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El contenido de esta obra es ficción. Aunque contenga referencias a hechos históricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empresas existentes, eventos o locales, es coincidencia y fruto de la imaginación de los autores. ©2018, Kaidan. Cuando vienen del otro lado ©2018, Varios autores ©2018, Ilustraciones: Claudia Tarabella Colección Krypta, nº 7 Ediciones Babylon Calle Martínez Valls, 56 46870 Ontinyent (Valencia-España) e-mail: publicaciones@edicionesbabylon.es http://www.EdicionesBabylon.es/ ISBN: 978-84-16703-35-7 Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de cualquier parte de la obra, ni su transmisión de ninguna forma o medio, ya sea electrónico, mecánico, fotocopia u otro medio, sin el permiso de los titulares de los derechos. Índice El sueño de la emperatriz, Miriam Álvarez Elvira El tengu y la doncella, Saya Flourite Incienso y cascajo, Antonio Míguez Santa Cruz La dama Kiyo, Almudena Carrasco Pazos La sombra del kitsune, Miriam Isern El shamisen del yūrei, Rocío Moreno García Diecisiete días de lluvia, Óscar Navas El estratega del chan Shimazu, Clara Bonillo Madre, Miriam Álvarez Elvira O cómo el kamikaze no fue más que una invención…, Ismael Montero Díaz La mujer de las nieves, Javier Pavía Chanoyu, Daniel Garrido Aikawa, Antonio Míguez Santa Cruz La guardia, Juan A. Oliva La invitada, Saya Flourite Mabushii, John Saga Kokeshi, Rodrigo Larrubia Salado Onna Benshi, John Saga La cuerda sagrada, Àngels Gimeno Nieve, Marta Sebastián Valverde Canción de madera, Laura CR Santuario, Hernán Ruíz- Lopera Demasu, Francisco Tamaral Comparecencia, Ciudadano Kane KAIDAN. CUANDO VIENEN DEL OTRO LADO Probablemente en Japón exista uno de los bestiarios más ricos de entre todas las mitologías conocidas. Sin embargo, esa circuns- tancia no es una anécdota, pues los nipones conviven mezclando la tecnología más puntera con costumbres milenarias fruto de la creencia en el más allá. Naturalmente, la tendencia se ha visto refle- jada en el mundo de las artes y la literatura: paradigma de ello son los preciosos grabados de Sekien Toriyama o la gran inclinación hacia lo sobrenatural en los diversos tipos de teatro de aquel país. Como era de esperar, también multitud de literatos han revisado el relato corto de temática fantástica hasta convertirlo en un formato elevado y de gran éxito; ahí están Akinari Ueda con su Luna de las lluvias; Koizumi Yakumo con su Kwaidan; o Ango Sakaguchi con su Bosque bajo los cerezos en flor como ejemplos para demostrarlo. Más que género, el kaidan es una temática narrativa cuyo origen se incrusta en los albores culturales de Japón. Al contrario de lo que muchos pudieran suponer, el concepto no se refiere exclusivamente a los cuentos de fantasmas, sino que atañe a cualquier suceso ex- traño del mundo fantástico; es decir, duendes, demonios, animales místicos, espíritus o budas podrían ser tan eventuales protagonistas de este tipo de historias como un yūrei. Por tanto, un kaidan no tendría por qué provocar miedo de forma necesaria, o mejor expre- sado, su función primordial no sería obligatoriamente esa. Lo esen- cial en este caso sería aportar un poso moral de trasfondo religioso o ético, en el que lo grotesco actuaría como simple advertencia para explicar lo que les ocurriría a los hipotéticos transgresores. Pero la mejor forma de aprehender el significado literal del término será analizando el par de kanjis que lo conforman. El primero es kai (怪), que significa raro, extraño o misterioso. Como sucede con rei (霊), este símbolo es recurrente en la cultura nipona, y si recordamos también aparece en el término yōkai. Por su parte, dan (談) quiere decir hablar, relato, o más concretamente narrativa para ser escuchada, y aquí nos vemos en la obligación de subrayar la connotación oral del kanji, observable en otras palabras japonesas como zatsudan (雑 談), que vendría a decir coloquio distendido. Luego si atendemos a todos los datos anteriores, la definición más precisa de kaidan sería historias raras para ser escuchadas. Somos muy conscientes de las dificultades para traducir esto fielmente al castellano, aunque pensamos que la expresión inglesa weird tale se asemeja más en términos absolutos. Asimismo, existe cierta controversia en torno a si la correcta vo- calización de la palabra corresponde a kaidan o kwaidan. El origen del problema se explica porque la romanización del término en la conocidísima obra de Lafcadio Hearn Kwaidan se realizó mediante un sistema distinto al Hepburn, hoy día el único vigente y diseñado para hacer de la japonesa una lengua más fácilmente pronunciable para personas angloparlantes. Las traslaciones de finales de siglo XIX y principios de XX podían utilizar, sin embargo, procedimien- tos alternativos de romanización, que quizá pudieran optar por el sonido kw en lugar de una k limpia. La universalización de la obra de Hearn por Europa y EE.UU asentó la creencia de que la correcta pronunciación se ejecutaba usando kw, pero, como decimos, el mé- todo Hepburn se ha asentado como el único, y por ende actualmente solo se utiliza kaidan. En consecuencia, la vocalización de kwaidan se reduce a un exclusivo referente directo al conocido libro reco- pilatorio, o bien a su adaptación fílmica llevada a cabo por Masaki Kobayasahi. Sin duda alguna, el cénit del kaidan llegaría con el juego lla- mado Hyakumonogatari kaidankai, consistente en reunirse por la noche a la luz de cien velas para contar otras tantas historias cortas de fantasmas o duendes. Era común que los participantes narra- sen vivencias personales, quizá rescatando cuentos de su pueblo de origen, o justificándolas mediante alguna experiencia propia. Al fin de cada relato una vela se apagaba con el fin de ir creando una atmósfera cada vez más tensa e inquietante, pues como sucede con la ouija se suponía que al extinguir los cien cirios algún espíritu descarriado acudiría invocado por la energía de los participantes. Por este motivo pocos se arriesgaban a contar las cien fábulas, pero el morbo consistía en aproximarse lo máximo posible. Por su parte, el protocapitalismo del periodo Edo pronto vio en el auge de este entretenimiento una pingue oportunidad de mercado. He aquí el origen de los llamados kaidan-shu, libritos de temática sobrenatural colmados de historias impresas para aderezar y com- pletar las sesiones nocturnas del hyaku monogatari. Precisamente serían la relevancia social y el índice de veracidad dado a la leyenda urbana las claves para que ulteriormente fueran plasmadas en papel o representadas en teatro, por lo que a pesar de su origen oral el gé- nero llegó a ser aplicable a todo tipo de narrativa o soporte. Incluso hubo multitud de cuentos concebidos ad hoc para ser leídos y que seguían siendo considerados kaidan. Aquí habríamos de encuadrar la obra excelsa de Ueda Akinari, autor de La luna de las lluvias, uno de los compendios de terror más conocidos de Japón. A pesar de que el gusto por este «pasatiempo» se extendiese a lo largo de todo el año, también es cierta su mayor divulgación du- rante los meses estivales. Además de por la consabida celebración del O-bon durante estas fechas —finales de julio, agosto, septiem- bre—, Hideo Nakata apunta otra causa para relacionar los relatos terroríficos con las noches de verano: Tenemos una tradición consistente en contar e interpretar histo- rias de fantasmas en medio del verano. Los veranos en Japón son cálidos y húmedos, y para refrescarnos necesitamos historias que nos hielen la sangre. Así no pensamos en el calor. No estoy bro- meando. Hoy día el kabuki todavía estrena las historias de fantas- mas en agosto. Una tradición que luego heredó el cine e hizo que las películas se estrenaran también durante este mes… El compendio que tienes entre tus manos nace con elinterés de ser un homenaje a todas aquellas historias que hielan la sangre. Está formado por dieciséis relatos cortos y ocho microrrelatos, to- dos ellos seleccionados a partir de un certamen literario organiza- do al alimón por Ediciones Babylon y CoolJapan.es en verano de 2017. Ahora, apenas un año después, fantasmas, zorros, damas de las nieves, sirenas antropófagas, mujeres serpiente, tengus, brujas o muñecas poseídas harán acto de aparición en las siguientes pá- ginas. Además, una vez acabadas las lecturas podrás encontrar un catálogo de conceptos al final del libro que esclarece su trasfondo cultural, histórico y narrativo. Así que ya sabéis; tal vez os fascine Sadako y los fantasmas japoneses, quizá os sintáis atraídos por aquella mitología y sus bestiarios, o puede que simplemente queráis experimentar con una temática exótica y poco explorada por el lector español. Sea de la forma que fuere, no seáis tímidos y probad suerte con esta aventura que, ya os aseguro, nos reserva una colección casi digna del mismo Lafcadio Hearn. Mientras tanto, sigan teniendo pesadillas. Antonio Míguez Santa Cruz, redactor de CoolJapan.es Córdoba, 25 de junio de 2018 El sueño de la emperatriz Miriam Álvarez Yasuo siguió obediente al siervo que le indicaba el camino. Sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre la tarima de madera que conformaba el suelo de los pasillos del palacio. Al fin, el siervo lo invitó a pasar a una sala tras correr un panel de papel. La emperatriz se encontraba sentada en su trono con su ostentoso atuendo que la hacía parecer mucho más grande. De un gesto con su aba- nico, ordenó a los consejeros que abandonasen la sala. Yasuo hizo una pronunciada reverencia con la espalda recta y los bra- zos pegados al cuerpo mientras los funcionarios realizaban sus propias inclinaciones antes de abandonar la sala. Hasta que el último panel de papel de arroz no se cerró, la emperatriz no abrió la boca. —Mi querido Yasuo —dijo sonriendo—. Es un placer tenerte aquí de nuevo. —Lo mismo digo, alteza —respondió Yasuo