Logo Studenta

El hombre verde - Kingsley Amis

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Aun	el	escéptico	más	recalcitrante	se	vería	obligado	a	creer	en	los	fantasmas
si	 se	 topara	 con	 uno	 de	 ellos	 en	 su	 propia	 casa.	 Tal	 es	 el	 caso	 de	Maurice
Allington,	cuarentón	avisado	y	—digámoslo	todo—	empedernido	bebedor.	El
hotel	 que	 posee	 en	 la	 campiña	 inglesa,	 «El	 hombre	 verde»,	 está	 encantado:
ésta	 es	 la	 conclusión	a	que	 llega,	de	mala	gana,	 su	propietario.	Y	entre	dos
whiskies	y	dos	tentativas	de	reunir	en	un	mismo	lecho	—el	suyo—	a	su	mujer
y	a	su	amante,	Allington	comprenderá	que	el	objeto	que	persigue	el	horrible
fantasma	 es	 Amy,	 su	 adorada	 hija.	 Convencido	 de	 ello,	 el	 campechano
amateur	de	 tragos	fuertes,	se	convierte	en	un	 implacable	exorcista,	que	 trata
de	conjurar	a	cualquier	precio	el	peligro	que	amenaza	a	la	joven.
Kingsley	 Amis,	 el	 autor	 de	 esta	 curiosa	 y	 sugestiva	 novela,	 es	 una	 de	 las
figuras	más	relevantes	de	la	actual	narrativa	anglosajona.	Nacido	en	Clapham,
estudió	en	las	universidades	de	Londres	y	Oxford.	Se	dedicó	a	 la	enseñanza
de	 la	 literatura,	 pero	 el	 éxito	 de	 su	 primera	 novela,	 Lucky	 Jim,	 hizo	 que
abrazara	 decididamente	 la	 carrera	 de	 escritor.	 Desde	 entonces	 lleva
publicadas	una	decena	de	libros	con	los	que	ha	confirmado,	y	aun	acrecido,	su
prestigio.
En	la	presente	historia,	el	autor	hace	su	primera	incursión	en	el	campo	de	lo
«sobrenatural»,	 lo	 que	 le	 ha	 permitido	 acentuar	 la	 fina	 ironía	 y	 el	 humor
característico	 de	 su	 estilo.	 Estamos	 ante	 una	 obra	 original,	 sorprendente	 y
divertida,	en	la	que	«sarcástico»	rima	con	«fantástico».
Página	2
Kingsley	Amis
El	hombre	verde
ePub	r1.0
Titivillus	03.02.2024
Página	3
Título	original:	The	Green	Man
Kingsley	Amis,	1969
Traducción:	Ramón	Margalef	Llambrich
Ilustración	de	cubierta:	Ismael	Balanyà
	
Editor	digital:	Titivillus
ePub	base	r2.1
Página	4
Para	Sargy	Mann.
Página	5
Cl.:
Clase	A.
I.	La	mujer	de	los	cabellos	rojos
FAREHAM,	Herts	
A	1	Km.	de	la	Carretera	A595
EL	HOMBRE	VERDE
Mill	End	0043
No	bien	se	ha	repuesto	uno	de	la	sorpresa	de	encontrar	un	auténtico	hostal
a	menos	de	70	kilómetros	de	Londres	—y	a	7	de	la	carretera	MI—,	hay	que
maravillarse	 de	 la	 calidad	 de	 la	 igualmente	 auténtica	 comida	 inglesa
(¡desastres	ocasionales	aparte!).	Hubo	siempre	una	hostería	en	este	 lugar,	es
decir,	desde	la	Edad	Media.	De	por	entonces	data	el	actual	edificio.	Tras	190
años	 de	 servir	 como	morada,	 sufrió	 una	 restauración	 en	 1961	 que	 había	 de
afectar	 a	 su	 función	 original	 tanto	 como	 a	 su	 aspecto.	 El	 señor	 Allington
referirá	su	historia	a	las	personas	interesadas	(hay,	o	hubo,	un	duende,	por	lo
menos),	y	será	su	imparcial	guía	por	el	menú,	bastante	largo.	Pruebe	la	sopa
de	anguilas,	el	pastel	de	faisán,	la	silla	de	cordero,	la	salsa	de	alcaparras	y	los
panecillos	 de	melaza.	 Precios	 razonables.	 La	 lista	 de	 vinos	 es	 breve,	 buena
(excepto	en	lo	referente	a	los	borgoñas	blancos),	pero	resultan	un	poco	caros.
Worthington	E.	Bass	y	Whitbread	Tankard,	directamente	del	barril.	Servicio
cordial	y	eficiente.	No	hay	precios	especiales	para	la	infancia.
Comidas:	De	12’30	a	3’—.	Aparcamiento	para	coches.	No	se	admiten	perros.
Bernard	 Levin;	 Lord	 Norwich;	 John	 Dankworth;	 Harry
Harrison;	Wynford	Vaughan-Thomas;	Denis	Brogan;	Brian	V.	Aldiss,
y	muchos	otros.
Lo	que	ocurre	con	los	borgoñas	es	que	a	mí	mismo	me	desagradan.	Tomo
todo	lo	que	mi	abastecedor	de	vinos	me	suministra	a	buen	precio	(cosa	que	ni
Página	6
por	 asomo	suelo	hacer	 con	cualquier	otro	 líquido	potable).	Antes	disfrutaba
viendo	esos	vasos	de	Chablis	o	Poully-Fuissé,	tan	de	cerca	semejantes	a	una
mezcla	 fría	 de	 yeso	 y	 licor,	 más	 uno	 o	 dos	 aditivos	 para	 que	 el	 líquido
adquiriese	el	color	de	la	orina	infantil.	Estos	líquidos	eran	escrutados	a	la	luz
y	olidos;	 ya	 en	 la	 boca,	 la	 lengua	 se	 bañaba	 en	 ellos,	 antes	 de	 encaminarse
hacia	 el	 estómago,	 número	 que	 corría	 a	 cargo	 de	 jóvenes	 tecnólogos	 de
Cambridge,	o	de	productores	de	televisión	en	la	flor	de	su	vida,	acompañados
de	sus	novias	o	amiguitas.	El	moderno	posadero	u	hotelero	de	 la	actualidad
conoce	en	muy	raras	ocasiones	compensaciones	 ínfimas,	 inofensivas	de	este
tipo.
En	 efecto,	 la	 mayor	 parte	 de	 mis	 clientes	 proceden	 de	 Londres,	 o	 de
Cambridge,	 a	 unos	 treinta	 kilómetros.	 También	 vienen	 de	 las	 ciudades	 de
Hertfordshire,	más	próximas.	Naturalmente,	conozco	a	mucha	gente	que	va	de
paso,	pero	no	tanta	como	mis	colegas	de	la	A10,	al	este	de	mi	casa,	y	la	A505,
hacia	 el	 noroeste.	 La	 A595	 es	 una	 simple	 sub-arteria,	 que	 pone	 en
comunicación	Stevenage	con	Royston,	y	aunque	coloqué	en	ella,	el	día	en	que
abrí,	 un	 rótulo,	 pocos	 fueron	 los	 viajeros	 que	 se	molestaron	 en	 alejarse	 de
dicho	 punto	 para	 tratar	 de	 dar	 con	 El	 Hombre	 Verde,	 con	 preferencia	 a	 la
utilización	 de	 los	 bares	 casi	 asentados	 directamente	 sobre	 las	 cunetas	 de	 la
carretera	principal.	A	mí	eso	me	parecía	lógico,	normal.
Con	John	Fothergill,	el	hombre	de	los	zapatos	de	hebillas,	propietario	del
Spread	Eagle,	 en	 el	Támesis,	 cuando	yo	 era	un	niño,	 que	 echó	 fama	de	 ser
particularmente	desagradable	para	con	sus	huéspedes,	el	único	punto	en	que
estoy	 de	 acuerdo	 es	 en	 lo	 tocante	 a	 la	 falta	 de	 calor	 hacia	 la	 clase	 de
individuos	 que	 usan	 dos	 mitades	 de	 bíter	 y	 dos	 de	 jugos	 de	 tomate	 como
ticket	cuádruple	para	excusados	y	lavabos.	Los	aldeanos	de	Fareham	mismo,
y	 los	de	Sandon,	y	 los	de	Mill	End,	a	kilómetro	y	medio	de	distancia,	eran,
evidentemente,	 otra	 cosa.	Silenciosamente,	 hacían	 llenar	y	 rellenar	 sus	bocs
de	 cerveza	 en	 el	 bar	 público,	 durante	 los	 fines	 de	 semana,	 y	 acogían
cortésmente	 a	 la	 gente	 de	 smoking	 tras	 una	 serie	 de	 días	 respirando	 la
atmósfera	rústica	o	haciendo	la	vida	auténtica	de	la	clase	trabajadora.
Los	de	 la	 localidad,	 ayudados	en	parte	por	varios	 jóvenes	animosos	que
llegaban	 para	 hacer	 una	 comida,	 consumían	 cerveza	 en	 abundancia,	 cuya
cantidad	aumentaba	notablemente	por	semana	durante	el	verano.	Dijérase	 lo
que	 se	 dijera	 acerca	 de	 sus	 precios,	 el	 vino	 se	 iba	 también	 con	 bastante
rapidez.
Yo	siempre	he	querido	tener	en	mi	casa	carne	fresca.	Lo	mismo	he	hecho
con	 las	 verduras	 y	 frutas.	 Esto	 plantea	 a	 diario	 un	 problema	 de	 transporte.
Página	7
Todo	eso,	unido	a	la	preocupación	de	mantener	a	punto	las	existencias	de	sal
y	 ceras	 bruñidoras,	 de	 flores	 y	 mondadientes,	 da	 su	 trabajo.	 Yendo	 o
viniendo,	lo	corriente	es	que	yo	me	pasara	mis	buenas	dos	o	tres	horas	fuera
de	casa,	a	diario.	Pero	tales	faenas	no	resultaban	excesivamente	duras	para	un
hombre	que	disfrutaba	de	una	segunda	esposa,	joven,	y	que	tenía	una	hija	que
aún	no	había	cumplido	los	veinte	años	(nacida	del	primer	matrimonio),	y	un
viejo	 y	 decrépito	 padre…	 Bueno,	 había	 que	 añadir	 una	 plantilla	 de	 nueve
personas.
El	verano	pasado,	particularmente,	cualquier	hombre	no	tan	endurecido	ni
versátil	 como	 yo,	 se	 habría	 sentido	 desbordado.	 Como	 si	 una	 organización
antihotelera	 hubiese	 empezado	 a	 desplegar	 censurables	 actividades,	 varios
huéspedes,	 sucesivamente,	 intentaron	violar	 a	una	doncella;	otro	 llamó	a	un
sacerdote	 a	 las	 tres	 de	 la	 madrugada;	 un	 tercero	 intentó	 sacar	 fotografías
prohibidas	en	una	habitación,	y	algunos	clientes	fueron	encontrados	muertos
en	 sus	 lechos.	 Un	 grupo	 de	 estudiantes	 de	 sociología	 de	 Cambridge,
rechazados	 por	 intercambiar	 obscenidades	 a	 escala	 de	 mitin	 de	 protesta,
bañaron	en	cerveza	a	mi	ayudante,	David	Palmer,	ensayando	a	continuación
una	 sentada.	 Al	 cabo	 de	 un	 año	 de	 observar	 una	 conducta	 sólo	 regular,	 el
portero	español	se	dedicó	a	mirar	por	las	cerraduras,	y	no	únicamente	en	los
lavabos	de	las	señoras,	con	lo	cual	suscitó	la	atención	de	la	policía,	siendo	por
último	deportado.	Hubo	fuego	por	dos	veces	en	la	cocina,	una	de	ellas	durante
una	sesión	de	trabajo	de	la	Sociedad	de	Alimentación	y	Vinos,	en	su	sector	de
Hertfordshire.Mi	esposa	pareció	caer	sumida	en	un	profundo	letargo;	mi	hija
vivía	 ensimismada.	Mi	padre,	 a	 sus	ochenta	 años,	 había	 sufrido	otro	 ataque
cardíaco,	 el	 tercero.	 Nada	 grave,	 pero	 alarmante.	 Yo	 me	 sentía	 en	 tensión
constante	y	vivía	a	razón	de	una	botella	de	whisky	por	día,	si	bien	esto	había
sido	lo	normal	por	espacio	de	veinte	años.
Cierto	 día,	 un	miércoles,	 a	mediados	 del	mes	 de	 agosto,	 alcanzamos	 un
nuevo	nivel.	Por	la	mañana	se	había	producido	un	conflicto	con	el	repatriado
sucesor	 del	 «voyeur»,	 Ramón,	 que	 se	 había	 negado	 a	 apilar	 y	 quemar	 los
desperdicios	 basándose	 en	 que	 ya	 había	 fregado	 los	 platos	 y	 vasos	 de	 los
desayunos.	Luego,	mientras	yo	me	hacía	cargo	del	té,	el	café	y	otros	artículos
similares	 en	 el	 almacén	 correspondiente	 de	 Baldock,	 el	 aparato	 que	 nos
fabricaba	el	hielo	se	averió.	Nunca	había	trabajado	con	mucha	convicción	en
la	 época	 cálida,	 y	 la	 temperatura	 aquella	 semana	 había	 sido	 alta.	Hubo	 que
localizar	a	un	electricista	y	llevarlo	allí.	Tres	grupos	de	huéspedes,	con	cuatro
niños,	 indudablemente	 a	 las	 órdenes	 de	 la	 clandestina	 organización
antihotelera,	cayeron	como	un	pedrisco	entre	las	cinco	y	treinta	y	las	cinco	y
Página	8
cuarenta	minutos.	Mi	esposa	tuvo	la	ocurrencia	de	echarme	a	mí	la	culpa	de
ello.
Más	tarde,	tras	haber	acomodado	a	mi	padre	frente	a	la	ventana	del	cuarto
de	 estar,	 en	 compañía	 de	 un	 vaso	 de	 whisky	 con	 agua,	 salí	 de	 nuestro
apartamento,	 en	 la	 planta	 superior,	 para	 encontrarme	 con	 alguien	 que	 se
hallaba	de	pie,	dándome	la	espalda,	en	lo	alto	de	las	escaleras.	Tomé	a	aquella
persona	por	una	mujer.	Llevaba	un	vestido	que	me	pareció	demasiado	pesado
para	 aquella	 calurosa	 noche	 de	 agosto.	 No	 había	 nada	 en	 la	 pieza	 que
destinábamos	 a	 los	 banquetes,	 la	 única	 habitación	 pública	 de	 la	 planta,	 y
nuestro	 apartamento	 se	 encontraba	 claramente	 señalado	 como	 lugar
absolutamente	privado.
Ofensivamente	suave	a	más	no	poder,	inquirí:
—¿En	qué	puedo	servirla,	señora?
