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Autor: Edmund Leach 
Libro: “Un Mundo en explosión” Editorial Anagrama – 1967 – Barcelona 
 
Capítulo: Nosotros y los demás 
 
Los temas de violencia nos rodean desde el día en que nacemos (films de televisión 
como “Los vengadores”, relatos de muertes súbitas, leyendas sobre Hiroshima...). No 
son sólo la naturaleza y la tecnología lo que parece fuera de control, sino nosotros 
mismos. 
 
Si medimos la violencia por la cantidad, nos encontramos con certeza en la edad del 
terror. Tanto el número de víctimas como el de destructores crecen incesantemente. 
Pero las actitudes hacia la violencia cambian muy poco. Los informes de guerra del 
Vietnam se recrean en los desastres con un tono parecido al de las sagas islandesas del 
siglo XII; los comunicados oficiales informan de las víctimas como si los generales 
estuvieran ocupados en una cacería de perdices. Hitler intentó exterminar a los judíos en 
cámaras de gas; los ingleses del siglo XVI intentaron exterminar brujas y herejes 
enviándolos a la hoguera. 
 
En los estados civilizados modernos, las personas insanas pueden someterse a la cirugía 
del cerebro y la terapéutica de descargas eléctricas, bajo la confortable teoría de que 
esto “podría” ser benéfico, y de que en cualquier caso la víctima, difícilmente podría 
resultar más perjudicada de lo que ya está; por el mismo principio Vesalio y Leonardo 
Da Vinci investigaron la anatomía humana mediante la disección de los cuerpos de 
criminales sentenciados que todavía estaban vivos. Cuando Stokely Carmichael incita a 
sus compañeros negros a matar al opresor blanco, no hace más que el atroz consejo de 
Maquiavelo: “Si tienes un enemigo, mátalo”. 
 
Pero, ¿cuál es la razón de que tengamos enemigos? ¿Por qué deberíamos tratar de matar 
a nuestros semejantes? De una cosa podemos estar seguros, y es que esto es algo que no 
se relaciona con el instinto. Ninguna especie podría haber sobrevivido de haber poseído 
una tendencia innata que le llevara a exterminar a todos los miembros de su misma 
especie, pues el apareamiento hubiera resultado entonces imposible. La pauta general en 
el reino animal es que la agresión esta dirigida hacia afuera, no hacia adentro. Sólo en 
situaciones excepcionales, los animales se comportan como caníbales o asesinos; las 
aves de rapiña sólo matan miembros de otras especies, no de la propia. La lucha entre 
animales de la misma clase es normalmente un juego, una especie de ejercicio habitual 
que permite a un individuo dominar sobre otro sin que ninguno de los dos resulte 
seriamente dañado. Pueden encontrase símiles humanos, como la esgrima, el boxeo, el 
fútbol, pero, además de todo esto, los hombres se matan unos a otros. ¿Por qué ocurre 
esto? Mi opinión es que nuestra propensión al crimen es una consecuencia paradójica de 
nuestra dependencia de la comunicación verbal; usamos las palabras de tal forma que 
llegamos a pensar que los hombres que se comportan de modos diferentes son 
miembros de especies diferentes. 
 
En el mundo no humano, el conjunto de las especies funciona como una unidad. Los 
lobos “no” se matan entre sí, porque “todos” los lobos se “comportan” con el mismo 
lenguaje. 
 
Si un lobo ataca a otro, la víctima responde automáticamente con un ademán que 
compele al agresor a detener la lucha. El ademán tiene el mismo efecto que una 
expresión lingüística. Es como si yo le atacase a usted y usted gritase: “¡Eh!, ¡usted no 
puede hacer eso, soy uno de sus amigos!”, o quizá de una forma más sumisa: “Soy uno 
de sus siervos”. Entre los animales estas respuestas tienen el carácter de acciones que 
paralizan el mecanismo de agresión. En un momento dado la parte más débil debe 
rendirse, y tan pronto como esto sucede, el agresor no tiene más remedio que desistir. 
De esta forma la víctima del ataque se encuentra en raras ocasiones en un peligro serio. 
Lo complicado de nuestro caso, es que la seguridad de la víctima no depende de que el 
atacante y el atacado se “comporten” con el mismo lenguaje, sino que deben “hablar” el 
mismo lenguaje y estar familiarizados con el mismo código de símbolos culturales. Y 
aun así cada individuo puede tomar su propia decisión acerca de lo que constituye “el 
mismo lenguaje”. Yo les hablo a ustedes en inglés y ustedes escuchan y pueden 
entender lo que digo. El acto de escuchar y entender, es un acto de sumisión por su 
parte. Están admitiendo que somos animales de la misma clase y me conceden el 
derecho de hablarles. Pero esto es una elección libre. Para librarse de esta dominación 
momentánea no es necesario siquiera apagar la radio; basta con una reflexión de este 
estilo: “No puedo soportar el acento ridículo de este hombre; no habla como yo. No es 
de mi propia clase”. 
 
