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CUANDO PAPÁ LASTIMA

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CUANDO PAPÁ LASTIMA
Rayo Guzmán
Cuando papá lastima
Reconstruyendo la capa del
superhéroe
El sueño del héroe es ser grande en todas partes. Víctor Hugo
Con amor y admiración para Roberto.
Para todos los padres del mundo que por ignorancia, inconsciencia,
amor o desamor lastiman a un hijo, a veces sin darsse cuenta.
–¿Has empleado todas tus fuerzas? –le preguntó el padre.
–Sí –respondió el niño.
–No –replicó el padre–. Aún no me has pedido que te ayude. Bruno
Ferrero
Durante los últimos cinco años de mi vida me he dedicado a contar
historias a través del relato breve. El ejercicio literario ha dado a luz
tres libros que lograron conectar emocionalmente con sus distintos
públicos. Regalos para toda ocasión (MileStone 2012), se ha
convertido en el libro de experiencias femeninas al que acuden las
lectoras para resucitar la llama de la esperanza, motivarse y creer en
sus talentos y virtudes cuando sienten desfallecer. Tú princesa y yo
sapo (MileStone, 2013), mi libro tributo al género masculino, donde
han quedado plasmadas las vivencias emocionales de muchos
varones que se atrevieron a abrir su corazón y nos permitieron
conocer qué sucede con ellos después de que besan a la princesa.
Cuando mamá lastima (MileStone 2015) llegó a ser la cereza del
pastel de mi colección de relato breve y las miles de historias
recolectadas en el campo de la vida real, compartidas
generosamente por personas que confiaron en mí y se arriesgaron a
convertirse en personajes de mis libros, ahora son esos personajes
entrañables que nos conducen desde la lágrima a la sonrisa
caminando entre los senderos del amor incondicional, el amor de la
madre. Sin embargo, cuando recorrí todos los rincones posibles del
país con la conferencia del mismo nombre, «Cuando mamá lastima»,
con frecuencia comencé a estuchar la siguiente pregunta: «¿Y
Cuando papá lastima , lo vas a escribir?»
También comenzaron a llegar mensajes a las redes sociales y, lo
más importante, testimonios de cientos de personas que,
conmovidas por la lectura de Cuando mamá lastima , estaban
entusiasmadas y decididas a compartir su experiencia y entregarla a
mi vocación para escribir una historia inspirada en ellos. A todos ellos
mi gratitud y mi admiración eternas. La convocatoria que acostumbro
realizar en redes sociales lanzado una pregunta, hizo posible la
recepción de cientos de historias más. «¿Qué hace (hizo) tu papá
que te lastima?» era la pregunta, y las respuestas se fueron
acumulando.
El resultado es este libro, escrito en el formato de mi colección de
relato breve, ya que también he escrito una narración larga, mi
primera novela La mujer de ceniza y el hombre que no podía escribir
(Selector, 2017). Así que he seguido la misma fórmula: las historias
reales que leo y escucho, después las utilizo para narrar en primera
persona, a manera de testimonios, lo que emergió de la realidad. Así
construyo personajes que se parecen a los que me regalaron su
testimonio pero no son ellos. Al convertirse en personajes dejan de
ser una voz individual y comienzan a hablar por muchos otros.
El dolor como la experiencia de la que surge el crecimiento humano
es una de las premisas de vida que he tenido. Dicen mis amigos
médicos que el dolor es una sensación que se detona por el sistema
nervioso central y que puede ser constante o intermitente, puede ser
agudo o puede ser espantosamente sordo, lacerante. Sin embargo, y
sin ser médico, estoy totalmente de acuerdo con ellos en una cosa:
el dolor avisa y ayuda a diagnosticar algún problema más profundo.
Por eso los títulos de mis libros, porque es ahí, donde te duele,
donde hay herida, donde tienes lastimado un trozo de tu corazón, es
precisamente ahí donde es posible que encuentres la maravillosa
oportunidad de sanar males más profundos o añejos y donde te
convertirás en una mejor persona.
Mis amigos médicos también me han dicho que existen dolores
crónicos. Son dolores a los que incluso te llegas a acostumbrar. Los
extrañas cuando se van. Ya viven contigo. Así tienden a ser las
heridas provocadas por nuestros padres, porque son antiguas,
algunas a veces las negamos, otras las escondemos tras vendajes
(algunos muy bien elaborados alimentados por el ego; otros no tanto,
alimentados por un victimismo inútil), y tratamos de fingir que todo se
ha superado y que forma parte de un pasado. Hay quienes
convierten esos dolores en rencores enfermizos o resentimientos que
dañan no solamente su vida emocional, sino que llegan a
somatizarse y convertirse en serias enfermedades acompañadas
también de dolores físicos.
Y sí, efectivamente, papá es una figura que a veces lastima. La
figura paterna es muy importante para el conveniente desarrollo de
un ser humano. Sin embargo, considero que al ser la figura de la
madre una figura tan poderosa en lo biopsicosocial, el rol del padre
en determinados entornos socioculturales se ha desvalorizado. Las
mujeres hemos luchado durante años por nuestros derechos, por el
reconocimiento de nuestros talentos y posibilidades humanas y por
conseguir espacios de desarrollo distintos a la cocina o a amamantar
a un crío. Considero que todo esto también ha tenido un efecto
inesperado y tal vez colateral: mientras se iluminaba lo femenino se
ensombrecía lo masculino. Es el precio a pagar por tanto tiempo de
dominación masculina. De este modo, podemos constatar que en la
actualidad el varón se siente desubicado al pretender conquistar a
una mujer del siglo XXI que en nada se parece a su madre, ni a su
abuela, y que en distintos discursos cotidianos dice directa o
indirectamente: «Yo no necesito de un hombre para ser feliz».
La palabra «padre» proviene del latín pater , patris , cuyo significado
es patrono, protector, defensor, y tenemos que reconocer que la
influencia que tiene la figura paterna en la construcción psíquica de
un ser humano es innegable. Un padre transmite identidad, disciplina
y vitalidad a la personalidad de un hijo. El padre contemporáneo
tiene características que tal vez para sus antecesores serían del
mundo femenino (como colaborar en las labores domésticas), e
incluso algunas penosas (como que la mujer tenga un mejor puesto
laboral o ingresos económicos mayores que los del varón). Algunas
veces podemos encontrar en el discurso de lo familiar que la figura
del padre es intercambiable: «Mi hijo no necesita un padre porque
tiene mucha madre». La sensación de que el padre es prescindible,
la idea de que en el fondo no es tan necesario para el adecuado
desarrollo del niño, se dispersan entre lo social e incluso en teorías
que hablan de que el núcleo familiar está constituido por la relación
madre-hijo. Y así, madres solteras, abandonadas, separadas o
divorciadas crían hijos abrazando la infundada creencia de que con
su amor basta y que sus hijos pueden crecer perfectamente sin un
amor paterno. Sin embargo, a pesar de que aparentemente el hijo(a)
ha crecido adecuadamente sin la presencia de un padre, los
testimonios delatan que, en las profundidades del corazón de esos
seres, la ausencia paterna ha calado.
Como acostumbro en mis libros, relato historias inspiradas en
experiencias reales. Esto significa que los nombres de los personajes
y muchas de las circunstancias son inventados. Mi escritura se
convierte en la voz de personajes que representan a cientos de
personas que abrieron sus corazones y me mostraron sus heridas. A
través de la ficción testimonial, sin juicios, sin moralejas, sin
pretensiones de aconsejar a nadie, simplemente cuento sus vidas.
Son estas historias que a continuación compartiré las que arrojan
revelaciones profundas desde las heridas de esos hijos lastimados,
como el hecho de que la influencia de un padre sobre sus hijos es
irremplazable. El padre, el primer amor de las hijas, el primer
superhéroe de los hijos, el que espanta los fantasmas por las noches
y simula ser caballo por el día, cabalgando con el crío sobre los
hombros, la figura que se utiliza como amenaza cuando la autoridad
de la madre se vuelve débil. El que atemoriza y protege a la vez, el
que seconvierte en el ideal del hombre para la niña que cuando
crece se enamora y busca en otro varón las características del
progenitor. Cada uno de los relatos nos permite constatar de lo
importante que es el padre en la vida de un hijo. La figura paterna se
amalgama en el desarrollo del individuo con los conceptos de
autoridad, protección, seguridad, liderazgo, iniciativa y audacia. Por
otro lado, los conceptos de infantilismo e inmadurez crónica están
relacionados con la ausencia de la figura paterna. Sin embargo, los
seres humanos somos posibilidad permanente. Cualquier herida en
nuestros corazones puede ser sanada y transformada en la fuente de
fortaleza y de inspiración para una mejora continua de nuestra
calidad como personas. El sendero del perdón se transita cuando se
comprende, porque la comprensión en una de las manifestaciones
más luminosas del amor, ese amor que todo sana, que todo cura,
que alimenta lo mejor de nosotros mismos.
1. CON ELLA
No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e
hijos. Friedrich Schiller
Lo que voy a contar lo he tenido escondido debajo de mis
resentimientos más profundos y de mis recuerdos más dolorosos. No
obstante, he decidido sacarlo de ahí y ponerlo en palabras porque es
una manera de limpiar ese espacio sucio de mi corazón. Donde hay
herida sin sanar se corre el riesgo de heredar ese dolor y ahora que
nació mi hija he decidido liberarme de ese peso para que ella no
reciba de mí sentimientos inútiles que le hagan recorrer el camino de
la existencia con cargas que no le pertenecen. Por eso hablaré de él.
De mi padre.
Hace ocho años lo enterré vivo en mi memoria. No quise volver a
saber de él. Han sido ocho años de llorar bajo la regadera para que
nadie me escuche, de caminar por las mañanas acompañada de mi
perro mientras lágrimas inconscientes resbalan por mis mejillas.
Ocho años de preguntarme una y otra vez por qué hizo lo que hizo y
con quien lo hizo. Por eso he decidido dar fin a todo esto, porque
tener en mis brazos a mi bebé me ha cimbrado y me he dado cuenta
de la gran responsabilidad que es invitar a habitar este mundo a un
ser humano, al que no solo le debo dar las condiciones físicas
adecuadas para su desarrollo, sino un entorno emocional sano que
le permita crecer feliz.