Instantáneamente,	 pero	 sin	 hacer	 el	menor	 ruido,	 aquella	 figura	 giró	 en
redondo	para	enfrentarse	conmigo.	Vi	vagamente	una	pálida	faz,	unos	labios
finos,	unos	rizos	de	tono	castaño	rojizo,	algo	grande	y	azulado	que	pendía	de
su	 cuello.	 Con	 mucha	 más	 claridad	 noté	 una	 sorpresa,	 una	 alarma,	 que
parecían	exageradas:	mi	llegada	a	aquel	sitio	tenía	que	haber	sido	notada	por
una	persona	que	sólo	se	hallaba	a	tres	metros	de	distancia.	Por	otra	parte,	mi
rostro	era	bien	conocido.	¿Por	qué	había	de	impresionarla	tanto?
En	aquel	momento,	mi	padre	me	llamó.	Instintivamente,	miré	a	otro	lado.
—¿Qué	quiere	usted,	padre?
—¡Oh!	Maurice…	¿Podrías	enviarme	uno	de	los	periódicos	de	la	noche?
Puedo	arreglarme	con	el	de	la	localidad.
—Diré	a	Fred	que	le	suba	uno.
—Lo	quisiera	pronto,	Maurice,	si	es	que	Fred	no	tiene	nada	que	hacer.
—Sí,	padre.
En	esto	empleé	no	más	de	doce	segundos.	Pero	después	ya	no	vi	a	nadie
delante	 de	mí.	 La	mujer	 debía	 de	 haber	 renunciado	 a	 dar	 satisfacción	 a	 su
curiosidad	 por	 allí,	 para	 proseguir	 sus	 investigaciones	 en	 la	 planta	 baja.
Indudablemente,	en	ésta	la	suerte	le	sonreiría,	pues	no	volví	a	verla	bajar	las
escaleras,	ni	cuando	entré	en	el	bar,	tras	haber	cruzado	el	vestíbulo.
Esta	 larga	 sala,	 de	 techo	 bajo,	 con	 pequeñas	 ventanas	 que	 revelaban	 el
escaso	 espesor	 del	 muro	 exterior,	 normalmente	 fresca	 en	 verano,	 resultaba
pegajosamente	opresiva	aquella	noche.	Fred	Soames,	el	barman,	se	movía	con
soltura,	y	al	unirme	a	él	detrás	del	mostrador,	esperando	a	que	 terminara	de
servir	 una	 ronda	 de	 bebidas,	 sentí	 que	 el	 sudor	 corría	 bajo	mi	 chaqueta	 del
smoking,	 bajo	 mi	 escarolada	 camisa.	 Estaba	 nervioso	 también.	 Y,	 sin
Página	9
embargo,	mi	desazón	no	era	la	que	solía	tener	de	ordinario.	Por	alguna	razón
que	 no	 comprendía,	 me	 preocupaba	 la	 aparición	 y	 el	 comportamiento	 de
aquella	mujer	que	viera	en	 lo	alto	de	 la	escalera.	Notaba	algo	en	mí	que	no
acertaba	a	definir.	Menos	razonable	todavía	que	otra	cosa:	estaba	convencido
de	que	mi	padre,	al	 llamarme,	había	cambiado	de	opinión	en	 lo	 tocante	a	 lo
que	 quería	 realmente	 decirme.	No	 podía	 imaginar	 cuál	 podía	 haber	 sido	 su
original	 pensamiento,	 ni	 tampoco	 podría	 averiguarlo	 ya.	 Su	 memoria,	 en
semejantes	casos,	abarcaba	un	período	de	tiempo	de	unos	segundos.
Envié	arriba	a	Fred	con	el	periódico,	sirviendo	en	su	ausencia	tres	sherries
medianos	(con	disimulado	disgusto),	una	cerveza	y	alguna	que	otra	cosa	más.
Luego	guié	a	un	grupo	de	comensales	por	el	menú,	promocionando,	por	así
decirlo,	 el	 más	 bien	 fastidioso	 salmón	 y	 la	 carne	 de	 cerdo	 con	 menos
entusiasmo	 del	 que	 la	Guía	 de	 los	 buenos	 alimentos	 hubiera	 recomendado.
Tras	 eso,	 una	visita	 a	 la	 cocina,	 donde	David	Palmer	y	 el	 «chef»	 lo	 habían
puesto	 todo	 en	 orden.	Controlaban	 eficazmente	 incluso	 a	Ramón,	 quien	me
aseguró	que	no	 tenía	el	menor	deseo	de	volver	a	España.	Seguidamente,	un
repaso	a	la	pequeña	oficina,	bajo	el	ángulo	de	la	escalera	principal.	Mi	esposa,
con	 aire	 indiferente,	 trabajaba	 en	 las	 facturas.	 Su	 aire	 de	 indiferencia,	 sin
embargo,	se	disipó	como	por	encanto	(lo	cierto	es	que	casi	nunca	acababa	de
perderlo	 del	 todo)	 al	 decirle	 yo	 que	 dejara	 aquellas	 enojosas	 tareas,	 de
momento,	 para	 subir	 a	 nuestro	 apartamento	 y	 cambiarse	 de	 ropa.	Hasta	me
dio	un	apresurado	beso	en	la	oreja.
Regresé	al	bar	cruzando	una	salita	de	estar,	donde	ingerí	un	buen	whisky,
servido	allí	para	mí	por	Fred.	Mientras	se	servía	la	comida,	atendí	a	algunos
huéspedes	más.	Los	últimos	de	 la	 tanda	 fueron	una	pareja	de	Baltimore,	ya
entrada	 en	 años,	 que	 se	 dirigía	 a	 Cambridge	 en	 busca	 de	 cosas	 históricas.
Habían	 interrumpido	momentámeamente	el	viaje	para	detenerse	en	mi	casa,
con	igual	o	parecido	fin.	El	hombre,	un	abogado	jubilado,	se	había	preparado
adecuadamente	 antes	 de	 emprender	 el	 viaje.	 No	 se	 andaba	 con	 titubeos,	 ni
avanzaba	 a	 tientas.	 Perifrástica,	 pero	 cortésmente,	me	 preguntó	 por	 nuestro
duende,	o	duendes.
Inicié	el	discurso	de	rutina.	Primeramente,	eso	sí,	eché	otro	trago.
—El	más	destacado	fue	uno	llamado	Underhill,	doctor	Thomas	Underhill,
quien	 vivió	 aquí	 en	 los	 últimos	 años	 del	 siglo	 XVII.	 Había	 recibido	 las
sagradas	órdenes,	pero	no	era	el	párroco	del	lugar;	era	un	erudito	que,	por	una
u	 otra	 razón,	 renunció	 a	 su	 beca	 de	 Cambridge,	 adquiriendo	 esto.	 Fue
enterrado	 en	 ese	 pequeño	 cementerio	 que	 se	 encuentra	 carretera	 arriba.
Bueno.	 Fue	 un	 entierro	muy	 especial	 el	 suyo.	 Era	 un	 hombre	 tan	 perverso
Página	10
que,	al	morir,	el	sacristán	no	quiso	que	fuese	excavada	una	fosa	para	él,	y	el
rector	 de	 la	 localidad	 se	 negó	 a	 oficiar	 en	 sus	 funerales.	 Tuvieron	 que	 ser
traídos	 un	 sepulturero	 de	 Royston	 y	 un	 sacerdote	 de	 Peterhouse,	 en
Cambridge.	 Algunos	 de	 los	 vecinos	 aseguraban	 que	 Underhill	 había	 dado
muerte	a	su	esposa.	Se	le	atribuyó	también	el	asesinato	de	un	granjero	con	el
que	había	sostenido	algunas	discusiones	con	motivo	de	unas	tierras.
»Bien…	 Lo	 extraño	 es	 que	 esas	 personas	 fueron	 asesinadas,	 en	 efecto,
siendo	sus	cuerpos	descuartizados	de	una	manera	absolutamente	brutal.	Y,	en
ambos	casos,	los	cadáveres	fueron	hallados	al	aire	libre,	casi	en	el	mismo	sitio
de	 la	 carretera	 que	 conduce	 al	 poblado.	No	 obstante,	 entre	 ambos	 crímenes
mediaba	 un	 período	 de	 seis	 años.	 En	 los	 dos	 casos	 quedó	 establecido	 que
Underhill,	 en	 el	 instante	 de	 producirse	 esas	muertes,	 estaba	 encerrado	 aquí.
Sobre	 eso	 no	 había	 la	 menor	 duda.	 Hay	 que	 suponer,	 evidentemente,	 que
contrató	los	servicios	de	unos	desalmados,	los	cuales	hicieron	aquel	macabro
trabajo.	Pero	esta	gente	no	fue	jamás	capturada;	nadie	los	vio	nunca.	Todo	el
mundo	estimó	que	se	había	ensañado	demasiado	con	las	víctimas	para	tratarse
de	crímenes	corrientes.
»De	 todos	modos,	Underhill,	 o	másbien	 su	 espectro,	 se	 presentó	varias
veces	 en	 una	 ventana	 que	 ahora	 forma	 parte	 del	 comedor,	 atento	 a	 lo	 que
ocurría	frente	a	él,	observando	algo	especial,	al	parecer.	Todos	los	testigos	de
la	aparición	 se	mostraron	muy	sorprendidos	por	 la	expresión	de	 su	 faz	y	 su
general	 comportamiento.	 Pero,	 según	 se	 dice,	 se	 produjo	 un	 desacuerdo
general	en	lo	tocante	a	su	aspecto.	Un	hombre	dijo	que	Underhill	se	comportó
entonces	 como	 un	 ser	 aterrorizado,	 presa	 del	 mayor	 pánico.	 Otra	 persona
manifestó	 que	mostraba	 el	 aire	 de	 serena	 curiosidad	 del	 hombre	 de	 ciencia
que	 tiene	 entre	 manos	 un	 experimento.	 Son	 cosas	 poco	 consistentes	 éstas,
¿verdad?	Y	luego…
—¿Y	no	podría	 ser,	 señor	Allington,	no	podría	 ser	que	esta…	aparición
anduviese	 ocupada,	 si	 le	 está	 permitido	 a	 uno	 expresarse	 así,	 en	 la
contemplación	 de	 los	 crímenes,	 de	 aquellos	 crímenes	 a	 que	 él	 había	 dado
lugar,	y	que	los	diversos	observadores	sorprendieran	sucesivas	etapas	de	sus
reacciones	ante	un	despliegue	de	brutales	violencias?	Pudo	haber	pasado,	de
la	indiferencia	que	habla	de	un	cerebro	perverso,	al	horror,	y	hasta,	quizá,	más
tarde,	al	angustioso	remordimiento.
—He	 ahí	 un	 interesante	 punto	 de	 vista.	 —Yo	 no	 expliqué	 a	 mi
interlocutor	que	lo	que	acababa	de	decir	había	pasado	por	las	mentes	de	todos
aquellos	 que	 anteriormente	 habían	 escuchado	 la	 historia,	 sin	 duda	 con	 otro
estilo,	pero	lo	mismo,	en	definitiva—.	Pero	en	ese	caso	se	había	equivocado
Página	11
al	 elegir	 la	 ventana,	 apartando	 la	 vista	 del	 lugar	 en	 que	 fueron	 halladas	 las
víctimas,	 en	 las	 inmediaciones	 de	 un	 camino	 sombreado	 por	 el	 ramaje	 de
corpulentos	árboles.	Por	 lo	que	yo	sé,	nada	parecido	ha	vuelto	a	darse	aquí;
nada	que	tenga	que	ver	con	la	dichosa	historia.
—Ya.	Déjeme	entonces	formular	otra	consideración.	En	la	última	parte	de
su	extraño	y	fascinante	relato,	señor	Allington,	al	referirse	al	aparecido,	me	he
dado	cuenta	de	que	usted	se	expresaba	en	pretérito…	He	de	entender	que	esas
manifestaciones	son	también	cosa	del	pasado,	¿no?	¿Estoy	en	lo	cierto,	señor
Allington?
Desde	luego,	el	cerebro	de	aquel	viejo	funcionaba	con	mayor	rapidez	que
sus	órganos	orales.
—En	efecto.	Nada	ha	ocurrido	aquí	desde	que	me	hice	cargo	de	 la	casa
hace	siete	años.	La	gente	a	quien	se	 la	compré,	que	han	vivido	aquí	mucho
más	tiempo	que	yo,	tampoco	vio	nunca	nada	de	particular.	Oyeron	contar	que
un	 pariente	 de	 un	 predecesor	 se	 había	 asustado	 al	 enfrentarse	 con	 algo	 que
podía	haber	sido	el	espectro	de	Underhill.	Pero	eso	debía	datar	de	los	tiempos
Victorianos.	Si	alguna	vez	hubo	algo,	eso	es	todo	lo	que	yo	sé.
—Yo	he	leído	que	esta	casa	había	conocido	por	lo	menos	un	fantasma…
Tal	hecho	revela	la	posibilidad	de	que	hubiese	otros,	¿no?
—Sí.	 Verse,	 lo	 que	 se	 dice	 verse,	 es	 algo	 que,	 a	 mi	 juicio,	 no	 ocurrió
nunca,	 en	 ningún	 momento.	 Hubo	 personas	 que	 afirmaron	 haber	 oído	 a
alguien	 andar	 por	 los	 alrededores	 de	 la	 casa	 por	 las	 noches,	 alguien	 que
intentaba	 forzar	 puertas	 y	 ventanas.	 Desde	 luego,	 en	 todas	 las	 poblaciones
suele	haber	unos	cuantos	personajes	incapaces	de	sustraerse	a	la	tentación	de
intentar	 un	 robo	 en	 una	 casa	 de	 las	 dimensiones	 de	 ésta,	 siempre	 y	 cuando
hallen	un	medio	de	penetrar	fácilmente	en	ella.
—¿A	 nadie	 se	 le	 ocurrió	 echar	 un	 vistazo	 para	 confirmar	 sus	 primeras
impresiones?	Entonces	quizás	hubiérase	podido	descubrir	algo…
—Al	 parecer,	 no.	 Esas	 personas	 manifestaron	 que	 no	 les	 agradaba	 en
absoluto	el	ruido	percibido	en	tales	ocasiones.	Oíanse	susurros	y	crepitaciones
cuando	 la	 cosa	 se	 movía.	 Es	 lo	 más	 sensato	 que	 he	 conocido	 sobre	 el
particular.
—¿Y	no	ha	vuelto	a	visitar	esa…	persona	estos	lugares?
—No.