Enfoquemos este punto de una forma más general. Debido al modo en que se organiza 
nuestro lenguaje y al modo en que estamos educados, cada uno de nosotros se sitúa 
constantemente en una actitud de contienda. “Yo” me identifico a mí mismo con un 
colectivo “nosotros” que entonces se contrasta con algún “otro”. Lo que “nosotros” 
somos, o lo que el “otro” es, dependerá del contexto. Si “nosotros” somos ingleses, 
entonces los “otros” son franceses o americanos o alemanes. Si “nosotros” somos los 
defensores de la libre empresa capitalista, entonces los “otros” son comunistas. Si 
“nosotros” somos los ciudadanos medios normales, entonces el “otro” es un misterioso 
“ellos”, la burocracia gubernamental. En cualquier caso “nosotros” atribuimos 
cualidades a los “otros”, de acuerdo con su relación para con nosotros mismos. Si el 
“otro” aparece como algo muy remoto, se le considera como benigno y se le dota con 
los atributos del “Paraíso”. La China imaginada por los aristócratas europeos del siglo 
XVII y los nobles salvajes imaginados por Rousseau eran benignos y remotos “otros” 
de esta clase. Con la tecnología moderna, el mundo se ha empequeñecido de tal forma 
que este tipo de lejanía ha dejado casi de existir. 
 
En el extremo opuesto, el “otro” puede ser algo tan a mano y tan relacionado conmigo 
mismo, como mi señor, o mi igual, o mi subordinado. En la vida diaria podemos 
reconocer docenas de estas relaciones de dependencia: padres-hijos, empleados-dueños, 
doctores-pacientes, profesor-alumno, hombre de negocios-cliente... y así sucesivamente. 
En todos estos casos, las reglas del juego están perfectamente definidas. Ambas partes 
conocen exactamente como se “espera” que el “otro” se comporte y, en tanto en cuanto 
estas expectativas se cumplen, todo funciona con disciplina y orden. Pero a mitad de 
camino entre el “otro” celestialmente remoto y el “otro” próximo y predecible, hay una 
tercera categoría que despierta un tipo de emoción totalmente distinto. Se trata del 
“otro” que estando próximo es incierto. Todo aquello que está en mi entorno inmediato 
y fuera de mi control se convierte inmediatamente en un germen de temor. Esto vale 
para personas así como para objetos. Si el señor X es alguien con el que no puedo 
comunicarme, está fuera de mi control y le trato por tanto como a un animal salvaje en 
lugar de como a un ser humano. Se convierte en un bruto. Su presencia genera la 
ansiedad, pero esta falta de humanidad me libera de toda restricción moral: las 
respuestas paralizadoras que podrían impedir que reaccionase violentamente contra 
alguien de mi propia especie dejan de tener efecto. 
 