Hace treinta y dos años mi padre, Mauricio Grajales, me tomó en sus
brazos por primera vez. Soy hija única, producto de su matrimonio de
veinticuatro años con Elena Montiel, mi mamá. Veinticuatro años
permanecieron juntos y vivimos una historia familiar típica,
aparentemente normal. Mi papá es un reconocido cirujano
especializado en columna. Vivimos siempre en una casa heredada
de mi abuelo paterno, en una de las colonias de clase alta de la
capital del país. Estudié en colegios caros y vestí ropa fina. No supe
lo que era un «no» de su parte. Mis caprichos o antojos eran
cumplidos. Era su consentida. Su muñeca, como él me decía. Crecí
sentada sobre sus piernas mientras escuchaba música clásica en su
despacho o en su consultorio. Caminando por los pasillos del
hospital privado del cual era socio, sintiéndome la princesa del doctor
Grajales, la dueña del mundo y creciendo bajo el manto protector de
ese hombre guapo, talentoso y admirado. Mi madre es una mujer
que dedica hasta el día de hoy mucho tiempo a su cuidado personal
y es activa en la sociedad. Su vida pasa entre la peinadora y los
desayunos altruistas, con sus amigas, la mayoría esposas de
médicos conocidos por mi padre. Nuestro mundo era poco
complicado, había un padre que era excelente proveedor y exitoso, y
una madre sofisticada y educada para ser la compañera de un
hombre como él. Reconozco que fui una niña mimada y que mi padre
era mi superhéroe. Todos los adjetivos positivos posibles para
describir a un hombre los usé para describir a mi papá: guapo, fuerte,
inteligente, decidido, sabio, cariñoso, protector, elegante, talentoso,
trabajador, dedicado, amoroso, consentidor, juguetón y más.
Obviamente se convirtió en mi prototipo de hombre. Crecí aspirando
a conocer un príncipe parecido a mi papá y al primer defecto que
encontraba en mis pretendientes los descartaba. El hombre que se
ganara mi amor tendría que ser igual a papá.
Cuando el ídolo se volvió de carne y hueso y sus vestiduras de santo
se rasgaron, mi mundo se derrumbó con él.
En la secundaria conocí a Ernestina Mendívil. Nos volvimos
inseparables. Ella es hija de médico y yo también. Vivía a cuatro
cuadras de mi casa en la misma colonia, y compartía conmigo el
gusto por la comida japonesa y por la natación. Seguimos juntas en
el bachillerato y, en el momento de decidir carrera, las dos teníamos
muy claro que queríamos estudiar medicina como nuestros padres. Y
así fue, nos inscribimos en la misma escuela de medicina en una
reconocida universidad privada y nos enfocamos en fabricar nuestro
futuro. Viajamos juntas a campamentos en Francia y en Alemania.
Compartimos departamento durante un verano en Seattle cuando
fuimos a cursar unas materias del bachillerato. Éramos confidentes y
en varias ocasiones lloramos juntas nuestras decepciones amorosas.
Las dos nos convertimos en jóvenes atléticas y glamorosas que
vestíamos al último grito de la moda y asistíamos a fiestas y
conciertos. Ernestina pasaba mucho tiempo en mi casa, veíamos
series de televisión y escuchábamos música o cocinábamos juntas
comida asiática con ayuda de tutoriales de YouTube o recetarios que
bajábamos de internet. Mi madre llegó a considerarla una hija más.
Ernestina llegaba a mi hogar y abría el refrigerador o asaltaba la
alacena como si estuviera en su propia casa. Cuando salía de viaje
con mis padres, mi mamá siempre le compraba un regalo y se lo
daba a nuestro regreso. Los padres de Ernestina hacían lo mismo
conmigo. Me estimaban mucho y yo también me sentía una hija más
en casa de ellos. Nunca me percaté de que dejamos de ser dos
adolescentes que corrían por el jardín correteando mariposas
mientras mi padre tomaba un coctel junto a la alberca. Nunca me
percaté de que ya éramos dos mujeres tomando en sol en bikini
mientras mi padre tomaba su trago ahí a un lado de nosotras.
Entramos a la universidad y algo comenzó a cambiar entre Ernestina
y yo. Comenzó a alejarse de mí y a poner pretextos para no
acompañarme a algún evento o para estudiar conmigo por las
noches en mi casa. A veces le mandaba mensajes de texto o por
WhatsApp y no los respondía, ni siquiera los veía. Eso era muy raro
entre nosotras. Lo atribuí a la carga pesada que comenzamos a
tener en la escuela, a las tareas y a las actividades distintas que
abatieron nuestras nuevas vidas como estudiantes de medicina.
Antes de entrar a la universidad decidimos tomar todas las clases
juntas. Sin embargo, para el segundo semestre ella decidió tomar
materias con otros profesores o en horarios distintos a los míos,
como si no quisiera estar mucho tiempo conmigo. Lo seguí
atribuyendo a que tal vez había llegado la hora anunciada y cada una
buscaría encontrar su futuro a su manera. Seguíamos tomando café
o saliendo a algún bar una vez por semana, ya no era a diario como
antes, pero la vida había cambiado y las rutinas también. Yo confiaba
en que nuestra amistad era indestructible y que persistiría a lo largo
del tiempo y resistiría todo. Todo... menos eso.
Eso que sucedió lo relato con un nudo en mi garganta y un dolor en
el vientre. Ese mismo nudo que se deshace en lágrimas bajo la
ducha y se convierte en colitis por las noches. Ese nudo que quiero
deshacer y ese vientre que quiero liberar del dolor escribiendo esto.
Una noche que salimos juntas a un bar comenzamos a hablar sobre
los hombres. Recuerdo que yo le hablé de un par de pretendientes
que andaban detrás de mí y ella me escuchaba a medias, porque la
mitad de su atención estaba constantemente en su celular. Le
pregunté si ella estaba saliendo con alguien y me dijo que había un
hombre del que sentía se estaba enamorando profundamente.
Cuando le pedí que me enseñara una fotografía se puso nerviosa y
me dijo que prefería hacerlo después, cuando yase concretara algo
con él, además de que no quería que yo la criticara porque se trataba
de un hombre mayor. Me sorprendió que saliera con alguien mayor y
que además me dijera que no me burlara de ella, puesto que entre
nosotras jamás había existido ningún tipo de burla, y menos cuando
se trataba de nuestros sentimientos por algo o por alguien. La misma
situación se repitió dos semanas después, cuando salimos otra vez a
cenar. Ella escuchándome a medias y la otra mitad de su atención
concentrada en revisar su celular periódicamente. Esa noche me dijo
que tenía que irse. Dejó su parte de la cuenta sobre la mesa y salió
del restaurante apresurada. Ya era tarde y me pareció extraño que
tuviera que ir con urgencia a alguna parte a esas horas. Pero no
pregunté más. Pensé que ya tendríamos la oportunidad más
adelante de hablar con calma sobre su comportamiento tan raro de
los últimos meses.
–Ernestina ya nos tiene olvidados –comentó mi madre mientras los
tres cenábamos en la cocina un sábado por la noche.
–¿Sí, verdad?, ha estado rara últimamente –respondí tratando de
compartir con mi madre mi preocupación por su alejamiento.
–¿A dónde van a querer ir en Semana Santa de vacaciones? –
preguntó mi papá, dándole inesperadamente un giro a la charla,
como si quisiera evitar hablar de mi amiga.
–¿Tú no la has visto, Mauricio? –insistió mamá.
–No, ¿por qué tendría que verla?, debe de estar ocupada con la
escuela. Estudiar medicina demanda mucho tiempo, ¿o no,
Samantha? –dijo mi padre con un tono de voz que intentó restar
importancia a la pregunta de mi madre.
Asentí con la cabeza y me levanté de la mesa. Estaba cansada y
tenía sueño. Esa noche no pude dormir bien. Algo se había instalado
en mis entrañas, como si mi sexto sentido me hubiera inoculado un
misterioso temor, una enigmática sospecha se había incrustado en
mi vientre.
Un par de semanas después vi en el Facebook de Ernestina una
selfie que se tomó en el interior de un vehículo. Me llamó la atención
el respaldo del auto. Era idéntico al respaldo del automóvil de mi
padre. Y ese auto era único. Se trataba de un Audi TT que él mismo
mandó tapizar con la armadora. Piel gris con un remache rojo en las
orillas. Algo poco común. La sospecha se alimentó de golpe y me
puse a stalkearla. Entonces me di cuenta que tenía a mi padre
agregado entre sus contactos. Se me hizo muy extraño eso porque
mi padre usaba poco el Facebook y tenía agregados en su mayoría a
colegas o familiares. Pero a mis amigos no acostumbraba tenerlos
en su red social. Seguí buscando y me di cuenta de que a mi madre
no la tenía, y hubiese sido más normal que los tuviera a los dos. Mi
madre usaba más el Facebook que mi padre. Me pareció muy raro.
Cuando le pregunté a Ernestina se puso nerviosa y me explicó que lo
hizo porque tenía que preguntarle de emergencia algo de una tarea y
creyó que sería más fácil por ese medio. Le dije que me hubiese
llamado para preguntarle por teléfono o yo le hubiera proporcionado
su correo electrónico. Pero cambió el tema y evadió las preguntas
que le hice. Entonces la sospecha se convirtió en obsesión y
comencé a buscar. Y dicen que el que busca, encuentra. Decidida a
sacar esa espina llena de duda de mi corazón, falté a clases y me
dediqué a vigilar a mi amiga desde lejos. Sin importarme las
consecuencias en la escuela, decidí dedicar más allá de mi tiempo
libre para seguirla y observarla desde lejos. Constaté que pasaba
mucho tiempo en el celular. Que salía de clases y no se iba con sus
compañeros a ninguna parte. Subía a su auto y se iba en dirección
contraria a su casa. Entonces decidí seguirla. Y la duda se
desvaneció. Se detuvo afuera de un edificio de departamentos en la
colonia Roma. Un edificio que yo conocía a la perfección porque dos
de los departamentos eran propiedad de mi papá. Tuve que irme de
ahí, pero me di a la tarea de llegar al fondo del asunto. Deshacer la
madeja de interrogantes que agobiaron mi cerebro desde esa tarde.
Llegué a casa y me puse a buscar las llaves del edificio. Encontré
también copias de las llaves de los dos departamentos que eran
propiedad de mi familia.
Así fue como los descubrí. Tres días después, volví a seguirla hasta
el edificio y entré después de ella. Por el número de piso en el que se
detuvo el elevador supe a cuál de los dos iba. Subí y los encontré.
Desnudos y en la cama. Revolcándose encima de mi dolor, de mi
confianza, de mi amor por los dos.
Mauricio Grajales cayó del pedestal donde lo puse. El ídolo se
derrumbó. Al superhéroe se le cayó la capa.
