ello, podrían dejar de existir aquellas otras que dejan a 
muchos indiferentes, aunque no tengan un carácter obsceno. Podrían dejar de existir el 
“Cuadrado negro sobre fondo blanco” de Malevich, los monocromos azules de Klein, o los 
blancos de Rayman; toda esa pintura que “no es pintura” porque nada hay en ella. Si 
apuramos las cosas, podríamos conseguir que desapareciera la obra de Miró, “que hasta un 
niño podría hacerla”; o la de Tapies, “que pinta a golpe de calcetín”. Que desaparezcan de 
los museos, de los libros, de las diapositivas de los profesores de Arte. Que desaparezcan. 
Pensemos por un momento que aquellos que se sienten ofendidos por su presencia 
(¿su existencia?) consiguieran realizar su sueño. Que no hubiera existido una modernidad 
empeñada en la experimentación constante y la puesta en cuestión de las cosas (la 
representación, nada menos, entre todas ellas). Y sobre todo de los valores. Que no hubiera 
existido el deseo de revisar el canon: la mirada del poder, las convenciones en los modelos 
expositivos, la construcción masculina de la historia; también de la historia del ver. Que 
nadie nunca se hubiera empeñado en esos asuntos abyectos que últimamente nos rodean, 
herederos de las cosas del diablo, empeñados en reducirnos a lo informe; asuntos tejidos, 
por otra parte, en la literatura de todos los tiempos. Y que en ese vacío (del arte mismo) se 
hubiera conseguido conservar las cosas como son, como “deben ser”. ¿Qué imágenes 
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cubrirían el hueco dejado? ¿Serían reemplazadas por los sub-productos mediáticos que el 
gran público suele consumir sin reparo? ¿Serían sustituidos por repeticiones hasta el 
infinito de pinturas detallistas, virtuosas, de aquellas que un niño NO podría hacer? ¿Hay 
otras propuestas? ¿Se trata de admitir sólo los géneros tradicionales sin preguntarse por las 
condiciones de su posibilidad? Si desaparecieran todas las formas alternativas al discurso 
visual dominante ¿finalizaríamos en una especie de “naturalización de la mirada? 
Recordemos que en el siglo XIX la vanguardia no invade ningún terreno, es más bien el 
discurso oficial el que cede el suyo al mercado que demanda obra pulida, anecdótica, 
simple y trivial. 
No es el propósito de estas páginas una defensa en bloque de las prácticas artísticas 
de los últimos años, ni un alegato a favor del artista plástico, ni mucho menos del mercado 
y el “espectáculo” en el que se acusa haber caído al arte actual. Cuando se toma una postura 
tan poco sutil, la de “esto o aquello”, siempre se corre el riesgo de ejercer en ultima 
instancia un discurso violento y, en consecuencia, autoritario. Tampoco se pretende 
analizar la función, el sentido, el significado de las prácticas artísticas de los últimos años. 
Se trata, en una doble operación, de intentar agudizar nuestra mirada y desplegarla también 
al máximo; de una invitación a ejercitarla en su sentido más profundo, más crítico. Se trata 
de llevar a cabo un ejercicio de autonomía relativa, siendo conscientes de que las prácticas 
artísticas están ancladas en el pico mayor que la era del capitalismo ha vivido. Se trata de 
buscar la manera de rescatar de la cultura visual en la que estamos inmersos aquellas 
manifestaciones que deseen ser documentos de cultura y no de barbarie. Se trata, en última 
instancia, de aprender a demorarnos también en obras que no sólo ofrezcan consuelo; a 
extraer el placer de la lucidez, a perseguir esa feliz coincidencia que se da entre el “cómo 
no había pensado nunca en ello” y el “aún quiero más”. Intentar, a fin de cuentas, abrir el 
panorama de todas aquellas posibilidades de experiencia estética que se han venido 
desarrollando desde finales del siglo XIX ligadas al mundo de las artes visuales. 
Estas páginas tienen entonces un cometido concreto. Se proponen buscar una 
explicación a las formas de mirar en el sentido de “malas formas”, esa mirada lejana y 
distante que rehuye la aproximación. Pero también jugar a perdernos en las diferentes 
formas de mirar en el arte actual donde se han venido produciendo importantes cambios 
perceptivos, y, por ende, de valores. 
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El Público. El espectador abatido 
 
A mediados del siglo XVIII, el filosofo empirista inglés David Hume publicaLa 
Norma del Gusto, un texto en el que pretende algo un tanto imposible: encontrar la forma 
de poner a los conocedores de acuerdo en cuanto a la posible normalización de un 
“sentimiento”, es decir, el Gusto. Muy al contrario, en nuestros días, las cuestiones relativas 
a la sensibilidad en relación a las artes plásticas parecen ser más bien problemas de 
“disgusto”. Las minorías, como acabamos de ver, no se ponen de acuerdo. La mayoría se 
precipita a las ferias de impacto mediático –caso de ARCO-, no suele frecuentar los museos 
ni las galerías de arte y su información esta mediatizada por las sesgadas informaciones 
televisivas y los dominicales de los periódicos. Esta extraña mezcla hace que se sienta cada 
vez más alejada de unas prácticas que más que gusto parecen crearle zozobra, aburrimiento 
y, lo que es peor, animadversión. 
A principios de la década de los 90 tuvo lugar en Francia una resonada discusión en 
torno al arte actual. Debates en la prensa, coloquios, publicaciones. Las cuestiones estéticas 
se acusaban de ideológicas. En el otoño de 1992, la Galerie national du Jeu de Paume 
decide tomar postura ante los ataques de los que era objeto el arte “de su tiempo” y 
organiza unas conferencias/coloquio en los que se reflexionara sobre los problemas de la 
creación contemporánea. De las intervenciones hechas públicas, elijo aquí –y refiero 
mínimamente- las ideas que defiende el filósofo e historiador del Arte Georges Didi-
Huberman. Y ello por su tesis principal: la insistencia en que toda actitud de execración es, 
por definición, no crítica. Se refiere concretamente a aquellos para los que las obras con las 
que no están de acuerdo se resumen en una clase o una “raza” de objetos acusados 
únicamente por su genealogía, de manera que reniegan en bloque de las prácticas artísticas 
actuales. Más que hablar de rechazo, se trataría de una negativa a mirar, en primera 
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instancia. Porque esta especie de resentimiento conlleva en el fondo una total impotencia 
para mirar (mirar significa aquí admirar, respetar...). Y una imposibilidad de debate 
estético, pues no se manifiestan los gustos en relación a determinadas producciones 
artísticas. Las cosas se dirimen casi en términos de una ofensa personal. 
Podríamos añadir por nuestra parte que este proceder es, cuanto menos, 
contradictorio, ya que la obra de arte actual lleva integrados en su proceso productivo los 
mecanismos de recepción. Es decir, que la presencia del espectador como vector de la obra 
es uno de los aspectos que marcan buena parte de las producciones artísticas desde los años 
60. Pero ¿cuándo nace el publico moderno? 
Fueron los académicos ingleses del siglo XVIII los primeros en preguntarse por la 
posibilidad de hablar de una “república del gusto”, un espacio ideal, universalmente 
compartido, en una sociedad que comenzaba a estar separada en clases y caracterizada por 
la división del trabajo. También en Francia se tenía la esperanza de que el amor por las 
bellas artes fuera un sentimiento “digno de unificar la especie humana”. 
“Público” denominaba el escritor realista Emile Zola a los que se paseaban arriba y 
abajo por las exposiciones del Salón, eventos organizados en París por la Academia de 
Pintura y Escultura, cuyos orígenes se remontan a finales del siglo XVII. Lugares donde, 
sólo por y para el arte, se reunía por primera vez el gran público que era considerado “juez 
natural”.¿Cuándo desaparece el concepto de comunidad ideal -entidad imaginaria- para 
pasar a ser un conjunto heterogéneo de espectadores? Las fuentes de la época no nos hablan 
de “comunidad ideal”, sino del variopinto ambiente de los salones, de una colectividad de 
individuos absolutamente heterogénea. Algún comentarista social y crítico de arte llega a 
establecer muy bien los términos cuando en 1777 nos transmite regocijado su experiencia 
en el Salón. Se halla sumergido en un espectáculo maravilloso: un abismo de calor, un 
remolino de polvo y olores que incluían la democrática presencia de una pescadera vecina y 
aficionada al evento. 
 Courbet instala su Pabellón del Realismo al hilo de la Exposición Universal de 
1855. Al margen de la oficialidad imperante, el pintor amigo del pueblo se divertía 
importunando los modos de ver del publico. Se cuenta la anécdota del rey que fustigó a una 
de sus bañistas. Allí, el poeta Charles Baudelaire se da cuenta por primera vez del reto que 
la mercancía le lanza a la obra de arte. Delacroix, Ingres y también los pintores más 
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mediocres compartían espacio con maquinarias y productos que alegraban el ojo del 
burgués. Tanto es así que cuando Baudelaire escribe su comentario crítico a la Exposición 
Universal aconseja que se opere en la percepción del espectador “una transformación 
necesaria”. Y ello porque el producto chino, “extraño, raro, amanerado en su forma, intenso 
por su color y a veces delicado hasta el desvanecimiento”, que hubiera causado los horrores 
de Winckelmann, padre de la teoría clásica del arte del dieciocho, “podría producir mucho 
placer al ojo”. 
 