alzándose de la reveren- cia y mirando directamente a la emperatriz—. ¿Por qué me ha hecho lla- mar? La reina desvió la mirada un segundo. Parecía dudosa. Yasuo tenía la sensación de que los funcionarios no se habían marchado del todo, sino que seguían pegados a los paneles de papel, escuchando la conversación. Tal vez por eso la emperatriz tampoco quería arriesgarse. —Esta noche me ha sucedido algo extraño, Yasuo —dijo al fin—. Algo que me recordó a esas historias del Buda que me contaste. —¿Ha tenido un sueño misterioso? —preguntó Yasuo, impresionado. La propia reina Maha Maya quedó encinta del Buda cuando soñó que un elefante blanco se posaba en su vientre. Se le aceleró el corazón al pensar que tal vez la emperatriz Suiko había sido elegida para llevar en su vientre a otro hombre santo. —No sé si ha sido un sueño…, ha sido más bien una visión. Una vi- sión en la que mi espíritu parecía salir de mi cuerpo. Me contemplaba a mí misma desde arriba, como si hubiese muerto y mi espíritu se hubiese quedado observando mi cuerpo inerte. Pero no, solamente era un sueño. —Yasuo observó cómo los dedos de la emperatriz temblaban levemen- te—. ¿Será un augurio de muerte? —No creo, alteza —dijo Yasuo negando con la cabeza—. Debido a vuestra naturaleza divina como descendiente de la diosa Amaterasu, pue- de ser normal ese tipo de visiones. O incluso puede que no haya sido una visión, sino una realidad, una capacidad que solo los seres elevados como la familia real poseen. —¿Y qué significa? —preguntó la emperatriz aún agitada, pero mu- cho más tranquila. —El Buda también tuvo visiones de ese tipo —continuó Yasuo—. Gracias a sus meditaciones, podía lograr que su alma abandonase su cuer- po. De hecho, cada meditación es un intento de trascender lo físico, como ya sabe. En su caso, si se provoca por la noche mientras se duerme, recibe el nombre de viaje astral. Es un fantasma que puede atravesar paredes y volar. Según las enseñanzas, puede recorrer todo el mundo en ese estado. —Pero si mi espíritu se encuentra en ese estado…, ¿quiere decir que mi cuerpo está muerto? —Su espíritu sigue ligado a él, señora. No hay nada que temer. Suiko dio un respingo, algo más calmada. Negó con la cabeza. —Aun así, no quiero pasar más por esos sueños. Supongo que el Buda los realizaba mientras meditaba, estando consiente. Que me suceda por la noche me da que pensar que posiblemente sea a causa de algún tipo de yokai o espíritu malvado. —No se preocupe —dijo Yasuo inclinando la espalda hacia la empe- ratriz—. Solo ha ocurrido una vez, es posible que no vuelva a repetirse. Cuando al día siguiente otro mensajero acudió a Yasuo para acompa- ñarle al palacio, él supo que la reina había sufrido otro de sus viajes as- trales. Esta vez el mensajero parecía nervioso, agitado, como si algo raro le hubiese ocurrido a la emperatriz. Transmitió ese estado a Yasuo, quien rezó en silencio, rogando que tanto ella como su sobrino se encontraran perfectamente. Un funcionario de palacio se encargó de guiarle a través de los pasillos y los paneles de papel de arroz decorados. Esta vez no se dirigían al salón del trono. —¡Yasuo! —chilló Suiko cuando entró en una pequeña sala, algo os- cura, donde había bastantes funcionarios y consejeros parloteando en un ambiente algo tenso—. Oh, Yasuo, ha sido horroroso —comentó mientras este realizaba su reverencia—. Ha ocurrido algo terrible. Yasuo rezó un mantra cuando al asomarse tras la emperatriz observó un cuerpo ensangrentado. Retiró inmediatamente la vista. Vio que entre la amalgama de funcionarios, también se encontraba el príncipe Shotoku, sobrino de la emperatriz. —Alteza, es peligroso estar aquí —dijo Yasuo rápidamente—. El prín- cipe y su alteza no deberían estar en la misma sala después de esto. Quien quiera que lo haya hecho podría volver a aparecer, y… —El monje tiene razón, tía —dijo Shotoku con una leve reverencia—. Deberíais regresar a vuestros aposentos y dejar estos asuntos a los hom- bres. Yasuo respondió al príncipe con otra reverencia. Aunque la emperatriz era Suiko, su sobrino era quien de verdad gobernaba el país. La comuni- dad budista le debía mucho. Posiblemente sin él, Yasuo no se encontraría en el palacio como consultor espiritual de la emperatriz. Suiko frunció el ceño, pero Shotoku ya había pedido a unos guardias que acompañasen a su tía hacia sus aposentos. Al despejarse la zona, Yasuo pudo ver mejor aquello que ocultaba el tumulto de funcionarios: un cuerpo de un consejero abierto en canal, y sus tripas rodeando su vientre, enroscadas como serpientes pálidas. En su rostro todavía se advertía la cara de pánico, congelada para siempre en el momento de su muerte. El monje siguió obediente a la comitiva de la emperatriz. Una vez en los aposentos, ordenó a sus doncellas que abandonasen la sala y la deja- sen sola con Yasuo. Ellas obedecieron con una reverencia. —Lo he visto, Yasuo —dijo ella una vez se quedaron solos. —¿Cómo que lo ha visto? ¿Presenció el asesinato? —En parte… sí. Quiero decir… —la emperatriz pareció dubitativa—. Tuve otro de mis viajes astrales esta noche. Traté de probar lo que me contaste e intenté viajar. No quería arriesgarme mucho la primera vez, solo pasear por el palacio… Entonces, lo vi. —¿Vio el asesinato desde el aire? Suiko bajó la mirada y sus ojos se llenaron de lágrimas. —¿Quién fue? —preguntó el monje. —Eso no lo vi… Yo solo pensé que era una mala pesadilla, no creía que fuese real… Simplemente traté de evitar pasar por esa sala. Pero uno de mis consejeros lo encontró. —¿Qué vio entonces? ¿El cuerpo del funcionario ya muerto? —No. Presencié el asesinato con mis propios ojos, pero la vista en ese estado no es como nuestra vista ahora. Es más… extraño. Posiblemente ya sepas algo si el Buda se encargó de trasmitirlo. Yasuo entrecerró los ojos. La verdad es que no sabía demasiado de los viajes astrales. —Mi vista se enfocaba soloen el cuerpo del funcionario… —comen- zó a explicar la emperatriz—. Primero iba andando por el palacio oscuro, de noche. Le seguí. De pronto se dio la vuelta muy asustado. Aceleró el paso hasta que llegó a esa sala. Entonces dio un grito de terror. Era como si algo le hubiese alcanzado. Después… —Su voz se quebró. Yasuo se inclinó hacia ella, sin tocarla, para indicar que podía parar ahí si no se sentía con ánimos, pero ella continuó—: Algo le mordió el brazo y salpi- có mucha sangre. No lo vi porque a mi vista era como… invisible. Solo vi las heridas abriéndose mientras el hombre gritaba. Después se le abrió el pecho y el vientre. Seguía vivo y retorciéndose en el suelo mientras esa cosa seguía atacándole. Yasuo guardó silencio. No fue instruido para enfrentarse a monstruos o demonios. Solo estaba educado para predicar. —¿Está segura su alteza de que fue un monstruo? ¿No pudo ser un asesino? —A menos que un asesino pueda devorar a su víctima con los dien- tes… No creo que ningún humano normal posea tanta fuerza. —La empe- ratriz sollozó—. Yasuo, tengo miedo… ¿Y si ese ser venía buscándome a mí pero confundió mi presencia espiritual con ese funcionario? ¿Vive en el palacio? ¿Y si es uno de mis más fieles consejeros? —No se preocupe, mi señora. Nos ocuparemos de que no sufra ningún daño… —¿De verdad? ¿Vigilarás mi sueño para que ese ser no venga a de- vorarme? —Me refería a rodear su habitación de guardias, pero… Si eso es lo que desea… Yasuo tuvo miedo de la efusividad que tomó la emperatriz. Comenzó a esparcir rumores por el palacio sobre que no había nada que temer de ese yokai, puesto que el monje budista sabría repeler a los malos espíritus. Yasuo se ocupó de desmentirlo, evitando que en la corte estallase una ola de pánico, afirmando que posiblemente solo se tratase de un asesino a sueldo, contratado por algún rival político, con el que nadie osaría atacar a la emperatriz. Por si acaso, pidió a los guardias reales que patrullaran con más frecuencia y efectivos los aposentos reales. Pero los rumores que la emperatriz esparció no sentaron bien a todo el mundo. Muchas de sus doncellas, así como algunos consejeros, se pre- guntaban por qué un hombre, por muy monje que fuese, tendría que pa- sar la noche en los aposentos de la emperatriz. Yasuo trató de evitarlo afirmando que solo patrullaría junto a los guardias reales y que habían malinterpretado las palabras de la reina. O así se defendió hasta que el príncipe Shotoku acudió a él. —Si mi tía requiere de sus servicios, así se hará. El monje velará por ella. De pronto, todos los rumores se acallaron y la corte aceptó la procla- mación del príncipe como una orden. Yasuo se sorprendió al comprobar cómo él parecía tener más poder sobre sus súbditos que la emperatriz misma. Al fin llegó la noche, y mientras los funcionarios se ocupaban de los ritos funerarios de su compañero caído, Suiko fue a refugiarse a su habita- ción. Yasuo entró cuando las últimas doncellas salieron de los aposentos, examinándole con mirada severa. En cuanto entró y quedó a solas con la emperatriz, notó cómo los guardias cerraban las puertas tras él, impidiendo que nada pudiese entrar desde fuera. Suiko estaba ya tendida en su lecho, preparada para dormir. —No quiero desdoblarme esta noche, Yasuo. No quiero ver nada ho- rrible. ¿Tú no puedes impedirlo? —Eso depende de su propio poder, alteza —dijo Yasuo tratando de calmarla. Él no tenía mucha idea de esos acontecimientos sobrenaturales, tampoco sabía cómo calmar a la emperatriz—. Pero esperemos que ese suceso haya sido algo aislado y jamás vuelva a repetirse. —Eso espero —dijo ella con un suspiro. Suiko cayó profundamente dormida a los pocos minutos. Yasuo per- maneció despierto, sosteniendo un rosario de meditación entre sus ma- nos, mientras murmuraba algunos mantras. La noche se hizo más oscura y el silencio ocupó el palacio. Cuando Yasuo se encontraba en trance, un viento frío se adueñó de la estancia. De un soplo, apagó la mecha de la lámpara de aceite, la única