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Albert Rhys Williams
7 DE NOVIEMBRE:
UNA NUEVA FECHA EN LA 
HISTORIA
Escrito: En 1919 durante una estadía en casa de John Reed en Croton-on-
Hudson (estado de Nueva York, EE.UU).
Publicación por vez primera: Como el séptimo capítulo de Through the 
Russian Revolution, Nueva York: Boni & Liveright, 1921.
Mientras Petrogrado se encuentra en un tumulto de patrullas en 
conflicto y voces en pugna, hombres de toda Rusia se vertien a la ciudad. Son 
los delegados al Segundo Congreso Pan-Ruso de los Soviets convocado en el 
Smolny. Todas las miradas se vuelven hacia el Smolny.
Anteriormente una escuela para las hijas de la nobleza, el Smolny es ahora el 
centro de los Soviets. Se encuentra en el Neva, una enorme estructura 
majestuosa, fría y gris durante el día. Pero por la noche, brillando con un 
centenar de ventanas iluminadas, se vislumbra como un gran templo, un 
templo de la Revolución. Las dos fogatas ante de sus pórticos, atendidos por 
soldados en largos sacos, flamean como llamas de altar. Aquí se concentran 
las esperanzas y las oraciones de incontables millones de los pobres y 
desheredados. Aquí buscan la liberación de largo sufrimiento y la tiranía. 
Aquí se labran para ellos cuestiones de vida y muerte.
Esa noche vi a un obrero, flaco, mal vestido, caminado por una calle oscura. 
Alzando la cabeza de pronto vió la fachada masiva de Smolny, brillando como 
oro a través de la nevada. Quitándose el sombrero, se estuvo de pie un 
momento con la cabeza descubierta y los brazos extendidos. Gritando, a 
continuación —¡La Comuna! El Pueblo! La Revolución!— corrió y se fusionó 
con la multitud atravesando las rejas.
De la guerra, del exilio, de las mazmorras, de la Siberia, vienen estos 
delegados al Smolny. Desde hace años sin noticias de viejos camaradas. 
Subitamente, gritos de reconocimiento, una carrera a los brazos del otro, 
unas cuantas palabras, el abrazo de un momento a otro, luego apurarse a las 
conferencias, asambleas, reuniones interminables.
Smolny es ahora un gran foro, rugiente como una gigantesca fragua con 
oradores llamada a las armas, el público silbando o estampado, el martillo 
golpeando por orden, los centinelas poniendo las armas a tierra, 
ametralladoras retumbando por los pisos de cemento, estentoreo coreo de 
himnos revolucionarios, ovaciones tronantes a Lenin y Zinoviev al emerger de 
la clandestinidad.
Todo a gran velocidad, tenso y tornandose mas tenso a cada minuto. Los 
trabajadores son dínamos de energía; milagros insomnes, incansables, sin 
nervios, de hombres enfrentando cuestiones trascendentales de la 
Revolución.
A las diez y cuarenta de la noche del 7 de noviembre, se abre la histórica 
reunión tan grande con consecuencias para el futuro de Rusia y el mundo 
entero. Desde sus caucuses los delegados entran al gran salón de asamblea. 
Dan, el presidente anti-bolchevique, está en la plataforma sonando la 
campana de orden y declara: "La primera sesión del Segundo Congreso de los 
Soviets está abierta."
Primero viene la elección del órgano rector del Congreso (el presidium). Los 
bolcheviques obtienen 314 miembros. Todos los otros partidos consiguen 11, 
el antiguo cuerpo dirigente dimite y los dirigentes bolcheviques, 
recientemente los marginados y fuera de la ley de Rusia, asumen sus lugares. 
Los partidos de Derecha, compuestos en gran parte por la intelectualidad, 
abren con un ataque a las credenciales y órdenes del día. La discusión es su 
punto fuerte. Se deleitan en cuestiones académicas. Levantan puntos finos de 
principio y procedimiento.
