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CONFLUENZE Vol. 3, No. 2, 2011,pp. 145-157, ISSN 2036-0967, Dipartimento di Lingue e Letterature 
Straniere Moderne, Università di Bologna. 
 
 
 
 
 
 Cuerpo, enfermedad y ciudadanía en las crónicas 
urbanas de Pedro Lemebel 
 
 
Andrea Ostrov 
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES CONICET 
 
 
 ABSTRACT 
 
The chronicles by Pedro Lemebel configure a cartography of the suburbs of 
Santiago. It lights up those areas excluded from the “official” map of the city. In 
the case of Loco afán. Crónicas de sidario, the narrator runs through transvesti, 
prostitution and AIDS, linking gender and sexuality with other variables, such 
as ethinicity, language and social status, all involved in the construction of a 
Latinamerican homossexual subjectivity, which is pictured in these texts as an 
instance of resistance, towards the dominant identity models. 
 
Keywords: gender; body; performativity; disease; transvestism 
 
Las crónicas de Pedro Lemebel configuran una cartografía de la periferia 
santiaguina que ilumina aquellas zonas que no tienen cabida en el mapa oficial 
de la ciudad. En el caso de Loco afán. Crónicas de sidario, el narrador traza un 
recorrido por la prostitución travesti y el sida, vinculando las cuestiones de 
género sexual con otras variables (etnia, lengua, clase, etc.), determinantes para 
la construcción de una subjetividad homosexual latinoamericana que se plantea 
en estos textos como instancia de resistencia frente a los modelos identitarios 
dominantes. 
 
Palabras claves: género; cuerpo; performatividad; enfermedad; travestismo 
 
 
CONFLUENZE Vol. 3, No. 2 
 
 
Andrea Ostrov 146 
El interés creciente por la temática del cuerpo dentro del ámbito de las 
ciencias sociales en la segunda mitad del siglo XX encuentra su auge en la 
década de los 80, cuando diversas disciplinas – antropología, sociología, 
filosofía, historia, teoría literaria, estudios de género entre otras – coinciden en 
proponerlo como nuevo objeto de estudio e investigación. Instalado a partir de 
entonces en el centro de debates teórico críticos, y convertido en referente 
privilegiado de un corpus ya canónico (Foucault, Le Bréton, Mauss, Laqueur, 
Butler, Vigarello), el cuerpo abandona definitivamente su pertenencia exclusiva 
al ámbito de lo biológico para constituir de pleno derecho un objeto cultural, 
social e histórico cuyo espesor epistemológico exige replanteos teóricos, 
reformulaciones críticas y abordajes específicos. En este contexto, la irrupción 
del SIDA y su avasalladora propagación – también durante la década de los 80 
– reactualiza la reflexión sobre la enfermedad y coloca en el centro de la escena 
teórica articulaciones tales como enfermedad y ciudadanía; enfermedad y 
política; género, enfermedad y sexualidad, entre otras. Pero además, también el 
discurso literario se hace cargo de esta corporalidad que insiste en exhibir sus 
procesos, en mostrar sus marcas, en subrayar sus diferencias. De modo tal que 
la enfermedad – particularmente el SIDA – da lugar a una vasta producción de 
textos (novelas, autobiografías, crónicas, autoficciones) en los cuales el cuerpo 
enfermo se constituye no sólo como baluarte de resistencia frente a los 
discursos y dispositivos de control social, sino también como portador de 
valores éticos y estéticos contestatarios. Dentro de la literatura latinoamericana 
actual, Fernando Vallejo, Reynaldo Arenas, Severo Sarduy y Pedro Lemebel 
son, en este sentido, los nombres más representativos. En esta ocasión, me 
propongo abordar las problemáticas mencionadas en las crónicas incluidas en 
Loco afán. Crónicas de sidario del chileno Pedro Lemebel. 
 
