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Autor: Edmund Leach Libro: “Un Mundo en explosión” Editorial Anagrama – 1967 – Barcelona Capítulo: Nosotros y los demás Los temas de violencia nos rodean desde el día en que nacemos (films de televisión como “Los vengadores”, relatos de muertes súbitas, leyendas sobre Hiroshima...). No son sólo la naturaleza y la tecnología lo que parece fuera de control, sino nosotros mismos. Si medimos la violencia por la cantidad, nos encontramos con certeza en la edad del terror. Tanto el número de víctimas como el de destructores crecen incesantemente. Pero las actitudes hacia la violencia cambian muy poco. Los informes de guerra del Vietnam se recrean en los desastres con un tono parecido al de las sagas islandesas del siglo XII; los comunicados oficiales informan de las víctimas como si los generales estuvieran ocupados en una cacería de perdices. Hitler intentó exterminar a los judíos en cámaras de gas; los ingleses del siglo XVI intentaron exterminar brujas y herejes enviándolos a la hoguera. En los estados civilizados modernos, las personas insanas pueden someterse a la cirugía del cerebro y la terapéutica de descargas eléctricas, bajo la confortable teoría de que esto “podría” ser benéfico, y de que en cualquier caso la víctima, difícilmente podría resultar más perjudicada de lo que ya está; por el mismo principio Vesalio y Leonardo Da Vinci investigaron la anatomía humana mediante la disección de los cuerpos de criminales sentenciados que todavía estaban vivos. Cuando Stokely Carmichael incita a sus compañeros negros a matar al opresor blanco, no hace más que el atroz consejo de Maquiavelo: “Si tienes un enemigo, mátalo”. Pero, ¿cuál es la razón de que tengamos enemigos? ¿Por qué deberíamos tratar de matar a nuestros semejantes? De una cosa podemos estar seguros, y es que esto es algo que no se relaciona con el instinto. Ninguna especie podría haber sobrevivido de haber poseído una tendencia innata que le llevara a exterminar a todos los miembros de su misma especie, pues el apareamiento hubiera resultado entonces imposible. La pauta general en el reino animal es que la agresión esta dirigida hacia afuera, no hacia adentro. Sólo en situaciones excepcionales, los animales se comportan como caníbales o asesinos; las aves de rapiña sólo matan miembros de otras especies, no de la propia. La lucha entre animales de la misma clase es normalmente un juego, una especie de ejercicio habitual que permite a un individuo dominar sobre otro sin que ninguno de los dos resulte seriamente dañado. Pueden encontrase símiles humanos, como la esgrima, el boxeo, el fútbol, pero, además de todo esto, los hombres se matan unos a otros. ¿Por qué ocurre esto? Mi opinión es que nuestra propensión al crimen es una consecuencia paradójica de nuestra dependencia de la comunicación verbal; usamos las palabras de tal forma que llegamos a pensar que los hombres que se comportan de modos diferentes son miembros de especies diferentes. En el mundo no humano, el conjunto de las especies funciona como una unidad. Los lobos “no” se matan entre sí, porque “todos” los lobos se “comportan” con el mismo lenguaje. Si un lobo ataca a otro, la víctima responde automáticamente con un ademán que compele al agresor a detener la lucha. El ademán tiene el mismo efecto que una expresión lingüística. Es como si yo le atacase a usted y usted gritase: “¡Eh!, ¡usted no puede hacer eso, soy uno de sus amigos!”, o quizá de una forma más sumisa: “Soy uno de sus siervos”. Entre los animales estas respuestas tienen el carácter de acciones que paralizan el mecanismo de agresión. En un momento dado la parte más débil debe rendirse, y tan pronto como esto sucede, el agresor no tiene más remedio que desistir. De esta forma la víctima del ataque se encuentra en raras ocasiones en un peligro serio. Lo complicado de nuestro caso, es que la seguridad de la víctima no depende de que el atacante y el atacado se “comporten” con el mismo lenguaje, sino que deben “hablar” el mismo lenguaje y estar familiarizados con el mismo código de símbolos culturales. Y aun así cada individuo puede tomar su propia decisión