Se cuentan por centenares los ejemplos que ilustran este principio. En el siglo XVIII, 
con la exaltación de la razón, la locura tomó proporciones escalofriantes, y los dementes 
eran conducidos en rebaños a las mazmorras y encarcelados como bestias salvajes. 
Cuando los primeros colonos británicos llegaron a Tasmania, exterminaron a los 
habitantes locales como si se tratase de gusanos, justificándose en la idea de que 
aquellos tasmanianos de ningún modo podían ser considerados como seres humanos. 
Algo parecido dijo Hitler de los judíos. En la Sudáfrica contemporánea, el apartheid se 
basa en la teoría de que los negros son miembros deespecies inferiores y por lo tanto 
incapaces de entender la ley y el orden civilizados. La mayor parte de nosotros 
reaccionamos con repulsión ante tales actitudes y, sin embrago, nos comportamos de 
una manera muy similar. Expulsamos de la sociedad a los criminales, lunáticos y 
personas de edad avanzada, simplemente Por qué se les ha declarado anormales, pero 
una vez que esta anormalidad se ha establecido, nuestra violencia puede ejercerse sin 
límites. Es cierto que hasta ahora no hemos tenido que recurrir al exterminio, pero las 
prisiones, las comisarías de policía y muchas otras clases de instituciones cerradas, 
pueden llegar a ser consideradas como lugares horribles donde resulta muy difícil 
distinguir entre el castigo y el “tratamiento”. Las represalias contra el débil siempre ha 
proporcionado al fuerte una profunda satisfacción; momentáneamente por lo menos 
alivian el miedo. En este punto asistimos a una horrible confusión general. Queremos 
persuadirnos de que el castigo tiene una finalidad disuasoria, cuando en realidad su 
móvil es la venganza. 
 
Se pretende que nuestros sanatorios mentales y reformatorios tienen como misión curar 
al enfermo y al delincuente; pero “curar”, en este contexto, significa simplemente forzar 
la adaptación del no ortodoxo a las nociones convencionales de la normalidad. Curar es 
la imposición de la disciplina por la fuerza; es el mantenimiento de los valores del orden 
existente contra las amenazas que surgen de sus propias contradicciones internas. 
Notemos en este punto como, en cada generación, los fallos particulares de la sociedad 
se reflejan en la forma en que el ortodoxo tiende a asignar las culpas. Antes de la última 
guerra mucha gente próspera daba por sentado que los causantes de las crisis 
económicas eran los sin empleo, de los que se decía que “vivían ociosamente de la 
limosna”. Hoy día, nuestro fracaso en la creación de un mundo adaptado a las 
necesidades de vida de los jóvenes se traduce en una feroz hostilidad hacia los mismos 
jóvenes; se les considera culpables de la situación que les ha creado. 
Una verdadera coalición de moralistas, políticos, jueces de tribunales supremos y 
periodistas, están creando un clima verdaderamente ingrato para el adolescente. Debido 
a las drogas y estupefacientes, los cabellos largos y el LSD, las minifaldas y el amor 
libre, las algaradas de estudiantes y las manifestaciones políticas, todo ello mezclado 
con la confusión general sobre los particulares casos de desviaciones sexuales que 
tienen por escenario las comisarías de la policía, el resultado es una imagen de 
Inglaterra en total depravación. Se habla de los jóvenes como de una quinta columna 
anarquista. La reacción de los mayores es de consternación. ¿Deberían tomar venganza 
estricta o más bien ofrecer una fórmula de apaciguamiento, permitiendo por ejemplo el 
voto de los jóvenes a los dieciocho años?. Ésta es una situación muy singular. 
En cualquier sociedad, la tensión entre generaciones puede considerarse normal; todo 
hijo es un usurpador potencial del trono paterno; todo padre se siente amenazado; sin 
embargo, la actual tensión existente en Gran Bretaña a este respecto, parece tomar un 
carácter completamente desproporcionado. 
 
Se trata a los jóvenes como una categoría alienada (“bestias salvajes con las que no 
podemos comunicarnos”). No se trata de vulgares rebeldes, sino de revolucionarios 
declarados que pretenden la destrucción de todo aquello que la vieja generación 
considera como sagrado. 
 
Debe aclararse este punto. Lo sorprendente no es el comportamiento de los jóvenes sino 
la reacción de los viejos. Bajo cualquier criterio objetivo que se adopte, la sociedad 
inglesa contemporánea es excepcionalmente ordenada. La permanencia y continuidad 
de sus leyes asombran a los visitantes de otros países. El inglés se ha ido haciendo cada 
vez más conformista. Los efectos perniciosos típicos de la civilización urbana 
(enfermedades, embriaguez, prostitución) han disminuido con rapidez en el medio siglo 
último, y nada hay que cause más preocupación a nivel público, hoy día, que el hecho 
notorio de que en ocasiones se declare una manifiesta aversión hacia la policía. Las 
estadísticas muestran, si ningún género de dudas, un aumento incesante en el número de 
crímenes. Esto, empero, es una medida de la eficacia de la policía, no de la situación 
moral de la nación. El Parlamento crea los crímenes; necesita de un policía para crear un 
criminal. No se es criminal por simple transgresión de la ley, sino por el hecho de ser 
descubierto. 
 