El dolor fue profundo y lacerante. Mi padre destruyó mis recuerdos
felices de infancia, de adolescencia. Destruyó mi amistad con
Ernestina. Hoy que escribo esto no sé si realmente pueda llamar
amiga a alguien que hace lo que ella hizo. No tuvieron tiempo de
vestirse antes de que yo saliera de ahí con el corazón desgarrado.
Vagué por la ciudad durante horas en el auto. Llorando sin consuelo
y sin rumbo. No quería llegar a mi casa. No quería ver a mi madre.
Imaginaba el sufrimiento de ella al enterarse de lo que había entre
Ernestina y mi padre.
–Me enamoré –nos dijo con voz llena de determinación.
Mi madre y yo estábamos sentadas frente a papá en el salón
principal de la casa. Por primera vez en mi vida vi a mi madre perder
la compostura y dar gritos llenos de dolor insultando a mi padre con
palabras que desconocía que ella usara. Jamás la había escuchado
utilizar semejantes expresiones. Desde «poco hombre» hasta «hijo
de puta». Fue una noche oscura, en la que en la penumbra de esa
sala vimos desbaratarse la historia de la familia perfecta y
observamos a mi padre como una bestia que sucumbía ante los
mandatos del deseo y de la carne. Con ella. Con mi mejor amiga.
La mansión Grajales se vendió y mi madre se fue a vivir a un pent-
house en Las Lomas. Yo me fui a terminar mi carrera al extranjero.
Ernestina abandonó la universidad y se casó con mi padre. Y la vida
siguió. Porque así es la vida, no se detiene y el tiempo es su aliado
más valioso, ese que diluye los hechos y convierte en imágenes
borrosas los recuerdos dolorosos. Pero los recuerdos habitan en la
memoria del corazón.
Mientras hacía el internado conocí a Juan Pablo, un argentino
amable y con agallas. Decidido a convertirse en un gran cirujano
pediatra. Yo me incliné por la medicina interna. Decidimos casarnos
al año de noviazgo y hasta el momento siento haber tomado una de
las mejores decisiones de mi vida. Ha sido Juan Pablo el que me ha
hablado de lo importante que es para mí perdonar a mi padre. Ahora
que nació nuestra hija, siento que ha llegado el momento de escribir
nuevos capítulos en el libro de mi alma. Mi niña tiene el derecho de
conocer a su abuelo. Y a ella. A Ernestina. Porque aunque me duela,
es la mujer que mi padre eligió para reinventarse. Ahora que soy
esposa, entiendo que tal vez la relación con mi madre no era tan
buena como ellos aparentaban. O tal vez es una historia más del
hombre maduro que cae rendido ante la carne joven. No lo sé. Solo
ellos saben en el fondo qué había en las entrañas de su matrimonio.
Y solo mi padre sabe lo que lo llevó a elegirla a ella, precisamente a
ella... a mi mejor amiga.
Con el paso de los años, nos hemos enterado por otras personas o
por familiares de que llevan un matrimonio feliz. Ernestina dio a luz a
un varoncito hace cuatro años. Se la pasan juntos y ella acompaña a
mi padre a todas partes. Ella es la que ha estado a su lado cuando
ha recibido reconocimientos o cuando ha estado enfermo. Juan
Pablo me dice que si fue mi amiga tantos años no debe ser mala
persona, y que mi padre tampoco. Que así son las historias
inesperadas del destino, y que aunque haya dolido, así tenía que ser.
Mi madre también ha empezado a rehacer su vida. Tiene un novio
alemán que la ha vuelto a hacer sentir como una adolescente. Se ha
pintado el cabello y ha regresado al gimnasio. Ha vuelto a sonreír. He
sido yo la que me he estado meciendo en el columpio del rencor
todos estos años. Y ha llegado el momento de bajarme.
Me abrió la puerta Ernestina. Vestía un trajesastre blanco de lino y
con el cabello corto. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando me
vio. Me dio un temeroso abrazo, al que respondí con recelo. Y detrás
de ella apareció él. Con más años, con más canas, más delgado,
igual de guapo, con la misma sonrisa encantadora que mataba mis
miedos por las noches cuando le tenía miedo a la oscuridad. Me
abrigó en un abrazo en el que sentí una mezcla de ternura y dolor,
como si en ese silencioso contacto físico me dijera: «Yo también
sufrí, a mí también me ha dolido».
Detrás de mí, Juan Pablo cargando a nuestra hija. Entonces vi a mi
padre dirigir la mirada hacia ellos. Y los ojos se llenaron de agua, los
abrazó en uno solo para después pedirle a mi esposo que le cediera
a la niña. Tomó a mi hija en sus brazos y se sentó en el sillón. La
besó mil veces en un minuto. Como si en cada beso quisiera
recuperar a su propia hija, esa que la traición alejó de su corazón. Lo
vi mirarla como el feligrés que observa con devoción a Jesucristo.
Con su amor desmesurado de abuelo. Y entonces se desbarató mi
rencor. Lo escuché sollozar y repetir una y otra vez: «Gracias, hija,
gracias, gracias... gracias.»
Maura hoy cumple seis meses y su abuelo viene a verla cada
semana. A veces viene solo y en otras lo acompaña Ernestina. La
puerta de mi casa estará siempre abierta para mi padre y su nueva
familia, porque le he cerrado la puerta al rencor. Porque quiero ser
libre de espíritu para criar a mi hija en el amor. Mi madre lo ha
comprendido porque ella se ha vuelto a enamorar y también vive una
época de reconciliación con la esperanza. He podido convivir con
Ernestina en paz, sin intercambiar frases de reproche, siendo cordial.
Nuestra amistad nunca se recuperará de algo así pero la he
perdonado, aunque sé que jamás volveremos a ser las amigas que
un día fuimos. Ese día que mi padre tomó entre sus brazos a mi hija
y vi el amor desbordarse hacia ella en sus ojos, recordé también lo
mucho que mi padre me ama. Y ese día vi con mis ojos limpios de
resentimiento cómo mi superhéroe recuperó su capa.
2. EN LA TELEVISIÓN
Creo que en lo que nos convertimos depende de lo que nuestros
padres nos enseñan en los ratos perdidos, cuando no están tratando
de enseñarnos. Estamos
formados por pequeños trozos de sabiduría. Umberto Eco
Cuando escuchaba el motor de su automóvil mi corazón se
aceleraba. Una mezcla de temor y de tranquilidad se apoderaba de
mi cuerpo entero. Temor porque mi padre representaba todos los
castigos posibles y tranquilidad porque sí había vuelto a casa. Mi
madre utilizaba todos los días la figura de mi padre para
atemorizarnos a mí y a mis hermanos. Cuando sentía su autoridad
debilitada ante nosotros acudía a la imagen de mi padre. «Esto lo va
a saber su padre y cuando llegue los va a castigar», «Si su padre un
día se va de la casa será por su culpa». Es por eso que los
recuerdos de mi infancia están plagados de temor. Muchos años creí
que mi padre era una especie de capataz y estaba segura de que
cada tarde, cuando regresaba a casa, le pedía un informe de nuestra
conducta a mamá para entonces ejercer su autoridad y, según la
gravedad de la falta, otorgar el castigo a quien lo merecía.
Me llamo Pamela y soy la mayor de los tres hijos de Fabiola Larios y
Gustavo Mondragón. Gustavo, dos años menor que yo, y Fabio dos
años menor que Gustavo, por ser varones disfrutaron más de la
convivencia con mi padre. A ellos los llevaba a clases de fútbol
soccer desde que cumplieron los cinco años. Los sábados salían
muy temprano de la casa con sus maletines y sus uniformes y
regresaban al atardecer. Mi padre era americanista de hueso
colorado, como acostumbraba decir, y mis hermanos heredaron su
pasión por ese equipo. Mis sábados eran destinados a acompañar a
mi madre al supermercado y a visitar a la abuela. Recuerdo que
alguna vez le pedí a mamá que me dejara ir con ellos al partido de
fútbol pero no me dejo ir porque eso era «asunto de hombres». Estoy
convencida de que tuve un padre presente pero ausente en gran
medida debido a la dinámica familiar que de alguna manera estaba
determinada por las creencias y costumbres de mi madre. La
separación por géneros en el interior de mi familia hizo que durante
toda mi infancia conviviera muy poco con mi padre. Tal vez por eso
jugaba a idealizarlo, a imaginar cómo era. Siempre sentí mucha
curiosidad por saber cómo sentía en realidad, cómo pensaba, y me
cuestionaba si en verdad era el ser humano que nos describía mi
madre. Con los años he constatado que cada hijo puede desarrollar
su propio concepto de unos padres porque aunque hayan sido los
mismos cada uno tiene una imagen particular de ellos. Cuando entre
hermanos hemos llegado a platicar sobre nuestro padre me ha
quedado claro que cada uno conoció a un Gustavo distinto.
Mi padre nació en un pueblo oaxaqueño llamado Tuxtepec. Creció en
el seno de una familia numerosa. Ocho hijos. Cuatro varones y
cuatro mujeres. Él era el mayor de todos. El Papaloapan mojó sus
pies durante la infancia. Durante las reuniones familiares, que era
cuando se tomaba sus copas de mezcal, acostumbraba contar sus
aventuras a la orilla de ese río. En esas ocasiones hasta llegué a
escucharlo reír a carcajadas. Mi abuelo había sido un padre rígido
con sus vástagos y además murió joven, a los cuarenta y siete años,
dejando a la abuela con la carga de la familia sobre sus hombros y
una viudez que la convirtió en una mujer taciturna y amargada. La
amargura caló en los corazones de sus hijos, que abandonaron la
casa materna tan pronto pudieron. Se fueron uno a uno y se
esparcieron por todo el territorio mexicano. Mi padre tiene hermanos
y hermanas esparcidas por diferentes regiones, desde la zona del
Itsmo de Tehuantepec hasta la ciudad fronteriza de Tijuana. Unos
que se casaron, otros que se fueron buscando fortuna o siguiendo a
una novia. Desconozco los detalles, solo cuento lo que sé. Mi padre
tenía veinticinco años cuando murió el abuelo y asumió por un par de
años el rol del hijo mayor y protector del clan, pero al ver que cada
uno iba en busca de su propio destino, y agobiado por el carácter de
la abuela, decidió también emigrar y encontró un trabajo en la ciudad
de Puebla. Allá en Tuxtepec se quedó la abuela y se dice que murió
de amargura a los tres años de quedar viuda.
