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BARATARIA. Revista Castellano-Manchega
de Ciencias sociales
ISSN: 1575-0825
eduardo.diaz@urjc.es
Asociación Castellano Manchega de
Sociología
España
Brunet Icart, Ignasi
LA PERSPECTIVA DE GÉNERO
BARATARIA. Revista Castellano-Manchega de Ciencias sociales, núm. 9, 2008, pp. 15-36
Asociación Castellano Manchega de Sociología
Toledo, España
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BARATARIA 
Revista Castellano-Manchega de Ciencias Sociales 
Nº 9, pp. 15-36, 2008, ISSN: 1575-0825 
 
LA PERSPECTIVA DE GÉNERO 
 
GENDERS PERSPECTIVE 
 
Ignasi Brunet Icart 
Universidad Rovira i Virgili 
ignasi.brunet@urv.cat
 
RESUMEN 
Este artículo tiene por objetivo exponer cómo los procesos de pobreza y exclusión social de 
las mujeres y de los hombres hay que analizarlos desde la perspectiva de género. 
Perspectiva que permite explicar de qué forma la posición económica de las mujeres viene 
determinada por la división sexual del trabajo, y se explica gracias a la existencia del orden 
patriarcal, al sistema de dominación masculina en el que hombres y mujeres son definidos 
como seres humanos diferentes, cada uno de ellos con sus propias oportunidades, roles y 
responsabilidades. 
 
PALABRAS CLAVE 
Género, patriarcado, sexualidad, pobreza 
 
ABSTRACT 
This article takes as a target to exhibit how the processes of poverty and of social exclusion 
of the women and of the men it is necessary to analyze from the perspective of genre. 
Perspective that allows to explain how the economic position of the women comes 
determined by the sexual division of the work, and that is explained thanks to the existence 
of the patriarchal order, the system of masculine domination in which men and women are 
defined as human different beings, each of them with their own opportunities, rolls and 
responsibilities. 
 
KEYWORDS 
Gender, patriarchy, sexuality, poverty 
 
 INTRODUCCIÓN 
 
Las diversas medidas históricas de la pobreza han pasado por encima de los 
procesos de pobreza y de exclusión social de las mujeres y de los hombres hay que 
analizarlos de forma diferenciada, pero no de forma separada, perdiendo así la 
observación más general sobre el modo en que el género es construido en y 
funcionalmente para el sistema capitalista (Tortosa, 1993, 2001; Boserup, 1993; 
Kabeer, 1997, 1998). La variable género ha permitido al feminismo desarrollar un 
mailto:ibic@fcee.urv.es
Ignasi Brunet Icart 16 
análisis explicativo-diagnóstico de la situación de las mujeres a través de la 
historia, la cultura y las sociedades. El feminismo, como teoría crítica que se 
inserta en la tradición de las teorías críticas de la sociedad, constituye, por otro 
lado, “un referente necesario si no se quiere tener una visión distorsionada del 
mundo ni una autoconciencia sesgada de nuestra especie” (Amorós y De Miguel, 
2007c:21). Una teoría que es el marco de un movimiento social y político cuyo 
objetivo es el reconocimiento de los derechos de las mujeres como parte 
inalienable, integral e indivisible de los derechos humanos universales (Folguera, 
2006a), y que exige “la autodesignación de las propias mujeres en el plano teórico 
y la autodesignación de espacios que le es correlativa en el práctico” (Amorós, 
2006:226). Exigencia que tendrá importantes consecuencias al poner de manifiesto 
el carácter artificial de “lo femenino”, y el descubrimiento de la realidad del 
patriarcado. La elaboración de este constructo discursivo va a explicar la 
sistemáticamente fraudulenta usurpación de lo universal por parte de una 
particularidad, la constituida por el conjunto de quienes detentan el poder. 
Usurpación que Friedan (1974) denunció en “La mística de la feminidad”, 
expresión que alude “a una concepción esencialista de la feminidad según la cual 
las mujeres tendrían una naturaleza especial y consustancial que sólo se puede 
desarrollar plenamente en la pasividad sexual, en el sometimiento al varón y en 
consagrarse amorosamente a la crianza de los hijos” (Perona, 2007:21). 
 La reflexión antipatriarcal del feminismo va a poner de manifiesto de 
forma consciente que las bases mismas de la vindicación femenina se encuentran 
en el solapamiento de lo masculino con lo genéricamente humano. El 
planteamiento mismo de la vindicación está en que la impostación de la 
universalidad produce discriminación, y si el feminismo lo ha denunciado, es 
porque en la base misma de su formulación había un vicio de origen: la adscripción 
de las mujeres a la esfera privada –doméstica-. Esta adscripción es el mecanismo 
por el que se consuma la exclusión de las mujeres de las promesas ilustradas de 
igualdad y libertad. Fuera de lo público no había ni razón, ni ciudadanía, ni 
igualdad, ni legalidad, ni reconocimiento de los otros (Pateman, 1995). De este 
modo, en la modernidad “las dos esferas se constituyen con lógicas y simbólicas 
contrapuestas y, frente a una supuesta complementariedad de identidades y 
funciones, aparecen rígidamente separadas y jerarquizadas. El discurso teórico de 
la modernidad y las nuevas producciones científicas se encargarán de legitimar este 
orden social a través de la ideología de la naturaleza diferente y complementaria de 
los sexos que se convirtió, tanto desde la filosofía como desde las nuevas ciencias 
sociales, en la ideología legitimadora de estos dos espacios e identidades” (Amorós 
y De Miguel, 2007c:65). 
 En este artículo se expone la perspectiva de género desarrollada por el 
pensamiento feminista; perspectiva que hay que tener en cuenta para el análisis de 
la pobreza y la exclusión social. En el contexto de la generización de los conceptos 
de pobreza y exclusión social, se destacan dos aproximaciones: La primera, orienta 
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su estudio a la feminización de la pobreza, que hizo fortuna a finales de la década 
de los 90 y que sigue utilizándose en la actualidad en investigaciones de ámbito 
internacional (López Larrea, 1989; Allo y Harcourt, 1997; PNUD, 1995; Andersen 
y Larsen, 1998; Marcoux, 1998; Martínez, 2001). Se trata de una perspectiva que 
defiende que las mujeres son más pobres que los hombres, y el concepto de 
feminización se utiliza para indicar que la pobreza tiene una mayor incidencia en la 
mujer que en el hombre, o que la pobreza de las mujeres es más severa que la de 
los hombres, o que la incidencia sobre las mujeres está creciendo en comparación 
con los hombres. Pero, la expresión feminización de la pobreza no deja de ser una 
fórmula vacía ya que se la formula como si tuviera un contenido suficiente y 
reconocido, y únicamente señala que la proporción de mujeres sobre el total de 
pobres ha aumentado; la segunda, orienta su estudio a la relación entre el proceso 
de empobrecimiento y exclusión y el género. Se trata de ver que las mujeres son 
pobres en tanto que esta situación está condicionada, entre otras variables, por el 
género, en otras palabras, la experiencia de la pobreza y exclusión está 
condicionada por las identidades de género. Esto significa que hombres y mujeres 
son definidos como seres humanos diferentes, cada uno de ellos con sus propias 
oportunidades, roles y responsabilidades. Y ello tiene que ver con la división del 
trabajo, que es fundamentalmente división sexual, observableno únicamente en el 
vínculo entre la feminización de la fuerza de trabajo y el empeoramiento de las 
condiciones de trabajo (Benería, 1992), sino también en el contenido y las 
condiciones de trabajo de hoy (Maruani, 2002, 2007; Maruani et al., 2000; 
Carrasco et al., 2003, 2004; Castaño et al., 1999). 
 