Ciudad, crónica, globalización 
 
Ciudad y urbe son palabras que designan, en principio, un mismo 
referente. Sin embargo, desde el punto de vista etimológico, estos términos 
aparentemente sinónimos en español provienen de voces latinas cuyos sentidos 
no se superponen: urbs y civitas. La primera se refiere a la ciudad en tanto 
espacio físico, conjunto de edificios, calles, paisaje, infraestructura. Urbs – urbe – 
designa la estructura material de una ciudad. La palabra civitas en cambio, 
alude a la ciudad en tanto forma de vida, organización institucional, relaciones 
sociales, prácticas cotidianas, sistemas de simbolización, religión, gobierno, etc. 
Es decir que en rigor la civitas no se refiere a una materialidad espacial sino a la 
organización de los modos en que un determinado espacio es habitado. 
A partir de esta distinción me interesa destacar que las crónicas urbanas 
de Pedro Lemebel se instalan precisamente en el punto donde la urbs y la civitas 
resultan mutuamente determinantes: los textos establecen una tensa 
vinculación entre la periferia y los barrios pobres de Santiago de Chile y ciertas 
prácticas sexuales marginales que transcurren en esos espacios: la 
homosexualidad, el travestismo, la prostitución masculina. La confluencia de la 
periferia y de lo marginal o minoritario – si acordamos en referir estos términos 
a la urbs y a la civitas respectivamente – en la escritura de la crónica urbana 
propone un mapa otro de la ciudad donde, en términos de Lucía Guerra (2000, 
p. 83) se subvierten “no solo las normas impuestas por la moral dominante, sino 
la cartografía misma del espacio urbano”. 
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Si aceptamos, con Michel de Certeau, que todo recorrido presupone 
obviamente el espacio sobre el que se realiza, pero que además el recorrido 
mismo produce ese espacio en la medida en que lo recorre, el desplazamiento 
por el espacio de la ciudad – si no explícito, al menos implícito en la escritura de 
la crónica – refunda el espacio urbano, reconfigura el mapa de la ciudad al 
tiempo que lo escribe (De Certeau, 2000). La crónica urbana constituye entonces 
una operación de espacialización por medio de la escritura que delinea otro 
mapa, que traza otra cartografía – no oficial – de la ciudad, al detenerse en el 
reverso, en el “negativo”, en el margen o el afuera que, expulsado del centro, 
sostiene sin embargo la identidad mostrable del adentro. Se trata, en definitiva, 
de una escritura que hace visible la diversidad, la multiplicidad, la diferencia, 
“ante las fuerzas niveladoras que tienden a suprimirla o domesticarla” (Gelpí, 
1997, p. 56). El gesto escriturario de la crónica intenta fisurar – en términos de 
Lucía Guerra – la totalidad de sentido que homogeneiza las diferencias al 
reunirlas bajo un único argumento significante. “La mirada del cronista 
ambulante […] se detiene precisamente en estas fisuras para mostrar el 
contrasello de la utopía neoliberal, todo aquello que el proyecto económico ha 
relegado a la categoría de desperdicio y desecho” (Guerra, 2000, p. 85). 
En La esquina es mi corazón – primer libro de crónicas de Lemebel – el 
mapeo de los circuitos libidinales de la homosexualidad proletaria se 
superpone a la cartografía “decente” del espacio urbano. Parques, baños 
públicos, cines, estadios de fútbol, se resignifican en tanto pasan a constituir 
puntos relevantes en el circuito de los intercambios homosexuales, reinstalando 
los sentidos expulsados que subvierten el uso “apropiado” de los espacios 
públicos. Así, los lugares mencionados exhiben una faz “mostrable”, 
“fotografiable”, auspiciada por las políticas neoliberales de acuerdo con los 
