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Enretelones_y_tolderias_Un_estudio_del_c (1)

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Patagonia · ContemPoránea
Dirección Editorial: Marcelo Eckhardt
Diagramación: Pablo A. Lo Presti · Pablo F. García
Arte y Diseño: Pablo F. García
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser 
reproducida, almacenada, transmitida en manera alguna ni por ningún medio, 
ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin 
permiso previo del editor.
Editorial Jornada S.A. 
© 2010, Editorial Jornada S.A.
Hecho el depósito que marca la ley 11723. 
Impreso en Argentina · Printed in Argentina
Fecha de catalogación: 12/01/2011
Tirada: 1000 ejemplares
ENTRETELONES
Y TOLDERÍAS
Un estudio del contacto entre 
aborígenes y galeses en la Patagonia
David Williams
Williams, David
 Entretelones y Tolderías. - 2a ed. - Trelew : Jornada, 2011.
 224 p. ; 14x20 cm. 
 ISBN 978-987-1744-14-5 
 1. Narrativa Testimonial. I. Título
 CDD A863
Segunda edición, corregida y aumentada
Versión modificada de un original presentado en el Primer Foro 
Internacional sobre los Galeses en la Patagonia, Puerto Madryn, 
23 y 24 de octubre de 2002, y luego publicada en una serie de 
ocho artículos en El Regional entre noviembre de 2003 y febrero 
de 2005.
Hoy, año 2010, como en 2004, una vez más:
A las tres luces que guían el camino de mi vida: 
 Carina, Eric y Karen. 
 A la memoria de mi padre, Reni Mandell Williams,
 a su manera, él también, un pionero.
 Al amor y a la fortaleza de mi madre, 
 Isabel Griselda Martínez.
7
PRÓLOGO
El historiador es el chamán que hace hablar a los muertos
Gastón Burucúa
Al igual que la noción de cultura, los conceptos de memoria y de 
identidad son fundamentales para cualquiera que tenga algún 
interés en el campo de las ciencias humanas y sociales. Memoria 
e identidad están indisolublemente ligadas. 
En la mitología griega, Mnemósine es la personificación de la 
memoria y madre (con Zeus) de las nueve musas. Las alumbró 
en Pieria, como olvido de males y remedio de preocupaciones. 
Mnemósine era poseedora del conocimiento de los orígenes y de 
las raíces, poder que traspasa los límites del más allá, donde, por 
oposición; también existía el río del olvido, del que bebían los 
difuntos para olvidar su vida terrena. Es significativo mencionar 
que para los griegos, los muertos son aquellos que “han perdido 
la memoria”.
Ninguna persona escapa a esta condición de muerte y de olvido. 
Son quienes continúan viviendo los encargados de conservar los 
recuerdos de aquellos que ya se fueron. Y así, recuerdo sobre 
recuerdo, se transmite la historia de la humanidad con toda su 
inevitable carga subjetiva, a pesar del esfuerzo de muchos rela-
tores por dar testimonio fidedigno de los acontecimientos que no 
pudieron presenciar. 
Si bien los relatos orales no pueden ser tomados como referen-
cia última, porque están contaminados por diversos fenómenos, 
muy bien descriptos por Joël Candau —tales como la fabula-
ción, los reordenamientos, la ocultación (muchas veces involun-
taria ante los recuerdos dolorosos) y los déficit mnésicos debidos 
a la edad o al tiempo transcurrido desde los hechos narrados—, 
concluye el autor que “sería un error querer evaluar esta identi-
dad narrativa a partir de los criterios de lo verdadero y lo falso 
rechazando pura y simplemente los recuerdos que no parecen 
8 9
creíbles, porque para toda manifestación de la memoria, hay 
una verdad que aparece entre lo contado y la realidad aconteci-
da, porque el hecho de ocultar es también una verdad”.
David Williams es consciente de ese bache a sortear y así lo dice 
en las palabras introductorias a su libro El valle prometido, (Edi-
ciones del Cedro, Chubut, 2008): “De entre las nieblas de la me-
moria, lo más lejano que puedo retroceder en el tiempo, es por 
medio de las historias que mis padres nos narraban sobre aquella 
epopeya, historias que llegaban desde muy lejos, de boca en 
oído, de oído en boca. Eran hermosas... y aunque estuvieran 
teñidas de subjetividad, tenían ese sabor y ese brillo que les da 
la leyenda.” Por tal razón, revisa y confronta constantemente la 
bibliografía a la que recurre, y privilegia los documentos elabo-
rados en el mismo momento de los acontecimientos, porque es 
consciente de que el tiempo y los afectos suelen distorsionar el 
recuerdo, y así lo expresa en la obra anteriormente citada: Me 
atrevo a afirmar que [...] algunos hechos de la historia oficial 
deberían ser reescritos, para ser más fieles a la verdad, para acer-
carse a relatarlos como realmente ocurrieron, y no como la me-
moria —la débil memoria—o el deseo de quienes los relatan han 
querido que fueran... 
Y si el relato oral es sospechoso de falsía, no menos sospechosos 
resultan, a veces, algunos textos nacidos de la entraña misma 
de la Academia Nacional de la Historia, que han sido expresa-
mente escritos para satisfacer intereses del poder, distorsionando 
la realidad histórica. Basta para tal aseveración, mirar cierta bi-
bliografía tradicional que describe la denominada “Campaña al 
Desierto” que fue escrita —desde luego—, por los vencedores.
Finalmente, adhiero a las palabras prologales de Fernando Co-
ronato, cuando asevera: Ensanchar la base documental que 
presenta este libro será una tarea ardua; construir un andamiaje 
intelectual que vincule y explique las grandes líneas de los he-
chos aquí narrados, será responsabilidad de un profesional de la 
Historia y —gracias a la tarea de David Williams— le será mucho 
más fácil. 
Y me permito agregar que podrán citarse, con absoluta tranqui-
lidad, los datos volcados en esta investigación —que hoy David 
Williams nos entrega, corregida y aumentada—, porque el autor 
ha logrado separar la carga afectiva heredada, en aras de un 
equilibrio con el grado de “asepsia” a la que están obligados 
—aunque muchos no logran alcanzarlo— los profesionales de la 
Historia. 
Julia Chaktoura
11
PRESENTACIÓN DE LA PRIMERA EDICIÓN
No es una novedad decir que la relación entre los colonos gale-
ses del Chubut y los aborígenes patagónicos fue excepcional en 
el contexto americano. Una relación pacífica, de aceptación recí-
proca y provecho mutuo, no fue por cierto la regla en la historia 
de la colonización del continente. 
Sin embargo, el contacto entre galeses y tehuelches, embellecido 
por el tiempo e idealizado por la tradición, recién hace pocos 
años que recibió atención académica y devino tema de interés 
histórico. 
Hay abordajes muy diversos a este tema: desde tesis doctora-
les en elaboración o artículos científicos, hasta publicaciones de 
divulgación y recreaciones coreográficas. Con todo, un análisis 
profundo del tema choca con la asimetría documental de esta 
relación: por parte de los galeses las fuentes escritas abundan, 
pero por parte de los indígenas su ausencia es casi completa.
De ahí la necesidad de apelar a todas las posibles fuentes alter-
nativas que permitan completar este vacío de información. Jus-
tamente debido a esta necesidad, el Primer Foro Internacional 
sobre los Galeses en la Patagonia, en 2002, tuvo a las relaciones 
entre galeses y tehuelches como tema convocante. Respondien-
do a ese llamado fue que David Williams se abocó a investigar 
sobre el tema con minuciosidad detectivesca, la misma que utili-
za para construir las biografías de los primeros colonos, y que a 
fuerza de presentar datos y fuentes, puede terminar por abrumar 
al lector desprevenido. 
El trabajo de David Williams escudriña en todos los documentos 
que tuvo a su alcance, que no fueron pocos. Hay que estar pre-
parado para leerlo. No espere el lector encontrar un pasatiempo, 
ni tampoco la quintaescencia de este encuentro inter-cultural. 
Sepa que encontrará un buen corpus de datos, un texto enjun-
dioso que brinda bases sólidas para que en el futuro, alguien 
12 13
construya un andamiaje teórico.
Así, con una potente batería de datos, Williams presenta nuevas 
facetas de hechos muy difundidos,pero insuficientemente cono-
cidos. Va corriéndole al lector los entretelones de eventos como 
el primer encuentro con los indígenas en 1866, la mítica entrega 
del bebito, o el incendio de las casas del valle en 1867. Hay más, 
por supuesto, pues la investigación de Williams abarca en espe-
cial los primeros cuatro o cinco años de la colonia, es decir, los 
peores, aquellos durante los cuales la convivencia pacífica con 
los tehuelches era —literalmente— cuestión de vida o muerte.
No diría yo que después de leer este libro uno sabrá todo lo que 
pasó en aquella relación temprana, pero sí que sabrá todo lo 
que los documentos dicen al respecto. Ensanchar la base docu-
mental que presenta este libro será una tarea ardua; construir un 
andamiaje intelectual que vincule y explique las grandes líneas 
de los hechos aquí narrados, será responsabilidad de un profe-
sional de la Historia y —gracias a la tarea de David Williams— le 
será mucho más fácil.
Fernando Coronato
PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN
Tengo con mi esposa dos hermosos hijos de carne y hueso. Son 
maravillosos, como suelen serlo los hijos para los padres.
Éste es mi primer hijo de papel. Ha tenido dos años y diez meses de 
gestación. Ha crecido mucho desde que presentara un trabajo con el 
mismo título en el Primer Foro Internacional sobre los Galeses en 
la Patagonia, los días 23 y 24 de octubre de 2002... Trabajo que 
quedó inédito, por no haber tenido tiempo de darle los detalles 
finales a gusto. No fue incluido en el disco compacto del Foro.
También, bajo el mismo título he estado presentando una serie 
de artículos, en ocho partes, que fueron publicados en el men-
suario El Regional, a un ritmo promedio de uno cada dos meses, 
desde noviembre de 2003. 
Cada día que pasa, mi niño de papel se hace más grande. Si sigo 
escribiendo, corre el riesgo de no publicarse nunca, especialmen-
te cuando ya tengo un par más en gestación. 
Si yo soy el padre de este libro, Fernando Coronato es el abuelo. 
Fue él quien me dio la idea de escribir un trabajo sobre la rela-
ción entre los galeses y los aborígenes para el Foro. Fue él quien 
le dio el título de Entretelones y Tolderías. Así, él participa de la 
responsabilidad en las virtudes que esta obra tenga, aunque me 
declaro único responsable de sus defectos.