GÉNERO Y PATRIARCADO 
 
 Con la constitución del término gramatical género como categoría 
analítica, el feminismo logró un lugar de legitimidad académica (Posada, 1998, 
2002; Lauretis, 2000; Benhabib, 1990). Una categoría que surgió en un momento 
de gran turbulencia epistemológica y que supuso “un debate en el que unos afirman 
la transparencia de los hechos y otros insisten en que la realidad es construida. En 
el espacio abierto por este debate y desde el lado de la crítica de la ciencia, 
desarrollada por las humanidades, así como de la crítica al empirismo y al 
humanismo hecha por los post-estructuralistas, las feministas han comenzado a 
tener no sólo voz propia sino también aliados académicos y políticos” (Scott, 
1984:32) en la tematización del patriarcado como matriz que configura la 
identidad, así como la inserción en lo real de hombres y mujeres. Específicamente, 
mediante esta categoría el feminismo se percató que aunque el capitalismo necesita 
a “alguien” que se quede en la esfera privada y compre todo lo que el mercado 
ofrece para esta esfera, no necesita que ese “alguien” sea precisamente las mujeres; 
quién sea ese “alguien” es algo que la estructura del capitalismo deja 
indeterminado. El que esa variable se llene con las mujeres es algo que sólo se 
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explica gracias a la existencia del orden patriarcal (Perona, 2007). Un orden que, 
según Jónasdóttir (1993), se sostiene hoy fundamentalmente por “relaciones 
sexuales libres” (no por las forzadas o por la violencia sexual) que se establecen 
entre hombres y mujeres. En su tesis política “El poder del amor. ¿Le interesa el 
sexo a la democracia?”, Jónasdóttir (1993) argumenta que en la actualidad el 
patriarcado se sostiene en las condiciones políticas del amor, y define el amor 
como prácticas de relación sociosexuales, y no sólo como emociones que habitan 
dentro de las personas. Su tesis es sobre el amor como poder humano, materialista, 
alienable, y como práctica social, básico para la reproducción del patriarcado, y 
que afecta a las condiciones de trabajo (productivo y reproductivo) de las mujeres; 
condiciones que no son el resultado de un determinismo económico, sino el fruto 
de la conjunción entre los requerimientos del sistema productivo y la oferta del 
sistema reproductivo. 
 Para Jónasdóttir (1993) las relaciones de subordinación / dominio entre 
hombre y mujeres se sitúan, por mediación de la práctica del amor, en la esfera 
reproductiva, en el plano de la familia, y se proyectan, después, sobre las relaciones 
sociales fuera de la familia. Por ello no es posible apreciar el carácter del 
patriarcado moderno sin el significado de la separación entre la familia - lo 
privado- y lo público; separación que supuso la privatización y psicologización de 
la función materna mientras excluía a las madres del trabajo remunerado y, por 
extensión, del status de ciudadano, dado que la reclusión de las mujeres al plano de 
lo privado supuso que se les privase de una serie de derechos consagrados como 
universales (Puleo, 2007; Millet, 1995; Greer, 1985, 2000). Privación en el sentido 
de que el concepto de ciudadanía ha sido definido desde la óptica masculina, y no 
contempla la realidad específica de las mujeres como sujetos de diferentes 
derechos que los hombres, ya que “cuando a las mujeres se les niega la democracia 
y los derechos humanos en la esfera privada, sus derechos humanos en la esfera 
pública también se ven afectados” (Folguera, 2006a:88). 
 La exclusión de las mujeres del trabajo remunerado las recluyó al ámbito 
privado-familiar y, así, durante los siglos XIX y XX se conformó y consolidó el 
modelo de mujer “ama de casa” y “madre amantísima” que realiza su actividad 
cotidiana en el ámbito de lo privado-familiar y coopera con un esposo que trabaja 
fuera del hogar, siendo ambos mantenedores del grupo familiar. Hasta fechas muy 
recientes, subraya Brullet (2004), ser una buena madre y esposa significaba atender 
a los hijos en sus necesidades físicas, psicológicas, emocionales y morales, marcar 
pautas de vida cotidiana, realizar el seguimiento escolar, atender el hogar, al 
marido y estar disponibles para cubrir las necesidades del grupo doméstico las 
veinticuatro horas del día. Ser padre significaba traer el dinero a casa y marcar la 
ley dentro del hogar, aunque en la actualidad esta división sexual del trabajo se ha 
modificado a partir de la incorporación masiva de las mujeres al mercado de 
trabajo. Incorporación que ha impuesto la “doble presencia” de las mujeres (trabajo 
remunerado y trabajo doméstico-familiar) (Picchio, 1992, 1999). Una “doble 
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presencia” condicionada por los modelos de conductas sociales considerados 
adecuados para cada género, que dan cuenta de la segregación de los empleos por 
género. Segregación que es el mecanismo primario que “en la sociedad capitalista 
mantiene la superioridad de los hombres sobre las mujeres, porque impone salarios 
bajos para las mujeres en el mercado de trabajo. Los salarios más bajos mantienen 
a las mujeres dependientes de los hombres porque las impulsa a casarse. Las 
mujeres casadas deben realizar trabajos domésticos para sus maridos, de modo que 
son los hombres los que disfrutan tanto de salarios más altos como de la división 
doméstica del trabajo. Esta división doméstica del trabajo, a su vez, actúa 
debilitando la posición de las mujeres en el mercado de trabajo. Así, el mercado de 
trabajo perpetúa la división doméstica del trabajo y viceversa” (Hartmann, 
1994:258). Y es que las mujeres llevamos “al ámbito del trabajo las connotaciones 
simbólicas del lugar que ocupamos en la estructura de la familia y, a su vez, se 
traducen en nuestra situación en la familia los efectos de la posición devaluada en 
que nos encontramos en el ámbito del trabajo” (Amorós, 2006:377). 
 Este hecho explica que para Hartmann (1981) al patriarcado se le pueda 
reconocer en las relaciones que los hombres mantienen con las mujeres dentro del 
sistema capitalista; relaciones entre hombres y mujeres que no son casos aislados o 
asuntos privados de pareja, sino que son relaciones sistémicas (Amorós y De 
Miguel, 2007c) que se sostienen en la separación entre lo público y lo privado, y 
que tienen “un origen liberal con la necesidad de la afirmación de la familia 
burguesa, que se perfila frente a la familia aristocrática del Antiguo Régimen y 
debe diferenciarse asimismo de la incipiente clase obrera. Se crea la ideología -y la 
realidad- de las esferas separadas, los hombres para lo público y las mujeres para lo 
doméstico y la crianza de la prole. El feminismo no sólo revela esta separación de 
esferas sino la dialéctica entre ambas. Para que pueda existir, ese dominio público 
de los derechos tiene que descansar sobre la negación de los mismos para las 
mujeres; el mundo de la producción necesita para sobrevivir de unos servicios para 
reproducirse, y éstos se hallan encomendados a las mujeres, reinas de la 
domesticidad” (Osborne, 2007:214). 
 El significado de la separación público/privado se vuelve claro, para 
Pateman (1995), cuando se pone en el contexto del contrato sexual, de la división 
sexual entre las esferas pública y privada. El perfil de género de las teorías del 
contrato social está en que éste ha sido construido a partir de la diferencia sexual, 
que marca la línea divisoria entre libertad -plano público- y subordinación -plano 
privado-. Pateman presenta el contrato social comoun pacto patriarcal por el que 
los varones generan vida política a la vez que pactan mediante un contrato sexual 
los términos de su control sobre las mujeres. Contrato sexual por el que mediante la 
fraternidad, los varones se constituyen como “maridos”, “trabajadores” y 
“ciudadanos”, y relegan a la esfera privada, al espacio de la naturaleza, a las 
mujeres, y del que derivan de manera “natural” determinadas tareas, 
responsabilidades y comportamientos. Por consiguiente, es la división sexual del 
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trabajo lo que explica las desigualdades y los problemas de acceso a la esfera 
pública de las mujeres en el mundo contemporáneo. De ahí que para Jónasdóttir 
(1993) es la utilidad del sexo femenino en el orden político moderno lo que 
constituye el argumento base del orden patriarcal actual, al ser la sexualidad una 
construcción política, un campo de poder independiente de las determinaciones 
socio-económicas, pero no por ello, menos real y material (Hartmann, 1981). 
 Jónasdóttir (1993) argumenta que la organización de la sexualidad en 
nuestras sociedades, en las que los hombres ejercen la autoridad que les da el 
“poder del amor” (explotando la necesidad que la mujer tiene de amar y ser amada) 
es el vector de opresión más importante en las mujeres de hoy, desplazando el 
trabajo y las determinaciones económicas del protagonismo que le otorga el 
marxismo (Molina, 2000, 2007; Hartmann, 1981, 1994; Amorós, 2006; Barry, 
1987, 1994, 2007). En todo caso, la historia del contrato sexual de Pateman 
muestra cómo la diferencia sexual, como diferencia política, sustenta el 
patriarcado, y que Amorós (2005a, 2005b, 2006) define, siguiendo a Hartmann 
(1994), como un conjunto de pactos interclasistas entre varones, tales que les 
permiten tener bajo su control a las mujeres. En la medida y en el nivel en que 
estos pactos son operativamente eficaces, se afirma que el patriarcado existe. 
Existencia sustentada en la adjudicación diferencial de espacios, tareas, deseos, 
derechos, obligaciones y prestigio (Molina, 1994a, 1994b, 2000; Maquieira, 
2006b). 
 El patriarcado, como conjunto de pactos interclasistas entre varones, es un 
orden genérico de poder (Lagarde, 1996), basado en un modo de dominación de los 
varones sobre las mujeres; un modo de dominación que “refuerza el control 
capitalista; y a su vez, los valores capitalistas, delimitan la definición de lo que es 
bueno para el patriarcado” (Hartmann, 1981, 27). El patriarcado, “como conjunto 
de relaciones sociales entre los hombres, que tiene una base material, y que a través 
de jerarquías, establece o crea interdependencias y solidaridad entre los hombres” 
(Hartmann, 1981:14), permite que los hombres mantengan su poder, controlando el 
“acceso de las mujeres a los recursos, controlando su fuerza de trabajo en lo 
doméstico y restringiendo su sexualidad. Con ello sacan un provecho en términos 
de servicios personales que les dispensa a ellos de realizar muchas tareas 
desagradables, dentro y fuera de casa (como limpiar los baños o servir cafés en las 
oficinas), o bien en términos de servicios sexuales. En el patriarcado, en fin, se 
trata de una apropiación por parte de los hombres de algo que tienen las mujeres o 
que hacen las mujeres, lo que las sitúa a ellas en unas relaciones de dominación, en 
un modo de producción opresor e injusto” (Molina, 2007:172). 
 