Siempre que preguntábamos a nuestros padres sobre su noviazgo y
el día de su boda, tengo que admitir que era mi madre la que tomaba
la palabra y se ponía a describirnos la tarde en que mi padre la
conoció en la fiesta de cumpleaños de una amiga y que fue amor a
primera vista. También nos decía que a mi padre se le estaba yendo
el tren. Fue directo con ella y a los seis meses le pidió que fuera su
esposa. Mi padre tenía treinta años y mi madre veintidós. Se
sumergieron en un matrimonio aparentemente estable y tradicional.
Mi padre trabajaba en una fábrica de cerámica, de la cual llegó a ser
socio con el paso de los años. Mi madre dedicada al hogar y al
cuidado de los hijos. Sin embargo, siempre tuve un padre ausente.
Era una ausencia presente. Es decir, ahí estaba don Gustavo, viendo
la televisión los domingos y todos alrededor suyo. Pero él y sus
pensamientos conformaban un mundo propio que solo era
interrumpido por el gol de algún jugador estrella o por la voz de mi
madre pidiéndole que nos llamara la atención por alguna travesura
que cometíamos. Mi padre obedecía, sí, esa es la palabra. Obedecía
y nos decía «¡Compórtense!» o «¡Tranquilos!». Si lo que habíamos
hecho ameritaba algún tipo de castigo se levantaba para encerrarnos
en nuestra habitación o dictaminar que nos quedaríamos sin postre o
dinero durante la semana. Después regresaba a su mundo. Ese
mundo que estaba entre el televisor y su cuerpo y que
desconocíamos todos. Incluso mi madre.
Con mis hermanos no era cariñoso. Su amor lo demostraba
comprándoles pelotas, bicicletas y llevándolos de campamento cada
verano. Yo era la afortunada de vez en cuando. Entre nosotros había
instantes secretos y sutiles en los que afloraba una ternura inédita de
su mirada y me acariciabael cabello o me apretaba las mejillas. Si
valoro un recuerdo de mi niñez es esa tarde en que mi madre había
salido con unas amigas y mis hermanos estaban haciendo tarea en
el estudio. Mi padre estaba sentado en la sala viendo su
acostumbrado partido de fútbol y yo llegué y me senté al lado suyo.
Cuando vio que yo llevaba en mis brazos mi cuaderno de dibujo me
lo pidió y comenzó a hojearlo. Le gustó una jirafa pastando que
dibujé con crayolas y me dijo que era toda una artista. Me sentí
importante. El reconocimiento de un padre es un bálsamo
maravilloso sobre el corazón de un hijo. Yo tenía siete años. Hoy
tengo cuarenta y no lo he olvidado.
Pasaron los años, los hijos fuimos creciendo y nuestros padres
haciéndose viejos. Mi hermano Gustavo salió de casa para irse a
vivir a Monterrey y estudiar Mecatrónica. Fabio se hizo vegano, le dio
por la meditación y se fue a vivir a la India con una novia que conoció
en un encuentro espiritual. La más alterada ante las decisiones de mi
hermano menor fue mi madre. Mi padre solo atinó a decirle: «Es tu
vida, ya eres mayor de edad, solo te pido que seas independiente y
no nos pidas que comulguemos con tus ideas.» Con el paso del
tiempo se hizo más evidente el mundo alterno en que vivía mi padre.
Un mundo inaccesible para nosotros. Mi madre se puso a estudiar la
Biblia y se dedicó a hacer un sin fin de actividades religiosas con su
nuevo grupo de amistades. Mi padre se compró un televisor
inteligente y con esfuerzos aprendió a dominar sus funciones, luego
se dedicó a acampar frente al aparato durante tardes enteras. El
negocio ya no demandaba tanto su presencia y pasaba más tiempo
en casa. Estaba en casa, pero en su mundo personal, presente pero
ausente.
Yo me convertí en una coleccionista de penas de amor. Nunca me
gustó la escuela y apenas terminé el bachillerato me dediqué por
completo al comercio. Con ayuda de mi padre abrí una tienda de
artesanías en el centro de Puebla. Todo parecía ir bien hasta que
conocí a Julián, un bajista que tocaba con un grupo en un bar de
moda. Me enamoré y le entregué mi alma, mi cuerpo y mi estabilidad
económica porque nunca traía un peso encima y encontró en mí una
prestamista sin intereses ni plazos. Cuando terminó la relación
también mi negocio estaba en la quiebra. Otra vez mi padre me
rescató, me llevó con él a su negocio y me dio trabajo como
secretaria del gerente. Ahí conocí otra cara de mi padre, me di
cuenta de que era un hombre admirado y respetado por sus
trabajadores y que tenía fama de honesto y justo. El hombre
castigador e injusto de mi infancia que me había construido mamá
con sus discursos no era el que trabajaba ahí desde hacía más de
veinte años. A través de otros comencé a conocer más de mi padre.
Descubrí que tenía un sentido del humor que rayaba en lo sarcástico
y que tenía en su escritorio una colección de poemas de Neruda.
Supe por parte de varios trabajadores la anécdota del perro Solovino.
Mi madre nunca nos dejó tener perros como mascotas, a lo más que
llegó su benevolencia fue a permitirnos un par de peces japoneses
que murieron a escasos dos meses de que Fabio los llevó a casa.
Por eso fue conmovedor enterarme de que mi padre encontró una
noche en la bodega a un cachorro lastimado y lleno de pulgas al que
levantó de entre los trozos de barro y maderas viejas para llevarlo al
veterinario y al que cuidó hasta verlo sano y fuerte. Entonces decidió
llevarlo a la perrera para adopción, lo dejó ahí solo una noche. Al día
siguiente volvió por él y los empleados lo vieron llegar a la fábrica
con el perro que ya portaba una correa de cuero y una cadena y les
dijo que sería el nuevo vigilante. Lo llamó Solovino y durante siete
años fue el más fiel de los veladores del negocio. ¡Vaya sorpresa! Mi
padre no solo veía televisión y trabajaba como negro, también tenía
sentimientos y le gustaban los perros. Una de las empacadoras me
dijo que cuando murió Solovino debido a un virus que lo dejó en los
huesos por tanta diarrea, mi padre se encerró en su oficina y más de
uno de los trabajadores lo vio con los ojos llorosos por la partida de
su fiel amigo. «Lo llevó con más de tres veterinarios pero no pudo
salvarlo y eso le dolió mucho», me dijo la empleada. Ni mi madre ni
mis hermanos supimos nunca de eso. Cuando le pregunté a mi
padre por qué nunca nos había hablado de Solovino me respondió
que eran sus cosas, y que mi madre se hubiera molestado de saber
que andaba recogiendo animales callejeros. Lo dijo en tono
indiferente, restándole importancia, pero en su mirada pude
encontrar marcas de incomprensión. En ese tiempo que trabajé con
él en la fábrica me enredé sentimentalmente con Horacio. Llegó a
entregar unos paquetes a la oficina y su carácter efusivo y su manera
tan colorida de conversar me embaucó y caí enamorada. Otra
relación desastrosa. A los cuatro meses me enteré de que era
casado cuando llegó la esposa a la fábrica y me armó un lío entre
gritos y ofensas y me exigió que dejara en paz a su marido. Ahí me
sorprendió la actitud de mi padre otra vez. Me llamó a su despacho y
me dijo:
–Pamela, deja de ver a ese hombre y aquí no ha pasado nada.
Medita sobre este asunto y pasa unos días en casa, regresarás al
trabajo cuando lo crea prudente. Y a tu madre de esto ni una sola
palabra.
Recuerdo perfectamente su mirada al decirme eso. Era una mirada
comprensiva y compasiva. Una mirada que delataba una
responsabilidad propia en mi falta. Como si al fallar yo fallara él. Lo
abracé con fuerza y con mucho cariño. Ese fue el inicio de una nueva
relación con mi papá.
Todos esos mensajes recibidos de mamá acerca de que mi padre era
un hombre duro, exigente, castigador, justiciero, estricto y sin
sentimientos se fueron diluyendo poco a poco al conocer a mi papá
más y más. Decidí ir a terapia porque no podía seguir teniendo
relaciones tan efímeras y poco saludables con el sexo opuesto. Me
sentía perdida caminando en el túnel de la vida pero, al parecer,
comenzaba a percibir luz al final de ese trayecto.
Papá cayó enfermo con problemas coronarios. Estuvo en el hospital
internado un par de ocasiones y permanecí al lado de su cama sin
separarme ni un minuto. A mis hermanos les extrañó mi nueva
cercanía con mi viejo y a mi madre le importó lo mínimo, sólo atinó a
imaginar que era porque yo prefería estar ahí que trabajando en la
fábrica. Así de distantes son a veces los mundos interiores de
quienes viven bajo un mismo techo. Mi padre me mandaba mensajes
de gratitud en su mirada y esos los llevo en mi corazón para siempre.
Mi psicóloga me insistía en que el avance que veía en mi terapia era
debido a que mi relación con papá era cada día mejor y más
cercana. Ya no me sentía huérfana de padre. Mi papá ya era una
presencia en mi vida y no una ausencia.
Durante su segunda estancia en el hospital conocí a Rodrigo, un
joven médico internista originario de Morelia. Me abordó en el
elevador de una manera amable y respetuosa. Mi espíritu ya estaba
abierto a percepciones más sanas emocionalmente y eso dio paso a
una relación distinta a todas las que tuve antes. Cuando mi padre
volvió a casa, Rodrigo insistió en visitarlo para dar seguimiento a su
recuperación. Era obvio que quería algo en serio conmigo y eso me
llenó de júbilo. Mis ojos brillaban y entonces sucedió algo
inesperado.
–Pamela, hija, necesito hablar contigo –me dijo mi padre una tarde
en que mi madre estaba en sus estudios de Biblia y nos
encontrábamos los dos a solas.
–Dime, papá, soy toda oídos –dije intrigada.
–El brillo de tus ojos me confirma que estás enamorada.
–Sí, papá, estoy muy enamorada de Rodrigo.
–Cásate, hija, así enamorada como estás es como se debe llegar al
matrimonio –sentenció en un tono tan profundo que me estremecí.
–Sí, papá, Rodrigo y yo ya hemos hablado de boda, estamos
esperando a que te recuperes para darle la noticia a la familia.
–Conmigo o sin mí, hija, defiende tu felicidad, estoy seguro que
Rodrigo es tu compañero de vida.
Esto último lo dijo con tristeza. Y fue ahí cuando me enteré del más
grande secreto de mi padre.
Abrió sucorazón y me contó de Mayela, el gran amor de su vida. La
conoció a los dieciocho años. Sus casas estaban separadas por un
par de calles. A sus corazones los separaban las rencillas entre
familias. Como Romeo y Julieta tuvieron que esconder su amor
rechazado por sus parentelas, que padecían odios de antaño.
