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Danza	
  sélfica	
  
Joan	
  Fontcuberta	
  
	
  
	
  
Un spot televisivo para anunciar un nuevo modelo de cámaras digitales 
Samsung compendiaba en 60 segundos todo un tratado fenomenológico de la 
evolución de la fotografía: nos encontramos en una playa solitaria y una 
muchacha pasea avanzando hacia la orilla. De repente descubre un cadáver 
mecido por las olas y empieza a chillar despavorida. Pero saca su cámara y 
dispara una y otra vez con fogonazos de flash. Después de unas tomas, agarra 
unas algas y las echa al lado del cuerpo, para que entren en el encuadre. Sin 
dejar de disparar, habla a alguien con su móvil. Finalmente, se da la vuelta y se 
hace un selfie con el ahogado de fondo. El anuncio termina con la aparición del 
eslogan: “¡Hay tantas escenas interesantes en la vida!”. Conclusión: 
necesitamos tener nuestra cámara siempre dispuesta para no perdernos esas 
ocasiones irrepetibles. 
 
Ese corto relato entroniza tres estadios de la expresión fotográfica. La primera 
etapa revela el impulso documental, la acción que satisface la curiosidad y la 
sorpresa. Podemos asociarlo a los primeros pasos de la fotografía: la necesidad 
de registrar y conservar la imagen de una realidad “en bruto”. En la siguiente 
etapa la joven fotógrafa interviene en la escena retorizándola con la 
incorporación de las algas. Esa acción que surge con espontaneidad apuntaría a 
un afán de interpretar y no solo de testimoniar, logrando en consecuencia una 
imagen más explícita y expresiva. Desde la metodología documental estricta, la 
muchacha comete una infracción, pero es una infracción perdonable porque 
permite que aflore de forma incipiente lo que podríamos llamar staged 
photography o “fotografía escenificada”, la cual revelaría un uso artístico y no 
meramente instrumental de la cámara. En la primera etapa focalizamos un 
hecho, en la segunda una intención. En ambos casos nos debatimos aún en el 
dominio de la fotografía, pero en la tercera etapa ya irrumpe la posfotografía: en 
un giro copernicano la cámara se despega del ojo, se distancia del sujeto que la 
regulaba y desde la lejanía de un brazo extendido se vuelve para justamente 
fotografiar a ese sujeto. Acabamos de inventar el selfie. 
 
En la ergonomía del selfie destacamos en primer lugar que la exploración de la 
realidad no se efectúa con el ojo pegado al visor de la cámara. La distancia física 
y simbólica que se interpone, acrecentada a menudo por ese ridículo adminículo 
que es el selfie-stick (o palo de selfie), esto es, la pérdida de contacto físico entre 
el ojo y el visor desprovee a la cámara de su condición de prótesis ocular, de 
aparato ortopédico integrado a nuestro cuerpo. Ya no hay proximidad, ahora la 
realidad aparece en una proyección fuera del cuerpo, distinta de la percepción 
directa, en una imagen que ocupa una pequeña pantalla digital y que ya ha sido 
procesada. Pero es en lo epistemológico donde el selfie introduce un cambio más 
sustancial ya que trastoca el atávico noema de la fotografía “esto–ha–sido” por un 
“yo–estaba–allí”. 
Desplaza la certificación de un hecho por la certificación de nuestra presencia en 
ese hecho: por nuestra condición de testigos. El documento se ve así relegado 
por la inscripción autobiográfica. Inscripción que es doble: en el espacio y el 
tiempo, es decir, en el paisaje y en la historia. No queremos tanto mostrar el 
mundo como señalar nuestro estar en el mundo. 
Este afán autobiográfico implica la inserción del yo en el relato visual con tal 
arrebato de subjetividad que en lo psicológico activa el estruendo de la erupción 
narcisista mientras que en lo estético desactiva el canon documental inherente 
hasta ahora en la foto vernacular. Cabe entonces preguntarse si el selfie es la 
expresión de una sociedad vanidosa o egocéntrica. La respuesta es que no 
necesariamente: de hecho, aunque Internet funcione como un gran altavoz del 
narcisismo —como de tantas otras cosas—, la afirmación del yo y la vanidad 
han recorrido toda la historia de la humanidad. Los selfies apelan a precedentes 
en la historia de las imágenes, pero, como cuenta Jennifer Ouellette, funcionan 
en la era digital como “reguladores de sentimientos” que siguen alimentando la 
necesidad psicológica de extender la explicación de uno mismo. La gran 
diferencia es que esta explicación se encuentra, por un lado, al alcance de todo 
el mundo y, por otro, se ve amplificada a través de la caja de resonancia de las 
redes sociales y de los servicios de mensajería electrónica. 
 