SEXO Y DIFERENCIA DE LO FEMENINO 
 
 Sobre la constatación obvia del dimorfismo sexual de la especie humana se 
ha construido, por una parte, el patriarcado o el sistema sexo-género que Benhabib 
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(1990) define como la constitución simbólica y la interpretación socio-histórica de 
las diferencias anatómicas entre los sexos. El sistema de sexo-género es la red 
mediante la cual las sociedades y las culturas reproducen a los individuos 
incardinados, y los distintos sistemas de sexo-género históricamente conocidos han 
colaborado en la explotación y opresión de las mujeres. El patriarcado o sistema 
sexo-género otorga a los hombres el derecho de acceso sexual a los cuerpos de las 
mujeres y el derecho de mando sobre el uso de los cuerpos de las mujeres. Un 
derecho de acceso y mando apoyado en una construcción llamada sexo y que está 
tan culturalmente construida como el género (Lauretis, 1987, 2000). Como indica 
Butler (1990, 2001a, 2001b), el sexo es ya una categoría dotada de género, y éste 
es también el medio discursivo mediante el cual la “naturaleza sexuada” o “sexo 
natural” se establece y se produce como prediscursivo, previo a lo social, una 
superficie sobre la que actúa lo social. Para Barry (2007:201), ser sexualizada por 
lo social es verse “reducida al sexo corporal de una, o sea, las mujeres se reducen a 
través de la adscripción colectiva de conductas sexuales y de las características que 
las reducen a sus cuerpos, que las hacen inmanentes al sexo. La sexualización trata 
al sexo como si tuviera vida propia, una vida localizada sobre y dentro del cuerpo 
femenino”. Con la sexualización, concluye Barry (2007:202), se confiere a las 
mujeres “una identidad colectiva (las mujeres son…) y se toman como un todo 
indiferenciado, un grupo biológico constituido, fundamentalmente, por funciones 
sexuales y reproductivas”. 
 Las mujeres son objetivadas para la procreación de la especie y la 
constitución de la dictadura heterosexual. La heterosexualidad es una construcción 
social y cultural que exacerba las diferencias “naturales”, biológicas y recrea así el 
género (Butler, 2001a, 2001b; Witting, 1981). Desde la perspectiva de Lauretis 
(2000), la construcción cultural del sexo como género y la asimetría que caracteriza 
en todas las culturas a los sistemas de sexo-género (aunque a cada uno de un modo 
particular) se entienden como sistemáticamente ligados a la organización de la 
desigualdad social (Oliva, 2007). Para Lauretis (2000:9), sí “las representaciones 
de género son posiciones sociales que llevan consigo diferentes significados, el que 
alguien sea representado y se represente a sí mismo como varón o mujer implica el 
que asume la totalidad de los efectos de este significado”. Para Butler (2001a), 
afirmar que hay una mujer o un hombre natural o biológico que después se 
transforma en una mujer socialmente subordinada o en un hombre socialmente 
supraordenado, implica apoyarse en una concepción que entiende el sexo anterior a 
la ley en el sentido de que no está cultural ni políticamente determinado, 
proporcionando así la materia prima de lo social, por así decirlo, que empieza a 
tener significado sólo mediante su sometimiento a las reglas de parentesco y 
después de hacerlo. Sin embargo, la consideración del “sexo como materia”, “sexo 
como instrumento de significación cultural” es una formación discursiva que 
funciona como un fundamento naturalizado para la distinción naturaleza/ cultura y 
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para las estrategias de dominación que esa distinción apoya. Pero, también, implica 
caer en una lectura de lo natural como algo ajeno a lo histórico, a lo social. 
 Butler (2001a) define lo natural como un acontecer con lo social, con el 
hacer de las personas, y en el sentido de que no hay más naturaleza que la que 
acontece con las personas, los seres humanos, de ahí que el sexo tal vez siempre 
fue género, con la consecuencia de que la distinción entre sexo y género no existe 
como tal. De hecho, los diferentes actos del género crean la idea de género y sin 
estos actos, el género no existiría. En realidad, entender el sexo y la sexualidad 
como algo anterior a la ley es en sí la creación de la ley. Al respecto, Foucault 
(1984) mostró que estar sexuado significa estar sujetoa una serie de 
reglamentaciones sociales y mantener que la ley dirige estas reglamentaciones 
como formadoras del sexo, género, de los placeres y de los deseos. En el caso de 
Butler (1990), los actos los sesgos y los deseos producen el efecto de que existe 
una sustancia o núcleo interior, pero realmente actúan en la superficie del cuerpo, 
“mediante un juego de sugerencias significativas que nos hacen tomar la identidad 
como principio organizador y como causa. Tales actos, gestos y prácticas, 
generalmente construidos, son preformativos en el sentido de que la esencia de la 
identidad que parecen expresar se convierte en una fabricación manufacturada y 
sostenida mediante signos corporales y otros medios discursivos” (Oliva, 2007:31). 
 Por otra parte, sobre la constatación del dimorfismo sexual emerge la 
propuesta del feminismo cultural (Echols, 1983), y del feminismo de la diferencia 
que defiende la existencia de una cultura propia y específica para las mujeres, y 
que su explotación “está basada en la diferencia sexual y sólo por la diferencia 
sexual puede resolverse” (Irigaray, 1994:9). Es más, se afirma, señala Posada 
(2007a, 2007b), que el encuentro entre una mujer y un hombre puede alcanzar una 