Escondidos tras los manglares se juraron amor eterno y en las tardes
calurosas de verano recorrían la ribera del Papaloapan descalzos,
comiendo cocos y jícamas con chile. Se contaron sus sueños y se
impusieron metas comunes, se visualizaron con hijos y con sus vidas
entrelazadas. La ambición de «llegar a ser alguien» tomaba sentido
en compañía de Mayela y hacía que las aspiraciones de papá
crecieran para brindarle un futuro digno a su novia amada. Sin
embargo, la rigidez de las ideas de mi abuelo y la intransigencia de
los padres de Mayela terminaron por separarlos. Después de varios
días de no poder comunicarse con ella, mi padre se enteró por un
vecino que la habían enviado a casarse a Oaxaca, la capital del
estado, con el hijo de un conocido de la madre de Mayela. Eran otros
tiempos, otras costumbres, otras ideas. Mi padre me habló de su
cobardía, de cómo se quedó inmóvil y no hizo nada por ir y arrancar
de los brazos de aquel hombre a su querida mujer. «Es algo con lo
que he vivido hija, y es algo con lo que me voy a morir encajado en la
conciencia». Después murió el abuelo, mi papá llegó a Puebla y
conoció a mi mamá. Ese «amor a primera vista» del que hablaba mi
madre en las reuniones familiares no era otra cosa que lo que mi
padre puso en palabras como «una buena mujer con la que podría
tener hijos y formar una familia». Esa tarde entendí que mi padre
veía en la televisión no el partido de fútbol, sino los manglares y el
Papaloapan, a Mayela corriendo a su lado tomada de su mano y ese
mundo que se quedó levitando en el hubiera. Entendí entonces el
temor permanente de mi madre de que él no regresara a casa, y que
nos contagiaba a mí y a mis hermanos inconscientemente.
Seguramente ella sabía que en mi padre habitaba ese silencioso
anhelo de irse a buscar en su pasado a saldar una cuenta pendiente.
Comprendí que mi padre se había quedado divagando en lo que
pudo ser y no fue y se limitó a conducirse con inercia por una vida
prefabricada por los conceptos y paradigmas escritos por la
sociedad. Haciendo lo que se debe, cuando no se luchó por lo que
se quiere. Es tan fácil juzgar a los padres desde la ignorancia de ser
hijo cuando no se tiene la comunicación honesta y abierta con ellos.
Papá murió tres meses después de entregarme en el altar. Y no se
equivocó. Rodrigo y yo hemos sido hasta la fecha un par de
enamorados criando a nuestros tres hijos. Mamá aún vive y sigue
leyendo la Biblia y hablando de papá como el amor de su vida, el
padre ejemplar, trabajador y esposo fiel. Mis hermanos lo recuerdan
como el hombre exigente y duro que los obligaba jugar futbol cada
sábado. Yo lo llevo en mi corazón como el que recogió a Solovino de
la calle y el que me enseñó a reconocer el amor de un buen hombre.
Y ahora, aunque físicamente no está conmigo, lo siento presente.
Agradezco al destino que me dio la oportunidad de conocerlo más a
fondo, de comprenderlo y sin juicios amarlo profundamente.
3. SENTADA EN LA BANQUETA
Tener hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo en que
tener un piano no lo vuelve pianista. Michael Levine
De niña me sentaba por las tardes en la banqueta esperarlo. Cuando
veía su tráiler dar la vuelta en la esquina al acercarse a casa me
ponía de pie y brincaba levantando las manos. Mi padre estacionaba
con destreza su inmenso vehículo y descendía de él para
acariciarme la cabeza y preguntarme: «¿Cómo está la luz de mis
ojos?» Con mis cinco años a cuestas esas palabras eran las más
hermosas que podían escuchar mis infantiles oídos y me hacía sentir
la más importante de sus hijos.
Luz es mi nombre y dice mi madre que mi padre lo escogió porque
así se llamaba la tía que lo cuidó de niño cuando quedó huérfano de
madre. Yo no conocí a esa tía porque murió mucho antes de que mis
padres se encontraran. Soy la menor de seis hermanos, cuatro
hombres y dos mujeres y en ese orden de nacimiento. Ser la menor
en una casa donde habitábamos ocho personas tenía sus ventajas
porque de alguna manera todos me cuidaban. Mis hermanos se
sentían mis protectores, sobre todo Julio, el mayor, que en aquel
entonces tenía diecisiete años. Sin embargo, para mí el mejor lugar
del mundo eran los brazos de mi padre. Me sentaba sobre sus
piernas y me mecía, después me abrazaba fuerte y me cantaba
canciones de Vicente Fernández. Cuando mi padre salía de viaje con
su tráiler y pasaban varios días sin que volviera a casa, mi consuelo
era escuchar en la radio la estación local de música ranchera que
transmitía canciones de esas como las que a él le gustaba cantarme.
No éramos ricos. Yo me daba cuenta porque vivíamos en una colonia
alejada del centro de la ciudad, donde apenas estaban instalando el
drenaje y el pavimentado, pero no faltaba que comer, todos íbamos a
la escuela pública siempre con un emparedado bajo el brazo y con
algún dinerito para gastar. Mi madre se dedicaba por completo a
nosotros y los domingos vendía afuera de la iglesia tamales
preparados por ella. Como buena mujer de un trailero, tenía su
cuarto lleno de santos de esos que acompañan a los viajeros en sus
recorridos y nos sentaba a mi hermana Eulalia y a mí con ella por las
tardes a rezar dos o tres misterios del rosario para que Dios trajera
con bien a casa a nuestro señor padre. Nunca los escuchamos
pelear delante de nosotros. Nunca. Ellos siempre fueron cuidadosos
y arreglaban sus diferencias cuando nosotros dormíamos o no
estábamos en casa. O tal vez lo hacían a gritos pero lejos del hogar,
en algunas de sus salidas a solas y sin hijos, que por cierto no eran
muy frecuentes. Tal vez por eso lo que pasó después fue tan
doloroso para todos, por lo sorpresivo y fulminante.
Mi padre no era cariñoso con todos sus hijos, mis hermanos mayores
dicen que jamás les demostró su amor, pero yo sí tengo recuerdos
amorosos de su parte, y tal vez es porque fui la más pequeña, o tal
vez porque me puso el nombre de su tía adorada, o tal vez yo le
supe sacar lo bueno de su corazón. No obstante, a pesar de su
frialdad o rigidez en los tratos, era buen proveedor y cuando estaba
en casa se dedicaba a nosotros. Nos llevaba al parque y nos
compraba helados, nos traía ropa, sobre todo cuando hacía viajes a
la frontera y podía comprar bultos enteros, con lo que venía en ellos
nos vestía a toda su tribu en un dos por tres. Si el difunto era más
grande mi madre se encargaba de cortar, coser o ajustar vestidos,
blusas, sacos, pantalones y asunto resuelto. Había pan en la mesa y
un techo bajo el que nos cobijábamos. Había una madre que nos
inculcaba respeto por ese hombre, aunque he de decir que muchas
veces ella misma nos lo alejaba cuando nos pedía que lo dejáramos
dormir porque venía cansado de tanto manejar y entonces
pasábamos horas lejos de su habitación para no molestarlo. Reitero,
todo en apariencia era normal, y nunca los vimos pelear delante de
nosotros. Tampoco lo vimos borracho ni agresivo. Mis hermanos y yo
jamás recibimos un coscorrón de su parte. Las nalgadas y los gritos
provenían de mamá. Jamás imaginamos que mi padre nos golpearía
con el tiempo de la manera en que lo hizo. Sus golpes no fueron
físicos. Las heridas que nos provocó no dejaron moretones en el
cuerpo pero sí profundas llagas en nuestros corazones.
Una tarde de agosto me quedé sentada en la banqueta esperándolo.
Acababa de pasar mi cumpleaños número seis. Mi papá me compró
un pastel color rosa con sabor a vainilla y me cantaron las
mañanitas. Ese fue el último cumpleaños en el que me cantó una de
Vicente Fernández. Se hizo de noche y al ver que yo seguía sentada
en la banqueta, mi madre salió y me dijo:
–Luz, entra ya, tu papá no volverá.
–Dijo que hoy lunes llegaba, aquí me quedo –dije emberrinchada.
–No, niña. No volverá hoy ni nunca.
Y entró a casa llorando. Fueentonces que mi corazón de niña se
exaltó y corrí detrás de ella. Mi madre se había dejado caer en el
sillón que estaba frente al televisor y veía al aparato con ojos
perdidos en la nada mientras las lágrimas escurrían por sus mejillas.
Me senté a su lado y ahí me quedé dormida. Al día siguiente todo
normal, levantarnos temprano, ir a la escuela, regresar, sentarnos a
comer. A veces me pregunto cómo fue posible seguir con la rutina de
la vida cuando la vida se había roto.
Pasaron los días y ni el tráiler ni mi padre regresaron. Había tanto
silencio entre nosotros respecto al tema que sentía que cuando
alguno de nosotros decía algo se escuchaba en forma de eco, como
si habláramos dentro de una caverna vacía. Como a las dos
semanas recuerdo que ya no pude con la angustia que se había
instalado en mi infantil pecho y abrí la boca durante la comida:
–Mamá, ¿mi papá está muerto? –pregunté con inocencia.
–No, hija, pero para mí es como si lo estuviera –respondió mi madre
con la mirada metida en su plato de frijoles.
–Se fue con otra –dijo Julio, mi hermano mayor, también mirando su
plato.
Y yo mirando las caras de todos y todos mirando hacia sus platos.
–¿Con otra qué? –pregunté con más inocencia.
–Con otra mujer –volvió a responder Julio, como queriendo evitar a
mi madre el dolor de la respuesta.
Y así salió nuestro padre de nuestras vidas y entró la miseria a
nuestra casa. Se me salió la luz de mis ojos. Dicen que mi mirada
ávida y despierta se volvió entristecida. Se metió a nuestra vida el
hambre, la enfermedad, la soledad, y a mí un vacío en el corazón tan
inmenso que solo puede ser provocado por la ausencia del amor de
ese a quien creíste tu héroe.
En mi alma de niña de seis años eso es incomprensible y además
increíble. Me llevó mucho tiempo convencerme de que mi padre no
iba a regresar a casa. Seguí sentándome en la banqueta por las
tardes a esperarlo. Meses. Ahí sentada en la banqueta vi a mi madre
sacar en cajas sus pertenencias para entregárselas a un compadre
que se las haría llegar a papá. Mi madre empezó a vender tamales
todas las noches y mis hermanos a trabajar haciendo mandados o
limpiando zapatos. Julio el mayor dejó la escuela y se puso a trabajar
en el mercado de abastos cargando bultos. Nuestra familia
quedó mutilada de una forma dolorosa y ese dolor dio paso a
resentimientos muy profundos que nos han acompañado durante
toda nuestra vida.