acerca de lo que constituye “el mismo lenguaje”. Yo les hablo a ustedes en inglés y ustedes escuchan y pueden entender lo que digo. El acto de escuchar y entender, es un acto de sumisión por su parte. Están admitiendo que somos animales de la misma clase y me conceden el derecho de hablarles. Pero esto es una elección libre. Para librarse de esta dominación momentánea no es necesario siquiera apagar la radio; basta con una reflexión de este estilo: “No puedo soportar el acento ridículo de este hombre; no habla como yo. No es de mi propia clase”. Enfoquemos este punto de una forma más general. Debido al modo en que se organiza nuestro lenguaje y al modo en que estamos educados, cada uno de nosotros se sitúa constantemente en una actitud de contienda. “Yo” me identifico a mí mismo con un colectivo “nosotros” que entonces se contrasta con algún “otro”. Lo que “nosotros” somos, o lo que el “otro” es, dependerá del contexto. Si “nosotros” somos ingleses, entonces los “otros” son franceses o americanos o alemanes. Si “nosotros” somos los defensores de la libre empresa capitalista, entonces los “otros” son comunistas. Si “nosotros” somos los ciudadanos medios normales, entonces el “otro” es un misterioso “ellos”, la burocracia gubernamental. En cualquier caso “nosotros” atribuimos cualidades a los “otros”, de acuerdo con su relación para con nosotros mismos. Si el “otro” aparece como algo muy remoto, se le considera como benigno y se le dota con los atributos del “Paraíso”. La China imaginada por los aristócratas europeos del siglo XVII y los nobles salvajes imaginados por Rousseau eran benignos y remotos “otros” de esta clase. Con la tecnología moderna, el mundo se ha empequeñecido de tal forma que este tipo de lejanía ha dejado casi de existir. En el extremo opuesto, el “otro” puede ser algo tan a mano y tan relacionado conmigo mismo, como mi señor, o mi igual, o mi subordinado. En la vida diaria podemos reconocer docenas de estas relaciones de dependencia: padres-hijos, empleados-dueños, doctores-pacientes, profesor-alumno, hombre de negocios-cliente... y así sucesivamente. En todos estos casos, las reglas del juego están perfectamente definidas. Ambas partes conocen exactamente como se “espera” que el “otro” se comporte y, en tanto en cuanto estas expectativas se cumplen, todo funciona con disciplina y orden. Pero a mitad de camino entre el “otro” celestialmente remoto y el “otro” próximo y predecible, hay una tercera categoría que despierta un tipo de emoción totalmente distinto. Se trata del “otro” que estando próximo es incierto. Todo aquello que está en mi entorno inmediato y fuera de mi control se convierte inmediatamente en un germen de temor. Esto vale para personas así como para objetos. Si el señor X es alguien con el que no puedo comunicarme, está fuera de mi control y le trato por tanto como a un animal salvaje en lugar de como a un ser humano. Se convierte en un bruto. Su presencia genera la ansiedad, pero esta falta de humanidad me libera de toda restricción moral: las respuestas paralizadoras que podrían impedir que reaccionase violentamente contra alguien de mi propia especie dejan de tener efecto. Se cuentan por centenares los ejemplos que ilustran este principio. En el siglo XVIII, con la exaltación de la razón, la locura tomó proporciones escalofriantes, y los dementes eran conducidos en rebaños a las mazmorras y encarcelados como bestias salvajes. Cuando los primeros colonos británicos llegaron a Tasmania, exterminaron a los habitantes locales como si se tratase de gusanos, justificándose en la idea de que aquellos tasmanianos de ningún modo podían ser considerados como seres humanos. Algo parecido dijo Hitler de los judíos. En la Sudáfrica contemporánea, el apartheid se basa en la teoría de que los negros son miembros deespecies inferiores y por lo tanto incapaces de entender la ley y el orden civilizados. La mayor parte de nosotros reaccionamos con repulsión ante tales actitudes y, sin embrago, nos comportamos de una manera muy similar. Expulsamos de la sociedad a los criminales, lunáticos y personas de edad avanzada, simplemente Por qué se les ha declarado