 
 
Espectadores delante de las lentes del Kaiserpanorama 
Por entonces la multitud del segundo imperio vive acatando dócilmente el 
autoritarismo político. Folletones, salones caricaturescos y escaparates; también los 
artilugios ópticos, los panoramas, dioramas –la prehistoria de nuestro cine- entretenían el 
ojo de un público que pronto merecería el calificativo de masa (de consumidores). Así lo 
sintió Baudelaire, ese “resistente” poeta lírico en medio de la incipiente sociedad de masas, 
más aficionada al folletón que a las subidas a los cielos que proporcionaba la lírica. La 
vocación artística se hizo inseparable de la palabra marginación. Insistimos en que no es el 
vanguardista quien se desgaja del discurso oficial, sino que fue “dado de lado”, es decir, 
arrojado fuera de los circuitos oficiales. Claro que hubo también, como dice Thomas Crow, 
“auto-extrañamiento, distanciamiento y bloqueo de las realidades grises de la 
administración y la producción a favor de un mundo más brillante de deporte, turismo y 
espectáculo”. Desde ese mundo comienzan los impresionistas sus innovaciones formales. 
 
Miradas en el Salón 
 En 1865 se expone en el Salón parisino un cuadro de 130,5 x 190 cm., de factura 
tan extraña que hubo quienes se refirieron a él como si hablaran de un verdadero cartelón 
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de feria. Se trataba de Olimpia de Edouard Manet, el pintor que dos años antes había 
escandalizado en el Salón de los Refusés con su Almuerzo sobre la hierba, un cuadro que 
no solo fue considerado una ofensa al pudor (según Napoleón III) sino que había roto el 
sagrado principio de unidad compositiva y anunciaba así, en la propia forma, la alienación 
moderna ¿Qué tenía la pintura relamida y académica del desnudo de otro pintor, Cabanel, 
para ser admitida? ¿Sería la torpe factura entonces lo que causaba risa? Si el público de 
clase media estaba desconcertado con la Olimpia de Manet quizá fuera, como dice Thomas 
Crow, por “la achatada economía pictórica del signo barato o el disfraz de carnaval, las 
poses y alegorías de la pornografía contemporánea superpuestas a las de la Venus de 
Urbino de Tiziano”. Para el poeta Stephane Mallarmé, “todo era veraz, no inmoral –esto es, 
en el sentido ordinario y tonto de la palabra-, pero sin duda de una tendencia intelectual 
perversa. Rara vez una obra moderna ha sido tan aplaudida por unos pocos, o más 
profundamente condenada por la mayoría, como lo fue aquella de este innovador”. 
 
Manet Cabanel 
 
Risa, ¡qué bien! Pensemos en lo dicho anteriormente sobre la animadversión. 
¿Cuántos de estos personajes nuestros, enfadados y displicentes, se podrían acercar hoy a 
las obras que consideran escandalosas y demorarse ante ellas hasta el punto de que, de 
forma regocijada, les produzcanrisa? Mallarmé alude a las pinturas que comienzan a 
exhibirse por los Salones de los Rechazados y habla de ellas como “pinturas curiosas y 
singulares –risibles para la mayoría, es cierto, por sus mismas faltas-, pero no obstante muy 
inquietantes para el crítico auténtico y reflexivo, que no podía evitar preguntarse ¿qué clase 
de hombre es éste? Y ¿qué extraña doctrina predica?” 
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Quedémonos con estas dos preguntas como forma de mirar. El discurso de la 
animadversión no mira y el escandalizado tampoco. Quedaría entonces la propuesta del 
poeta: ¿qué clase de artista es éste/a, desde dónde y a quien habla, qué nos intenta decir? 
 Paulatinamente, los pintores se alejan del Salón para exponer en lugares “para unos 
pocos”. Pensemos cómo el estudio del fotógrafo Nadar dará paso irremediablemente a la 
presencia de los marchantes. Del Salón al mercado. A partir de entonces la creciente 
mercantilización de la obra de arte prepara nuestro mundo. 
 
“Pueblo ciego que ríe” 
 
El literato Emile Zola se queja en sus escritos de 1867 de la muchedumbre que 
visita el Salón como “pueblo ciego que ríe”. Como un niño al que el artista ha de conminar 
al silencio y que acaba por aceptar lo que se le impone. Y lo que se le impone poco tiene 
que ver con las habilidades de la mano, de las que Zola habla con desdén. Es cierto que el 
virtuosismo fue durante mucho tiempo parte integrante de la producción artística. Como 
vemos, hace ya más de siglo y medio que se cuestiona. Arte “difícil”, es curioso; en los 
años 20 los comisarios soviéticos lo perseguían como una “desviación burguesa”. 
Pocas atenciones le presta el público a esa nueva pintura que comienza entonces a 
alejarse de la mimesis - que se suele entender por “realismo”- y que, desde Aristóteles, está 
ligada al placer del reconocimiento. El placer que suscita poder decir que “esto es aquello”, 
la base de la imitación. Los espectadores se iban a tener que acostumbrar a “los colores y 
las formas”, a los cielos amarillos y los suelos rojos. Un pintor finisecular, Maurice Denis, 
anunciaba estos cambios: una pintura antes de ser un caballo, una batalla o una hermosa 
mujer, era una superficie con colores y formas dispuestos en determinado orden. No es 
casualidad que todo ello transcurra en una especie de campo expandido –Fin de Siglo- que 
se conoce en nuestro ámbito como Modernismo o Art Nouveau. La burguesía había 
decidido dotarse de un estilo propio y ese nuevo lenguaje conformaría sus privilegiados 
espacios en la ciudad. Desde el diseño de las cucharas a las entradas del Metropolitano. 
Siempre se ha convenido que fue Picasso con sus planos quebrados el que rompe el 
cuadro/ventana, lugar de apariencia tridimensional en el que suceden historias, pero no 
poca importancia tienen los intercambios y trasiegos que mantuvieron en ese fin de siglo 
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los pintores y los diseñadores de telas o revistas. Quizá fueran estos últimos los que les 
enseñaran a los artistas uno de los fundamentos de la pintura moderna: la planitud. 
Un mundo plano y fragmentado. A partir de entonces, ya sea en las visiones 
caleidoscópicas de las técnicas del collage, ya en los quebradizos planos de los 
expresionistas, ya en el rigor de la abstracción geométrica, el público se las vio con la crisis 
de la representación, es decir de la narración. Desaparece la mimesis tradicional. La pintura 
enfrenta a la mirada a la contemplación de otros mundos, posibles ahora en la unidad 
abstracta de la composición pictórica. Aprendemos a ver en el arabesco de Matisse cómo 
toda la alegría de vivir se transforma en alegría de ver un mundo que se define en la 
continuidad de los colores. Aprendemos algo que se inicia ya con el simbolismo y su 
insistencia en aquellas correspondencias baudelerianas; con el postimpresionismo de 
Gauguin y sus amigos, cuando se pintaba con los ojos cerrados, dejando hablar a las 
mezclas de sonidos, olores, colores....Pensemos en la influencia que la música ha tenido en 
la primera abstracción. Cómo los colores y las formas toman prestado del lenguaje musical 
su potencial para rodear lo inefable. 
Mundos en Paul Klee, en Miro, en Kandisnky. Puntos, colores y líneas sobre el 
plano; el mundo desaparece de pronto entre el ser y la nada, el rigor geométrico de 
Mondrian, Malevitch y el Litsinzky, donde, aún así, aprendemos a ver cómo sobre sus 
intuiciones se fundamenta la realidad en la que crecimos: desde los espacios de utopía, 
como el Proun, hasta el Broadway, boggie,woogie. Pero no desaparece del todo el mundo, 
por mucho que Kasimir Malevich preconizara que nos habíamos quedado sin fenómenos, 
que estábamos en el desierto. Él mismo vuelve a abrirse a una realidad que, entre las dos 
guerras mundiales, anuncia en Europa el desplome de la experiencia, como ocurre a veces 
en los monigotes de Paul Klee. Y de manera distinta en Marc Chagall, en Otto Dix. 
Arte deshumanizado...En 1925 el filósofo español José Ortega y Gasset habla en La 
deshumanización del arte de dos tipos de público ante el arte (y la música moderna): los 
que lo entienden y los que no lo entienden (“dejando de lado –apostilla- la raza de los 
snobs”). Pasado el Romanticismo, dice Ortega, el arte volvió a ser tan difícil como en la 
época anterior. Siempre hubo una división entre ejercicios intelectuales, más herméticos y 
difíciles por tanto, y la producción de unas imágenes que tenían que cumplir un cometido 
empático con un público más amplio. 
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¿A qué se refiere con lo del “contenido empático”? Quizá haya que buscar este 
sentido en épocas en las que el arte no había alcanzado aún su territorio autónomo. En las 
que el arte consiste en una serie de prácticas en las que la comunidad se reconoce como tal. 
Desde las procesiones cívicas que subían a la Acrópolis, a la multitud de cristianos que se 
congrega ante las imágenes de Canterbury. Hablamos de épocas pre-autónomas, cuando el 
arte de calidad –es cierto que dictado desde arriba-, penetraba en la vida de los ciudadanos. 
El ejemplo de la Contrarreforma está al alcance de todos. Cuando la iglesia católica 
necesitó apelar a los sentidos para conmover a sus fieles no pudo hacerlo por medio de un 
arte sofisticado y difícil como el que estaban llevando a cabo algunos pintores manieristas. 
Necesitó del escalofrío identificatorio, de la apelación a los sentidos, de la emoción de los 
sentimientos. ¿Qué nos ha pasado en estos tiempos para deshumanizarnos de esta manera? 
 Ortega hablaba ya en una época donde la modernidad se identificaba más que 
nunca con las prácticas formales autónomas. Curiosamente la modernidad se entenderá 
progresiva y oficialmente en términos de abstracción. El director del MOMA de Nueva 
York, Alfred H Barr Jr., nueva autoridad, decía en 1936 que el arte abstracto no era una 
clase de arte que las personas apreciaran “sin ningún estudio previo y cierto sacrificio de 
los prejuicios”. El público lego prefiere “la identificación sin esfuerzo y el atractivo de la 
maestría técnica en la imitación”. Reconsideremos la división entre el público que entiende 
el arte nuevo y el que no lo entiende. En seguida vemos que el problema no se genera en la 
incomprensión, sino en el carácter que rodea a esa inmediata reacción de enfado de la que 
habla –y legitima- Ortega, muy próxima al “desprecian cuanto ignoran” de su 
contemporáneo Machado. 
El arte que Ortega llama nuevo, es decir el deshumanizado, en el que desaparece el 
hombre y el mundo (en apariencia) llegó a ser asimilado por una parte de la intelligentzia 
occidental. Y ordenado por el propio Barr en el MOMA pues, en 1936, realiza las 
exposiciones más importantes de su carrera: Cubismo y Arte Abstracto y Arte Fantástico, 
Dada, Surrealismo. Esta última incluía arte fantástico de los siglos XV y XVI, obras de 
enfermos mentales y de niños, arte popular, comercial y objetos de uso científico. Pero la 
modernidad encumbrada por elMOMA iba a girar realmente en torno a la primera de estas 
exposiciones. En la sobrecubierta del catálogo, aparece el Mapa del arte moderno en el que 
se respira abstracción por casi todas sus provincias. Fuera del esquema americano –del 
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autoritario gesto del MOMA- quedaban los realismos. Ocurre que los lenguajes 
“comprensibles” eran más fáciles de manipular que la abstracción y fueron relegados en 
dolorosas ocasiones al simple ejercicio de estar “al servicio” del poder. Es fácil de 
comprender: si un Estado necesita de la propaganda, el mensaje no puede ser confuso. 
Pensemos simplemente en la Rusia de Stalin; también en sus rémoras y la posición “anti-
realismos” que no por casualidad se adopta en Norteamérica más tarde, durante la guerra 
fría. Con todo, sigue siendo uno de los problemas más inquietantes: en Alemania, Hitler 
reniega del arte degenerado que será reivindicado por la teoría estética de izquierdas como 
el necesario arte difícil para resistir al blando y conciliador kitsch. 
 