Entonces, de repente, dese la noche, un choque ensordecedor pone a los 
delegados de pie, inquetos. Es el rugir de los cañones, el crucero Aurora 
disparando sobre el Palacio de Invierno. Bajo y amortiguado por la distancia 
que viene con ritmo constante, regular, un réquiem sonando la muerte del 
viejo orden, un saludo al nuevo. Es la voz de las masas tronando a los 
delegados la demanda de "Todo el poder a los soviets". Asi, la cuestion es 
agudamente hecha al Congreso: "¿Declarará ahora a los Soviéticos el 
gobierno de Rusia, y dará base legal a la nueva autoridad?"
El desierto de los intelectuales.
Ahora viene una de las paradojas sorprendentes de la historia, y una de sus 
tragedias colosales: la negativa de la intelectualidad. Entre los delegados 
estuvieron decenas de estos intelectuales. Habían hecho al "pueblo oscuro" el 
objeto de su devoción. "Acudir al pueblo" era una religión. Para ellos habían 
sufrido la pobreza, la cárcel y el exilio. Había despertado a las masas con 
ideas revolucionarias, incitándolas a la rebelión. El carácter y la nobleza de 
las masas había sido alabadas sin cesar. En resumen, la intelectualidad había 
hecho un dios del pueblo. Ahora el pueblo se alzaba con la ira y el trueno de 
un dios, imperioso y arbitrario. Actuaba como un dios.
Pero los intelectuales rechazan un dios que no los escuche y sobre el cual han 
perdido el control. Inmediatamente se la intelectualidad convirtió atea. Ellos 
rechazan toda fe en su antuguo dios, el pueblo. Le niegan su derecho a la 
rebelión.
Al igual que Frankenstein, ante este monstruo de su propia creación, la 
intelectualidad tiembla, tiembla de miedo, tiembla de ira. Es una cosa 
bastarda, un diablo, una terrible calamidad, sumiendo en el caos a Rusia, 
"una rebelión criminal contra la autoridad". Se lanzan en su contra, atacando, 
maldiciendo, suplicando, delirando. Como delegados se niegan a reconocer 
esta Revolución. Se niegan a permitir que este Congreso declare a los soviets 
el gobierno de Rusia.
¡Tan inútil! ¡Tan impotente! Mejor podrian negarse a reconocer un 
maremoto, o un volcán en erupción, que negarse a reconocer esta Revolución. 
Esta Revolución es elemental, inexorable. Está en todas partes, en los 
cuarteles, en las trincheras, en las fábricas, en las calles. Está aquí, 
oficialmente, en este congreso, en cientos de delegados de obreros, soldados y 
campesinos. Está aquí, extraoficialmente, en las masas que abarrotan cada 
pulgada de espacio, subiendose a los pilares y los marcos de las ventanas, 
tornando el salón blanco con la niebla de sus humeantes cuerpos apretados, 
eléctricos con la intensidad de sus sentimientos.
La gente viene a ver que se haga su voluntad revolucionaria, que el Congreso 
declare a los soviet el gobierno de Rusia. En este punto son inflexibles. Todo 
intento de oscurecer el tema, todo esfuerzos por paralizar o evadir su 
voluntad evoca explosiones de indignada protesta.
Los partidos de la Derecha tienen largas resoluciones que ofrecer. La masa es 
impaciente. "¡No más resoluciones! ¡No más palabras! ¡Queremos hechos! 
¡Queremos el Soviet!"
La intelectualidad, como de costumbre, desea acordar el asunto con una 
coalición de todos los partidos. "Sólo es una posible coalición," es la réplica. 
"La coalición de trabajadores, soldados y campesinos."
Mártov llama en voz alta para "una solución pacífica de la guerra civil 
inminente." "¡Victoria! ¡Victoria! La única solución posible", es el grito de 
respuesta.