anormales, pero una vez que esta anormalidad se ha establecido, nuestra violencia puede ejercerse sin límites. Es cierto que hasta ahora no hemos tenido que recurrir al exterminio, pero las prisiones, las comisarías de policía y muchas otras clases de instituciones cerradas, pueden llegar a ser consideradas como lugares horribles donde resulta muy difícil distinguir entre el castigo y el “tratamiento”. Las represalias contra el débil siempre ha proporcionado al fuerte una profunda satisfacción; momentáneamente por lo menos alivian el miedo. En este punto asistimos a una horrible confusión general. Queremos persuadirnos de que el castigo tiene una finalidad disuasoria, cuando en realidad su móvil es la venganza. Se pretende que nuestros sanatorios mentales y reformatorios tienen como misión curar al enfermo y al delincuente; pero “curar”, en este contexto, significa simplemente forzar la adaptación del no ortodoxo a las nociones convencionales de la normalidad. Curar es la imposición de la disciplina por la fuerza; es el mantenimiento de los valores del orden existente contra las amenazas que surgen de sus propias contradicciones internas. Notemos en este punto como, en cada generación, los fallos particulares de la sociedad se reflejan en la forma en que el ortodoxo tiende a asignar las culpas. Antes de la última guerra mucha gente próspera daba por sentado que los causantes de las crisis económicas eran los sin empleo, de los que se decía que “vivían ociosamente de la limosna”. Hoy día, nuestro fracaso en la creación de un mundo adaptado a las necesidades de vida de los jóvenes se traduce en una feroz hostilidad hacia los mismos jóvenes; se les considera culpables de la situación que les ha creado. Una verdadera coalición de moralistas, políticos, jueces de tribunales supremos y periodistas, están creando un clima verdaderamente ingrato para el adolescente. Debido a las drogas y estupefacientes, los cabellos largos y el LSD, las minifaldas y el amor libre, las algaradas de estudiantes y las manifestaciones políticas, todo ello mezclado con la confusión general sobre los particulares casos de desviaciones sexuales que tienen por escenario las comisarías de la policía, el resultado es una imagen de Inglaterra en total depravación. Se habla de los jóvenes como de una quinta columna anarquista. La reacción de los mayores es de consternación. ¿Deberían tomar venganza estricta o más bien ofrecer una fórmula de apaciguamiento, permitiendo por ejemplo el voto de los jóvenes a los dieciocho años?. Ésta es una situación muy singular. En cualquier sociedad, la tensión entre generaciones puede considerarse normal; todo hijo es un usurpador potencial del trono paterno; todo padre se siente amenazado; sin embargo, la actual tensión existente en Gran Bretaña a este respecto, parece tomar un carácter completamente desproporcionado. Se trata a los jóvenes como una categoría alienada (“bestias salvajes con las que no podemos comunicarnos”). No se trata de vulgares rebeldes, sino de revolucionarios declarados que pretenden la destrucción de todo aquello que la vieja generación considera como sagrado. Debe aclararse este punto. Lo sorprendente no es el comportamiento de los jóvenes sino la reacción de los viejos. Bajo cualquier criterio objetivo que se adopte, la sociedad inglesa contemporánea es excepcionalmente ordenada. La permanencia y continuidad de sus leyes asombran a los visitantes de otros países. El inglés se ha ido haciendo cada vez más conformista. Los efectos perniciosos típicos de la civilización urbana (enfermedades, embriaguez, prostitución) han disminuido con rapidez en el medio siglo último, y nada hay que cause más preocupación a nivel público, hoy día, que el hecho notorio de que en ocasiones se declare una manifiesta aversión hacia la policía. Las estadísticas muestran, si ningún género de dudas, un aumento incesante en el número de crímenes. Esto, empero, es una medida de la eficacia de la policía, no de la situación moral de la nación. El Parlamento crea los crímenes; necesita de un policía para crear un criminal. No se es criminal por simple transgresión de la ley, sino por el hecho de ser descubierto. Lo que debe considerarse, entonces, no es, “¿por qué los jóvenes atentan contra el orden?” sino “¿qué es lo que hace pensar a los mayores que los jóvenes lo hacen?”