parámetros de una civilidad que regula el espacio urbano en función de un 
orden a la vez estético e higiénico, pero que necesariamente deja en sombras las 
derivas y errancias de los cuerpos “impropios” que ponen en jaque la 
univocidad de los usos y sentidos oficialmente atribuidos al espacio público. A 
su vez, en las crónicas de Loco afán – donde asume el papel protagónico la 
prostitución travesti infectada por el SIDA – la supuesta homogeneidad del 
mundo homosexual representada por el modelo gay resulta perturbada en la 
medida en que los cuerpos de las travestis se muestran sistemáticamente 
atravesados por relacionesde clase, etnia, nación, es decir, por una 
concatenación de variables que confluyen en la postulación de una identidad 
“loca”. En este sentido, Diana Palaversich propone leer las crónicas de Loco afán 
como un “manifiesto homosexual proletario latinoamericano en nítida 
oposición al discurso gay norteamericano” ya que en ellas se construye una 
sexualidad que resiste a la normativización de la homosexualidad a partir de la 
imposición de un patrón gay importado (Palaversich, 2002). 
En efecto, la imagen gay que se trata de imponer como paradigma de la 
homosexualidad masculina no pone en cuestión la figura de “hombre”, en tanto 
el gay no feminiza su conducta ni su gestualidad, sino que conserva y aún 
acentúa los rasgos de masculinidad. Por consiguiente, la figura gay resulta 
menos contestataria, menos insolente que “la loca” con respecto a la imagen 
masculina culturalmente legitimada. La loca, en cambio, cuya versión extrema 
es precisamente el travesti, resulta mucho más peligrosa y contestataria para la 
cultura, por varias razones: en primer lugar, porque pone en escena de manera 
desembozada una incongruencia entre sexo y género que hace evidente la 
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construcción cultural de los géneros. En segundo lugar, porque el 
transformismo constituye una suerte de errancia a través de los géneros, de 
nomadismo identitario, que pone en cuestión la univocidad de las identidades 
fijas: “todavía es subversivo el cristal obsceno de sus carcajadas, desordenando 
el supuesto de los géneros” dice Lemebel1. En tercer lugar, la figura de la loca 
encarna una diferencia que en estos textos deviene cifra de una localidad que 
desmiente la ilusión de igualdad y de homogeneidad propiciada por el discurso 
globalizador del modelo neoliberal: “esa piel blanca, tan higiénica, tan 
perfumada por el embrujo capitalista. Tan diferente al cuero opaco de la 
geografía local” (27). El travesti en su gestualidad loca, en su despliegue de 
lamé y lentejuelas, encarna una cierta dimensión de exceso, de proliferación de 
lujos y brillos que, en el contexto sociopolítico latinoamericano se vuelve 
significante de la carencia, de la marginalidad, de la miseria de las periferias 
urbanas: “el ‘hombre homosexual’ o ‘mister gay’ era una construcción de 
potencia narcisa que no cabía en el espejo desnutrido de nuestras locas” (26). 
Frente al modelo homosexual hegemónico, entonces, la loca local encarna 
tensiones políticas, sociales, culturales y geográficas que imprimen una torsión 
parodizante al eje modelo/copia tradicionalmente utilizado para pensar las 
relaciones entre países centrales y periféricos (Massiello, 2001). En el relato 
titulado “La muerte de Madonna” – por ejemplo – los gestos de reproducción y 
de imitación que la travesti tercermundista lleva a cabo respecto del modelo 
central – Madonna – se refuncionalizan en tanto admiten ser leídos como 
“estrategias resemantizadoras desplegadas por las culturas periféricas” 
(Richard, 1989, p. 55). 
 