Para mí, es sublime el sabor de lo cotidiano, lo pequeño, el de-
talle mínimo, la quinta pata del gato. No soy un profesional de 
la Historia. Como lo dice Fernando en la presentación, me falta 
el marco teórico para definir los lineamientos generales de esta 
maravillosa epopeya. Mi intención al comenzar la investigación 
no era, tampoco, sobrevolarla desde la altura suficiente como 
para hacerlo. No. Deseaba, sí, y sigo deseando, desentrañar los 
detalles más pequeños e insignificantes, contemplar esta historia 
desde muy adentro... sentir con el cacique Francisco el sabor de 
aquel primer pan que le ofrecieron los colonos; experimentar 
14 15
con Aaron Jenkins el placer de aprender los métodos de caza, y, 
¿por qué no?, el idioma de los nativos; sufrir con Lucas la humi-
llación y el odio que lo llevaron a la mentira que terminaría en la 
Tragedia del Valle de los Mártires... 
Si, además, se cumple lo que Fernando sugiere: que mi trabajo 
sea útil a algún historiador profesional que desarrolle la teoría 
general sobre el contacto entre aborígenes y galeses; o si alguien, 
en alguna profesión más modesta, o por placer, puede utilizar 
alguno de los datos que aquí presento, me daré por satisfecho. 
Entre tanto, se ha cumplido el objetivo principal de esta obra: 
no sé si divertirá a otros, pero lo que es yo, me he divertido, y 
mucho.
David Williams, Trelew, Chubut
30 de diciembre de 2004
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN
Este año se cumplen seis años desde que terminé la versión ori-
ginal de este libro. Pasaron ocho años y medio desde que co-
mencé a escribirlo, y a fin de año se cumplirán tres desde que fue 
editado, aunque no sería presentado hasta el 2 de mayo de 2008. 
Desde entonces he tenido la suerte de escribir y publicar otro 
libro, El Valle Prometido (Ediciones del Cedro, 2008), que des-
cribe las historias de vida de cuatro familias y un soltero llegados 
en el Mimosa en 1865. Dicha obra fue terminada en 2007, pero 
por esos avatares del destino, no fue publicada ni presentada al 
público hasta el 23 de mayo de 2008, sólo tres semanas más tar-
de que la primera edición de Entretelones y Tolderías. El trabajo 
más grande fue para Gabriel Restucha, que pese a su pesada 
tarea como Intendente de Gaiman, halló tiempo para preparar 
un hermoso comentario de cada libro en las dos presentaciones. 
Al principio, mi temor fue que ambos libros, publicados con tan 
poca diferencia de tiempo, se interfirieran mutuamente, y ello 
motivara que ambos se vendieran poco. Debo decir que lo que 
finalmente ocurrió me sorprendió, superando mis expectativas, y 
demostrando que mis miedos eran infundados: ambas obras se 
vendieron en su casi totalidad en poco tiempo, y hoy son raras 
en las librerías. 
No me quito mérito por dicho éxito, pero debo decir que parte 
del mismo se debe a los temas abordados en ambos libros: el con-
tacto entre galeses y aborígenes, un tema poco conocido para el 
público general, y las historias familiares de muchas de las perso-
nas que compraron el segundo libro. Otra parte del éxito de ven-
tas se debe, creo, a que me conoce mucha gente: no son pocos 
los amigos y pacientes que adquirieron uno o ambos trabajos. Y, 
claro está, también influyó en las ventas la propaganda que se 
hizo de los dos libros, y el hecho de que Entretelones y Tolderías 
haya sido el primer tomo, no sólo de la Colección Patagonia Con-
16 17
temporánea, sino de la Editorial Tela de Rayón/Grupo Jornada. 
Hoy termino de corregir esta segunda edición de aquel primer 
libro. Mi primogénito de papel ha crecido, pero no demasiado. A 
pesar de que, desde luego, cuento con más documentos y ma-
yor información que la que tenía al escribir la primera versión, 
no es mucho lo que he agregado. Sí corregí algunas erratas, y 
modifiqué algunas opiniones: el paso del tiempo me ha apor-
tado información, pero también, espero, algo más de madurez, 
lo que necesariamente debe traducirse en una evolución en mis 
conceptos. Sin embargo, no tengo el tiempo ni el interés de rees-
cribir esta obra, pues estoy abocado a la escritura de otros textos. 
Por lo tanto, el lector que conozca la primera edición hallará al-
gunos cambios en la segunda, en especial en el capítulo 6, de-
dicado a la llamada Tragedia del Valle de los Mártires, y unas 
cuantas notas al pie nuevas, y modificaciones de varias de las 
originales. Creo, como creía en 2004 y en 2007, que Entretelo-
nes puede servir para quien desee obtener información sobre la 
relación entre dos grupos humanos tan diferentes como lo eran 
los dos que se estudian en estas páginas. 
Debo agradecer a quienes, luego de leer mi libro, contribuyeron 
a mejorarlo con jugosos comentarios o correcciones de erratas: 
Marcelo Gavirati, Carlos Garzonio, Oscar Jones y Julia Chaktou-
ra. Sin ellos, esta segunda edición sería más parecida a la primera. 
Agradezco también a Tela de Rayón y al Grupo Jornada haber 
publicado la primera edición y la oportunidad de publicar una 
segunda de mi primer niño de papel. Hay una lista de otros agra-
decimientos al fin del libro. 
También deseo agradecer de corazón a quienes compraron y 
agotaron la edición anterior de este libro, y también la de El Valle 
Prometido. Es que, como he dicho en otra oportunidad, el lector 
es muy importante para el escritor, porque quien escribe lo hace 
para ser leído. 
Gracias a todos, por todo. 
David Williams, Trelew, Chubut 
1º de agosto de 2010
CAPÍTULO 1
ANTECEDENTES DEL CONTACTO GALÉS-ABORIGEN
INTRODUCCIÓN
La historia de la Humanidad se nutre del contacto entre diferen-
tes grupos humanos. Aún en los casos extremos de dominación 
por parte de uno sobre el otro (v.g: vencedores sobre vencidos) 
puede documentarse un flujo bidireccional deinformación que 
enriquece a ambos grupos. En muchos casos, las dos culturas se 
fusionan, creando una nueva cultura, con elementos de ambas, 
pero diferente de las originales.
En el caso del contacto galés-aborigen en la Patagonia no se 
llegó a tanto, en gran medida debido a que los galeses eran un 
grupo culturalmente muy fuerte, que venía liderado por perso-
nas dispuestas a mantener esa cultura. En parte porque no hubo 
aislamiento, sino un aporte casi inmediato de otras culturas (es-
pecialmente argentinos, españoles e italianos). Pero sobre todo 
porque el grupo aborigen que más contacto tuvo con los galeses, 
es decir, la cultura tehuelche, que ya venía retrocediendo frente 
al avance araucano, recibió su golpe de gracia con la así llamada 
Campaña del Desierto. El alcohol, la miseria, la marginación, 
el despojo, las enfermedades traídas por los europeos, y las fre-
cuentes rencillas entre los nativos, hicieron el resto. En cambio, 
la cultura galesa siguió fortaleciéndose con la llegada de nuevos 
grupos de inmigrantes. Ello permitió que por muchos años si-
guiera siendo un grupo culturalmente fuerte.
Sin embargo, debe reconocerse que en los primeros años de la 
Colonia, el grupo de galeses recibió una importante influencia 
por parte de los aborígenes, que no sólo le proporcionó nuevos 
elementos, que podrían calificarse como simplemente interesan-
tes, sino que permitió su total adaptación al nuevo medio, posi-
18 19
bilitando en última instancia su supervivencia. Ésta hubiera sido 
más difícil, si no imposible, de no haber existido el contacto con 
los primitivos dueños de la tierra.
En el presente trabajo enfocaremos la investigación sobre la cro-
nología de la relación galés-aborigen en los primeros veinte años 
de la Colonia.
ANTECEDENTES
Naturalmente, los galeses tenían ideas preconcebidas con res-
pecto a los aborígenes. Desde la época de Magallanes en el siglo 
XVI se venían tejiendo mitos con respecto a los habitantes de 
la Patagonia: baste como ejemplo el conocido mito sobre los 
«Gigantes». 
Además del natural temor que despierta un grupo humano so-
bre los integrantes de otro, antes y durante los primeros tiempos 
de contacto, existían preconceptos que alentaban ese miedo: 
debía estar fresca en la memoria de los colonos la matanza de 
los misioneros anglicanos de la nave Allen Gardiner por nativos 
fueguinos menos de seis años antes, el 6 de noviembre de 1859 
(Cananor, 1993: 103), lejos del Chubut, pero en la Patagonia, al 
fin y al cabo. Los futuros colonos no estaban en condiciones de 
saber que la tragedia había ocurrido muy lejos del valle en que 
pensaban asentarse. 
Se hablaba incluso de canibalismo (Jones R, 2002: 61). No nos 
sorprende, cuando aún hoy existen novelas pretendidamente 
históricas que describen a algunos de los aborígenes de la Pa-
tagonia como caníbales. Se ha conservado una versión de una 
carta que le escribiera el conocido poeta y escritor galés, Tal-
haiarn (1810-1870), cuyo verdadero nombre era John Jones, a 
su sobrino segundo, Watkin W. Williams, conocido como Watkin 
ap Mair Gwylim1, que partía en el primer contingente. Dicho 
1 Para la segunda edición de este libro (2010), hemos de aclarar que a los historiadores, 
incluyendo a quien suscribe, se nos ha hecho bastante difícil diferenciar a Watcyn ap 
Mair Gwilym de su hermano William Wesley Pritchard Williams, pues, además de la 
semejanza de nombres, con frecuencia el segundo firmaba con sus iniciales, o así ano-
taban su nombre los cronistas. Dicha confusión se refleja en mis trabajos anteriores, y el 
documento, escrito en inglés en el original, reza así:
“Viernes Santo, 1865
Querido Watkin:
Adjunto mi tarjeta de visita. Es la última que tengo. 
