Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Aun el escéptico más recalcitrante se vería obligado a creer en los fantasmas si se topara con uno de ellos en su propia casa. Tal es el caso de Maurice Allington, cuarentón avisado y —digámoslo todo— empedernido bebedor. El hotel que posee en la campiña inglesa, «El hombre verde», está encantado: ésta es la conclusión a que llega, de mala gana, su propietario. Y entre dos whiskies y dos tentativas de reunir en un mismo lecho —el suyo— a su mujer y a su amante, Allington comprenderá que el objeto que persigue el horrible fantasma es Amy, su adorada hija. Convencido de ello, el campechano amateur de tragos fuertes, se convierte en un implacable exorcista, que trata de conjurar a cualquier precio el peligro que amenaza a la joven. Kingsley Amis, el autor de esta curiosa y sugestiva novela, es una de las figuras más relevantes de la actual narrativa anglosajona. Nacido en Clapham, estudió en las universidades de Londres y Oxford. Se dedicó a la enseñanza de la literatura, pero el éxito de su primera novela, Lucky Jim, hizo que abrazara decididamente la carrera de escritor. Desde entonces lleva publicadas una decena de libros con los que ha confirmado, y aun acrecido, su prestigio. En la presente historia, el autor hace su primera incursión en el campo de lo «sobrenatural», lo que le ha permitido acentuar la fina ironía y el humor característico de su estilo. Estamos ante una obra original, sorprendente y divertida, en la que «sarcástico» rima con «fantástico». Página 2 Kingsley Amis El hombre verde ePub r1.0 Titivillus 03.02.2024 Página 3 Título original: The Green Man Kingsley Amis, 1969 Traducción: Ramón Margalef Llambrich Ilustración de cubierta: Ismael Balanyà Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 Página 4 Para Sargy Mann. Página 5 Cl.: Clase A. I. La mujer de los cabellos rojos FAREHAM, Herts A 1 Km. de la Carretera A595 EL HOMBRE VERDE Mill End 0043 No bien se ha repuesto uno de la sorpresa de encontrar un auténtico hostal a menos de 70 kilómetros de Londres —y a 7 de la carretera MI—, hay que maravillarse de la calidad de la igualmente auténtica comida inglesa (¡desastres ocasionales aparte!). Hubo siempre una hostería en este lugar, es decir, desde la Edad Media. De por entonces data el actual edificio. Tras 190 años de servir como morada, sufrió una restauración en 1961 que había de afectar a su función original tanto como a su aspecto. El señor Allington referirá su historia a las personas interesadas (hay, o hubo, un duende, por lo menos), y será su imparcial guía por el menú, bastante largo. Pruebe la sopa de anguilas, el pastel de faisán, la silla de cordero, la salsa de alcaparras y los panecillos de melaza. Precios razonables. La lista de vinos es breve, buena (excepto en lo referente a los borgoñas blancos), pero resultan un poco caros. Worthington E. Bass y Whitbread Tankard, directamente del barril. Servicio cordial y eficiente. No hay precios especiales para la infancia. Comidas: De 12’30 a 3’—. Aparcamiento para coches. No se admiten perros. Bernard Levin; Lord Norwich; John Dankworth; Harry Harrison; Wynford Vaughan-Thomas; Denis Brogan; Brian V. Aldiss, y muchos otros. Lo que ocurre con los borgoñas es que a mí mismo me desagradan. Tomo todo lo que mi abastecedor de vinos me suministra a buen precio (cosa que ni Página 6 por asomo suelo hacer con cualquier otro líquido potable). Antes disfrutaba viendo esos vasos de Chablis o Poully-Fuissé, tan de cerca semejantes a una mezcla fría de yeso y licor, más uno o dos aditivos para que el líquido adquiriese el color de la orina infantil. Estos líquidos eran escrutados a la luz y olidos; ya en la boca, la lengua se bañaba en ellos, antes de encaminarse hacia el estómago, número que corría a cargo de jóvenes tecnólogos de Cambridge, o de productores de televisión en la flor de su vida, acompañados de sus novias o amiguitas. El moderno posadero u hotelero de la actualidad conoce en muy raras ocasiones compensaciones ínfimas, inofensivas de este tipo. En efecto, la mayor parte de mis clientes proceden de Londres, o de Cambridge, a unos treinta kilómetros. También vienen de las ciudades de Hertfordshire, más próximas. Naturalmente, conozco a mucha gente que va de paso, pero no tanta como mis colegas de la A10, al este de mi casa, y la A505, hacia el noroeste. La A595 es una simple sub-arteria, que pone en comunicación Stevenage con Royston, y aunque coloqué en ella, el día en que abrí, un rótulo, pocos fueron los viajeros que se molestaron en alejarse de dicho punto para tratar de dar con El Hombre Verde, con preferencia a la utilización de los bares casi asentados directamente sobre las cunetas de la carretera principal. A mí eso me parecía lógico, normal. Con John Fothergill, el hombre de los zapatos de hebillas, propietario del Spread Eagle, en el Támesis, cuando yo era un niño, que echó fama de ser particularmente desagradable para con sus huéspedes, el único punto en que estoy de acuerdo es en lo tocante a la falta de calor hacia la clase de individuos que usan dos mitades de bíter y dos de jugos de tomate como ticket cuádruple para excusados y lavabos. Los aldeanos de Fareham mismo, y los de Sandon, y los de Mill End, a kilómetro y medio de distancia, eran, evidentemente, otra cosa. Silenciosamente, hacían llenar y rellenar sus bocs de cerveza en el bar público, durante los fines de semana, y acogían cortésmente a la gente de smoking tras una serie de días respirando la atmósfera rústica o haciendo la vida auténtica de la clase trabajadora. Los de la localidad, ayudados en parte por varios jóvenes animosos que llegaban para hacer una comida, consumían cerveza en abundancia, cuya cantidad aumentaba notablemente por semana durante el verano. Dijérase lo que se dijera acerca de sus precios, el vino se iba también con bastante rapidez. Yo siempre he querido tener en mi casa carne fresca. Lo mismo he hecho con las verduras y frutas. Esto plantea a diario un problema de transporte. Página 7 Todo eso, unido a la preocupación de mantener a punto las existencias de sal y ceras bruñidoras, de flores y mondadientes, da su trabajo. Yendo o viniendo, lo corriente es que yo me pasara mis buenas dos o tres horas fuera de casa, a diario. Pero tales faenas no resultaban excesivamente duras para un hombre que disfrutaba de una segunda esposa, joven, y que tenía una hija que aún no había cumplido los veinte años (nacida del primer matrimonio), y un viejo y decrépito padre… Bueno, había que añadir una plantilla de nueve personas. El verano pasado, particularmente, cualquier hombre no tan endurecido ni versátil como yo, se habría sentido desbordado. Como si una organización antihotelera hubiese empezado a desplegar censurables actividades, varios huéspedes, sucesivamente, intentaron violar a una doncella; otro llamó a un sacerdote a las tres de la madrugada; un tercero intentó sacar fotografías prohibidas en una habitación, y algunos clientes fueron encontrados muertos en sus lechos. Un grupo de estudiantes de sociología de Cambridge, rechazados por intercambiar obscenidades a escala de mitin de protesta, bañaron en cerveza a mi ayudante, David Palmer, ensayando a continuación una sentada. Al cabo de un año de observar una conducta sólo regular, el portero español se dedicó a mirar por las cerraduras, y no únicamente en los lavabos de las señoras, con lo cual suscitó la atención de la policía, siendo por último deportado. Hubo fuego por dos veces en la cocina, una de ellas durante una sesión de trabajo de la Sociedad de Alimentación y Vinos, en su sector de Hertfordshire.Mi esposa pareció caer sumida en un profundo letargo; mi hija vivía ensimismada. Mi padre, a sus ochenta años, había sufrido otro ataque cardíaco, el tercero. Nada grave, pero alarmante. Yo me sentía en tensión constante y vivía a razón de una botella de whisky por día, si bien esto había sido lo normal por espacio de veinte años. Cierto día, un miércoles, a mediados del mes de agosto, alcanzamos un nuevo nivel. Por la mañana se había producido un conflicto con el repatriado sucesor del «voyeur», Ramón, que se había negado a apilar y quemar los desperdicios basándose en que ya había fregado los platos y vasos de los desayunos. Luego, mientras yo me hacía cargo del té, el café y otros artículos similares en el almacén correspondiente de Baldock, el aparato que nos fabricaba el hielo se averió. Nunca había trabajado con mucha convicción en la época cálida, y la temperatura aquella semana había sido alta. Hubo que localizar a un electricista y llevarlo allí. Tres grupos de huéspedes, con cuatro niños, indudablemente a las órdenes de la clandestina organización antihotelera, cayeron como un pedrisco entre las cinco y treinta y las cinco y Página 8 cuarenta minutos. Mi esposa tuvo la ocurrencia de echarme a mí la culpa de ello. Más tarde, tras haber acomodado a mi padre frente a la ventana del cuarto de estar, en compañía de un vaso de whisky con agua, salí de nuestro apartamento, en la planta superior, para encontrarme con alguien que se hallaba de pie, dándome la espalda, en lo alto de las escaleras. Tomé a aquella persona por una mujer. Llevaba un vestido que me pareció demasiado pesado para aquella calurosa noche de agosto. No había nada en la pieza que destinábamos a los banquetes, la única habitación pública de la planta, y nuestro apartamento se encontraba claramente señalado como lugar absolutamente