La Madonna tenía cara de mapuche, era de Temuco [...] a lo mejor por eso se 
tiñó el pelo rubio, rubio, casi blanco. Pero ya el misterio le había debilitado las 
mechas. Con el agua oxigenada se le quemaron las raíces y el cepillo quedaba 
lleno de pelos. Se le caía a mechones. [...] Antes del misterio, tenía un pelo tan 
lindo la diabla, se lo lavaba todos los días y se sentaba en la puerta peinándose 
hasta que se le secaba. [...] Sin pelo ni dientes, ya no era la misma Madonna que 
tanto nos hacía reír cuando no venían clientes. Nos pasábamos la noche en la 
puerta, cagadas de frío haciendo chistes. Y ella imitando a la Madonna con el 
pedazo de falda, que era un chaleco beatle que le quedaba largo. Un chaleco 
canutón, de lana con lamé, de esos que venden en la ropa americana. Ella se lo 
arremangaba con un cinturón y le quedaba una regia minifalda. Tan creativa la 
cola, de cualquier trapo inventaba un vestido (37-8). 
 
De acuerdo con este párrafo, el reciclaje latinoamericano de los modelos 
importados del primer mundo constituye, más que una copia, un verdadero 
simulacro que, al tiempo que remeda el “modelo”, establece con respecto a éste 
una distancia paródica que exhibe el hiato irreductible, el fallido del gesto, 
poniendo en evidencia las marcas de exclusión que caracterizan el contexto 
social, económico, político y cultural latinoamericano2. Así, 
 
1 Lemebel, 2000. Todas las citas del texto corresponden a esta edición. En adelante solo se 
consignará el número de página entre paréntesis. 
 
2 Tomo la diferenciación conceptual entre copia y simulacro que propone Gilles Deleuze (1969, 
pp. 295-297). Según este autor, la semejanza propia de las copias no establece, respecto del 
modelo, una relación meramente exterior, sino referida a la esencia interna de la Idea: es la 
identidad superior de la Idea lo que funda la pretensión de semejanza de las copias. Entretanto, 
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[...] ella se sabía todas las canciones, pero no tenía idea lo que decían. Repetía 
como lora las frases en inglés, poniéndole el encanto de su cosecha analfabeta. 
[...] Cerrando los ojos, ella era la Madonna, y no bastaba tener mucha 
imaginación para ver el duplicado mapuche casi perfecto. Eran miles de 
recortes de la estrella que empapelaban su pieza. Miles de pedazos de su 
cuerpo que armaban el firmamento de la loca. Todo un mundo de periódicos y 
papeles colorinches para tapar las grietas, para empapelar con guiños y besos 
Monroe las manchas de humedad, los dedos con sangre limpiados en la 
muralla, las marcas de ese rouge violento cubierto con retazos del jet set que 
rodeaba a la cantante. Así, mil Madonnas revoloteaban a la luz cagada de 
moscas que amarilleaba la pieza. Hasta el final, cuando no pudo levantarse, 
cuando el sida la tumbó en el colchón hediondo de la cama (38-39). 
 
Enfermedad, política, colonización 
 
Las tensiones y oposiciones en torno a las cuales se estructuran los 
cuerpos y los espacios en estas crónicas culminan con la representación de la 
enfermedad y de los intercambios sexuales en términos políticos. Según ha 
demostrado Susan Sontag, la concepción de la enfermedad en la cultura de 
Occidente se caracteriza tanto por el imaginario bélico como por la adjudicación 
de un origen extranjero a las epidemias. De acuerdo con esta autora, las 
“plagas” o “pestes” han sido históricamente imaginarizadas en términos 
bélicos, concebidas como una invasión de fuerzas enemigas externas (Sontag, 
1990). En el caso del SIDA esta afirmación se vuelve evidente en la medida en 
que – al menos en un principio – ciertos discursos autorizados remitieron el 
origen de la enfermedad al continente africano. 
Sin embargo, en Loco afán, ya desde el epígrafe, Lemebel postula 
explícitamente el origen norteamericano del SIDA: “la plaga nos llegó como una 
nueva forma de colonización por el contagio” (9); “el contagio de la plaga, como 
recolonización a través de los fluídos corporales” (26). Mediante este gesto, el 
escritor no solo desconstruye el mito de origen de la enfermedad sino que 
invierte, irónicamente, las posiciones discursivas al redirigir el lugar de 
procedencia de la epidemia precisamente al centro generador de ese relato. Pero 
además, la postulación del origen norteamericano de la enfermedad ratifica la 
equivalencia que estos textos plantean entre la propagación del SIDA y el 
accionar represivo de la dictadura militar que se inicia en Chile el 11 de 
septiembre de 1973. La dictadura pinochetista y la epidemia del SIDA son 
explícitamente equiparadas en estas crónicas como sendos dispositivos de 
colonización: “el tufo mortuorio de la dictadura fue un adelanto del sida, que 
hizo su estreno a comienzos de los ochenta” (18). De este modo, los textos 
llevan a cabo una politización de la epidemia que pone en primer plano las 
vinculaciones entre política,enfermedad y sexualidad. En efecto, el 
apartamiento de las prácticas sexuales culturalmente legitimadas resulta 
determinante de las atribuciones de sentido que se articulan en torno a las 
enfermedades de transmisión sexual. Puesto que la culpabilización de la 
víctima está a la orden del día cuando se trata de enfermedades vinculadas al 
 