El oficial Kutchin trata de aterrorizarlos con la idea de que los soviets están 
aislados, y que todo el ejército está en contra de ellos. "¡Mentiroso! ¡Oficial!" 
gritan a los soldados. "Usted habla por los oficiales y no por los hombres en 
las trincheras. Los soldados exigimos '¡Todo el poder a los Soviets!'"
Su voluntad es de acero. No hay ruegos ni amenazas que lo quiebren o 
dobleguen. Nada puede desviarlo de su objetivo.
Finalmente picado a la furia, Abramovich, clama: "No podemos quedarnos 
aquí y ser responsables de estos crímenes. Invitamos a todos los delegados a 
salir de este congreso." Con un gesto dramático desciende de la plataformay 
se dirige hacia la puerta. Alrededor de ochenta delegados se levantan de sus 
asientos y se abren paso tras él.
"Que se vayan", grita Trotsky, "¡que se vayan! Son solo unos desperdicios que 
seran barridos al basurero de historia."
En una tormenta de gritos, burlas e insultos de "¡Renegados! ¡Traidores!" de 
los proletarios, los intelectuales salen de la sala y de la Revolución. ¡Una 
tragedia suprema! La intelectualidad rechaza la revolución que había 
ayudado a crear, abandonando a las masas en la crisis de su lucha. Suprema 
locura, también. No aislan a los soviéticos, sólo se aíslan a si mismos. Detrás 
de los sovietss están rodando sólidos batallones de apoyo .
Los Soviets son proclamados el Gobierno.
Cada minuto trae la noticia de nuevas conquistas de la Revolución: la 
detención de ministros, la incautación del Banco del Estado, el telégrafo, la 
estación telefónica, el estado mayor. Uno por uno los centros de poder están 
pasando a manos del pueblo. La autoridad espectral del antiguo gobierno se 
está desmoronando ante los golpes de martillo de los insurgentes.
Un comisario, sin aliento y salpicado de barro, desmonta de su caballo y sube 
a la plataforma para anunciar: "La guarnición de Tsarskoye Selo por los 
Soviets. Hace guardia a las puertas de Petrogrado." Desde otro: "El Batallón 
de Ciclistas para los Soviets. No se encontrará ni un solo hombre dispuesto a 
derramar la sangre de sus hermanos." Luego Krylenko, sube tambaleante, 
telegrama en mano: "¡Saludos al Soviet del Duodécimo Ejército! El Comité de 
Soldados está tomando el mando del Frente Norte".
Y, por último, al final de esta noche tumultuosa, desde de esta lucha de 
lenguas y el choque de voluntades, la simple declaración: "El gobierno 
provisional es depuesto. Por la voluntad de la gran mayoría de obreros, 
soldados y campesinos, el Congreso de Soviets asume el poder. La autoridad 
Soviética propondrá una paz democrática inmediata a todas las naciones, una 
tregua inmediata en todos los frentes. Se asegurará la libre transferencia de 
tierras... etc. "
¡Pandemonio! Los hombres llorando abrazados. Mensajeros saltando y 
alejándose a carrera. Telégrafo y el teléfono zumbando y tarareando. Autos 
partiendo al frente de batalla; aviones cruzando a toda velocidad ríos y 
llanuras. Señales de radio destellando a través de los mares. ¡Todos 
mensajeros de la gran noticia!
La voluntad de las masas revolucionarias ha triunfado. Los Soviets son el 
gobierno.
Esta histórica sesión termina a las seis de la mañana. Los delegados, 
tambaleantes por la toxina de la fatiga, los ojos hundidos de insomnio, pero 
exultantes, se tropiezan por las escaleras de piedra y por las puertas de 
Smolny. Afuera todavía está oscuro y frío, pero en el este se vislumbra un rojo 
amanecer.
	Albert Rhys Williams
	7 DE NOVIEMBRE:
	UNA NUEVA FECHA EN LA HISTORIA
	El desierto de los intelectuales.
	Los Soviets son proclamados el Gobierno.