privado. Ofensivamente suave a más no poder, inquirí: —¿En qué puedo servirla, señora? Instantáneamente, pero sin hacer el menor ruido, aquella figura giró en redondo para enfrentarse conmigo. Vi vagamente una pálida faz, unos labios finos, unos rizos de tono castaño rojizo, algo grande y azulado que pendía de su cuello. Con mucha más claridad noté una sorpresa, una alarma, que parecían exageradas: mi llegada a aquel sitio tenía que haber sido notada por una persona que sólo se hallaba a tres metros de distancia. Por otra parte, mi rostro era bien conocido. ¿Por qué había de impresionarla tanto? En aquel momento, mi padre me llamó. Instintivamente, miré a otro lado. —¿Qué quiere usted, padre? —¡Oh! Maurice… ¿Podrías enviarme uno de los periódicos de la noche? Puedo arreglarme con el de la localidad. —Diré a Fred que le suba uno. —Lo quisiera pronto, Maurice, si es que Fred no tiene nada que hacer. —Sí, padre. En esto empleé no más de doce segundos. Pero después ya no vi a nadie delante de mí. La mujer debía de haber renunciado a dar satisfacción a su curiosidad por allí, para proseguir sus investigaciones en la planta baja. Indudablemente, en ésta la suerte le sonreiría, pues no volví a verla bajar las escaleras, ni cuando entré en el bar, tras haber cruzado el vestíbulo. Esta larga sala, de techo bajo, con pequeñas ventanas que revelaban el escaso espesor del muro exterior, normalmente fresca en verano, resultaba pegajosamente opresiva aquella noche. Fred Soames, el barman, se movía con soltura, y al unirme a él detrás del mostrador, esperando a que terminara de servir una ronda de bebidas, sentí que el sudor corría bajo mi chaqueta del smoking, bajo mi escarolada camisa. Estaba nervioso también. Y, sin Página 9 embargo, mi desazón no era la que solía tener de ordinario. Por alguna razón que no comprendía, me preocupaba la aparición y el comportamiento de aquella mujer que viera en lo alto de la escalera. Notaba algo en mí que no acertaba a definir. Menos razonable todavía que otra cosa: estaba convencido de que mi padre, al llamarme, había cambiado de opinión en lo tocante a lo que quería realmente decirme. No podía imaginar cuál podía haber sido su original pensamiento, ni tampoco podría averiguarlo ya. Su memoria, en semejantes casos, abarcaba un período de tiempo de unos segundos. Envié arriba a Fred con el periódico, sirviendo en su ausencia tres sherries medianos (con disimulado disgusto), una cerveza y alguna que otra cosa más. Luego guié a un grupo de comensales por el menú, promocionando, por así decirlo, el más bien fastidioso salmón y la carne de cerdo con menos entusiasmo del que la Guía de los buenos alimentos hubiera recomendado. Tras eso, una visita a la cocina, donde David Palmer y el «chef» lo habían puesto todo en orden. Controlaban eficazmente incluso a Ramón, quien me aseguró que no tenía el menor deseo de volver a España. Seguidamente, un repaso a la pequeña oficina, bajo el ángulo de la escalera principal. Mi esposa, con aire indiferente, trabajaba en las facturas. Su aire de indiferencia, sin embargo, se disipó como por encanto (lo cierto es que casi nunca acababa de perderlo del todo) al decirle yo que dejara aquellas enojosas tareas, de momento, para subir a nuestro apartamento y cambiarse de ropa. Hasta me dio un apresurado beso en la oreja. Regresé al bar cruzando una salita de estar, donde ingerí un buen whisky, servido allí para mí por Fred. Mientras se servía la comida, atendí a algunos huéspedes más. Los últimos de la tanda fueron una pareja de Baltimore, ya entrada en años, que se dirigía a Cambridge en busca de cosas históricas. Habían interrumpido momentámeamente el viaje para detenerse en mi casa, con igual o parecido fin. El hombre, un abogado jubilado, se había preparado adecuadamente antes de emprender el viaje. No se andaba con titubeos, ni avanzaba a tientas. Perifrástica, pero cortésmente, me preguntó por nuestro duende, o duendes. Inicié el discurso de rutina. Primeramente, eso sí, eché otro trago. —El más destacado fue uno llamado Underhill, doctor Thomas Underhill, quien vivió aquí en los últimos años del siglo XVII. Había recibido las sagradas órdenes, pero no era el párroco del lugar; era un erudito que, por una u otra razón, renunció a su beca de Cambridge, adquiriendo esto. Fue enterrado en ese pequeño cementerio que se encuentra carretera arriba. Bueno. Fue un entierro muy especial el suyo. Era un hombre tan perverso Página 10 que, al morir, el sacristán no quiso que fuese excavada una fosa para él, y el rector de la localidad se negó a oficiar en sus funerales. Tuvieron que ser traídos un sepulturero de Royston y un sacerdote de Peterhouse, en Cambridge. Algunos de los vecinos aseguraban que Underhill había dado muerte a su esposa. Se le atribuyó también el asesinato de un granjero con el que había sostenido algunas discusiones con motivo de unas tierras. »Bien… Lo extraño es que esas personas fueron asesinadas, en efecto, siendo sus cuerpos descuartizados de una manera absolutamente brutal. Y, en ambos casos, los cadáveres fueron hallados al aire libre, casi en el mismo sitio de la carretera que conduce al poblado. No obstante, entre ambos crímenes mediaba un período de seis años. En los dos casos quedó establecido que Underhill, en el instante de producirse esas muertes, estaba encerrado aquí. Sobre eso no había la menor duda. Hay que suponer, evidentemente, que contrató los servicios de unos desalmados, los cuales hicieron aquel macabro trabajo. Pero esta gente no fue jamás capturada; nadie los vio nunca. Todo el mundo estimó que se había ensañado demasiado con las víctimas para tratarse de crímenes corrientes. »De todos modos, Underhill, o másbien su espectro, se presentó varias veces en una ventana que ahora forma parte del comedor, atento a lo que ocurría frente a él, observando algo especial, al parecer. Todos los testigos de la aparición se mostraron muy sorprendidos por la expresión de su faz y su general comportamiento. Pero, según se dice, se produjo un desacuerdo general en lo tocante a su aspecto. Un hombre dijo que Underhill se comportó entonces como un ser aterrorizado, presa del mayor pánico. Otra persona manifestó que mostraba el aire de serena curiosidad del hombre de ciencia que tiene entre manos un experimento. Son cosas poco consistentes éstas, ¿verdad? Y luego… —¿Y no podría ser, señor Allington, no podría ser que esta… aparición anduviese ocupada, si le está permitido a uno expresarse así, en la contemplación de los crímenes, de aquellos crímenes a que él había dado lugar, y que los diversos observadores sorprendieran sucesivas etapas de sus reacciones ante un despliegue de brutales violencias? Pudo haber pasado, de la indiferencia que habla de un cerebro perverso, al horror, y hasta, quizá, más tarde, al angustioso remordimiento. —He ahí un interesante punto de vista. —Yo no expliqué a mi interlocutor que lo que acababa de decir había pasado por las mentes de todos aquellos que anteriormente habían escuchado la historia, sin duda con otro estilo, pero lo mismo, en definitiva—. Pero en ese caso se había equivocado Página 11 al elegir la ventana, apartando la vista del lugar en que fueron halladas las víctimas, en las inmediaciones de un camino sombreado por el ramaje de corpulentos árboles. Por lo que yo sé, nada parecido ha vuelto a darse aquí; nada que tenga que ver con la dichosa historia. —Ya. Déjeme entonces formular otra consideración. En la última parte de su extraño y fascinante relato, señor Allington, al referirse al aparecido, me he dado cuenta de que usted se expresaba en pretérito… He de entender que esas manifestaciones son también cosa del pasado, ¿no? ¿Estoy en lo cierto, señor Allington? Desde luego, el cerebro de aquel viejo funcionaba con mayor rapidez que sus órganos orales. —En efecto. Nada ha ocurrido aquí desde que me hice cargo de la casa hace siete años. La gente a quien se la compré, que han vivido aquí mucho más tiempo que yo, tampoco vio nunca nada de particular. Oyeron contar que un pariente de un predecesor se había asustado al enfrentarse con algo que podía haber sido el espectro de Underhill. Pero eso debía datar de los tiempos Victorianos. Si alguna vez hubo algo, eso es todo lo que yo sé. —Yo he leído que esta casa había conocido por lo menos un fantasma… Tal hecho revela la posibilidad de que hubiese otros, ¿no? —Sí. Verse, lo que se dice verse, es algo que, a mi juicio, no ocurrió nunca, en ningún momento. Hubo personas que afirmaron haber oído a alguien andar por los alrededores de la casa por las noches, alguien que intentaba forzar puertas y ventanas. Desde luego, en todas las poblaciones suele haber unos cuantos personajes incapaces de sustraerse a la tentación de intentar un robo en una casa de las dimensiones de ésta, siempre y cuando hallen un medio de penetrar fácilmente en ella. —¿A nadie se le ocurrió echar un vistazo para confirmar sus primeras impresiones? Entonces quizás hubiérase podido descubrir algo… —Al parecer, no. Esas personas manifestaron que no les agradaba en absoluto el ruido percibido en tales ocasiones. Oíanse susurros y crepitaciones cuando la cosa se movía. Es lo más sensato que he conocido sobre el particular. —¿Y no ha vuelto a visitar esa… persona estos lugares? —No. Yo procuraba expresarme siempre lacónicamente. Habitualmente, me divertía sacando a colación el tema, pero aquella noche se me antojaba una necedad, atestiguada por la evidencia escrita, y al mismo