Internet introduce su particular forma de confrontarnos con la condición maleable 
de la identidad. Antaño la identidad estaba sujeta a la palabra, al nombre que 
caracterizaba al individuo. La aparición de la fotografía desplazó el registro de la 
identidad a la imagen, en el rostro reflejado e inscrito. Con la posfotografía llega 
el turno a un baile de máscaras especulativo donde todos podemos inventarnos 
cómo queremos ser. Por primera vez en la historia somos dueños de nuestra 
apariencia y estamos en condiciones de gestionar esa apariencia según nos 
convenga. Los retratos y sobre todo los autorretratos se multiplican y se sitúan 
en la Red expresando un doble impulso narcisista y exhibicionista, que también 
tiende a disolver la membrana entre lo privado y lo público. 
En el “enjambre digital” —según término acuñado por Byung-Chul Han para 
referirse al espacio social de Internet—, todos interactuamos en una red infinita 
de conexiones donde modelamos las identidades en función de esos vínculos. 
En ese enjambre el fenómeno selfie constituye un significativo síntoma que 
proclama la supremacía del narcisismo sobre el reconocimiento del otro: es el 
triunfo del ego sobre el eros. Pero su avasallante irrupción entre las prácticas 
posfotográficas debe leerse en clave de gestión del impacto que deseamos 
producir en el prójimo. No olvidemos que por primera vez en la historia esa 
gestión no depende de fabricantes de imágenes ajenos a nosotros, se trate de 
artistas o fotógrafos profesionales, sino que está en nuestras manos. Por tanto, 
también lo está su sentido moral o político, y la responsabilidad que esa facultad 
entrañe. 
 
Es cierto que en los selfies más comunes la voluntad lúdica y autoexploratoria 
prevalece sobre la memoria. Básicamente lo que hoy pedimos a las fotos es que 
se puedan compartir y que se adapten a dinámicas conversacionales. Tomarse 
fotos y mostrarlas en las redes sociales forma parte de los juegos de seducción y 
de los rituales de comunicación de subculturas posfotográficas de las que, 
aunque capitaneadas por jóvenes y adolescentes, casi nadie queda al margen. 
Estas fotos ya no son recuerdos para guardar, sino mensajes para enviar e 
intercambiar; las fotos se convierten en puros gestos de comunicación cuya 
dimensión pandémica obedece a un amplio espectro de motivaciones: pueden 
ser utilitarios, celebratorios, formalistas, introspectivos, seductores, eróticos, 
pornográficos… y hasta de transgresión política. Este repertorio pivota para 
Edgar Gómez Cruz alrededor de cuatro ejes: juegos de identidad, narrativas del 
yo, autorretratos como terapia y experimentación fotográfica. A esto habría que 
añadir que hoy en muchos casos las fotos ya no se toman para ser vistas, sino 
que se han convertido en una ocupación que va mucho más allá de sus usos 
originales (representación, testimonio, memoria, etcétera) para convertirse en 
algo inalienable de la propia vida, a caballo entre la adicción y el placer: el acto 
de fotografiar puede prevalecer sobre el contenido de la fotografía. 
 
Técnicamente, en la masiva producción de selfies se diferencian dos principales 
modalidades operativas, que pueden ser designadas con sendos neologismos 
de autofoto y reflectograma. Para el primero solo es menester un objetivo gran 
angular y un brazo lo suficientemente largo como para encajarnos en el 
encuadre a base de un sistema de prueba y error, porque aunque algunos 
teléfonos van provistos de cámaras por los dos lados—como concesión a 
la selfimanía—, lo más habitual es tener que disparar a ciegas. En el reflectograma, 
en cambio, nos hacemos el autorretrato frente a un espejo, lo cual, aunque siempre 
intervenga una cierta dosis de aleatoriedad, aporta un mayor grado de control. 
Sin duda esa ventaja justifica que los reflectogramas hayan precedido a las 
autofotos tanto en la fotografía analógica como en el imaginario digital. Desde la 
perspectiva de la cultura fotográfica, la presencia simultánea de la cámara y el 
espejo nos regala en los reflectogramas sustanciosas implicaciones de alcance 
ontológico y simbólico. 
A veces se ha considerado la fotografía analógica como una disciplina propia de 
los elfos, esos seres de la mitología escandinava sobresalientes por su belleza e 
inmortalidad. Ambos dones han contribuido a perfilar el horizonte de lo 
fotográfico: la verdad y la estética, el tiempo y la memoria. Si se me permite 
terminar con un juego de parónimos, diría que si la fotografía ha sido élfica, la 
posfotografía está siendo sélfica. Y esta dimensión sélfica no constituye una 
moda pasajera, sino que consolida un género de imágenes que ha llegado para 
quedarse, como los retratos de pasaporte, la foto de boda o la turística. Aunque 
nos pueda desagradar su diagnóstico, los selfies constituyen un material en bruto 
que nos ayuda a entendernos y a corregirnos. Y del que ya no sabremos 
renunciar. 
Joan Fontcuberta es premio Hasselblad, Nacional de Fotografía y Nacional de Ensayo. Este texto 
formará parte del libro La furia de las imágenes. Notas sobre la postfotografía, de Galaxia 
Gutenberg. http://cultura.elpais.com/cultura/2016/05/27/babelia/1464350594_684335.html

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