los simulacros producen efectos de semejanza puramente exteriores, a través de medios 
completamente diferentes de aquellos que se hallan en acción en el modelo. Así, los simulacros 
pretenden apropiarse del objeto por debajo de la mesa, utilizando una agresión, una 
insinuación, una subversión ‘contra el padre’ y sin pasar por la Idea. 
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ejercicio de la sexualidad, el SIDA es rápidamente utilizado como dispositivo 
de control sexual y político para la ratificación de los valores y formas de vida 
considerados “saludables”: la irrupción del SIDA se extiende en el interior del 
cuerpo social como un verdadero dispositivo de moralización y normalización 
de las uniones sexuales (Perlongher, 1997, p. 43). 
A partir de entrelazamientos e interpenetraciones de términos 
pertenecientes al código político por un lado, y al sexual por otro, las crónicas 
proponen una verdadera “contaminación” en el plano de la escritura mediante 
la cual se explicitan los vínculos entre la dictadura y el contagio, entre la 
represión política y el “peligro” sexual: 
 
Eran camionadas de hombres que descargaban su pólvora hirviendo en el 
palacio de Aluminios El Mono. Noche a noche, había derrame para todos [...]. 
Solamente la luz del cuarto piso era un faro para las patrullas cansadas de 
apalear gente en el tamboreo de la represión (31). 
 
Por todos lados fragmentos de cuerpos repartidos en el despelote sodomita. Un 
abrazo acinturando un estómago, una pierna en el olvido de la encajada.[...] 
Unos glúteos asomados por el drapeado de las sábanas, goteando el suero 
proletario de la tropa. Una mano abierta que soltó la matraca para agarrar algo, 
y se quedó hueca y muerta en el gesto vacío. [...] Así, restos de cuerpos o 
cadáveres pegados al lienzo crespo de las sábanas. Cadáveres de boca pintada 
enroscados a sus verdugos. Aun acezantes, aun estirando la mano para agarrar 
el caño desinflado en la eyaculada guerra (34-5). 
 
Camp, estética, enfermedad 
 
Uno de los procedimientos parodizantes más eficaces de estas crónicas 
radica en la utilización del camp. De acuerdo con Susan Sontag, la estética camp 
– entendida como una reapropiación no ingenua del kitsch – propone como 
premisa básica la idea de “la vida como teatro, como representación”, y 
enarbola el “hacer como si” en tanto gesto paradigmático, tomando como 
referencias estéticas fundamentales el cine de Hollywood de los años treinta, la 
teatralidad exacerbada de la escena operística del siglo XIX y ciertos aspectos 
del modernismo hispanoamericano, como la proliferación de materiales 
valiosos (oros, perlas, mármoles) pero ahora yuxtapuestos al lamé, las 
lentejuelas y el strass (Sontag, 1967). A esta combinación de elementos valiosos 
con falsos brillos se superpone a menudo la presencia del detritus, de la mugre y 
lo abyecto (Amícola, 2000). 
En las crónicas de Loco afán, los elementos de la estética camp se hacen 
presentes, por un lado, en la conformación de una suerte de catálogo de las 
herramientas y materiales que intervienen en la construcción del género: telas, 
cosméticos, lencería, encajes, brillos y plumas. Por otro lado, la imitación fallida 
de los modelos consagrados por el cine norteamericano no solo desconstruye – 
tal como propusimos – la oposición original/copia desde una reformulación 
crítica, sino que al mismo tiempo introduce una representación hiperbólica y 
paródica tanto de la dimensión citacional del género como de las tecnologías –
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particularmente el cine – que intervienen en la producción, reproducción y 
legitimación de los modelos identitarios consagrados3. 
Pero además, el camp se propone aquí como una posibilidad de 
exploración de la dimensión estética encarnada tanto en la enfermedad como en 
la muerte. En “La noche de los visones”, la Chumi expresa largamente esta 
fantasía mortuoria: 
 