De todos los planes salvajes y locos de que he sabido úl-
timamente, el más salvaje y loco es el plan de la Patago-
nia...................................... contra el entusiasmo podré también 
contener mi lengua, así, sólo puedo esperar, esperando contra 
toda esperanza, que todos ustedes tengan éxito, estén conforta-
bles, y felices. También espero que los indios que se los comerán 
a todos por completo (sufran una indigestión)........y con toda 
clase de deseos por tu bienestar 
 sinceramente,
 tu tío (o primo, puedes elegir)
 Jno. Jones (Talhaiarn) ”
 (NLW MS 5442 C)
Los espacios punteados corresponden a trozos de la carta que se 
han perdido, y entre paréntesis las palabras con que E. Williams, 
uno de los hijos de Watkin ap Mair Gwilym, completó algunos de 
los párrafos faltantes, ya que según refiere recordaba a su padre 
recitando de memoria la carta. Una versión de esta carta, puede 
trabajo de Oscar Jones (2008: 72), una exhaustiva lista de los colonos del Mimosa, se 
refleja dicha dificultad en distinguir a ambos, pues nombra al mayor de los hermanos 
como Watkin Weslwy Williams, citando a Mathews, al doc. PRO-118/121, a Berwyn y a 
Jeremy Howat, quien a su vez sigue a MacDonald, 1999. En cuanto al hermano menor, 
cita a Mathews, que lo nombra como William Wesley Williams, al PRO-118/121, que lo 
llama Watkin W.P. Williams, a Berwyn, que lo anota W. ap Mair Gwilym, y a Howat, que, 
siguiendo a MacDonald, lo nombra Watkin William Pritchard Williams. En mi propia lista 
de los colonos del Mimosa, reconstruida en forma independiente de la del Ing. Oscar Jo-
nes, y sin que ninguno de los dos conociera el trabajo del otro, y casualmente presentada 
en el mismo Tercer Foro sobre los Galeses en la Patagonia en 2006 (Williams D, 2008 a: 
73-116), también confundo los nombres. Un documento que amablemente me cediera 
en el año 2009 mi gran amiga Julia Chaktoura (Entrada Nº 31, 1889, archivo personal 
del autor), a la cual nos referiremos en otra nota al pie más adelante, nos deja los nom-
bres como W.W.P. Williams, y W. ab Mair Gwilym. Hoy creo que los nombres correctos 
pudieron ser William Wesley Pritchard Williams el del hermano mayor; y Watkin William 
Williams o Gwilym ab Mair Gwilym el menor: pero es necesaria una más profunda revi-
sión de los documentos para la conclusión definitiva. 
20 21
verse en (Tschiffely, 1998: 112-113): la misma es una combina-
ción de dos cartas que dirigiera Talhaiarn a su sobrino en abril de 
1865, desde 2 St. Helen’s Place, Londres, en donde se encontra-
ba colaborando en la planificación del Palacio de Cristal de esa 
ciudad. Las dos cartas se conservan en la Biblioteca Nacional de 
Aberystwyth, y la primera de ellas es la que he transcripto. 
Existe un comentario sobre lo que parece ser la misma carta en 
otra fuente, que describe al remitente, tío del destinatario, como 
“...un literato del Principado de Gales...”, quien “...se despedía 
de sus sobrinos con las siguientes palabras:” 
“Ya que no he podido disuadirlos de expatriarse a ese desierto 
salvaje y exótico, les deseo un viaje feliz y sin contratiempos, 
y mucho éxito en vuestro nuevo país. Si los indios llegaran a 
comerlos, todo lo que puedo desearles es una mala digestión” 
(Rhys WC, 2000: 29). Es posible que la segunda cita haya sido 
realizada por el autor apelando a lo que recordaba de la carta 
que había leído o cuyo recitado por Williams había oído, pero 
vemos que la esencia era la misma: los aborígenes patagónicos, 
para el autor de la carta, eran caníbales.
Entre las publicaciones de los diarios de Gales, encontramos una 
serie de notas simulando versículos. En uno de ellos leemos: “En 
aquel tiempo fue una de las tribus de Gwynedd a la Patagonia, 
en el Gran Mar, y un hombre de Arfon dijo: Por cierto, por cierto 
os digo que esta gente se volverá guano, y Thalaam respondió, 
no así hermano mío, sino que los devolverán en charqui” (YWG: 
16)2.
Actualmente sabemos que los nativos de la Patagonia no practi-
caban el canibalismo, salvo casos excepcionales: en momentos 
de euforia y triunfo en las batallas, se ingería ritualmente algún 
trozo del cuerpo del vencido. Eso recordaba Chacayal haber he-
cho en la estancia San Antonio3 en 1854 (Moreno, 1997: 124). 
2 Se respeta la cita YWGcomo se anotaba en la edición original, a fin de facilitar la com-
paración de esta edición del presente libro con la primera (2007). En otro libro, El Valle 
Prometido (Williams D, 2008 a) citaba esta fuente bajo el número de archivo que lleva 
en la biblioteca de la Universidad de Bangor: BMS 78627.
3 San Antonio: posiblemente el fuerte de San Antonio de Iraola, en donde según Cox 
una partida de 500 indios acuchilló a 300 españoles (argentinos), entre los atacantes 
estaba el lenguaraz Dionisio, de la tribu de Paillacán (Cox, 1999: 241). Moreno dice que 
Aunque, como veremos más adelante, es posible que en 1884, 
al menos a una de las víctimas del famoso episodio conocido 
como Tragedia del valle de los Mártires, Richard B. Davies, se le 
haya extraído el corazón para ingerir trozos del mismo y obtener 
así algo de su valor. Pero no era una práctica corriente en el pe-
ríodo histórico al que nos referimos.
Volviendo a las ideas preconcebidas que podían tener los galeses 
sobre los aborígenes patagónicos, existían también antecedentes 
de contacto de galeses con aborígenes americanos en la emigra-
ción a los Estados Unidos. Michel Daniel Jones, el padre de la 
Colonia Galesa, en una carta publicada en los diarios en 1865, 
daba el ejemplo de William Penn (YWG: 12) para un correcto 
comportamiento con los indios4. 
Por otro lado, el grupo de los Primeros Colonos contaba con al-
guien que tenía experiencia directa de contacto con indios ame-
ricanos: se trataba de Edwin Cynric Roberts, que había pasado 
parte de su infancia y su adolescencia en Winsconsin, EEUU. 
Fue uno de los más fogosos oradores por la causa de la Colonia: 
entre sus discursos se cita uno titulado “Los Indios de América 
del Norte”, en una conferencia dictada en Aberystwyth (Jones L, 
1966: 45). Otro colono que había vivido en los Estados Unidos, 
en el estado de Nueva York, y que podía tener alguna experien-
cia, siquiera indirecta, sobre los aborígenes norteamericanos, era 
Richard Jones Berwyn. Una prueba adicional de la identifica-
ción de los naturales patagónicos con los de América del Norte 
era el temor que refiere haber sufrido un colono de que los indios 
San Antonio era el nombre de una estancia al sur de la provincia de Buenos Aires, y que 
el hecho ocurrió en 1854. El cacique Chacayal, en un brillante discurso en un parlamen-
to en 1876 al que asistiera Moreno, recordaba haber participado en ella, y, según More-
no, también Sayhueque lo había hecho (Moreno, 1997: 124-125). Dicha batalla ocurrió, 
en efecto, en la estancia mencionada, a 7 km de la actual localidad de Benito Juárez, y no 
en un fuerte, pero tuvo lugar en la madrugada del 13 de septiembre de 1855, en donde 
el cuerpo de 126 soldados fue masacrado en un corral por unos 2000 hombres al mando 
de Yanquetruz. Allí murieron incluso el Comandante Nicanor Otamendi, Juez de Paz del 
Tuyú, y su segundo, Cayetano de la Canal, cofundador de Necochea (Chiarenza, Daniel 
Alberto, en Historia General de la Provincia de Buenos Aires, tomo 1)(Romeo, Salvador: 
Juárez en la Historia de Buenos Aires).
4 Penn se estableció en el siglo XVIII en lo que sería Pennsilvania, con galeses e ingleses. 
Cultivó excelentes relaciones con los Delaware. Firmó tratados y les compró tierras. Tan-
to era lo que confiaba en la amistad de los aborígenes que se negó a fortificar Filadelfia.
22 23
les cortaran las cabelleras, acto que no realizaban los aborígenes 
de la zona (Jones R, 2002: 87).
El tercer colono con algún antecedente de contacto con los na-
tivos, esta vez los de la propia Patagonia, era Lewis Jones. Él 
había venido a conocer el lugar como delegado de los galeses 
en 1863, junto con el Capitán Love D. Jones Parry. Nos cuenta, 
que estando en Patagones, “uno de los primeros espectáculos 
que se les presentó, fue la masacre por los indios de la peque-
ña guarnición del fortín San Javier, a doce o quince millas de 
Patagones” (Jones L, 1898: 115; 1966: 136). El mismo Jones 
anota a este episodio como una de las razones por las que no se 
establecieron sobre las márgenes del río Negro5. 
Además de esta amarga experiencia, se sabe que Jones cono-
5 En la primera edición de este libro (2007) tomaba como verídica la afirmación de 
Lewis Jones de que la masacre ocurrida en este fuerte se debía a un ataque de aborígenes. 
Posteriormente, en mi libro El Valle Prometido (2008 b: 134 y 135, nota 244), he realizado 
una serie de deducciones que demuestran que no fueron nativos los culpables del hecho, 
y además demostrado el error de Lewis Jones al confundir el Fortín San Javier —que ya 
no existía— con la Guardia Mitre, destruida, no por aborígenes, sino por presidiarios. Por 
ser de interés para lo tratado en este libro, transcribimos la cita completa de El Valle Pro-
metido: “No hemos hallado confirmación de dicha masacre en San Javier, que había sido 
fundada en 1782 por Viedma (Entraigas, 1986: 195-197) y refundada en 1838 por el 
capitán Gómez, éste cumpliendo órdenes del Comandante Juan José Hernández (Paesa, 
1971: 101). Al parecer, en realidad la misma fue abandonada antes de 1854, pues en tal 
estado la halló Henry Libanus Jones en dicho año (Jones HL, 1855, en Dumrauf, 1991: 
55), y Rey nos confirma que uno de los motivos de la creación en 1862 de la Guardia 
General Mitre era que el Fortín San Javier había sido levantado. Lo cierto es que a 
menos de un mes de creada Guardia Mitre, el 14 de enero de 1863, muy poco antes de 
la visita de Jones, hubo una sublevación de presidiarios en ella, con saqueo e incendio 
de propiedades (Rey HD y col., 1987: 137). Los rebeldes, liderados por Julián Fleite, 
asesinaron al alférez Adolfo Gazzano y saquearon el negocio de un tal Martínez. Es pro-
bable que a dicho episodio se refiera Lewis Jones, fallándole la memoria con respecto al 
sitio del suceso. Además, escribe explícitamente que el ataque habría sido realizado por 
aborígenes, cuando vemos que en realidad se trató de presidiarios. De todas maneras, 
se justificaban sus temores con respecto al peligro de crear allí una Colonia Galesa. En 
1869, Musters no menciona ninguna guardia en San Javier, aunque sí hallaría allí a los 
aborígenes de Linares, aliados de Patagones, y, en cambio, describe la sublevación como 
se la describiera el aborigen Roque Pinto en Las Manzanas, aunque atribuyéndola a la 
Guardia Chica o Conesa, y fechándola hacia 1868 (Musters, 1872: 299) (1997: 343). No 
hemos hallado información sobre esta supuesta sublevación en Conesa, que, por otra 
parte, en 1868 aún no existía. En resumen, tanto la “masacre de San Javier” de Lewis 
Jones como la “sublevación de la Guardia Chica” de Musters corresponden en realidad 
a la sublevación de la Guardia Mitre”.
ció personalmente a algunos aborígenes en el mismo Patagones. 