Mi padre Raymundo, ese que un día me dejó sentada en la
banqueta, nació en un rancho de cien habitantes al oeste del estado
de Jalisco. De andar rápido y erguido, alto para el hombre promedio
de la región, acostumbrado a cantar rancheras y a conducir
casi desde niño. Hijo de trailero, en trailero se convirtió y se casó
con Juventina mi madre a la edad de veintidós. Ella recién cumplidos
los dieciocho, un par de jóvenes educados para formar familia
y tener retoños. Sin aspiraciones complicadas, gente sencilla y de
ascendencia humilde. Sus familias conocidas y del mismo rumbo.
Se asentaron en Guadalajara a los dos años de casados y con Julio
el primogénito de brazos. Después llegarían Juventino, Melquiades,
Fabricio, Eulalia y por último yo, la luz de los ojos de mi
padre. Quedó huérfano de madre muy chico, lo crió una hermana
de su padre, la famosa tía Luz, y se hizo vago desde los doce que
salió a manejar con el abuelo y mostró tanta habilidad que a esa
temprana edad logró dominar el portentoso vehículo de doble
caja. Solo sabía hacer sumas y restas y apenas juntar las letras para
leer el periódico, pero nadie le ganaba sentado al volante. Se hizo
de fama en el gremio y trabajó duró para hacerse de su propia
unidad con ayuda de un crédito. Dicen que no supo de otros
cariños que los de la tía Luz, que mi abuelo era duro y mandón.
Cuentan los que lo conocieron en aquellos años que se hizo
coqueto y cantador, aunque jamás bebedor, pero si adicto al café
y a la aspirina. Le gustaba levantar muchachas en la carretera y a
más de una le pagó el aventón con besos y algo más. Cuentan,
dicen, eso es lo que he recolectado a lo largo de los años de boca
de conocidos y parientes. Los retazos de su historia los he tenido
que coleccionar poco a poco y a veces con miedo, porque asomarse
al pasado da temor, aunque ayuda a comprender mucho de lo que
sucede en nuestras vidas. Raymundo fue un hombre reservado con
sus cosas, eso me ha quedado claro, pues ni a Melchor su compadre
y mejor amigo le llegó a contar secretos que con el paso de los años
salieron a flote. Melchor fue quien se enteró por azar de que tenía
otra mujer, otra familia y otros hijos. Fue a él a quien le dijo que
estaba muy enamorado y que había decidido abandonar a Juventina
e irse a vivir con Susana. Y sorprendió a Melchor, a Juventina y a
todos. Sobre todo a mí, que seguía sentada en la banqueta
esperándolo sin saber que tenía dos medios hermanos, uno que solo
me llevaba un par de meses y que cumplía años en junio, cuando yo
los cumplía en agosto.
Susana era de Puebla, y la conoció en una cafetería al pie de la
autopista en donde ella trabajaba de mesera. Ahora que soy mayor
pudiera decir que tal vez fue un flechazo, o eso que llaman amor a
primera vista, y eso lo puedo comprender, pero lo que me ha costado
entender es la manera tan cobarde de su abandono. ¿Qué pasaba
por la mente de don Raymundo cuando se fue sin decirnos adiós?
¿Acaso se le olvidó de súbito que la Luz de sus ojos lo esperaba
sentada en la banqueta?
Cuando fui creciendo y me di cuenta de la magnitud de su conducta
pasé noches enteras preguntándome cómo fue capaz de irse sin
decirme nada, cómo se olvidó de mí como quien olvida un saco
sobre el respaldo de una silla en un restaurante y le da pereza volver
a recogerlo. Lloré noches completas su ausencia. Y hasta hoy en día
cada vez que veo pasar un tráiler, no puedo evitar pensar aunque
sea involuntariamente en mi papá.
Mi hermano Julio tomó su lugar y ayudó a mi madre varios años a
mantener económicamente a la familia. Mi hermano Melquiades
enfermó de leucemia y murió a los diecisiete años, dos años después
de que mi padre se hubiera ido. Había tanta pobreza, dolor y
desolación entre nosotros que a veces pienso que mi hermano se
dejó morir y se fue rápido para no hacer más denso nuestro
sufrimiento. Todos creíamos que don Raymundo se aparecería el día
de su entierro, pero no fue así. Solo hizo llegar con su compadre
Melchor un sobre con unos cuantos billetes que mi madre recibió en
contra de su dignidad pero obligada por la miseria. Eulalia, mi
hermana mayor, salió embarazada a los quince y se fue a vivir con el
padre de su hijo a un rancho lejos de la ciudad, allá por los Altos y la
vemos muy poco. Julio se enamoró de una buena muchacha y se
casó, tuvieron gemelos, dos niños regordetes y rositas de la piel, y
entonces le dijo a mi madre que ya no iba a poder ayudarnos como
siempre porque ya ahora él tenía que ver por su propia familia. Los
que nos quedamos con mi madre aprendimos a hacer tamales, y
ampliamos el menú con corundas, tacos de papa y frijol al vapor y un
buen día quitamos la sala de la casa y pusimos mesas y sillas y
convertimos el primer cuarto de nuestra humilde vivienda en una
cenaduría. Entre todos atendíamos cada noche a los clientes y poco
a poco fuimos teniendo fama en la colonia hasta que tomamos la
decisión de rentar un localito en la esquina y lo nombramos
Cenaduría Juve. De ese negocito producto de nuestra necesidad por
subsistir pudo salir lo suficiente para que yo estudiara. Otra vez el
privilegio de ser la menor me benefició y por ser lista pude cursar la
secundaria, el bachillerato y luego conseguí una beca en la escuela
de enfermería. Me titulé y comencé a trabajar en una clínica privada.
Mi madre ya había ampliado el local con ayuda de todos sus hijos y
tenía hasta dos empleadas. Nos emocionaba verla sentada detrás de
la caja registradora dedicada a cobrar y ya lejos de los hornos y de
las ollas. Envejecida de su piel y arrugada de su corazón, al que
clausuró por siempre para el amor de otro hombre. Juventino se casó
y se quedó a vivircon nosotros, sus dos hijos se convirtieron en la
alegría de la casa y en la adoración de la abuela. Fabricio se fue a
Estados Unidos invitado por un primo lejano y allá se hizo de una
novia norteamericana. Le va bien y hasta el día de hoy no deja de
mandar dólares para lo que puedan servirnos. Cada uno a su
manera digirió la ausencia de don Raymundo. Julio por ejemplo lo
mató y jamás volvió a mencionar su nombre, cuando alguien le
preguntaba por su padre, les respondía que estaba en el panteón
enterrado. Los demás fuimos menos duros con el recuerdo de
nuestro progenitor, no lo dimos por muerto, pero tampoco por vivo.
Simplemente acumulamos la vida y crecimos e hicimos nuestros
propios juicios y conjeturas. A mi madre nunca la agobiamos con
preguntas, bastante tuvo que cargar a cuestas con la traición de su
compañero y la muerte de un hijo.
Los rumores no faltaron, y a la cenaduría llegaban a cuentagotas
pero llegaban. Que habían visto a mi padre cerca de la casa, que iba
con Susana y dos muchachos, bien vestidos y en un coche de
modelo reciente. Que lo habían encontrado en el bautizo del hijo de
fulano y que se veía viejo y que ya le había dado por tomar tequila.
Que mis medios hermanos se parecían a nosotros. Historias, decires
de la gente acomedida para llevar y traer chismes. Yo escuchaba
pero evitaba engancharme con esa información. Me bastaba con
sentarme un rato en la banqueta para volver a revivir su abandono y
ponerme de pie con la decisión de seguir adelante a pesar de él. No
me fue sencillo, sobre todo en lo amoroso. Rehuí a los noviazgos
durante toda la secundaria y hasta mi madre llegó a preguntarme si
era marimacha. No era que no me atrajeran los hombres, lo que no
me atraía era la idea de enamorarme de un hombre para que
después me abandonara. Mi hermana Eulalia se hizo adicta a las
pastillas para dormir y creo que su adicción es producto de ese
mismo miedo a ser abandonada por su esposo, al que vigila en
exceso y con quien pelea por todo, aunque la veo muy poco es
evidente que su vida emocional no es saludable. Hasta el día de hoy
consume medicamentos para los nervios y sigue en un matrimonio
inestable. Yo tuve mi primer novio a los veinte y lo conocí en el
hospital en el que entré a hacer prácticas cuando comencé a estudiar
enfermería. Se llamaba Joel y era un muchacho decente que
trabajaba en el departamento de contabilidad. Sin embargo con una
vez que llegó una hora tarde a una cita lo mandé a volar. Así de poca
tolerancia a esperar padecí por mucho tiempo. Me hacía recordar
esa banqueta y ese abandono que he descrito. Hasta que cumplí los
veinticuatro y después de dos años de terapia con un psicólogo y de
horas charlando con un sacerdote pude comenzar a comprender a
don Raymundo. Y lo hice por mí, por liberar mi espíritu de semejante
peso. No se puede vivir bien con el alma cargada de rencor y de
tristeza. Se tiene que regalar uno mismo la paz que brinda
comprender y perdonar a quien comete algo equivocado, aunque
cuando se trata de un padre es un proceso doloroso y a veces lento.
En el consultorio de mi psicólogo conocí a Francisco, mi esposo.
Llegó a entregar unas cajas con documentos porque trabajaba en
una empresa de paquetería y nos pusimos a platicar no recuerdo si
del clima o si me preguntó la hora. Lo que sí recuerdo es que su
sonrisa sincera y mi nueva disposición de abrir mi corazón se
conjugaron y me esperó en la puerta del edificio para acompañarme
a mi casa. Desde esa tarde no nos hemos separado, llevamos juntos
siete años y tenemos dos hermosos hijos varones, José Francisco de
tres años y Benjamín de uno.
Y así iba la vida, con sus mareas altas, sus olas que revuelcan a uno
de vez en cuando y sus mareas bajas. Mi madre en la colonia con su
cenaduría y su caja registradora. Mis hermanos en sus vidas y yo en
la propia. Y como siempre cuando uno ya no hace preguntas porque
cree conocer todas las respuestas, la vida te sorprende y te vuelve a
ofrecer una lección.