iluminación que tenía Yasuo. Salió de su trance con un sobresalto y miró a su alrededor. La luz de la luna se colaba a través de las cortinas. Yasuo observó a su alrededor buscando algún método para volver a encender la lámpara. Pero se quedó paralizado cuando se acercó al lecho de la emperatriz para comprobar si ella se encontraba bien. Bajo sus mantas se removía algo. El monje pensó que la emperatriz solo estaba cambiando de postura en ese momento, pero los movimientos eran sinuosos, como los de una serpiente. Las mantas se retiraron, dejan- do ver un grueso cuerpo. La cabeza de Suiko, con los ojos plácidamente cerrados en mitad de su sueño, se elevó hacia el techo de la habitación, flotando como un globo. Todavía estaba unida a su cuerpo por ese cuello largo y grueso que Yasuo había confundido con una serpiente. Era tan largo que se enroscaba sobre sí mismo, muy flexible y agitándose como una culebra nerviosa. Yasuo sostuvo el rosario en su puño. Salió corriendo hacia la puerta, recordando que los guardias la habían cerrado por fuera. En ese momen- to, la emperatriz abrió los ojos. Eran totalmente blancos y emitían una luz tenue, como la de la propia Luna. La cabeza flotó hasta situarse sobre él, llevando tras ella su cuello inquieto. El monje trató de gritar, pero aquella masa sinuosa se enroscó bajo su mandíbula, impidiendo que el aire pasase a sus pulmones. El cuello de la emperatriz formó anillos en torno a su cuerpo, que después apretó, atra- pándole. Ejerció tanta fuerza que los huesos de sus piernas se partieron, sus vértebras se separaron y sus costillas fueron empujadas hacia fuera desde la espalda, rajando su pecho. El cuello de Yasuo se quebró y la ca- beza salió rodando. La piel de la emperatriz parecía estar cubierta de un misterioso aceite, pues aunque quedó empapada de la sangre del monje, resbaló hacia el suelo con facilidad. Su cabeza seguía observando desde el techo con ojos brillantes. En su sueño, ella se mostraba aterrorizada de aquel monstruo y lo que acababa de hacer con Yasuo. Pero cuando despertó tenía una extraña sensación de bienestar y ali- vio. Al menos, ella seguía viva. Y con el cuello bien limpio. El tengu y la doncella Saya Flourite El viejo tengu dejó cuidadosamente el pincel en el tintero. Mientras revisaba lo que acababa de escribir podía oír de fondo el golpeteo de los shôji, agitados violentamente por el tifón que asolaba la isla en esos momentos. Era una noche más que desapacible para salir y no digamos ya para volar, pero tenía algo que hacer y unas pocas gotas de lluvia no iban a impedírselo. Con un suspiro, guardó el documento en las mangas de su hakama, se calzó los getas altos y, tras ponerse la máscara de vibrante color rojo y larga nariz, salió de la casa. *** Corría el año 2 de la Era Tengen bajo el reinado del emperador En’yū. Aburrido del aislado pueblo en las montañas que le había visto nacer, Hane decidió expandir sus alas lejos de los entrenamientos y las aburridas charlas de los maestros. Cautivado como estaba por el resplandeciente cielo y los ríos que brillaban como joyas, acabó sobrevolando un bosque demasiado denso. Puede que fuera eso lo que le salvó, ya que su precipitada caída se vio amortiguada de alguna manera por el ramaje de la zona. Habría sido una total desgracia para un tengu morir por haberse caído del cielo, pensó malhumorado. Hane se levantó con dificultad, agradecido por el último arbusto que había suavizado su caída… Y ahora que se fijaba, ¿era su imaginación o el arbusto se acababa de quejar? Hane se asomó sobre la susodicha planta y entonces pudo ver a una niña sentada delante de él. Parecía tener unos siete años, alrededor de su edad, con brillante pelo negro, vivaces ojos marrones y una cara que podría considerarse bella si no fuera por el enfurruñado entrecejo que la decoraba. Pero más importante que todo eso, la chica era humana. Hane decidió salir volandode allí lo más rápido posible, ya que los cuentos de los tengus mayores sobre la crueldad de los humanos eran de las pocas cosas a las que sí había prestado atención. Sin embargo, un dolor agudo le atenazó una de las alas y le obligó a quedarse parado agarrándose con fuerza el brazo herido, en un intento de hacer que esa desagradable sensación se pasara más rápido. Demasiado preocupado por el dolor, Hane no se fijó en lo mucho que se había acercado la chica hasta que sintió que algo frío le tocaba la zona dolorida. En un acto reflejo, extendió de golpe las alas para apartar a la humana. Estaba pensando en cómo salir de allí, cuando se dio cuenta de lo que acababa de hacer: podía extender las alas sin problemas. De hecho, ya no sentía ningún dolor. Se volvió sorprendido hacia la chica, que a pesar de haberse caído en el suelo le miraba con aire de superioridad, al parecer muy orgullosa de que su medicina hubiera funcionado. El joven tengu desconfiaba de los humanos, así se lo habían enseñado, pero de la misma manera le habían enseñado a ser agradecido. —Soy Hane. ¿Cómo te llamas, niña? —le espetó enfurruñado. —Michiko. A la vez que respondía, la niña le sonrió de oreja a oreja. Esa sonrisa pareció iluminar el corazón de Hane, que se sonrojó ligeramente. Los siguientes años pasaron en un parpadeo. Hane visitaba diariamente a Michiko y le traía todo tipo de regalos: flores de temporada, piedras bellamente pulidas, adornos de su tierra… Michiko, que solía pasar las horas en su habitación escribiendo poesía y leyendo los clásicos del continente, agradecía estas interrupciones en su rutina y siempre salía apresuradamente al engawa para recibir a su amigo. El hecho de que él fuera un tengu y ella humana no era ningún obstáculo para su amistad. Acabaron por convertirse en confidente el uno del otro, Michiko hablándole de los rumores de la corte y Hane de los eventos que pasaban en el Monte Minako, donde vivía. Llegaron hasta a hablar del futuro, de cómo incluso cuando fueran ya adultos, seguirían siendo amigos. En una de estas conversaciones, Hane comentó distraídamente que, dado que los tengu viven mucho tiempo, a lo mejor llegaría a ver a los nietos de Michiko. Si bien el comentario lo hizo con toda su inocencia infantil, la cara de Michiko se ensombreció al oírlo y, por un momento, tomó una expresión mucho más madura de lo que correspondía a una niña de apenas ocho años. Hane no acabó de entender el porqué de este cambio en su amiga, pero decidió no volver a mencionar el tema. Durante sus visitas a lo largo de los años, Hane se fue dando cuenta de que Michiko no era una chica cualquiera. Sus padres, y ella por extensión, parecían ostentar muy buena posición dentro de la corte imperial de los humanos, a lo que se sumaba que su amiga fue creciendo hasta convertirse en una mujer muy hermosa, además de ser una poetisa reconocida en la capital, Heian-kyū. Tampoco los años habían pasado en vano por Hane, convertido ahora en un apuesto joven de lacio pelo negro recogido en una coleta alta, penetrantes ojos azules y nariz aguileña. Sin embargo, lo que más había cambiado en Hane era su corazón: los sentimientos de cariño que desde poco después de su encuentro había sentido hacia Michiko habían ido tomando un cariz más romántico, hasta el punto de que ya no podía negar lo que sentía por la muchacha. Las sonrisas de soslayo y las caricias disimuladas de Michiko daban esperanza al tengu, que quería ver en ellas sus sentimientos correspondidos. Sin embargo, Hane no quería arriesgarse a acabar con su amistad, por lo que durante años guardó esos sentimientos en su corazón. Por desgracia, su relación no estaba destinada a ser fácil. En la primavera del año 987, Michiko recibió la proposición de matrimonio de Fujiwara no Michinaga. Conforme había ido creciendo, Michiko recibió varias peticiones de matrimonio, y aunque nunca habían sido una fuente de preocupación para el tengu, este caso era distinto: Michinaga era parte de la noble familia de los Fujiwara, que tenía lazos hasta con el mismísimo emperador. La presión que afrontaría Michiko para que cumpliera con sus obligaciones como única hija de la familia y se estableciera en la corte serían de una escala completamente distinta a lo que había experimentado hasta ahora, donde el rechazo de sus matrimonios se había tomado como otra de sus jugarretas infantiles. Por su parte, Hane estaba siendo presionado para unirse a la Guardia por el consejo de ancianos, lo que implicaría un duro entrenamiento lejos de Michiko. Si las cosas seguían así, la separación de la pareja era inevitable. Hane no podía soportar la idea, así que decidió tomar cartas en el asunto. Se declararía a Michiko y, si todo iba bien, se fugarían los dos. No tenía demasiado definido adónde irían, pero mientras estuvieran juntos imaginaba que todo saldría bien. Seguramente serían perseguidos y ninguno de los dos podría volver a sus respectivos hogares, pero el tengu estaba dispuesto a sacrificarlo todo con tal de estar con su amada. Confiado en su plan, envió una misiva a Michiko junto con su último regalo, un exuberante ramo de flores de tsubaki, cuyo vibrante color rojo hacía juego adecuadamente con los apasionados sentimientos de Hane. La cita era en un claro escondido dentro del jardín panorámico de la casa de Michiko, ya que la chica no podía permitirse salir del recinto como aquella vez hace siete años. Hane esperó con impaciencia, desplegando y plegando sus alas nerviosamente, hasta que vio aparecer la figura de la joven. Envuelta en las numerosas capas de su jûnihitoe de colores morados, granates y rosas, con la cara del blanco más puro y la larga melena negra cayendo como una cascada elegantemente por su espalda hasta casi alcanzar el suelo, la belleza de Michiko eclipsaba la del jardín que la enmarcaba. Como siempre que veía al apuesto tengu, los ojos de la chica se iluminaron. Incapaz de contenerse por más tiempo, Hane corrió a abrazarla, rodeándola protectoramente con