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EL PROGRESO: 
UNA VISION DESDE LA CIENCIA ECONOMICA 
Antonio Argandoña 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
IESE Business School – Universidad de Navarra 
Avda. Pearson, 21 – 08034 Barcelona, España. Tel.: (+34) 93 253 42 00 Fax: (+34) 93 253 43 43 
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Copyright © 2007 IESE Business School. 
Documento de Investigación
DI nº 706 
Septiembre, 2007 
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IESE Business School-Universidad de Navarra 
 
 
 
 
EL PROGRESO: 
UNA VISION DESDE LA CIENCIA ECONOMICA 
 
Antonio Argandoña* 
 
 
 
Resumen 
 
Tradicionalmente, los economistas han sido optimistas respecto de las posibilidades de progreso 
en la sociedad. Esto no debe extrañarnos, dado que suelen definir el progreso en términos de 
crecimiento de la producción de bienes y servicios para la satisfacción de las necesidades 
humanas. No obstante, siempre ha habido pesimistas entre los economistas, y su actitud hacia 
el progreso ha ido cambiando. Pero desde hace unas décadas se multiplican las críticas, hasta el 
punto de que se habla de una crisis del paradigma económico. En este artículo se desarrollan las 
razones de la visión optimista en los países avanzados, extendiéndolos luego a los países en 
vías de desarrollo, lo que permite presentar algunas de las posiciones pesimistas recientes y las 
razones que las avalan, para intentar, en las conclusiones, ofrecer una vía de superación de esas 
razones que vaya más allá del optimismo de la economía tradicional. 
 
 
 
 
* Profesor de Economía, IESE 
 
Palabras clave: crecimiento, economía, modernidad, optimismo, postmodernidad, progreso. 
 
 
 
 
IESE Business School-Universidad de Navarra 
 
 
 
 
EL PROGRESO: 
UNA VISION DESDE LA CIENCIA ECONOMICA 
 
 
 
Introducción1 
Tradicionalmente, los economistas han sido optimistas respecto de las posibilidades de progreso 
en la sociedad. Esto no debe extrañarnos, dado que suelen definir el progreso en términos de 
crecimiento de la producción de bienes y servicios para la satisfacción de las necesidades 
humanas, y que la ciencia económica se propone conseguir ese resultado de una manera 
eficiente, es decir, de modo que los recursos disponibles permitan atender el mayor número de 
necesidades del mayor número de personas posible (Robbins, 1932). 
Por supuesto, siempre ha habido pesimistas entre los economistas, y su actitud hacia el progreso 
ha ido cambiando. Pero desde hace unas décadas se multiplican las críticas, hasta el punto de 
que se habla de una crisis del paradigma económico (Argandoña, 2007b). En este artículo 
pretendo explicar los fundamentos del optimismo de la economía convencional2 y las razones 
del pesimismo reciente. Mis conclusiones son fundamentalmente optimistas, no por lo que la 
economía pueda aportar, tal como se está desarrollando ahora, sino por las posibilidades que se 
le presentan si es capaz de reconstruirse sobre unas bases antropológicas más sólidas. 
Desarrollaré primero los argumentos para la visión optimista en los países avanzados, 
extendiéndolos luego a los países en vías de desarrollo, lo que me permitirá presentar algunas 
de las posiciones pesimistas recientes y las razones que las avalan, para intentar, en las 
conclusiones, ofrecer una vía de superación de esas razones que vaya más allá del optimismo de 
la economía tradicional. 
 
1 Este artículo forma parte de las actividades de la Cátedra “la Caixa” de Responsabilidad Social de la Empresa y 
Gobierno Corporativo, IESE Business School, Universidad de Navarra. 
2 La economía que aquí llamo convencional o tradicional es la economía neoclásica, cuyos supuestos explico más abajo. Se 
edificó sobre las bases de la economía clásica (que abarca desde fines del siglo XVIII hasta la segunda mitad del XIX), y 
se consolidó a lo largo del siglo XX, hasta convertirse en el paradigma dominante en la segunda mitad de dicho siglo, y lo 
sigue siendo en la actualidad. Se trata de un modelo bastante homogéneo y definido, que no es compartido, ni mucho 
menos, por todos los economistas, pero que sigue constituyendo el núcleo central de la formación básica que se imparte en 
la mayoría de universidades. 
 