 
 
Ferrer Bombardeo de Madrid 1937 Picasso, Madre con niño muerto (I) Grafito, barra de color y 
 óleo sobre lienzo, 1937 
 
Poco a poco el arte moderno se convierte en un reducto para unos pocos, dado que 
la mayoría, progresivamente, no tardaría mucho en ir cayendo en “las trampas” que le va 
tendiendo la sociedad de masas. Siguiendo esta andadura del canon moderno, nos topamos 
de lleno con un librito altamente significativo, Vanguardia y Kitsch, del influyente crítico 
americano Clement Greenberg. Es su primer texto, publicado en 1939 en la revista de la 
izquierda troskista americana Partisan Review. Greenberg mira a su alrededor y se da 
cuenta de que toda obra es susceptible de ser repetida, cooptada, manipulada para el 
consumo de masas. Se perfilaba el binomio alta cultura / cultura de masas. Las relaciones 
eran complejas desde la época del impresionismo, pero en un capitalismo más avanzado, 
Greenberg tenía claro que habría que defender a la primera. ¿De qué? No se trataba de 
menospreciar la cultura popular, esta había estado siempre ligada a la comunidad, un 
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folklore (volk= pueblo), una tradición bien entendida. Se trataba de defenderla del kitsch, 
un fenómeno que se había desarrollado cuando los campesinos emigraban a las ciudades 
desde donde viven trágicamente la desnudez del desarraigo. Allí comienzan a consolarse 
con el kitsch, esto es, a llenar sus horas de ocio con lo que les ofrecía la incipiente industria 
cultural. La cultura no era sino una mercancía reproducible: canciones, novelas baratas y 
melodramas y aquellos artilugios decorativos que se recubren de una “apariencia de arte”. 
Las masas se consuelan con el kitsch mientras los experimentos de la vanguardia son 
apoyados por una elite intelectual, precisamente dentro de la clase gobernante “de la que 
ella misma se sentía desvinculada pero a la que siempre había permanecido unida por un 
dorado cordón umbilical”. 
Así que podemos tratar de esbozar dos divisiones, presentes ya desde los albores del 
mundo capitalista. 
Un espectador que parece educado en una nueva “república del gusto”, que forma 
parte de una elite, “minoría especialmente dotada”, que contempla un mundo unificado de 
formas abstractas. Un espectador al que ese poder de la unidad del campo pictórico le 
reclama una atención estática, una contemplación desinteresada. “Absorto”, y olvidado de 
sí, supuestamente resiste a la tentación de consumir productos estéticos como mercancías. 
Una mayoría que se sumerge en la dispersión desatenta que proporcionaban 
paulatinamente los espectáculos de masas. 
Las múltiples figuras que dibujan sus choques caracterizan nuestro comportamiento 
estético. Los problemas del espectador moderno no sólo se dialectizan en esa pareja 
“absorción/distracción”. Desde hace años nos venimos preguntando también si la acción de 
mirar, en cualquiera de las circunstancias en que se produzca, se ve afectada por el 
contexto, y si la apelación genérica de “espectador” no recae en última instancia en el 
género masculino. 
 
Contemplar absorto 
 
Contemplar colores y formas que “han sido organizados en un determinado orden” 
(las relaciones formales significativas, en palabras de la crítica formalista, o esa lógica de 
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las sensaciones organizadas, si queremos utilizar las palabras de Cézanne), parece que 
define el canon moderno, la autonomía artística y estética. 
Quizá haya sido este tipo de pintura y la insistencia en lo formal la que haga que 
muchos contemplemos hoy la pintura moderna (Del Renacimiento al Romanticismo) 
experimentando ese placer de la forma significante. Los primeros empeños de las 
vanguardias en liberar la visualidad de un programa intelectual previo, y su insistencia en la 
inmediatez de una sensualidad volcada a las formas y colores que la superficie ofrecía, 
harán del espectador una retina capaz de desarrollar una mayor y más compleja atención. O 
quizá atención no sea la palabra, sino profunda afinidad. Herencias simbolistas, románticas 
a fin de cuentas, por las que el espectador lo es de formas sentidas por otros, los artistas. 
Sin embargo, dice la crítica formalista, no se trata de una mera contemplación de colores y 
formas tal como la naturaleza nos los ofrece. Porque está siempre la voluntad de forma. 
Hay objetos en la naturaleza a los que dedicamos una mirada desinteresada: el ir y venir de 
las olas del mar, el chisporroteo del fuego, el paso de las nubes, algo que en palabras del 
crítico formalista Roger Fry “pertenece a la vida imaginativa y que no puede tener lugar en 
la vida real de necesidad y acción”. “Pero -sigue diciendo- en los objetos creados para 
despertar sentimientos estéticos tenemos una conciencia de intención añadida por parte del 
creador que lo hizo no con el propósito de que fuera usado, sino con el de que fuera 
observado y disfrutado”. 
 Afinidad, sentimiento de la forma y sin embargo distancia, algo inherente a este tipo 
de experiencia estética basada en el binomio kantiano distancia-desinterés. En ese 
contemplar distante en nada nos debe interesar la “existencia del objeto”. La distancia es 
requisito imprescindible para esa contemplación desinteresada. Lo bello nada tiene que ver 
ni con el agrado (la mera satisfacción de los sentidos) ni tampoco con el conocimiento. No 
me hace conocer, sino pensar mucho. Tampoco se las ve con asuntos morales. Kant hablaba 
de un “gusto bárbaro” cuando se refiere a las clase populares, incapaces de discernir en lo 
tocante al desinterés. Que tienen que buscar en las imágenes una función y que son 
incapaces de la gratuidad. 
Kant revoluciona la cuestión estética al decidir que el placer que obtengo en la 
contemplación no está en el objeto que miro, sino en mí, que puedo experimentar -y 
compartir mi experimento. Este compartir es muy importante, -¡y rescatable!- dado que el 
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sentido no puede aspirar a la objetividad pero si a la “comunicabilidad”. Recordemos que el 
filósofo habla de un sujeto transcendental. Y ese experimentar trata del libre juego de mis 
facultades, de la imaginación y el entendimiento, con la ocasión que me presenta aquello 
que tengo ante mí. Libre juego que cesará en cuanto me separe de él (¿de ahí la voluntad de 
permanecer o el volver a ello una y otra vez?). 
De modo que parece que todo el “arte por el arte”, en el fondo eso del arte como 
algo que “no sirve para nada”, la insistencia en que sólo realmente miramos algo cuando 
existe en nuestras vidas sin otra utilidad que la de ser visto, todo ello es un trasunto 
banalizado de los pensamientos kantianos. Y digo banalizado, porque aunque “no sirva 
para nada”, no es cualquier cosa. Por eso nos hace pensar mucho. La actitud contemplativa 
del espectador vendrá definida por esa mirada estática, desinteresada; ese estar delante de la 
obra como un permanecerrecogido. 
Ya mencionamos más arriba a Clement Greenberg como el gran defensor del canon 
moderno y de la autonomía, tanto de lo artístico como de la experiencia estética. Una 
autonomía formal. Cuando entro en una exposición de Pollock, (para Greenberg todo lo 
mejor de la modernidad tiende a ser abstracto) soy consciente de que estoy en un ámbito 
autónomo. Han preparado este espacio blanco y silencioso para que yo pueda observar una 
pintura que es fiel a sus medios y donde la autorreflexión está presente. La experiencia que 
él defiende arrastra además otra idea que anida en el imaginario colectivo: la obra de arte 
no es sino la expresión de alguna experiencia de su productor. Pero, sobre todo, para 
Greenberg, y siguiendo en este sentido los presupuestos kantianos, esa experiencia estética 
que estoy teniendo (autónoma) se me da de un modo directo y espontáneo. El espectador 
tiene el “sentimiento de la forma” sin ningún valor añadido, ni cognitivo ni ético. No se 
trata de percibir colores y formas en los que se dé realmente una armonía, una proporción 
(cualidades formales que pueden tener un ramo de flores o un estampado de tela) sino de 
una cualidad que se sienta: “su cualidad depende de relaciones o proporciones sentidas, 
inspiradas, como en ninguna otra cosa”, dice en “Actitudes de vanguardia. Nuevo arte en 
los 60”. 
Si el Museo Moderno nace para albergar la obra autónoma, ésta se rodea de un aura 
especial. La originalidad y la unicidad son los dos bastiones en los que se asienta esa 
“materialización de lo absoluto artístico”. Y ello, qué duda cabe, necesitaba una percepción 
 15 
transcendente. No es difícil pensar en la abstracción como la última materialización del 
absoluto. El pintor Barnet Newman parecía tenerlo claro cuando realiza su “The sublime is 
now”. Es decir, que su apariencia “mostrara” algo oculto, que su forma -finita-, nos hablara 
queda y misteriosamente de un contenido –infinito: lo inefable. Creo que fue en un video 
divulgativo de Robert Hugues, The shock of de new , donde pude ver a unos yoguis que 
meditaban sentados en la capilla Huston de Rothko, fundada en 1971 por John y 
Dominique de Menil como una especie de santuario donde se dieran cita todos aquellos 
preocupados por la paz y la libertad. No es casual que, como señala Jean Clair, Rothko 
haya respetado los tonos que en el Antiguo Testamento le habían prescrito a Moisés para la 
construcción del Tabernáculo: ”Harás la morada con diez tapices de lino fino torzal, de 
púrpura violeta y escarlata y de carmesí...” 
Todas estas experiencias nos hablan de una actitud estética caracterizada por la 
concentración de la atención, el desinterés, el desapego, la indiferencia hacia la existencia 
del objeto y el supuesto olvido de sí. Es decir, ignora el contexto sociológico e histórico. 
Esta actitud ha sido criticada y calificada de experiencia transhistórica, de esencialismo 
falsamente universal. 
 