sus alas, creando la ilusión de que en el mundo solo estaban ellos dos. Michiko se tensó ante el inesperado contacto de su amigo, pero no hizo ningún ademán de apartarse. En susurros apresurados, pues no tenían demasiado tiempo, Hane le contó todo: le habló de sus sentimientos, tan fuertes que ya no podía contenerlos, y de su plan de fugarse para huir de las responsabilidades que la sociedad les imponía sin tener ningún derecho a ello. El tengu no paraba de hablar, ya que el silencio de la muchacha, que no había pronunciado ni una palabra desde el principio de su discurso, le atenazaba el corazón. Sin nada más que decir, Hane acabó por guardar también silencio. Michiko aprovechó el momento para empujarle ligeramente, dejando un espacio entre los dos. Su pelo negro le ocultaba el rostro como si fuera un velo. Antes de que Hane pudiera acercarse otra vez para ver su expresión, Michiko levantó la cabeza y le sonrió, la misma sonrisa amplia que tantas veces le había mostrado siendo niña. —Lo siento, Hane-san, pero estoy enamorada de Michinaga- dono. Acto seguido, se dio la vuelta y salió apresuradamente del claro. Hane se quedó petrificado, con un brazo extendido hacia la figura cada vez más pequeña de su enamorada. Si hubiera prestado menos atención a la ensayada sonrisa y más a sus ojos, los habría visto humedecidos por las lágrimas. El tiempo pasó rápidamente a partir de ese momento. Durante las primeras semanas desde el rechazo, a Hane le parecía estar fuera del mundo. Aceptó la petición de los ancianos de hacerse guardián, retomó con redoblado esfuerzo sus entrenamientos y, en general, se dedicó en cuerpo y alma a sus labores en un intento de llenar el vacío de su corazón. Oyó hablar de la boda de Michiko, que según los rumores fue magnífica, pero a Hane cualquier comentario al respecto le causaba dolor. Más años pasaron y Hane vio muchas cosas: la caída de los Fujiwara, las sangrientaspeleas entre los clanes Minamoto y Taira, la decadencia en general de la sociedad humana... Vio muchas vidas y muchas muertes, y conforme fue creciendo, fue tomando conciencia de cuán efímera era la existencia de los humanos. Por contra, él tuvo una vida larga llena de batallas, fiestas y también tardes tranquilas; en general, una vida feliz. Crecer también le dio perspectiva y pudo volver a visitar los recuerdos de su juventud sin que la tristeza le oprimiera el pecho. Ahora bien, no hay ninguna vida que sea eterna. Hane había vivido como había querido, por lo que cuando sintió que se le acercaba la hora, no se entristeció. Sin embargo, había una cosa, solo una, de la que se arrepentía. Decidido a subsanarla, se sentó frente a la mesa baja de su estudio, tomó el pincel y, con pulso firme, empezó a escribir una carta… *** Con la llegada de la mañana el cielo se había esclarecido, y lo único que delataba el tifón que había azotado la isla durante la noche eran algunas ramas rotas a la entrada del bosque. El viejo tengu descendió bruscamente entre el montón de rocas dispersas en el llano y miró a su alrededor. No quedaba nada de lo que recordaba de aquella tierra, pero no era de extrañar: trescientos años era mucho tiempo para el mundo humano. Se acercó pesadamente a una de las pocas losas que se mantenían en pie de ese desatendido cementerio, sonriendo ligeramente al reconocer los caracteres grabados que empezaban a desvanecerse: Michiko, rezaban. Sacó la carta de entre los pliegues de su hakama, arrugada por el largo viaje, y la dejó sobre la lápida junto con su máscara carmesí. Tras hacer una profunda reverencia en dirección a la lápida, dio un fuerte impulso y desapareció entre las nubes. La última ráfaga de viento abrió la carta, dejando ver las pocas líneas escritas. «Gracias, Michiko, porque este necio tengu por fin entiende tus acciones de ese día. Pensaste que mi futuro era un precio demasiado alto a pagar para lo que sería un momento efímero de felicidad dentro de mi centenaria vida. ¿No es así, Michiko? Ni siquiera puedo empezar a imaginar por lo que pasaste cuando… Pero no, esta carta no es una de remordimientos, sino una de agradecimiento. Gracias, Michiko, por ponerme delante de todo. Seguramente no tardaremos en vernos. Y esta vez, el mundo de los hombres no tendría por qué ser un problema. Hasta pronto. Hane» Incienso y cascajo Antonio Míguez Santa Cruz Ya era la hora del buey, y un grito de dolor quebró el silencio en el palacio de Uji. El príncipe se despertó bruscamente, desubicado, y con el grí- seo palpitar de un mal inconcreto pero tan flotante en el ambiente como la tórrida humedad propia del estío-agosto. Sin dilación pero tembloroso el pulso, atravesó un estrecho pasillo que dejaba entre- ver en su lateral un jardín negro donde solo destacaba el vacilante reflejo de la luna en un estanque... Y de pronto, al abrir el panel que conducía a la sala central, el olor a una mezcla de incienso y cascajo carbonizado fue el vaticinio del espanto. En medio de la amplia estancia flanqueada por dos devas gigan- tes, vertebrando una disposición simétrica de bonzos clamando el sutra del loto y piras ardientes, se elevaba consumada en esencia espectral y materia la forma poseída de su esposa encinta, horror del incoagulado acto dador de vida, próxima emanación de la muer- te. ¿Quizá era un sueño? ¿O quizá estuviese bajo la ofuscación de un zorro? Mas fijó su mirada en los pávidos rostros del servicio, de los monjes y las matronas allí presentes, y creyó que aquel suceso transfería los límites del mundo de los hombres. La figura flotante comenzó a contorsionarse adoptando posturas caprichosas y forzando hasta el extremo su naturaleza física. De entre la multitud que presenciaba el grotesco espectáculo una voz emergió gritando: —¡Deja vivir al niño! La luz se apagó. El caos posterior acarreado por los que gritaban y huían acabó en un lapso. Turbado y ya consumido por la soledad nocturna, sin- tió la tenaza en forma de antinatura reptante. Lenguas de maraña negra que parecían querer engullirlo infectaban su piel mientras se le petrificaba el valor. Cuando no pudo porfiar más, fue arrastrado varios metros hasta quedar suspendido cara a cara con su «esposa». —¿Por qué me hiciste esto? En este vacío… solo existe el do- lor… Aquella voz evocadora de algún momento en un pasado disoluto no le era conocida. Las palabras laceraban su conocimiento honda- mente, tragedia inefable de inmersión a lo ilusorio rayana con la locura, cuando de súbito cayó al suelo. Su compañera tornó a la normalidad, pero yacía muerta. Luego de quedarse en silencio, asimilando lo ocurrido, descubrió entre los dobleces del kimono y embadurnada en sangre una niña recién na- cida. La recogió con gesto torpe y la miró a los ojos. Ella sonrió. La dama Kiyo Almudena Carrasco Pazos IX La criatura irrumpió en el templo. Cuando los monjes la vieron arrastrarse hundiendo las garras en la tierra, se quedaron paralizados. Al menos hasta que barrió con su poderosa cola a un anciano y lo aplastó contra un árbol. Entonces comenzaron los alaridos, seguidos de los vanos intentos por detener su avance. Un temerario joven le clavó una lanza en el costado y fue atrapado entre sus poderosas mandíbulas. Se debatió con aullidos agónicos antes de que lo despedazara como quien desmenuza arroz. La bestia escupió el cuerpo y sus viciosos ojos resplandecieron, lámparas en medio de la noche, mientras recorrían el templo. Buscaba al traidor y no se iba a detener hasta encontrarlo. Entonces, recuperó el rastro. Lo siguió hasta la construcción que protegía de la intemperie a la gigantesca campana de bronce. Era tan pesada y robusta que necesitaba de varios monjes para arrancarle un sonido. Comprendió que el traidor se ocultaba en su interior. Ya no tenía escapatoria. La complacencia de la criatura se tornó en frustración cuando comprobó que no era lo suficiente fuerte para levantarla. Emitió un rugido reverberante e intentó meter las zarpas por el escaso espacio que quedaba hasta el suelo. Arañó una pierna y se contempló las garras ensangrentadas. Volvió a la carga, pero el traidor la rehuía. Iracunda y cada vez más y más rabiosa, trazó innumerables surcos sobre la superficie. Al final enroscó su cola alrededor de la estructura para luego alzarse en toda su altura. El fuego brotó de sus fauces y devoró la madera y el suelo. Le llegó el olor a carne quemada. Pronto la superficie burbujeó bajo sus garras y se derrumbó hacia el interior, entre burbujas doradas. Cuando todo terminó, no quedaba nada reconocible bajo lo que una vez había sido una orgullosa campana. Nada. VIII Poco antes, una triste e insistente llamada había despertado al monje Anchin. Se quedó paralizado, cubierto de sudor frío, y aguzó el oído mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra. El canto se interrumpió y un silencio extraño cayó sobre el templo. Haciendo un indescriptible esfuerzo de voluntad, se levantó con cuidado y buscó algo con lo que defenderse. Muy despacio, avanzó hacia la puerta corredera. Nada más tocarla, retiró la mano con un suspiro ahogado. Estaba helada. Escuchó unos pasos rápidos sobre el entablado y retrocedió justo cuando las puertas se abrieron. Vio unos ojos dorados, con las pupilas rajadas, bordeados de escamas verdes. El terrible deleite con el que lo contemplaban lo aterrorizó más que cualquier otra cosa. —¿Kiyo…? «Oh, Amida Buda, sí que es ella. ¿Cómo ha cruzado el río?» —¿Por qué? —dijo, y su voz sonó lejana a pesar de que no estaba ni a dos pasos de él. Entró en la habitación acompañada de una vaharada de olor a barro y podredumbre. Anchin trató de retroceder y resbaló—. ¿Todo era mentira? Se sentó sobre él. La muchacha, cubierta con varias capas de ropa empapada, pesaba tanto que Anchin se quedó sin respiración. El largo cabello de Kiyo, húmedo y viscoso, se le enredó entre los dedos. Anchin se echóhacia atrás cuando Kiyo se inclinó, como si quisiera besarlo. Unos