dimensión de universalidad si tiene lugar en la fidelidad de cada uno a su género. 
Más específicamente, “las mujeres necesitan una cultura adaptada a su naturaleza” 
(Irigaray, 1994:69), dado que el ser humano es dos: lo masculino y lo femenino, el 
orden masculino y el orden femenino (Muraro, 1992, 1994). El orden femenino es 
el orden materno, que es el orden simbólico para las mujeres por excelencia y sólo 
en el reconocimiento de este orden es posible, para Muraro, la independencia 
femenina. Sólo eso “nos permite independizarnos del orden masculino y jugar 
desde otros parámetros simbólicos: desde el orden simbólico de la madre y de su 
autoridad. Sin aceptarlos, se produce según Muraro el desorden más grande que 
pone en duda la posibilidad misma de la libertad femenina” (Posada, 2001:311). 
 El feminismo cultural ecuaciona, entonces, la liberación de las mujeres con 
el desarrollo y la preservación de una contracultura femenina, abogando por un 
retorno a la familia tradicional como forma de proteger a las mujeres contra la 
violencia masculina (Jeffreys, 1996; Dworkin, 1980, 1981). Un feminismo para el 
que el “lugar” de la mujer en la especie es definido como el lugar de la 
“naturaleza” (Amorós, 1985). Y se declara la existencia de una esencia femenina, 
de un principio femenino, definido como la consagración de los llamados “valores 
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femeninos” -a saber, dulzura, ternura y dedicación a los demás- y la denigración 
absoluta de los “valores masculinos”. De esta forma, al interpretar la feminidad 
como algo inmutable, “natural”, el feminismo cultural “asume que los hombres 
constituyen el enemigo por el hecho de ser hombres más que por el poder que un 
sistema patriarcal les ofrece” (Echols, 1983:441). En cualquier caso, cuando el 
feminismo cultural “elabora la idea de una superioridad de las mujeres y valora 
negativamente las cualidades atribuidas a los varones, adopta una perspectiva 
transhistórica porque la hace derivar de la maternidad y del amor maternal. Por 
añadidura, una visión de esta clase comporta a menudo la creencia en un 
matriarcado entendido, bien como lo que hemos perdido, bien como la utopía por 
venir, o ambas cosas a la vez” (Osborne, 2007:236). 
 Esta explicación subraya en exceso la rigidez del peso biológico (Harding, 
1986, 1987), y hace derivar la “opresión de la mujer, no de la construcción del 
género, sino de la supresión de la esencia femenina, esencia que, por el contrario, 
se pretende perfilar por medio de un análisis radicalmente dicotómico del mundo. 
A un principio masculino se opone un principio femenino, muy claro en el ámbito 
de la sexualidad” (Osborne, 2007:218). Una sexualidad dicotomizada, ya que se 
tiene, por un lado, la sexualidad masculina, una sexualidad agresiva, irresponsable, 
orientada genitalmente y potencialmente letal. Por otro lado, la sexualidad 
femenina que se manifiesta de forma difusa, tierna, y se orienta a las relaciones 
interpersonales. Y es que ser naturaleza y poseer la capacidad de ser madres 
“comporta la posesión de las cualidades positivas, que inclinan en exclusiva a las 
mujeres a la salvación del planeta, pues para eso son moralmente superiores a los 
varones”. De todo ello “se deduce la necesidad de una acentuación de las 
diferencias frente a las semejanzas entre los sexos, condenándose la 
heterosexualidad por su connivencia con el mundo masculino y revelándose el 
lesbianismo como la única alternativa de vida no susceptible de contaminación por 
el varón” (Osborne, 2007:217). 
 En definitiva, sobre la constatación del dimorfismo sexual se ha abierto una 
confrontación de perspectivas feministas antagónicas. Por un lado, el feminismo de 
la igualdad, de raíz ilustrada. Un feminismo que denuncia “las diferencias de 
género, porque entiende que lo masculino y lo femenino han sido el resultado de la 
construcción de la razón patriarcal. Propone, en consecuencia, la superación de los 
géneros en una sociedad no-patriarcal de individuos. El feminismo de la igualdad 
entiende que hoy sigue siendo posible la extensión de esta reivindicación ilustrada 
a las mujeres y propone, por tanto, como uno de sus objetivos prioritarios, 
desenmascarar cuánto de interés patriarcal hay en estas identidades de género -lo 
masculino y lo femenino-, en estos moldes genéricos que permiten perpetuar 
estereotipos, que no resultan ser nada favorables para las mujeres” (Posada, 
2007a:294). Por otro lado, el feminismo de la diferencia, entendida ésta como lo 
diferente, no como lo inferior, sino como “lo otro”, como “lo no-idéntico”. Un 
feminismo que se fundamenta en la crítica feroz al feminismo igualitario, al que 
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tilda de reformista por demandar la equiparación de derechos entre hombres y 
mujeres. Para el feminismo de la diferencia “la dualidad de géneros no puede ser 
reclamada ni abolida, puesto que se trata de un orden dual que no es ni cultural ni 
biológico, sino que pertenece al orden de las cosas mismas -casi en un sentido 
existencial u ontológico” (Posada, 2007a:295). Como afirma Irigaray (1994:57-58), 
“lo natural es por lo menos dos: masculino y femenino. Todas las especulaciones 
sobre la superación de lo natural en lo universal olvidan que la naturaleza no es una 
(…) Así, también para estas dos partes del género humano, que son el hombre y la 
mujer. Sólo abusivamente son reducidas a uno. La razón muestra, en esta 
reducción, su impotencia o su inmadurez (…) El género humano, pues, no habría 
alcanzado la edad de la razón”. 
 