(Casi) nada que ver. 
 
También somos deudores del peso del idealismo del diecinueve para el que la obra 
de arte manifiesta en sus formas un contenido espiritual. Podríamos decir en líneas 
generales que, de modo inconsciente, el público es hoy todavía heredero de estos 
presupuestos simbólicos: algo “esconderán” estas formas, aunque yo no lo entienda.... Es 
cierto que la obra de arte nunca agota su sentido, siempre hay “algo no dicho” y, por tanto, 
da lugar a una pluralidad de interpretaciones. Pero hay que reconocer, que desde sus 
inicios, la obra moderna ha sido especialmente hermética. Qué pensar del poeta S.Mallarmé 
cuando decía: “Por el amor de Dios, no les deis a las masas mi poesía como botín”. Uno de 
los mayores defensores de la dificultad en las obras, el filósofo de la Escuela de Frankfurt 
T.W Adorno, hizo de su Teoría estética un verdadero homenaje a estos presupuestos. Su 
admirado Schönberg, el músico vienés, parece ser que decía: “si se entiende no es arte y si 
es arte no se entiende”. 
 16 
 Qué es lo específico de lo artístico (pero también de lo literario, de lo poético...) es 
una pregunta que acompaña la modernidad. Y por ende lo específico de aquella experiencia 
que provoca, que denominamos estética. Hubo un momento en el que dentro del canon 
moderno occidental se hizo enormemente dificultoso predicar de algo su artisticidad. En 
1948 la revista Life convoca un simposium sobre arte moderno: “Mesa redonda sobre Arte 
Moderno: quince distinguidos críticos y expertos emprenden la clarificación del extraño 
arte de hoy”. Tomo una vez más un ejemplo norteamericano porque hemos convenido en 
aceptar la tesis de que, tras la 2ª Guerra Mundial, “Nueva York roba la idea del arte 
moderno”. Entre los críticos–por supuesto doce nombres masculinos- a favor de “esas cosas 
extrañas”, se hallaría el celebrado Greenberg. La revista estaba fundamentalmente 
interesada en solucionarle al lector medio sus problemas ante un arte que consideraba “feo, 
extraño y difícil de entender”. 
A estos calificativos se les añadirá paulatinamente la insignificancia de aquello que 
se da a ver. Uno de los aspectos más herméticos de la obra contemporánea está fuertemente 
ligado a ese (casi) nada que ver que se impone en un momento dado. 
 Quiero ver algo y no puedo, porque nada o casi nada me dan a ver. Sin embargo se 
puede ver que en aquello que se nos ofrece a la mirada hay una voluntad de forma, se ha 
querido trabajar en esa dirección. Puede ocurrir en la estela que abre Malevicht cuando se 
despide tan radicalmente de toda representación:“Cuadrado negro sobre fondo 
blanco”,”Cuadrado blanco sobre fondo blanco”; hasta los cuadros sin pintura, White 
Paintings de Rauschenberg, de 1952. También ante obras del Minimal calificadas en su 
momento como “dotadas de un mínimo contenido de arte” (a minimal art-content). Los 
objetos específicos de Judd no querían ser ni cuadros ni esculturas. Y Robert Morris se 
lanza con sus cubos de metacrilato... Aún así, “explicar lo sencillo no siempre lo es -dice 
Francisca Pérez Carreño en el estudio que dedica al arte minimal- (y) que haya menos que 
ver, la simplicidad sensible, no implica una pobreza conceptual”. 
En segundo lugar, nada que ver que colme mis expectativas, pues lo que tengo 
delante es literalmente un asunto de los mundos de la vida. Algo que ha reducido al 
máximo su especificidad como arte, de tal manera que se confunde o no se diferencia muy 
bien de los asuntos cotidianos. Puede tratarse de objetos que sigan la estela de los ready 
made, más literales incluso; pienso en las mantas plegadas de Barry Flanagan o en el 
 17 
montón de patatas de Penone, pero también en las aspiradoras que Jeff Koons mete en 
vitrinas. El ejemplo de las Brillo Box de Andy Warhol ha sido comentado hasta la 
saciedad. Esas cajas serigrafiadas en contrachapado que imitan a la perfección a las 
verdaderas y que han provocado la pregunta del filósofo Arthur Danto: ¿Por qué son arte si 
visualmente no hay nada en ellas que me lo indique? O puede que tenga tanto que ver con 
la magia de lo cotidiano que se propongan monumentos a lo nimio, el vacío, a la 
desmaterialización, siempre John Cage en el horizonte de todo ello... 
El primero de los puntos, el que se refiere a la tradición del monocromo y al 
minimalismo, se puede entroncar en una tradición formal. Es decir, la pintura, la escultura, 
en los límites de sus propios medios, elaboran un tipo de lenguaje sólo comprensible para 
los que se interesen en conocer su trayectoria. Para acercarnos al segundo hemos de iniciar 
un recorrido por aquellos momentos en los que se ha “traicionado” la autonomía artística. 
 
La estela de Duchamp: romper la mirada retiniana 
 
Duchamp 
 
 
En su deambular por el Museo de Filadelfia el espectador se puede hallar enfrentado 
a una puerta de madera con unas perforaciones a modo de mirillas. Si se acerca a mirar (si 
se convierte en voyeur) se encontraráde pronto con el pubis depilado de una mujer que 
aparece en diagonal, sin rostro visible, sosteniendo en su mano izquierda una lámpara de 
gas, en medio de un paisaje contrastado contra un salto de agua. Un montaje de diversos 
materiales: madera, ladrillos, terciopelo, cuero tensado en un bastidor de metal, hierro, 
cristal, aluminio, ramas, algodón, plexiglás, linóleo, bombillas eléctricas, lámpara de gas, 
 18 
motor...Una especie de diorama denominado Étant donnés (242,2x177,8x124,5cm) en el 
que trabaja en secreto Marcel Duchamp desde 1946 hasta su muerte y que se instala según 
las instrucciones que deja en 1966 para su montaje. Dentro del museo, tal y como lo había 
pensado el artista, el espectador/mirón se las tiene que ver a solas con la escena, con lo que 
se establece una relación de la que están excluidos los demás visitantes del museo. 
El aficionado actual conoce seguramente una pintura de Courbet que se encuentra 
desde 1995 en el Museo de Orsay, El origen del mundo, un cuadrito de 46 x 55cm que el 
coleccionista Khalil Bey le encarga al pintor francés Gustave Courbet en 1866. El destino 
del cuadro sería en principio el cuarto de baño del coleccionista; más tarde decide 
recubrirlo con una cortina. La azarosa vida del cuadro, del que Bey se deshace por deudas 
de juego, llega a las manos del psicoanalista francés Jaques Lacan en 1955. En su refugio 
campestre, La Prévôte, los amigos de Lacan podrán ver ese “sexo en estado bruto”. Para 
salvarse de las curiosas miradas del vecindario y sobre todo de la asistenta, “que no 
entendería nada”, tanto Lacan como su mujer Sylvia, deciden encargar una especie de 
“panel-cortina” “de trazos abstractos” al pintor André Masson, el frontispicio de un 
mecanismo secreto que accionaban cuando querían ver el cuadro. 
 