Yo	 procuraba	 expresarme	 siempre	 lacónicamente.	 Habitualmente,	 me
divertía	 sacando	a	 colación	el	 tema,	pero	aquella	noche	 se	me	antojaba	una
necedad,	atestiguada	por	la	evidencia	escrita,	y	al	mismo	tiempo	un	molesto
recurso	de	tipo	comercial.	Mi	corazón	latía	con	cierta	irregularidad;	me	sentía
Página	12
incómodo	 y	 deseoso	 de	 echar	 otro	 trago.	 Mis	 ropas	 se	 me	 pegaban	 a	 las
carnes,	 a	 causa	 del	 húmedo	 calor,	 cada	 vez	 más	 intenso	 a	 medida	 que
avanzaba	la	noche.	Cortésmente,	atendí	otras	preguntas,	que	se	referían	sobre
todo	a	la	base	documental	de	mi	narración.	Contesté,	hipócritamente,	que	no
tenía	nada	de	ese	tipo	en	mi	poder,	y	que	los	documentos	correspondientes	se
hallaban	en	 los	archivos	del	condado,	en	 la	ciudad	de	Hertford.	Los	últimos
momentos	 de	 la	 conversación	 resultaron	 alargados	 por	 la	 costumbre	 de	 mi
huésped	 de	 hacer	 frecuentes	 pausas,	 en	 su	 afán	 de	 expresarse	 con	 rodeos.
Finalmente,	un	grupo	de	personas	que	se	encontraban	en	el	otro	extremo	del
bar	reclamó	el	menú,	y	hacia	ellas	me	dirigí	después	de	escuchar	de	labios	de
los	visitantes	un	retazo	de	discurso	dándome	las	gracias.
Me	separé	del	grupo;	entré	de	nuevo	en	 la	salita	de	estar,	 sediento,	para
salir	refrescado;	llevé	a	cabo	un	breve	recorrido	por	el	comedor,	como	quien
pasa	 revista;	 asentí	 hipócritamente	 cuando	 me	 dijeron	 que	 cierta	 sauce
vinaigrette	 para	 unas	 peras	 «avocado»	 llevaba	 demasiada	 sal,	mostrándome
generoso	al	ordenar	que	la	retiraran	(las	peras	«avocado»	harían	un	excelente
papel	en	la	ensalada	«chef»	que	sería	servida	en	la	comida	del	día	siguiente);
rechacé	por	 teléfono	una	 solicitud	de	dormitorio	matrimonial	 formulada	por
un	graduado	o	estudiante	de	sociología	de	Cambridge	en	lamentable	estado	de
embriaguez;	 puse	 en	 manos	 de	 mi	 esposa,	 de	 nuevo	 en	 la	 planta	 baja,
embutida	en	una	especie	de	vestido	de	plata,	una	copa	de	Tío	Pepe…	Eran	ya
las	nueve	y	veinte	minutos,	íbamos	a	cenar,	que	era	lo	de	costumbre	cuando
no	 había	 más	 cosas	 que	 hacer,	 a	 las	 diez,	 en	 el	 apartamento.	 Esperaba	 la
llegada	 de	 dos	 huéspedes	 privados:	 el	 señor	 y	 la	 señora	 Maybury.	 Jack
Maybury	 era	 el	 médico	 de	 la	 familia	 y	 amigo,	 o,	 más	 concretamente,	 un
hombre	con	el	que	no	me	 resultaba	 insoportable	hablar.	Aquella	porción	de
humanidad	era	más	grata	que	los	malísimos	programas	de	televisión.	Jack	se
remontaba.	Y	Diana	Maybury	hacía	de	aquélla	algo	carente	de	 importancia,
aburrido,	tremendamente	fastidioso.
Llegaron	 cuando	 me	 hallaba	 detrás	 del	 mostrador	 del	 bar.	 En	 aquel
momento	me	manifestaba	 verdaderamente	 ingenuo	 ante	 un	 conservador	 del
Museo	 de	 Londres,	 con	 quien	 hablaba	 del	 clarete	 más	 caro	 de	 la	 lista	 de
vinos,	 algo	 que	 valía	 realmente	 lo	 que	 costaba.	 Jack,	 de	 huesuda	 figura,
vistiendo	 un	 traje	 de	 color	 bizcocho,	me	 hizo	 una	 seña,	 dirigiéndose,	 como
siempre,	a	la	oficina,	para	notificar	a	la	centralita	de	teléfonos	de	la	localidad
dónde	se	encontraba	en	aquel	momento.	Diana	se	unió	a	mi	esposa,	junto	a	la
chimenea.	Jimias,	formaban	una	pareja	impresionante,	sugestiva.	Las	dos	eran
altas,	rubias,	de	bustos	poderosos.	Resultaban,	sin	embargo,	tan	diferentes	que
Página	13
hubieran	podido	ser	elegidas	para	demostrar	gráficamente	la	amplitud	de	las
divergencias	 existentes	 entre	 los	 tipos	 básicamente	 similares	 desde	 el	 punto
de	vista	físico.	De	poca	sensibilidad	habría	de	ser	el	hombre	que	despreciara
la	 oportunidad	de	 llevarlas	 a	 las	 dos	 a	 su	 lecho.	Sus	 diferencias	 visibles	—
Diana	 era	 esbelta,	 de	 cabellos	 ligeramente	 oscuros,	 ojos	 almendrados,	 piel
morena	y	nerviosos	movimientos;	Joyce	era	fuerte,	redonda,	de	piel	rosada	y
de	pausados	ademanes—	sugerían	 la	 existencia	de	otras	por	descubrir.	A	 lo
largo	de	las	últimas	semanas,	había	hecho	yo	algunos	progresos	en	un	sentido
vital	 de	 ese	 objetivo:	 intentaba	 convencer	 a	 Diana	 para	 que	 se	 acostara
conmigo.	Joyce	no	sabía	nada	de	esto,	ni	acerca	de	otro	plan	más	ambicioso.
Mientras	 las	 observaba,	 en	 el	 momento	 de	 intercambiar	 un	 beso,	 vi
claramente	que,	de	una	manera	oculta,	habíanse	sentido	siempre	atraídasen	el
terreno	de	lo	sexual.	Pero	también	podía	ocurrir	que	aquello	no	estuviese	tan
claro	como	yo	creía.	¿Se	trataría,	simplemente,	por	mi	parte,	de	algo	incierto,
atractivo	como	una	fantasía?
El	 conservador	 del	Museo,	 tras	 haber	 aceptado	mi	 consejo,	 ahorrándose
once	chelines	en	el	clarete,	no	muy	inesperadamente,	pidió	media	botella	de
Château	 d’Yquem,	 para	 seguir	 el	 dulce	 curso	 iniciado.	 Incliné	 la	 cabeza	 en
señal	de	aprobación,	y	 le	dije	a	Fred	que	avisara	al	encargado	de	 los	vinos.
Luego	 preparé	 para	 Diana	 una	 ginebra	 con	 limón	 amargo,	 que	 era,
invariablemente,	lo	que	bebía	antes	de	cenar.	A	continuación	le	llevé	el	vaso.
Al	 besarla,	 busqué	 disimuladamente	 su	 boca,	 pero	 me	 encontré	 con	 la
barbilla.	Después	hubo	una	pausa.	La	idea	de	ponerme	a	charlar	con	las	dos
me	 pareció	 menos	 atractiva	 de	 lo	 que	 supuse	 un	 minuto	 antes.	 No	 era	 la
primera	 vez	 que	 me	 sucedía	 esto.	 Jack	 reapareció	 mientras	 yo	 andaba
explotando	 el	 tópico	 del	 calor	 y	 la	 humedad.	 Besó	 a	 Joyce	 con	 la	 misma
naturalidad	 con	 que	me	 había	 saludado	 a	mí	 a	 su	 llegada.	 Luego	me	 llevó
aparte.	 Se	 le	 suponía	 una	 gran	 ascendencia	 sobre	 sus	 pacientes	 femeninos,
pero,	 como	ocurre	 con	 la	mayor	parte	de	 los	hombres	de	quienes	 se	 afirma
eso,	 la	 verdad	 era	 que	 sentía	 escasísima	 inclinación	 por	 la	 compañía	 de	 las
mujeres.
—Salud	—dijo,	 levantando	 levemente	el	vaso	de	Campari	 con	soda	que
Fred	le	había	servido—.	¿Cómo	marcháis?
Viniendo	del	médico	de	la	familia,	esta	pregunta	distaba	mucho	de	ser	un
mero	 cumplido	 social,	 y	 Jack	 se	 las	 arreglaba	 siempre	 para	 impregnarla	 de
cierto	 aire	 de	 hostilidad.	 Era	 un	 tanto	 jactancioso	 hablando	 de	 la	 salud,
insinuando	 que	 la	 falta	 de	 la	 misma	 tenía	 su	 origen	 en	 la	 carencia	 algo
intrascendente,	 por	 lo	 cual	 no	 podía	 ser	 aceptada	 como	 inevitable,	 y	 sí
Página	14
deplorada.	 Esto,	 probablemente,	 le	 servía	 para	 ejercer	 presión	 sobre	 sus
pacientes,	incitándolos	a	mejorar.
—¡Oh!	Todos	vamos	bien,	según	creo.
—¿Qué	 tal	 se	 encuentra	 tu	 padre?	 —me	 preguntó	 a	 continuación,
tanteando	uno	de	los	puntos	débiles	en	mi	sistema	de	defensa.
A	continuación	encendió	un	cigarrillo,	sin	apartar	los	ojos	de	mí.
—Lo	mismo,	aproximadamente.	Muy	piano…
—¿Muy	qué?
Es	 posible	 que	 Jack	 no	 me	 hubiese	 oído,	 a	 consecuencia	 de	 las	 voces,
roncas	a	causa	del	alcohol,	del	bar.	Pero	también	podía	ser	que	me	censurara
por	valerme	de	una	expresión	frívola	dentro	de	un	contexto	solemne.
—¿Muy	qué?	—repitió.
—Muy	piano…	Quiero	decir	que	va	despacio,	que	no	hace	ni	dice	mucho.
—Tienes	que	hacerte	cargo.	Eso	es	de	esperar,	dados	su	edad	y	estado.
—Me	hago	cargo	perfectamente,	te	lo	aseguro.
—¿Y	Amy?	—inquirió	Jack,	alerta,	refiriéndose	a	mi	hija.
—Pues…	Parece	estar	perfectamente,	por	 lo	que	yo	aprecio.	Ve	muchos
programas	de	televisión,	oye	sus	discos	«pop»	y…	todo	lo	demás.
Jack	 se	 quedó	 con	 la	 vista	 fija	 en	 el	 contenido	 de	 su	 vaso.	 Era	 éste	 un
gesto	 que	 no	 quería	 decir	 nada,	 corriente	 en	 el	 que	 bebe.	 Tal	 vez	 estuviera
pensando	 que	 lo	 que	 yo	 acababa	 de	 decir	 era	 suficientemente	 condenatorio
para	que	necesitase	su	ayuda	confirmándolo.
—Pocas	son	 las	cosas	que	en	un	 lugar	como	éste	puede	hacer	—declaré
por	 fin,	 a	 la	 defensiva—,	 y	 no	 ha	 dispuesto	 todavía	 de	mucho	 tiempo	 para
hacer	 auténticas	 amistades.	Claro	que	me	 imagino	que	 tiene	pocas	 cosas	 en
común	 con	 las	 chicas	 de	 la	 población.	 Y	 se	 trata	 de	 las	 vacaciones,	 ya	 se
sabe…
Jack	 continuó	 guardando	 silencio.	 Hizo	 una	 leve	 aspiración	 que	 no
respondía	a	ninguna	necesidad	física.
—Joyce	 se	 ha	mostrado	 un	 poco	 indolente.	A	 lo	 largo	 de	 estas	 últimas
semanas	ha	tenido	mucho	trabajo.	También	hay	que	tener	en	cuenta	el	factor
tiempo.	 En	 efecto,	 el	 verano	 ha	 resultado	 pesado,	 fatigoso	 para	 todo	 el
mundo.	Voy	a	ver	si	a	primeros	de	septiembre	nos	vamos	los	tres	por	ahí	unos
cuantos	días.
—¿Y	tú,	qué?	—inquirió	Jack	con	una	inflexión	de	desdén.
—Yo	me	encuentro	muy	bien.
—¿Qué	me	dices?	Pues	no	das	esa	 impresión.	Mira,	Maurice,	es	posible
que	dentro	de	unos	minutos	ya	no	se	me	depare	una	ocasión	para	decírtelo…
Página	15
Puedes	 apreciarlo	 por	 ti	 mismo.	 Tienes	 mal	 color…	 Sí,	 ya	 lo	 sé:	 no	 se	 te
presentan	muchas	 oportunidades	 de	 apartarte	 de	 esto,	 pero	 al	 menos	 tienes
que	 arreglártelas	 para	 dar	 un	 paseo	 de	 una	 hora	 por	 las	 tardes.	 Sudas	 con
exceso.
—Es	verdad.	—Saqué	mi	pañuelo,	pasándomelo	por	 la	 frente	y	 la	nuca,
completamente	empapadas	de	sudor—.	Lo	mismo	te	pasaría	a	 ti	si	 te	vieses
obligado	a	correr	por	este	condenado	local,	vigilando	media	docena	de	cosas	a
la	vez.	Por	añadidura,	este	tiempo,	tan	caluroso…
—También	yo	corro	lo	mío,	todos	los	días,	y	sin	embargo	no	me	sucede	lo
que	a	ti.
—¡Hombre!	Recuerda	que	tienes	diez	años	menos	que	yo.
—¿Y	 qué?	 Maurice:	 tu	 sudor	 tiene	 su	 origen	 en	 el	 alcohol.	 ¿Cuántos
whiskies	han	caído	ya	en	lo	que	va	de	noche?
—¡Oh!	Un	par	de	ellos,	tan	sólo.
—¡Hum!	Sé	muy	bien	cómo	cuentas:	un	par	de	whiskies	triples.	Todavía
te	servirán	o	te	prepararás	un	par	más	antes	de	que	nos	vayamos.	Después	de
la	cena,	vendrán	tres	solitarios	whiskies	más.	Con	todo	ello	llegas	a	la	media
botella,	 a	 la	 que	 hay	 que	 agregar	 tres	 o	 cuatro	 vasos	 de	 vino,	 más	 lo	 que
bebieras	durante	la	comida	del	mediodía.	Eso	es	abusar,	es	demasiado.
—Me	he	acostumbrado	a	ello.	Lo	encajo	bien.
—Te	has	acostumbrado	a	ello,	sí.	¿Y	qué	pasa?	Pues	que	disfrutas	de	los
restos	de	una	constitución	física	de	primer	orden.	Pero	de	aquí	en	adelante	no
podrás	seguir	como	en	el	pasado.	Tienes	cincuenta	y	tres	años.	Has	llegado	a
ese	punto	del	camino	en	que	el	piso	se	inclina.	Vas	cuesta	abajo,	querido.	Y	la
cuesta	 cada	 vez	 será	 más	 pronunciada,	 rápidamente,	 si	 sigues	 como	 ahora.
¿Cómo	te	encuentras	hoy?
—Muy	bien.	Ya	te	lo	he	dicho.
—Vamos,	vamos.	¿Cómo	te	sientes	hoy	realmente?
—¡Oh!…	Francamente	mal.
—Vienes	sintiéndote	así	desde	hace	unos	dos	meses.	Y	todo	porque	bebes
con	exceso.
—Las	 dos	 únicas	 horas	 de	 la	 jornada	 en	 que	 no	 me	 encuentro	 de	 ese
modo.	Jack,	quedan	siempre	hacia	el	final	de	un	día	de	intensos	trasiegos.