2 - IESE Business School-Universidad de Navarra 
La visión económica optimista en los países avanzados 
La economía neoclásica se concibió como un instrumento para la gestión de la escasez de los 
recursos ante unas necesidades humanas que se suponen ilimitadas (Robbins, 1932). Bajo ciertas 
condiciones, una economía que se comporte de acuerdo con el modelo neoclásico conduce a un 
óptimo social: una situación mejor que la que existía antes, en la que todos resultan beneficiados 
o, al menos, algunos salen ganando y ninguno sale perdiendo. Esto se supone que es el resultado 
de la conducta espontánea de los sujetos, cada uno de los cuales actúa de acuerdo con su interés 
personal, sin sujetarse a restricciones impuestas por la tradición o por alguna autoridad humana. 
Y eso es posible gracias a la coordinación de las decisiones individuales mediante el mecanismo 
impersonal del mercado (la “mano invisible”), independientemente de las intenciones humanas: la 
calidad moral de los decisores no es necesaria para que el funcionamiento espontáneo de una 
economía libre lleve a una situación siempre mejor (Smith, 1776). 
La ciencia económica tradicional es, pues, optimista. Primero, por construcción, por tratarse de un 
vástago de la modernidad, con su confianza en la razón y en la capacidad del hombre para 
controlar el mundo y su propia vida (Goklany, 2007). Y segundo, por evidencia empírica, porque 
tiene a su favor el testimonio del formidable crecimiento en la producción de bienes y en el nivel 
y calidad de vida en los países más avanzados, como consecuencia de las revoluciones agrarias e 
industriales de los últimos siglos. Además, en la medida en que las necesidades humanas no 
tengan límite, el progreso nunca se agotará: siempre será posible satisfacer más necesidades de 
más personas durante más tiempo y con más eficacia. 
De todos modos, la ciencia económica es optimista, pero no ingenua: el progreso no carece de 
dificultades. Señalaremos aquí tres. Primera: puede verse dificultado por la carencia de recursos. 
Sin embargo, siendo el hombre un agente racional, con capacidades intelectuales y volitivas 
ilimitadas, ese obstáculo es superable (Brunner y Meckling, 1977). 
Segunda: el reparto de los frutos del progreso puede no ser justo, pues dependerá de los 
recursos (riqueza física y capital humano) a los que cada agente tenga acceso, de modo que 
distintas personas conseguirán niveles de vida distintos y seguirán trayectorias vitales 
diferentes, según sea su dotación inicial de recursos y los factores de riesgo a lo largo de su 
vida: enfermedades, desempleo, accidentes, etc. El criterio de justicia no formaba parte 
directamente del concepto de progreso, pero era natural introducirlo (Arrow y Hahn, 1971). 
La tercera razón afecta a la misma eficiencia del proceso: se pueden producir “fallos del mercado” 
que impidan que el mecanismo coordinador del mercado funcione adecuadamente (Bator, 1958). 
Por ejemplo, los costes de las decisiones de unos agentes pueden sufrirlos otros (los “efectos 
externos”: la contaminación, por ejemplo), en cuyo caso el progreso de unos implicará un daño 
para otros, y el resultado no será un óptimo social. O pueden existir “bienes públicos”, en los que 
no funcionan los incentivos privados para proveerlos en la cantidad suficiente (el orden público, 
por ejemplo: todos los ciudadanos tienen interés en que la policía les proteja, pero todos esperan 
que sean los demás los que paguen para su provisión). El progresono está, pues, garantizado. 
Pero, en todo caso, la ciencia económica es capaz de diseñar intervenciones del Estado que 
permitan corregir las desigualdades no deseadas en la distribución de la renta y los fallos del 
mercado, desde el seguro de desempleo o la enseñanza gratuita hasta las regulaciones contra la 
contaminación o los servicios públicos financiados mediante impuestos. El progreso es posible, 
gracias a la racionalidad e ingenio del ser humano, aplicados a la ciencia, a la tecnología y a un 
conjunto de políticas e instituciones (estado de derecho, democracia, derecho de propiedad, 
 