. Existe la posibilidad de mostrar la relación entre esta problemática y lo establecido en anteriores capítulos. Es precisamente debido a nuestra sensación de separación de la naturaleza, por lo que fenómenos naturales, tales como el de la explosión demográfica, nos resultan tan alarmantes; es precisamente porque intentamos persuadirnos de que somos todo menos complicadas máquinas, por lo que las rudimentarias y ordinarias máquinas constituyen una fuente de temor. Es porque los viejos se permiten sentirse separados de los jóvenes, por lo que éstos les producen un estado de ansiedad. ¿Qué circunstancias de la situación actual son las que tienden al establecimiento de este conflicto entre viejos y jóvenes que parece ser hoy más acentuado que nunca?. De nuevo, debe procederse con cautela ante posibles razonamientos estereotipados. Hay quien asegura que el desorden de los jóvenes no es más que un síntoma del resquebrajamiento de la vida familiar. No parece que esto sea justificado. Prácticamente todos los cambios sociales en gran escala que han tenido lugar durante el siglo pasado, han sido de tal suerte que debieran haber consolidado la unión de padres e hijos, en vez de al revés. El acortamiento en el número de horas de trabajo, las mejoras en las condiciones de vivienda, las pagas de las vacaciones, la prohibición del trabajo de los niños, la generalización de la educación escolar, la desaparición de la servidumbre doméstica, en fin, son factores que, en principio, deberían ser favorables a la intensificación de la cohesión familiar. Pero la experiencia parece demostrar lo contrario; los adultos tienden ahora a tratar a los adolescentes como a rufianes extraños, y no de una forma totalmente injustificada. Las bandas de adolescentes y el destrozo sistemático de los bienes públicos son una realidad. ¿Cual es la causa de todo esto?. En primer lugar y hasta cierto punto, los adultos parecen responder a simples estímulos visuales. Los jóvenes, de una forma consciente, salen a la calle en una actitud que les caracteriza de despreocupados y no convencionales, y los adultos reaccionan creyendo que en realidad los jóvenes no son convencionales. Una gran parte de la alarma proviene de “ovejas disfrazadas de lobos”. Pero incluso estando de acuerdo en que los jóvenes no son realmente tan rebeldes como parecen, queda el derecho a exigir una explicación. ¿Qué pretenden los jóvenes? ¿Por qué tratan de resultar ofensivos?. Quizás ellos mismos no lo saben, se imitan simplemente unos a otros. Pero los líderes, los que saben, constituyen un perfecto problema político. Pretenden ser los herederos involuntarios de una generación de ineptos. Sus mayores, que conservan las riendas del poder, lo han confundido lamentablemente todo. Son estos adultos incompetentes los que dirigen el sistema de educación y establecen las reglas que se supone que los jóvenes deben aprender. El sistema total está construido sobre la idea de que cuando los jóvenes crezcan y lleguen al poder, también seguirán queriéndolo desempeñar como ahora. Esta hipótesis imposibilita toda cooperación. Si los adultos esperan que los jóvenes participen en la planificación del futuro, podrían al menos tomarse la molestia de averiguar quétipo de futuro les gustaría vivir a los jóvenes. Puede asegurarse que éstos no desean heredar un sistema social en el que el poder está exclusivamente reservado a aquellos que resultan ser hijos de padres influyentes, o bien a los que se muestran dóciles y obedientes de acuerdo con las expectativas de los padres. Los políticamente conscientes son, sin embargo, una minoría y el temperamento anárquico que prevalece, con intensidad variable, en amplios sectores de la generación “pop” británica, debe sin duda reflejar algo más sustancial. Mi opinión es que esto representa un ataque, realmente básico y potencialmente muy saludable, a los valores ingleses de clase. Los símbolos adquieren significado por su relación son otros símbolos. El “desorden agresivo” de los jóvenes sólo puede ser entendido en términos de su opuesto, la “sumisión ordenada”. En el siglo XIX, el sistema de educación de los hijos de la alta clase media inglesa creó una categoría social nueva muy significativa: “el niño inglés de escuela pública”, el prototipo de la conformidad disciplinada, carente de imaginación. Del mismo modo, la educación escolar de los niños del resto de la sociedad en el siglo XX ha creado una nueva categoría, el “teenager” que es simplemente el polo opuesto de la anterior. En privado estos dos tipos no tienen comportamientos muy dispares, aunque los jóvenes de hoy comienzan a adoptar actitudes adultas ante el sexo mucho antes de que lo hicieron sus predecesores. Existe, sin embargo, un acusado contraste con el comportamiento formal público. Mientras que el muchacho típico de la escuela pública acostumbra a ser pulcro, educado y respetuoso de la moralidad establecida, el “teenager” aparece como un petrimetre desaliñado, un vocinglero antimoral, despreciativo de todo convencionalismo. La cuestión es que, en un sentido profundo, el muchacho de la escuela pública dio por supuestos los valores de una sociedad momificada y clasista, y aceptó con alegría la idea de continuar la tradición sin más que aspirar tranquilamente al puesto que le reservaba la sociedad; en un sentido igualmente radical, su antagónico, el “teenager”, se rebela contra el principio de un orden social predeterminado. Incluso las modas y estilos de hace sólo tres años ya son caducos. Clase social es un concepto muy confusionario. En un sentido muy general se puede dividir la población británica en determinadas clases sociales, mediante el uso de toscas distinciones como las referentes a los tipos de familia, la situación económica y la ocupación. Pero esto no indica nada; son simples etiquetas. La clase, tal como afecta nuestro comportamiento cotidiano, es algo mucho más íntimo y a una escala mucho más pequeña. No se reconoce a nadie como de nuestra misma clase, por lo que gana mensualmente, sino se sabe lo que es. Esto es debido a que el comportamiento de clase que se exhibe es siempre una respuesta a estímulos externos. Cuando los animales humanos se confrontan, tienden a comportarse como cualquier otro tipo de animal; reaccionan ante los signos que el otro emite. Pero según se dijo antes, el caso humano es peculiar debido a nuestra dependencia del lenguaje y de la cultura material. Cualquier lobo puede comunicarse con cualquier otro, comportándose del modo correcto; pero un ser humano sólo puede comunicarse cómodamente con un número muy restringido de otros seres humanos, concretamente con aquellos que hablan del modo correcto y usan los símbolos culturales correctos. En la Inglaterra contemporánea, las señales que neutralizan las reacciones que inhiben la libre comunicación, son cosas tales como el acento, el modo de vestir, la decoración de las habitaciones, los gustos en la comida y la bebida y las horas en que se consumen; resumiendo, todo aquello que se entiende con el ambiguo término “maneras”. Todo lo que no resulta familiar en cualquiera de estos aspectos, define inmediatamente, a la persona en cuestión, como un extraño; alguien con el que toda relación amistosa de igualdad es imposible. Si las diferencias en la forma de entenderse son excesivamente marcadas, decimos que el extraño es un extranjero; si son pequeñas buscamos la solución al compromiso: si, quizá sea inglés, pero “no de nuestra clase”. Los viejos, que viven bajo este sistema, se proponen perpetuarlo; y los jóvenes, sus herederos, buscan su destrucción. Esto se relaciona con lo que decíamos algunas líneas atrás acerca de que la gente atribuye el desorden en la juventud a una “descomposición de la vida familiar”. Sobre la base familiar, se nos ha enseñado cuidadosamente a reconocer y reaccionar ante los signos que indican diferencias de clases, de modo que cualquier ataque a las clases sociales se identifica con un ataque a los valores de la familia. Del mismo modo, muchas de las más fútiles y desagradables formas de protesta juvenil (vandalismo en las iglesias y parques públicos, por