—Figuraciones	tuyas,	créeme.	¿Te	sientes	agitado?
—Menos	que	antes.	Sí,	estoy	mejor.
—¿Y	en	cuanto	a	las	alucinaciones?
Al	 aludir	 a	 mis	 agitaciones	 nos	 estábamos	 refiriendo	 a	 algo	 menos
desagradable	de	lo	que	pueda	parecer	a	primera	vista.	Son	muchas,	casi	todas,
Página	16
las	personas	que	se	hallan	familiarizadas	con	cierta	forma	de	agitación	que	se
presenta	en	el	momento	de	quedarse	uno	dormido.	Se	trata	de	una	convulsiva
rigidez	 de	 la	 pierna	 que	 suele	 presentarse	 acompañada	 de	 un	 breve	 sueño
explicativo	relacionado	con	una	caída,	con	la	pérdida	de	un	peldaño	al	alargar
una	 pierna	 para	 subir	 cualquier	 escalera.	 En	 casos	 más	 habituales	 y
pronunciados,	 el	 movimiento	 puede	 afectar	 a	 cualesquiera	 músculos,
incluidos	los	del	rostro,	y	eso	puede	ocurrir	una	docena	de	veces,	o	más,	antes
de	que	el	sujeto	concilie	el	sueño,	o	abandone	tal	empeño.
Con	este	grado	de	 intensidad,	 la	 agitación	de	este	 tipo	 se	asocia	con	 las
alucinaciones	 hipnagógicas.	 Antecede	 a	 éstas	 la	 agitación,	 que	 se	 presenta
cuando	el	individuo	está	completamente	despierto,	o	casi	despierto,	pero	con
los	 ojos	 cerrados.	 No	 son	 sueños.	 Pueden	 ser	 descritas	 como	 visiones	 de
significado	 no	 evidente,	 observadas	 en	 condiciones	 nada	 favorables.	 Su
paralelo	más	próximo	o	menos	distante	es	lo	que	les	sucede	a	las	personas	que
se	han	pasado	la	mayor	parte	de	un	día	sin	apartar	los	ojos	de	una	escena	que
varía	 solamente	 dentro	 de	 ciertos	 límites	 fijos,	 como	 cuando	 se	 viaja	 en
coche,	por	ejemplo,	quienes,	cuando	cierran	los	ojos	al	 tenderse	en	el	 lecho,
por	 la	 noche,	 se	 encuentran	 con	 una	 versión	 de	 lo	 que	 estuvieron	 viendo,
como	si	estuviese	siendo	proyectadosobre	 la	parte	 interior	de	sus	párpados.
Pero	 se	 presentan	 notables	 diferencias.	 Las	 alucinaciones	 carecen	 de	 todo
sentido	de	profundidad	o	marco,	y	no	se	encuentra	mucho	como	fondo;	con
frecuencia,	nada.	Un	 trozo	de	pared,	 el	 rincón	de	una	chimenea,	una	 silla	o
una	 mesa	 entrevistas,	 es	 todo	 lo	 más	 que	 puede	 distinguirse;	 uno,	 de
encontrarse	en	alguna	parte,	 se	halla	 siempre	al	aire	 libre.	Y,	 lo	que	es	más
importante,	 las	 imágenes	 alucinatorias	 son	 invariablemente,	 por	 así	 decirlo,
ficticias.	Jamás	nada	conocido	se	representa	en	ellas.
En	su	totalidad,	esas	imágenes	son	humanas.	Proveniente	de	la	oscuridad,
aparece	un	rostro,	o	una	faz	con	su	cuello	correspondiente	y	sus	hombros,	o
algo	que	no	puede	ser	descrito	con	precisión,	pero	que	se	asemeja	a	una	cara
más	 que	 a	 ninguna	 otra	 cosa,	 con	 cambiantes	 expresiones.	 También	 se	 ven
comúnmente	 otras	 partes	 del	 cuerpo,	 unas	 nalgas,	 un	 muslo,	 un	 torso
completo,	 un	 solitario	 pie.	 En	 mi	 caso,	 esas	 figuras	 aparecen	 totalmente
desnudas,	pero	esto	puede	ser	consecuencia	de	mis	eróticas	inclinaciones,	no
necesariamente	 resultado	 de	 la	 experiencia.	 Las	 extrañas	 distorsiones	 y
apéndices	 que	 acompañan,	 la	 mayor	 parte	 del	 tiempo,	 a	 las	 identificables
formas	desnudas	tienden	a	producir	una	atenuación	de	su	calidad	erótica.	Yo
mismo	 no	 me	 siento	 sexualmente	 impresionado	 por	 un	 seno	 femenino
Página	17
dividido	en	fragmentos	como	una	naranja	pelada,	o	por	un	par	de	muslos	que
convergen	en	una	sola	e	hinchada	rodilla.
De	 todo	esto	ya	 se	puede	pensar	que	 la	alucinación	hipnagógica	es	algo
que	debe	ser	temido.	Hasta	cierto	punto,	inspiran	miedo,	pero	(en	mi	caso)	las
diversas	 imágenes,	 aunque,	 con	 frecuencia,	 grotescas	 o	 desconcertantes,	 no
tienen	 poder	 suficiente	 para	 aterrorizar.	 En	 ocasiones,	 de	 repente,	 un	 perfil
corriente	se	transforma	en	una	faz	completa,	centelleando	los	ojos	con	ira	de
demente,	o	se	transforma	en	algo	no	humano.	Otras	veces,	como	contraste,	se
entrevé	algo	bello	claramente,	en	un	breve	destello	de	suave	y	amarillenta	luz,
antes	 de	 difuminarse,	 de	 desaparecer,	 pasando	 al	 estado	 de	 una	 ficción
desvanecida.	 Lo	 más	 desagradable	 de	 esas	 visiones	 son	 los	 tirones	 y
temblores,	 y	 las	 sacudidas,	 que	 hacen	 que	 uno	 quede	 totalmente	 desvelado.
Siempre	traen	consigo	una	pérdida	de	sueño.
Pensé	brevemente	en	esa	perspectiva	mientras	Jack	y	yo	hablábamos	en	el
bar,	que	había	empezado	a	llenarse	de	gente.	Acudían	los	primeros	huéspedes
al	 comedor,	 así	 como	 otras	 personas	 que	 se	 habían	 pasado	 la	 última	media
hora	al	volante	de	sus	coches.	Dije	a	Jack:
—Supongo	que	me	dirás	que	todo	es	debido	al	alcohol.
—Pues,	mira,	con	él	están	relacionadas,	en	efecto.
—La	 última	 vez	 que	 hablamos	 de	 este	 mismo	 tema	 me	 dijiste	 que	 se
hallaban	 relacionadas	 con	 la	 epilepsia.	 Ambas	 opiniones	 no	 pueden	 ser
válidas	a	la	vez.
—¿Por	qué	no,	si	es	así?	De	todos	modos,	la	epilepsia	es	un	tecnicismo.
Yo	 no	 puedo	 asegurarte	 que	 jamás	 padecerás	 un	 ataque	 de	 epilepsia,	 de	 la
misma	manera	que	no	me	es	posible	decir	que	nunca	te	romperás	una	pierna
Puedo	afirmar,	en	cambio,	que,	de	momento,	no	existen	indicios	de	ella.	Otra
cosa	puedo	decirte:	entre	tu	forma	de	beber	y	tus	saltos	y	rostros	existe	algo
más	que	una	conexión	 técnica.	El	cansancio	proviene	de	un	esfuerzo.	Quizá
todo	se	limite	a	eso.
—El	alcohol	produce	en	tales	circunstancias	un	alivio.
—Al	 principio.	Vamos,	Maurice…	Después	 de	 veinte	 años	 de	 continuo
trasiego,	no	querrás	que	te	dé	una	conferencia	sobre	los	círculos	viciosos	y	las
espirales	en	continuo	descenso.	No	te	estoy	pidiendo	que	suprimas	el	alcohol
totalmente,	radicalmente.	Esta	idea	no	sería	buena,	en	absoluto.	Modérate	un
poco,	 simplemente.	Esfuérzate	por	apartarte	de	 lo	 fuerte	hasta	 la	noche,	por
ejemplo.	Lo	mejor	será	que	inicies	cuanto	antes	el	nuevo	régimen	de	vida.	Si
es	 que	 quieres	 llegar	 a	 cumplir	 los	 sesenta	 años.	 Tampoco	 quiero	 que	 te
recluyas	en	tu	habitación	para	vivir	como	un	muerto,	valga	la	paradoja.	Haz
Página	18
que	te	sirvan	uno	más	de	tus	whiskies	especiales	y	luego	trota	unos	minutos
por	 el	 comedor	 formulando	 excusas	 ante	 los	 comensales	 que	 se	 quejen	 de
haber	hallado	algún	desperdicio	en	sus	budines	de	bisté	y	 riñones.	Mientras
tanto,	charlaré	con	estos	pájaros.
Hice,	aproximadamente,	 lo	que	él	me	dijo,	 tardando	más	de	 la	cuenta,	a
causa	de	que	tuve	que	escuchar	todo	un	discurso	sobre	mi	cocina	pronunciado
por	 mi	 huésped	 de	 Baltimore	 a	 la	 velocidad	 de	 un	 orador	 que	 se	 hubiese
estado	dirigiendo	a	un	auditorio	de	defectuosos	mentales	en	alto	grado.	Tras
lo	cual,	después	de	haber	respondido	con	circunlocuciones,	me	separé	de	él,
subiendo	al	apartamento.
El	sonido	de	una	voz	autoritaria	de	varón,	expresándose	en	un	 tono	más
bien	 displicente,	 con	 un	 fuerte	 acento	 centro-europeo,	 llegó	 a	 mis	 oídos,
proveniente	del	dormitorio	de	mi	hija.	Amy,	de	trece	años	de	edad,	delgada	y
pálida,	estaba	sentada	en	el	borde	de	su	lecho,	con	las	mejillas	entre	las	manos
y	los	codos	apoyados	en	las	rodillas.	Todo	lo	que	la	rodeaba	venía	a	revelar	su
edad	y	condición	con	fidelidad	extrema:	fotografías	en	colores	de	cantantes	y
actores,	 recortadas	 de	 varias	 revistas	 y	 pegadas	 en	 las	 paredes	 con	 cinta
adhesiva;	 un	 gramófono	 miniatura,	 sin	 tapa,	 de	 color	 rosado;	 discos	 y
policromas	fundas	de	discos,	por	separado,	demasiado	estrechas	para	los	fines
a	que	eran	destinadas;	muchísimos	 jarrones	y	envases;	pequeñas	botellas	de
plástico	agrupadas	encima	de	la	cómoda,	en	torno	a	un	receptor	de	televisión.
En	la	pantalla	de	éste,	un	hombre	muy	peludo	decía	a	otro,	calvo:	«Pero	los
efectos	de	 estos	 ataques	 contra	 el	 dólar	 no	 serán,	 desde	 luego,	 evidentes	 en
seguida.	 Hemos	 de	 esperar	 para	 ver	 cuáles	 son	 los	 mejores	 remedios	 a
adoptar».
—Querida:	¿cómo	se	te	ocurre	ver	un	programa	como	éste?	—le	pregunté.
Amy	se	encogió	de	hombros	sin	cambiar	de	postura.
—¿Qué	otros	programas	hay?
—En	un	canal,	música…	Ya	sabes:	violines	y	todo	lo	demás.	En	el	otro,
caballos.
—Sin	embargo,	a	ti	te	gustan	los	caballos.
—Éstos,	no.
—¿Qué	les	pasa	a	éstos?
—Todos	marchan	en	fila.
—¿Qué	quieres	decir?
—Que	van	en	fila:	uno	detrás	de	otro*
—No	sé	por	qué	razón	has	de	estar	forzosamente	viendo	un	programa	en
la	pantalla	de	tu	televisor,	sea	cual	sea.	¿No	podrías…?	A	mí	me	gustaría	que
Página	19
de	vez	en	cuando	leyeses	un	libro.
«Usted	debe	comprender,	en	primer	lugar,	que	eso	no	es	cosa	del	Fondo
Monetario	 Internacional»,	 dijo	 en	 el	 televisor	 el	 hombre	 peludo	 con
desprecio.
—Apaga	ese	aparato,	cariño,	¿quieres?	No	puedo	oír	nada…	Así	es	mejor.
Amy,	con	los	ojos	fijos	todavía	en	la	pequeña	pantalla,	había	tendido	un
brazo	rematado	por	una	mano	de	largos	dedos,	pulsó	un	botón	que	se	hallaba
a	 un	 lado	 del	 televisor,	 reduciendo	 la	 voz	 del	melenudo	 a	 un	 prolongado	 y
lejano	grito.
—Escucha	ahora	lo	que	voy	a	decirte:	el	doctor	Maybury	y	su	esposa	han
venido	 aquí	 esta	 noche,	 para	 cenar	 con	 nosotros.	 Subirán	 dentro	 de	 unos
minutos.	¿Por	qué	no	 te	pones	 tu	vestido	de	noche,	 te	cepillas	 los	dientes	y
charlas	un	rato	con	el	matrimonio	antes	de	acostarte?
—No,	gracias,	papá.
—Pero	a	ti	te	son	simpáticos	los	Maybury.	Me	lo	has	dicho	varias	veces.
—No,	gracias.
—Bueno,	entonces	ve	a	desearle	buenas	noches	al	abuelo.
—Sí,	eso	sí.
Mientras	 permanecía	 allí	 unos	 momentos,	 junto	 a	 la	 cama,	 deseoso	 de
descubrir	cómo	podía	infundir	a	mi	hija	un	poco	de	vida,	mis	ojos	tropezaron
con	una	fotografía	de	la	difunta,	de	su	madre,	colocada	en	la	pared,	junto	a	la
ventana.	 Creo	 que	 no	 hice	 ningún	 movimiento,	 pero	 Amy,	 sin	 haberme
mirado	 de	 reojo,	 advirtió	 lo	 que	 acababa	 de	 ver.	 Movió	 las	 piernas
ligeramente,	 como	 si	 se	 hubiese	 sentido	 incómoda.	 Y,	 de	 repente,	 dije,
intentando	dar	a	mis	palabras	una	inflexión	de	entusiasmo:
—Ya	 sé	 lo	 que	 vamosa	 hacer…	Mañana	 por	 la	mañana	 volveré	 a	 ir	 a
Baldock.	Lo	que	tengo	que	hacer	allí	no	me	llevará	más	de	unos	minutos,	así
que	podrías	acompañarme.	Tomaríamos	una	taza	de	café	y…	Tú	podrías	pedir
una	cocacola.
—De	 acuerdo,	 papá	—respondió	Amy,	más	 sosegada,	 por	 lo	menos	 en
cuanto	a	la	voz.
—Bueno,	 volveré	 dentro	 de	 un	 cuarto	 de	 hora	 para	 desearte	 buenas
noches.	Espero	que	para	entonces	ya	 te	hayas	acostado.	Que	no	se	 te	olvide
cepillarte	los	dientes.