colmillos asomaban entre los pálidos labios. —¿Por qué no volviste a por mí? A pesar de estar mojada, ardía. Lo sentía en sus delgadas piernas y en la cercanía de su rostro, que casi quemaba como el fuego. Entonces se escuchó un golpe seco. La cabeza de la muchacha se torció hacia un lado y ella cayó pesadamente sobre un costado. Detrás estaba uno de los monjes de Dodo-ji, armado con un pebetero. Cogió impulso. —¡Largo de aquí, bestia inmunda! La muchacha interpuso sus delicadas manos y el monje se quedó paralizado cuando los dedos partieron en dos su arma. Anchin no se quedó a mirar, abrió las puertas que daban al jardín y corrió. Kiyo gritó su nombre. Otra vez. Anchin tropezó con su túnica y estuvo a punto de caerse al suelo. Eso le permitió un instante para mirar atrás. Lo que salía del templo no era una dama empapada, sino un monstruo. Uno con una larga cola de serpiente de un rojo atardecer y un kimono que se le escurría entre los hombros a medida que su cuerpo crecía hasta casi parecer el de un dragón. Huyó despavorido con la luna como único testigo de su desesperada carrera. No tardaron en comenzar los gritos. VII Un día antes, uno de los mozos dio con un nuevo rastro de agua. En esta ocasión se dirigía hacia los aposentos monásticos. Los monjes decidieron realizar una purificación ritual y, entretanto, Anchin siguió el recorrido del espíritu, si es que lo era. Se detuvo en el punto donde se suponía que había estado la noche anterior. Un escalofrío le subió por la espalda y sintió una caricia inmaterial en el cuello. Se apartó, rápido, antes de que fuera tarde, y decidió ir en busca del novicio que la había visto por primera vez. —Dijiste que era una mujer. ¿Todavía la ves? Tenía una vaga sospecha, pero se deshizo de ella casi sin pensar. Era imposible. El chiquillo levantó la cabeza de la postura de postración. Tenía los ojos anegados en lágrimas. Asintió con lentitud. Una vena se marcó en la sien de Anchin. —¿Por qué no dijiste nada? —Me… Me miró. Me miró y supe que me mataría —respondió entre hipidos. —Llévame hasta donde está. Cogió al chico por la túnica y lo obligó a caminar a pesar de sus gimoteos. Como pareció que iba a gritar, le pidió que lo describiera todo. El chico confesó, retorciéndose los dedos, que nunca la había visto moverse, solo aparecer más y más adentro del templo. —¿Sabes hacia dónde va? ¿O a dónde mira? ¿Cuál es su objetivo? Si lo supieran podrían exorcizarla mejor o, al menos, prepararle una trampa. Pero el chico negó una y otra vez con la cabeza. Al final, Anchin no consiguió llevarlo hasta el pasillo de los dormitorios y tuvo que dejarlo ir. Se purificó el lugar y se realizaron los rituales obligatorios, pero notaban cierto peso en el aire y hasta caminaban despacio, intentando no arrastrar las suelas. Todos a la espera de escuchar la respiración del yokai. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué buscaba? Solo se le ocurrían las reliquias que guardaban, pero la criatura no se dirigía hacia ellas. ¿Quizá alguno de los monjes había ofendido a un espíritu? Era lo único que parecía plausible. Anchin decidió que a la mañana siguiente partiría a Mutsu para continuar con su peregrinaje antes de que volvieran a darse interrupciones. Aquella noche se acostó pronto, dispuesto a tener un sueño reparador. VI Una figura consiguió arrastrarse penosamente hacia la orilla del caudaloso Hidaka. Sus manos blancas, cuya piel se endurecía hasta tomar forma de escamas, se hundieron en el barro como garfios. Se escuchó un resoplido de esfuerzo, seguido de un gemido cargado de dolor. Luego se alejó unos centímetros más del agua. Las ropas pesaban tanto que sentía que se iba a ahogar aún más que estando bajo la corriente. Pero, poco a poco, logró sacar los pies ensangrentados. Solo entonces la fuerza de sus brazos la traicionó y se derrumbó. El cuerpo le dolía, temblaba de frío y ardía con una fiebre que la torturaba hasta los huesos. Parecían derretirse bajo su piel. Aspiró entre los afilados dientecillos y gritó. Se arrastró de nuevo a pulso colina arriba. A cada empujón, el dolor aumentaba, pero también sentía que en su interior palpitaba una nueva fuerza. Logró levantarse sobre los codos. De entre las cortinas de su cabello negro apareció un rostro blanco y de labios azulados, abotargado por el agua. Exhaló una gutural palabra: —Anchin. La repitió una y otra vez, más fuerte, hasta que logró coronar la colina. Siguió adelante, todavía demasiado débil para erguirse, pero consciente de que pronto podría hacerlo. Iba a alcanzarlo. Iba a matarlo. A despedazarlo, a hacerlo sufrir, a consumir su sangre para que nunca más pudiera huir de ella. Continuó arrastrándose con tenacidad, despacio pero sin detenerse, y dejó a su paso un largo rastro de agua. V Trató de cruzar el río, pero no había esperado que la corriente fuera tan violenta. Cuando las prendas la hundieron en las frías aguas, fue incapaz de creer lo que estaba sucediendo. Intentó manotear, pero las largas y numerosas capas de las mangas se enredaban en sus brazos y tiraban de ella hacia abajo. Vio la sombra del barquero y pensó que la ayudaría, que no la ignoraría, no hasta ese punto. Nadie podía ser tan desalmado, por mucho que se hubiera reído de ella. «Solo quería cruzar.» Estaba tan cerca de alcanzarlo, de suplicarle que se explicara, que la mirara, que le dijera qué había hecho mal esa vez. Decidió que si la barca no la llevaba, lo intentaría por su cuenta. «¿Por qué no te has vuelto ni una sola vez?» No, debía haber sido una equivocación. En cuanto se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, estaba segura de que volvería a por ella y la salvaría. Sí, iba a regresar. Siempre lo hacía. Tragó agua. Tosió y el frío puñal se adentró al tiempo que la luz se alejaba. Algo, quizás la pértiga, la golpeó en un hombro, y se desesperó por intentar aferrarse a ella. Las manos, sin embargo, no le respondían. Ni siquiera se sorprendió cuando sus pies desnudos y despellejados dieron con el fondo del río. Se vio arrastrada entre las rocas, vapuleada como una muñeca. Las lágrimas se perdieron entre las heladas cuchilladas del río. Cegada, arañó el suelo, las algas, cualquier cosa que pudiera sostenerla. El pecho le iba a estallar. ¿Cómo podía doler tanto? ¿Cómo había podido huir así? Cada vez le costaba más pensar, y su cuerpo se retorció en un desesperado espasmo. Lo vio corriendo como un cobarde, sin escuchar sus gritos, sin dignarse a una explicación, tras tantas, tantas promesas. Abrió los ojos y sus labios se torcieron en un grito mudo mientras su figura se perdía en las profundidades del río. IV —Oh, Amida Buda, todavía me sigue... —¿Esa muchacha? —preguntó el barquero con sorpresa, y luego miró a Anchin con cierta suspicacia. Este masculló: —Haga el favor de no dejarla pasar. Se ha escapado y su padre tendrá que ocuparse de ella. El barquero parecía vagamente divertido, pero ante una mirada del joven monje, asintió con la cabeza. ¿Cómo iba a dejar que una niña loca de amor persiguiera a un hombre? Era la total falta del decoro. Incluso a esa distancia solo había que escuchar los gritos, ver cómo se le abría el pelo como unas alas oscuras y el bello kimono estaba hecho un desastre. Era vergonzoso. Ninguna mujer de buena cuna debería salir de su casa sin cortinajes que la protegieran. ¡Y ni se cubría el rostro con las mangas o un abanico! No le extrañaba que el monje quisiera huir. También tenía un orgullo que proteger y a las mujeres no se les podía imponer el sentido común. Empujó la barca y el monje suspiró por primera vez de alivio. El barquero sonrió para sus adentros. Era una estampa, desde luego, penosa, pero al menos ya se habría librado de la muchacha para siempre. Sin la embarcación, no había forma de cruzar. III Las nubes cubrían el sol de la tarde cuando Anchin, en su camino a Mutsu, se levantóel borde del sombrero de paja. Entornó los ojos para mirar a través de la temblorosa capa que flotaba sobre las resecas hierbas. La casa de Masago no Shoji estaba cerca. Le había servido de refugio en sus numerosos viajes entre Mutsu, su hogar, y Kumano. Aquella ocasión no debería haber sido diferente. Le dolían los pies y ni siquiera el báculo que le servía de apoyo le ayudaba a aliviar la presión del camino. Levantó la vista más allá del sendero y contempló la ardiente campiña. Apenas había árboles bajo los que resguardarse del cruel beso de la diosa Amatesaru. Cuánto habría deseado refugiarse en aquel hogar, donde le darían buena comida y a la noche encontraría un agradable placer entre los brazos de la niña. Pero no podía ser. Apretó el paso con decisión, decidido a llegar al río cuanto antes, dejar atrás aquel lugar y no volver jamás. Se había acabado el juego y Kiyo tendría que crecer de una vez por todas. Al menos podía consolarse con que nunca tendría que enfrentarse a sus súplicas. Al fin y al cabo, una dama no abandonaba sus aposentos. II Un año antes, Anchin esperaba con impaciencia bajo las primeras estrellas de la noche, que titilaban al ritmo de las cigarras. El jardín era magnífico, más de lo que recordaba, y el pequeño estanque creaba una temperatura agradable. Sin embargo, lo que más lo deleitaba era imaginar el encuentro. Sonrió cuando escuchó el frufrú de la ropa y después lo alcanzó una delicada fragancia a lavanda. Se dirigió hacia la cortina tras la cual se percibía una sombra y la apartó. Frente a él, con una sonrisa ilusionada y traviesa, había una joven doncella. Su hermosa y densa melena rozaba el suelo, enmarcando un kimono rosa pálido. —Sabía que regresarías, Anchin. «Qué arrogante», pensó con diversión, pero la damita siempre había sido mimada, así que no le sorprendió. La atrajo hacia sí y la envolvió en sus brazos. Poco más tarde, Kiyo le acariciaba el rostro con deleite. Él jugueteó con sus sedosos mechones. Estaba pensando algún verso apropiado para alabarlos cuando ella murmuró: —¿Se