tiempo un molesto recurso de tipo comercial. Mi corazón latía con cierta irregularidad; me sentía Página 12 incómodo y deseoso de echar otro trago. Mis ropas se me pegaban a las carnes, a causa del húmedo calor, cada vez más intenso a medida que avanzaba la noche. Cortésmente, atendí otras preguntas, que se referían sobre todo a la base documental de mi narración. Contesté, hipócritamente, que no tenía nada de ese tipo en mi poder, y que los documentos correspondientes se hallaban en los archivos del condado, en la ciudad de Hertford. Los últimos momentos de la conversación resultaron alargados por la costumbre de mi huésped de hacer frecuentes pausas, en su afán de expresarse con rodeos. Finalmente, un grupo de personas que se encontraban en el otro extremo del bar reclamó el menú, y hacia ellas me dirigí después de escuchar de labios de los visitantes un retazo de discurso dándome las gracias. Me separé del grupo; entré de nuevo en la salita de estar, sediento, para salir refrescado; llevé a cabo un breve recorrido por el comedor, como quien pasa revista; asentí hipócritamente cuando me dijeron que cierta sauce vinaigrette para unas peras «avocado» llevaba demasiada sal, mostrándome generoso al ordenar que la retiraran (las peras «avocado» harían un excelente papel en la ensalada «chef» que sería servida en la comida del día siguiente); rechacé por teléfono una solicitud de dormitorio matrimonial formulada por un graduado o estudiante de sociología de Cambridge en lamentable estado de embriaguez; puse en manos de mi esposa, de nuevo en la planta baja, embutida en una especie de vestido de plata, una copa de Tío Pepe… Eran ya las nueve y veinte minutos, íbamos a cenar, que era lo de costumbre cuando no había más cosas que hacer, a las diez, en el apartamento. Esperaba la llegada de dos huéspedes privados: el señor y la señora Maybury. Jack Maybury era el médico de la familia y amigo, o, más concretamente, un hombre con el que no me resultaba insoportable hablar. Aquella porción de humanidad era más grata que los malísimos programas de televisión. Jack se remontaba. Y Diana Maybury hacía de aquélla algo carente de importancia, aburrido, tremendamente fastidioso. Llegaron cuando me hallaba detrás del mostrador del bar. En aquel momento me manifestaba verdaderamente ingenuo ante un conservador del Museo de Londres, con quien hablaba del clarete más caro de la lista de vinos, algo que valía realmente lo que costaba. Jack, de huesuda figura, vistiendo un traje de color bizcocho, me hizo una seña, dirigiéndose, como siempre, a la oficina, para notificar a la centralita de teléfonos de la localidad dónde se encontraba en aquel momento. Diana se unió a mi esposa, junto a la chimenea. Jimias, formaban una pareja impresionante, sugestiva. Las dos eran altas, rubias, de bustos poderosos. Resultaban, sin embargo, tan diferentes que Página 13 hubieran podido ser elegidas para demostrar gráficamente la amplitud de las divergencias existentes entre los tipos básicamente similares desde el punto de vista físico. De poca sensibilidad habría de ser el hombre que despreciara la oportunidad de llevarlas a las dos a su lecho. Sus diferencias visibles — Diana era esbelta, de cabellos ligeramente oscuros, ojos almendrados, piel morena y nerviosos movimientos; Joyce era fuerte, redonda, de piel rosada y de pausados ademanes— sugerían la existencia de otras por descubrir. A lo largo de las últimas semanas, había hecho yo algunos progresos en un sentido vital de ese objetivo: intentaba convencer a Diana para que se acostara conmigo. Joyce no sabía nada de esto, ni acerca de otro plan más ambicioso. Mientras las observaba, en el momento de intercambiar un beso, vi claramente que, de una manera oculta, habíanse sentido siempre atraídasen el terreno de lo sexual. Pero también podía ocurrir que aquello no estuviese tan claro como yo creía. ¿Se trataría, simplemente, por mi parte, de algo incierto, atractivo como una fantasía? El conservador del Museo, tras haber aceptado mi consejo, ahorrándose once chelines en el clarete, no muy inesperadamente, pidió media botella de Château d’Yquem, para seguir el dulce curso iniciado. Incliné la cabeza en señal de aprobación, y le dije a Fred que avisara al encargado de los vinos. Luego preparé para Diana una ginebra con limón amargo, que era, invariablemente, lo que bebía antes de cenar. A continuación le llevé el vaso. Al besarla, busqué disimuladamente su boca, pero me encontré con la barbilla. Después hubo una pausa. La idea de ponerme a charlar con las dos me pareció menos atractiva de lo que supuse un minuto antes. No era la primera vez que me sucedía esto. Jack reapareció mientras yo andaba explotando el tópico del calor y la humedad. Besó a Joyce con la misma naturalidad con que me había saludado a mí a su llegada. Luego me llevó aparte. Se le suponía una gran ascendencia sobre sus pacientes femeninos, pero, como ocurre con la mayor parte de los hombres de quienes se afirma eso, la verdad era que sentía escasísima inclinación por la compañía de las mujeres. —Salud —dijo, levantando levemente el vaso de Campari con soda que Fred le había servido—. ¿Cómo marcháis? Viniendo del médico de la familia, esta pregunta distaba mucho de ser un mero cumplido social, y Jack se las arreglaba siempre para impregnarla de cierto aire de hostilidad. Era un tanto jactancioso hablando de la salud, insinuando que la falta de la misma tenía su origen en la carencia algo intrascendente, por lo cual no podía ser aceptada como inevitable, y sí Página 14 deplorada. Esto, probablemente, le servía para ejercer presión sobre sus pacientes, incitándolos a mejorar. —¡Oh! Todos vamos bien, según creo. —¿Qué tal se encuentra tu padre? —me preguntó a continuación, tanteando uno de los puntos débiles en mi sistema de defensa. A continuación encendió un cigarrillo, sin apartar los ojos de mí. —Lo mismo, aproximadamente. Muy piano… —¿Muy qué? Es posible que Jack no me hubiese oído, a consecuencia de las voces, roncas a causa del alcohol, del bar. Pero también podía ser que me censurara por valerme de una expresión frívola dentro de un contexto solemne. —¿Muy qué? —repitió. —Muy piano… Quiero decir que va despacio, que no hace ni dice mucho. —Tienes que hacerte cargo. Eso es de esperar, dados su edad y estado. —Me hago cargo perfectamente, te lo aseguro. —¿Y Amy? —inquirió Jack, alerta, refiriéndose a mi hija. —Pues… Parece estar perfectamente, por lo que yo aprecio. Ve muchos programas de televisión, oye sus discos «pop» y… todo lo demás. Jack se quedó con la vista fija en el contenido de su vaso. Era éste un gesto que no quería decir nada, corriente en el que bebe. Tal vez estuviera pensando que lo que yo acababa de decir era suficientemente condenatorio para que necesitase su ayuda confirmándolo. —Pocas son las cosas que en un lugar como éste puede hacer —declaré por fin, a la defensiva—, y no ha dispuesto todavía de mucho tiempo para hacer auténticas amistades. Claro que me imagino que tiene pocas cosas en común con las chicas de la población. Y se trata de las vacaciones, ya se sabe… Jack continuó guardando silencio. Hizo una leve aspiración que no respondía a ninguna necesidad física. —Joyce se ha mostrado un poco indolente. A lo largo de estas últimas semanas ha tenido mucho trabajo. También hay que tener en cuenta el factor tiempo. En efecto, el verano ha resultado pesado, fatigoso para todo el mundo. Voy a ver si a primeros de septiembre nos vamos los tres por ahí unos cuantos días. —¿Y tú, qué? —inquirió Jack con una inflexión de desdén. —Yo me encuentro muy bien. —¿Qué me dices? Pues no das esa impresión. Mira, Maurice, es posible que dentro de unos minutos ya no se me depare una ocasión para decírtelo… Página 15 Puedes apreciarlo por ti mismo. Tienes mal color… Sí, ya lo sé: no se te presentan muchas oportunidades de apartarte de esto, pero al menos tienes que arreglártelas para dar un paseo de una hora por las tardes. Sudas con exceso. —Es verdad. —Saqué mi pañuelo, pasándomelo por la frente y la nuca, completamente empapadas de sudor—. Lo mismo te pasaría a ti si te vieses obligado a correr por este condenado local, vigilando media docena de cosas a la vez. Por añadidura, este tiempo, tan caluroso… —También yo corro lo mío, todos los días, y sin embargo no me sucede lo que a ti. —¡Hombre! Recuerda que tienes diez años menos que yo. —¿Y qué? Maurice: tu sudor tiene su origen en el alcohol. ¿Cuántos whiskies han caído ya en lo que va de noche? —¡Oh! Un par de ellos, tan sólo. —¡Hum! Sé muy bien cómo cuentas: un par de whiskies triples. Todavía te servirán o te prepararás un par más antes de que nos vayamos. Después de la cena, vendrán tres solitarios whiskies más. Con todo ello llegas a la media botella, a la que hay que agregar tres o cuatro vasos de vino, más lo que bebieras durante la comida del mediodía. Eso es abusar, es demasiado. —Me he acostumbrado a ello. Lo encajo bien. —Te has acostumbrado a ello, sí. ¿Y qué pasa? Pues que disfrutas de los restos de una constitución física de primer orden. Pero de aquí en adelante no podrás seguir como en el pasado. Tienes cincuenta y tres años. Has llegado a ese punto del camino en que el piso se inclina. Vas cuesta abajo, querido. Y la cuesta cada vez será más pronunciada, rápidamente, si sigues como ahora. ¿Cómo te encuentras hoy? —Muy bien. Ya te lo he dicho. —Vamos, vamos. ¿Cómo te sientes hoy realmente? —¡Oh!