 
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contratos, administración de justicia, orden público, etc.) que hacen posible el normal desarrollo 
de la actividad económica. 
El papel atribuido al Estado divide de algún modo a los economistas, cualificando las razones 
para su optimismo. Unos, a los que llamaremos socialistas o intervencionistas, son pesimistas 
acerca de las posibilidades de que el mercado y el sector privado puedan promover un progreso 
sostenido y estable, pero son optimistas acerca de la posibilidad de que el Estado pueda corregir 
esos defectos, mediante las instituciones y políticas orientadas a redistribuir la renta, estabilizar 
la economía y atender las necesidades básicas de los ciudadanos. 
Para esos economistas, pues, el progreso consiste en la consecución de un nivel de vida alto y 
creciente para el conjunto de los ciudadanos, así como en una distribución justa de ese nivel de 
vida. Aquí la justicia se define, más allá del nivel de ingresos conseguidos por la aportación de cada 
uno a la producción, por la provisión de servicios sociales y asistenciales (vivienda, sanidad, 
educación, etc.) que garanticen un nivel de renta suficiente y aun generoso para todos, ante 
situaciones de desempleo, enfermedad, vejez, etc., junto con la expectativa de que el nivel de vida 
seguirá aumentando a lo largo del tiempo, de manera casi indefinida, al menos mientras el sistema 
sea capaz de proveer los incentivos necesarios para que la innovación, la inversión y la adquisición 
de conocimientos no se detengan, de modo que nadie, tampoco las generaciones futuras, quede 
excluido de ese progreso. 
Con el paso del tiempo, la provisión de un nivel de servicios sociales cada vez más alto y unas 
políticas de redistribución de la renta con objetivos igualitarios han puesto límites a ese 
optimismo. De un lado, sus altos y crecientes costes deben ser financiados mediante impuestos 
cada vez más elevados, que desincentivan el trabajo, la inversión y la asunción de riesgos, y que, 
por tanto, reducen el crecimiento económico, es decir, la misma base del progreso. De otro lado, 
la multiplicación de las intervenciones públicas hace más probable la aparición de efectos 
perversos y conductas oportunistas. Como señaló Hayek (1988), los socialistas cometen la “fatal 
arrogancia” de querer interferir en el funcionamiento de la economía, confiando en la capacidad 
de la razón para entender interacciones y resultados que no pueden ser comprendidos por una 
mente, por preclara que sea, y mucho menos ser manipulados por ella, sin degenerar en efectos 
imprevisibles. 
Esto parece dar la razón a otro grupo de economistas, a los que llamaremos liberales, que son 
optimistas respecto del sector privado y el mercado, y pesimistas ante la intervención del Estado. 
Ellos reconocen un papel para el Estado en el progreso económico, sobre todo en el 
establecimiento y observancia del marco legal e institucional necesario para el buen 
funcionamiento del mercado, y en la aplicación de políticas orientadas a crear una red mínima de 
seguridad para los ciudadanos, la provisión de bienes públicos, la corrección de los fallos del 
mercado, la defensa de la competencia y la estabilidad macroeconómica. Más allá de esas 
funciones indispensables, la libre iniciativa es capaz de producir un nivel de vida más alto para 
todos, del que todos se beneficiarán en mayor medida que si el Estado intenta la redistribución de 
la renta y el fomento de las políticas sociales: en una marea creciente, todos los barcos suben. 
No es éste el lugar adecuado para intentar dilucidar cuál de los dos grupos de economistas tiene 
razón. A lo largo del tiempo, unos y otros fueron depurando sus ideas, aceptando algunos 
argumentos de sus contrarios y reivindicando los propios en un movimiento cíclico, con fases 
de más intervencionismo y otras de mayor liberalismo (Friedman y Friedman, 1989). Pero a 
nosotros nos interesan dos conclusiones del análisis anterior. 
 
 
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Primera: prácticamente todos los economistas convencionales comparten una misma noción de 
progreso, entendido en clave utilitarista como el mayor bienestar para el mayor número. Ese 
bienestar se mide por el nivel de vida, es decir, por el volumen de bienes y servicios producidos 
y consumidos. Y esto no es algo arbitrario, sino que se basa en una antropología sencilla pero 
aparentemente muy útil, que presenta al agente económico como un ser racional, con un 
conjunto de preferencias bien definidas y una considerable capacidad calculadora, es decir, 
capaz de tomar decisiones sobre el uso más eficiente de sus recursos, de acuerdo con la 
satisfacción que esas decisiones le proporcionan (Arrow, 1987; Casson, 1998). 
De ese modo, ese agente racional tiene incentivos para aumentar la producción de bienes y 
servicios, gracias a la cual obtiene las rentas que le permiten satisfacer sus necesidades. En ese 
marco, progresar significa tener más ingresos, lo que se consigue produciendo más bienes y 
servicios para intercambiar en el mercado, contribuyendo así a satisfacer las de los demás: la “mano 
invisible” funciona suave y eficazmente, ayudada, si conviene, por la “mano visible” del Estado. 
Producir más es preferible a producir menos, porque ese modelo de hombre no contempla otras 
consecuencias de sus acciones, consecuencias morales, por ejemplo (Argandoña, 2007 a y c). Y, en 
todo caso, la antropología que subyace en esa economía admite todo tipo de “trade offs” o 
“intercambios”: todas las preferencias o necesidades del agente pueden expresarse en términos 
de otra variable –un salario mayor puede compensar, por ejemplo, el mayor riesgo de un puesto de 
trabajo. Todo tiene su precio. 
El segundo aspecto relevante para nosotros es que tanto liberales como socialistas, y los que 
adoptaron las muchas posiciones intermedias que se fueron desarrollando en el tiempo, 
comparten el optimismo de la Ilustración: el ser humano y la sociedad son perfectibles y 
maleables, se adaptan a los cambios en su entorno y son capaces de diseñar un mundo mejor 
y hacerlo realidad. Los liberales confían plenamente en el poder creador del individuo; los 
intervencionistas ponen su esperanza en la capacidad correctora, moderadora y promotora del 
Estado, con dosis más o menos elevadas de voluntarismo. 
El progreso en los países en desarrollo 
La ciencia económica que se elaboró para resolver los problemas de los países desarrollados era 
también válida para los países en vías de desarrollo. Por lo menos, la idea de progreso era la 
misma: el crecimiento del volumen de producción y de la renta per cápita –un concepto fácil de 
entender y de medir, al que era razonable que todos los gobiernos y ciudadanos aspirasen, y 
que sólo podía aportar beneficios para todos. Y, sin embargo, en los países en desarrollo el 
escepticismo acerca del progreso económico fue siempre mayor. 
En efecto, la lista de errores de diagnóstico y de recomendaciones imprudentes se hizo muy 
larga. Se pensó, por ejemplo, que bastaría aumentar el nivel de inversión, o la industrialización 
en sectores intensivos en capital, para poner a cualquier economía atrasada en condiciones de 
crecer a una tasa elevada durante un largo período de tiempo: la economía se parecía más a 
una máquina que a una comunidad humana. O se olvidó que el crecimiento en lospaíses 
avanzados había sido posible por la existencia de instituciones de las que carecían los países en 
desarrollo, como el estado de derecho, la libertad de empresa o un sistema judicial moderno: el 
contexto era relevante, sobre todo porque afectaba a las decisiones de personas libres. O se 
pensó que bastaba proporcionar recursos financieros (inversiones extranjeras, créditos, o mejor 
aún, ayuda a fondo perdido) a esos países, aunque su gobierno fuese corrupto, o no supiese 
cómo usar eficientemente esos fondos, o la ayuda pudiera desincentivar otras actividades 
 