LAS DOMINACIONES DE GÉNERO, CLASE SOCIAL, ETNIA, 
SEXUALIDAD... 
 
 Dado que las diversas formas de estratificación social se interrelacionan en 
la vida de las mujeres, no se puede omitir en el análisis de la estratificación social 
el plano de las relaciones de género que están claramente cruzadas por las de clase, 
raza, etnia, edad, opción sexual. De hecho, es la posición de clase, la pertenencia 
étnica, la opción sexual de la mujer la que acaba estructurando el significado 
concreto que el género tiene para ella (Moore, 1999). En este sentido, para el 
feminismo “negro” o “multirracial” carece de sentido referirse a un sujeto 
femenino genérico, puesto que el plano de lo femenino es un ámbito internamente 
fragmentado por la clase, la raza, las características étnicas o la edad. En palabras 
de Butler (2001a:35), el género no es exhaustivo, “no es coherente o consistente en 
contextos históricos distintos”; su significado se construye invariablemente en 
relación con las modalidades raciales, de clase, étnicas, sexualesy regionales de 
cada situación (Guadarrama y Torres, 2007b). Por consiguiente, el género es una 
“relación entre sujetos socialmente constituidos en contextos específicos” (Butler, 
2001a:43), de ahí que el feminismo postcolonial reclame análisis específicos 
contextualizados y diferenciados de las formas en que las mujeres se confirman 
como un grupo sociopolítico, histórico y cultural particular. 
 El planteamiento que efectúa Butler explica la posición del feminismo 
“negro”. Así, para Hooks (1984), las feministas blancas nos han convertido en los 
“objetos” de su discurso privilegiado sobre la raza. Como “objetos”, hemos 
permanecido desiguales, inferiores. Aunque puedan estar preocupadas 
sinceramente por el racismo, su metodología sugiere que no están libres del tipo de 
paternalismo endémico a la ideología de la supremacía blanca. Algunas de esas 
mujeres se colocan a sí mismas en la posición de “autoridades” que deben mediar 
la comunicación entre las mujeres blancas racistas y las mujeres negras enfadadas a 
quienes creen incapaces de elaborar discursos racionales. Según Amos y Parmar 
(1984), la percepción que las feministas blancas de clase media tienen de aquello 
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de lo que necesitan liberarse tiene poca o ninguna relevancia para la experiencia 
del día a día de la mayoría de las mujeres negras. En palabras de Lorde (1984:117), 
“mientras las mujeres blancas ignoren su privilegio incorporado y definan a las 
mujeres únicamente en términos de su propia experiencia, las mujeres de color se 
convertirán en la otra, la extraña cuya experiencia y tradición es demasiado 
extraterrestre para poderse entender”. 
 Reconocer la complicidad de las mujeres “privilegiadas” con la opresión o 
la perpetuación de las prácticas opresoras supone considerar las estructuras sociales 
y materiales de dominación, y asumir que las categorías de lo femenino y de lo 
masculino en el ámbito epistemológico “tienen importantes correlatos sociales. 
Porque sirven para clasificar a grupos sociales, otorgando a las personas 
determinados rasgos que les han de caracterizar, y para estructurar los espacios e 
instituciones sociales” (Pérez Orozco, 2007:32). De aquí que desde la denominada 
política de la localización (Rich, 1980a, 1986) se defina el género no como una 
construcción binaria y monolítica, sino como una marca de una posición de 
subordinación que está cualificada por otras variables de opresión. El género, 
inserto en una compleja red de relaciones de poder, no es el único determinante de 
la identidad de una persona y, al mismo tiempo, su forma concreta depende de esa 
red, y es que las variaciones que existen entre mujeres de diferentes clases, 
orientaciones sexuales y de diferentes orígenes étnicos son tan importantes para la 
posición social de la mujer como los elementos comunes inherentes al hecho de ser 
una mujer dentro de una sociedad determinada (Benería y Sen, 1983). Entonces, 
hay que situar a hombres y mujeres en múltiples sistemas de dominación (Parella, 
2003), y explicar por qué hay mujeres y hombres que lo tienen todo y mujeres y 
hombres que no tienen nada (Baca y Thornton, 1994). De un modo más específico, 
hablar de dos géneros contribuye a esencializar las diferencias e ignorar la 
complejidad de las identidades sexuales y sociales posibles. De ahí que no se pueda 
olvidar relacionar el género con otras categorías que informan de las relaciones 
sociales y de las formas culturales (Beltrán y Maquieria, 2001; Juliano, 1994, 
2004), y es que el gran error de la feminista de clase media es dar por supuesto que, 
con independencia del origen de clase, opción sexual y origen étnico, la 
experiencia del sexismo es la misma, como si en realidad existiera la “mujer 
genérica” (Parella, 2005a, 2005b), y como si en realidad existiera un dato a priori -
el sexo-, previo a su denominación, esto es, a una lectura interesada de los cuerpos 
que toma los datos físicos de éstos como causa de las prácticas sociales y no como 
efectos de procesos sociales que instituyen dispositivos disciplinarios que 
convierten a los propios cuerpos en algo relevante desde el punto de vista de la 
clasificación jerárquica de los sexos y/o géneros (Mora, 2005; Izquierdo, 2000, 
2001; Butler, 2001a, 2001b). 
 Ante esta jerarquización, no hay más alternativa que el cuestionamiento y 
la des-identificación en los mandatos y asignaciones de la “tecnología del género” 
(Lauretis, 1987). Como también hay que cuestionar los modos a través de los 
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cuales las mujeres son construidas en los procesos étnicos y nacionales, tal y como 
es desarrollado en el feminismo postcolonial (Chakravorti Spivak, 1999a, 1999b; 
Femenías, 2000; Marre, 2001), definido como un conjunto amplio de trabajos que 
examinan la condición histórica de las mujeres en los países liberados de su 
dominación colonial después de la Segunda Guerra Mundial (Femenías, 2000). Un 
feminismo crítico de la lógica de dominio mundial que genera un centro (el 
Imperio) y una periferia (las colonias), vinculados entre sí “por un movimiento 
expansionista regulado desde dentro de las fronteras del Imperio por un discurso 
social que marca el lugar de la experiencia efectiva de la marginalidad, a la vez que 