Lo que debe considerarse, entonces, no es, “¿por qué los jóvenes atentan contra el 
orden?” sino “¿qué es lo que hace pensar a los mayores que los jóvenes lo hacen?”. 
Existe la posibilidad de mostrar la relación entre esta problemática y lo establecido en 
anteriores capítulos. 
 
Es precisamente debido a nuestra sensación de separación de la naturaleza, por lo que 
fenómenos naturales, tales como el de la explosión demográfica, nos resultan tan 
alarmantes; es precisamente porque intentamos persuadirnos de que somos todo menos 
complicadas máquinas, por lo que las rudimentarias y ordinarias máquinas constituyen 
una fuente de temor. Es porque los viejos se permiten sentirse separados de los jóvenes, 
por lo que éstos les producen un estado de ansiedad. ¿Qué circunstancias de la situación 
actual son las que tienden al establecimiento de este conflicto entre viejos y jóvenes que 
parece ser hoy más acentuado que nunca?. 
 
De nuevo, debe procederse con cautela ante posibles razonamientos estereotipados. Hay 
quien asegura que el desorden de los jóvenes no es más que un síntoma del 
resquebrajamiento de la vida familiar. No parece que esto sea justificado. Prácticamente 
todos los cambios sociales en gran escala que han tenido lugar durante el siglo pasado, 
han sido de tal suerte que debieran haber consolidado la unión de padres e hijos, en vez 
de al revés. El acortamiento en el número de horas de trabajo, las mejoras en las 
condiciones de vivienda, las pagas de las vacaciones, la prohibición del trabajo de los 
niños, la generalización de la educación escolar, la desaparición de la servidumbre 
doméstica, en fin, son factores que, en principio, deberían ser favorables a la 
intensificación de la cohesión familiar. Pero la experiencia parece demostrar lo 
contrario; los adultos tienden ahora a tratar a los adolescentes como a rufianes extraños, 
y no de una forma totalmente injustificada. Las bandas de adolescentes y el destrozo 
sistemático de los bienes públicos son una realidad. ¿Cual es la causa de todo esto?. 
En primer lugar y hasta cierto punto, los adultos parecen responder a simples estímulos 
visuales. Los jóvenes, de una forma consciente, salen a la calle en una actitud que les 
caracteriza de despreocupados y no convencionales, y los adultos reaccionan creyendo 
que en realidad los jóvenes no son convencionales. 
Una gran parte de la alarma proviene de “ovejas disfrazadas de lobos”. Pero incluso 
estando de acuerdo en que los jóvenes no son realmente tan rebeldes como parecen, 
queda el derecho a exigir una explicación. ¿Qué pretenden los jóvenes? ¿Por qué tratan 
de resultar ofensivos?. 
 
Quizás ellos mismos no lo saben, se imitan simplemente unos a otros. Pero los líderes, 
los que saben, constituyen un perfecto problema político. Pretenden ser los herederos 
involuntarios de una generación de ineptos. Sus mayores, que conservan las riendas del 
poder, lo han confundido lamentablemente todo. Son estos adultos incompetentes los 
que dirigen el sistema de educación y establecen las reglas que se supone que los 
jóvenes deben aprender. El sistema total está construido sobre la idea de que cuando los 
jóvenes crezcan y lleguen al poder, también seguirán queriéndolo desempeñar como 
ahora. Esta hipótesis imposibilita toda cooperación. Si los adultos esperan que los 
jóvenes participen en la planificación del futuro, podrían al menos tomarse la molestia 
de averiguar quétipo de futuro les gustaría vivir a los jóvenes. Puede asegurarse que 
éstos no desean heredar un sistema social en el que el poder está exclusivamente 
reservado a aquellos que resultan ser hijos de padres influyentes, o bien a los que se 
muestran dóciles y obedientes de acuerdo con las expectativas de los padres. 
Los políticamente conscientes son, sin embargo, una minoría y el temperamento 
anárquico que prevalece, con intensidad variable, en amplios sectores de la generación 
“pop” británica, debe sin duda reflejar algo más sustancial. Mi opinión es que esto 
representa un ataque, realmente básico y potencialmente muy saludable, a los valores 
ingleses de clase. Los símbolos adquieren significado por su relación son otros 
símbolos. El “desorden agresivo” de los jóvenes sólo puede ser entendido en términos 
de su opuesto, la “sumisión ordenada”. 
 