… Francamente mal. —Vienes sintiéndote así desde hace unos dos meses. Y todo porque bebes con exceso. —Las dos únicas horas de la jornada en que no me encuentro de ese modo. Jack, quedan siempre hacia el final de un día de intensos trasiegos. —Figuraciones tuyas, créeme. ¿Te sientes agitado? —Menos que antes. Sí, estoy mejor. —¿Y en cuanto a las alucinaciones? Al aludir a mis agitaciones nos estábamos refiriendo a algo menos desagradable de lo que pueda parecer a primera vista. Son muchas, casi todas, Página 16 las personas que se hallan familiarizadas con cierta forma de agitación que se presenta en el momento de quedarse uno dormido. Se trata de una convulsiva rigidez de la pierna que suele presentarse acompañada de un breve sueño explicativo relacionado con una caída, con la pérdida de un peldaño al alargar una pierna para subir cualquier escalera. En casos más habituales y pronunciados, el movimiento puede afectar a cualesquiera músculos, incluidos los del rostro, y eso puede ocurrir una docena de veces, o más, antes de que el sujeto concilie el sueño, o abandone tal empeño. Con este grado de intensidad, la agitación de este tipo se asocia con las alucinaciones hipnagógicas. Antecede a éstas la agitación, que se presenta cuando el individuo está completamente despierto, o casi despierto, pero con los ojos cerrados. No son sueños. Pueden ser descritas como visiones de significado no evidente, observadas en condiciones nada favorables. Su paralelo más próximo o menos distante es lo que les sucede a las personas que se han pasado la mayor parte de un día sin apartar los ojos de una escena que varía solamente dentro de ciertos límites fijos, como cuando se viaja en coche, por ejemplo, quienes, cuando cierran los ojos al tenderse en el lecho, por la noche, se encuentran con una versión de lo que estuvieron viendo, como si estuviese siendo proyectadosobre la parte interior de sus párpados. Pero se presentan notables diferencias. Las alucinaciones carecen de todo sentido de profundidad o marco, y no se encuentra mucho como fondo; con frecuencia, nada. Un trozo de pared, el rincón de una chimenea, una silla o una mesa entrevistas, es todo lo más que puede distinguirse; uno, de encontrarse en alguna parte, se halla siempre al aire libre. Y, lo que es más importante, las imágenes alucinatorias son invariablemente, por así decirlo, ficticias. Jamás nada conocido se representa en ellas. En su totalidad, esas imágenes son humanas. Proveniente de la oscuridad, aparece un rostro, o una faz con su cuello correspondiente y sus hombros, o algo que no puede ser descrito con precisión, pero que se asemeja a una cara más que a ninguna otra cosa, con cambiantes expresiones. También se ven comúnmente otras partes del cuerpo, unas nalgas, un muslo, un torso completo, un solitario pie. En mi caso, esas figuras aparecen totalmente desnudas, pero esto puede ser consecuencia de mis eróticas inclinaciones, no necesariamente resultado de la experiencia. Las extrañas distorsiones y apéndices que acompañan, la mayor parte del tiempo, a las identificables formas desnudas tienden a producir una atenuación de su calidad erótica. Yo mismo no me siento sexualmente impresionado por un seno femenino Página 17 dividido en fragmentos como una naranja pelada, o por un par de muslos que convergen en una sola e hinchada rodilla. De todo esto ya se puede pensar que la alucinación hipnagógica es algo que debe ser temido. Hasta cierto punto, inspiran miedo, pero (en mi caso) las diversas imágenes, aunque, con frecuencia, grotescas o desconcertantes, no tienen poder suficiente para aterrorizar. En ocasiones, de repente, un perfil corriente se transforma en una faz completa, centelleando los ojos con ira de demente, o se transforma en algo no humano. Otras veces, como contraste, se entrevé algo bello claramente, en un breve destello de suave y amarillenta luz, antes de difuminarse, de desaparecer, pasando al estado de una ficción desvanecida. Lo más desagradable de esas visiones son los tirones y temblores, y las sacudidas, que hacen que uno quede totalmente desvelado. Siempre traen consigo una pérdida de sueño. Pensé brevemente en esa perspectiva mientras Jack y yo hablábamos en el bar, que había empezado a llenarse de gente. Acudían los primeros huéspedes al comedor, así como otras personas que se habían pasado la última media hora al volante de sus coches. Dije a Jack: —Supongo que me dirás que todo es debido al alcohol. —Pues, mira, con él están relacionadas, en efecto. —La última vez que hablamos de este mismo tema me dijiste que se hallaban relacionadas con la epilepsia. Ambas opiniones no pueden ser válidas a la vez. —¿Por qué no, si es así? De todos modos, la epilepsia es un tecnicismo. Yo no puedo asegurarte que jamás padecerás un ataque de epilepsia, de la misma manera que no me es posible decir que nunca te romperás una pierna Puedo afirmar, en cambio, que, de momento, no existen indicios de ella. Otra cosa puedo decirte: entre tu forma de beber y tus saltos y rostros existe algo más que una conexión técnica. El cansancio proviene de un esfuerzo. Quizá todo se limite a eso. —El alcohol produce en tales circunstancias un alivio. —Al principio. Vamos, Maurice… Después de veinte años de continuo trasiego, no querrás que te dé una conferencia sobre los círculos viciosos y las espirales en continuo descenso. No te estoy pidiendo que suprimas el alcohol totalmente, radicalmente. Esta idea no sería buena, en absoluto. Modérate un poco, simplemente. Esfuérzate por apartarte de lo fuerte hasta la noche, por ejemplo. Lo mejor será que inicies cuanto antes el nuevo régimen de vida. Si es que quieres llegar a cumplir los sesenta años. Tampoco quiero que te recluyas en tu habitación para vivir como un muerto, valga la paradoja. Haz Página 18 que te sirvan uno más de tus whiskies especiales y luego trota unos minutos por el comedor formulando excusas ante los comensales que se quejen de haber hallado algún desperdicio en sus budines de bisté y riñones. Mientras tanto, charlaré con estos pájaros. Hice, aproximadamente, lo que él me dijo, tardando más de la cuenta, a causa de que tuve que escuchar todo un discurso sobre mi cocina pronunciado por mi huésped de Baltimore a la velocidad de un orador que se hubiese estado dirigiendo a un auditorio de defectuosos mentales en alto grado. Tras lo cual, después de haber respondido con circunlocuciones, me separé de él, subiendo al apartamento. El sonido de una voz autoritaria de varón, expresándose en un tono más bien displicente, con un fuerte acento centro-europeo, llegó a mis oídos, proveniente del dormitorio de mi hija. Amy, de trece años de edad, delgada y pálida, estaba sentada en el borde de su lecho, con las mejillas entre las manos y los codos apoyados en las rodillas. Todo lo que la rodeaba venía a revelar su edad y condición con fidelidad extrema: fotografías en colores de cantantes y actores, recortadas de varias revistas y pegadas en las paredes con cinta adhesiva; un gramófono miniatura, sin tapa, de color rosado; discos y policromas fundas de discos, por separado, demasiado estrechas para los fines a que eran destinadas; muchísimos jarrones y envases; pequeñas botellas de plástico agrupadas encima de la cómoda, en torno a un receptor de televisión. En la pantalla de éste, un hombre muy peludo decía a otro, calvo: «Pero los efectos de estos ataques contra el dólar no serán, desde luego, evidentes en seguida. Hemos de esperar para ver cuáles son los mejores remedios a adoptar». —Querida: ¿cómo se te ocurre ver un programa como éste? —le pregunté. Amy se encogió de hombros sin cambiar de postura. —¿Qué otros programas hay? —En un canal, música… Ya sabes: violines y todo lo demás. En el otro, caballos. —Sin embargo, a ti te gustan los caballos. —Éstos, no. —¿Qué les pasa a éstos? —Todos marchan en fila. —¿Qué quieres decir? —Que van en fila: uno detrás de otro* —No sé por qué razón has de estar forzosamente viendo un programa en la pantalla de tu televisor, sea cual sea. ¿No podrías…? A mí me gustaría que Página 19 de vez en cuando leyeses un libro. «Usted debe comprender, en primer lugar, que eso no es cosa del Fondo Monetario Internacional», dijo en el televisor el hombre peludo con desprecio. —Apaga ese aparato, cariño, ¿quieres? No puedo oír nada… Así es mejor. Amy, con los ojos fijos todavía en la pequeña pantalla, había tendido un brazo rematado por una mano de largos dedos, pulsó un botón que se hallaba a un lado del televisor, reduciendo la voz del melenudo a un prolongado y lejano grito. —Escucha ahora lo que voy a decirte: el doctor Maybury y su esposa han venido aquí esta noche, para cenar con nosotros. Subirán dentro de unos minutos. ¿Por qué no te pones tu vestido de noche, te cepillas los dientes y charlas un rato con el matrimonio antes de acostarte? —No, gracias, papá. —Pero a ti te son simpáticos los Maybury. Me lo has dicho varias veces. —No, gracias. —Bueno, entonces ve a desearle buenas noches al abuelo. —Sí, eso sí. Mientras permanecía allí unos momentos, junto a la cama, deseoso de descubrir cómo podía infundir a mi hija un poco de vida, mis ojos tropezaron con una fotografía de la difunta, de su madre, colocada en la pared, junto a la ventana. Creo que no hice ningún movimiento, pero Amy, sin haberme mirado de reojo, advirtió lo que acababa de ver. Movió las piernas ligeramente, como si se hubiese sentido incómoda. Y, de repente, dije, intentando dar a mis palabras una inflexión de entusiasmo: —Ya sé lo