ejemplo) son actos intencionales de sacrilegio destinados a perturbar al respetable padre de familia. “Dios mío, ¿a dónde vamos a llegar? ¡Ya podían los padres preocuparse de fomentar en sus hijos un mínimo sentido de decencia pública!” Estas críticas son comentarios justos, puesto que los valores de la familia se han concentrado cada vez más sobre el status privado en vez de sobre el bien público. No resulta sorprendente el estado de ansiedad de muchos de nosotros y es quizá la familia misma lo que debería cambiarse, más que los padres. Los psicólogos, doctores, maestros y clérigos han hecho tanta y tan gratuita propaganda sobre las virtudes de la familia unida, que mucha gente tiene probablemente la idea de que la “familia”, en el sentido inglés, es una institución universal, la base verdadera de toda sociedad organizada. Esto no es así. Los seres humanos, en una época u otra, se las han arreglado para ingeniar toda clase de formas distintas de vida doméstica, y tendrán que inventar todavía más para el futuro. La tecnología, la economía y la vida familiar, se encuentran tan trabadas entre sí, que cualquier cambio en una de ellas implica siempre un cambio en las otras. En la Inglaterra de nuestros días, la literatura y el uso de la expresión “La Sagrada Familia” en los textos religiosos, han afectado grandemente nuestras ideas. La mayor parte de la gente posee ideas estereotipadas que les hacen concebir la familia “típica” como algo que consiste en los padres y los hijos pequeños, con la madre en posición central, como ama de casa, y el padre quizás en una situación inferior, como el encargado de proveer el diario sustento. La realidad es mucho más variada. Por un lado, los grupos domésticos experimentan por lo general un ciclo de desarrollo que dura como mínimo treinta años. La familia comienza por componerse de una pareja de adultos; cuando nacen niños aumenta de tamaño y, por último, degenera cuando crecen los niños y los padres mueren. La estructura de las relaciones internas es continuamente cambiante y difiere de unas familias a otras dependiendo del número, distribución del sexo y edades de los hijos, y ocupación de los padres. No existe una pauta típica. Pero además de esto, el vinculo entre las familias individuales y el mundo externo adopta muy distintos aspectos. Las relaciones externas de la familia pueden basarse en cualquier tipo de interés común (política, deportes, actividades de tiempo libre, etc.) pero, como regla general, los lazos más fuertes son los de parentesco, vecindad y profesionales o de ocupación. Es por lo tanto altamente significativo que hoy, en enormes áreas del país, los vecinos de una misma calle no trabajen en empleos del mismo tipo, o no estén relacionados por vínculos de parentesco. Esta discrepancia refleja un cambio fundamental que ha sobrevenido en nuestra sociedad como casi inmediata consecuencia del desarrollo económico experimentando en los últimos cincuenta años. Hasta la Primera Guerra Mundial la mayor parte de la población obrera,tanto en medios urbanos como en rurales, nunca cambiaba de residencia. La variedad de posibles ocupaciones abiertas a la clase obrera era muy pequeña, y aunque ya era observable una rápida migración del campo a la ciudad, no había gran ventaja en la migración de una ciudad a otra. En Lancashire, por ejemplo, prácticamente todo el mundo trabajaba en los molinos de algodón, y no había interés en mudarse de Rochdale a Oldham o a la inversa. Pero hoy día, el objetivo del joven emprendedor es ir en busca del mayor salario posible donde quiera que éste se dé, o incluso puede cambiar de residencia bajo la simple iniciativa de sus directivos. Este cambio ha producido consecuencias radicales en la estructura básica de la sociedad. En los viejos tiempos, los vínculos de vecindad, parentesco y ocupación, tendían a coincidir; la vida de la mayor parte de la gente transcurría cerca del sitio donde había nacido y siempre se estaba en contacto con toda clase de parientes, no sólo hermanos y hermanas, sino tíos y tías, sobrinos, abuelos, etc. Además, las muchachas solían casarse con gente del vecindario, preferentemente procedentes