solamente quiero que me entierren vestida de mujer; con mi uniforme de 
trabajo, con los zuecos plateados y la peluca negra. Con el vestido de raso rojo 
que me trajo tan buena suerte. Nada de joyas [...]. A lo más una orquídea 
mustia sobre el pecho, salpicada con gotas de lluvia. Y los cirios eléctricos, que 
sean velas. Muchas velas [...]. Tantas velas como en el apagón, tantas como los 
desaparecidos [...]. Como lentejuelas de fuego para nuestras lluviosas calles. 
Tantas como perlas de un deshilvanado collar [...]. Necesito ese cálido 
resplandor para verme como recién dormida. Apenas rosada por el beso 
murciélago de la muerte. Casi irreal, en la aureola temblorosa de las velas, casi 
sublime sumergida bajo el cristal [...] como la bella durmiente, como una virgen 
serena e intacta que el milagro de la muerte le borró las cicatrices. Ni rastros de 
la enfermedad; ni hematomas, ni pústulas ni ojeras. Quiero un maquillaje níveo 
[...] como la Ingrid Bergman en Anastasia, como la Bette Davis en Jezabel (23-24). 
 
En tanto la enfermedad imprime en el cuerpo un tránsito ineludible hacia la 
degradación, el ritual de estetización que las travestis ejercen sobre los 
cadáveres de las compañeras funciona en primer lugar como un operativo 
reparador, un intento de borramiento de las marcas de enfermedad. La 
imaginarización estetizante de la muerte funciona aquí como posibilidad de 
recomponer una imagen corporal degradada no solo por el SIDA sino también 
por la desnutrición y la marginalidad. 
A la vez, el tratamiento estético del cadáver a través del maquillaje, la 
ropa, la manicura, la depilación, los adornos y el cuidado de la expresión facial, 
constituye un intento de reconstrucción de la identidad de género. Es decir, si la 
decoración del cadáver es la escritura última sobre el cuerpo, el arreglo 
póstumo – que aquí se lleva a cabo teniendo en cuenta hasta los más mínimos 
detalles que prescribe el código de los géneros consagrado por el cine 
hollywoodense – reinscribe prolijamente esas marcas de género, al tiempo que 
exhibe la intervención de las tecnologías en los procesos de generización de la 
identidad. Ejemplo privilegiado es, en este sentido, “El último beso de Loba 
Lamar”: 
 
Pero al cabo de una hora, mientras las locas bañaban el cadáver con leche y 
almidones de reina babilónica. Mientras embetunaban el cuerpo con cera 
depilatoria hirviendo para dejarlo tan lampiño como teta de monja. Al tiempo 
que una le hacía la manicure pegándole caracoles y conchitas moluscos como 
uñas postizas, otra le aserruchaba los juanetes y callos […] le depilaban las cejas 
y le encrespaban las pestañas con una cuchara caliente (52-53). 
 
3 Judith Butler considera el carácter performativo y la construcción citacional del género en su 
ya clásico e influyente ensayo Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity (1990). El 
concepto de tecnologías del género, acuñado por Teresa de Lauretis (1987) se refiere a aquellos 
dispositivos culturales que intervienen en la construcción de las subjetividades generizadas, 
proponiendo y a la vez legitimando modelos identificatorios: el cine, la literatura, los medios, 
los discursos autorizados (el discurso médico, el psicoanálisis, el discurso legal, religioso, 
etcétera). 
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Nombre, identidad, escritura 
 
Otro elemento fundamental que interviene en la construcción de la 
identidad loca es el nombre propio. En este sentido, Nelly Richarddestaca que 
mediante la adopción de un sobrenombre femenino, el travesti cuestiona el 
nombre propio como signo de identidad unívoca. Según esta autora, el travesti 
refracta “el nombre como primera matriz de identidad para corregir el defecto 
de la monosemia por y con añadiduras: primera ceremonia de refundación de 
la identidad en la que el travesti consuma el acto de desafiliación” (Richard, 
1993, p. 68)4. Pero además, el cambio de nombre implica un cuestionamiento no 
solo del linaje paterno sino también del Nombre del Padre en tanto ley que 
determina la identidad sexuada y las posiciones de género: “esa marca 
indeleble del padre que lo sacramentó con su macha descendencia [...] sin saber 
si ese Alberto, Arturo o Pedro le quedaría bien al hijo mariposón que debe 
cargar con esa próstata de nombre hasta la tumba” (62). 
 Por otro lado, el camp vuelve a intervenir en la construcción de la nueva 
identidad, en tanto resulta habitual que la elección del sobrenombre se realice a 
partir del “firmamento estelar hollywodense”: 
 