que vamosa hacer… Mañana por la mañana volveré a ir a Baldock. Lo que tengo que hacer allí no me llevará más de unos minutos, así que podrías acompañarme. Tomaríamos una taza de café y… Tú podrías pedir una cocacola. —De acuerdo, papá —respondió Amy, más sosegada, por lo menos en cuanto a la voz. —Bueno, volveré dentro de un cuarto de hora para desearte buenas noches. Espero que para entonces ya te hayas acostado. Que no se te olvide cepillarte los dientes. —De acuerdo. Antes de que hubiese cerrado la puerta de la habitación comprendí que la hora del melenudo había pasado, para ser sustituido por una calurosa recomendación de no sé qué marca de champú para el cabello, subrayada por Página 20 alguien suavemente, a medio orgasmo. Amy no era todavía una mujer, pero ya con menos años había hecho considerables progresos en el femenino hábito de comportarse indiferentemente, o fríamente, hasta el punto de que debía de existir alguna razón que la justificara. A todo esto negaba tercamente la existencia del raciocinio, y también la del comportamiento. Yo me sentía intimidado por su conducta, y, de vez en cuando, aterrado por su razón. Mientras tanto, evitaba el análisis. Amy y yo no habíamos hablado nunca de la muerte de Margaret ocurrida en un accidente callejero, dieciocho meses antes. Sólo había habido alusiones inevitables, fruto de la ordinaria convivencia. Tres años antes de eso, Margaret se había llevado a Amy al dejarme a mí. Tampoco nos habíamos ocupado de ese episodio. Al final tendría que hacer algo sobre el particular, acertar con un medio que me permitiera hablar de la conducta y de la razón. Quizá se me deparara una oportunidad en tal sentido durante el viaje a Baldock mañana por la mañana. Quizá. Descendí a la planta baja; entré en el comedor, un salón amplio, de techo no muy alto, en el que había una bella chimenea del siglo XVII, una pieza heráldica que yo había descubierto tras un revestimiento de Victorianos ladrillos. Magdalena, la esposa de Ramón, una mujer menuda, de unos treinta y cinco años de edad, colocaba tazones de vichyssoise enfriado ante cada una de las cinco sillas alrededor de la mesa ovalada. Las ventanas estaban abiertas; las cortinas habían sido descorridas. Cuando encendí las velas de los candelabros, las llamitas temblaron débilmente, sin acabar de extinguirse. Una brisa de las Chiltern se esforzaba por llegar hasta allí. El aire no parecía más fresco. Cuando Magdalena, hablando apaciblemente consigo misma, se hubo ido, me acerqué a la ventana correspondiente a la fachada de la casa, pero en aquel lugar hallé poco alivio. No había nada que ver. Sólo la desierta habitación, reflejada en uno de los grandes cristales. Mis estatuillas continuaban en sus correspondientes sitios; veía una buena copia de una terracotta romana: una cabeza de viejo sobre un pedestal, junto a la puerta; un par de jóvenes isabelinas contemplándose mutua y vagamente desde sus rectangulares nichos, en el muro más alejado; los bustos de un oficial de la Marina y de un militar del período napoleónico, en la repisa de la chimenea; una linda figura femenina de bronce, probablemente francesa, que data de 1890, o de poco después, sobre otro pedestal situado delante de la ventana, a mi izquierda, de forma que quedara bañada por el sol de la mañana. Dando la espalda a la habitación, poco podía observar de ella. En tal posición, el extrañamente exacto equilibrio entre lo Página 21 animado y lo inanimado, constantemente mantenido en la observación directa, parecía haberse esfumado. En el cristal de la ventana todo parecía nuevamente falto de vida. Di la vuelta, enfrentándome con todas las estatuillas: sí, una vez más, humanas al mismo tiempo que minerales. La carretera A595 quedaba demasiado lejos para que llegase hasta allí el rumor de los vehículos. Por otra parte, ningún coche avanzaba en aquel momento hacia la entrada de la casa, por la zona despejada existente delante del edificio. Todo parecía sumido en una gran quietud. Luego se hizo audible un murmullo de voces, ninguna de las cuales podía ser aislada, distinguida del resto. Me dije que si transcurrían todavía unos segundos más sin que percibiera un sonido independiente de los demás, me trasladaría a mi dormitorio para echar otro trago. Comencé a contar mentalmente: mil, dos mil, tres mil, cuatro mil… Ésta es una práctica que ayuda a alcanzar el ritmo correcto. Con este proceder, al correr de los años, he llegado a un punto en que me es posible garantizar una precisión extraordinaria, con un margen de error de dos segundos por minuto controlado. He ahí una costumbre muy útil en determinadas situaciones, como cuando se trata de hervir huevos sin la ayuda de reloj. Pero la utilidad práctica no es realmente el fin que se persigue. Había llegado a la cifra treinta y ocho mil en mi cuenta, y empezaba a felicitarme a mí mismo por entrar en el último tercio del recorrido, cuando oí un sonido claramente diferenciado, esperado a medias, procedente de la salita que había al otro lado del pasillo, una mezcla de gruñido y de carraspeo. Mi padre, habiendo notado la partida de Magdalena, pero procurando que no pensara que actuaba directamente de acuerdo con esa señal, había decidido que era hora de moverse y de acomodarse ante la mesa. Me había privado de mi whisky, pero tenía que reconocer que esto era algo que quizás era correcto. Percibí el rumor de sus pasos, lentos y firmes. Al cabo de unos instantes, la puerta se abrió. Pronunció unas palabras poco cordiales al descubrir que había sido precedido en el umbral por «Víctor Hugo», el cual se había escabullido por entre sus pies. «Víctor» era un siamés de pelo azulado, un gato castrado en el tercer año de su existencia. Entró, como de costumbre, en una especie de semivuelo, como huyendo de algo que no era una amenaza, probablemente, pero que le hacía intuir que lo mejor era ponerse a salvo. Habiéndome visto, se me acercó, también como de costumbre, con cierto aire de incertidumbre. No debía pensar en mi identidad, sino en mis intenciones. Me miró, expectante, a la caza de posibles respuestas. ¿Era yo nitrato potásico, o el día doce del mes de octubre, o la Cristiandad, o un problema de ajedrez? ¿Algo, tal vez, que implicaba una variante del contra-gambito de Página 22 Falkbeer? Al llegar junto a mí renunció a la solución del problema, cayendo a mis pies como hubiera podido caer un elefante alcanzado por un proyectil en cualquier punto vital de su cuerpo. «Víctor» era, entre otros motivos, la razón de que no fuesen admitidos perros en El Hombre Verde. El esfuerzo para jerarquizarlos hubiera podido resultar excesivamente agotador para él. Mi padre cerró la puerta con firmeza a su espalda, haciendo un gesto de asentimiento que me brindó, sin, al parecer, querer dar a entender algo especial. Físicamente me parezco bastante a él: en la estatura, en la poca o ninguna propensión a las adiposidades. Entre sus cabellos blancos hay algunos de color rojo oscuro, como los míos. Pero su larga nariz y sus anchas manos, poderosas como las de un pianista, han sido reemplazadas en mí por algo menos afirmativamente masculino, lo cual debo a mi madre. Por entonces, el hombre parecía estar contemplando el mundo con aire de persona descontenta por un motivo no determinado. Había allí otra persona cuya vida no comprendía. La rutina cotidiana, mitigada por una pequeña variación los domingos por la mañana, era de estrechos límites: hiciera el tiempo que hiciera, a las diez en punto se encaminaba a la población «para echar un vistazo»(aunque allí se veía siempre lo mismo, ya que nada cambiaba, al menos a los ojos de un hombre de ciudad como yo); adquiría un paquete de diez Piccadilly y el «The Times» (no había querido que se lo llevasen a casa), siempre en el mismo establecimiento; entraba en la sala de té Dainty, a tomar un café con un bizcocho de chocolate; al mismo tiempo se leía todo el diario; a mediodía se presentaba, con toda puntualidad, en el «Queen’s Arms», donde tomaría un par de cervezas ligeras Courage e iniciaba la solución de su crucigrama cotidiano, charlando con «uno o dos conocidos», abordando temas que a mí me había costado trabajo definir cuando alguna mañana floja de trabajo había decidido acompañarlo en su recorrido. Volvía a El Hombre Verde a la una y cuarto en punto, para ingerir una comida fría en su habitación; luego, por la tarde, se dedicaba a dormitar, intentando dar fin al crucigrama comenzado por la mañana. También leía libros de bolsillo del género detectivesco, los cuales le compraba yo en Royston o en Baldock. A las seis o seis y media —aquí se permitía una pequeña irregularidad en el horario— hacía acto de presencia en el salón, listo para hacer los honores a la primera de las dos bebidas que ingería antes de la cena, listo, asimismo, para conversar, supongo, ya que entonces no llevaba nada en las manos, ni siquiera el crucigrama. Página 23 Pero Joyce, Amy y yo teníamos otras cosas que hacer para entretenernos charlando con él. Entonces optaba por pedir el periódico de la noche, como la última vez, o fijar la vista en un muro. Siempre que lo miraba, para volver a encontrármelo así, como esta noche, me sentía levemente derrotado: no podía obligarle a leer, no podía forzarle a resolver jeroglíficos; no iba a pedirle que se pusiera a estudiar latín, o que probara suerte con el dibujo técnico; en cuanto a la televisión, ni hablar: siempre decía que le agradaba tanto como la perspectiva de ser objeto