En el siglo XIX, el sistema de educación de los hijos de la alta clase media inglesa creó 
una categoría social nueva muy significativa: “el niño inglés de escuela pública”, el 
prototipo de la conformidad disciplinada, carente de imaginación. Del mismo modo, la 
educación escolar de los niños del resto de la sociedad en el siglo XX ha creado una 
nueva categoría, el “teenager” que es simplemente el polo opuesto de la anterior. 
En privado estos dos tipos no tienen comportamientos muy dispares, aunque los jóvenes 
de hoy comienzan a adoptar actitudes adultas ante el sexo mucho antes de que lo 
hicieron sus predecesores. Existe, sin embargo, un acusado contraste con el 
comportamiento formal público. Mientras que el muchacho típico de la escuela pública 
acostumbra a ser pulcro, educado y respetuoso de la moralidad establecida, el 
“teenager” aparece como un petrimetre desaliñado, un vocinglero antimoral, 
despreciativo de todo convencionalismo. La cuestión es que, en un sentido profundo, el 
muchacho de la escuela pública dio por supuestos los valores de una sociedad 
momificada y clasista, y aceptó con alegría la idea de continuar la tradición sin más que 
aspirar tranquilamente al puesto que le reservaba la sociedad; en un sentido igualmente 
radical, su antagónico, el “teenager”, se rebela contra el principio de un orden social 
predeterminado. Incluso las modas y estilos de hace sólo tres años ya son caducos. 
Clase social es un concepto muy confusionario. En un sentido muy general se puede 
dividir la población británica en determinadas clases sociales, mediante el uso de toscas 
distinciones como las referentes a los tipos de familia, la situación económica y la 
ocupación. Pero esto no indica nada; son simples etiquetas. La clase, tal como afecta 
nuestro comportamiento cotidiano, es algo mucho más íntimo y a una escala mucho más 
pequeña. No se reconoce a nadie como de nuestra misma clase, por lo que gana 
mensualmente, sino se sabe lo que es. Esto es debido a que el comportamiento de clase 
que se exhibe es siempre una respuesta a estímulos externos. Cuando los animales 
humanos se confrontan, tienden a comportarse como cualquier otro tipo de animal; 
reaccionan ante los signos que el otro emite. Pero según se dijo antes, el caso humano es 
peculiar debido a nuestra dependencia del lenguaje y de la cultura material. Cualquier 
lobo puede comunicarse con cualquier otro, comportándose del modo correcto; pero un 
ser humano sólo puede comunicarse cómodamente con un número muy restringido de 
otros seres humanos, concretamente con aquellos que hablan del modo correcto y usan 
los símbolos culturales correctos. En la Inglaterra contemporánea, las señales que 
neutralizan las reacciones que inhiben la libre comunicación, son cosas tales como el 
acento, el modo de vestir, la decoración de las habitaciones, los gustos en la comida y la 
bebida y las horas en que se consumen; resumiendo, todo aquello que se entiende con el 
ambiguo término “maneras”. Todo lo que no resulta familiar en cualquiera de estos 
aspectos, define inmediatamente, a la persona en cuestión, como un extraño; alguien 
con el que toda relación amistosa de igualdad es imposible. Si las diferencias en la 
forma de entenderse son excesivamente marcadas, decimos que el extraño es un 
extranjero; si son pequeñas buscamos la solución al compromiso: si, quizá sea inglés, 
pero “no de nuestra clase”. 
 
Los viejos, que viven bajo este sistema, se proponen perpetuarlo; y los jóvenes, sus 
herederos, buscan su destrucción. Esto se relaciona con lo que decíamos algunas líneas 
atrás acerca de que la gente atribuye el desorden en la juventud a una “descomposición 
de la vida familiar”. Sobre la base familiar, se nos ha enseñado cuidadosamente a 
reconocer y reaccionar ante los signos que indican diferencias de clases, de modo que 
cualquier ataque a las clases sociales se identifica con un ataque a los valores de la 
familia. Del mismo modo, muchas de las más fútiles y desagradables formas de protesta 
juvenil (vandalismo en las iglesias y parques públicos, por ejemplo) son actos 
intencionales de sacrilegio destinados a perturbar al respetable padre de familia. “Dios 
mío, ¿a dónde vamos a llegar? ¡Ya podían los padres preocuparse de fomentar en sus 
hijos un mínimo sentido de decencia pública!” Estas críticas son comentarios justos, 
puesto que los valores de la familia se han concentrado cada vez más sobre el status 
privado en vez de sobre el bien público. 
 