Lewis Humphreys escribía el 6 de noviembre de 1865, refirién-
dose a ellos: “El señor Lewis Jones los vio en Patagones cuan-
do fue allá y habló con ellos” (Coronato, 2000: 26). En efecto, 
Jones se puso en contacto con un jefe aborigen. Como había 
500 vacas y 150 caballos que debían ser trasladados por tierra 
a la Colonia, llegó a un arreglo con el cacique, para que llevara 
el arreo al Chubut. El cacique dejaba como garantía a su hijo 
en Patagones, mientras su hermano iba a Buenos Aires a tratar 
con el Gobierno. Lamentablemente, estos datos son insuficientes 
para identificar al jefe aborigen (YWG: 12 y 92). Edwin Roberts 
estuvo a punto de unirse a los aborígenes en el arreo, pero desis-
tió, según un autor porque no le gustó el aspecto de los hombres 
que las autoridades habían designado para el arreo. Esto tal vez 
le salvó la vida, porque, según el mismo autor, los arrieros fueron 
asesinados por los indios, que se llevaron a los animales (Jones 
HM, 1981: 119). Según otra fuente los nativos sólo dispersaron el 
ganado, sin mención de muerte de peones (Jones L, 1966: 63).
El mismo Edwin Roberts, narrando las peripecias de sus prime-
ros días en la Patagonia, en oportunidad de haberse adelantado 
al resto del contingente para realizarlos preparativos, refiere no 
sólo el miedo que él tenía de los aborígenes, sino el pavor de 
los peones que lo acompañaban. Éstos se negaron a dormir en 
tierra durante la segunda noche en Golfo Nuevo, por haber ha-
llado en la playa huellas que interpretaron como dejadas por los 
aborígenes. Debieron ser llevados en el bote de vuelta al Juno, 
el barco en el que venían desde Patagones, para pasar la noche 
a bordo (Roberts E-1: 2)
Más tarde, una vez llegado el Mimosa, el Rev. Mathews nos re-
fiere el temor de los recién llegados: «Si viajábamos de noche o 
dormíamos fuera en el campo, el grito de un ave era capaz de lle-
varnos casi al desmayo, pues creíamos que se trataba, con toda 
seguridad, de un grupo de indios que se acercaba. Vivíamos así 
en continuo sobresalto, hora a hora, minuto a minuto, durante 
varios meses; hasta que llegamos al otro extremo de creer que no 
había indios en el país.» (Mathews, 1954: 34).
24 25
DOS PEONES DE PIEL OSCURA
Cuando el Mimosa llegó a Golfo Nuevo, ya se encontraban es-
perándolos allí Lewis Jones y Edwin Roberts, que se habían ade-
lantado a realizar los preparativos. Con ellos se encontraba un 
número de peones no determinado: entre ellos había, hasta don-
de sabemos, un mestizo irlandés-hindú, al que llamaban Moro 
o Jerry; dos alemanes6; un indio manso; y tres peones más, de 
quienes un documento se refiere como “españoles”, que era el 
gentilicio con que los galeses denominaban a quienes hablaban 
castellano, sin hacer distinción entre españoles, argentinos, o chi-
lenos, por ejemplo. Según Roberts, los peones eran seis (Roberts 
E-2: 11). De sus escritos y los de Lewis Jones (Jones L, 1966: 
62), sin embargo, podemos deducir que eran cuando menos sie-
te, y pudieron haber sido hasta nueve, como lo sugiere el testi-
monio de Joseph Seth Jones.
Nos interesa aquí el peón aborigen. Roberts lo describe como 
“un indio que había vivido años entre los españoles en Pata-
gones; hombre fuerte y poderoso, que sabía hablar castellano 
y montaba como ninguno. He aquí que el muchacho tomó el 
caballo blanco. Tenía dos bolas de piedra, como de medio kilo 
cada una y una cuerda de un metro veinte de una a la otra. 
Podía arrojarlas a treinta y cinco metros, de suerte de enlazar 
a caballo” (Roberts E-1: 2). Parece que el nativo fue uno de los 
cuatro peones de Patagones que rehusaron dormir en tierra.
El 5 de julio Lewis Jones escribe en su diario: “Se termina de 
desembarcar y llevamos los cuatro más holgazanes con nosotros 
a Patagones” (Jones L, 1966: 62). Probablemente se trate del 
aborigen y otros tres “españoles”, ya que Roberts aclara que “en 
la semana, Lewis Jones y el barco se fueron de nuevo a Pata-
gones, con bastante angustia, dejando al sirviente hindú, Moro, 
negro de Calcuta, un hombre que era capaz de hablar ocho idio-
mas; y a dos alemanes con Edwin Roberts.” (Roberts E-1: 3). Por 
otras fuentes (Jones T, 2000: 76) podemos confirmar que Jerry, 
6 Según Joseph Seth Jones, los alemanes no habían sido traídos de Patagones sino que 
habían sido hallados en los restos de un naufragio en la bahía, y no eran dos sino tres o 
cuatro (Jones JS 2002: 95-96)
el mestizo hindú-irlandés, cuyo verdadero nombre sería Frank 
Ames, permaneció en la Colonia hasta su trágica muerte, aho-
gado en el río, el primero de enero de 1866 (Williams D, 2001).
Existe una fuente secundaria que menciona a Jerry, y a un na-
tivo, llamado Gerónimo, quienes junto con dos “españoles”, se 
encontraban en Bahía Nueva, como peones de Edwin Roberts al 
llegar el Mimosa. Se trata de un autor anónimo7 que escribía en 
la Segunda Sección del diario Jornada del 28 de julio de 1965, 
en ocasión del Centenario del Desembarco (Jornada, 1965). Ig-
noramos las fuentes consultadas por el autor del artículo, pero 
otros datos que da son bastante fidedignos, lo que aumenta el 
valor de las noticias sobre Gerónimo. Puede que no fuera otro 
que el peón aborigen ya mencionado. Refiere el autor que el 
mismo había estado ya dos veces antes en la zona: en 1854 con 
Henry Libanus Jones, y en 1856 con Thomas Elsegood 8.
Volviendo al desembarco del Mimosa, refiere el autor anónimo: 
“Las mujeres vieron por primera vez la tez bronceada del abori-
gen patagónico y quedaron atónitas, pero Gerónimo alzó a una 
y a otra y las llevó a tierra, sin mojarlas” (Jornada, 1965). Es 
llamativo el nombre del peón aborigen. Tal vez no fuera más que 
un sobrenombre, quizá un apodo que le diera Edwin Roberts. 
No es probable que lo identificara con Jerónimo, el jefe chirica-
hua que comandó la resistencia apache contra los blancos en los 
Estados Unidos, porque éste comenzaría sus andanzas recién en 
1876. 
A los pocos meses del Desembarco, entre las cartas que enviaron 
7 He dejado el párrafo como apareciera en la primera edición de este libro (2007). Pero 
según una comunicación personal del Ing. Oscar Jones, de Trelew, el autor del trabajo 
anónimo habría sido su padre, Mathew Henry Jones. Salvo aquí esta omisión, y el error 
cometido en otras publicaciones (Williams D, 2003, 2004 y 2006 a: 292), cuando creía 
que el escrito podía deberse a la pluma de Luis Feldman Josin. 
8 En sus escritos de 1854, Henry Libanus Jones (galés según investigaciones propias, y 
no inglés como en general se ha escrito, ver Williams D, 2003 y Willams D, 2004), men-
ciona en su relato a varios peones que tenía consigo, incluyendo “seis de Patagones, en-
tre éstos, tres indios y tres alemanes e italianos” (Dumrauf, 1991: 55). Tal vez incluso dos 
de los alemanes fueran los mismos que trabajarían luego con Roberts y Jones. En cuanto 
a Elsegood, se ha dicho que intentó colonizar el Chubut en 1856, y en algunas versiones 
se sostiene que vino acompañado por colonos galeses. Los autores que mencionan el he-
cho no se explayan ni citan documentos, lo que obliga a ser cautos con esta afirmación. 
26 27
los colonos a Gales durante el primer año de la Colonia, hay un 
par en que se menciona a “indios”. William Jones escribía el 7 
de noviembre de 1865: “No hay peligro de los indios: sólo vimos 
dos de ellos, que parecían muy amables y nos ayudaron lo mejor 
que pudieron con todo” (Coronato, 2000: 20). Por su parte, Tho-
mas Cadivor Wood, por entonces aún en Gran Bretaña, el 10 de 
febrero de 1866 resumía las 70 cartas que se habían recibido de 
la Colonia, y escribía, tal vez citando la carta de William Jones, 
que dos nativos fueron vistos en la Colonia y que ayudaron a 
transportar cosas (YWG: 103-105). Lewis Davies escribía el 8 
de noviembre: “Las ovejas se perdieron todas. Algunos indios y 
españoles estuvieron buscándolas pero al cabo de una semana 
de búsqueda volvieron sin encontrarlas”. Y luego: “Díganle a 
R.M. que a él le mandaré un montón de pieles. Todavía no tengo 
muchas, pero cuando bajen los indios la próxima vez tendré una 
buena provisión de ellas” (Coronato, 2000: 28). 
¿A qué «indios» se refieren estos colonos? Sabemos que el primer 
contacto entre aborígenes y galeses fue en abril de 1866, es de-
cir, cinco meses más tarde, como recordaremos luego. Coronato, 
traductor de las cartas, interpreta que se trataba de algunos de 
los criollos que acompañaban como peones al agrimensor Díaz, 
y que por ser de piel oscura podrían aparecer como aborígenes 
a los ojos de los galeses (Coronato, 2000: 20 y 28, notas al pie). 
Hasta existe la posibilidad de que alguno de esos peones fuera 
un nativo puro.
La posibilidad más cierta, sin embargo, parece otra. Hemos visto 
que el mismo Roberts describe a un verdadero aborigen entre los 
peones, y Joseph Seth Jones confirma que uno de los peones 
era un patagón, a quien el anónimo autor de (Jornada, 1965) 
llama Gerónimo. Posiblemente, los colonos, cuando menos los 
que no integraban el grupo dirigente, confundieran a Jerry con 
un indio patagónico; Jerry era también conocido como Moro, 
y debía de tener la piel oscura por haber sido su madre de ori-
gen hindú. Así, con Jerry y el patagón, ya tendríamos a los dos 
«indios» que ayudaron a transportar las cosas, lo que aumen-
ta elvalor de lo testimoniado por el autor del diario Jornada. 
También con ellos dos tenemos a los “indios” que buscaron las 
ovejas perdidas: una fuente dice que “... el indio manso (que 
estaba) al servicio de Lewis Jones anduvo de a caballo todo el 
día y buscó mucho más que nosotros, por estar más ducho en 
viajar tierra adentro...” (Y Brut, ¿abril?1868 en Y Drafod N° 115, 
30 de marzo de 1893).