 Courbet: El origen del mundo, 1866, Paris, Musée d’ Orsay 
Curioso trayecto: un encargo pornográfico y secreto que nunca fue expuesto en el 
Salón y por tanto no era “obra de arte”, que pasa a ser observado en secreto en un artilugio 
digno de la mejor obra de arte actual, que encontramos en el horizonte del Etant Donnés y 
que ahora espera tranquilo y “desactivado”, diría yo, la visita del público del Museo de 
Orsay, que lo “consume” del mismo modo que cualquier desnudo heroico o bodegón al 
uso... Hacia 1860 fueron censuradas las fotografías de sexos de mujer que el fotógrafo 
Belloc presentaba en relieve para ser vistas con stereoscopio. Fotografías que encontraron 
enorme difusión en el fin de siglo. Todo ello hubo de ser conocido por Duchamp quien 
seguramente quedó extremamente fascinado. No otra cosa percibe el mirón que se 
aproxima a la puerta del Etant Donnés. 
Para Duchamp, “desde la llegada del impresionismo los efectos de la visión se 
agotaban en la retina. El impresionismo, el fauvismo, el cubismo, la abstracción, están 
siempre dentro del ámbito de la pintura retiniana. Sus preocupaciones físicas, las reacciones 
cromáticas, etc..., sitúan en un segundo plano las reacciones de la materia gris”. Pero esto 
 19 
no era aplicable a todos. Algunos, dirá Duchamp, han conseguido ir más allá de la retina. 
Seurat y Mondrian entre ellos. Y por ello dedicó su vida a trabajar en todos aquellos 
aspectos que dislocaran el status quo de lo artístico. 
Volvamos a la retina, que tenía toda una fortuna en el pensamiento francés. 
Precisamente el padre del racionalismo galo, el filósofo René Descartes, había convenido a 
mediados del XVII en considerar la retina como un cuadro. Para ver cómo funcionaba el 
ojo bastaba coger el de un buey, cortarlo, poner una telita y ver cómo el mundo acababa 
reflejándose allí. Es el mismo principio que el que rige la cámara oscura. Courbet 
consideraba que todo lo que no se dibujara sobre la retina estaba fuera del dominio de la 
pintura. Llegará un momento en que esa “pura visualidad” sea contestada. Cuando dicen 
que la pintura de Monet trata sobre “el mismo acto de la visión”, quizá sea esta actitud la 
revisada.¿Qué es eso de una “visión pura” como la defendida por Mallarmé, “despojada de 
memoria y asociaciones”. Un ojo ingenuo, entonces, virgen (“ver sin saber qué cosa se ve, 
atendiendo sólo a la sensación”). 
Recordemos que en Kant nada tienen que ver deseo y experiencia estética. El 
primero es privado y la segunda tiene pretensiones de universalidad. Kant es un ilustrado 
del que todos aplaudimos su preocupación por el concepto e intereses de la comunidad, 
pero es un ilustrado dispuesto con todas las armas de la razón a expulsar el cuerpo de un 
lugar muy difícil, la experiencia estética. Así que yo soy un yo sin cuerpo, pura opticalidad; 
y el placer de mirar se convierte casi en el placer de verme mirando. Ya hemos visto cómo 
la estela kantiana –de distancia y desinterés- ha influido extraordinariamente en el concepto 
–amplio- que ha guiado nuestro comportamiento estético. 
Si alguna característica define la influencia de la posmodernidad en el ámbito de la 
práctica artística es ese cuestionamiento del sujeto moderno: El yo ideal, dicen sus críticos, 
resultó ser “occidental, blanco, heterosexual, masculino y de clase media”: 
falocularcentrismo. Un sujeto fuerte que parece desvanecerse a finales de los 60. 
Progresivamente se reclaman los discursos de la alteridad. Otros sujetos renacen desde 
entonces, que no son ni blancos, ni heterosexuales, ni angloamericanos, ni de clase 
media...Otros espectadores -¡y espectadoras!- que no están contemplado en términos 
idealistas, que en la mayoría de los casos, no pretenden “el olvido de sí” y que ahora se 
consideran una construcción social. Eso sí, un constructo repleto de dudas, deseos y 
 20 
temores; habitantes de comunidades en conflicto, de memorias perdidas. El primer 
movimiento feminista contestaba muy bien: “lo privado es público”. 
Comentamos así mismo cómo para el crítico Clement Greenberg, en quien hemos 
hecho recaer el peso del canon moderno, lo mejor de la modernidad es abstracto Ni Dada, 
ni el surrealismo, son dignos de tenerse en cuenta. Y mucho menos Duchamp y el 
huevo/ojo de Bataille, curiosa contrarréplica, por cierto, al ejemplo cartesiano. Sin embargo 
algunos de sus discípulos americanos –es el caso de la tan influyente Rosalind Krauss- 
consideran que en el mundo de las últimas décadas, en el corazón de la denominada 
postmodernidad, también habría que poner en duda la visualidad moderna. Porque el que 
mira no es pura “opticalidad”, sino que ese ojo, como comentábamos antes, viste un 
cuerpo. Y ese cuerpo no es asexuado. En su libro “El inconsciente óptico”, Rosalind Krauss 
ha decidido recorrer a contracorriente la historia de la modernidad. Una historia –según sus 
propias palabras- que emergía en el propio ámbito del modernismo “sólo para desafiar su 
lógica, para producir un cortocircuito en sus distintas categorías, para desairar sus nociones 
de esencia y purificación, para despreciar su ansia de fundamentación, y, sobre todo, de una 
fundamentación presuntamente de lo visual”. 
Sea con Duchamp, Max Ernst u otros dadaístas y surrealistas, lo que pretende 
Rosalind Krauss es hacer ver que los fundamentos del movimiento moderno estaban 
minados por mil caras oscuras y ciegas: el espacio irracional del laberinto, lo caótico y 
libidinoso, lo irracional, lo siniestro... De ahí su preferencia por figuras como l’acéphale, el 
minotauro; el phasme que mezcla dos reinos, el animal y el vegetal; la mantis religiosa, el 
mimetismo animal; Freud, Dalí, Leiris, Caillois, Lacan. 
Como vemos, varias “modernidades” conviven Existían otras preocupaciones 
estéticas que nada tienen que ver con la mirada estática. Juegos de palabras, soirées 
dadaístas, extravíos por las ciudades, y un modo de experiencia estética en la que irrumpe 
siempre el deseo. Al desinterés se le opone la libido con la que se invisten los objetos y las 
ocasiones. 
 
Acciones y situaciones (Imaginar = ver como sise hubiera estado allí) 
 