lo dirás pronto a mi padre? —¿El qué? —Que me llevarás contigo a Mutsu. El dedo de Anchin se congeló mientras se enrollaba el cabello en el índice. Se las apañó para mantener una sonrisa. Se le había olvidado por completo. —¿No eres aún muy joven? Kiyo frunció el ceño. Catorce años le parecían más que suficientes y más después de comprobar que su cuerpo… Bien. Estaba preparado. Abrió la boca para intentar hacérselo entender, pero Anchin le puso un dedo en los labios. —Un año. La próxima vez que regrese, será para llevarte conmigo. ¿Podrás tener algo de paciencia? —¿De verdad? —farfulló ella, con el corazón desbocado. —¿Alguna vez rompo mis promesas? Kiyo rio, ruborizada, y Anchin se apresuró a hablarle de Mutsu. Ella escuchó con una sonrisa de ilusión. Una vez cayó dormida, Anchin se apartó con frustración y apretó un puño. Supo que se había acabado porque nunca antes había deseado tanto levantarse y dejar atrás las dulces comodidades de Kiyo. Emprendería el camino lo más pronto posible. Cuando Anchin partió y su figura se perdió en la distancia, Kiyo se acarició el vientre. Seguramente se habría enfadado de haber sabido que había perdido al niño, su niño. Sin embargo, si su padre se hubiera enterado la habría casado de inmediato. Y no con un monje, desde luego. «Solo un año.» Entonces todos los sacrificios habrían valido la pena, se dijo mientras rezaba delante de las pequeñas piedras que marcaban la diminuta tumba. Después corrió a sus aposentos y sacó de su pequeña caja de enebro el último abanico de Anchin, donde se habían escrito mensajes. Acarició su perfecta letra e imaginó cómo sería su vida cuando le diera otro hijo en Mutsu. Se prometió que le enseñaría a escribir igual de bien. Miró hacia el horizonte y lo imaginó regresar por ese mismo camino. Solo que esa vez, sería la última. Besó el abanico. I —Anchin… —¿Sí? —respondió él, prendado de la vista del jardín. Era tan hermoso que a Kiyo le aleteaba el corazón de solo contemplar su rostro, y más ahora que les quedaba tan poco. Transcurrirían meses antes de volver a verlo y ella vagaría entre sus aposentos, detrás de las cortinas, contando los días hasta su regreso. —¿En Mutsu hay amaneceres así? Debería haber recitado unos versos para expresar lo que experimentaba en ese momento. Ojalá supiera improvisar mejor. Ojalá pudiera hacerle saber lo feliz que la hacía sentir cada caricia, cada suspiro, cada mirada. El cariño con el que guardaba sus poemas, los abría por las noches e imaginaba su voz susurrándole al oído. —Y todavía más bellos, con la bruma aislándonos del resto del mundo —le aseguró Anchin, que la acercó por el talle. Kiyo bajó los ojos y se cubrió la cara con una de sus largas mangas. —Deseo tanto verlo… No es suficiente con las descripciones. Él rio y le acarició el mentón. —No olvides la promesa. Antes debes convertirte en toda una dama. Kiyo le atrajo la mano para poder reposar la mejilla contra su palma. Jamás olvidaría el día en que, apenas una niña, se atrevió a salir de detrás de los cortinajes y se acercó al elegante joven que leía a la lumbre de una vela. Debió considerarla vulgar y maleducada. Sin duda su oferta no fue más que una broma. ¿Quién se comprometería con una niña malcriada y egoísta como era ella? —¿No lo estoy haciendo bien? Todavía llevaba sus palabras en su corazón y las recordaba cada vez que cometía un error. Debía ser una dama, la dama que él necesitaba. Solo entonces él lo sacrificaría todo y se la llevaría consigo. Solo si ella era lo suficiente digna. —Eres casi perfecta. Y sigue siendo nuestro secreto, ¿verdad? —No hablaría ni aunque me amenazaran con arrancarme la lengua. Anchin la besó, divertido, y luego la tumbó con delicadeza, abriendo sus ropajes. Lo hicieron en silencio, con rapidez. Anchin debía estar preparado para retirarse si, por un casual, los descubrían. Pero un día podrían disfrutar de la noche entera sin miedo, solo el uno junto al otro. Al acabar, Anchin le pasó un brazo por los hombros para atraerla hacia su pecho. —Te amo —murmuró Kiyo. Él sonrió. —Lo sé. Esperó, pero Anchin no añadió nada más. Se sintió un poquito miserable, pero verlo dormir aplacó su irritación. Le besó la punta de la nariz. Quizás la próxima vez se lo diría. La próxima vez lo conseguiría. La sombra del kitsune Miriam Isern Kei emprendió un viaje, el primero de su vida, y probablemente el úl- timo. Acababa de cumplir cincuenta años y, tras haber perdido a su padre hacía unas semanas, decidió marcharse de la aldea en la que había pasado toda su vida. Aquel pequeño pueblo de la prefectura de Nara, rodeado de un bosque atravesado por un estrecho sendero, había sido realmente un lugar hostil, pues sus vecinos siempre le dedicaron miradas recelosas. Y nunca entendió muy bien por qué. Se crio con su padre, un artesano fabricante de sombrillas y abanicos; de él aprendió el oficio, siguiendo sus pasos durante décadas. A pesar de que apenas se relacionaban con el resto de aldeanos, sus trabajos eran dignos de elogio y nunca pasaron hambre. —Padre, ¿por qué no nos vamos de aquí? Viajemos por el país, bus- quemos una ciudad por la que pasen más mercaderes, cortejos de nobles a los que vender nuestras sombrillas o nuestros abanicos. ¿Por qué seguir aquí? —preguntó Kei cuando cumplió los veinte años. —No puedo marcharme, algo me ata a este lugar, al bosque… Pero si decides irte, lo entenderé —respondió el artesano con una sonrisa triste. —No te dejaré. Kei ni siquiera se había casado. Su padre había intentado en vano ce- rrar algún acuerdo matrimonial, pero no había ningún padre dispuesto a entregar a su hija a Kei. Así que, finalmente, cuando la muerte le arrebató a su padre, su única familia, Kei decidió viajar a Heian-kyo, la hermosa capital que estaba tan cerca y, a la vez, parecía tan lejos. Tenía intención de entrar a formar parte de la vidamonástica, seguir la senda de Buda e iniciar después una vida sencilla en las montañas. No obstante, le apenaba abandonar su casa; después de todo, había sido su hogar y le afligía pensar en lo que sus vecinos harían con ella en su ausencia. Pero no tenía impor- tancia, después de todo, no quería regresar. Puso un pie en el bosque, miró atrás, las pequeñas viviendas y sus habitantes parecían ignorarlo, como siempre. No se había despedido de nadie. Caminó durante horas bosque a través cuando comenzó a hacerse de noche. Era pleno verano y durante el día hacía un calor asfixiante; la noche solía dar tregua y traía una brisa fresca, pero aquella prometía ser bochornosa. Había confiado en su sentido de la orientación, pero era evi- dente que no tenía ninguna experiencia como viajero. Se oyó un trueno rugir en el cielo y la lluvia comenzó a caer con tal intensidad que Kei pensó que su sombrero de paja se desharía. «Susano-wo maldice mi via- je», se lamentó. Corrió desorientado, buscando algún árbol robusto que pudiera pro- tegerlo, cuando vio un tímido fulgor parpadear a lo lejos. Esperanzado, corrió hacia la luz hasta encontrar una pequeña y vieja cabaña. Recordó los cuentos que había leído de niño sobre brujas y yokai que se escondían en casas como aquella para atrapar a los viajeros perdidos. Respiró hondo intentando alejar sus miedos y al fin golpeó la puerta con los nudillos. —¡Hola! ¡Soy un viajero perdido en la tormenta! ¡Por favor! ¡Nece- sito refugio! Esperó unos instantes, nervioso y con un nudo en el estómago. Cuan- do la puerta se abrió descorriéndose hacia un lado, tuvo el impulso de huir; pero entonces se halló ante una mujer joven y hermosa, de rostro dulce y mirada serena que lo observaba con curiosidad. —Buenas noches, viajero. Sé bienvenido, el bosque no es un lugar seguro en noches así. Mi hogar es humilde, pero hay fuego y comida caliente. Kei entró, fascinado por la belleza de la mujer, que se mostró tan ama- ble que sus temores se disiparon y pensó que era imposible que alguien tan dulce pudiera hacerle algún mal. A decir verdad, salvo su padre, nun- ca nadie había sido tan generoso y simpático con él. Le sorprendía que pudiera haber alguien cortés, diferente a la gente de la que siempre había estado rodeado. —Gracias por tu hospitalidad. Mi nombre es Kei. —Yo me llamo Shima, no suelen pasar muchos viajeros por aquí. ¿Adónde te diriges? —A la capital. Dime, ¿vives sola? ¿Cuánto llevas aquí? —Sí, estoy sola. Vivo en el bosque desde hace cincuenta años. —¿Cincuenta años? Es curioso, yo tengo esos mismos años. —¿De veras? Shima ayudó a Kei a desprenderse de la capa y el haori empapados y los extendió cerca de la estufa. Después puso a calentar una vieja tetera y preparó tofu en unos humildes platillos de madera. —Lamento que mi comida sea tan sencilla, yo no necesito mucho más —dijo Shima. —Lo poco o mucho que me ofreces es más de lo esperado, gracias. Pero, si me lo permites, debes de llevar aquí toda tu vida, llegarías siendo muy pequeña... No parece que tengas más de treinta años. Shima esbozó una sonrisa melancólica, pero no respondió. —¿Siempre has estado sola? —preguntó Kai. —Sí, y no acostumbro a recibir visitas. No me malinterpretes, aprecio mucho la compañía de un sabio viajero. —Por favor, disto mucho de ser sabio. ¿Cuándo recibiste la última visita? —Kei se sentía animado y lleno de curiosidad ante la expectativa de una agradable conversación. —No lo recuerdo… —respondió Shima, pensativa, mientras servía el té—. Es difícil calcular el paso del tiempo con precisión. —Shima habla- ba con voz cadenciosa, como si meditara cada palabra antes de pronun- ciarla—. Me gustaría que viniera más gente, es agradable oír las historias que los pocos viajeros que pasen puedan contar. —Bueno —carraspeó Kei tomando la taza de té en sus manos—, he vivido toda mi vida con mi padre en una pequeña aldea cercana. Hace poco él murió y hoy mismo he iniciado este viaje. Así que no he visto mucho mundo ni he presenciado nada extraordinario, así que me temo que no tengo muchas historias