Para las más sofisticadas se usa el remember hollywoodense de la Garbo, la 
Dietrich, la Monroe, la West. Pero para Latinoamérica hay nombres de vírgenes 
consagradas por la memoria del celuloide más cercanas: la Sara Montiel, la 
María Félix, la Lola Flores, la Carmen Miranda. [...] Esos sobrenombres se han 
homosexualizado a través de los miles de travestis que hacen su copia. A través 
de la mímesis de sus gestos y miradas matadoras. Toda marica tiene dentro una 
Félix, como una Montiel, y la saca por supuesto, cuando se encienden los focos, 
cuando la luna se descuera entre las nubes (64-5). 
 
Es decir que el sobrenombre travesti alude, como queda claro en el párrafo 
anterior, a una concepción de la subjetividad como puesta en escena, como puesta 
en acto de una identificación de género, donde las tecnologías -nuevamente el 
cine- intervienen explícitamente: “Así, el asunto de los nombres no se arregla 
solamente con el femenino de Carlos; existe una gran alegoría barroca que 
empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad a través 
del sobrenombre” (62-63). 
 Por otro lado, la elección del sobrenombre exhibe en varias ocasiones 
una inscripción literal de la enfermedad en el nombre propio en la medida en 
que éste -marca primera y fundante de la subjetividad- se refunda como marca 
sidosa, como estigma inscripto en su misma materialidad significante: la María 
Misterio; la María Sombra; la María Acetaté; la María Sarcoma; la Mosca Sida; la 
María Lui-Sida; la Lusida; la Zoila Kaposi; la Depre-Sida; la Ven-Sida (66). De 
manera que el sobrenombre no solo regeneriza la corporalidad travesti a partir 
del cambio de género del nombre propio sino que a la vez se constituye como 
marca de la enfermedad. 
 Al mismo tiempo, el sobrenombre propone una reconfiguración del 
cuerpo, una nueva cartografía corporal que resemantiza la materialidad física 
misma al desarticular mediante la metáfora humorística la inadecuación de los 
 
4 En el caso de Lemebel, esto se evidencia en la sustitución del apellido paterno – Mardones – 
por el de su madre. 
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cuerpos “locales” al canon de belleza corporal impuesto por los modelos 
centrales: 
 
Quizás el listado de chapas que se usan para renombrarse incluya un denso 
humor, un ácido acercamiento a esos “detalles y anomalías” que el cuerpo debe 
sobrellevar resignado. A veces cojeras, hemiplejías, o “sutiles fallas” que tanto 
cuesta disimular, que tanto molestan y avergüenzan como agregados a la falla 
mayor. En este caso el apodo alivia el peso, subrayando de luminaria un 
defecto que más duele al tratar de esconderse. El apodo hace de ese lunar con 
pelos una duna de felpa. De esa jodida joroba, un Sahara de odalisca. De esos 
ojos miopes, un sueño de geisha.[...] De esa obesa calamidad, una nube blanca y 
rosada a lo Rubens.[...] De esas elefánticas orejas, un par de abanicos flamencos 
(63-64). 
 
Pero, además, el nuevo mapa corporal que se instaura a partir del sobrenombre 
subvierte la organización canónica del cuerpo heterosexual al jerarquizar y 
resignificar eróticamente otros órganos, otras zonas que no se suponen, en 
principio, como zonas erógenas. El sobrenombre travesti dibuja otro mapa 
corporal, en función de otra economía sexual: la María Silicona; la Saca Corchos; 
la Licuadora; la Poto Aguja; la Poto Asesino (65-6). La reescritura del nombre 
propio condensa un proceso de des-re-jerarquización del cuerpo que pone en 
cuestión la organicidad legitimada por el modelo corporal heterosexual. En 
palabras de Néstor Perlongher, “perturba la organización jerárquica del 
organismo, que asigna funciones determinadas a los órganos” (Perlongher, 
1997, p. 69). 
 Sin embargo, no solo el nombre propio y el cuerpo se reescriben, sino 
también el lenguaje mismo: “el invierno cero positivo de las locas” (28); “los 
exámenes AIDS [...] positivos que llevaron al suicidio a varias depre-sidas” (58). 
Las recurrentes alteraciones ortográficas que a lo largo del texto conmueven el 
significado de determinadas palabras haciendo proliferar sentidos constituyen 
verdaderas marcas – o manchas – que introducen la enfermedad en el cuerpo 
de la letra. Así, las marcas que la enfermedad inscribe en los cuerpos de las 
protagonistas de estas crónicas afectan – o infectan – la materialidad misma de 
la palabra, alterando al mismo tiempo la norma ortopédica y la ortográfica. 
 Finalmente, la proliferación genérica que el cuerpo travestido encarna, 
ese estallido de identidades que se traduce en cortes, hiatos e incoherencias con 
respecto a la normatividad genérico-corporal, tiene correlato en la 
incongruencia genérico-gramatical evidente en algunas de las crónicas: 
 