 
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productivas en el propio país, creando, de este modo, ciudadanos dependientes e inhibiendo las 
fuerzas que promueven el desarrollo pleno de las personas (Easterly, 2002). 
Los errores se habían producido también en Occidente, pero aquí se había podido mantener el 
crecimiento a lo largo del tiempo, sin recaer en la pobreza y el subdesarrollo, como ocurría en 
el Tercer Mundo cuando un programa de crecimiento fracasaba, cuando se producían desastres 
naturales o conflictos sociales o políticos, o cuando sus gobiernos eran incapaces de corregir los 
severos desequilibrios macroeconómicos (hiperinflación, déficit público, inestabilidad financiera 
o cambiaria, etc.) que golpeaban una y otra vez a sus economías. Y los costes humanos, 
sociales, políticos y económicos de cada fracaso eran muy altos, en términos de hambre, 
miseria, otra generación condenada a la ignorancia o a las enfermedades, más desigualdad, 
elites corruptas y gobiernos dictatoriales. 
Y, sin embargo, ese pesimismo se apoyaba en una actitud que, en el fondo, era también 
optimista, una vez comprobada la larga lista de países que habían sido capaces de poner en 
marcha un proceso de crecimiento sostenido y de modernización social: Japón antes de la 
segunda guerra mundial, algunas economías europeas (incluida España, en los años sesenta), 
los “tigres asiáticos” (Taiwán, Corea del Sur, Hong Kong y Singapur); más recientemente, otros 
países del Este de Asia, China, India, los países que habían pertenecido al bloque comunista, y 
algunos de América Latina y Africa. El crecimiento es, pues, posible, también en las economías 
en vías de desarrollo. 
Una versión pesimista del crecimiento económico 
Y, sin embargo, en años recientes se han multiplicado las críticas, que se dirigen no ya al proceso 
de crecimiento, sino al mismo paradigma de la economía convencional (Schuurman, 1993; 
Norgaard, 1994; Booth, 1994; Brohman, 1996; Leys, 1996). En primer lugar, en las economías 
subdesarrolladas se están presentando problemas que no se habían presentado –al menos con la 
misma gravedad– cuando los países ahora avanzados vivieron su despegue: deterioro del medio 
ambiente, efectos imprevistos e imprevisibles de las nuevas tecnologías (por ejemplo, de los 
organismos genéticamente modificados), acentuación de la desigualdad en la distribución de la 
renta y persistencia de situaciones de pobreza (el crecimiento no beneficia a todos, incluso puede 
perjudicar a muchos, también en los países desarrollados), etc. Y esos problemas se presentan 
ahora a escala mundial, afectando también a las naciones industrializadas (Stiglitz, 2002). 
La línea optimista responde a esto que el progreso tiene sus costes, pero no hay alternativa 
válida, porque el crecimiento de la producción y la generación de rentas sigue siendo condición 
necesaria para resolver los problemas de esos países. En todo caso, se añaden al crecimiento 
económico variables de calidad de vida, salud, derechos humanos… hasta llegar al “índice de 
desarrollo humano” (UNDP, 2006; Thin, 2002), un concepto pragmático que subraya que el 
concepto de progreso es multidimensional, aunque, en definitiva, muchas de las dimensiones 
que se añaden siguen exigiendo el crecimiento económico que las haga posibles3. 
Hay ahora, sin embargo, otras críticas, cuya interpretación no resulta compatible con la visión 
del progreso basada en la modernidad. He aquí algunos ejemplos: 
 
3 El índice de desarrollo humano se relaciona con el concepto de desarrollo como creación de capacidades para las 
personas (Sen, 1999), que es mucho más rico. 
 