de un trasplante de cerebro, con sustitución de éste por un calabacín. Paseó la mirada por la habitación, frunciendo el ceño con más intensidad que de costumbre. Pretendía encontrar a su alrededor aquello que podía resultarle más desagradable, seguramente. Sus ojos se fijaron en la mesa preparada, dirigiéndose hacia ésta. —Huéspedes —comentó, aparentemente tolerante. —Sí. Jack y Diana Maybury, que cenan aquí esta noche. En efecto, ya han… —Lo sé, lo sé. Me lo dijiste esta mañana. Es un tipo chocante él, ¿no te parece? Muy especial, quiero decir. Parece estar diciendo a cada momento: «Aquí tenéis al más eficiente y responsable de los médicos de esta región; amigo, además, de todo el mundo…». Creo que no me agrada, Maurice. Me gustaría poder declarar lo contrario, porque lo hace muy bien conmigo, como médico, quiero decir. No me ha fallado ni una sola vez, Pero no creo que me agrade como hombre. Es algo que tiene que ver con la forma de tratar a su esposa. Son esas maneras suyas… No parece sino que estuviese considerando que careces de piernas y brazos. Bueno, a mi edad eso es de esperar, pero es que ella sigue un tipo de conducta con todos… ¡Oh! Es muy atractiva, desde luego. A la vista está. Oye, ¿tú no…? A propósito… —No —respondí, deseando más que nunca tener a la mano un vaso—. No hay nada de eso. —He visto cómo la mirabas. Eres una mala persona, Maurice. —En lo de mirarla no hay nada malo. —En tu caso, sí, ya que eres una mala persona, Maurice. De todos modos, no la toques, si es que deseas que te dé un consejo. Esa pequeña bruja te podría traer complicaciones y, créeme, no vale la pena. Con una mujer hay otras cosas, aparte de la consabida de llevarla a tu lecho. Y esto hace que recuerde algo… Querría charlar contigo acerca de Joyce. No se siente feliz aquí, Maurice. ¡Oh! No quiero decir que esté abatida, nada de eso… Ha encajado perfectamente en este género de vida, en la existencia que es preciso Página 24 llevar aquí… En tal aspecto, eres un hombre afortunado. Pero en realidad ella no es feliz. Se figura que la llevaste al matrimonio, que fuiste tan lejos en tus propósitos con el fin de dar con alguien que fuese una madre para la joven Amy. La cosa no marcha bien en este aspecto, todo lo bien que pudiera marchar, porque lo dejas todo en sus manos en vez de ayudarla a cumplir aquel fin. Es una mujer joven, Maurice. Ya sé que andas muy ocupado con esto y que eres muy consciente. Pero no debes escudarte en ello. Fíjate en lo de esta mañana, por ejemplo. Un tipo armó un alboroto porque Magdalena derramó unas gotas de té en la mermelada de su desayuno. Lo recuerdas, ¿no? Joyce se las entendió bien con él, y luego me dijo… Se detuvo. Su oído, no menos fino que el mío, había captado el ruido de la puerta exterior del apartamento al abrirse. Luego, oyendo ya las esperadas voces, se levantó, para hallarse en pie cuando la puerta de la habitación se abriera. —Ya te lo contaré más tarde —susurró. Entraron los Maybury en compañía de Joyce. Yo me encaminé hacia el aparador para repasar las bebidas preparadas para la cena. Y entonces vi que Diana me había seguido. Jack adoptó su conocida actitud tolerante con mi padre. De creerle, lo lógico y razonable era que un hombre se mantuviese físicamente impecable a los setenta y nueve años. Joyce participaba en la conversación. —Y bien, Maurice… —manifestó o preguntó Diana, intentando dar a estas tres palabras, que no querían decir nada, un tono concreto. Implicaba éste que, sin esfuerzo, acababa de elevarse por encima del corriente rumor de la conversación normal. —Hola, Diana. —Maurice… ¿Te importaría que te hiciese una pregunta? Allí estaba Diana, de nuevo al alcance de mis manos. Era tentador y se habría acercado mucho a la verdad responder: «Sí, me importa mucho, muchísimo, ya que quieres saberlo», pero me descubrí a mí mismo mirando el escote de su vestido de un verde serpiente, por donde asomaba la mujer… Finalmente, me limité a emitir un gruñido. —Maurice, ¿por qué das siempre la impresión de estar intentando huir de algo? ¿Qué es lo que hace que te sientas atrapado de ese modo? Diana hablaba como si hubiese estado ayudándome a contar las palabras. —¿Doy yo esa impresión? ¿Yo atrapado? ¿Qué quieres decir? Que yo sepa, no estoy intentando huir de nada. Página 25 —Entonces, ¿por qué te comportas como si alguien se hubiese lanzado en tu persecución? —¿Como si alguien…? ¿Quién va a perseguirme a mí? He de enfrentarme con los impuestos, las facturas de los abastecedores, la vejez, y unas cuantas cosas por el estilo, pero todos… —¿De qué estás pretendiendo huir? Rechazando otra tentadora contestación, eché un vistazo por encima de su moreno hombro. Jack y mi padre hablaban; Joyce procuraba escucharlos. Respondí en voz baja: —Ya te hablaré en otra ocasión. Por ejemplo, mañana por la tarde. Estaré en la esquina a las tres y media… —Maurice… —¿Qué hay? —repuse con los dientes apretados. —Maurice, ¿qué es lo que te hace ser tan increíblemente insistente? ¿Qué es lo que deseas de mí? Sentí que me corría por el pecho una gotita de sudor. —Soy tan insistente porque deseo algo de ti, y, si no sabes lo que es, pronto podré decírtelo. Estarás allí mañana, ¿no? En aquel preciso instante habló Joyce: —Comencemos, ¿no os parece? Debéis de estar todos muertos de hambre. Yo sí lo estoy. Sin molestarse en disimular su triunfo por la forma en que los acontecimientos le habían proporcionado el premio de dejar mi pregunta incontestada, Diana se alejó de mí. Destapé una botella de Worthington «Escudo Blanco» para mi padre; cogí una de las botellas de Bátard Montrachet1961, abierta por el encargado de los vinos media hora antes, y la seguí. En el transcurso de los últimos cinco segundos se había hecho claramente improbable que acudiera a la cita concertada conmigo de la tarde siguiente, ya que ella se encontraba ahora en la altamente ventajosa posición de resistirse a mis pretensiones sin provocar el odio que causa siempre quebrantar un convenio. Por otra parte, Diana era muy capaz de seguir esta línea de argumentación, y, por tanto, presentarse en la esquina que yo le había indicado, para no encontrarme allí, lo cual me arrojaría al rincón erróneo del cuadrilátero, por no mencionar las preguntas subsiguientes acerca de por qué era yo tan voluble y egoísta. Mi insegura posición me llevaría a sudar más de una vez con este motivo. Diana, sin pensar mucho en ello, tenía que haberse Página 26 figurado claramente lo que había pasado por mi cabeza. Y yo no podría retroceder, puesto que había ido tan lejos. Yo acababa de llenar las copas de todos, instalándome en mi sillón Reina Ana, mi pieza preferida, pese a que tenía en la casa dos o tres más antiguas, Diana quedaba a mi derecha, con mi padre al otro lado, enfrentado con la puerta. Jack y Joyce estaban a mi izquierda. Mientras hacíamos los honores a la vichyssoise, mi padre dijo: —Estos últimos días he visto a muchas personas vagando por todos los rincones de esta casa. Me refiero a esta planta, claro, donde la gente extraña no tiene nada que hacer cuando no se celebra algún banquete. No hace ni siquiera media hora andaba por el pasillo de al lado un tipo que iba de un lado para otro como si fuese el amo. Me disponía a abordarlo para preguntarle qué le había llevado por allí, cuando se alejó definitivamente. Y en los últimos días no es la primera vez que esto sucede, Maurice. ¿No podrías poner en un lugar bien visible un rótulo o lo que fuera? —En la puerta principal ya hay… —No, no. Quiero decir algo al pie de las escaleras, con objeto de que no subiese nadie al piso. Esta casa se está convirtiendo en un manicomio. ¿Es que no te habías dado cuenta de ello por ti mismo, Maurice? Sí, seguramente… —En una o dos ocasiones. —Apenas prestaba atención a cuanto decía. Me hallaba pendiente de Diana, a la que miraba disimuladamente, con el rabillo del ojo—. Ahora que hablas de eso, padre, te diré que no hace mucho se encontraba una mujer en lo alto de las escaleras. Entonces caí en la cuenta de que luego no llegué a ver a la mujer en el bar, ni en el comedor, ni en ninguna parte de la casa. Indudablemente, se habría metido en el tocador de señoras de la planta baja, saliendo de mi establecimiento mientras yo me encontraba muy ocupado sustituyendo a Fred. No podía tener la menor duda ya sobre eso… Intuí, más que vi, que Diana acababa de dejar su cuchara y comenzaba a mirarme. No acertaba a comprender bien la perspectiva de verme interrogado a base de preguntas con frases silabeadas. Me preguntaría, en efecto, por qué era así; por qué resultaba yo tan lo que fuera; por qué no me daba cuenta de lo de más allá… Me levanté, alegando que iba a desearle buenas noches a Amy. Salí, y llamé a Magdalena. Amy seguía con el aspecto y en la postura de antes. Continuaba sentada en el borde del lecho. En la pantalla del televisor, una mujer joven reprochaba algo a otra de más edad, la cual se hallaba totalmente vuelta de espaldas. No Página 27 se trataba de una desatención, ni de una rudeza deliberada. Así, el público concentraba su atención por entero en la persona que hablaba. Es decir, no permitiendo que aquella cara se viese al mismo tiempo que la de su acusadora. Estuve observando la escena, medio esperanzado en que la otra mujer diese la vuelta al final del discurso. Me pregunté hasta qué punto la vida real se vería afectada por ciertos convencionalismos, si tenía que darse aquel preámbulo para llegar al resultado normal del enfrentamiento de dos