Se inauguraba la Sexta Bienal de Arte en Cuba, y como invitado oficial, me 
calcé los tacoagujas encaminándome a la Plaza de La Catedral [...]. Y me tuvo 
que repetir la frase, porque yo había quedado amnésica ante tanta belleza (159-
160). 
 
¿Cómo te van a ver si uno es tan refea y arrastra por el mundo su desnutrición 
de loca tercermundista? ¿Cómo te van a dar pelota su uno lleva esta cara 
chilena [...] te miran con asco como diciéndote: te hacemos el favor de traerte, 
indiecita, a la catedral del orgullo gay. Y uno anda tan despistada en esos 
escenarios del Gran Mundo (71). 
 
El género tiene, evidentemente, marcas lingüísticas que, de acuerdo con la 
corrección y propiedad del lenguaje, obedecen a leyes estrictas de concordancia. 
CONFLUENZE Vol. 3, No. 2 
 
 
Andrea Ostrov 154 
Sin embargo, los ejemplos citados ponen en crisis la categoría de género 
gramatical al hacer estallar esa concordancia, evidenciando de este modo la 
coerción, la normativización y normalización de las identidades sexuales que se 
ejerce desde la estructura misma del lenguaje (Wittig, 1986). 
En efecto, la construcción de la identidad en torno a la coherencia sexo= 
género = heterosexualidad resulta determinante para la categorización de los 
cuerpos y de las prácticas sexuales en términos de legitimidad. La supuesta 
“naturalidad” de la correspondencia sexo = género= elección sexual normativiza 
esta ecuación y relega los cuerpos que no la encarnan de manera apropiada al 
dominio de la abyección. Sin embargo, el corte reiteradamente practicado nada 
menos que en la palabra ciudadano (reescrita “ciudad-ano” [88]) en la escritura 
de Pedro Lemebel jerarquiza y visibiliza esa analidad disimulada en el sufijo. 
La nueva partición de la palabra instaura una diferencia, un espaciamiento -
literal- que propone otro recorte no solo del cuerpo sino también del espacio 
urbano. El corte en la materialidad misma de la palabra alude precisamente a la 
separación – a la marginación – de los cuerpos travestis del ámbito de lo 
ciudadano. Cuerpos expulsados del centro de la ciudad, relegados al dominio 
de lo “abyecto”,convertidos en desecho periférico en tanto desbordan el marco 
de legitimidad impuesto por un orden – si retomamos la distinción propuesta al 
principio – tanto urbano como ciudadano. 
 
 
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CONFLUENZE Vol. 3, No. 2 
 
 
 
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Andrea Ostrov 
Enseña Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la 
Universidad de Buenos Aires. Es investigadora independiente del Conicet, 
autora del libro El ge ́nero al bies: cuerpo, ge ́nero y escritura en cinco narradoras 
latinoamericanas (Alción: 2004) y de numerosos artículos sobre José Donoso, 
Silvina Ocampo, Augusto Roa Bastos, Diamela Eltit, Vicente Huidobro, Juan 
Rulfo, María Luisa Bombal, Felisberto Hernández, entre otros, publicados en 
revistas académicas nacionales e internacionales. 
Contacto: andostr@filo.uba.ar; andostr1@yahoo.com.ar

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