 21 
Bajo el mandato de Luis XVI, el inquieto e ilustrado navegante Conde de La 
Perouse viaja por el Pacífico con la única misión de tornar a su país con un mapa mejor. 
Cierto día tropieza con una localidad que llama Sakhalin, pero no sabe si se trata de una isla 
o una península. Para sacarle de dudas, un viejo chino dibuja en la arena un mapa (de la 
isla) con todo lujo de detalles y a la escala que precisaba el científico. La marea estaba 
creciendo. Otro chino más joven se levanta, toma el cuaderno de La Perouse y dibuja el 
mapa con un lápiz. Este gesto tranquilizó enormemente al ilustrado que pudo así llevar 
consigo el documento a la corte. 
Como viejos chinos comienzan a comportarse determinados artistas en el corazón 
de la modernidad; a realizar dibujos, inscripciones, acciones y gestos; piezas sin 
importancia que puede, en cualquier momento, llevarse la marea. No es el objeto como 
“prueba” de su existencia, de la isla y de su viaje, lo que les importa. No les preocupa el 
modo de llevarse la “imagen” de vuelta a la corte de ningún Versalles. Como los chinos 
oriundos de la isla, saben que no necesitan dejar ningún rastro pues nunca van a salir de ella 
y, sobre todo, porque cada día pueden realizar cuantos quieran. Aunque se los lleve la 
marea. 
 Hablar del arte y la vida supone retomar dos derivas románticas: en primer 
lugar reivindicar ese anhelo de romper las barreras donde se localice lo estético, revisar por 
tanto el concepto de autonomía que había organizado la modernidad. En segundo lugar, un 
empeño en que lo estético sea capaz de solucionar la escisión que se produjo de forma 
tajante cuando el capitalismo divide nuestra experiencia entre trabajo y ocio. Hablar de arte 
y vida presupone también en nuestros tiempos que no todo suceda en museos y galerías, en 
esos espacios preparados especialmente para que en ellos se tenga una experiencia estética 
autónoma. 
¿Dónde empezó todo? A los gestos antes mencionados, de Dada y Surrealismo, se 
les van a unir las propuestas de Piero Manzoni, de Yves Klein, Alberto Greco en los 
cincuenta; los grupos americanos de la generación beat, Fluxus y sus conciertos; Marcel 
Brrodthaers; la apuesta situacionista por la deriva, el hecho de que intenten interrumpir el 
ritmo habitual de las ciudades, apropiarse de lugares. Recordemos que todo ello desemboca 
en Mayo del 68, cuando se buscaba la playa bajo los adoquines. Más tarde los artistas 
americanos de la antiforma, Ana Mendieta, Eva Hesse, los povera italianos, Beuys en 
 22 
Alemania; Hélio Oiticica y Lygia Clark en Brasil. Y tantos otros, tantas otras. Todos 
buscaban en los objetos y en el entorno, en las acciones y en las situaciones una posibilidad 
de que lo espontáneo, lo vivo, lo azaroso resistiera en una sociedad de creciente 
racionalización. La obra como acontecimiento -llámese acción, perfomance, happening, 
intervención-, y aún la obra formalizada con pretensiones de perdurar, cuenta también con 
el carácter efímero como algo intrínseco a su concepción. 
A todo ello se le añade el cuestionamiento de los aspectos exhibitivos y de 
distribución de la obra.. En ellas se muestran La simulación duchampiana, la Boîte en valise 
, esa especie de maleta de representante de arte, nos conduce hasta el Museo de Arte 
Moderno. Departamento de las Aguilas que Marcel Broodthaers inaugura en 1969, al calor 
del espíritu de Mayo del 68. Todo estaba dispuesto como en un verdadero museo: las 
tarjetas con el membrete oficial; la inauguración por parte de un verdadero director de 
museo, Johannes Cladders, del Museum Monchengladbach, de Alemania; los invitados, 
críticos, coleccionistas, y conservadores de museos. Pero la obra permanecía oculta. Sólo 
los embalajes - que Marcel le había pedido en préstamo al Museo de Bellas Artes de 
Bruselas- hablaban de la presencia de algo que señalan como "obra de arte" ya que "debía 
manejarse con cuidado y mantener en lugar seco". Eso sí, el público ávido de iconos podía 
contemplar, entre focos y escaleras que avisan de la operación del montaje, una serie de 
postales en color en las que se presentaba la pintura francesa de la época: Ingres, David, 
Meissonier, Corot, Puvis des Chavannes... 
¿Cómo ver todo este tipo de obras? ¿Dónde? Hoy en día nos cuesta trabajo disfrutar 
en el espacio del museo de un arte que más parece “raptado” de los lugares donde tuvo 
lugar, de su contexto efímero y festivo; la calle, la naturaleza, el taller del artista, pero 
también esos espacios alternativos, centros de enseñanza o pequeñas galerías, donde un 
grupo de amigos solían reinventar el mundo: la galería Azimut, un sótano anexo a una 
tienda de muebles en Milán, el Black Mountain College, l’Attico, un viejo garaje semi-
enterrado en Roma...El espectador habituado a la contemplación en el ascético espacio del 
museo, quizá espere, como parecía ocurrirle a Marcel Proust, que se reproduzcan las 
condiciones en las que había estado el artista en el momento de la creación. Lo cierto es 
que se hace muy difícil mostrar esta obra. Vemos fotos del Muelle en espiral realizado en 
1970 en el Gran Lago Salado del desierto de Utah (1970) por Robert Smithson y nos 
 23 
admiramos. Pero bien nos explica Tonia Raquejo en su libro sobre el Land Art la 
importancia de acceder a la experiencia integral de Robert Smithson: ver la filmación que 
el artista realiza desde el helicóptero; los destellos de la espiral: rocas blancas de sal, 
basalto negro, las mezclas de agua roja; sus paseos por el interior de la espira; leer el texto 
que Smithson escribió. 
Las piezas, realizadas para intervenir lugares, en los suburbios, en fábricas 
abandonadas o en medio de la naturaleza, no se relacionan bien con el espacio limpio, 
sanitario y pulido en el que se nos muestran. Mucho menos las acciones, los ambientes, las 
intervenciones, las situaciones. La actitud primera, inmediata y desprejuiciada, es muy 
difícil de mantener en una obra que vaya canalizada a través del mercado; pierden frescura 
y credibilidad. 
Por ello, una de las posibles soluciones podría ser ese golpe de lucidez que nos haga 
reconocer muchas de las piezas exhibidas como fetiches; una reliquia, presencia de 
ausencias a las que podemos volar y que nos invitan a contextualizar lo ocurrido, a solicitar 
narraciones –siempre suelen ser muy poéticas- que re-creen la escena. Ver, en este sentido, 
haría mejor en llamarse imaginar. No está reñida está actividad con la visualización de 
fotografías o películas que, a veces, por fortuna, acompañan estas muestras. Se me ocurre 
que un comportamiento de este tipo puede solucionar la ansiedad de no saber por qué 
aquello que –casi siempre- se presenta desactivado en una vitrina, o desamparado en medio 
de un espacio aséptico, “es arte”. Imaginarse así el entorno próximo a John Cage, en 1952, 
en el festival Woodstock de Nueva York, cuando interpreta 4’33’’, una pieza sin sonidos 
propios. Cómo el interprete permanece todo ese tiempo ante el piano, con su tapa bajada, y 
sólo los sonidos del entorno intervienen. Volver a Minutiae, una representación (pieza) en 
el Black Montain College de 1955, como lugar paradigmático de hibridación, ya que 
participa Rauschenberg con sus objetos, la danza de Merce Cunningham y la música de 
John Cage. Imaginar cómo hace poco, en la Facultad de Bellas Artes de Madrid, Juan 
Hidalgo realiza de forma espontánea su sinfonía de las tres gafas. “Nadie sabe quedarse tan 
inmóvil como él” comentaba la gente casi 50 años después de Cage. 
Imaginar también la tarde en que Ives Klein lanzó al Sena sus “certificados de 
sensibilidad inmaterial”; a Piero Manzoni a las 7 de la tarde del 21 de Julio de 1961 en su 
acción Consumazione dinamica dell’arte dal publico, divorare l’arte; imaginar al artista y 
 24 
al público cuando durante 60 minutos ingieren los 150 huevos duros previamente marcados 
con la huelladel dedo pulgar de Manzoni impregnado en tinta de tampón burocrático. No 
hay otra opción si se tiene interés en la gran bola de periódicos de Pistoletto, que rescatarla 
del espacio blanco y aséptico donde se exhibe y volver a imaginarla –por mucho que ayude 
a ello los 20 minutos de película de 16mm de Ugo Nespolo: Buongiorno Michelangelo-. 
Volver a imaginarla en 1967, rodando por las calles de Turín, empujada por Michellangelo 
Pistoletto y una amiga, entre tres de las galerías donde estaba expuesta. Una exhibición 
cuyo equívoco nombre ya lo dice todo: Con temp l’azione. La palabra unida se lee: 
“contemplación”, pero, al estar escrita en pedazos, significa también algo que resume esta 
poética de la que venimos hablando: “con el tiempo la acción.” 
Imaginar con dolor a Ana Mendieta en su Rape Scene de 1973, cuando se expone 
como victima de una violación. Imaginar el mismo año a Lygia Clark, cuando crea su obra 
Baba antropofágica. Leer sus propias palabras con el sentido que tuvieron entonces, en un 
curso sobre comunicación gestual en la Sorbona:“Una persona se estira en el suelo. 
Alrededor suyo los jóvenes que está arrodillados se ponen en la boca un carrete de hilo de 
varios colores . Empiezan a estirar con la mano el hilo que cae sobre la persona acostada 
hasta vaciar el carrete. El hilo sale lleno de saliva y la gente que lo estira empieza a sentir 
simplemente que está estirando un hilo, pero en seguida tiene la percepción de que está 
tirando el propio vientre hacia el exterior 
Este tipo de obra no depende tanto de un espectador entendido en términos 
tradicionales. Dicen que las primeras performances de Chris Burden (Shoot, 1971) sólo 
estaban realizadas para un reducido número de colaboradores. No tiene sentido en una obra 
como el Parangolé de Helio Oiticica, una capa que uno ha de ponerse y que a medida que 
corre o baila va “desprendiendo” capas de paños de colores . Oiticica no hablaba nunca de 
espectador sino de “participador”. Por lo tanto, cuando se nos “muestran”, ¿cómo acercarse 
a ellas sino imaginando haber estado allí? 
Ver, recorrer, intervenir 
En 1974 el artista Dan Graham prepara su pieza Present Continuous Past(s). Una 
habitación con espejos en la que el espectador entra y donde se encuentra con un circuito 
cerrado de televisión y no tiene más remedio que adoptar el papel de performer. Si quiere 
ver algo, será su propia imagen captada por la cámara de video y retardada en el monitor. 
 25 
El espectador-sujeto, acostumbrado a observar desde fuera, es absorbido por la cámara, 
llevado a una posición que le objetualiza. 
Sabemos que Graham pertenece a esa generación que en torno al 68 habían decidido 
romper las compuertas entre el terreno autónomo del arte y los días de cada día. La 
insistencia en lo procesual, lo performativo de las prácticas artísticas, también la prioridad 
del cuerpo va a estar presente en las estrategias de aquellos artistas que deciden trabajar con 
instalaciones o piezas estables. Tampoco estas obras llevan consigo la propuesta de una 
contemplación absorta donde algo inmediato y cerrado se da en toda su completud. 
No es nuevo el concepto de entorno –environment- Podríamos retrotraernos a los 
espacios de El Lissitzky, su Proun (Proyecto para la fundación de nuevas formas 
artísticas). En 1923, en su Espacio Proun, lleva a la realidad la dimensión espacio-tiempo 
por medio de una obra que puede ser recorrida, aunque, al mismo tiempo, se le presente al 
espectador como un cuerpo extraño. Kurt Schwitters, por su parte, levanta progresivamente 
su Merzbau desde 1923 hasta 1936. Construcción –montaje deshechos- que llega a invadir 
el espacio vital de su creador. En ambos casos los artistas se afanan en buscar nuevas 