La tercera posibilidad es que en alguno de los viajes de Lewis 
Jones, o tal vez en el del agrimensor Díaz, llegaran un par de 
verdaderos aborígenes a comerciar con los colonos, como po-
dría sugerirlo la carta de Lewis Davies, que menciona alguna 
posibilidad de comercio con los nativos. Suena poco convincen-
te, desde que el pastor Lewis Humphreys, integrante, él sí, de 
la clase dirigente, escribía el 6 de noviembre de 1865: «¡Ah, sí! 
Cierto. Un tema importante: los indios. Los esperamos todos los 
días desde hace meses, pero todavía no han hecho su aparición» 
(Coronato, 2000: 25). Queda claro que él se refería a los indios 
que aún vivían una vida tribal, nómada, que eran aquellos a 
quienes los colonos temían. No tenía en cuenta al peón aborigen 
como un «salvaje».
EL MIEDO DE LOS COLONOS
Más tarde, durante el azaroso primer cruce de los galeses desde 
Golfo Nuevo al valle del Chubut, los dieciocho hombres de la 
partida, al mando de Edwin Roberts, confundieron una nube de 
polvo con humo, y creyendo que era un incendio provocado por 
los nativos, se desviaron hacia la costa, lo que los llevó a perder 
el rumbo y a padecer intensamente la sed. Tuvieron suerte, y 
llegaron sin perder una sola vida. Como vemos, el temor a los 
aborígenes estuvo a punto de producir una desgracia antes de 
haberlos encontrado por primera vez (Roberts -2: 7).
En otro ejemplo de cómo los aborígenes comenzaron a influir en 
la forma de vivir de los galeses desde antes del primer contacto, 
Mathews refiere cómo los colonos de Trerawson permanecie-
ron unos cerca de otros, para defenderse mejor «en caso de un 
ataque de los indios» (Mathews, 1954: 33). Para no separarse, 
28 29
cultivaron las chacras más cercanas al pueblo en formación (Co-
ronato, 2000: 28).
UNA CARTA INTERESANTE
Existe una carta dirigida por el cacique Antonio, de quien habla-
remos más adelante, a Lewis Jones. La misma fue dictada por 
el cacique al naturalista Claraz, con agregados del hermano de 
Antonio, Chilapata, y de otros (Claraz, 1988: 82). Como vere-
mos, se trata de una carta muy detallada e inteligente. En ella, 
las aclaraciones entre paréntesis son evidentemente agregados 
del editor para que los lectores angloparlantes la comprendieran 
mejor. 
“Tshetschgoo, 8 de diciembre de 1865” 
“Al Sr. Jones, Superintendente de la Colonia del Chupat”.
“Muy distinguido señor,
No teniendo el placer de conocerlo personalmente, sé que de 
hecho está usted poblando el Chupat con gente del otro lado 
del mar. Usted, indudablemente, no sabe que en el país al sur de 
Buenos Ayres existen tres distintos tipos de indios”. 
“Al norte del Río Negro (Patagones) y en los límites de las al-
tas montañas, que los Cristianos llaman la Cordillera, vive una 
nación de Indios denominados “Chilenos”. Estos Indios son de 
baja estatura, y hablan la lengua llamada Chilona”.
“Entre el Río Negro y el Chupat vive otra nación, que son de 
estatura mayor que los chilenos, y que se visten con mantas de 
guanaco, y hablan una lengua diferente. Ésta es la nación llama-
da “Pampa”, y hablan el Pampa. Yo y mi gente pertenecemos 
a ella.”
Al sur del Chupat vive otra nación llamada “Tchuelcha”, una 
gente aún más alta de lo que lo somos nosotros, y que hablan 
una lengua diferente”.
Como vemos, la carta clasifica perfectamente a los indios pata-
gónicos continentales, es decir, excluyendo a los fueguinos, de la 
misma manera en que los clasificaba D’Orbigny en 1829, y en 
que se los clasifica actualmente, aunque la nomenclatura varía: 
los Chilenos, que corresponden a los Aucas de D’Orbigny o Arau-
canos de Casamiquela; los Pampas, o Puelches de D’Orbigny o 
Tehuelches Septentrionales de Casamiquela; y los Tehuelches o 
Patagones de D’Orbigny, o Tehuelches Meridionales de Casami-
quela (D’Orbigny, 1999: 459-508) (Casamiquela, 1990: 18-28).
Prosigue la carta: 
“Ahora digo que los campos entre el Chupat y el Río Negro son 
nuestros, y que nunca la hemos vendido9. Nuestros padres ven-
dieron los campos de Bahía Blanca y Patagones, pero nada más.”
“Soy el Cacique de una tribu de indios Pampas, a quienes perte-
necen los campos del Chupat. Nosotros cazamos entre Patago-
nes y el Chupat, cerca de la costa del mar en invierno, y en el in-
terior en el verano, hacia donde se pone el sol en esta estación.”
“Tengo un Tratado de paz con Patagones, pero no se refiere a la 
venta de tierras. Sé muy bien que habéis negociado con el Go-
bierno para colonizar el Chupat, pero debéis también negociar 
con nosotros, que somos los dueños de dichas tierras.”
En una carta de Frances Clare Ford al Conde de Clarendon, 
9 Hay una cita atribuida a Shayhueque por un libro de divulgación (Hosne, 1997: 123): 
“¿La gente de la colina? Ellos [los galeses] están aquí porque yo lo quise. Yo les permiti 
poblar el Chubut”. “La gente de la colina” pueden perfectamente ser los galeses, pues 
como se sabe, luego de intentar poblar en el bajo junto al río en donde se hallaban los 
restos del Fuerte Paz —llamado Caer Antur o Fuerte de la Aventura por los colonos— de-
jados por Henry Libanus Jones once años antes, poblaron la “altura o cuchilla de piedra 
china y arena” en donde comenzaba el Valle del río Chubut (Jones, 1855 en Dumrauf, 
1991: 60), cuchilla en donde hoy se levanta el centro de Rawson. Ignoramos la fuente 
de la frase, que no es citada por el autor. Lo cierto es que en 1865 ya Shayhueque era 
cacique, pero su influencia distaba mucho de ser tan grande como para extenderse al 
territorio poblado por los galeses —ver la excelente obra de Julio Vezub (2009: 143-181). 
De ser verídica la cita, ha de atribuirse al cacique Chiquichano o a Antonio, si se acepta 
que el último tenía tanto más derecho que, por ejemplo, el segundo. Pues el territorio 
al norte del río Chubut pertenecía a etnias gënëna a këne o tehuelches septentrionales 
australes de la clasificación de Casamiquela, y no a los manzaneros de Shayhueque —o 
Saygüeque, como, basado en los documentos, prefiere Vezub escribir el nombre del gran 
cacique. 
30 31
fechada en Buenos Aires el 20 de julio de 1866, el mismo ex-
presa que el ministro de Guerra había firmado un contrato en 
1865 con Caciques Indios para ceder las tierras del Río Chubut, 
y a comienzos de julio de 1866 se firmaría otro contrato (Co-
rrespondence, 1867: 24). Es posible que el segundo contrato 
sea aquel que el 5 de julio de 1866 firmara el cacique Casimiro 
Biguá, en nombre propio y de sus caciques principales Criman, 
Guimoske (posiblemente los caciquillos Crime y Gimoki de Mus-
ters), y Yonson, “y demás jefes de las tribus que pueblan el te-
rritorio patagónico desde el Chuba hasta tocar los límites del 
territorio argentino sobre el Estrecho de Magallanes”. En dicho 
contrato Casimiro se reconocía y reconocía a sus caciques su-
bordinados como argentinos, declaraban no reconocer a Punta 
Arenas como chilena, se comprometían a formar una colonia en 
Puerto San Gregorio, sobre el estrecho y a aceptar misioneros 
cristianos. Por su parte el Gobierno se comprometía a darles ra-
ciones y les asignaba un sueldo a los nombrados y a Sam Slick, 
hijo de Casimiro. Pero nada se decía de cesión de las tierras del 
Chubut (Servicio Histórico del Gobierno. Campaña contra los 
Indios, documento 876, en Dumrauf, 2003: 33). Uno se pregun-
ta hasta dónde llegaría el poder y el derecho de Antonio sobre 
las tierras que ocupaba la Colonia del Chubut, en especial cuan-
do Musters se refiere a un indio de nombre Antonio que no era 
más que un caciquillo (Musters, 1997: 313-316). Era sin dudas 
cierto lo que afirmaba de que no habían vendido las tierras, aun-
que, ciertamente, existíantratados entre el gobierno argentino y 
los principales jefes aborígenes, entre ellos el cacique Casimiro 
Biguá, que, representando a los tehuelches meridionales —no 
a los septentrionales como Antonio, firmaba en nombre propio 
y de sus caciques principales Criman, Guimoske (posiblemente 
los caciquillos Crime y Gimoki de Musters), y Yonson, “y demás 
jefes de las tribus que pueblan el territorio patagónico desde el 
Chuba hasta tocar los límites del territorio argentino sobre el Es-
trecho de Magallanes” (Servicio Histórico del Gobierno. Campa-
ña contra los Indios, documento 876, en Dumrauf, 2003: 33). Ya 
nos referiremos a este tratado más adelante. 
Prosigue la carta: “Pero, no hay cuidado, mi amigo, yo y mi gen-
te no estamos acostumbrados a robar como los Indios Chilenos. 
Nuestras pampas tienen abundantes guanacos y abundantes 
avestruces. Nunca nos falta comida. Sin embargo, si viene mu-
cha gente, tendremos que irnos a las pampas, asustando a los 
animales que son nuestra propiedad, que nos fueron dados por 
nuestro Dios, el Dios de los Indios, para que los cacemos para 
comer.”
“Deseaba ir a Buenos Aires para presentar al Gobierno mis recla-
mos (sobre el territorio del Chupat), pero sé que están peleando 
con la gente del Paraguay, y que la gente se ha ido a la guerra. 
También sé que hay enfermedades malas diseminadas en Bue-
nos Ayres, que son infecciosas, y que nos matarían. Así murieron 
amigos míos el invierno pasado, quienes fueron a presentar re-
clamos por tierras. Ésta es la razón por la cual yo no fui10.”
“Me quedé, y he arreglado con el Comandante, que es mi muy 
buen amigo, para ir con él por tierra hasta el Chupat, para visi-
tarlos a Ud. y a su gente, pero el Comandante Murga se ha ido 
a bordo de un barco. No iré a verlo antes del invierno, y antes 
espero recibir una carta suya haciéndome saber cuál será su res-
puesta. Luego iré y levantaré mis tiendas (“toldos”) frente a su 
aldea, para llegar a conocerlo, y Ud. a mí y a mi gente; Ud. ve 
que tengo buen corazón y buena voluntad.”
En efecto, el Comandante Murga ya había estado en la incipien-
te colonia del Chubut ese año, en donde el 15 de septiembre 
dejara fundada la ciudad de Trerawson. Como veremos más 
adelante, en Cacique Antonio cumpliría su promesa, visitando 
la Colonia durante el invierno siguiente, junto con las tribus de 
Chiquichano y Galach.