No resulta sorprendente el estado de ansiedad de muchos de nosotros y es quizá la 
familia misma lo que debería cambiarse, más que los padres. Los psicólogos, doctores, 
maestros y clérigos han hecho tanta y tan gratuita propaganda sobre las virtudes de la 
familia unida, que mucha gente tiene probablemente la idea de que la “familia”, en el 
sentido inglés, es una institución universal, la base verdadera de toda sociedad 
organizada. Esto no es así. Los seres humanos, en una época u otra, se las han arreglado 
para ingeniar toda clase de formas distintas de vida doméstica, y tendrán que inventar 
todavía más para el futuro. La tecnología, la economía y la vida familiar, se encuentran 
tan trabadas entre sí, que cualquier cambio en una de ellas implica siempre un cambio 
en las otras. 
 
En la Inglaterra de nuestros días, la literatura y el uso de la expresión “La Sagrada 
Familia” en los textos religiosos, han afectado grandemente nuestras ideas. La mayor 
parte de la gente posee ideas estereotipadas que les hacen concebir la familia “típica” 
como algo que consiste en los padres y los hijos pequeños, con la madre en posición 
central, como ama de casa, y el padre quizás en una situación inferior, como el 
encargado de proveer el diario sustento. 
 
La realidad es mucho más variada. Por un lado, los grupos domésticos experimentan por 
lo general un ciclo de desarrollo que dura como mínimo treinta años. La familia 
comienza por componerse de una pareja de adultos; cuando nacen niños aumenta de 
tamaño y, por último, degenera cuando crecen los niños y los padres mueren. La 
estructura de las relaciones internas es continuamente cambiante y difiere de unas 
familias a otras dependiendo del número, distribución del sexo y edades de los hijos, y 
ocupación de los padres. No existe una pauta típica. Pero además de esto, el vinculo 
entre las familias individuales y el mundo externo adopta muy distintos aspectos. Las 
relaciones externas de la familia pueden basarse en cualquier tipo de interés común 
(política, deportes, actividades de tiempo libre, etc.) pero, como regla general, los lazos 
más fuertes son los de parentesco, vecindad y profesionales o de ocupación. Es por lo 
tanto altamente significativo que hoy, en enormes áreas del país, los vecinos de una 
misma calle no trabajen en empleos del mismo tipo, o no estén relacionados por 
vínculos de parentesco. 
 
Esta discrepancia refleja un cambio fundamental que ha sobrevenido en nuestra 
sociedad como casi inmediata consecuencia del desarrollo económico experimentando 
en los últimos cincuenta años. Hasta la Primera Guerra Mundial la mayor parte de la 
población obrera,tanto en medios urbanos como en rurales, nunca cambiaba de 
residencia. 
 
La variedad de posibles ocupaciones abiertas a la clase obrera era muy pequeña, y 
aunque ya era observable una rápida migración del campo a la ciudad, no había gran 
ventaja en la migración de una ciudad a otra. En Lancashire, por ejemplo, prácticamente 
todo el mundo trabajaba en los molinos de algodón, y no había interés en mudarse de 
Rochdale a Oldham o a la inversa. Pero hoy día, el objetivo del joven emprendedor es ir 
en busca del mayor salario posible donde quiera que éste se dé, o incluso puede cambiar 
de residencia bajo la simple iniciativa de sus directivos. Este cambio ha producido 
consecuencias radicales en la estructura básica de la sociedad. En los viejos tiempos, los 
vínculos de vecindad, parentesco y ocupación, tendían a coincidir; la vida de la mayor 
parte de la gente transcurría cerca del sitio donde había nacido y siempre se estaba en 
contacto con toda clase de parientes, no sólo hermanos y hermanas, sino tíos y tías, 
sobrinos, abuelos, etc. Además, las muchachas solían casarse con gente del vecindario, 
preferentemente procedentes de familias que ya se conocían con anterioridad al 
matrimonio. Es posible citar todavía ejemplos de lugares en que esta situación persiste, 
como las comunidades mineras del Sur de Gales, pero la pauta general tiende a 
desaparecer rápidamente. 
 