que contar, lo lamento. —¿Tu padre te crio solo? —Sí —dijo él con tristeza—, nunca conocí a mi madre. Mi padre, que se llamaba Genzanburo, jamás quiso hablarme de ella. Siempre ha sido como si estuviera muerta... Algunas veces descubrí a mi padre mirando con tristeza hacia este bosque. Por las noches le oía llorar y suspirar sin apartar de la vista la arboleda. Una vez le pregunté qué le ocurría, qué buscaba incesantemente con la mirada. Me respondió: «La sombra del kitsune». Jamás quiso volver a hablar de aquello. —¿Tuvo una buena muerte? —preguntó Shima con tristeza. —Sí —respondió Kei sorprendido por la pregunta—. Enfermó y el médico del pueblo, aunque no pudo salvarlo, alivió su dolor con pociones y ungüentos. Shima lo miró en silencio y una lágrima rodó por su mejilla, pero Kei no percibió el gesto, pues estaba inmerso en el recuerdo de su padre. —Antes de morir, me dijo: «Busca la sombra del kitsune». Supuse que deliraba. —Kei se encogió de hombros forzando una sonrisa y cogiendo un trozo de tofu con los palillos—. ¡Vaya, está delicioso! —Es una historia fascinante —dijo ella, que lo miraba con los ojos brillantes y una sonrisa triste. —No tiene nada de especial —respondió él—. ¿Y tú? ¿Recuerdas al- guna historia para esta noche de lluvia? —Sí, conozco una. —Shima suspiró y, tras vaciar con lentitud su taza de té y mordisquear el tofu, colocó las manos en su regazo y miró a Kei con una mezcla de añoranza y alegría—. Ocurrió hace mucho tiempo, algo más de medio siglo. Había un artesano muy apuesto que vivía en una pequeña aldea. Era todo un maestro en su oficio, trataba cada material con suma delicadeza: el bambú, la tinta, el papel… Paso a paso, hacía de cada trabajo una obra de arte. El joven artesano no tenía esposa. Varios vecinos quisieron casar a sus hijas con un hombre tan prometedor; pero él no se decidió por ninguna. Hasta que un día, en el Festival del Verano, llegó una joven a la ciudad. Era una humilde cocinera que tenía un puesto de tofu y pasteles de arroz y judías. Viajaba por todo el país, de festividad en festividad, para vender sus delicias. »Era una mujer muy hermosa, como nunca habían visto en la aldea. Muchos se sintieron fascinados por su belleza y su candor e intentaron cortejarla y tomarla por esposa. Pero ella los rechazó a todos, salvo a uno. Cuando el artesano se presentó en su puesto de tofu, ella se enamoró. Él le había llevado un regalo, aunque no había sido necesario; se trataba de un precioso abanico con un zorro dibujado con suaves trazos y colores brillantes. Ella se enamoró de su sonrisa, de su talento, de la delicadeza y el esfuerzo con el que realizaba cada uno de sus trabajos. Aquella fue la última aldea a la que viajó la cocinera, pues se casó con el artesano y ambos fueron muy felices. »Pero la gente es perversa y envidiosa. Muchos hombres deseaban haberse casado con la cocinera, y otros tantos querían haber casado a sus hijas con el artesano. Y desde luego, muchas mujeres, envidiosas de la belleza de la cocinera, la dejaron de lado y extendieron rumores malinten- cionados sobre ella: supuestos amantes, historias falsas sobre su pasado… Incluso afirmaron que la cocinera era una bruja. Mandaron un aviso a un monasterio cercano solicitando a los monjes que acudieran para realizar un exorcismo y, si era necesario, ejecutar a la hechicera. Para entonces, ella acababa de dar a luz a un bebé precioso. »Al regresar la primavera, un monje llegó a la aldea. No viajaba solo, sino que iba acompañado de un perro. Era un perro con las orejas pun- tiagudas, el pelaje rojizo y la espesa cola rizada hacia arriba. A todo el mundo le pareció un animal muy gracioso y los niños no dejaban de acari- ciarlo. Pero no le gustó a la cocinera… En cuanto la vio, el perro comenzó a ladrar nervioso, y la mujer, asustada, se encerró en la casa sin dejar entrar a nadie. »Toda la aldease congregó en torno a la casa del artesano, que no en- tendía lo que estaba ocurriendo, y, en vano, llamaba a gritos a su esposa. Al fin, el artesano y varios hombres lograron abrir la puerta y entraron. Hallaron en el centro de la sala el kimono y el obi con los que se había vestido la cocinera aquel día. El artesano se acercó y, cuando fue a levan- tar el kimono, un hermoso zorro blanco de tres colas saltó esquivando a los aldeanos adentrándose en el bosque para no regresar. »La gente del pueblo decidió no perseguir al kitsune, pues lo conside- ran una criatura sagrada. Después de todo, aquel kitsune no había hecho ningún mal, tan solo se había enamorado. »Durante décadas, el kitsune vagó en soledad por este bosque, evi- tando todo contacto con los humanos, intentando olvidar… ¡Pero es tan difícil olvidar a los seres que amamos! Shima guardó silencio, dando por concluido su relato. El té y el tofu se habían terminado y fuera había dejado de llover. —Es una triste historia —dijo Kei. —Lo es. Durante décadas me he preguntado qué fue de mi amado Genzanburo. Ahora sé que nunca me llegó a olvidar. Lamento haberle causado tanta infelicidad. Kei la miró desconcertado, preguntándose qué clase de broma le esta- ba intentado gastar aquella mujer. —¿Qué quieres decir? —preguntó él. —No sabes cuánto me alegra haberte vuelto a ver. Buscabas sin saber- lo la sombra del kitsune, la misma que tu padre ha buscado durante años. Ahora la has hallado. —¡Deja de decir estupideces! ¿Cómo te atreves a utilizar la memoria de mi padre para engañarme? ¡Se acabó! ¡Me marcho de aquí! —Tenías razón, Kei… Distas mucho de ser sabio. Kei soltó un gruñido, se levantó, cogió su ropa, su sombrero y salió de la humilde choza. Shima lo siguió, mirándolo con tristeza. —Me creas o no, vas a odiarme de todos modos, o bien por mentirte, o bien por haberte abandonado. No importa. No me arrepiento de haber amado a tu padre y de haberte traído a este mundo. Tuve que huir, no me quedó más remedio, pues una vez me transformo en zorro, no puedo vol- ver a mi forma humana hasta que pasan cincuenta años. Kei no respondió, enfadado, mientras se calzaba sus sandalias de paja. —Acepta un consejo —prosiguió Shima—. No busques la sombra del kitsune, pues es evidente que te vuelves ciego cuando encuentras lo que buscas. —Yo no te buscaba. —¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que tu verdadero deseo no era el de perderte en este bosque con la esperanza de encontrarme? Kei la miró, furioso, irritado ante el hecho de que Shima hubiera podi- do ver dentro de su persona con más claridad que él mismo. —¡Dame una prueba de que lo que dices es verdad! —exigió Kei. De pronto, Shima se esfumó dejando en el suelo su sencillo kimono y el obi. Kei se acercó y cuando levantó el kimono, un zorro blanco de tres colas saltó y corrió desapareciendo entre los árboles. Aturdido, buscó desesperado entre las ropas de Shima, sin poder dar crédito a lo ocurrido. Entonces encontró, escondido bajo el obi, un abanico. Lo abrió con len- titud; en él había un zorro dibujado y, en un lado, pudo leer la firma del artesano que lo había hecho, la firma de su padre. Kei jamás llegó a Heian-kyo y tampoco abandonó el bosque. Lloró amargas lágrimas de arrepentimiento, llamó a su madre pidiéndole per- dón sin obtener respuesta. Vagó por el bosque sin rumbo y sin descanso, buscando entre los árboles la esquiva y misteriosa sombra del kitsune. El shamisen del yūrei Rocío Moreno Vivía hace muchos años en la antigua región de Tōhoku, en Aomori, una joven con la piel tan blanca como la nieve de las montañas de Hons- hū y los labios tan rojos como las hojas del otoño en Kyōto. Cuando la luna era tan clara que iluminaba el bosque, le gustaba salir a caminar y se sentaba cerca del río para entonar el shakuhachi hasta que se quedaba sin aliento. Cerca de ella pasó un joven músico que al escuchar la melodía dulce del shakuhachi no pudo resistirse y la acompañó con su shamisen. Algo extraño sucedía, pues los jóvenes, por más que querían, no podían hablarse y solo podían escuchar del otro la música que salía de sus ins- trumentos. Así, todas las noches de luna llena se volvían a encontrar en el bosque y cualquiera que pasara cerca de ellos escuchaba una hermosa canción que se repetía una y otra vez. La joven se quedaba toda la madrugada con él, en ocasiones mirándo- se en silencio y otras tocando en armonía. Pero por más que se besaban, por más que se tocaran o hicieran el amor, las palabras no salían: ella se dejaba vencer por el sueño y al amanecer el joven desaparecía. La noche del séptimo mes fue la más fría de todas. Ella llevaba un kimono aguamarina grueso tejido por su abuela y sobre los hombros un manto de lana. Se acurrucó junto al hombre en un fuego improvisado y comenzó a nevar. El kimono de la joven se volvió blanco y su piel se puso cada vez más fría. A pesar de tener las manos congeladas, ella cogió su shakuhachi y comenzó a tocar, mientras su compañero siguió su dulce melodía con el shamisen hasta el amanecer. Cuando las primeras luces del alba aparecieron, la joven miró al misterioso músico sintiendo que, como era habitual, desaparecería. Ella recordó las palabras de una antigua profecía: cuando raye el alba y sea la hora de los difuntos, antes de los primeros rayos que despunten por la colina, cierra el trato con un beso. Y así lo hizo. Cada vez que un viajero pasaba por el bosque en noches de luna llena podía jurar que, desde sus entrañas, se escuchaba la melodía de un shaku- hachi y un shamisen. Y que, a lo lejos, veía la silueta de una mujer con un kimono blanco junto a un hombre que no podía dejar de mirarla. Diecisiete días de lluvia Óscar Navas Me pidió que le ayudara a morir. Que fuera su kaishaku. El maestro Yoshio vino aquella mañana al mercado donde yo trabajaba y me clavó una mirada esperanzadora mientras pronunciaba aquellas palabras. Tuve que aceptar, aunque no era más que un muchacho y no había tenido nunca un arma en mis manos. Mis padres habían muerto durante