Y luego: 
“No tenga miedo, mi amigo, yo y mi gente estamos contentos de 
verlos colonizar en el Chupat, porque tendremos un lugar más 
10 “Ésta es la razón por la que yo no fui”. Indirectamente, nos enteramos de que Antonio 
no había estado en Buenos Aires en el invierno de 1865, por lo cual es posible que tampoco 
hubiera firmado tratado alguno. 
32 33
cercano para comerciar, sin necesidad de ir a Patagonia, en don-
de nos roban los caballos y donde los “pulperos” (dueños de ta-
bernas) nos roban y nos estafan. Si nos tratan bien, como tratan 
los barcos (sobre la costa) a los Tehuelches, y si sus comerciantes 
no nos estafan, siempre negociaremos con ustedes.”
Desde un comienzo, Antonio denuncia el maltrato que los abo-
rígenes recibían en Patagones, tema sobre el que nos explaya-
remos en el capítulo 8 de este libro. Sin embargo, es preciso 
notarlo desde ahora, porque hay autores modernos que intentan 
negar este maltrato.
“Vendemos plumas de avestruz de los llamados “petisos”, por-
que en las pampas no hay otros, y las plumas de los avestruces 
llamados “petisos” son más finas que aquellas del avestruz gran-
de. También vendemos pieles de guanaco, y, si ustedes quie-
ren, traeremos también lana de guanaco; pero nuestro trabajo 
es confeccionar mantos de guanaco (“quillangos”). Son hechos 
por nuestras mujeres. Usamos los mantos de guanaco como ves-
tidos, pero los comerciantes los compran para venderlos luego 
a personas ricas que las utilizan como alfombras. Pregunte los 
precios de estos artículos para poder pagarnos adecuadamente 
cuando vayamos en el invierno.”
“Dígame en su carta qué clase de dinero están usando en el 
Chupat, si papel o monedas de plata. Trate de conseguir un in-
térprete. Sabemos un poco de español, pero no comprendemos 
el inglés. Tampoco olvide tener licor, yerba para el mate (té), 
azúcar, harina, pan, bizcochos, tabaco, ponchos, pañuelos, telas 
o mantas finas para nuestras mujeres, porque ellas no tienen 
otros vestidos que los mantos. Asegúrese de que estas cosas que 
compramos y queremos sean buenas, pero en especial la yerba 
(té paraguayo) debe ser buena.”
Al respecto son ilustrativas las palabras de G. Williams: “Uno de 
los aspectos más sorprendentes de la relación entre los galeses 
y los tehuelches es el deseo de éstos de permitir que la Colonia 
ocupara su territorio. Sólo siete años habían pasado desde que 
los araucanos y los pampas invadieran Bahía Blanca con 1500 
hombres, y continuaban atacando asentamientos al norte de la 
Patagonia. Una razón para la ausencia de derramamientos de 
sangre en el Chupat fue el pago de compensaciones por el Go-
bierno Argentino, pero debe también destacarse que los tehuel-
ches estaban ansiosos por desarrollar una relación comercial con 
los colonos en cuanto ello reduciría su necesidad de extender 
sus migraciones hasta Patagones. También existe poca evidencia 
de agresiones contra europeos por los tehuelches.” (Williams G, 
1975: 53).
Sin embargo, debe recordarse que la masacre y destrucción 
del fuerte San José en 1810 fue llevada a cabo por tehuelches. 
Según testigos, el motivo fue el maltrato, justificado o no, del 
Comandante Aragón a un grupo de tehuelches. Como eviden-
temente Patagones era un bastión muy poderoso para ellos, se 
vengaron atacando el Fuerte San José, que tenía pocos habitan-
tes y una escasa guarnición (Entraigas, 1968: 26 y 27). Según 
una fuente, el ataque fue dirigido por el abuelo del cacique Chi-
quichano (Phillips TB, 1962), cuyo nombre lamentablemente no 
ha sido recogido. Chiquichano, como veremos, llegaría a ser uno 
de los grandes amigos de la Colonia Galesa. Por otro lado, en Y 
Brut N°7 de junio de 186811, transcripto en Y Drafod N° 143, del 
16 de noviembre de 1893, se menciona entre los aborígenes que 
habían robado unos caballos a un tal “Morisio” (probablemente, 
Mauricio) que era “hijo del cacique que destruyó el estableci-
miento de Valdés años atrás”. No es probable que este “Morisio” 
fuera hermano del padre de Chiquichano. Lo que ocurre es que 
en el ataque a Patagones hubo implicados varios caciques te-
11 Y Brut (La Crónica): primer periódico de la Patagonia, creado por Richard Jones 
Berwyn, considerado así el primer periodista de la Patagonia, en enero de 1868. Era 
manuscrito, la tirada constaba de un solo ejemplar, y circulaba de mano en mano. La 
suscripción se pagaba con papel. Habría llegado a tener unas cincuenta páginas. Aunque 
los originales se han perdido, muchas de sus páginas fueron afortunadamente transcrip-
tas en Y Drafod (El Debate). Pueden rescatarse así hechos trascendentales con respecto 
a la Colonia en sus primeros años. El segundo periódico de la Colonia fue Ein Breiniad 
(Nuestros Derechos) y ya era impreso. En cuanto a Y Drafod, fue el tercero, y está aún en 
circulación en su idioma original, el galés. 
34 35
huelches, entre ellos Cucajal, Zenchil y Zauque (Entraigas, 1968: 
22), probablemente abuelos o tíos de los caciques Cual, Sinchel 
y Sayhueque12, todos los cuales se relacionarían con los colonos 
galeses, como veremos; y alguien a quien se llama “el tehuelche 
Calauna” (Entraigas, 1968: 24), posiblemente Calaguna, un ca-
cique que sería luego gran amigo de los habitantes de Patago-
nes.13
Digresiones aparte, la carta continúa: 
 “Ahora digo que si no hubiéramos estado contentos de comer-
ciar con buena gente como ustedes no hubiéramos vendido las 
tierras. Por mi porción de la tierra ustedes deberán negociar con 
el Gobierno. Vean lo que pueden pagarme por ella. En todas 
partes se vende y se compra, pero no se coloniza sin comprar. 
Por ejemplo, no muy lejos desde dónde le escribo,unos dos o 
tres días de viaje, no más, se me ha dicho que el cacique Pae-
llaron vendió una gran porción de tierra a unos Cristianos de 
Chile. Es un sector de tierras que fue colonizado antes por Cris-
tianos, como bien sabe la gente vieja. Ahora gente de Chile se 
está instalando allí de nuevo. Éste es el camino adecuado para 
negociar.”
12 En la primera edición de este libro escribí, en nota 6, lo siguiente: “A quien dude del 
parentesco de Zauque con Sayhueque por suponer que éste era araucano, se le sugiere 
leer a Casamiquela, quien prueba que era tehuelche, y sostiene que era puro” (Casami-
quela, 1995: 1)(Casamiquela, 2004). Hoy, año 2010, tengo mis dudas con respecto a 
la filiación de Sayhueque, algo bastante complejo de realizar en Las Manzanas y en la 
época en que vivió el gran cacique. Tenía sangre tehuelche, sin dudas, pero pudo tener 
también ancestros mapuches. Necesito profundizar sobre el tema antes de expresar mi 
opinión al respecto. 
13 Calauna: también mencionado por Henry Libanus Jones, que lo llama Calaguna, 
y nos dice que con sus hijos Ojolín (u Ojolindo) y Huarinche (o Guarincho), eran muy 
queridos en Patagones, como protectores del establecimiento (Jones, 1855 en Dumrauf, 
1991: 69). Estos últimos, durante el gobierno de Jose´Gabriel de Oyuela, comandante 
del Patagones de 1821 a 1823, se habían comprometido con los maragatos a traer unas 
mil cabezas de ganado desde San José (Biedma, 1905, citado en Ratto, 2001: 156). Es 
posible que Calauna o Calaguna sea el Coluna o Colunahuel del padre Menéndez, que 
lo conoció unos años antes, en 1793, ya que Casamiquela interpreta que puede haber 
sido tehuelche, pese al barniz araucano de su nombre (Casamiquela, 1985: 111, nota 
123).
El “Cacique Paellaron” no es otro que el Cacique Paillacán, con 
su nombre probablemente mal transcripto en la carta por Claraz, 
o por los traductores al inglés. Existió un cacique Payllarén, que 
fue batido y muerto un 26 de mayo por las fuerzas del general 
Pacheco durante la campaña al desierto de 1833, sobre el Río 
Negro (Paesa, 1971: 83 y 89). Uno podría pensar que “Paella-
ron” podría ser su descendiente (sobrino o nieto según la forma 
indígena de herencia de los nombres), pero un documento nos 
permite identificar a “Paellaron” como Paillacán: por Claraz sa-
bemos que algunos pobladores chilenos le habían comprado a 
Paillacán tierras al sur del río Limay, alrededor de un sitio llama-
do Tucuel, o Teke Malal, Teki Malal, Tucu Malal o Eiken Malal, 
“donde el padre Mascardi había fundado su misión del Lago 
Nahuel Huapi” (Claraz, 1988: 40). Se trata del actual Tequel 
Malal, zona de Bariloche, cerca de la salida del Limay desde el 
Nahuel Huapi (Casamiquela, 2000: 115).
“El Sr. Aguirre me ha leído una carta del Gobierno en la que se 
me pide que os permita crecer en número, y no hacerles daño, y 
también hablar con los otros caciques para que no los molesten. 
Prometo hacer lo que esté a mi alcance por ustedes, y en caso 
de que ustedes deseen traer ganado, caballos o yeguas, los deja-
remos pasar sin problemas, y si quisieran peones y pastores para 
mostrarles y guiarlos por el camino, pueden contratar a mi gente, 
que los servirá fielmente. 
En una carta de Lewis Humphreys fechada el 6 de noviembre 
de 1865, que ya hemos mencionado, leemos, refiriéndose a los 
aborígenes: “Prometieron defendernos a nosotros y a nuestras 
propiedades si tuvieran reconocimiento del gobierno por esto. 
Su jefe fue a Buenos Aires a hacer un acuerdo y antes de la 
última vez, las donaciones que tuvo llegaron a 300 000 dólares 
fuertes” (Coronato, 2000: 26).
Este último punto es importante, no sólo para demostrar que 
Lewis Jones ya conocía cuando menos a uno de los caciques, no 
por cierto el mismo Antonio, que refiere no haber ido a Buenos 
36 37
Aires, como vimos, sino porque confirma que hubo un acuerdo 
previo entre el Gobierno y los aborígenes, para respetar la Colo-
nia a cambio de raciones, como ya hemos mencionado. Este úl-
timo dato es importante para comprender algunos de los hechos 
ocurridos más tarde.