—De	acuerdo.
Antes	de	que	hubiese	cerrado	la	puerta	de	la	habitación	comprendí	que	la
hora	 del	 melenudo	 había	 pasado,	 para	 ser	 sustituido	 por	 una	 calurosa
recomendación	de	no	sé	qué	marca	de	champú	para	el	cabello,	subrayada	por
Página	20
alguien	suavemente,	a	medio	orgasmo.	Amy	no	era	 todavía	una	mujer,	pero
ya	 con	 menos	 años	 había	 hecho	 considerables	 progresos	 en	 el	 femenino
hábito	 de	 comportarse	 indiferentemente,	 o	 fríamente,	 hasta	 el	 punto	 de	 que
debía	de	existir	alguna	razón	que	la	justificara.	A	todo	esto	negaba	tercamente
la	existencia	del	 raciocinio,	y	 también	 la	del	comportamiento.	Yo	me	sentía
intimidado	 por	 su	 conducta,	 y,	 de	 vez	 en	 cuando,	 aterrado	 por	 su	 razón.
Mientras	tanto,	evitaba	el	análisis.	Amy	y	yo	no	habíamos	hablado	nunca	de
la	 muerte	 de	Margaret	 ocurrida	 en	 un	 accidente	 callejero,	 dieciocho	meses
antes.	 Sólo	 había	 habido	 alusiones	 inevitables,	 fruto	 de	 la	 ordinaria
convivencia.	 Tres	 años	 antes	 de	 eso,	 Margaret	 se	 había	 llevado	 a	 Amy	 al
dejarme	 a	 mí.	 Tampoco	 nos	 habíamos	 ocupado	 de	 ese	 episodio.	 Al	 final
tendría	 que	 hacer	 algo	 sobre	 el	 particular,	 acertar	 con	 un	 medio	 que	 me
permitiera	 hablar	 de	 la	 conducta	 y	 de	 la	 razón.	 Quizá	 se	 me	 deparara	 una
oportunidad	en	tal	sentido	durante	el	viaje	a	Baldock	mañana	por	la	mañana.
Quizá.
Descendí	a	la	planta	baja;	entré	en	el	comedor,	un	salón	amplio,	de	techo
no	muy	 alto,	 en	 el	 que	 había	 una	 bella	 chimenea	 del	 siglo	 XVII,	 una	 pieza
heráldica	 que	 yo	 había	 descubierto	 tras	 un	 revestimiento	 de	 Victorianos
ladrillos.	Magdalena,	la	esposa	de	Ramón,	una	mujer	menuda,	de	unos	treinta
y	cinco	años	de	edad,	colocaba	tazones	de	vichyssoise	enfriado	ante	cada	una
de	 las	 cinco	 sillas	 alrededor	 de	 la	 mesa	 ovalada.	 Las	 ventanas	 estaban
abiertas;	las	cortinas	habían	sido	descorridas.	Cuando	encendí	las	velas	de	los
candelabros,	 las	 llamitas	 temblaron	 débilmente,	 sin	 acabar	 de	 extinguirse.
Una	brisa	de	las	Chiltern	se	esforzaba	por	llegar	hasta	allí.	El	aire	no	parecía
más	 fresco.	Cuando	Magdalena,	hablando	apaciblemente	 consigo	misma,	 se
hubo	 ido,	me	 acerqué	 a	 la	 ventana	 correspondiente	 a	 la	 fachada	 de	 la	 casa,
pero	en	aquel	lugar	hallé	poco	alivio.
No	había	nada	que	ver.	Sólo	la	desierta	habitación,	reflejada	en	uno	de	los
grandes	cristales.	Mis	estatuillas	continuaban	en	 sus	correspondientes	 sitios;
veía	una	buena	copia	de	una	terracotta	romana:	una	cabeza	de	viejo	sobre	un
pedestal,	 junto	 a	 la	 puerta;	 un	 par	 de	 jóvenes	 isabelinas	 contemplándose
mutua	y	vagamente	desde	sus	rectangulares	nichos,	en	el	muro	más	alejado;
los	bustos	de	un	oficial	de	la	Marina	y	de	un	militar	del	período	napoleónico,
en	 la	 repisa	 de	 la	 chimenea;	 una	 linda	 figura	 femenina	 de	 bronce,
probablemente	 francesa,	 que	 data	 de	 1890,	 o	 de	 poco	 después,	 sobre	 otro
pedestal	situado	delante	de	la	ventana,	a	mi	izquierda,	de	forma	que	quedara
bañada	por	el	sol	de	la	mañana.	Dando	la	espalda	a	la	habitación,	poco	podía
observar	 de	 ella.	En	 tal	 posición,	 el	 extrañamente	 exacto	 equilibrio	 entre	 lo
Página	21
animado	y	lo	inanimado,	constantemente	mantenido	en	la	observación	directa,
parecía	 haberse	 esfumado.	 En	 el	 cristal	 de	 la	 ventana	 todo	 parecía
nuevamente	 falto	 de	 vida.	 Di	 la	 vuelta,	 enfrentándome	 con	 todas	 las
estatuillas:	sí,	una	vez	más,	humanas	al	mismo	tiempo	que	minerales.
La	carretera	A595	quedaba	demasiado	lejos	para	que	llegase	hasta	allí	el
rumor	 de	 los	 vehículos.	 Por	 otra	 parte,	 ningún	 coche	 avanzaba	 en	 aquel
momento	hacia	la	entrada	de	la	casa,	por	la	zona	despejada	existente	delante
del	edificio.	Todo	parecía	sumido	en	una	gran	quietud.	Luego	se	hizo	audible
un	murmullo	de	voces,	ninguna	de	las	cuales	podía	ser	aislada,	distinguida	del
resto.	 Me	 dije	 que	 si	 transcurrían	 todavía	 unos	 segundos	 más	 sin	 que
percibiera	 un	 sonido	 independiente	 de	 los	 demás,	 me	 trasladaría	 a	 mi
dormitorio	 para	 echar	 otro	 trago.	 Comencé	 a	 contar	 mentalmente:	 mil,	 dos
mil,	tres	mil,	cuatro	mil…	Ésta	es	una	práctica	que	ayuda	a	alcanzar	el	ritmo
correcto.	Con	este	proceder,	al	correr	de	 los	años,	he	 llegado	a	un	punto	en
que	me	es	posible	garantizar	una	precisión	extraordinaria,	con	un	margen	de
error	de	dos	segundos	por	minuto	controlado.	He	ahí	una	costumbre	muy	útil
en	 determinadas	 situaciones,	 como	 cuando	 se	 trata	 de	 hervir	 huevos	 sin	 la
ayuda	de	reloj.	Pero	la	utilidad	práctica	no	es	realmente	el	fin	que	se	persigue.
Había	 llegado	 a	 la	 cifra	 treinta	 y	 ocho	mil	 en	mi	 cuenta,	 y	 empezaba	 a
felicitarme	a	mí	mismo	por	entrar	en	el	último	tercio	del	recorrido,	cuando	oí
un	sonido	claramente	diferenciado,	esperado	a	medias,	procedente	de	la	salita
que	había	al	otro	lado	del	pasillo,	una	mezcla	de	gruñido	y	de	carraspeo.	Mi
padre,	 habiendo	 notado	 la	 partida	 de	 Magdalena,	 pero	 procurando	 que	 no
pensara	 que	 actuaba	 directamente	 de	 acuerdo	 con	 esa	 señal,	 había	 decidido
que	era	hora	de	moverse	y	de	acomodarse	ante	la	mesa.	Me	había	privado	de
mi	whisky,	pero	tenía	que	reconocer	que	esto	era	algo	que	quizás	era	correcto.
Percibí	el	rumor	de	sus	pasos,	lentos	y	firmes.	Al	cabo	de	unos	instantes,
la	 puerta	 se	 abrió.	 Pronunció	 unas	 palabras	 poco	 cordiales	 al	 descubrir	 que
había	 sido	 precedido	 en	 el	 umbral	 por	 «Víctor	 Hugo»,	 el	 cual	 se	 había
escabullido	 por	 entre	 sus	 pies.	 «Víctor»	 era	 un	 siamés	 de	 pelo	 azulado,	 un
gato	castrado	en	el	tercer	año	de	su	existencia.	Entró,	como	de	costumbre,	en
una	 especie	de	 semivuelo,	 como	huyendo	de	 algo	que	no	 era	una	 amenaza,
probablemente,	 pero	 que	 le	 hacía	 intuir	 que	 lo	 mejor	 era	 ponerse	 a	 salvo.
Habiéndome	visto,	se	me	acercó,	también	como	de	costumbre,	con	cierto	aire
de	incertidumbre.	No	debía	pensar	en	mi	identidad,	sino	en	mis	intenciones.
Me	 miró,	 expectante,	 a	 la	 caza	 de	 posibles	 respuestas.	 ¿Era	 yo	 nitrato
potásico,	o	el	día	doce	del	mes	de	octubre,	o	la	Cristiandad,	o	un	problema	de
ajedrez?	 ¿Algo,	 tal	 vez,	 que	 implicaba	 una	 variante	 del	 contra-gambito	 de
Página	22
Falkbeer?	Al	llegar	junto	a	mí	renunció	a	la	solución	del	problema,	cayendo	a
mis	pies	como	hubiera	podido	caer	un	elefante	alcanzado	por	un	proyectil	en
cualquier	punto	vital	de	su	cuerpo.	«Víctor»	era,	entre	otros	motivos,	la	razón
de	 que	 no	 fuesen	 admitidos	 perros	 en	 El	 Hombre	 Verde.	 El	 esfuerzo	 para
jerarquizarlos	hubiera	podido	resultar	excesivamente	agotador	para	él.
Mi	padre	cerró	 la	puerta	con	firmeza	a	su	espalda,	haciendo	un	gesto	de
asentimiento	 que	 me	 brindó,	 sin,	 al	 parecer,	 querer	 dar	 a	 entender	 algo
especial.	 Físicamente	me	parezco	 bastante	 a	 él:	 en	 la	 estatura,	 en	 la	 poca	 o
ninguna	 propensión	 a	 las	 adiposidades.	 Entre	 sus	 cabellos	 blancos	 hay
algunos	de	color	rojo	oscuro,	como	los	míos.	Pero	su	larga	nariz	y	sus	anchas
manos,	poderosas	como	las	de	un	pianista,	han	sido	reemplazadas	en	mí	por
algo	menos	afirmativamente	masculino,	lo	cual	debo	a	mi	madre.
Por	entonces,	el	hombre	parecía	estar	contemplando	el	mundo	con	aire	de
persona	descontenta	 por	 un	motivo	no	 determinado.	Había	 allí	 otra	 persona
cuya	 vida	 no	 comprendía.	 La	 rutina	 cotidiana,	 mitigada	 por	 una	 pequeña
variación	 los	 domingos	 por	 la	 mañana,	 era	 de	 estrechos	 límites:	 hiciera	 el
tiempo	que	hiciera,	 a	 las	diez	 en	punto	 se	 encaminaba	a	 la	población	«para
echar	 un	 vistazo»(aunque	 allí	 se	 veía	 siempre	 lo	 mismo,	 ya	 que	 nada
cambiaba,	al	menos	a	los	ojos	de	un	hombre	de	ciudad	como	yo);	adquiría	un
paquete	 de	 diez	 Piccadilly	 y	 el	 «The	 Times»	 (no	 había	 querido	 que	 se	 lo
llevasen	a	casa),	siempre	en	el	mismo	establecimiento;	entraba	en	la	sala	de	té
Dainty,	 a	 tomar	un	café	 con	un	bizcocho	de	chocolate;	 al	mismo	 tiempo	 se
leía	 todo	 el	 diario;	 a	 mediodía	 se	 presentaba,	 con	 toda	 puntualidad,	 en	 el
«Queen’s	 Arms»,	 donde	 tomaría	 un	 par	 de	 cervezas	 ligeras	 Courage	 e
iniciaba	 la	 solución	 de	 su	 crucigrama	 cotidiano,	 charlando	 con	 «uno	 o	 dos
conocidos»,	 abordando	 temas	 que	 a	 mí	 me	 había	 costado	 trabajo	 definir
cuando	 alguna	 mañana	 floja	 de	 trabajo	 había	 decidido	 acompañarlo	 en	 su
recorrido.
Volvía	 a	El	Hombre	Verde	 a	 la	una	y	 cuarto	 en	punto,	para	 ingerir	 una
comida	 fría	 en	 su	 habitación;	 luego,	 por	 la	 tarde,	 se	 dedicaba	 a	 dormitar,
intentando	 dar	 fin	 al	 crucigrama	 comenzado	 por	 la	 mañana.	 También	 leía
libros	 de	 bolsillo	 del	 género	 detectivesco,	 los	 cuales	 le	 compraba	 yo	 en
Royston	 o	 en	 Baldock.	 A	 las	 seis	 o	 seis	 y	 media	 —aquí	 se	 permitía	 una
pequeña	irregularidad	en	el	horario—	hacía	acto	de	presencia	en	el	salón,	listo
para	hacer	los	honores	a	la	primera	de	las	dos	bebidas	que	ingería	antes	de	la
cena,	 listo,	 asimismo,	 para	 conversar,	 supongo,	 ya	 que	 entonces	 no	 llevaba
nada	en	las	manos,	ni	siquiera	el	crucigrama.
Página	23
Pero	Joyce,	Amy	y	yo	teníamos	otras	cosas	que	hacer	para	entretenernos
charlando	con	él.	Entonces	optaba	por	pedir	el	periódico	de	la	noche,	como	la
última	vez,	o	fijar	la	vista	en	un	muro.	Siempre	que	lo	miraba,	para	volver	a
encontrármelo	así,	como	esta	noche,	me	sentía	levemente	derrotado:	no	podía
obligarle	a	leer,	no	podía	forzarle	a	resolver	jeroglíficos;	no	iba	a	pedirle	que
se	 pusiera	 a	 estudiar	 latín,	 o	 que	 probara	 suerte	 con	 el	 dibujo	 técnico;	 en
cuanto	a	la	televisión,	ni	hablar:	siempre	decía	que	le	agradaba	tanto	como	la
perspectiva	de	ser	objeto	de	un	trasplante	de	cerebro,	con	sustitución	de	éste
por	un	calabacín.
Paseó	la	mirada	por	la	habitación,	frunciendo	el	ceño	con	más	intensidad
que	 de	 costumbre.	 Pretendía	 encontrar	 a	 su	 alrededor	 aquello	 que	 podía
resultarle	 más	 desagradable,	 seguramente.	 Sus	 ojos	 se	 fijaron	 en	 la	 mesa
preparada,	dirigiéndose	hacia	ésta.
—Huéspedes	—comentó,	aparentemente	tolerante.