personas en la conversación. Seguidamente me dirigí a Amy. —¿A qué hora termina esto? —Está a punto de terminar. —Haz el favor de apagar el televisor en cuanto acabe. ¿Te has limpiado los dientes? —Sí. —Bueno, hija. Que no se te olvide que mañana vamos a Baldock. —No se me olvida. —Entonces, buenas noches. Me incliné para depositar un beso en su mejilla. En aquel instante se produjo una serie de ruidos en el comedor. Oí un grito ahogado, que me pareció provenir de mi padre, unas apresuradas palabras de Jack, un golpe al parecer producido contra un mueble, una confusión de voces. Le dije a Amy que se quedara donde estaba y yo eché a correr en dirección a aquella estancia. Al abrir la puerta, «Víctor» salió como una exhalación, con la cola levantada y el pelo erizado. En medio de la habitación, Jack, ayudado por Joyce, llevaba a mi padre, un cuerpo completamente desmadejado, sin vida, a un sillón próximo. La silla que ocupara el anciano aparecía volcada; vi caídos por el suelo un plato, una cuchara, un cuchillo. También se había derramado sobre el mantel el contenido de un vaso. Diana, que había estado observando los movimientos apresurados de los demás, fijó la vista en mí, atemorizada. —Se quedó con la mirada muy fija en un punto, Y se puso en pie. A continuación dio un grito y se derrumbó. Al caer, tropezó con el borde de la mesa, y Jack acertó a cogerlo a medias —me explicó con voz temblorosa. Me adelanté. —¿Qué ha pasado? Jack trataba de incorporar a mi padre en el sillón. Cuando hubo dado fin a su tarea, se volvió hacia mí. —Yo diría que se trata de una hemorragia cerebral. —¿Corre peligro? Página 28 —Yo diría que sí. —¿Puede morir? —Es muy posible. —¿Qué podemos hacer? —Nada, si la cosa es tan grave como me figuro. Miré a Jack y él me miró a mí. No podría decir lo que pasó por mi cabeza en aquellos momentos. Jack le había tomado el pulso al accidentado. Tenía la sensación de que estaba compuesto tan sólo de mi rostro y de mi torso, hasta cerca del vientre. Me arrodillé junto al sillón y percibí una respiración lenta y ronca. Mi padre tenía los ojos abiertos, con las pupilas aparentemente fijadas en algo situado a la izquierda. Aparte de eso, su aspecto era normal, lo veía relajado. —Padre —murmuré junto a su oído. Entonces se agitó ligeramente. No despegó los labios, y yo no sabía qué decirle. Me pregunté qué era lo que estaría pasando por aquel cerebro, qué estaba viendo, qué se imaginaba ver. Algo carente de importancia, quizás; algo agradable, tal vez: el brillo del sol sobre la campiña verdeante. También podía tratarse de cualquier cosa menos grata, fea, desconcertante. Me imaginé sus desesperados y prolongados esfuerzos por comprender lo que estaba sucediendo; su agitación, tan penosa como el dolor que tal vez estaba sintiendo. El dolor venía a ser en tales situaciones algo misericordioso, suficientemente poderoso como para acabar con el pensamiento, con las sensaciones, con la conciencia del propio ser, con el sentido del tiempo, con todo… Sólo el dolor quedaba. Tal idea me aterrorizó. Pero sirvió para inspirarme con irresistible claridad y firmeza mis próximas palabras. Me acerqué un poco más a él. —Padre… Soy Maurice. ¿Estás despierto? ¿Sabes dónde te encuentras? Soy Maurice, padre. Dime qué es lo que pasa donde tú te hallas ahora. ¿Hay algo que ver ahí? Cuéntame lo que sientes. ¿Qué estás pensando? A mi espalda. Jack dijo fríamente: —No puede oírte. —Padre… ¿Puedes oírme? Baja la cabeza, haz un gesto afirmativo si es así. Con lenta y mecánica entonación, igual que un disco de gramófono girando a muy pocas revoluciones, mi padre respondió: —Mau… rice… —Después, menos claras, llegaron a mis oídos unas cuantas palabras ininteligibles.Finalmente se quedó completamente inmóvil. Muerto. Página 29 Me incorporé, separándome del sillón. Diana me miró. La expresión de temor había desaparecido de su rostro. Antes de que acertara a decir algo, la dejé atrás, acercándome a Joyce, que se había quedado quieta, con los ojos fijos en el mantel. Unos minutos antes había sido dejada allí una bandeja con cinco platos de verdura. —No sabía qué hacer —explicó Joyce—, y le dije a Magdalena que lo dejara todo ahí… ¿Está muerto? —Sí. Inmediatamente, se echó a llorar. Nos abrazamos en silencio. —Era muy viejo ya. Todo ha sido muy rápido. No debe de haber sufrido nada. —Ignoramos si ha sufrido o no —repuse. —Era un anciano muy bondadoso. Me cuesta mucho trabajo creer que se ha ido para siempre. —Será mejor que vaya a decírselo a Amy. —¿Quieres que te acompañe? —No, ahora no. Amy había apagado el televisor y se encontraba sentada sobre la cama, pero no en la postura de antes. —El abuelo se ha puesto muy enfermo —le dije. —¿Ha muerto? —inquirió ella, adivinando mis precauciones. —Sí, pero todo duró unos segundos y no sufrió nada. Es imposible que se diera cuenta de lo que le pasaba. Tenía muchos años, ya lo sabes tú, y esto había de suceder cualquier día. Ocurre a las personas ya muy viejas… —¡Qué lástima! Quería decirle muchas cosas. —¿Acerca de qué? —Eran muchas cosas —respondió Amy, evasiva. Levantándose, dejó caer las manos sobre mis hombros—. Siento muchísimo la muerte del abuelo, papá. El comportamiento de Amy hizo que las lágrimas asomaran a mis ojos. Permanecí sentado durante unos minutos en la cama. Retuvo mi mano, y con la que le quedaba libre me acarició la nuca. Cuando hube secado mis lágrimas, Amy me dijo que no me preocupara por ella, que estaría bien y que procuraría verme por la mañana. En el comedor, las dos mujeres se habían sentado junto a la ventana. Diana deslizó un brazo por los hombros de Joyce. Ésta tenía la cabeza inclinada; sus amarillentos cabellos le cubrían el rostro. Jack me dio un vaso lleno hasta la mitad de whisky con un poco de agua. Lo apuré de unos tragos. Página 30 —¿Está bien Amy? —me preguntó Jack—. Perfectamente, Maurice. Iré a echarle un vistazo dentro de unos minutos. Bueno, ahora hemos de tender a tu padre en su cama. Esto podríamos hacerlo entre tú y yo… O bien podemos buscar abajo alguien que nos eche una mano si tú no te sientes con suficientes fuerzas. —Estoy bien. Lo haremos entre tú y yo. —Adelante, pues. Jack tomó a mi padre por las axilas y yo por los tobillos, Diana se hizo a un lado para abrirnos la puerta. Apretando el pecho contra la cabeza del anciano. Jack evitó que ésta se bamboleara a un lado y a otro. Continuó hablando mientras nos movíamos. —Me pondré en contacto con el joven Palmer tan pronto hayamos terminado aquí, si tú lo apruebas… Esta noche ya no hay nada que hacer. Lo primero que hará la enfermera del distrito por la mañana será venir aquí para dejarlo amortajado. También yo me acercaré con el certificado de defunción. Alguien tendrá que llevarlo a Baldock, para que sea registrado, arreglando de paso las cosas con la funeraria. ¿Te encargarás tú de eso? —Sí. Nos encontrábamos en el dormitorio. —¿Qué andas buscando? —le pregunté. —Una sábana. —En el último cajón de la cómoda. Cubrimos el cadáver de mi padre con la sábana y salimos del cuarto. Lo demás fue hecho en seguida. Hicimos un esfuerzo para tomar un bocado. Jack comió con más apetito que nosotros. Apareció David Palmer, escuchó lo que se le dijo, manifestó y aparentó lo mucho que sentía lo ocurrido y se fue. Telefoneé a Nick, mi hijo, de veinticuatro años de edad, profesor de literatura en una Universidad de las Midlands. Me dijo que buscaría a alguien que se hiciese cargo de su hija Josephine, de dos años de edad, y que se presentaría en la casa en compañía de su esposa, Lucy. Llegaría en coche por la mañana, al día siguiente, hacia el mediodía. Me di cuenta, con cierta emoción, de que ya no tenía que avisar a nadie más: un hermano y una hermana de mi padre habían fallecido sin dejar descendencia. A las once y media, tres cuartos de hora antes de que los no residentes abandonaran el establecimiento, se había divulgado la noticia de aquella muerte, y la casa se notaba silenciosa. Finalmente, los Maybury, Joyce y yo nos plantamos en la entrada del apartamento. Página 31 —No es necesario que bajéis —dijo Jack—. Fred nos acompañará hasta la puerta. Procurad dormir todas las lloras que podáis. —Hablando sin viveza, pero tampoco con tono nada sentimental, añadió—: Bueno… Lamento lo sucedido. Era una buena persona, con mucho sentido común. Creo que vas a echarlo mucho de menos, Maurice. Esta muestra de pésame, en compañía de la mirada oportuna a mi rostro, que encerraba una simpatía de tipo impersonal, constituía la primera respuesta no utilitaria de Jack a lo que acababa de pasar. Y no se entretuvo ampliando aquellos sencillos conceptos. Nos deseó que pasáramos una noche tranquila con tono natural, cuando, alguien que parecía ser Fred, habló desde el bar, comenzando a bajar la escalera. Después de besar a Joyce y de mirar en dirección al sitio en que me encontraba yo, y no directamente a mí, Diana echó a andar detrás de su marido. Vi inmediatamente que no hizo ninguna de aquellas cosas con el aire de quien emite un mensaje que quiere ser más elocuente que unas palabras. Lo mismo había pasado al principio de la velada, con sus reservadas maneras. Aunque inoportunamente, me pregunté hasta cuándo duraría aquella forma de conducirse. Sin realizar algún esfuerzo nunca nadie ha llegado a pasar una hoja… —Hemos de acostarnos en seguida —dijo Joyce—. Es lo más prudente. Tú tienes que sentirte muy cansado. En realidad, me encontraba muy fatigado físicamente. Era igual que si me hubiese pasado las