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• La tecnología no es ya la sierva del hombre, la que controla la naturaleza y la pone al 
servicio del hombre, sino que se ha convertido en una amenaza permanente. Nos 
encontramos en una “sociedad de riesgo” (Beck et al., 1994; Bull, 1995); los efectos 
desestabilizadores de la tecnología ya no son previsibles, tienen carácter sistémico y 
acaban afectando a ámbitos insospechados de nuestra vida. El optimismo racionalista de 
la modernidad respecto de la ciencia y la tecnología ya no tiene sentido. 
• La concepción del desarrollo como crecimiento de la producción de bienes y servicios no 
es sostenible, porque exige recursos cada vez más abundantes, que no siempre se podrán 
encontrar en un planeta finito, y porque provoca un deterioro creciente del medio 
ambiente. El mercado, dicen esos críticos, es incapaz de valorar adecuadamente los 
recursos no renovables y de poner un límite al deterioro del medio natural, sobre todo si 
los países en vías de desarrollo pretenden seguir la trayectoria de derroche y abuso 
medioambiental de los países ricos. En todo caso, los Estados nacionales no están en 
condiciones de hacer frente a esas responsabilidades, porque los problemas han 
adquirido una extensión planetaria y una complejidad inmanejable. Lo que está en crisis 
es la misma relación del hombre con la naturaleza. 
• El crecimiento económico no ha sido capaz de solucionar los problemas más graves: la 
pobreza sigue afectando a miles de millones de personas, y la brecha entre los ingresos 
de los ricos y de los pobres –entre naciones, y dentro de las naciones, también, en 
muchos casos en los países avanzados– es muy grande, y sigue ampliándose. Y no se 
trata de situaciones transitorias, sino estructurales, ligadas al planteamiento mismo del 
crecimiento como aumento del nivel de vida basado en la producción de bienes y 
servicios para atender unas necesidades ilimitadas. De nuevo, es el paradigma de la 
modernidad lo que está en crisis. 
• El consumismo, que apareció primero en los países avanzados, pero que se extendió 
rápidamente a todas las sociedades, obliga a replantear el propio concepto de necesidad, 
poniendo en duda el dogma de la modernidad de considerar al agente económico como 
autónomo en la definición de sus objetivos en la vida y a sus preferencias como algo que 
ninguna autoridad tiene derecho a poner en cuestión, fuera del propio interesado. 
• Las sociedades premodernas están fundadas en culturas comunitarias, redes de solidaridad 
y formas de vida que son ajenas al materialismo, individualismo y racionalismo propios de 
la Ilustración. La misma omisión concepto de “cultura” en el paradigma económico 
implica la negación de esas otras culturas y, por tanto, de otras alternativas al 
planteamiento del progreso basado en la modernidad. Separados de sus raíces, esos 
pueblos no tienen otra alternativa que copiar el modelo de los países avanzados. Y, al 
propio tiempo, nos empobrecen a todos, al reducir la diversidad cultural. 
• Los errores del planteamiento económico del progreso ponen también de manifiesto lo 
que se ha llamado la “esencialización” del Tercer Mundo y de sus habitantes: no se 
conciben como personas o comunidades específicas y concretas, con sus circunstancias y 
problemas propios, sino como masas anónimas y homogéneas. 
Estas críticas, y otras que se han difundido en años recientes, no son nuevas, pues reproducen, 
al menos en parte, otras críticas –marxistas, muchas de ellas– formuladas en los años cuarenta 
a setenta del siglo pasado. Esos autores eran pesimistas sobre el pasado: la economía capitalista 
no sólo se había equivocado en la definición de los problemas y enel diseño de las políticas, 
 