Me tocó el turno vespertino en la clínica y llegué esa tarde directo a
urgencias porque me dijeron que acababa de llegar un accidentado.
Entré a la sala y tomé la tablilla del expediente, y antes de leer el
nombre ahí escrito corrí la cortina para descubrir en la camilla un
rostro familiar. Leí la tablilla: Raymundo Montes. Ahí estaba mi padre,
víctima de un accidente automovilístico. Con el rostro
ensangrentado, hematomas en el rostro y las dos piernas
deshechas. Traumatismo craneal severo, fracturas y dolor en todo su
cuerpo. No pude atenderlo, me paralicé y en ese instante entró el
médico de guardia a dar instrucciones de traslado. Tuve que pedirle
a una compañera que me supliera porque no me sentía bien. Cuando
salí de la sala de urgencias y recorrí el pasillo pude por fin conocer a
la tal Susana. Supe que era ella porque se dirigió a la camilla donde
llevaban a mi padre rumbo al quirófano. Lloraba desconsolada. Mis
medios hermanos no tardaron en presentarse. Y yo ahí, detrás del
mostrador de enfermeras observando todo, con un temblor de manos
y piernas que no podía controlar con nada. Mis compañeras de
trabajo se dieron cuenta y me recomendaron irme a casa. Tampoco
pude hacer eso. Algo me sucedió que no quería estar ahí pero
tampoco irme. Quería saber cómo estaba mi padre, estar enterada
de su estado clínico y sentí miedo de que muriera. Sí, así de ilógico,
de irónico, de extraño, pero así fue. Sería la sangre o sería el
recuerdo, pero cuando supe que había salido de la operación a la
que fue sometido, sentí el impulso de ir a verlo. Y lo hice.
Era media noche, y una pequeña luz de luna se colaba por la
ventana de la reducida habitación. Por la puerta se coló la Luz de sus
ojos. Y ahí, sabiendo que él seguía inconsciente, de pie al lado de su
cama le dije: «Papá, soy Luz, tu hija». Al escuchar tal declaración,
Susana, quien dormitaba sentada en la penumbra en el sillón junto a
la cama, encendió la lámpara y me dijo:
–Así que tú eres la famosa Luz, a la que tanto ha extrañado tu padre,
la que cada que veía a una niña sentada en una banqueta le sacaba
el llanto por los ojos.
Lo demás se dio porque así estaba escrito. Susana y yo salimos de
la habitación y nos sentamos en la cafetería del hospital a charlar
durante más de tres horas.
–Tu padre nunca volvió a buscarlos porque tu madre se lo impidió
siempre. Nunca le perdonó que hubiese formado otra familia
conmigo, y te he de decir que cuando yo me enamoré de tu padre no
sabía que era casado, y cuando lo supe ya estaba embarazada y
más enamorada que nunca. Yo estaba dispuesta a ser siempre la
otra, nunca le exigí a tu padre que los dejara, pero tu madre no le dio
otra opción que alejarse de sus vidas. Si un pecado ha cometido tu
padre, Luz, ha sido ser cobarde, porque muchas veces le dije: «Ve y
búscalos, son tus hijos y mis hijos son sus hermanos», pero él me
decía que ya había dejado pasar mucho tiempo, que le daba
vergüenza aparecerse así como si nada, y entonces, Luz, se nos
pasó la vida. Así de simple y de complicado, así de incomprensible y
de doloroso.
Incomprensible y doloroso. Por eso comprender ayuda, libera y
aligera el peso de un corazón con huellas de abandono.
La noche siguiente murió mi padre. Se fue de este mundo con todos
sus errores y defectos, con todos sus temores y debilidades. Me tocó
estar presente, como enfermera y como hija. Nunca recobró la
consciencia, pero a mí me gusta imaginar que sí se dio cuenta de
que yo estuve presente en esa habitación y que sintió que con mi
mano bajé sus párpados para cerrar sus ojos por última vez mientras
le decía al oído:
–Papá, espérame en la banqueta hasta que yo llegue.
Y así quiero imaginar que será. Que el día que me toque reunirme
con él voy a poder llegar hasta él y que me estará esperando para
abrazarme, sentarme sobre sus piernas y cantarme. Que me dará las
gracias por esperarlo en la banqueta con ilusión, que todo eso que le
dijo a Susana me lo dirá a mí de frente, me contará cómo lloró por mí
noches enteras recordando a la Luz de sus ojos esperándolo en la
banqueta. Porqueme gusta y me hace bien pensar bien de mi padre,
porque ya me hice mucho daño pensando mal de quien hizo lo que
hizo porque no supo hacer otra cosa.
De todos mis hermanos solamente Fabricio me acompañó al funeral.
A mi madre no le pedí explicaciones porque ya a mi edad debo
aprender a comprender a los dos, y dejarles su universo de pareja
intacto y concentrarme en mi corazón de hija. Eso es sano para mí,
me hace mucho bien y le hace bien a mis hijos, a quien les quiero
heredar memorias saludables.
Sigo sentándome en la banqueta por las tardes cuando puedo, y si
veo un tráiler pasar elevo mi mirada al firmamento y lanzo besos al
infinito, porque haciendo esto es como he podido recuperar la luz de
mis ojos.
4. CUENTOS PARA NO DORMIR
El problema con el aprendizaje de ser padres es que los hijos son los
maestros. Robert Brault
Mi madre lo conoció en un bar una de esas noches en las que sus
amigas de la oficina la convencieron de que después de una larga
jornada de trabajo se merecían un par de tragos para relajarse y
olvidarse un poco de los números. Ella trabajaba en un despacho
contable y se la pasaba sentada en un escritorio durante ocho horas
seis días a la semana. Su vida era tan rutinaria que dejarse llevar
hasta un bar cuando lo que más anhelaba era quitarse los zapatos y
el sostén para dejarse caer sobre su cama era algo tan impensable
como lo era algún día teñirse el cabello de rosa. Sin embargo, así
como sucede lo inevitable, eso que ya está escrito desde antes de
nacer, mi madre asistió a la cita con su destino. Cuenta que lo vio
llegar vestido de negro. Camiseta de cuello de tortuga y un pantalón
ceñido que revelaba su atlético cuerpo. Lo primero que pensó fue: un
dandy ochentero que seguramente se cree sacado de un sueño.
Pero la sorprendió desde el momento en que clavó la mirada de sus
negros ojos en las pupilas de mi madre, y después, al sonreír y ver
esos dientes alineados y sinceros, ella cayó rendida y supo desde
ese instante que algo iba a suceder en ese encuentro.
Y así fue, una amiga en común los presentó y lo demás fue sencillo,
fluyeron en una charla que transitó por los libros, las playas
mexicanas y las metas y sueños personales. Agustín Corona
conquistó a Mariana Jiménez. Y ese día mi madre eligió al hombre
que sería mi padre. Ella contadora de números y él contador de
historias. A lo largo de los años Agustín Corona se ganó el apodo del
«cuentacuentos». Así nos decía mamá, porque según ella desde que
su vida se unió a la de él, las mentiras y el engaño fueron parte de lo
cotidiano. No obstante, ahora que soy una veinteañera de profundos
ojos negros, herencia de don Agustín, puedo entender perfectamente
a mi madre. Era inevitable enamorarse de un hombre tan encantador
y simpático como mi papá. Los recuerdos de mi infancia están
invadidos de sus chistes e historias sobre marcianos y duendes que
rondaban debajo de mi cama por las noches y de los que obviamente
él me rescataba. Los monstruos más inverosímiles, como caballos
cabezones con piel de cocodrilo y dientes de conejo o bolas peludas
con ojos saltones, rebotaban sin parar en mitad de historias cuyo
objetivo era darme miedo para que inevitablemente corriera a su
regazo y le dijera: «Papito, quédate a mi lado, no te vayas». Así es,
en mi infancia no faltaron cuentos por las noches antes de dormir, ni
ocurrencias durante la sobremesa (que por lo general ridiculizaban a
la maestra que me había regañado ese día en la escuela, o incluso
sobre alguna conducta dramática de parte de mamá), tampoco
faltaron juegos de mesa ni canciones inventadas durante el trayecto
en automóvil cada mañana cuando papá me llevaba a la escuela.
Pero de cuentos no vivíamos, y mi madre poco a poco tuvo que
hacerse responsable de las cuentas de la casa. Había historias pero
no dinero para pagar la electricidad, ni para comprar la leche y los
pañales de mi hermano menor que nació justo tres semanas
después de que yo cumplí cuatro años. Más gastos, más historias.
Más cuentas y más cuentos. Mi padre no solo inventaba historias
para divertir a sus críos. También inventaba historias para que el
casero aguantara un par de semanas más para recibir el pago del
alquiler, o al carnicero para que le diera un kilo de bisteces a crédito,
o al sastre para que le zurciera los pantalones sin cobrarle. Don
Agustín Corona pasaba de un trabajo temporal en el que duraba tres
meses a otro de medio tiempo en el que apenas ajustaba la
quincena. Cuando comencé a crecer y tuve consciencia de mis
calcetas rotas y de mi ropa interior remendada, las historias de papá
dejaron de ser divertidas. En repetidas ocasiones, con la oreja bien
pegada a la puerta, pude escuchar las discusiones entre mi madre y
mi padre. Discutían cuando creían que mi hermano y yo ya
dormíamos. Lo que llegué a escuchar era una lista de reclamos de
mamá por la conducta irresponsable de mi papá. Ella usaba adjetivos
como «holgazán», «mantenido», «mediocre», incluso la escuché
llamarlo «poco hombre». Yo me negaba a aceptar que mi padre fuera
una persona que mereciera tales calificativos. Sin embargo,
conforme pasaban los años y aumentaban las carencias mi corazón
me decía que mi protector anti monstruos era en el fondo un cobarde
que se escondía bajo las faldas de mi madre para enfrentar la vida.