—Sí.	 Jack	 y	Diana	Maybury,	 que	 cenan	 aquí	 esta	 noche.	 En	 efecto,	 ya
han…
—Lo	sé,	 lo	sé.	Me	lo	dijiste	esta	mañana.	Es	un	tipo	chocante	él,	¿no	te
parece?	Muy	 especial,	 quiero	 decir.	 Parece	 estar	 diciendo	 a	 cada	momento:
«Aquí	 tenéis	 al	más	 eficiente	 y	 responsable	 de	 los	médicos	 de	 esta	 región;
amigo,	además,	de	todo	el	mundo…».	Creo	que	no	me	agrada,	Maurice.	Me
gustaría	poder	declarar	lo	contrario,	porque	lo	hace	muy	bien	conmigo,	como
médico,	quiero	decir.	No	me	ha	fallado	ni	una	sola	vez,	Pero	no	creo	que	me
agrade	como	hombre.	Es	algo	que	 tiene	que	ver	con	 la	 forma	de	 tratar	a	 su
esposa.	Son	esas	maneras	suyas…	No	parece	sino	que	estuviese	considerando
que	careces	de	piernas	y	brazos.	Bueno,	a	mi	edad	eso	es	de	esperar,	pero	es
que	ella	sigue	un	tipo	de	conducta	con	todos…	¡Oh!	Es	muy	atractiva,	desde
luego.	A	la	vista	está.	Oye,	¿tú	no…?	A	propósito…
—No	—respondí,	deseando	más	que	nunca	tener	a	la	mano	un	vaso—.	No
hay	nada	de	eso.
—He	visto	cómo	la	mirabas.	Eres	una	mala	persona,	Maurice.
—En	lo	de	mirarla	no	hay	nada	malo.
—En	tu	caso,	sí,	ya	que	eres	una	mala	persona,	Maurice.	De	todos	modos,
no	 la	 toques,	 si	 es	 que	 deseas	 que	 te	 dé	 un	 consejo.	 Esa	 pequeña	 bruja	 te
podría	 traer	 complicaciones	y,	 créeme,	no	vale	 la	pena.	Con	una	mujer	hay
otras	 cosas,	 aparte	 de	 la	 consabida	 de	 llevarla	 a	 tu	 lecho.	 Y	 esto	 hace	 que
recuerde	 algo…	Querría	 charlar	 contigo	 acerca	 de	 Joyce.	No	 se	 siente	 feliz
aquí,	 Maurice.	 ¡Oh!	 No	 quiero	 decir	 que	 esté	 abatida,	 nada	 de	 eso…	 Ha
encajado	perfectamente	en	este	género	de	vida,	en	la	existencia	que	es	preciso
Página	24
llevar	aquí…	En	tal	aspecto,	eres	un	hombre	afortunado.	Pero	en	realidad	ella
no	es	feliz.	Se	figura	que	la	llevaste	al	matrimonio,	que	fuiste	tan	lejos	en	tus
propósitos	 con	el	 fin	de	dar	 con	alguien	que	 fuese	una	madre	para	 la	 joven
Amy.	 La	 cosa	 no	 marcha	 bien	 en	 este	 aspecto,	 todo	 lo	 bien	 que	 pudiera
marchar,	 porque	 lo	 dejas	 todo	 en	 sus	manos	 en	 vez	 de	 ayudarla	 a	 cumplir
aquel	 fin.	Es	una	mujer	 joven,	Maurice.	Ya	sé	que	andas	muy	ocupado	con
esto	y	que	eres	muy	consciente.	Pero	no	debes	escudarte	en	ello.	Fíjate	en	lo
de	 esta	mañana,	 por	 ejemplo.	Un	 tipo	 armó	 un	 alboroto	 porque	Magdalena
derramó	unas	gotas	de	té	en	la	mermelada	de	su	desayuno.	Lo	recuerdas,	¿no?
Joyce	se	las	entendió	bien	con	él,	y	luego	me	dijo…
Se	detuvo.	Su	oído,	no	menos	fino	que	el	mío,	había	captado	el	ruido	de	la
puerta	 exterior	 del	 apartamento	 al	 abrirse.	 Luego,	 oyendo	 ya	 las	 esperadas
voces,	 se	 levantó,	 para	 hallarse	 en	 pie	 cuando	 la	 puerta	 de	 la	 habitación	 se
abriera.
—Ya	te	lo	contaré	más	tarde	—susurró.
Entraron	 los	Maybury	 en	 compañía	de	 Joyce.	Yo	me	 encaminé	hacia	 el
aparador	para	repasar	las	bebidas	preparadas	para	la	cena.	Y	entonces	vi	que
Diana	me	 había	 seguido.	 Jack	 adoptó	 su	 conocida	 actitud	 tolerante	 con	mi
padre.	 De	 creerle,	 lo	 lógico	 y	 razonable	 era	 que	 un	 hombre	 se	mantuviese
físicamente	 impecable	 a	 los	 setenta	 y	 nueve	 años.	 Joyce	 participaba	 en	 la
conversación.
—Y	 bien,	 Maurice…	 —manifestó	 o	 preguntó	 Diana,	 intentando	 dar	 a
estas	 tres	 palabras,	 que	 no	 querían	 decir	 nada,	 un	 tono	 concreto.	 Implicaba
éste	que,	sin	esfuerzo,	acababa	de	elevarse	por	encima	del	corriente	rumor	de
la	conversación	normal.
—Hola,	Diana.
—Maurice…	¿Te	importaría	que	te	hiciese	una	pregunta?
Allí	 estaba	Diana,	 de	nuevo	al	 alcance	de	mis	manos.	Era	 tentador	y	 se
habría	 acercado	 mucho	 a	 la	 verdad	 responder:	 «Sí,	 me	 importa	 mucho,
muchísimo,	ya	que	quieres	saberlo»,	pero	me	descubrí	a	mí	mismo	mirando	el
escote	 de	 su	 vestido	 de	 un	 verde	 serpiente,	 por	 donde	 asomaba	 la	mujer…
Finalmente,	me	limité	a	emitir	un	gruñido.
—Maurice,	¿por	qué	das	siempre	la	impresión	de	estar	intentando	huir	de
algo?	¿Qué	es	lo	que	hace	que	te	sientas	atrapado	de	ese	modo?
Diana	hablaba	como	si	hubiese	estado	ayudándome	a	contar	las	palabras.
—¿Doy	 yo	 esa	 impresión?	 ¿Yo	 atrapado?	 ¿Qué	 quieres	 decir?	 Que	 yo
sepa,	no	estoy	intentando	huir	de	nada.
Página	25
—Entonces,	¿por	qué	te	comportas	como	si	alguien	se	hubiese	lanzado	en
tu	persecución?
—¿Como	si	alguien…?	¿Quién	va	a	perseguirme	a	mí?	He	de	enfrentarme
con	los	impuestos,	las	facturas	de	los	abastecedores,	la	vejez,	y	unas	cuantas
cosas	por	el	estilo,	pero	todos…
—¿De	qué	estás	pretendiendo	huir?
Rechazando	otra	tentadora	contestación,	eché	un	vistazo	por	encima	de	su
moreno	 hombro.	 Jack	 y	 mi	 padre	 hablaban;	 Joyce	 procuraba	 escucharlos.
Respondí	en	voz	baja:
—Ya	te	hablaré	en	otra	ocasión.	Por	ejemplo,	mañana	por	la	tarde.	Estaré
en	la	esquina	a	las	tres	y	media…
—Maurice…
—¿Qué	hay?	—repuse	con	los	dientes	apretados.
—Maurice,	¿qué	es	lo	que	te	hace	ser	tan	increíblemente	insistente?	¿Qué
es	lo	que	deseas	de	mí?
Sentí	que	me	corría	por	el	pecho	una	gotita	de	sudor.
—Soy	 tan	 insistente	 porque	 deseo	 algo	 de	 ti,	 y,	 si	 no	 sabes	 lo	 que	 es,
pronto	podré	decírtelo.	Estarás	allí	mañana,	¿no?
En	aquel	preciso	instante	habló	Joyce:
—Comencemos,	¿no	os	parece?	Debéis	de	estar	todos	muertos	de	hambre.
Yo	sí	lo	estoy.
Sin	 molestarse	 en	 disimular	 su	 triunfo	 por	 la	 forma	 en	 que	 los
acontecimientos	 le	 habían	 proporcionado	 el	 premio	 de	 dejar	 mi	 pregunta
incontestada,	 Diana	 se	 alejó	 de	 mí.	 Destapé	 una	 botella	 de	 Worthington
«Escudo	 Blanco»	 para	 mi	 padre;	 cogí	 una	 de	 las	 botellas	 de	 Bátard
Montrachet1961,	abierta	por	el	encargado	de	los	vinos	media	hora	antes,	y	la
seguí.
En	el	transcurso	de	los	últimos	cinco	segundos	se	había	hecho	claramente
improbable	que	acudiera	a	la	cita	concertada	conmigo	de	la	tarde	siguiente,	ya
que	ella	se	encontraba	ahora	en	la	altamente	ventajosa	posición	de	resistirse	a
mis	 pretensiones	 sin	 provocar	 el	 odio	 que	 causa	 siempre	 quebrantar	 un
convenio.
Por	 otra	 parte,	 Diana	 era	 muy	 capaz	 de	 seguir	 esta	 línea	 de
argumentación,	 y,	 por	 tanto,	 presentarse	 en	 la	 esquina	 que	 yo	 le	 había
indicado,	para	no	encontrarme	allí,	lo	cual	me	arrojaría	al	rincón	erróneo	del
cuadrilátero,	por	no	mencionar	las	preguntas	subsiguientes	acerca	de	por	qué
era	yo	tan	voluble	y	egoísta.	Mi	insegura	posición	me	llevaría	a	sudar	más	de
una	vez	con	este	motivo.	Diana,	sin	pensar	mucho	en	ello,	tenía	que	haberse
Página	26
figurado	 claramente	 lo	 que	 había	 pasado	 por	 mi	 cabeza.	 Y	 yo	 no	 podría
retroceder,	puesto	que	había	ido	tan	lejos.
Yo	acababa	de	llenar	las	copas	de	todos,	instalándome	en	mi	sillón	Reina
Ana,	mi	pieza	preferida,	pese	a	que	tenía	en	la	casa	dos	o	tres	más	antiguas,
Diana	 quedaba	 a	mi	 derecha,	 con	mi	 padre	 al	 otro	 lado,	 enfrentado	 con	 la
puerta.	Jack	y	Joyce	estaban	a	mi	izquierda.	Mientras	hacíamos	los	honores	a
la	vichyssoise,	mi	padre	dijo:
—Estos	 últimos	días	 he	 visto	 a	muchas	 personas	 vagando	por	 todos	 los
rincones	de	esta	casa.	Me	refiero	a	esta	planta,	claro,	donde	la	gente	extraña
no	 tiene	 nada	 que	 hacer	 cuando	 no	 se	 celebra	 algún	 banquete.	 No	 hace	 ni
siquiera	media	hora	andaba	por	el	pasillo	de	al	lado	un	tipo	que	iba	de	un	lado
para	otro	como	si	fuese	el	amo.	Me	disponía	a	abordarlo	para	preguntarle	qué
le	 había	 llevado	 por	 allí,	 cuando	 se	 alejó	 definitivamente.	Y	 en	 los	 últimos
días	no	es	la	primera	vez	que	esto	sucede,	Maurice.	¿No	podrías	poner	en	un
lugar	bien	visible	un	rótulo	o	lo	que	fuera?
—En	la	puerta	principal	ya	hay…
—No,	no.	Quiero	decir	algo	al	pie	de	las	escaleras,	con	objeto	de	que	no
subiese	 nadie	 al	 piso.	Esta	 casa	 se	 está	 convirtiendo	 en	 un	manicomio.	 ¿Es
que	 no	 te	 habías	 dado	 cuenta	 de	 ello	 por	 ti	 mismo,	 Maurice?	 Sí,
seguramente…
—En	una	o	dos	ocasiones.	—Apenas	prestaba	atención	a	cuanto	decía.	Me
hallaba	pendiente	de	Diana,	a	 la	que	miraba	disimuladamente,	con	el	rabillo
del	 ojo—.	 Ahora	 que	 hablas	 de	 eso,	 padre,	 te	 diré	 que	 no	 hace	 mucho	 se
encontraba	una	mujer	en	lo	alto	de	las	escaleras.
Entonces	caí	en	la	cuenta	de	que	luego	no	llegué	a	ver	a	la	mujer	en	el	bar,
ni	en	el	comedor,	ni	en	ninguna	parte	de	 la	casa.	 Indudablemente,	se	habría
metido	 en	 el	 tocador	 de	 señoras	 de	 la	 planta	 baja,	 saliendo	 de	 mi
establecimiento	mientras	yo	me	encontraba	muy	ocupado	sustituyendo	a	Fred.
No	podía	 tener	 la	menor	duda	ya	 sobre	 eso…	Intuí,	más	que	vi,	 que	Diana
acababa	 de	 dejar	 su	 cuchara	 y	 comenzaba	 a	 mirarme.	 No	 acertaba	 a
comprender	bien	la	perspectiva	de	verme	interrogado	a	base	de	preguntas	con
frases	silabeadas.	Me	preguntaría,	en	efecto,	por	qué	era	así;	por	qué	resultaba
yo	 tan	 lo	 que	 fuera;	 por	 qué	 no	 me	 daba	 cuenta	 de	 lo	 de	 más	 allá…	Me
levanté,	 alegando	 que	 iba	 a	 desearle	 buenas	 noches	 a	Amy.	 Salí,	 y	 llamé	 a
Magdalena.
Amy	seguía	con	el	aspecto	y	en	 la	postura	de	antes.	Continuaba	sentada
en	el	borde	del	lecho.	En	la	pantalla	del	televisor,	una	mujer	joven	reprochaba
algo	a	otra	de	más	edad,	la	cual	se	hallaba	totalmente	vuelta	de	espaldas.	No
Página	27
se	 trataba	 de	 una	 desatención,	 ni	 de	 una	 rudeza	 deliberada.	Así,	 el	 público
concentraba	 su	 atención	 por	 entero	 en	 la	 persona	 que	 hablaba.	Es	 decir,	 no
permitiendo	 que	 aquella	 cara	 se	 viese	 al	 mismo	 tiempo	 que	 la	 de	 su
acusadora.	 Estuve	 observando	 la	 escena,	medio	 esperanzado	 en	 que	 la	 otra
mujer	 diese	 la	 vuelta	 al	 final	 del	 discurso.	Me	 pregunté	 hasta	 qué	 punto	 la
vida	 real	 se	vería	afectada	por	ciertos	convencionalismos,	 si	 tenía	que	darse
aquel	 preámbulo	 para	 llegar	 al	 resultado	 normal	 del	 enfrentamiento	 de	 dos
personas	en	la	conversación.	Seguidamente	me	dirigí	a	Amy.
—¿A	qué	hora	termina	esto?
—Está	a	punto	de	terminar.
—Haz	el	favor	de	apagar	el	 televisor	en	cuanto	acabe.	¿Te	has	 limpiado
los	dientes?
—Sí.
—Bueno,	hija.	Que	no	se	te	olvide	que	mañana	vamos	a	Baldock.
—No	se	me	olvida.