 
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sino que era ella misma la causa de esos problemas, de modo que la solución pasaba 
necesariamente por el cambio radical de modelo. Pero esos críticos eran optimistas de cara al 
futuro, porque las economías comunistas disponían de instrumentos para reconducir el 
progreso, entendido también como crecimiento de la producción y del nivel de vida de todos los 
ciudadanos de todo el mundo, quizá con algunos toques de utopía, incluida una cierta 
manipulación de la definición del problema, como se puso de manifiesto en los desastrosos 
experimentos de la Unión Soviética o la China de Mao. 
Ahora, esta oposición crítica se está repitiendo, pero su optimismo ha desaparecido, más allá de 
algunas declaraciones tan utópicas como fueron en su día la reivindicación del hombre 
socialista o de la sociedad sin clases. Y ha desaparecido, primero, porque la vía comunista ya no 
existe: no hay un diseño alternativo al capitalismo. Y, segundo, porque el Estado, que debía ser 
el líder y gestor del nuevo progreso, está en crisis. 
Se afirma, en efecto, que la globalización ha reducido el papel económico, político y cultural 
del Estado: quizá no ha perdido tamaño, pero sí contenido y funciones. Esto ha ocurrido dentro 
de los países, debido a procesos como la privatización y desregulación, la descentralización en 
los gobiernos locales, el reconocimiento de la diversidad étnica, cultural y religiosa o la 
atribución de poder (“empowerment”) a la sociedad civil. Y también en las relaciones entre 
Estados, debido, por ejemplo, a la proliferación de organismos internacionales, que merman la 
soberanía de los gobiernos nacionales (incluyendo repetidos intentos de legislación 
internacional, el recurso, más o menos legitimado, a la fuerza contra los Estados nacionales, y 
la creación de tribunales de justicia de ámbito supranacional), la extensión de los mercados 
y las operaciones financieras internacionales, que limitan la posibilidad de que los gobiernos 
lleven a cabo sus propias políticas, con independencia de lo que ocurra fuera de sus fronteras, o 
la ampliación de la competencia en los mercados internacionales, en los que los países del 
Tercer Mundo compiten ahora duramente entre sí y con los países desarrollados. 
En todo caso, el Estado-nación, tal como lo hemos conocido desde finales de la Edad Media, no 
parece ser el instrumento adecuado para combatir el capitalismo global, precisamente porque el 
énfasis se pone ahora en las peculiaridades locales, culturales, religiosas y étnicas, que contradicen 
la idea del Estado moderno. Se propone, pues, volver a formas premodernas de identidad, que tratan 
de llenar el vacío ideológico que deja el Estado cuando se vacía de contenido. Pero esas formas, 
buenas para la crítica y la diversidad, no sirven para diseñar un orden político y económico nuevo: 
no ofrecen alternativas al mercado ni al Estado… a no ser que prescindamos del concepto de 
progreso, tal como lo hemos entendido en los últimos siglos. Y a esto nos conducen las formas más 
avanzadas de la postmodernidad –o mejor, de la antimodernidad. Se argumenta, por ejemplo, que si 
los pueblos indígenas tienen derecho a conservar su identidad, deben rechazar un concepto de 
progreso basado en la producción y el consumo en un mercado globalizado, que es ajeno a sus 
raíces históricas y culturales, porque si adoptan las exigencias capitalistas del crecimiento serán, 
quizá, dueños de sus recursos, pero seguirán dependiendo de los capitales, la ciencia y la tecnología 
de Occidente, deberán competir en los mercados internacionales, aceptar las reglas del juego y, a la 
larga, convertirse en economías capitalistas emergentes, como lo son ahora China o India 
(Rahnema, 1997). Se pueden elogiar las culturas no occidentales y fomentar la multiculturalidad, 
pero esto no dejará de ser un engaño si, finalmente, esos países han de adoptar las formas de 
producción del capitalismo occidental. 
Más aún: de acuerdo con este punto de vista, el mismo concepto de desarrollo es ya una 
victoria de la ideología dominante (Sachs, 1992). Porque calificar a un país de subdesarrollado 
significa que en él ha fracasado el proyecto racionalista sobre el hombre, es una invitación a 
 