permite su transformación en experiencia crítica” (Femenías, 2005:157). 
 El feminismo postcolonial representa una suerte de pérdida de la inocencia 
sobre las narrativas igualitarias modernas, su neutralidad y su potencial 
emancipatorio. Un feminismo que “regula las definiciones de qué somos, cómo 
somos, quiénes somos, desde el punto de vista de la cultura hegemónica. Así, el 
Pensamiento Postcolonial explora los niveles teóricos de las patologías sociales que 
giran en torno al antagonismo contingente como piso de una necesidad histórica. 
Sobre esa base, se elaboran estrategias de emancipación, planteando demandas 
culturales no sólo como un cambio de contenidos sino fundamentalmente como la 
resignificación simbólica de su inscripción histórica. Donde el multiculturalismo se 
ancla en el pensamiento postmoderno para intersectar las inscripciones narrativas 
del sujeto con la clase, el género, la opción sexual o la religión, el pensamiento 
postcolonial, por su parte, toma como punto de partida la lógica del dominio 
entendida a partir de la dialéctica binaria Uno-Otro, en términos de colonizador-
colonizado, y se mueve críticamente dentro de un marco moderno del poder” 
(Femenías, 2005:156-157). 
 En el multiculturalismo más radical, a las mujeres se las identifica en tanto 
que estarían dentro de una cultura específica, étnica o nacional, y al margen que 
ésta genere o no desigualdades y subordinaciones ilegítimas. Al respecto, 
Maquieira (2006a) afirma que las mujeres en los procesos étnicos y nacionales han 
sido construidas primero, como reproductoras biológicas de los miembros de la 
nación y las colectividades étnicas; segundo, como reproductoras de los límites de 
los grupos étnicos o nacionales; tercero, como participantes fundamentales en la 
reproducción ideológica de la colectividad y como transmisoras de su cultura; 
cuarto, como representación de las diferencias étnicas o nacionales, como un foco y 
símbolo en los discursos ideológicos utilizados en la construcción, reproducción y 
transformación de las categorías nacionales y étnicas, y quinto como participantes 
en las luchas nacionales, económicas, políticas y militares. 
 El énfasis en los roles reproductivos de las mujeres “se deriva de la 
importancia atribuida al origen o destino común en la construcción de gran parte de 
las identidades étnicas y nacionalistas. Por consiguiente, no es casual que las 
comunidades étnicas y los Estados preocupados con la pureza racial o étnica hayan 
reglamentado las relaciones sexualesde los miembros de las distintas 
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La perspectiva de género 27 
colectividades y sobre todo el control de los cuerpos y la sexualidad de las mujeres 
para garantizar el crecimiento o freno de la cantidad y/o calidad de la población” 
(Maquieira, 2006a:74). Históricamente, las mujeres también han sido consideradas 
como depositarias, guardianas y transmisoras de la cultura. En este sentido, se les 
atribuye la reproducción cultural de la comunidad, del grupo étnico o de la nación. 
Como responsables del honor de la colectividad, “se prescribe para las mujeres 
espacios y comportamientos apropiados junto al uso de determinadas formas de 
vestir que marcan los límites simbólicos del grupo. A través de estos modos 
correctos en el vestir, los gestos y las conductas, las mujeres y las niñas se 
convierten en la personificación visible de los códigos culturales de su comunidad 
y ellas mismas en símbolos de lo auténticamente propio frente a lo ajeno. Muchas 
mujeres son torturadas o asesinadas por sus parientes cuando sus comportamientos 
son considerados una vergüenza o deshonra para sus familias y comunidades. Una 
situación que se agudiza cuando los Modelos de Estado y las identidades de las 
comunidades se vinculan a la religión, sacralizando así al patriarcado y 
retroalimentando las diversas formas de legitimación de la desigualdad” 
(Maquieira, 2006a:75). 
 De este modo mediante el esencialismo cultural se dota a la desigualdad de 
un carácter de inmutabilidad e irreversibilidad. Sin embargo, el feminismo 
postcolonial, en oposición “a los modelos de autoctonía racial y cultural, sostienen 
que en una era de constantes migraciones, de globalización de los mass-media y de 
continuo flujo transnacional de la información, la distinción colonial-postcolonial 
pura es imposible de sostener. La cultura de los colonizados -como ya había 
advertido Franz Fanon- irrevocablemente se altera en contacto con la de los 
colonizadores y viceversa. La narrativa postcolonial rompe la estructura dentro / 
fuera y con ella, las barreras que impiden resignificar los límites y producir lugares 
de experiencia nuevos. No hay posibilidad de espacios homogéneos” (Femenías, 
2005:158-159). Maquieira (2006a:70), siguiendo a Juliano (1994), afirma que este 
esencialismo al defender la diferencia cultural la transforma paradójicamente en un 
importante elemento de segregación de los grupos subordinados y prácticas 
políticas sustentadas en la exclusión, ya que “al basarse en una conceptualización 
estática de la cultura esencializa la diferencia cultural haciéndola incompatible con 
otras formas culturales, y de este modo se convierte en el soporte de ideologías y 
prácticas que consideran peligrosa o contaminante la aceptación de individuos 
provenientes de orígenes étnicos diferentes, favoreciendo prácticas de segregación 
o de configuración de guetos marginales”. De este modo, el esencialismo 
culturalista se convierte en la clave de la oposición nosotros / ellos y tiene también 
consecuencias importantes en el mantenimiento de la desigualdad de género. 
 Las relaciones de género son “vistas a menudo como constitutivas de la 
esencia de las culturas y éstas como modos de vida indiscutibles que deben ser 
transmitidos de generación en generación” (Maquieira, 2006a:71). En este sentido, 
las tradiciones culturales y la (re)invención de las tradiciones son, a menudo, 
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utilizadas como medios de legitimar la opresión de las mujeres. Y en situaciones en 
las cuales tanto los varones individualmente como las colectividades étnicas o 
nacionales se sienten amenazadas/os, este fenómeno se puede intensificar. No es de 
extrañar, pues, “que las iniciativas de cambio de las mujeres se interpreten como 