de familias que ya se conocían con anterioridad al matrimonio. Es posible citar todavía ejemplos de lugares en que esta situación persiste, como las comunidades mineras del Sur de Gales, pero la pauta general tiende a desaparecer rápidamente. El efecto de este cambio es tanto psicológico como social. En el pasado, los parientes y vecinos prestaron al individuo un soporte moral continuo a lo largo de toda su vida. Hoy en día el hogar familiar está aislado. La familia se repliega sobre sí misma; hay una intensificación de las tensiones emocionales entre marido y mujer, y entre padres e hijos. La tensión es mayor de lo que podemos soportar. Lejos de ser la base de una sociedad sana, la familia, con su estrecha vida privada y sus secretos sucios y ridículos, es la fuente de todas nuestras insatisfacciones. Se necesita un cambio en los valores, pero no es nada obvio qué tipo de cambio. La historia y la etnografía proporcionan muy pocos ejemplos de sociedades construidas en torno a ensamblajes sueltos de grupos aislados de padres e hijos. Las unidades domésticas son normalmente mucho más amplias y basadas en relaciones de parentesco. Pero dichos grupos sólo pueden funcionar eficientemente si la mayor parte de sus miembros se agrupan en un mismo lugar, y este requerimiento entra en conflicto con uno de los dogmas básicos de la libre empresa capitalista: la libertad de movimiento para tener acceso a los mercados más idóneos. No pretendo conocer la respuesta: todo lo que digo es que de aquí a cien años parece muy probable que la pauta general de la vida doméstica en Inglaterra sea completamente distinta de lo que es ahora, y que no debiéramos sorprendernos demasiado de que los primeros síntomas estén comenzando a aparecer. Nuestra sociedad actual es muy insatisfactoria desde el punto de vista emocional. Padres e hijos, sumidos en la soledad, se piden demasiado entre sí. Los padres luchan; los hijos se rebelan. Los hijos necesitan de grupos domésticos más amplios y relajados, centrados en la comunidad en vez de en la cocina de la madre; algo parecido a un kibbutz israelita o a una comunidad china. La adaptación de tales unidades al esquema de nuestra economía industrial no será tarea fácil. Pero la economía puede cambiar dejando paso a otras posibilidades. Los japoneses, por ejemplo, trabajan bajo un sistema de libre empresa parecido al nuestro, pero llevan sus asuntos domésticos de una manera enteramente distinta. Por un lado confían en que sus empresas industriales ejerzan un grado de control paternalista sobre sus empleados que en Europa se consideraría extraordinario. No es que necesitemos seguir su ejemplo, pero también tendríamos que pensar en hacer que las cosas cambien a nuestro propio modo. Sin embargo, cualquier cambio a estos niveles no vendrá con facilidad. Es significativo que la mayor parte de nosotros nos sintamos tan determinados a permanecer solitarios en un mundo superpoblado que el problema se invierte: nos preocupamos acerca de la vida privada, en vez de acerca de la soledad. Yo entiendo perfectamente este sentimiento. Cuando los antropólogos como yo tratan de adaptarse a una vida menos fragmentada en el contexto de la sociedad primitiva, la primera cosa de que se lamentan es de la “falta de la posibilidad de retiro y de vida privada”. Los visitantes occidentales de la Europa oriental reaccionan a veces de esta misma manera. Pero somos nosotros los que necesitamos cambiar, no los otros. Este tipo de aislamiento es la fuente del miedo y la violencia. La violencia aparece en el mundo porque nosotros, seres humanos, estamos continuamente creando barreras artificiales entre los hombres que son como nosotros y hombres que no lo son. Clasificamos a los hombres como si fueran especies distintas, y es entonces cuando tememos a los demás. Estamos aislados, solitarios y asustados, porque el vecino es nuestro enemigo. Los jóvenes, sin embargo, han descubierto lo absurdo que es esto y, al menos hoy por hoy, han tomado la determinación de no dejarse corromper por nuestro sistema de valores autodestructor. Merecen aliento, no reproches.
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