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reconocer su inferioridad y el consiguiente derecho a la autocompasión y, por tanto, el derecho 
(y quizás el deber) de los países avanzados a intervenir en la suerte de los países atrasados, 
invocando incluso razones humanitarias para ello. 
El problema es que esta postura postmoderna extrema supone una redefinición de los 
problemas, que no puede dejar satisfechos a los que los sufren. Parece razonable, en efecto, que 
cada ciudadano o comunidad del Tercer Mundo pueda decidir qué necesidades son reales para 
ellos y cuáles no lo son, pero no parece razonable negar la legitimidad del derecho a un empleo 
estable, una vivienda digna, una educación moderna o los cuidados de salud propios de un país 
avanzado, por el hecho de que estas necesidades se hayan calificado como propias de la cultura 
occidental. El intento de deconstruir las categorías científicas y culturales de una nación puede 
llevar al absurdo de negar esas mismas categorías en otra nación. Algo parecido ocurre, por 
ejemplo, con el concepto de “escasez”: puede argumentarse que fue introducido por los países 
industrializados para imponer el capitalismo a los países en vías de desarrollo, pero negar la 
existencia de escasez, o relativizarla hasta el extremo, acabará llevando a negar el mismo 
sentido de la actividad económica. 
Y esto afecta no sólo a las sociedades en vías de desarrollo, sino a todas –otra consecuencia de 
la globalización. Es razonable, por ejemplo, reconocer los riesgos asociados a la tecnología, 
también los riesgos nuevos e imprevisibles, pero no lo es cerrarse al uso de cualquier tecnología 
avanzada. Primero, porque muchos millones de personas en todo el mundo han vivido siempre 
y siguen viviendo en una situación de riesgo grave, y siguen necesitando de la ciencia y la 
tecnología para salir de esa situación (Füredi, 1996). Segundo, porque lo nuevo de los nuevos 
riesgos es que afectan probablemente más a los ciudadanos de los países desarrollados, lo que 
lleva a sospechar que el pesimismo de Occidente es sólo una estrategia egoísta para frenar el 
uso de las nuevas tecnologías en el Tercer Mundo y, de este modo, limitar también su impacto 
negativo sobre el Primer Mundo. Y tercero, porque esconde una visión negativa sobre la 
capacidad del hombre para resolver sus problemas. 
¿Hay razones para el optimismo? 
Al final, lo que nos recuerdan los pesimistas postmodernos es que nuestro conocimiento es 
limitado; que producir tiene costes, no siempre debidamente identificados ni bien repartidos, y 
que todos debemos asumir las responsabilidades por nuestras acciones. Todo esto ya lo 
sabíamos, pero quizá lo habíamos olvidado, deslumbrados por las hipótesis de la modernidad: el 
hombre independiente, totalmente dueño de su destino, que vive en sociedad sólo porque lo 
aconseja su interés personal, para la mejor satisfacción de sus necesidades y la mejor protección 
de sus riesgos; que es responsable de su bienestar personal, pero nada o muy poco responsable 
de lo que acontece a otras personas y, desde luego, ajeno por completo a toda idea de bien 
común que intente ir más allá de la suma de los intereses de todos los ciudadanos. 
Esto nos lleva a una primera conclusión: las ciencias, también la economía, se basan en unos 
supuestos precientíficos, de naturaleza filosófica o ideológica, que les dan su sentido último. No 
es la economía, ciencia de la asignación de recursos para la consecución de unos fines, la que 
es esencialmente optimista o pesimista; ella no puede ir más allá de los supuestos en que se 
fundamenta. El optimismo de los economistas convencionales, puesto de manifiesto inclusocuando denuncian los errores de su propia disciplina, es, en definitiva, el optimismo propio de 
la Ilustración, de la que la economía convencional es hija predilecta, y el pesimismo profundo 
sobre el sentido de la actividad económica y las posibilidades del progreso humano, también en 
 
 
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el plano económico, tiene su origen en otro estrato cultural, que podemos identificar con la 
postmodernidad. 
Por tanto –y esta es la segunda conclusión–, las críticas a la economía, si no se limitan a los 
aspectos puramente técnicos o de validez del método, son, en el fondo, críticas a los supuestos 
de partida. Este es un terreno ya muy trillado en economía, porque la concepción del hombre y 
de la sociedad que la sustenta es bien conocida y ha sido ampliamente criticada. De hecho, 
hemos apuntado antes algunos de sus caracteres: un ser humano autónomo, individualista, 
racionalista, maximizador de su utilidad, motivado sólo por determinados resultados de sus 
acciones –los que tienen que ver con las satisfacciones proporcionadas desde fuera–, que vive 
en sociedad sólo por las consecuencias positivas que esto tiene para él… 
En esa antropología, el hombre es como una máquina bien programada o, a lo más, como un 
organismo que aprende mediante procesos de prueba y error, del mismo modo que un animal 
aprende al interaccionar con su entorno, pero no es un ser auténticamente libre (Pérez López, 
1991, 1993). Lo que nos desconcierta de una sociedad en que los desastres naturales, 
tecnológicos o humanos pueden tener consecuencias funestas de ámbito global es que no 
conocemos los medios para orientar nuestra vida en ese entorno. Hasta ahora, pensábamos que 
nuestro aprendizaje podía ser más o menos difícil, pero que sería siempre positivo: si no éramos 
rematadamente tontos o absurdamente malvados, siempre encontraríamos la vía de salida. 
Ahora, no estamos tan seguros de ello, pero no tenemos una solución a mano, porque hemos 
prescindido del único medio conocido para hacer frente a esas situaciones: las virtudes. 
La antropología de la Ilustración, en efecto, no tiene lugar para la ética. Pero la ética es 
necesaria, como condición de equilibrio de todo el sistema, desde la persona hasta la familia, la 
empresa, la comunidad política y la sociedad toda. De esto nos dimos cuenta hace varios siglos, 
pero no acertamos a encontrar cuál era esa condición de equilibrio, seguramente porque nos 
dedicamos a “inventar” las éticas que nos parecían más apropiadas –deontologistas, utilitaristas, 
dialógicas, formales … incluso éticas egoístas–, en vez de buscarlas en la antropología. Porque 
la ética viene a ser algo así como el “manual de uso” del hombre y de la sociedad. Y ese manual 
ha de ser escrito a la vista de la realidad de ese hombre y de esa sociedad. 
Y ésta es una sugerencia importante: la ciencia económica es la ciencia de la acción humana 
(Mises, 1949), y no puede entenderse sino desde una antropología que parte del hombre en 
acción, para desplazarse después al hombre que colabora con otros hombres en una 
organización –la economía de la empresa– y, finalmente, al conjunto de hombres en la sociedad 
(Argandoña, 2005, 2007 a y c). La antropología en la que se basa la economía convencional no 
es suficiente, porque olvida aspectos importantes de la acción humana: por qué actuamos, 
cuáles son nuestras motivaciones, cómo aprendemos nuestro comportamiento ante los demás, 
qué condiciones deben cumplir nuestras acciones y nuestras organizaciones para que sean 
capaces de mejorar de manera sostenida nuestras oportunidades ante el futuro… 
La economía convencional ha dado grandes frutos. Al menos, ella está detrás de los formidables 
avances de lo que los economistas hemos llamado el progreso, entendido como el crecimiento 
del volumen de bienes y servicios para la satisfacción de las necesidades humanas. Ahora, 
muchos consideran que está en crisis. Si mis consideraciones anteriores no están descaminadas, 
la economía deberá superar esa crisis mediante la revisión de los supuestos antropológicos en 
que se basa. Las críticas postmodernas habrán cumplido una función importante, señalando los 
puntos débiles. Pero sospecho que todos los esfuerzos de deconstrucción no servirán para la 
tarea de reconstrucción. 
 
