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más rápidamente la comida, disminuyendo el peligro de caídas acciden-
tales, como fundadamente podemos creer. Pero de este hecho no se sigue
que la estructura de cada ardilla sea la mejor concebible para todas las
condiciones posibles. Supongamos que cambien el clima y la vegetación;
supongamos que emigren otros roedores rivales o nuevos animales de
presa, o que los antiguos se modifiquen, y la analogía nos llevaría a creer
que algunas por lo menos de las ardillas disminuirían en número de in-
dividuos o se extinguirían, a menos que se modificasen y perfeccionasen
su conformación del modo correspondiente. No se ve, por consiguiente,
dificultad -sobre todo si cambian las condiciones de vida- en la continua
conservación de individuos con membranas laterales cada vez más am-
plias, siendo útil y propagándose cada modificación hasta que, por la
acumulación de los resultados de este proceso de selección natural, se
produjo una ardilla voladora perfecta.
Consideremos ahora el Galeopithecus, el llamado lémur volador, que
antes se clasificaba entre los murciélagos, aunque hoy se cree que perte-
nece a los insectívoros. Una membrana lateral sumamente ancha se ext-
iende desde los ángulos de la mandíbula hasta la cola, y comprende los
miembros con sus largos dedos. Esta membrana lateral posee un múscu-
lo extensor. Aun cuando no existan animales de conformación adecuada
para deslizarse por el aire, que unan en la actualidad el Galeopilhecus
con los insectívoros, sin embargo, no hay dificultad en suponer que estas
formas de unión han existido en otro tiempo y que cada una se desarro-
lló del mismo modo que en las ardillas, que se deslizan en el aire con me-
nos perfección, pues cada grado fue útil al animal que lo poseía. Tampo-
co sé ver dificultad insuperable en creer además que los dedos y el ante-
brazo del Galeopithecus, unidos por membrana, pudiesen haberse alar-
gado mucho por selección natural, y esto -por lo que a los órganos del
vuelo se refiere- hubiera convertido este animal en un murciélago. En
ciertos murciélagos en que la membrana del ala se extiende desde la par-
te alta de la espalda hasta la cola y comprende los miembros posteriores,
encontramos, quizás, vestigios de un aparato primitivamente dispuesto
para deslizarse por aire, más bien que para el vuelo.
Si se hubiesen extinguido una docena de géneros de aves, ¿quién se
hubiera atrevido a imaginar que podían haber existido aves que usaban
las alas únicamente a modo de paletas, como el logger-headed duck
(Micropterus de Eyton), o de aletas en el agua y de patas anteriores en
tierra, como el pájaro bobo, o de velas, como el avestruz, o prácticamente
para ningún objeto, como el Apteryx. Sin embargo, la conformación de
cada una de estas aves es buena para el ave respectiva, en las
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