relaciones entre el observador y un objeto que no es una superficie rectangular colgada de 
una pared, ni un cuerpo tridimensional que uno contempla al modo de la escultura 
tradicional. Ambiente spaziale denomina Lucio Fontana su Ambiente nero, exposición 
celebrada en Milan en 1949, prototipo de environnement. Una atmósfera lunar a la vez 
poética y sugerente, según palabras de un amigo de Fontana fascinado por aquel lugar 
“donde habían sido abolidas las fronteras y donde todo llamaba al espacio del 
inconsciente...” 
 Entornos, ambientes, instalaciones...Todo ello apunta ya desde algunas prácticas 
ortodoxas, la pintura y la escultura. La obra de Barnett Newman, por ejemplo, Vir heroïcus 
sublimis 1950-51, con la que ilustramos los problemas de la forma, el símbolo y lo inefable, 
nos puede servir también como inicio de este apartado. El pintor tan defendido por 
Greenberg comienza a “traicionarle” cuando propone sus campos de color. Algo empezaba 
a pasar. Las dimensiones colosales de la tela (2,42 x 5,42cm) implican al observador en una 
contemplación especial. La temporalidad, enemiga de esa contemplación moderna basada 
en la recepción instantánea de la obra, comienza a hacer de las suyas. El espectador tiene 
que recorrer ese campo de color que le envuelven amorosamente. 
 26 
Unos años más tarde, al otro lado del Océano, el artista italiano Michelangelo 
Pistoletto se lanza con una propuesta que trabaja la temporalidad y la experiencia del 
cuerpo en otro sentido. También realiza cuadros y los cuelga en la pared, pero son 
superficies reflectantes a las que había adherido de modo muy sutil imágenes fotográficas 
muy realistas, cualidad que provoca una confusión a un espectador incapaz de contemplar 
absorto su propuesta. Porque entramos en la sala –la impresión siempre es más impactante 
ante la presencia de muchos cuadros- y al mismo tiempo en el espacio del cuadro. Y al 
hacerlo arrastramos con nosotros el propio espacio de la sala en la que estamos. 
Recordemos que se trata de un superficie especular. Una vez en el espacio del cuadro, no 
tenemos más remedio que compartirlo con los personajes que están en él. Siempre ajenos a 
nosotros. Contradictoriamente, Pistoletto parece haberse cuidado muy bien al escoger sus 
figuras en seguir las máximas del crítico dieciochesco Denis Diderot cuando, en sus 
comentarios del Salón, le pide al artista que se esfuerce en conseguir que los personajes 
permanezcan absortos en sus tareas. Que no den nunca la impresión de un diálogo con el 
espectador. De este modo el que observa se siente tan ignorado como si estuviera en la 
platea de un teatro y el cuadro cobraría una mayor eficacia. Ahora, en Pistoletto, el cuadro 
es un “dispositivo de temporalidad”. 
 Cuando en 1967 el crítico formalista Michael Fried escribe su conocido artículo Art 
and Objethood, se refiere a uno de los elementos que dicha crítica considera como extraños 
a la visualidad: el tiempo. ¿Culpables? Los minimalistas, aquellos artistas que como 
Donald Judd, Robert Morris, Carl André se afanaron en la producción de objetos de 
materiales industriales, bien cortados, pulimentados, de acabado perfecto, que responden a 
formas sencillas, que son casi siempre todos iguales y tienden a la repetición. Y que por 
todo ello tienen un mínimo contenido artístico.. Se habla en muchas ocasiones de la crítica 
del minimal a la contemplación estática. Sí que es cierto que, más allá de la visualidad 
tradicional, todos ellos estuvieron empeñados en la repetición y la serie (algo ya de por sí 
temporal) y sobre todo con la experiencia de la obra en el espacio. Apelaban a un cuerpo/ 
sintiente y contextualizado, es decir consciente de su relación con las obras y el espacio 
expositivo. No había lugar para un espectador que contemplara al modo tradicional, que 
experimentara visualmente la cualidad que, según Greenberg, se le da ante la obra. El 
espectador se enfrenta ahora a una posibilidad de recorrido en el que, muy a pesar de Fried, 
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habría de emplear un tiempo. Obras teatrales, según Fried, porque “no consiguen unidad 
formal en sí mismas ni que el espectador entre en el estado de olvido desí mismo que exige 
la mirada interpretativa moderna. Las obras “exigen” la presencia del espectador. 
Pensemos en una obra como las Vigas en L, (1967) de Robert Morris el espectador tiene de 
ellas experiencias distintas y siempre en relación a su propio cuerpo. Así, dice Rosalind 
Krauss, se supera la condición puramente óptica de la interpretación artística. “Sabemos” 
que las tres son idénticas pero es imposible percibirlo: la primera erguida, la segunda 
recostada sobre un lado y la tercera apoyada en sus dos extremos. Erguida, apoyada, 
recostada, como si fueran otros cuerpos, otras presencias...De este modo al espectador no le 
queda más remedio que ver “comparando”, que percibir con todo su cuerpo todo un sistema 
de relaciones. Hablaban de fenomenología de las salas. A mi modo de ver esta experiencia 
perceptiva es una de las principales aportaciones del minimalismo. Aunque hay que 
reconocer que ese espectador/cuerpo sigue “universalizado”. 
En 1987, Richard Serra, un artista de la generación postminimalista, que gusta de 
trabajar con materiales más cálidos cuyas cualidades respeta, propone su Tilted Arc, un 
“arco fallido” de acero de 36,6x36,6x0,064 m., que instala en un lugar muy frecuentado de 
Nueva York, la Federal Plaza. Su herencia minimalista será precisamente ese tratamiento 
fenomenológico, esa apelación a un cuerpo, el de los transeúntes, que tenían que vérselas 
con algo extraño que reorganizaría sus idas y venidas. Hasta tal punto que el 15 de Marzo 
de 1989 fue destruido por una nueva administración republicana a la que los burócratas 
conservadores habían alentado notablemente en la empresa. Parece ser que las razones de 
seguridad –impedían a la policía ver al “otro lado”- fueron de las que más pesaron. 
 Son muchas las obras que desde entonces nos invitan a entrar y salir de los recintos. 
Pensemos algunos ejemplos. Espacios inquietantes como los que nos propone Bruce 
Nauman, sus habitaciones triangulares, de siniestra luz amarillenta. En los recintos 
destartalados de Ilya Kabakov. Acceder a las torres inmensas que Louise Bourgois instala 
en la sala de máquinas de la New Tate en el 2000 no puede ser experiencia inmediata para 
ninguna mirada sin cuerpo. Subir, bajar, permanecer sentada, mirarse en los espejos, pensar 
las metáforas que propone la artista. La primera torre I do tiene que ver con la buena 
madre, es una pieza abierta, "un estado activo", dice la artista. Un laberinto de escaleras 
por el que se asciende a una sala con una silla de madera rodeada de una serie de espejos en 
 28 
los que uno aparece tal como es o se deforma, se desdobla, se triplica. Cuando ascendemos 
por la escalera anexa nos topamos con una puerta cerrada -¡debería estarlo pero no siempre 
lo está a causa del molesto ruido!- que blinda el monumental e irregular paralelepípedo del 
In do, la mala madre. Pensar al mismo tiempo por qué habla de ellas como la buena y la 
mala madre, experimentar la propuesta plástica en el material, en las formas abiertas o 
cerradas...Leer la hoja informativa, hojear sus libros más tarde. 
¿Llevan todas estas obras el arte a un punto cero por haber dejado de trabajar con 
los género tradicionales: cuadros, esculturas, estampas? Al contrario, las posibilidades 
expresivas se multiplican y el vocabulario se enriquece notablemente. La voluntad de 
forma persiste. No hay tanta literalidad como se piensa, sino una fuerza poética que se 
desarrolla en áreas metafóricas muy plásticas. Ocurre incluso en obras en las que se trabaja 
–de modo intencional- con una visualidad escasa. En 1971, Giovanni Anselmo dispone en 
la sala de exposición un proyector del que nada emerge. Sólo si el cuerpo del espectador 
interrumpe el chorro de luz aparece en alguna parte de su cuerpo la palabra “visible”. No 
hace mucho tenía la ocasión de comprobarlo en el CGAC. Los espectadores estaban ya a 
punto de irse aburridos cuando en el pantalón de un niño aparece la palabra VISIBLE. 
Luego en la falda de una señora mayor, en una espalda... 
Una vez que uno conoce esta pieza ya todo parece posible. Se llama amplitud de 
experiencia y se goza con ella, con cada posibilidad que los artistas indaguen: lugares que 
comparten espacio con proyecciones de video, sombras, muchas veces, que recorren las 
paredes al tiempo que uno las evita. En las proyecciones de luz sobre los objetos de Eulàlia 
Valldosera, los cuerpos espectrales atraviesan sus camas; sin saber si es sobre, en medio, 
con o levitando en torno al lecho. Inmaterialidad pero plasticidad. Las Delocazione de 
Claudio Parmigniani son piezas que hay que esforzarse mucho para ver. El artista no ha 
hecho más que retirar de una pared objetos y cuadros que llevaban tiempo en el sitio y 
mostrar la huella que había dejado la acción del tiempo. La artista Rachel Witheread saca 
la impronta de los objetos y los lugares. De todo ello no vemos más que su negativo. 
Rosangela Rennó nos vela sus fotografías. Sólo si el ojo insiste emergen las figuras 
fantomáticamente al cabo de un rato. 
Objetos manipulados, acumulados, esparcidos en vitrinas, escaparates, estantes; 
Instalaciones: espacios intervenidos, puertas que no se abren, pantallas en vez de paredes y 
 29 
tramoyas y artilugios que crean falsos lugares. Arquitecturas ficticias. Para Josu Larrañaga, 
en su libro “Instalaciones”: “la instalación confiere al espacio una dignidad especial, lo 
sitúa en el centro de la propuesta plástica...pero a su vez inviste también al espectador como 
eje y fundamento de la experiencia artística” 
También el media art, que continúa de alguna manera las estrategias de 
inmaterialidad que comienzan a proponerse en los años cincuenta (Klein, Manzoni, Cage...) 
apela de forma especial a la figura del espectador, ahora receptor/participe. Voy a 
contrastar dos instalaciones para que nos muestren cómo se producen estos cambios. 
1968: el artista Jeannis Kounellis realiza una instalación muy física. En ella conjuga 
los elementos de la cultura y la naturaleza. Plantas, tierra y cactus en unas barras 
“minimalistas” y un papagayo frente a una placa/lienzo en blanco como “el más allá de la 
paleta de cualquier pintor”. El espectador que penetra en la sala y pasea por la instalación, 
se ve confrontado a varios binomios, todos ellos directamente relacionados con el mundo 
de los sentidos, frío/caliente, liso/rugoso, naturaleza/cultura. Otro loro anuncia cambios 
importantes casi treinta años más tarde. 
En 1996, el artista Eduardo Kac, realiza Rara Avis, una “instalación de 
telepresencia” en la que una Arara telerrobótica permanece en una jaula con cerca de 30 
pájaros. La arara no tiene ojos, sino dos cámaras CCD (Charge –Coupled Device). La pieza 
tiene, en palabras de Claudia Giannetti, “una existencia física en el emplazamiento de la 
obra, y telemática a través de internet, lo que significa también dos tipos de participación: 
“local, mediante la utilización de unas gafas de realidad virtual, y a distancia, a través de la 
red”. El espectador-partícipe se convierte ahora en lo que Claudia Giannetti denomina 
“interactor”, figura que se da en los sistemas interactivos, esos “sistemas complejos, 
abiertos y pluridimensionales”. En ellos, el interactor, “además de “actuar” mentalmente en 
el espacio de la obra, desempeña un papel práctico fundamental en la propia efectivación de 
la misma”. 
 