una amenaza a la identidad cultural y a las tradiciones, ya que dado el papel 
asignado como reproductoras biológicas y simbólicas de la comunidad, se las 
convierte en objetos de control y culpables de la desintegración sociocultural. Ésta 
es la razón por la que la defensa de la diferencia cultural se convierte, en muchas 
ocasiones, en una nueva forma de legitimación de la desigualdad” (Maquieira, 
2006a:75). 
 Amorós (2005a:222) afirma que el término multiculturalidad designa el 
hecho sociohistórico, incrementado en la era de la globalización, de la coexistencia 
de diversas culturas en los mismos ámbitos geográficos. Pues bien, el 
multiculturalismo radical pretende que cada cultura sea un bloque monolítico, “una 
totalidad autorreferida, homogénea y estática. Habría así una inconmensurabilidad 
radical entre los parámetros propios de las distintas culturas. No sería posible ni 
legítimo, de este modo, interpretar las diversas prácticas que se ejercen en el seno 
de cada cultura sino exclusivamente en función de los referentes de sentido de la 
cultura en cuestión. Dicho de otra forma, habría un monismo hermenéutico del 
significado, que sólo podría ser descifrado por quienes comparten el marco 
simbólico propio de cada totalidad cultural”. Sin embargo, desde el punto de vista 
empírico, esta concepción de la cultura no se sostiene. Podemos tener alguna duda 
“sobre si se ajusta más o menos a la descripción de lo que habrían podido ser las 
culturas en un pasado más o menos remoto. Pero, desde luego, no es en absoluto 
adecuada para pensar las dinámicas culturales en el mundo de la globalización. Las 
culturas no son ni estáticas ni homogéneas, ni, mucho menos, totalidades 
autorreferidas. Tan importantes como los supuestos compartidos son en ellas los 
conflictos, las tensiones, los desajustes, los desgarramientos, los disensos y, desde 
luego, el fenómeno del cambio cultural”. En la era de la globalización, se producen 
“constantemente hibridaciones, préstamos, apropiaciones selectivas de ciertos 
elementos de las culturas tanto hegemónicas como no hegemónicas junto con 
rechazos selectivos de otros. Nunca tiene lugar ni la total asimilación ni la total 
destrucción de una cultura por otra: también las culturas hegemónicas son siempre 
en alguna medida penetradas por las que no lo son. Los seres humanos no se 
limitan a ser agentes de la reproducción sociocultural: lo son también de la revisión 
de los códigos culturales” (Amorós, 2005a:224). La revisión de los códigos 
culturales significa, además, una vía de emancipación, y para las mujeres 
emanciparse significa emanciparse con respecto a su situación de subordinación, 
que pasa necesariamente “por un proceso en el que pongan en cuestión la 
diferencia genérica que les ha sido asignada como una construcción -política, 
cultural, simbólica- a la que no quieren estar sujetas y de la cual, en esa misma 
medida, se des-identifican” (Amorós, 1997:19). Esto supone, para Braidotti (2004), 
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La perspectiva de género 29 
defender la idea de que cada persona tiene múltiples identidades parciales entre las 
que puede viajar, por propia voluntad o por imposición social, y que esa 
posibilidad misma de viajar hace que los sujetos no tengan una identidad fija, sino 
situada en el tiempo y el espacio. El movimiento de atravesar fronteras de la 
identidad es un proceso del cual participa activamente la propia persona, en una 
“labor autoconstructora”, por lo que no puede entenderse como mera víctima de un 
determinismo social o biológico. 
 Braidotti (1994) habla del sujeto nómada como alternativa a “la mujer” o 
“las mujeres”. La condición nómada “es una nueva figuración de la subjetividad de 
un modo multidiferenciado no jerárquico. Nómadas porque atraviesan estereotipos 
y fronteras de la identidad, por obligación o elección, más aún en los actuales 
tiempos de globalización y migraciones. La identidad se entiende como un juego 
de fronterasmóviles, productoras de significados, poderes y estructuras; no 
simplemente viajamos atravesando fronteras, sino que somos fronteras. La pureza 
categorial que se ceñía a los márgenes impuestos por los sistemas de poder 
(capitalismo, patriarcado, racismo…) dando como resultado identidades fijas y 
coherentes (la clase, el género, la etnia…) se ha desterrado” (Pérez Orozco, 
2007:25-26). Otra nueva figuración es el ubicuo cyborg de Haraway (1995). El 
cyborg se ha convertido en un icono de la idea de que se han desdibujado los 
límites entre lo biológico y lo cultural, así como entre el ser humano y la máquina. 
Estas dicotomías solían posicionar a las mujeres en lo natural y lo diferente y 
servían para sustentar el orden genérico previamente establecido. Al romper, como 
lo hacen estas nuevas tecnologías del cuerpo, el vínculo entre feminidad y 
maternidad, se alteran las categorías de cuerpo, sexo, género y sexualidad. Esto 
redunda en una liberación para las mujeres, que han estado cautivas de la biología, 
por lo que el cyborg constituye la figuración de las nuevas subjetividades políticas, 
y que Haraway caracteriza por contraposición a tres referentes polémicos: la 
subjetividad unitaria, la totalidad orgánica y la filosofía teleológica de la historia. 
Sin embargo, frente a la figuración cyborg, está el fantasma de la ingeniería 
genética y de la clonación, que priva a las mujeres de cualquier control sobre la 
reproducción. En esta visión apocalíptica, “la tecnociencia está profundamente 
arraigada en el proyecto masculino de dominación y de control de las mujeres y de 
la naturaleza. El tropo clásico de la ciencia-ficción, Frankenstein y su monstruo, se 
invoca como el lado oscuro de cyborg -vida artificial fuera de control. Crece el 
temor acerca de la manera en que pueda utilizarse el conocimiento del genoma para 
intervenir en la naturaleza y rediseñarla, tanto si se trata de alimentos 
genéticamente modificados como de animales clonados o de seres humanos de una 
raza perfeccionada. La propia vida (humana, vegetal y animal) corre el riesgo de 
que se biomedicalice y se mercantilice. La ingeniería genética y reproductiva se 
entiende por lo tanto como un intento más de usurpar a las mujeres la 
autodeterminación sobre su cuerpo” (Wajcman, 2006:15). 
 