las Guerras Genpei, siendo mi hermana y yo solo unos niños. Desde el día en que faltaron, Yoshio se había convertido en nuestro protector. Había sido la tierra sobre la que empezaba a enraizar nuestra nueva vida. Estábamos en deuda con él. —¿Por qué? —La sola idea de que el maestro quisiera morir me pro- vocaba vértigo. —Haku, no intentes comprender mis razones —respondió con voz calmada. —Pero, ¿qué será de nosotros? ¿¡Qué será de Kaori!? ¿¡De mí!? —No puedo acompañarte siempre. Deberás emprender tu propio ca- mino. Yoshio había sido un guerrero sabio. Al finalizar las contiendas, había dedicado sus días a la contemplación, intentando olvidar toda la sangre que había derramado como demonio exterminador del emperador. Las crónicas contaban que él solo había sido capaz de acabar con un destaca- mento completo de los Taira cerca de Kobe. Los que le habían visto en combate le evocaban con la furia de un dragón y una mirada de fuego, y se sorprendían de que aquel que había sembrado el terror entre las tropas enemigas hubiera abandonado la katana y se hubiera armado de un bas- tón de roble y palabras prudentes. La gente del pueblo le tenía como una persona respetable y todos acudían a él en busca de consejo. El anuncio de sus deseos corrió en las calles como agua de río. Heló el aliento de los que se quedaron sin palabras al oírlo y prendió de asombro los ánimos de aquellos que se reunían en las plazas y las tabernas. —¿El maestro Yoshio quiere hacerse el harakiri? —se preguntaban algunos, incrédulos ante la noticia. —¿Qué puede llevarle a eso? —debatían otros, incapaces de obtener una respuesta. Aquella noche no pude dormir. En mi mente solo aparecían imágenes de cómo serían nuestras vidas sin el maestro, y de cómo iba a recibir la noticia Kaori cuando volviera del viaje que había emprendido hacía unos días en la carreta de unos mercaderes del pueblo para comprar algunas sedas en Kioto. Esanoche, una llovizna empezó a caer sobre el pueblo. La lluvia no dejó de caer a la mañana siguiente, cubriendo el cielo de una fina cortina de agua. Aquel inoportuno chaparrón hacía imposible que se celebrara la ceremonia, ya que debía realizarse al aire libre y en presencia de unos testigos que bastante tenían con tener que contemplar la muerte de un hombre noble como para, además, acabar empapados por el aguacero. Fui en busca del maestro para saber qué instrucciones debía seguir en esas circunstancias. Yoshio ya aguardaba en un pequeño reservado del patio de la casa. Parecía que llevaba mucho tiempo despierto. —Hoy no podré partir —me dijo con un tono que denotaba cierta frustración. Yoshio se acercó al límite que cubría el tejado y dejó que las pequeñas gotas mojaran su cara. Inspiró con fuerza el aire. —Echaré de menos el beso de la lluvia en verano. El suave rumor de la tierra mojada al ser pisada. Y la bendición del sol tras la tormenta. —Y tras un silencio, se dirigió a mí—: Dispón todo lo necesario para el seppuku. Quizás mañana pueda irme. Yoshio se retiró y estuvo encerrado en su habitación el resto del día, manteniendo ayuno. Yo consulté a la vieja Masako, que había asistido a alguna de esas ceremonias anteriormente, acerca de lo que debía preparar. Lavé las bandejas y el servicio de sake, compré un kimono blanco para el maestro y conseguí un cesto para los restos. Caí rendido bien entrada la noche y soñé con mi hermana vestida con un kimono de nubes. Corría en medio de un bosque y, de repente, tropezaba y caía al suelo. Se quedaba inmóvil, mirando el rasguño que se había hecho en el vestido, y empeza- ba a llorar desconsoladamente por el estropicio. Kaori era una chiquilla que destilaba pura dulzura, y verla llorar, aun en sueños, me rompía el corazón... Al día siguiente, la lluvia siguió cayendo sin descanso. —Si hay algo de lo que me arrepiento, es de haberte hecho partícipe de mi decisión y no poder enmendar luego el daño que te ocasionaré — me dijo el maestro—. Pero debes entender que debe ser así. No pondría mi vida en manos de otro que no fueras tú. Engullí mis temores y le hice una reverencia con la cabeza en señal de aprobación. Yoshio se retiró un día más a realizar sus ejercicios de medi- tación sin cruzar más palabras con nadie. Y la lluvia siguió remojándolo todo... —¿No teméis a la muerte? —le pregunté la mañana del quinto día de lluvia, sentado junto él. —He vivido inmerso en destrucción. He sido el dragón que lo ha arra- sado todo. Herido un millar de veces y revivido otras tantas —respondió dibujando con su bastón en la arena húmeda—. La muerte no me asusta, la conozco de cerca. Me inquieta lo que venga después... El buen aspecto que siempre había mantenido el maestro se había de- teriorado. Daba señales evidentes de cansancio y mala alimentación. Sus ojos mostraban una maraña sanguinolenta en su mirada y las sienes se le empezaban a marcar de forma preocupante. Algunos de los vecinos cuchicheaban que, si las lluvias seguían, Yoshio conseguiría su propósito sin necesidad de practicar el seppuku. Y la lluvia siguió la mañana siguiente. Y la que vino a continuación. —Debemos estar preparados. Aun vendrán más días de lluvia, pero como todo en esta vida, llegarán a su fin. Entonces podré acompañar a los grandes guerreros. Yo miré al maestro sorprendido. Estábamos en pleno mes de agos- to, y ya habíamos sufrido un junio muy lluvioso. Días atrás, las cigarras marcaban el rigor del verano con su canto y el calor había sido asfixiante. Parecía extraño que la lluvia fuera tan insistente. Y más todavía que el maestro supiera que aún no había acabado. —¿Cómo sabéis que será así? Nadie puede predecir lo que va a pasar. —Es cierto. Nadie en este mundo puede hacerlo. Solo si escuchas las voces al otro lado de la muerte... Ellas pueden contarte los misterios de esta vida... Un escalofrío recorrió mi cuerpo. —¿Habláis con los muertos, maestro? Él no respondió. Se limitó a recolocarse el kataginu. —Recoge la katana y el tantō de mi habitación y llévalos a afilar. Ne- cesito que me ayuden a irme con un suspiro suave. Obedecí al maestro. Su habitación mantenía una sencillez y un orden impecables. Sus ropas estaban en un rincón, bien dobladas. Junto a ellas, una mesita con una cantimplora de cerámica y una vela que permanecía encendida. Al otro lado de la habitación estaban las espadas, colocadas en su katanakake. Las envolví en un trozo de tela para llevarlas al herrero más tarde. Justo al salir vi, a la entrada del tatami, una flor de iris blanca en el suelo. Supuse que el maestro la habría cogido durante alguno de sus paseos. Por un instante Kaori acudió a mi mente, pues aquella era su flor preferida. En muchas ocasiones las habíamos recogido junto al maestro. Era un infierno no poder compartir con ella el miedo que me asaltaba cuando pensaba en lo que debía acometer. Pasaron tres días más con una lluvia que parecía que no iba a tener fin. Los caminos se habían convertido en un auténtico lodazal que impedía el avance de los carros. Muchos tenderos habían dejado de acudir al merca- do, contrariados porque el aguacero estaba minando su clientela. Yo ya me había acostumbrado al murmullo de las gotas cayendo sobre los teja- dos o el rumor de los riachuelos recorriendo los canales. En cierta forma, lo único que deseaba ya era que todo terminara y que pudiera acabar la tortura que suponía tener que dar muerte a quien nos había dado cobijo. Cuando cayó la noche, unos gritos atravesaron el estruendo de la tor- menta en la que se había convertido aquella lluvia eterna. Me incorporé y me mantuve un instante quieto, intentando descubrir de dónde procedían. Aun con los truenos resonando con fuerza, pude distinguir la voz deses- perada del maestro pidiendo auxilio. Corrí hacia su cuarto con el estallido del fin del mundo sobre mi cabeza. Abrí la puerta y encontré a Yoshio en un rincón, temblando como un niño y con la mirada del que había visto a su salvador después de haber contemplado a la mismísima muerte. —¡Llévatela de aquí! ¡Llévatela! —gritaba una y otra vez. Eché un vistazo rápido a su habitación, pero allí no había nadie. Pensé que los relámpagos de la tormenta le habrían jugado una mala pasada e intenté tranquilizarle. —Maestro, aquí no hay nadie. Solo nosotros y esta lluvia. No tiene nada que temer. Yoshio intentó recuperar el aliento mientras continuaba con su mano en el pecho y los ojos desorbitados. —No he temido nunca a nada ni a nadie —dijo con la respiración entrecortada por el pánico—. Y, sin embargo, ahora que pretendo dejar esta vida, estoy descubriendo mi fragilidad. Soy una hoja que se ondea al viento, prendida de la rama de la que quiere soltarse. La visión del gran guerrero arrinconado como un ratón asustado me dejó turbado. Le propuse hacer guardia en la entrada para comprobar que nadie acudiera a su habitación para importunarle. Él aceptó aliviado e intento conciliar el sueño de nuevo. Me senté en el escalón que conducía a su habitación, resguardado por el tejadillo de la casa. Los relámpagos dibujaban figuras horripilantes en la oscuridad. Pero en una sucesión de destellos que iluminó el cielo unos segundos más de lo normal, reconocí algo sobre uno de los peldaños. Me acerqué con la sensación de que el frío de la lluvia no era lo único que me estaba calando hasta los huesos. Y recogí una flor de iris blanca olvidada. Por un momento, pensé que sería aquella que había encontrado en la habitación del maestro días atrás, pero esta parecía recién cortada. Me volví a sentar en el escalón con la flor entre las manos. Y la mantuve en mis pensamientos durante toda la noche, hasta que la luz del amanecer aclaró el cielo encapotado. El maestro se sentó junto a mí y puso su mano sobre mi hombro. —Siento el incidente de anoche. Un hombre se define por sus accio- nes, no por los recuerdos que deja. Yo espero que ni mis actos más recien- tes ni el recuerdo que
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