Qué duro es cuando la persona que crees que te va a cuidar y a
procurar que no te falte nada, resulta ser un niño más que habita el
hogar y en quien poco a poco dejas de confiar cuando descubres
que es más fácil que tú lo cuides a él que él a ti. Mi madre se
convirtió en una madre ausente y tuvo que trabajar doble turno para
mantenernos a sus tres hijos. Y sí, el mayor era don Agustín, ese
que un día la enamoró con sus historias y su sonrisa. Ese hombre
que ahora era como un hijo más que exigía alimento y cuidados al
igual que mi hermano menor y yo. En dos ocasiones mi madre lo
corrió de la casa, las mismas que volvió a los dos días para
arrodillarse ante ella y lloriquear su perdón. Se fueron acabando
poco a poco las oportunidades que ella le daba, inundando de
desilusión nuestros corazones. Tener un padre sin carácter acorta la
infancia. Yo no pude quedarme sin hacer nada y meramente
observar a mamá trabajar como desquiciada para poder sostener el
hogar, y tan pronto cumplí quince años conseguí un trabajo de medio
tiempo como mesera en un restaurante de comida rápida. Uno de los
momentos más incómodos que he vivido fue cuando un sábado por
la noche, mi padre entró a mi habitación para pedirme prestado
dinero, y dárselo a mi madre para pagar el teléfono. ¡Don Agustín
Corona, el cautivador, pidiéndole prestado dinero a su hija
adolescente! Eso fue demasiado. No supe si lo que estaba sintiendo
por mi padre era lástima o vergüenza. ¿Cómo se inutiliza un hombre
de esa manera? La respuesta estaba en mi abuela. Cuando él
hablaba de su madre y de cómo lo sacó adelante ella sola (fue
madre soltera y mi padre hijo único), podía darme cuenta del vínculo
codependiente y enfermizo que existía entre ellos. Conforme
acumulaba años iba comprendiendo mejor el porqué de su
comportamiento. Mi abuela le describió un mundo de fantasía en el
cual mi padre era el rey y solo tenía que pedirle a sus súbditos lo que
necesitara. Como es obvio, su primer súbdito fue su propia madre
que vivió para cumplirle cada uno de sus caprichos. Prefería
cambiarlo de escuela que cambiar su conducta y llamaba «locas» a
cada una de las profesoras de mi padre que osaron llamarle la
atención o exigirle el cumplimiento de reglas o deberes. Así llegó a la
universidad a estudiar filosofía, donde solo permaneció dos
semestres «porque los maestros estaban locos y no reconocían su
brillantez». Desertor de carrera, de escuelas, de compromisos,
haciendo trampas y contando cuentos para salir de embrollos,
cubriendo sus temores con la máscara de la simpatía y escondiendo
su inseguridad en su rol de cautivador. Trabajó lo mismo de
periodista que de barman, como supervisor de calidad en una
embotelladora y también de representante artístico. Mil disfraceslaborales para esconder su inutilidad, llamando a todo esto su
«búsqueda personal» o «exploración de talentos». Lo más triste era
su inconsciencia. Mi padre llegó a creerse sus propios cuentos, a
convertirse en personaje de sus propias historias, que con el correr
del tiempo pasaron de historias divertidas a ser historias de horror. El
príncipe se convirtió en mendigo, el sapo se transformó en piojo y la
bruja se comió a los enanos. Decepción. Esa es la palabra que
resume este cuento. Mi hermano y yo crecimos decepcionados, con
un padre sin autoridad, negligente, sin aspiraciones. Mi madre se
puso a mi padre sobre el lomo y lo cargó durante toda su vida. Ella
murió primero, a consecuencia de una influenza que se transformó
en neumonía justo tres meses antes de que naciera mi primer hijo.
Hoy tengo treinta y siete años, quince de casada con un hombre que
me lleva quince años de edad. Era esperarse. Dice mi terapeuta que
a la hora de la elección de pareja mi inconsciente emergió con
desenfreno en búsqueda del padre de reemplazo y que además
fuera una persona seria. Es decir, que no me contara cuentos, ni me
hiciera reír con historias fantásticas para luego hacerme llorar con la
realidad. Soy feliz en mi matrimonio y amo a mis dos hijos. Sin
embargo, hasta hace tres años aún evitaba visitar a mi padre. No
podía con su falta de carácter (a la que él llama optimismo), no podía
con su conformismo (a lo que él le llama no ser materialista), no
soportaba su forma irresponsable de observar la vida (a lo que él
llama vivir relajado y sin estrés). Simplemente me rebasaba la
convivencia con él. Me daba vergüenza que mis hijos lo conocieran a
fondo y miedo de que terminaran como yo decepcionados de él.
Prefería que lo idealizaran en la distancia. Mi esposo insistió en que
sanar esa herida me iba a dar una paz que merecía y que
comprender a mi padre iba a eliminar mis zonas grises. Estoy en ese
camino, transitando ese proceso y poco a poco intentando soltar el
rencor y el resentimiento que su manera de conducirse como padre
sembró en mi corazón de hija. Tengo que confesar que llegué a
negarlo, a cruzarme de acera cuando en una tarde cualquiera me lo
topaba caminando por la calle, para evitar tener que escuchar sus
cuentos infinitos. Me declaro culpable de ello y siento una tristeza
profunda en mi corazón ser como he sido con mi papá. Seguiré en
terapia el tiempo que sea necesario, y debo reconocer mis pequeños
logros. He dejado de sentir ese temor exagerado ante los problemas
económicos, he logrado conservar mi empleo actual como
diseñadora de modas (carrera que yo me pagué a mí misma
trabajando como mesera), he logrado ser más estable en mi relación
con mi esposo. He dado pequeños avances y he logrado dirigirme
hacia la zona de la autoconfianza y volver a creer en el amor. Tener
un padre como el mío tuvo su lado positivo e integró en mi
personalidad un aliento de perseverancia que me hace terminar lo
que empiezo, desde un libro hasta un proyecto laboral. No me gustan
las cosas a medias y aprendí a tomar el toro por los cuernos y a no
correr ante la adversidad. Por eso hace tres meses decidí ir a
buscarlo y pedirle perdón. Me enterneció su inconsciencia
permanente (ya no me exasperó) y lo abracé con cariño cuando me
dijo:
–¿Por qué me pides perdón, Mariela? Tú siempre has sido buena
hija, y mi mejor maestra.
Se le escurrieron unas lágrimas imprudentes sobre la ajada piel de
sus mejillas.
–¿Qué pude haberte enseñado yo papá? –dije con voz estrujada por
un nudo en la garganta.
–Me enseñaste cómo se cumplen las metas, aquí sentado he visto
cómo logras lo que te propones, me has puesto el ejemplo y mira... –
hizo una pausa, sacó de un cajón un puño de hojas engargoladas y
lo puso en mis manos.
Eran cien cuentos para niños, escritos durante su vida entera que
vivió a medias.
–Por fin he terminado un libro de cuentos que empecé a escribir
cuando nació tu primer hijo.
Y mi primer hijo cumplió doce años el mes pasado.
–Lo envié a una editorial y les ha parecido fantástico. Esperé un año
la respuesta pero por fin han decidido publicarlo.
El nudo en la garganta se transformó en un río. Mis lágrimas de esa
tarde lavaron mi resentimiento y mi culpa. Besé a mi padre en la
frente y me felicité en silencio por haberme atrevido a comprenderlo
a tiempo. Por regalarme la dicha de reconciliarme con él en un
abrazo y no ante una tumba.
Tres meses después entró a mi casa con su libro de cuentos recién
salido de la imprenta, con una amorosa dedicatoria para la familia y
firmado así: «Agustín Corona, cuentacuentos». En ese libro estaban
los monstruos de mi infancia. Mi papá los sacó de debajo de mi cama
y los encarceló entre sus líneas para que jamás se escapen y me
dejen en paz de una vez y para siempre.
5. PARA QUE NO SE ME OLVIDE
La decisión de tener un hijo es trascendental. Es decidir para
siempre que vas a tener tu corazón caminando fuera de tu cuerpo.
Elizabeth Stone
Dicen que todos somos ejemplo para alguien, que nada es inútil en la
economía espiritual. Que unos servimos de ejemplo a seguir y otros
como ejemplo a evitar. Esto último ha sido mi padre para mí. Mi
propósito como padre es no ser como mi propio padre. Por eso soy
un papá que intenta caminar al lado de sus hijos y no llevándolos a
empujones por el camino ni desesperado con su lento andar de
niños. Trato de ser paciente con ellos y de respetar su individualidad.
Dejarlos ser lo que son, y que no sientan que están obligados a ser
como yo. En tres palabras: aceptarlos como son. Tengo dos hijos,
Martín, hoy de ocho años, y Felipe de seis. Dos varones que
alumbran mi camino con sus sonrisas y deshacen mis estructuras
mentales con sus travesuras, que a veces son inofensivas y otras
tantas en el momento temerarias, pero que terminan con el paso del
tiempo convirtiéndose en anécdotas que relato una y otra vez
durante reuniones familiares.
Carlos Durán fue mi papá. Un hombre del campo e hijo tercero de
una familia de doce hijos. Mis abuelos eran campesinos de la zona
de los altos de Jalisco. Cuando tuvieron una sucesión de malas
temporadas de cosecha decidieron abandonar el rancho y se fueron
a Guadalajara buscando una fuente de ingreso que les permitiera
alimentar a su numerosa prole. Tal vez por eso sus hijos, aunque
tenían un techo donde pasar la noche, se criaron en las calles, entre
mercados y avenidas vendiendo cosas para ayudar a llevar comida a
la mesa. Nunca conocieron un hogar. De esos doce cinco eran
mujeres. Mis tías, todas casadas a edad temprana y con sujetos
foráneos que se las llevaron lejos. A dos de ellas a Colima, a otras
dos a la capital del país. La otra no recuerdo a dónde se fue después
de casarse pero, según se cuenta, murió joven en un accidente
automovilístico. Parentela que nunca conocí sino por fotos color
sepia, intemporales y borrosas. Los hombres (entre ellos mi padre,
se forjaron en las calles de Tlaquepaque o de Tonalá, a donde los
mandaban los abuelos a vender fruta, cubetas de peltre o trapos de
hilo para limpiar el piso. De los siete machos tres emigraron a
Estados Unidos tras el sueño americano. Uno murió en el desierto
intentando cruzar. Dos se quedaron del otro lado, trabajando en las
yardas, manteniendo impecables los jardines de los americanos
mientras ellos vivían hacinados en departamentos diminutos junto a
salvadoreños y ecuatorianos. Se hicieron adictos a la mariguana y a
la hamburguesa. Mandaban dólares cuando podían y con eso
subsistieron los abuelos hasta morir. Uno detrás del otro. Así como
compartieron la miseria, la ignorancia y las creencias, del mismo
modo compartieron la muerte. La abuela murió un martes y el abuelo
ocho días después. En mi trabajo de reconstrucción interior tuve que
recopilar los pedazos del rompecabezas de mi genealogía emocional
para acomodarlos buscando la comprensión que me diera la paz que
tanto anhelaba mi alma llena de rencores hacia mi papá. Saber todo
esto que les cuento me hizo entender más de Carlos Durán y de por
qué fue conmigo tan duro.
El «macho» típico, ese que presume

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