Sin embargo, el arreo de ganado que venía desde Patagones a 
cargo de un grupo de baqueanos indios, como vimos fue robado 
o dispersado por un supuesto ataque de otros aborígenes. Es po-
sible, claro, que los atacantes no fueran los mismos que firmaron 
el acuerdo. O que fueran los mismos peones quienes robaran el 
ganado.
“Les envío mi carta con mi nieto, que es Francisco Hernández, 
y le he encargado que hable con ustedes y preparen las cosas. 
Déle a él su respuesta, y si tiene interés en nosotros y quiere 
entrar en intercambio amistoso con nosotros, háganos algunos 
regalos, y envíenoslos con el mismo Hernández, a quien encon-
traremos en su camino de vuelta al Río Negro. Les diré franca-
mente que lo que más nos gusta es algo de licor, un poco de 
harina, yerba, azúcar, y tabaco, y, si pueden conseguirla, una 
montura de las llamadas monturas inglesas; estas monturas son 
muy buenas, porque son muy livianas, y al galopar no lastiman 
las espaldas de los caballos. He visto algunas en Patagones, pero 
son muy caras allí.
Les deseo mucha felicidad y lo saludo con mi más alta estima. 
Toda mi gente que está aquí para ver escribir esta carta les man-
da muchos saludos.
 Del Cacique Antonio.
Francisco Hernández era un mestizo, que se decía hijo del Co-
mandante Hernández, comandante del fuerte de Patagones en 
la época de Rosas y, según Casamiquela, de una hija del cacique 
Maciel. Vemos que Antonio lo llama también su nieto. El futuro 
perito Moreno escribe al Ministro Zorrilla el 5 de enero de 1880 
que Hernández era sobrino de Inacayal, y el mismísimo cacique 
Shayhueque llama sobrino al mestizo en una carta a Moreno, 
fechada diez días más tarde (Moreno, 1979: 188 y 199). Ello 
complica el cuadro, pero es bueno saber que las relaciones de 
parentesco entre los aborígenes patagónicos no seguían nues-
tro esquema, sino otro más complicado (Hernández G, 2001: 
189-198). También es posible que Hernández, que tenía cinco 
mujeres según Moreno (ídem: 84 y 106) se hubiera casado con 
alguna sobrina de Shayhueque y de Inacayal y de allí que ambos 
lo consideraran su sobrino. Moreno confirma que Hernández era 
pariente y compadre de los principales caciques. Además de ha-
ber sido guía de Claraz en su viaje de 1865-1866, Hernández es 
también mencionado por Musters, que visitó su chacra y rancho 
en mayo de 1870, y, como dijimos, por Moreno, quien lo tomó 
como guía en 1875. Su suegro, o uno de ellos cuando menos, 
se llamaba Manzana, y era “pampa puro que hablaba bien el 
tehuelche”, según Claraz. Hernández moriría envenenado por 
una de las mujeres de Utrac, hijo del cacique Inacayal, durante 
el mencionado viaje de Francisco P. Moreno (Claraz, 1988: 38 y 
39)(Casamiquela, nota en Claraz, 1988: 38)(Dumrauf 1991: 55)
(Musters, 1997: 322-323) (Moreno, 1979: 84, 106, y 139-140).
Hernández no llegaría en aquella oportunidad con la carta, por-
que él y los otros baqueanos no pudieron o no quisieron guiar 
a Claraz hasta la Colonia Galesa, volviendo a Patagones luego 
de un rodeo. ¿Cuándo llegó entonces la carta? Por ahora no lo 
sabemos. Coronato sugiere la posibilidad de que la trajera el 
primer grupo de aborígenes que visitó la colonia, en abril de 
1866: la familia del cacique Francisco (Fernando Coronato, com. 
pers.), quien no debe ser confundido con el mestizo Francisco 
Hernández, ya mencionado14. O tal vez la misiva llegara en al-
gún barco desde Patagones. Tenemos motivos para creer que 
fue en el Tritón, que visitaría la Colonia en julio de 1866, pues 
la carta es transcripta en el informe de dicho barco (Correspon-
dence, 1866). 
14 Por ejemplo, en su trabajo del Primer Foro Internacional sobre los Galeses en la Pata-
gonia (2002), publicado en 2004, Gavirati (p. 81, nota 11) escribe que Glyn Williams, en 
su trabajo Welsh Settlers and Native American in Patagonia (Latin American Studies, II; 
I: 41-46) confunde al cacique Francisco con el mestizo Hernández.38 39
EL PRIMER GRAN VIAJE
A fines de 1865, la necesidad de los colonos de conocer las tie-
rras que circundaban la Colonia, a fin de evaluar las posibili-
dades de defender el Valle de un hipotético ataque aborigen y 
de conocer las posibles tierras de cultivo más allá, motivaron la 
organización de un viaje de exploración del Valle río arriba. Los 
viajeros habrían sido dos: James “Iago” Jones y Thomas Ellis. 
Llegaron hasta poco más allá del actual Gaiman, y retornaron al 
cabo de una semana, luego de haber descubierto un manantial 
que llamaron Ffynon Iago o Manantial de Iago y un cerro, al que 
denominaron Mynnydd Ellis o Cerro Ellis. En una carta de Lewis 
Humphreys de marzo de 1866 (en Baner ac Amserau Cymru, 4 
de julio de 1866) leemos una somera descripción del viaje, que 
el autor fecha “…en algún momento cerca de las Fiestas)…”, y 
continúa: “… algunos de nosotros fuimos tierra adentro, y dos 
fueron más lejos que nosotros, hasta alcanzar unas rocas, y el río 
corría en un lecho ancho y encajonado. Ascendieron al tope del 
cerro más alto que vieron, y observaron que la tierra era igual 
hasta donde llegaba la mirada”. De este párafo puede deducirse 
que el grupo original se componía de más exploradores, pero 
que sólo Ellis y Jones fueron algo más allá. A su regreso desper-
taron tal entusiasmo con su relato, que se organizó una segunda 
expedición, el primer viaje de larga duración, para el cual hubo 
al principio quince voluntarios. Finalmente, el 26 de diciembre 
de 1865, partieron sólo ocho colonos, entre ellos los hermanos 
Morris y Lewis Humphreys, los propios James Iago Jones y Tho-
mas Ellis, y, probablemente Aaron Jenkins15. El ambicioso obje-
tivo era llegar hasta los Andes, pero estuvieron ausentes 25 días 
según John Jones (carta a D.R.Lewis, Wind St., Aberdâr, 5 de 
15 La participación de los hemanos Humphreys es un dato que tomamos de Mathew 
Henry Jones (1998, II: 150); la de Thomas Ellis y Iago Jones, de la carta mencionada de 
Lewis Humphreys; y la de Aaron Jenkins es una deducción nuestra a partir de un escrito 
de su nieto Egryn Williams (1978), quien sostenía que Jenkins se encontraba con Jones 
en el momento del descubrimiento del famoso Pozo de Iago. Suponemos que, como nos 
ha ocurrido tanto a cronistas testigos de los hechos, como a investigadores de épocas 
ulteriores, Egryn confundiera el viaje de los dos adelantados con el segundo e inmediato 
viaje, el de los ocho exploradores. 
marzo de 1866, en Baner ac Amserau Cymru, 13 de junio de 
1866: 14) — o tres semanas según Lewis Humphreys— y reco-
rrieron sólo unas 150 millas- unos 240 km- pasando las actuales 
zonas de 28 de Julio y Boca de la Zanja, y llegando hasta cerca 
del actual Dique Florentino Ameghino. Debieron regresar por 
falta de comida y debido a la fatiga de los caballos. Según Tho-
mas Jones, “Volvieron al cabo de una semana16 y lo primero que 
se les preguntó fue si había visto indios. La respuesta fue “no, y 
tampoco los veremos nunca, porque hay rocas en el extremo 
del valle que es imposible que los indios las crucen”. Entonces 
nos sentimos muy seguros de no ser arrasados por los indios, 
que era lo que temíamos por las descripciones que habíamos 
tenido de ellos antes de partir de Gales, e íbamos muy confiados 
de un lado a otro por el campo” (Jones HM, 1998, tomo II: 
150)(Williams E, 1978)(Jones T, 2000:68)(carta de Morris Hum-
phreys del 2 de marzo de 1866 y de John Jones del 5 de marzo 
de 1866 en Patagonia neu y Wladychfa Gymreig). Otros tres 
documentos que mencionan este viaje son los escritos de John 
Daniel Evans, de los cuales la versión en castellano lleva modifi-
caciones importantes introducidas por los traductores, y no sólo 
en lo referente a este viaje (ver Evans, 1994; 12), por lo que en 
lo posible debe seguirse la versión en galés (ver Birt, 2004: 66)17; 
una mención de Lewis Jones (1898: 89 y 1966: 109): “… aquel 
16 Thomas Jones, desde sesenta años de distancia, equivoca la duración del viaje. El 
testimonio de Morris Humphreys de que el viaje duró cuatro semanas es más fidedigno, 
ya que su carta está fechada el 2 de marzo de 1866; lo que da mayor validez a otro 
relato, el de Mathew Henry Jones, que atribuye a la expedición una duración de 25 días. 
17 En el original en galés Evans anota erróneamente la fecha del viaje, que ubica hacia 
mediados del verano de 1866, mientras que sus traductores en castellano eliminan el 
dato de la fecha. El original agrega que los colonos habrían llegado “… hasta más allá 
de la Vieja Iglesia”, lo que es cierto, y no, como sostiene la versión en castellano, que 
habrían llegado sólo hasta la Vieja Iglesia. Agrega la versión original que el informe de los 
exploradores fue muy favorable, y conforma que aseguraron que no había mayor peligro 
de ataque por parte de los nativos, porque lo impedía el difícil camino a través del muro 
de rocas rojizas que había al tope del Valle. En cuanto a la Vieja Iglesia- Yr Hen Eglwys, 
en galés- se trata de un grupo de rocas que dio nombre al valle aledaño, Dyffryn yr 
Eglwys o Valle de la >iglesia, y que, como decía en El Valle Prometido (Williams D, 2008 
b: 172, nota 334), fue traducido al castellano simplemente como Cañadón Iglesias, como 
si se tratara de un apellido, tal vez por influencia del vecino Camapmento Villegas. A su 
vez, el cañadón dio su nombre a una estación del Ferrocarril Central del Chubut, Estación 
Cañadón Iglesias (mapa del Instituto Geográfico Militar, de entre 1940 y 1955). 
40 41
vagar a tientas, en el período de 1865-1866, por las cercanías de 
las Rocas Rojizas”; y una carta de Watson, del buque británico 
Triton, que agrega datos de interés como la distancia recorrida 
que la exploración se realizó por el lado sur del río y que al cabo 
de las primeras 50 millas- o sea, 80 km- debieron abandonar el 
curso del río por haber en el trayecto rocas que hacían sangrar 
las patas de los caballos- y seguramente ascendieron a la meseta 
para ver por las otras 50 millas “…un país lleno de colinas, en 
los que la única señal de vida eran algunas tropillas de guana-
cos”, además de confirmar que los viajeros eran ocho (Watosn 
en Correspondence, 1866, inclosure Nº 6 in N 17: 30) Pueden 
leerse más detalles sobre este viaje en otro trabajo mío, El Valle 
Prometido (Williams D, 2008 b: 170-171).