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Ignasi Brunet Icart 30 
CONCLUSIÓN 
 
 Decíamos en la introducción que la división del trabajo es división sexual; 
observable no únicamente en el vínculo entre la feminización de la pobreza y el 
empeoramiento de las condiciones de trabajo, sino también en el contenido y las 
condiciones de trabajo hoy. Condiciones impuestas tras violentas 
reestructuraciones y que no son más que la extensión tendencial de las 
características del trabajo, tanto asalariado como no asalariado, estructural e 
históricamente asignado a las mujeres, al trabajo en sentido genérico. El orden 
sexual da cuenta de cómo el orden social está profundamente generizado, y que la 
actividad económica se haya interpretado a través de categorías masculinas 
mediante valores androcéntricos. En sentido estricto, la naturaleza del trabajo tiene 
una clara base en el sexo, dado que no es la división del trabajo lo que explica la 
subordinación de las mujeres, sino que es la desigualdad entre hombres y mujeres 
lo que se incorpora como factor estructurante en las relaciones de producción y en 
la división del trabajo. Desde este punto de vista, son las desigualdades de género 
las que determinan la posición que hombres y mujeres ocupan en la producción de 
la existencia (Gardiner, 1997; Borderías et al., 1994; Ferber y Nelson, 1993; 
Lagrave, 1993; Bourdieu, 2000), dado que todavía hoy el proceso de socialización 
está organizado jerárquicamente entorno a los géneros, el que produce y reproduce 
la vida humana, y el que produce y administra los medios que permiten la 
ampliación de la vida humana. Esta organización forma parte de un sistema de 
dominación masculina, y sin esta dominación, el patriarcado “quedaría 
desenmascarado como una dominación arbitraria y acabaría siendo derrocado por 
la rebelión de la mitad del cielo mantenida bajo sometimiento a lo largo de la 
historia” (Castells, 1998:158). Bajo esta dominación en la actualidad se observa 
que la posición económica de las mujeres se viene deteriorando, por su situación en 
el mercado laboral, en el trabajo doméstico y por el escaso acceso a la protección 
contributiva. Además, el estudio de la pobreza y de la exclusión social de las 
mujeres en España carece de una trayectoria consolidada, existiendo referencias a 
la denominada feminización de la pobreza (Fernández, 1993; López Larrea, 1989; 
Martínez-Román, 1997; Regidor et al., 1994), pero existe un déficit generalizado 
desde una perspectiva de género. Déficit inexplicable si asumimos que las 
diferencias de género configuran la vida de hombres y mujeres en aspectos 
fundamentales (por ejemplo, la distribución de ingresos, riqueza y tiempos), por lo 
que hay que transformar las relaciones de género si se quiere mejorar la situación 
de las mujeres; relaciones que son claves para comprender la situación social y 
económica de las mismas, ya que al ser éstas las encargadas de realizar el trabajo 
doméstico, cuentan con un doble problema. Por un lado, la dedicación al cuidado 
de personas mayores, enfermos o niños obliga a reducir o suprimir toda actividad 
remunerada. Ello supone una pérdida de la independencia económica al mismo 
tiempo que se empobrece su red de relaciones sociales. Por otro lado, el hecho de 
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La perspectiva de género 31 
que las mujeres sean dependientes del ingreso de sus cónyuges las sitúa 
automáticamente en una situación muy vulnerable, cuando cualquier 
acontecimiento vital afecte al cónyuge. Éste es el caso, señala La Parra (2001), de 
los hogares monoparentales o de las viudas, que se encuentran entre los grupos más 
vulnerables a la pobreza en nuestra sociedad. Esta situación se debe a que en el 
momento en que “el trabajo se convertía en un valor central que afianzaba social-
mente la existencia del individuo y se situaba así en el corazón de la ciudadanía 
libre e igualitaria, las mujeres se veían excluidas del trabajo, de la individualidad 
social y de la ciudadanía” (Daune-Richard, 2007:242). Esta exclusión obedecía a 
que las mujeres fueron definidas como “dependientes” de los vínculos familiares y 
domésticos. Al convertirse “la relación con el trabajo y el empleo en vínculo 
individual en la nueva organización social (puesto que dependía del contrato), ellas 
no podían integrarse plenamente en ella. Así, durante mucho tiempo, el vínculo 
familiar será el que defina su vínculo con el empleo: o contribuyen a la producción 
de la empresa familiar, en la medida en que el marido es al mismo tiempo cabeza 
de familia y empresario, o acceden al mercado de trabajo asalariado, aunque sea 
bajo control del marido” (Daune-Richard, 2007:243). 
 
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RECIBIDO: 18/02/08 
ACEPTADO: 18/06/08 
 
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