—Entonces,	buenas	noches.
Me	 incliné	 para	 depositar	 un	 beso	 en	 su	 mejilla.	 En	 aquel	 instante	 se
produjo	 una	 serie	 de	 ruidos	 en	 el	 comedor.	 Oí	 un	 grito	 ahogado,	 que	 me
pareció	provenir	de	mi	padre,	unas	apresuradas	palabras	de	Jack,	un	golpe	al
parecer	producido	contra	un	mueble,	una	confusión	de	voces.	Le	dije	a	Amy
que	 se	 quedara	 donde	 estaba	 y	 yo	 eché	 a	 correr	 en	 dirección	 a	 aquella
estancia.
Al	 abrir	 la	 puerta,	 «Víctor»	 salió	 como	 una	 exhalación,	 con	 la	 cola
levantada	 y	 el	 pelo	 erizado.	 En	medio	 de	 la	 habitación,	 Jack,	 ayudado	 por
Joyce,	llevaba	a	mi	padre,	un	cuerpo	completamente	desmadejado,	sin	vida,	a
un	sillón	próximo.	La	silla	que	ocupara	el	anciano	aparecía	volcada;	vi	caídos
por	el	suelo	un	plato,	una	cuchara,	un	cuchillo.	También	se	había	derramado
sobre	el	mantel	el	contenido	de	un	vaso.	Diana,	que	había	estado	observando
los	movimientos	apresurados	de	los	demás,	fijó	la	vista	en	mí,	atemorizada.
—Se	 quedó	 con	 la	 mirada	 muy	 fija	 en	 un	 punto,	 Y	 se	 puso	 en	 pie.	 A
continuación	dio	un	grito	y	se	derrumbó.	Al	caer,	tropezó	con	el	borde	de	la
mesa,	y	Jack	acertó	a	cogerlo	a	medias	—me	explicó	con	voz	temblorosa.
Me	adelanté.
—¿Qué	ha	pasado?
Jack	trataba	de	incorporar	a	mi	padre	en	el	sillón.	Cuando	hubo	dado	fin	a
su	tarea,	se	volvió	hacia	mí.
—Yo	diría	que	se	trata	de	una	hemorragia	cerebral.
—¿Corre	peligro?
Página	28
—Yo	diría	que	sí.
—¿Puede	morir?
—Es	muy	posible.
—¿Qué	podemos	hacer?
—Nada,	si	la	cosa	es	tan	grave	como	me	figuro.
Miré	a	Jack	y	él	me	miró	a	mí.	No	podría	decir	lo	que	pasó	por	mi	cabeza
en	aquellos	momentos.	Jack	le	había	tomado	el	pulso	al	accidentado.	Tenía	la
sensación	de	que	estaba	compuesto	tan	sólo	de	mi	rostro	y	de	mi	torso,	hasta
cerca	del	vientre.	Me	arrodillé	junto	al	sillón	y	percibí	una	respiración	lenta	y
ronca.	Mi	padre	tenía	los	ojos	abiertos,	con	las	pupilas	aparentemente	fijadas
en	algo	situado	a	 la	 izquierda.	Aparte	de	eso,	su	aspecto	era	normal,	 lo	veía
relajado.
—Padre	—murmuré	junto	a	su	oído.
Entonces	se	agitó	ligeramente.	No	despegó	los	 labios,	y	yo	no	sabía	qué
decirle.	Me	 pregunté	 qué	 era	 lo	 que	 estaría	 pasando	 por	 aquel	 cerebro,	 qué
estaba	 viendo,	 qué	 se	 imaginaba	 ver.	 Algo	 carente	 de	 importancia,	 quizás;
algo	agradable,	tal	vez:	el	brillo	del	sol	sobre	la	campiña	verdeante.	También
podía	tratarse	de	cualquier	cosa	menos	grata,	fea,	desconcertante.	Me	imaginé
sus	 desesperados	 y	 prolongados	 esfuerzos	 por	 comprender	 lo	 que	 estaba
sucediendo;	 su	 agitación,	 tan	 penosa	 como	 el	 dolor	 que	 tal	 vez	 estaba
sintiendo.	 El	 dolor	 venía	 a	 ser	 en	 tales	 situaciones	 algo	 misericordioso,
suficientemente	 poderoso	 como	 para	 acabar	 con	 el	 pensamiento,	 con	 las
sensaciones,	con	la	conciencia	del	propio	ser,	con	el	sentido	del	tiempo,	con
todo…	 Sólo	 el	 dolor	 quedaba.	 Tal	 idea	 me	 aterrorizó.	 Pero	 sirvió	 para
inspirarme	con	irresistible	claridad	y	firmeza	mis	próximas	palabras.
Me	acerqué	un	poco	más	a	él.
—Padre…	Soy	Maurice.	 ¿Estás	 despierto?	 ¿Sabes	 dónde	 te	 encuentras?
Soy	Maurice,	padre.	Dime	qué	es	lo	que	pasa	donde	tú	te	hallas	ahora.	¿Hay
algo	que	ver	ahí?	Cuéntame	lo	que	sientes.	¿Qué	estás	pensando?
A	mi	espalda.	Jack	dijo	fríamente:
—No	puede	oírte.
—Padre…	¿Puedes	oírme?	Baja	 la	cabeza,	haz	un	gesto	afirmativo	si	es
así.
Con	 lenta	 y	 mecánica	 entonación,	 igual	 que	 un	 disco	 de	 gramófono
girando	a	muy	pocas	revoluciones,	mi	padre	respondió:
—Mau…	 rice…	 —Después,	 menos	 claras,	 llegaron	 a	 mis	 oídos	 unas
cuantas	palabras	ininteligibles.Finalmente	se	quedó	completamente	inmóvil.	Muerto.
Página	29
Me	 incorporé,	 separándome	del	 sillón.	Diana	me	miró.	La	 expresión	 de
temor	había	desaparecido	de	su	rostro.	Antes	de	que	acertara	a	decir	algo,	la
dejé	 atrás,	 acercándome	a	 Joyce,	 que	 se	 había	 quedado	quieta,	 con	 los	 ojos
fijos	en	el	mantel.	Unos	minutos	antes	había	sido	dejada	allí	una	bandeja	con
cinco	platos	de	verdura.
—No	 sabía	 qué	 hacer	—explicó	 Joyce—,	 y	 le	 dije	 a	Magdalena	 que	 lo
dejara	todo	ahí…	¿Está	muerto?
—Sí.
Inmediatamente,	se	echó	a	llorar.	Nos	abrazamos	en	silencio.
—Era	muy	viejo	ya.	Todo	ha	sido	muy	rápido.	No	debe	de	haber	sufrido
nada.
—Ignoramos	si	ha	sufrido	o	no	—repuse.
—Era	un	anciano	muy	bondadoso.	Me	cuesta	mucho	trabajo	creer	que	se
ha	ido	para	siempre.
—Será	mejor	que	vaya	a	decírselo	a	Amy.
—¿Quieres	que	te	acompañe?
—No,	ahora	no.
Amy	había	 apagado	 el	 televisor	 y	 se	 encontraba	 sentada	 sobre	 la	 cama,
pero	no	en	la	postura	de	antes.
—El	abuelo	se	ha	puesto	muy	enfermo	—le	dije.
—¿Ha	muerto?	—inquirió	ella,	adivinando	mis	precauciones.
—Sí,	pero	todo	duró	unos	segundos	y	no	sufrió	nada.	Es	imposible	que	se
diera	cuenta	de	 lo	que	 le	pasaba.	Tenía	muchos	años,	ya	 lo	 sabes	 tú,	y	esto
había	de	suceder	cualquier	día.	Ocurre	a	las	personas	ya	muy	viejas…
—¡Qué	lástima!	Quería	decirle	muchas	cosas.
—¿Acerca	de	qué?
—Eran	muchas	cosas	—respondió	Amy,	evasiva.	Levantándose,	dejó	caer
las	 manos	 sobre	 mis	 hombros—.	 Siento	 muchísimo	 la	 muerte	 del	 abuelo,
papá.
El	 comportamiento	de	Amy	hizo	que	 las	 lágrimas	 asomaran	 a	mis	 ojos.
Permanecí	sentado	durante	unos	minutos	en	la	cama.	Retuvo	mi	mano,	y	con
la	 que	 le	 quedaba	 libre	 me	 acarició	 la	 nuca.	 Cuando	 hube	 secado	 mis
lágrimas,	Amy	me	dijo	que	no	me	preocupara	por	ella,	que	estaría	bien	y	que
procuraría	verme	por	la	mañana.
En	 el	 comedor,	 las	 dos	 mujeres	 se	 habían	 sentado	 junto	 a	 la	 ventana.
Diana	 deslizó	 un	 brazo	 por	 los	 hombros	 de	 Joyce.	 Ésta	 tenía	 la	 cabeza
inclinada;	sus	amarillentos	cabellos	le	cubrían	el	rostro.	Jack	me	dio	un	vaso
lleno	hasta	la	mitad	de	whisky	con	un	poco	de	agua.	Lo	apuré	de	unos	tragos.
Página	30
—¿Está	bien	Amy?	—me	preguntó	Jack—.	Perfectamente,	Maurice.	Iré	a
echarle	un	vistazo	dentro	de	unos	minutos.	Bueno,	ahora	hemos	de	tender	a	tu
padre	en	su	cama.	Esto	podríamos	hacerlo	entre	 tú	y	yo…	O	bien	podemos
buscar	abajo	alguien	que	nos	eche	una	mano	si	tú	no	te	sientes	con	suficientes
fuerzas.
—Estoy	bien.	Lo	haremos	entre	tú	y	yo.
—Adelante,	pues.
Jack	tomó	a	mi	padre	por	las	axilas	y	yo	por	los	tobillos,	Diana	se	hizo	a
un	 lado	 para	 abrirnos	 la	 puerta.	 Apretando	 el	 pecho	 contra	 la	 cabeza	 del
anciano.	 Jack	 evitó	 que	 ésta	 se	 bamboleara	 a	 un	 lado	 y	 a	 otro.	 Continuó
hablando	mientras	nos	movíamos.
—Me	 pondré	 en	 contacto	 con	 el	 joven	 Palmer	 tan	 pronto	 hayamos
terminado	aquí,	si	tú	lo	apruebas…	Esta	noche	ya	no	hay	nada	que	hacer.	Lo
primero	que	hará	la	enfermera	del	distrito	por	la	mañana	será	venir	aquí	para
dejarlo	amortajado.	También	yo	me	acercaré	con	el	certificado	de	defunción.
Alguien	tendrá	que	llevarlo	a	Baldock,	para	que	sea	registrado,	arreglando	de
paso	las	cosas	con	la	funeraria.	¿Te	encargarás	tú	de	eso?
—Sí.
Nos	encontrábamos	en	el	dormitorio.
—¿Qué	andas	buscando?	—le	pregunté.
—Una	sábana.
—En	el	último	cajón	de	la	cómoda.
Cubrimos	el	cadáver	de	mi	padre	con	la	sábana	y	salimos	del	cuarto.	Lo
demás	fue	hecho	en	seguida.	Hicimos	un	esfuerzo	para	tomar	un	bocado.	Jack
comió	con	más	apetito	que	nosotros.	Apareció	David	Palmer,	escuchó	lo	que
se	 le	 dijo,	 manifestó	 y	 aparentó	 lo	mucho	 que	 sentía	 lo	 ocurrido	 y	 se	 fue.
Telefoneé	a	Nick,	mi	hijo,	de	veinticuatro	años	de	edad,	profesor	de	literatura
en	una	Universidad	de	 las	Midlands.	Me	dijo	que	buscaría	a	alguien	que	se
hiciese	cargo	de	su	hija	Josephine,	de	dos	años	de	edad,	y	que	se	presentaría
en	la	casa	en	compañía	de	su	esposa,	Lucy.	Llegaría	en	coche	por	la	mañana,
al	día	siguiente,	hacia	el	mediodía.	Me	di	cuenta,	con	cierta	emoción,	de	que
ya	no	tenía	que	avisar	a	nadie	más:	un	hermano	y	una	hermana	de	mi	padre
habían	 fallecido	sin	dejar	descendencia.	A	 las	once	y	media,	 tres	cuartos	de
hora	antes	de	que	los	no	residentes	abandonaran	el	establecimiento,	se	había
divulgado	 la	 noticia	 de	 aquella	 muerte,	 y	 la	 casa	 se	 notaba	 silenciosa.
Finalmente,	 los	 Maybury,	 Joyce	 y	 yo	 nos	 plantamos	 en	 la	 entrada	 del
apartamento.
Página	31
—No	es	necesario	que	bajéis	—dijo	Jack—.	Fred	nos	acompañará	hasta	la
puerta.	Procurad	dormir	 todas	 las	 lloras	que	podáis.	—Hablando	sin	viveza,
pero	 tampoco	 con	 tono	 nada	 sentimental,	 añadió—:	 Bueno…	 Lamento	 lo
sucedido.	Era	una	buena	persona,	con	mucho	sentido	común.	Creo	que	vas	a
echarlo	mucho	de	menos,	Maurice.
Esta	muestra	de	pésame,	en	compañía	de	la	mirada	oportuna	a	mi	rostro,
que	encerraba	una	simpatía	de	tipo	impersonal,	constituía	la	primera	respuesta
no	utilitaria	de	Jack	a	lo	que	acababa	de	pasar.	Y	no	se	entretuvo	ampliando
aquellos	 sencillos	 conceptos.	Nos	deseó	que	pasáramos	una	noche	 tranquila
con	 tono	 natural,	 cuando,	 alguien	 que	 parecía	 ser	 Fred,	 habló	 desde	 el	 bar,
comenzando	 a	 bajar	 la	 escalera.	 Después	 de	 besar	 a	 Joyce	 y	 de	 mirar	 en
dirección	 al	 sitio	 en	 que	me	 encontraba	 yo,	 y	 no	 directamente	 a	mí,	Diana
echó	a	andar	detrás	de	su	marido.	Vi	inmediatamente	que	no	hizo	ninguna	de
aquellas	 cosas	 con	 el	 aire	 de	 quien	 emite	 un	 mensaje	 que	 quiere	 ser	 más
elocuente	que	unas	palabras.	Lo	mismo	había	pasado	al	principio	de	la	velada,
con	 sus	 reservadas	 maneras.	 Aunque	 inoportunamente,	 me	 pregunté	 hasta
cuándo	duraría	aquella	forma	de	conducirse.	Sin	realizar	algún	esfuerzo	nunca
nadie	ha	llegado	a	pasar	una	hoja…
—Hemos	de	acostarnos	en	 seguida	—dijo	 Joyce—.	Es	 lo	más	prudente.
Tú	tienes	que	sentirte	muy	cansado.
En	realidad,	me	encontraba	muy	fatigado	físicamente.	Era	igual	que	si	me
hubiese	pasado	las	veinticuatro	horas	de	aquel	día	en	la	misma	posición.	Pero
no	me	seducía	la	perspectiva	de	entregarme	al	sueño,	ni	mucho	menos	la	idea
de	permanecer	en	la	oscuridad	con	los	ojos	abiertos,	aguardando	su	llegada.