El efecto de este cambio es tanto psicológico como social. En el pasado, los parientes y 
vecinos prestaron al individuo un soporte moral continuo a lo largo de toda su vida. Hoy 
en día el hogar familiar está aislado. La familia se repliega sobre sí misma; hay una 
intensificación de las tensiones emocionales entre marido y mujer, y entre padres e 
hijos. La tensión es mayor de lo que podemos soportar. Lejos de ser la base de una 
sociedad sana, la familia, con su estrecha vida privada y sus secretos sucios y ridículos, 
es la fuente de todas nuestras insatisfacciones. 
 
Se necesita un cambio en los valores, pero no es nada obvio qué tipo de cambio. La 
historia y la etnografía proporcionan muy pocos ejemplos de sociedades construidas en 
torno a ensamblajes sueltos de grupos aislados de padres e hijos. Las unidades 
domésticas son normalmente mucho más amplias y basadas en relaciones de parentesco. 
Pero dichos grupos sólo pueden funcionar eficientemente si la mayor parte de sus 
miembros se agrupan en un mismo lugar, y este requerimiento entra en conflicto con 
uno de los dogmas básicos de la libre empresa capitalista: la libertad de movimiento 
para tener acceso a los mercados más idóneos. 
 
No pretendo conocer la respuesta: todo lo que digo es que de aquí a cien años parece 
muy probable que la pauta general de la vida doméstica en Inglaterra sea 
completamente distinta de lo que es ahora, y que no debiéramos sorprendernos 
demasiado de que los primeros síntomas estén comenzando a aparecer. Nuestra 
sociedad actual es muy insatisfactoria desde el punto de vista emocional. Padres e hijos, 
sumidos en la soledad, se piden demasiado entre sí. Los padres luchan; los hijos se 
rebelan. Los hijos necesitan de grupos domésticos más amplios y relajados, centrados 
en la comunidad en vez de en la cocina de la madre; algo parecido a un kibbutz israelita 
o a una comunidad china. 
 
La adaptación de tales unidades al esquema de nuestra economía industrial no será tarea 
fácil. Pero la economía puede cambiar dejando paso a otras posibilidades. Los 
japoneses, por ejemplo, trabajan bajo un sistema de libre empresa parecido al nuestro, 
pero llevan sus asuntos domésticos de una manera enteramente distinta. Por un lado 
confían en que sus empresas industriales ejerzan un grado de control paternalista sobre 
sus empleados que en Europa se consideraría extraordinario. No es que necesitemos 
seguir su ejemplo, pero también tendríamos que pensar en hacer que las cosas cambien 
a nuestro propio modo. 
 
Sin embargo, cualquier cambio a estos niveles no vendrá con facilidad. Es significativo 
que la mayor parte de nosotros nos sintamos tan determinados a permanecer solitarios 
en un mundo superpoblado que el problema se invierte: nos preocupamos acerca de la 
vida privada, en vez de acerca de la soledad. Yo entiendo perfectamente este 
sentimiento. Cuando los antropólogos como yo tratan de adaptarse a una vida menos 
fragmentada en el contexto de la sociedad primitiva, la primera cosa de que se lamentan 
es de la “falta de la posibilidad de retiro y de vida privada”. Los visitantes occidentales 
de la Europa oriental reaccionan a veces de esta misma manera. Pero somos nosotros los 
que necesitamos cambiar, no los otros. Este tipo de aislamiento es la fuente del miedo y 
la violencia. La violencia aparece en el mundo porque nosotros, seres humanos, estamos 
continuamente creando barreras artificiales entre los hombres que son como nosotros y 
hombres que no lo son. Clasificamos a los hombres como si fueran especies distintas, y 
es entonces cuando tememos a los demás. Estamos aislados, solitarios y asustados, 
porque el vecino es nuestro enemigo. Los jóvenes, sin embargo, han descubierto lo 
absurdo que es esto y, al menos hoy por hoy, han tomado la determinación de no dejarse 
corromper por nuestro sistema de valores autodestructor. Merecen aliento, no reproches.

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