10 - IESE Business School-Universidad de Navarra 
 
Acabaré con una recomendación: en esta tarea de rehacer la ciencia económica, prestemos 
atención a la doctrina social católica, porque se funda en una sólida antropología que puede 
sugerir los supuestos (quizá varios juegos de supuestos alternativos) sobre los que los 
economistas (no los moralistas) podrán edificar una nueva economía, que conserve todos 
los éxitos de la ciencia tradicional, al tiempo que supera sus limitaciones (Pontificio Consejo 
Justicia y Paz, 2005). 
Esa nueva economía deberá revisar el concepto mismo de progreso. La doctrina social católica 
no ofrece una definición del mismo, pero sí señala que debe ser el progreso de todo el hombre y 
de todos los hombres. De todo el hombre, es decir, de todas las dimensiones del hombre, ser 
trascendente, llamado a una vocación de amor a Dios y a los demás, con un fin que le 
trasciende, porque es Dios mismo. De modo que ese concepto de progreso debe incluir un nivel 
de vida alto y creciente –hasta ahí ha llegado la economía–, pero algo más, mucho más. Deberá 
incluir los efectos de sus propias acciones sobre los demás (algo que los economistas no saben 
hoy cómo manejar, más allá de un concepto mecánico de conducta altruista), es decir, el 
desarrollo de virtudes, capacidades de entender, de valorar, de querer y de hacer, que las 
ciencias sociales no son capaces de sospechar. 
Y el progreso de todos los hombres: no sólo porque la pobreza de los demás lleva a un 
crecimiento limitado, inestable y lleno de riesgos; ni siquiera porque la riqueza de los demás es 
condición para el crecimiento de mi propia riqueza, sino porque sin el desarrollo económico, 
social y moral de los demás, nunca podré conseguir mi desarrollo pleno, tanto en mi dimensión 
personal como en la de la sociedad en la que vivo. No se trata de complementar lo que han 
conseguido los economistas, sino de plantear otro concepto de progreso, del que el de los 
economistas será un caso particular, que se podrá superar por elevación. 
Los muchos críticos mencionados antes han puesto de manifiesto, una vez y otra, que el concepto 
económico de progreso falla cuando no se articula con las otras dimensiones del hombre, como 
dominador del mundo (agotamiento de los recursos, deterioro del medio ambiente, cambio de 
actitud ante la tecnología), como ser social (mantenimiento de las desigualdades y de la pobreza), 
como ser dependiente (concepto de libertad, definición de las necesidades), como ser espiritual 
(mantenimiento de la cultura, dilución del hombre en una sociedad impersonal), etc. Es probable 
que muchos de ellos no fuesen conscientes de la medida en que sus críticas se dirigían contra una 
antropología insuficiente, pero con la ventaja que da tener una rica versión de lo que es el 
hombre, la actividad económica y la sociedad, la doctrina social católica es capaz de ofrecer una 
unidad en las críticas que los propios críticos no pudieron ver. 
Esto, por supuesto, va más allá, mucho más allá, de lo que puede alcanzar la ciencia económica. 
El concepto de progreso que ofrece la economía siempre será limitado. Pero, al menos, podemos 
aspirar que no sea incompatible con ese concepto más amplio, filosófico, teológico, humano, 
del progreso. Y ahí radica el verdadero optimismo de la economía. 
 
 
IESE Business School-Universidad de Navarra - 11 
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