Volviendo al viaje de 1865, en la primera edición de este libro 
he escrito que la distancia citada permite suponer que los ocho 
colonos, o bien llegaron bastante más allá del actual Dique, o 
bien la extensión del recorrido fue sobrevaluada. Dado que, su-
pongo, Mathew Henry Jones es quien deduce los sitios actuales 
hasta los que se llegó, lo más probable es la segunda opción, que 
la cifra de 150 millas haya sido sobrevalorada, pues equivale, 
teniendo en cuenta la gran curva hacia el sur que realiza el río, 
a haber llegado hasta cerca de la actual zona de Las Plumas. 
Y, como veremos, el Valle de las Plumas sería conocido por los 
galeses recién en 1873, durante una persecución de un grupo 
de nativos que habían robado vacas (ver Cap. 4). Al escribir mi 
segundo libro, El Valle Prometido, he accedido a documentos 
adicionales, y, entre otros datos de interés, leemos en el informe 
de Watson, del buque inglés Triton, que visitaría la Colonia en 
julio de 1866, que la distancia recorrida en este viaje fue de “100 
millas o cuarenta horas de marcha”- unos 160 kilómetros, que 
se acerca más a la interpretación de Mathew Henry Jones y a la 
mía propia. Cabe agregar que habría otro viaje de exploración 
antes del famoso viaje de 1871, que no es mencionado por Glyn 
Williams en su estudio sobre las exploraciones de la Patagonia 
por los galeses (Williams G, 1969). La expedición, compuesta 
por seis de los colonos con más experiencia en agricultura, en-
tre ellos Thomas Ellis, partiría el 17 de octubre de 1866 (Ellis, 
1865-1916)- datos a corregir en la primera edición de este libro, 
en la cual anotaba que eran ocho viajeros- dato que tomaba de 
Thomas Jones-, y que uno de losexpedicionarios era John Ellis: 
algunos documentos que leí luego permitieron corregir ambos 
errores (ver El Valle Prometido, 2008 b: 175 y 176). Una carta 
de David Jones a sus padres (2 de diciembre de 1866, en BMS 
78629: 108) nos deja los nombres de cinco de los seis expedicio-
narios: William Davies –por entonces presidente de la Colonia, 
Thomas Ellis, Griffith Price, John Morgan, y John Roberts. Lle-
vaban la misión de reconocer el Chubut río arriba a la búsque-
da de tierras más fértiles que las que ya poseían. En la primera 
edición de Entretelones y Tolderías, siguiendo a Mathews (1954: 
40-41) y a Thomas Jones (2000: 82), cometí el mismo error que 
ellos, el de confundir el viaje de fines de 1865 con el de fines de 
1866. En El Valle Prometido salvaba dicho error, anotando: “Las 
características de los tres viajes mencionados y los nombres de 
los expedicionarios han hecho difícil la tarea de dilucidar en las 
crónicas a qué viajes se refiere cada una, e incluso tenemos mo-
tivos para creer que los cronistas, escribiendo a muchos años de 
distancia, y también el autor de estas líneas en un libro anterior 
(Entretelones y Tolderías, en la serie de El Regional 2003-2005, 
y aún en el libro en edición)18, confundieran el viaje largo de fi-
nes de 1865 con éste de octubre de 1866. Otro error de Thomas 
Jones es el número de los viajeros, pues indica que eran ocho 
para los dos viajes, pero el testimonio Mathews en el interroga-
torio de Álvarez de Arenales, mucho más cercano en el tiempo, 
deja sentado que en la segunda expedición el número de par-
ticipantes fue de seis, y la carta de David Jones lo confirma. 
Dejándonos incluso los seis nombres”. Según el propio Thomas 
Ellis en su testimonio en Memoria del Ministerio del Interior de 
la República Argentina, 1867-1868), la distancia recorrida río 
arriba habría sido de unoas 200 millas- unos 320 km, cifra que 
nos impresiona algo sobrevalorada. 
18 Me refería a la primera edición de Entretelones y Tolderías, que aún estaba en curso 
cuando terminé El Valle Prometido. 
42 43
Volviendo al primer viaje, el de los ocho colonos de fines de 
1865, es interesante saber que al año siguiente, durante el pri-
mer contacto entre aborígenes y galeses, la visita de los caciques 
Frnacisco, Gállach y Chiquichano desepertaría, como veremos, 
un gran temor entre los colonos, y motivaría que Berwyn com-
pusiera las llamada Baled Berwyn, o Balada de Berwyn, que 
incluía un verso que rezaba como sigue:
“Nadie esperaba que se vería
A los aborígenes entre nosotros
Porque ocho viajeros famosos
Con descaro nos aseguraron
Que a Trerawson no llegarían
Por ser grandes las alturas
Más allá del valle superior
Y de la plana llanura”
(en carta de Lewis Davies de enero de 1867, en BMS 78629: 64, 
y en MacDonald, 1999: 225)
CAPÍTULO 2
LOS PRIMEROS CONTACTOS
La historia de los primeros contactos entre los aborígenes y los 
galeses es motivo de pasiones, de excitación, hasta de conflictos. 
Uno tiende a desear que lo más romántico sea verdad, y a hacer 
fuerza para hacer caber una historia maravillosa pero irreal den-
tro de ese marco. Pero hay que dar paso a los hechos, tal como 
fueron, hasta donde la reconstrucción de los mismos sea posible. 
Una vez desmitificados algunas de las historias que se cuentan, 
lo que queda es sin embargo igualmente maravilloso19. Veamos 
lo que hemos hallado al respecto. . . 
PRIMER CONTACTO GALÉS-ABORIGEN
Los galeses y los aborígenes entraron en contacto por primera 
vez el día 19 de abril de 1866. Este episodio se encuentra bien 
documentado, y pocas son las elucubraciones que se pueden 
hacer al respecto (Ellis, 1865-1916)(Jones R, 2002: 61)(Jones T, 
2000: 70-71).
El hecho ocurrió en Plas Heddwch, chacra que luego pertenece-
ría a Lewis Jones, quien por entonces se encontraba en Buenos 
Aires, en donde se había radicado como consecuencia del Pri-
mer Cisma de la Colonia. Los galeses celebraban una boda, que 
no fue como la tradición lo afirma la primera boda de la Colonia, 
19 En esta segunda edición de este libro, he de aclarar que en estos años transcurridos 
desde que terminé de escribir el libro en 2004 —aunque fue publicado por primera vez 
en 2007— he adquirido un respeto que no tenía por los llamados mitos de la historia. 
Continuaré trabajando para acercar lo más posible los relatos a lo que sucedió en reali-
dad, pero sé que los mitos seguirán existiendo: no pueden ser detenidos. Eso sin tener en 
cuenta que la historia es una reconstrucción: aún un testigo de un hecho reciente modi-
fica los hechos al pensarlos y relatarlos, y quien los anota o los estudia a su vez también 
produce modificaciones. Se trata de un tema complejo y extenso y existe una buena 
bibliografía sobre el tema, por lo que aquí termino con la digresión. 
44 45
sino la séptima, y la octava entre los Primeros Colonos, pues ya 
había habido una boda a bordo del Mimosa (Berwyn, 1865-
1875)(Mimosa, 1865). Lo que sí es cierto es que era la primera 
boda doble: se casaban Edwin Cynric Roberts con Ann Jones, 
hija de John Jones Mountain Ash; y el hermano de ésta, Richard 
Jones (luego conocido como Glyn Du) con Hannah Davies, hija 
de Thomas Davies, de Aberdar. También era la primera boda 
que se festejaba con una fiesta (ver Elvey MacDonald, 1999: 
116)( nota de Coronato en Jones T, 2000: 69,).
Fue después del almuerzo que se vio que venían seres humanos 
descendiendo al Valle. Según un autor, quien entrevistó “allá 
por 1935” a un “anciano colono”, venían por el lado sur del río 
(Jones HM, 1997: 98). Habría sido Edwin mismo el primero en 
darse cuenta de que eran indios, y ordenó que uno de los jine-
tes fuera a dar aviso a quienes habían quedado en Trerawson 
(Jones T, 2000: 70). Así se hizo, y los colonos que quedaban en 
Trerawson se reunieron junto al almacén, muy excitados. Pronto 
se les unieron los participantes de la fiesta, que llegaron al fuer-
te. El Consejo organizó la defensa, pero quedaron de acuerdo 
en actuar naturalmente, como si nada extraordinario ocurriera 
(MacDonald, 1999: 116).
Cuando los recién llegados se acercaron, resultó ser una pareja 
de ancianos indios. Es de imaginar el temor que habrá desper-
tado en los colonos este primer contacto con los aborígenes. Se 
trataba del cacique Francisco y de su esposa, que venían “... 
precediendo a la tribu, según comprendimos después...” (Jones 
L, 1966: 139). Según un cronista, hubo algún colono que sugi-
rió matar a los recién llegados, a fin de que los demás no des-
cubrieran la existencia de la Colonia. La mayoría votó por no 
hacerles daño (Rhys WC, 2000: 39). Esta actitud probablemente 
fue la salvación de la Colonia, porque difícilmente hubiera sido 
respetada por los tehuelches de haber, los colonos, asesinado a 
Francisco y señora. Sólo hacía cincuenta y cinco años que los 
tehuelches habían arrasado el Fuerte San José (Entraigas, 1968: 
9-32), como mencionamos en el capítulo anterior.
Cuando la pareja llegó hasta cerca del grupo de colonos, y una 
vez que el cacique se hubo apeado, el Presidente del Consejo, 
William Davies, salió de la seguridad del fuerte y se adelantó, 
ofreciendo su mano a Francisco, que la estrechó. Pronto des-
cubrieron que no podían entenderse. Se adelantaron entonces 
Richard Jones Berywn y Hugh Hughes Cadfan, el primero con 
un diccionario inglés-castellano en la mano. Hicieron varias pre-
guntas, pero no obtuvieron respuesta. A alguien se le ocurrió: 
“—Pregúntenles si tienen hambre”. Buscando en el diccionario, 
pudieron preguntar, en castellano: —¿Tiene hambre?”. Asintió 
Francisco, y una de las mujeres, Eleanor Davies, les dio pan y bara 
brith, éste último consistente en una especie de pan dulce, frutado20. 
Los ancianos hicieron señas de que los colonos los probaran pri-
mero, evidentemente temiendo un envenenamiento. Cadfan se 
metió un trozo en la boca y lo comió. Entonces perdieron el te-
mor, y comieron ellos también. Cuando preguntaron qué era lo 
que les habían dado, los galeses respondieron: —”Bara (pan)”, 
que parece haber

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