 
Ver y Leer y Leer y Ver 
Todo este territorio en el que nos venimos moviendo, que se sale de los géneros 
tradicionales y que exige por ello otro tipo de mirada, se tiende a denominar en sentido 
 30 
amplio arte conceptual. Como Duchamp recalcó tanto siempre su desprecio hacia lo 
puramente retiniano y su interés en la materia gris, se ha insistido demasiado en hacerle 
merecedor de la “paternidad” de este arte. Ya se sabe, si uno “decide” que un urinario se 
convierta en una fuente, si se envía a un jurado con un (falso) nombre de artista, nada lequeda al arte sino transitar por los caminos de la decisión. Y la decisión pertenece por 
derecho propio no al dominio de lo sensible, sino del intelecto. Mal situados estamos 
además si a estas alturas necesitamos de padres, así que haremos mejor en rescatar un poco 
a Duchamp de esa visión en exceso reductora. 
Es cierto que él mismo rehúsa la trayectoria del artista romántico. Esto es 
importante. En 1916 le escribe a su hermana Suzanne desde Nueva York y le comenta sus 
trasiegos con los ready made: “No te esfuerces demasiado en comprenderlo en el sentido 
romántico, impresionista o cubista, esto no tiene ninguna relación con ello”. Jugosa 
mezcolanza de términos: romántico, impresionista, cubista; pintores todos “ellos” 
demasiado interesados en la producción de una obra genial. Quizá por ello el afán lúdico de 
buscarse “una” alter ego en Rrose Sélavy. 
Con todo, me gustaría invitar al lector a preguntarse, más allá del urinario y la 
Gioconda con bigote, por este personaje que no es sólo el causante del acabamiento del arte 
en términos románticos. Y sobre todo me gustaría invitar a través de una obra de Duchamp 
a la reflexión acerca de otros de los cometidos del arte conceptual: la especial relación entre 
la visualidad y la textualidad. Tomemos como ejemplo una pieza de 1921, Why Not 
Sneeze? (Por qué no estornudar?), una jaula con 152 cubitos de mármol que parecen 
azucarillos, que contiene a su vez un hueso de sepia y un termómetro. Algo comentó su 
autor al respecto: parecen azucarillos, pero están hechos de mármol y cuando alguien 
levanta la jaula pesa más de lo que se supone, y el termómetro le toma la temperatura al 
mármol., etc. El espectador tiene ante sí un objeto enigmático, pero un título que también lo 
es. 
Pues bien, esta pieza abre una tradición con gran fortuna, más allá del mundo 
autorreferencial en el que se mueven algunas obras conceptuales. Un mundo objetual que 
interactúa con el texto. Algo que más tarde experimentamos en piezas cercanas a la 
Instalación 
 31 
No es distinta la mirada que se enfrenta setenta años después del mencionado ready 
made de Duchamp a otro receptáculo, la pieza de Damien Hirst La imposibilidad física de 
la muerte en la mente de alguien vivo (1991). Se trata de una vitrina en la que aparece un 
tiburón 
“de verdad”, disecado en formol. Ya por si sólo el título es hermoso. La frase condensa un 
sentido que a la vez se abre en capas infinitas. Podemos llegar a pensar que es más potente 
la frase que la pieza visual. Lo que llega después del encuentro de ambos regímenes es un 
relámpago de significados. Inagotable. 
 He querido proponer estas piezas como modelos de una forma de mirar. 
Concebidas como obras abiertas, se mueven en un plano poético de asociaciones 
inconscientes cuyo efecto estético puede llegar a conseguir la inmediatez de la metáfora. 
Así, el espectador es afectado al imponérsele esa apariencia de la que todo sentido unívoco 
está ausente. Como en algunos poemas escritos, como en los cuentos, nos perdemos en 
mundos muy amplios que se nos abren con una fuerza tomada prestada de la verosimilitud. 
El espectador tiene en estas piezas la posibilidad lúdica de jugar en el terreno 
conjunto de texto e imagen. Pero hubo un momento en que lo textual se impuso con tanta 
fuerza que hasta la palabra parecía estorbar al sacrosanto concepto: el arte no sería más que 
una idea... 
 En 1993 tuvimos ocasión de ver en la Fundación La Caixa de Madrid, en la 
exposición Toponimias, la pieza Index (Now They are) Indice (ahora ellos),1991-1992, del 
grupo Art & Language., una serie de óleos sobre lienzo en madera y cristal esmaltado de 
191x163 cm. Eso es lo que vimos, lo que “no vimos” fue la imagen, literalmente ocultada 
hasta la opacidad por un cristal esmaltado pintado en rosa, la copia de El origen del mundo 
de Courbet. Ya no hay cortinilla verde, ni panel de quita y pon. Ahora aquel encargo 
“pornográfico” hecho a Courbet, había sido cegado, o quizás protegido para los siglos 
venideros por otra mirada masculina, la de los integrantes del grupo Art & Language . 
Al mismo tiempo que los géneros tradicionales se escapaban del marco y a las 
nuevas propuestas plásticas les acompañan las acciones y las situaciones, hubo quien pensó 
en la posibilidad de un arte que se refiriera a si mismo hasta unos términos tan abstractos 
que llegara a confundirse con el mundo del concepto. Así, Art & Language eran 
conscientes de que el espectador tenía que entregarse a “un contenido filosófico”, huérfano 
 32 
de toda referencia que le implicara con algo dado a ver. Otro artista, Joseph Kosuth, había 
insistido en “el arte como idea como idea”. El arte no tendría otro cometido que el de 
investigar su naturaleza, su función. 
Además del análisis filosófico de la naturaleza del arte, se decide que éste no 
descanse más sobre su apariencia, sino sobre su concepción. ¿A qué se ve enfrentado el 
espectador? La reflexión teórica y la obra de arte no se dan por separado. En las 
exposiciones, el artista exhibe, muestra el problema, muestra esta relación entre arte y 
filosofía, arte y lenguaje. 
El objeto artístico de alguna forma ha de estar materializado, pues se da a ver. 
Pensemos en una obra de Sol LeWitt y en sus palabras: “la ejecución de una obra es un 
asunto rutinario, antes de nada se da la concepción el planteamiento”. Con todo ¿no es ante 
sus piezas de variaciones de cubos, donde el espectador tendrá la ocasión de ver 
comprendiendo o de comprender viendo, las mil posibilidades del cubo, el carácter infinito 
de una serie? En ese momento se cumplen las premisas teóricas del artistas, aquellas que le 
llevan a afirmar que hay muchas variaciones que no se materializan por cada obra que lo 
logra. 
En fin, todo ello pertenece a la vertiente “más dura” del arte conceptual, la 
denominada analítica. Me gusta pensar que no es buena táctica ver este tipo de obras –otro 
tanto ocurre con algunas propuestas del minimal- “a la sombra” de los textos, sino 
enfrentarse a ellas desde la materialización que en última instancia se propone. Sólo al ver 
la obra“Una y tres sillas” comprendo lo que Kosuth me propone. Una silla de verdad, su 
imagen en una fotografía y la definición de la palabra silla del diccionario. Disfruto por una 
especie de lucidez que se presenta en un instante Luego me demoro, analizo, relaciono y 
gozo también con ello. No otra cosa hacíamos con Magritte fue de los primeros en 
enfrentarnos a esos juegos entre visualidad y textualidad: Esto no es una pipa es una de las 
primeras frases que nos lleva a lo que se entiende por arte conceptual en un sentido más 
restringido, aquel que “repiensa” los problemas del arte: desde el propio concepto de 
representación, pasando por el estatuto del artista creador y la presencia del espectador a los 
derivados de la distribución y exhibición de la obra. 
 En 1971 los estudiantes del artista John Baldessari escriben en las paredes de la 
galería hasta cubrirla por completo: “No haré nunca más arte aburrido. No haré nunca más 
 33 
arte aburrido...” Como vemos, el lenguaje no está siempre al servicio de un ejercicio de 
autorreferencia. Eran años de efervescencia política (Mayo del 68 francés, Plaza de las tres 
culturas en México, protestas en Norteamérica por la guerra del Vietnam...) y el lenguaje 
quiere comunicar nuevamente, salir al contexto y ponerse al servicio del mundo. 
Tampoco es casual el peso que han tenido las investigaciones que por entonces 
realizan filósofos como Michel Foucault sobre inscripciones, archivos, horarios, libros de 
contabilidad y en general todos la documentación administrativa y su relación con las 
distintas instituciones (ese poder de escritura del que habla) ¿Por qué, cuando hablamos de 
imágenes no nos referimos a los diagramas, planos, listados, fórmulas, inscripciones, todas 
ellas cercanas tanto a la mano como al ojo? Cuando en

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