veinticuatro horas de aquel día en la misma posición. Pero no me seducía la perspectiva de entregarme al sueño, ni mucho menos la idea de permanecer en la oscuridad con los ojos abiertos, aguardando su llegada. —Un whisky más —repuse. —Pero no de los grandes, Maurice. Y solamente uno. —Joyce se expresaba en tono de súplica—. No te acomodes fuera para beber. Llévate lo que sea del dormitorio. Obré de acuerdo con sus deseos, echando primeramente un vistazo a Amy, la cual dormía. Era el suyo un sueño natural, sin ese matiz de concentración o abandono que yo había observado en las mujeres. ¿Dejaría la partida de mi padre algún vacío en su mundo personal? No había acertado a imaginarme ni una sola de las cosas que ella pensaba decirle… Él la había aceptado con vacilante naturalidad; ella le había imitado en este aspecto, dando una versión infantil de su actitud. Por lo que me fue posible observar, nunca habían hablado demasiado entre ellos. Pero mi padre había vivido en la casa día tras día, a lo largo del año y medio que duraba la estancia de Amy Página 32 allí, tras la muerte de su madre. Y yo consideraba que en un mundo reducido como el de mi hija no podía haber vacíos auténticamente pequeños. —¿Está bien la niña? —me preguntó Joyce al verme entrar en el dormitorio con mi whisky. Nuestra habitación quedaba junto a la de Amy. Tenía la misma anchura que ésta, pero era de superior longitud. De pie, Joyce se llevó a la boca una de las píldoras rojas que tomaba contra el insomnio, que deglutió con ayuda de un poco de agua. Obraba así de acuerdo con los últimos consejos de Jack. —El caso es dormir. ¿Has visto tú mis píldoras «Belrepose», Joyce? —Están aquí. Pero tres, como te ha dicho Jack, me parecen demasiadas, ¿no crees? Estoy pensando, además, en lo que has bebido esta noche. Supongo que Jack está enterado de eso. —El medicamento no contiene ninguna clase de barbitúrico. Tragué las tres píldorascon un sorbo de whisky, mientras observaba en silencio cómo Joyce se descalzaba y se quitaba el vestido sacándoselo por la cabeza, para colgarlo de una percha, en el armario empotrado. El breve tiempo invertido en dar unos pasos por la habitación fue suficiente para que me percatara una vez más de la redondez de sus senos, bajo el impecable sujetador blanco, en desproporción con la anchura de sus hombros y torso. No había llegado a dar ni siquiera tres pasos, ya en dirección al lecho, cuando dejé mi vaso sobre una mesita, aferrándome a su grácil y desnuda cintura. Ella me retuvo con firmeza, con la firmeza de quien se siente a gusto y quiere hacer partícipe de su comodidad a otro ser. Pero no tardó en comprender que no era mi comodidad lo que yo buscaba, al menos en el sentido corriente de la palabra, y entonces noté que su cuerpo se irguió. —¡Oh Maurice! No, ahora no… —Pues ha de ser ahora precisamente. En seguida. Vamos, Joyce. Solamente una vez en mi vida había sentido aquel apremio, aquella ansia de mujer, en un instante en que la mente se amodorraba de un modo involuntario, al mismo tiempo que el cuerpo avanzaba por sucesivas etapas con mayor precipitación que en circunstancias normales. Esto ocurrió cuando yo me dedicaba a observar como cortaba el pan en la cocina una amante que tuve, mientras su marido ponía la mesa en el comedor, al otro lado de un pasillo. Entonces, mi mente y mi cuerpo tuvieron que actuar como en las condiciones habituales en un mínimo período de tiempo. Aquella noche no iba a ser lo mismo… Joyce estaba completamente desnuda. Yo solamente me había desnudado en parte cuando tiré de las ropas del lecho a un lado, empujándola hacia éste. Página 33 Ahora respondía ya con sus largos y lentos ritmos, respirando profundamente, cada vez con mayor rapidez, mientras me retenía con sus poderosas piernas, que me ceñían. Me daba cuenta de la urgencia que me impulsaba, algo imposible de aplazar, de posponer. El clímax quedó marcado por algo insólito. Después, los hechos de la última hora se presentaron por sí mismos, como si hasta entonces yo únicamente hubiese oído hablar de ellos a algún distante y lacónico intermediario. Mi corazón pareció detenerse por un momento. Luego aceleró tremendamente sus latidos. Abandoné la cama a toda velocidad. —¿Te encuentras bien? —me preguntó Joyce. —Sí, sí. Tras permanecer unos instantes inmóvil, terminé de desvestirme. Me puse el pijama y entré en el cuarto de baño. Seguidamente me asomé al salón, viendo el periódico de la noche correctamente plegado sobre una pequeña mesita, junto al sillón que mi padre había utilizado siempre. Pasé al comedor y contemplé el sillón en que había muerto. La tristeza de estas imágenes me infundió una gran calma. De vuelta al dormitorio, vi que Joyce, habitualmente lista para charlar un rato en esta etapa de nuestras íntimas relaciones, se había cubierto por completo con las ropas del lecho, tapándose hasta la cara. Ese detalle confirmó mi sospecha de que se sentía avergonzada, no de haberse entregado a mí en el transcurso de la noche en que había fallecido mi padre, sino de haber gozado con ello. No obstante, al tenderme en la cama, me habló con un tono de voz que revelaba que estaba muy lejos de encontrarse adormecida. —Supongo que es muy natural lo que hemos hecho, como algo instintivo. Es como si la Naturaleza intentara hacernos ver que la vida debe continuar. Cosa chocante, sin embargo… Esto no parecía obra del instinto. Más bien se me figuró algo leído en algún sitio… Me refiero a la idea. No había pensado en esta faceta de la cuestión hasta entonces, y me sentí débilmente irritado por su astucia, o aquello que hubiera podido parecer astucia a un extraño. No obstante, era un consuelo que tuviese que habérmelas con Joyce allí, y no con Diana, quien se habría lanzado a hacer incitantes especulaciones, hasta el delirio. —No estuve fingiendo nada —repuse—. Un hombre no puede fingir nunca en estas ocasiones. —Lo sé, querido. No he pretendido decir eso. Aludía a lo que pudiera parecer. —Alargó una mano, apoderándose de la mía más próxima—. ¿Crees que podrás conciliar el sueño? Página 34 —Sí, creo que sí. ¿No podrías aclararme una cosa? Sólo es un minuto… —¿Qué? —Luego no volveré a pensar en ello. Cuéntame, dime qué es lo que pasó allí exactamente. Me pasaré el resto de mi vida haciendo cébalas si no me pones al corriente… —Bien… Acababa de decir algo sobre las personas que molestaban a la gente que estaba en sus casas, sosteniendo que no había derecho a proceder así… De pronto guardó silencio, poniéndose en pie, con mucha mayor rapidez que otras veces, y se quedó con la mirada fija en un punto… —¿Qué era lo que miraba? —No lo sé. Miraba hacia la puerta. Después dio un grito, y Jack le preguntó qué pasaba, y que si se encontraba bien. A continuación se derrumbó sobre la mesa, sujetándolo Jack. —¿Por qué gritó? —Lo ignoro. No pronunció ni una sola palabra. Jack y yo empezamos a trasladarlo al sillón. Fue cuando tú volviste. No parecía sentir ningún dolor. Daba la impresión de hallarse extraordinariamente sorprendido. —¿Estaba atemorizado? —Pues… sí. Un poco, quizá. —¿Solamente un poco? —Bueno… Mucho, realmente. Probablemente, debió de sentir cómo le llegaba aquello… Me refiero a la cosa del cerebro. —Sí. Eso es lógico que le aterrorizara. Lo comprendo. —No te preocupes más —dijo Joyce, oprimiéndome la mano—. Tú tampoco habrías podido hacer nada si te hubieses hallado presente. —No, supongo que no. —No lo dudes. —No me acordé de decirle a Amy…, que está ahora en su habitación. —No entrará en ella. Ya me ocuparé de eso por la mañana. Ahora tengo que dormir un poco. Esas píldoras me van muy bien. Nos deseamos buenas noches, apagando las lámparas de nuestras respectivas mesitas. Yo me giré sobre el costado derecho, por donde quedaba la ventana, de la cual no veía absolutamente nada. La noche era todavía muy cálida, pero la humedad había disminuido en el transcurso de la última hora. Mi almohada me pareció más caliente que mi mejilla nada más entrar en contacto con ella. La tela de la misma se plegó de mil maneras, irregularmente. Los latidos de mi corazón eran fuertes y moderadamente acompasados, como si me hallara en el umbral de una prueba de menor Página 35 cuantía, como si esperara, por ejemplo, en la antesala del dentista o estuviese a punto de pronunciar un discurso. Tendido en el lecho, esperaba hacer uno de aquellos rápidos e involuntarios movimientos que observara diez minutos antes y, probablemente, repetidos como un par de docenas de veces a lo largo del día y de la noche. Había referido este fenómeno a Jack, quien me dijo, más bien condescendiente, sin un gesto de impaciencia, que no se trataba de algo que tuviese una significación especial; que mi corazón, simplemente, daba, incluso a menudo, una señal extra y prematura, de suerte que el latido siguiente se aplazaba imperceptiblemente, pudiendo parecer más fuerte de lo normal. Todo lo que podía decir (me lo decía a mí mismo) era que, en ocasiones como aquélla, la cosa resultaba condenadamente significativa. Al cabo de uno o dos minutos de espera se presentó el estremecimiento, seguido por una pausa suficientemente prolongada para obligarme a contener el aliento. Luego sentí como un pequeño golpe en la parte interior del pecho. Me dije que todo marchaba bien; que eso era efecto de mis nervios; que desaparecería en seguida, como en anteriores ocasiones; que yo era un hipocondríaco; que las píldoras «Belrepose» empezarían a surtir efecto en cualquier instante;
Compartir