—Un	whisky	más	—repuse.
—Pero	 no	 de	 los	 grandes,	 Maurice.	 Y	 solamente	 uno.	 —Joyce	 se
expresaba	en	tono	de	súplica—.	No	te	acomodes	fuera	para	beber.	Llévate	lo
que	sea	del	dormitorio.
Obré	 de	 acuerdo	 con	 sus	 deseos,	 echando	 primeramente	 un	 vistazo	 a
Amy,	 la	 cual	 dormía.	 Era	 el	 suyo	 un	 sueño	 natural,	 sin	 ese	 matiz	 de
concentración	o	abandono	que	yo	había	observado	en	las	mujeres.	¿Dejaría	la
partida	de	mi	padre	algún	vacío	en	su	mundo	personal?	No	había	acertado	a
imaginarme	ni	 una	 sola	 de	 las	 cosas	 que	 ella	 pensaba	 decirle…	Él	 la	 había
aceptado	 con	 vacilante	 naturalidad;	 ella	 le	 había	 imitado	 en	 este	 aspecto,
dando	una	versión	infantil	de	su	actitud.	Por	lo	que	me	fue	posible	observar,
nunca	habían	hablado	demasiado	entre	ellos.	Pero	mi	padre	había	vivido	en	la
casa	día	 tras	día,	a	 lo	 largo	del	año	y	medio	que	duraba	la	estancia	de	Amy
Página	32
allí,	tras	la	muerte	de	su	madre.	Y	yo	consideraba	que	en	un	mundo	reducido
como	el	de	mi	hija	no	podía	haber	vacíos	auténticamente	pequeños.
—¿Está	 bien	 la	 niña?	 —me	 preguntó	 Joyce	 al	 verme	 entrar	 en	 el
dormitorio	con	mi	whisky.
Nuestra	habitación	quedaba	 junto	a	 la	de	Amy.	Tenía	 la	misma	anchura
que	ésta,	pero	era	de	superior	longitud.	De	pie,	Joyce	se	llevó	a	la	boca	una	de
las	píldoras	rojas	que	tomaba	contra	el	insomnio,	que	deglutió	con	ayuda	de
un	poco	de	agua.	Obraba	así	de	acuerdo	con	los	últimos	consejos	de	Jack.
—El	caso	es	dormir.	¿Has	visto	tú	mis	píldoras	«Belrepose»,	Joyce?
—Están	aquí.	Pero	 tres,	como	te	ha	dicho	Jack,	me	parecen	demasiadas,
¿no	 crees?	 Estoy	 pensando,	 además,	 en	 lo	 que	 has	 bebido	 esta	 noche.
Supongo	que	Jack	está	enterado	de	eso.
—El	medicamento	no	contiene	ninguna	clase	de	barbitúrico.
Tragué	 las	 tres	píldorascon	un	 sorbo	de	whisky,	mientras	observaba	en
silencio	cómo	Joyce	se	descalzaba	y	se	quitaba	el	vestido	sacándoselo	por	la
cabeza,	 para	 colgarlo	 de	 una	 percha,	 en	 el	 armario	 empotrado.	 El	 breve
tiempo	invertido	en	dar	unos	pasos	por	 la	habitación	fue	suficiente	para	que
me	 percatara	 una	 vez	 más	 de	 la	 redondez	 de	 sus	 senos,	 bajo	 el	 impecable
sujetador	blanco,	en	desproporción	con	la	anchura	de	sus	hombros	y	torso.	No
había	 llegado	 a	 dar	 ni	 siquiera	 tres	 pasos,	 ya	 en	 dirección	 al	 lecho,	 cuando
dejé	mi	vaso	sobre	una	mesita,	aferrándome	a	su	grácil	y	desnuda	cintura.
Ella	me	 retuvo	con	 firmeza,	con	 la	 firmeza	de	quien	 se	 siente	a	gusto	y
quiere	 hacer	 partícipe	 de	 su	 comodidad	 a	 otro	 ser.	 Pero	 no	 tardó	 en
comprender	 que	 no	 era	 mi	 comodidad	 lo	 que	 yo	 buscaba,	 al	 menos	 en	 el
sentido	corriente	de	la	palabra,	y	entonces	noté	que	su	cuerpo	se	irguió.
—¡Oh	Maurice!	No,	ahora	no…
—Pues	ha	de	ser	ahora	precisamente.	En	seguida.	Vamos,	Joyce.
Solamente	una	vez	en	mi	vida	había	sentido	aquel	apremio,	aquella	ansia
de	 mujer,	 en	 un	 instante	 en	 que	 la	 mente	 se	 amodorraba	 de	 un	 modo
involuntario,	 al	mismo	 tiempo	que	 el	 cuerpo	 avanzaba	por	 sucesivas	 etapas
con	mayor	precipitación	que	en	circunstancias	normales.	Esto	ocurrió	cuando
yo	me	dedicaba	a	observar	como	cortaba	el	pan	en	la	cocina	una	amante	que
tuve,	 mientras	 su	marido	 ponía	 la	 mesa	 en	 el	 comedor,	 al	 otro	 lado	 de	 un
pasillo.	 Entonces,	 mi	 mente	 y	 mi	 cuerpo	 tuvieron	 que	 actuar	 como	 en	 las
condiciones	 habituales	 en	 un	mínimo	 período	 de	 tiempo.	Aquella	 noche	 no
iba	a	ser	lo	mismo…
Joyce	estaba	completamente	desnuda.	Yo	solamente	me	había	desnudado
en	parte	cuando	tiré	de	las	ropas	del	lecho	a	un	lado,	empujándola	hacia	éste.
Página	33
Ahora	respondía	ya	con	sus	largos	y	lentos	ritmos,	respirando	profundamente,
cada	vez	con	mayor	rapidez,	mientras	me	retenía	con	sus	poderosas	piernas,
que	 me	 ceñían.	 Me	 daba	 cuenta	 de	 la	 urgencia	 que	 me	 impulsaba,	 algo
imposible	 de	 aplazar,	 de	 posponer.	 El	 clímax	 quedó	 marcado	 por	 algo
insólito.	Después,	los	hechos	de	la	última	hora	se	presentaron	por	sí	mismos,
como	 si	 hasta	 entonces	yo	únicamente	hubiese	oído	hablar	 de	 ellos	 a	 algún
distante	 y	 lacónico	 intermediario.	 Mi	 corazón	 pareció	 detenerse	 por	 un
momento.	 Luego	 aceleró	 tremendamente	 sus	 latidos.	 Abandoné	 la	 cama	 a
toda	velocidad.
—¿Te	encuentras	bien?	—me	preguntó	Joyce.
—Sí,	sí.
Tras	permanecer	unos	instantes	inmóvil,	terminé	de	desvestirme.	Me	puse
el	 pijama	 y	 entré	 en	 el	 cuarto	 de	 baño.	 Seguidamente	 me	 asomé	 al	 salón,
viendo	 el	 periódico	 de	 la	 noche	 correctamente	 plegado	 sobre	 una	 pequeña
mesita,	junto	al	sillón	que	mi	padre	había	utilizado	siempre.	Pasé	al	comedor
y	contemplé	el	sillón	en	que	había	muerto.	La	tristeza	de	estas	imágenes	me
infundió	una	gran	calma.	De	vuelta	al	dormitorio,	vi	que	Joyce,	habitualmente
lista	para	charlar	un	rato	en	esta	etapa	de	nuestras	íntimas	relaciones,	se	había
cubierto	 por	 completo	 con	 las	 ropas	 del	 lecho,	 tapándose	 hasta	 la	 cara.	Ese
detalle	 confirmó	mi	 sospecha	 de	 que	 se	 sentía	 avergonzada,	 no	 de	 haberse
entregado	a	mí	en	el	transcurso	de	la	noche	en	que	había	fallecido	mi	padre,
sino	de	haber	gozado	con	ello.	No	obstante,	al	tenderme	en	la	cama,	me	habló
con	 un	 tono	 de	 voz	 que	 revelaba	 que	 estaba	 muy	 lejos	 de	 encontrarse
adormecida.
—Supongo	que	es	muy	natural	lo	que	hemos	hecho,	como	algo	instintivo.
Es	como	si	 la	Naturaleza	 intentara	hacernos	ver	que	 la	vida	debe	continuar.
Cosa	chocante,	sin	embargo…	Esto	no	parecía	obra	del	instinto.	Más	bien	se
me	figuró	algo	leído	en	algún	sitio…	Me	refiero	a	la	idea.
No	había	pensado	en	esta	faceta	de	la	cuestión	hasta	entonces,	y	me	sentí
débilmente	 irritado	 por	 su	 astucia,	 o	 aquello	 que	 hubiera	 podido	 parecer
astucia	a	un	extraño.	No	obstante,	era	un	consuelo	que	tuviese	que	habérmelas
con	 Joyce	 allí,	 y	 no	 con	 Diana,	 quien	 se	 habría	 lanzado	 a	 hacer	 incitantes
especulaciones,	hasta	el	delirio.
—No	 estuve	 fingiendo	 nada	 —repuse—.	 Un	 hombre	 no	 puede	 fingir
nunca	en	estas	ocasiones.
—Lo	 sé,	 querido.	 No	 he	 pretendido	 decir	 eso.	 Aludía	 a	 lo	 que	 pudiera
parecer.	—Alargó	una	mano,	apoderándose	de	la	mía	más	próxima—.	¿Crees
que	podrás	conciliar	el	sueño?
Página	34
—Sí,	creo	que	sí.	¿No	podrías	aclararme	una	cosa?	Sólo	es	un	minuto…
—¿Qué?
—Luego	no	volveré	a	pensar	en	ello.	Cuéntame,	dime	qué	es	lo	que	pasó
allí	 exactamente.	Me	 pasaré	 el	 resto	 de	mi	 vida	 haciendo	 cébalas	 si	 no	me
pones	al	corriente…
—Bien…	Acababa	de	decir	algo	sobre	 las	personas	que	molestaban	a	 la
gente	que	estaba	en	sus	casas,	 sosteniendo	que	no	había	derecho	a	proceder
así…	De	pronto	guardó	silencio,	poniéndose	en	pie,	con	mucha	mayor	rapidez
que	otras	veces,	y	se	quedó	con	la	mirada	fija	en	un	punto…
—¿Qué	era	lo	que	miraba?
—No	 lo	 sé.	 Miraba	 hacia	 la	 puerta.	 Después	 dio	 un	 grito,	 y	 Jack	 le
preguntó	 qué	 pasaba,	 y	 que	 si	 se	 encontraba	 bien.	 A	 continuación	 se
derrumbó	sobre	la	mesa,	sujetándolo	Jack.
—¿Por	qué	gritó?
—Lo	ignoro.	No	pronunció	ni	una	sola	palabra.	Jack	y	yo	empezamos	a
trasladarlo	al	 sillón.	Fue	cuando	 tú	volviste.	No	parecía	sentir	ningún	dolor.
Daba	la	impresión	de	hallarse	extraordinariamente	sorprendido.
—¿Estaba	atemorizado?
—Pues…	sí.	Un	poco,	quizá.
—¿Solamente	un	poco?
—Bueno…	Mucho,	 realmente.	 Probablemente,	 debió	 de	 sentir	 cómo	 le
llegaba	aquello…	Me	refiero	a	la	cosa	del	cerebro.
—Sí.	Eso	es	lógico	que	le	aterrorizara.	Lo	comprendo.
—No	 te	 preocupes	 más	 —dijo	 Joyce,	 oprimiéndome	 la	 mano—.	 Tú
tampoco	habrías	podido	hacer	nada	si	te	hubieses	hallado	presente.
—No,	supongo	que	no.
—No	lo	dudes.
—No	me	acordé	de	decirle	a	Amy…,	que	está	ahora	en	su	habitación.
—No	entrará	en	ella.	Ya	me	ocuparé	de	eso	por	la	mañana.	Ahora	tengo
que	dormir	un	poco.	Esas	píldoras	me	van	muy	bien.
Nos	 deseamos	 buenas	 noches,	 apagando	 las	 lámparas	 de	 nuestras
respectivas	mesitas.	Yo	me	giré	sobre	el	costado	derecho,	por	donde	quedaba
la	ventana,	de	la	cual	no	veía	absolutamente	nada.	La	noche	era	todavía	muy
cálida,	pero	la	humedad	había	disminuido	en	el	transcurso	de	la	última	hora.
Mi	 almohada	 me	 pareció	 más	 caliente	 que	 mi	 mejilla	 nada	 más	 entrar	 en
contacto	 con	 ella.	 La	 tela	 de	 la	 misma	 se	 plegó	 de	 mil	 maneras,
irregularmente.	 Los	 latidos	 de	 mi	 corazón	 eran	 fuertes	 y	 moderadamente
acompasados,	 como	 si	 me	 hallara	 en	 el	 umbral	 de	 una	 prueba	 de	 menor
Página	35
cuantía,	como	si	esperara,	por	ejemplo,	en	la	antesala	del	dentista	o	estuviese
a	punto	de	pronunciar	un	discurso.
Tendido	 en	 el	 lecho,	 esperaba	 hacer	 uno	 de	 aquellos	 rápidos	 e
involuntarios	 movimientos	 que	 observara	 diez	 minutos	 antes	 y,
probablemente,	repetidos	como	un	par	de	docenas	de	veces	a	lo	largo	del	día
y	de	la	noche.	Había	referido	este	fenómeno	a	Jack,	quien	me	dijo,	más	bien
condescendiente,	sin	un	gesto	de	impaciencia,	que	no	se	trataba	de	algo	que
tuviese	 una	 significación	 especial;	 que	 mi	 corazón,	 simplemente,	 daba,
incluso	 a	 menudo,	 una	 señal	 extra	 y	 prematura,	 de	 suerte	 que	 el	 latido
siguiente	se	aplazaba	imperceptiblemente,	pudiendo	parecer	más	fuerte	de	lo
normal.	 Todo	 lo	 que	 podía	 decir	 (me	 lo	 decía	 a	 mí	 mismo)	 era	 que,	 en
ocasiones	 como	 aquélla,	 la	 cosa	 resultaba	 condenadamente	 significativa.	Al
cabo	de	uno	o	dos	minutos	de	espera	se	presentó	el	estremecimiento,	seguido
por	 una	 pausa	 suficientemente	 prolongada	 para	 obligarme	 a	 contener	 el
aliento.	Luego	sentí	como	un	pequeño	golpe	en	la	parte	interior	del	pecho.	Me
dije	 que	 todo	 marchaba	 bien;	 que	 eso	 era	 efecto	 de	 mis	 nervios;	 que
desaparecería	 en	 seguida,	 como	 en	 anteriores	 ocasiones;	 que	 yo	 era	 un
hipocondríaco;	 que	 las	 píldoras	 «Belrepose»	 empezarían	 a	 surtir	 efecto	 en
cualquier	 instante;

Otros materiales

Materiales relacionados

Preguntas relacionadas