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Cuestiones morales - Osvaldo Guariglia

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E N C I C L O P E D I A
A M E R I C A N AI B E R O
F I L O S O F Í A D E
12
Cuest iones morales
Edición de 
Osvaldo Guariglia
Cuestiones morales 
Cuestiones morales 
Edición de 
Osvaldo Guariglia 
Editorial Trotta 
Consejo Superior de Investigaciones Cientificas 
Primera edición: 1996
Primera reimpresión: 2007
© Editorial Trotta, S.A., 1996, 2007, 2013
Ferraz, 55. 28008 Madrid
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Diseño
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ISBN: 978-84-87699-48-1 (Obra completa)
ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-395-6 (vol. 12)
NIPO: 653-07-033-4
E N C I C L O P E D I A
I B E R O A M E R I C A N A
D E F I L O S O F Í A
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Directo r d el proyecto 
León Olivé 
Osvaldo Guariglia 
Miguel A. Quintanilla 
Pedro Pastur 
Secretorio a dmi nistrativo 
Comité Ac a d é mi c o 
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José Luis L. Aranguren 
Ernesto Garzón Valdés 
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La Enciclopedia IberoAmericana de Filosofia es un proyecto de investigación y 
edición, puesto en marcha por el Instituto de Filosofla del Consejo Superior de 
Investigaciones Cientlficas (Madrid), el Instituto de Investigaciones Filosóficas 
de la Universidad Autónoma de México y del Centro de Investigaciones Filo­
sóficas (Buenos Aires), y realizado por filósofos que tienen al español por ins­
trumento lingüistico. 
Existe una pUjante y emprendedora comunidad filosófica hispanoparlante 
que carece, sin embargo, de una obra común que orqueste su plural riqueza y 
contribuya a su desarrollo. No se pretende aqui una enciclopedia de filosofla es­
pañola sino articular la contribución de la comunidad hispanoparlante a la filo­
sofla, sea mediante el desarrollo cualificado de temas filosóficos universales, sea 
desentrañando la modalidad de la recepción a esos temas filosóficos en nuestro 
ámbito lingüistico. 
La voluntad del equipo responsable de integrar a todas las comunidades fi­
losóficas de nuestra área lingüistica, buscando no sólo la interdisciplinariedad sino 
también la internacionalidad en el tratamiento de los temas, nos ha llevado a un 
modelo especifico de obra colectiva. No se trata de un diccionario de concep­
tos filosóficos ni de una enciclopedia ordenada alfabéticamente sino de una en­
ciclopedia de temas monográficos selectos. La monografla temática permite 
un estudio diversificado, como diverso es el mundo de los filósofos que escriben 
en español. 
La Enciclopedia IberoAmericana de Filosofla es el resultado editorial de un 
Proyecto de Investigación financiado por la Comisión Interministerial de Ciencia 
y Tecnologia y por la Dirección General de Investigación Cientlfica y Técnica del 
Ministerio de Educación y Ciencia. Cuenta también con la ayuda de la Consejería 
de Educación y Cultura de la Comunidad de Madrid. 
CONTENIDO 
Introducción: vida moral, ética y ética aplicada: Osvaldo Guariglia 11 
1. PROBLEMAS DE LA VIDA MORAL 
Sujeto moral y virtud en la ética discursiva: Carlos Thiebaut 23 
Autonomía y teorías del bien: Gerard Vilar . . . . . . . . . . . . . . . . 51 
Ética y diversidad cultural: Fernando Salmerón ...... . . . . . . . 67 
11. RAZ6N y EMOCI6N EN LA MORAL 
Conocimiento y razón en la argumentación moral: María Herrera 
Lima. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 
Emociones morales: Olbeth Hans berg . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 107 
111. CUESTIONES ÉTICAS DE LA VIDA SOCIAL 
Ética y poder público: Paulette Dieterlen . . . . . . . . . . . . . . . . .. 131 
Ética y feminismo: Celia Amorós . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 145 
Problemas éticos en la religión: Carlos Gómez Sánchez ... . . .. 171 
IV. PROBLEMAS DE ÉTICA APLICADA 
Ética y economía de bienestar: una panorámica: 
Antoni Dom(mech. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 191 
Problemas éticos del medio ambiente: María Julia Bertomeu. . . .. 223 
El problema del aborto: tres enfoques: Margarita M. Valdés. . .. 241 
Eutanasia: Martín Diego Farrell . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 259 
Problemas éticos en medicina: Diego Gracia. . . . . . . . . . . . . . .. 271 
Comités de ética: Adela Cortina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 291 
9 
CONTENIDO 
Índice analítico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 307 
Índice de nombres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 311 
Nota biográfica de autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 317 
10 
INTRODUCCIÓN: 
VIDA MORAL, ÉTICA Y ÉTICA APLICADA 
Osvaldo Guariglia 
lo «VIDA MORAL», «MORALIDAD» Y «ÉTICA» 
La delimitación de los sentidos con que usamos el vocabulario para refe­
rirnos a los fenómenos morales en las lenguas románicas nos provee de 
una guía que nos permite, si bien de un modo provisorio, identificar las 
características y relaciones más o menos permanentes de esos mismos fe­
nómenos. Por ello, se hace imprescindible partir de un examen de los 
usos ordinarios del lenguaje cotidiano, ya que éstos nos proporcionan de 
modo inmediato algo así como un depósito en donde se han ido sedi­
mentando los diversos sentidos que han tenido o tienen vigencia históri­
ca. En primer lugar, el uso del sustantivo «moral» nos remite a la exis­
tencia de una cierta regularidad en las conductas habituales de los 
miembros de una misma institución, una familia o una asociación más 
amplia como clubes deportivos, colegios, villas, ciudades, etc. Se suele 
hablar, en efecto, de la moral de una familia o institución, entendiéndose 
por ello un código más o menos privativo de conducta que es seguido 
por todos sus miembros. Cuando el director de un colegio secundario, el 
entrenador de un equipo de fútbol o el jefe de un cuerpo militarizado, 
por caso, se refieren a la moral del conjunto que dirigen, el término en­
globa no solamente códigos reglados de comportamiento, válidos inter­
namente, sino también un conjunto de sentimientos recíprocos de solida­
ridad, lealtad, etc., que liga entre sí a sus miembros y torna confiables y 
previsibles sus acciones de acuerdo a determinadas expectativas, normal­
mente satisfechas. Este matiz del significado del término «moral» con­
serva su conexión etimológica con la palabra latina mas/mores, «cos­
tumbre/es», la que podíaser usada de un modo neutro -es decir, sin 
valoración positiva-, para describir el comportamiento de un indivi­
duo, o de un colectivo mayor. Generalizando, entonces, podemos seña­
lar un primer significado de «moral", (i) que designa un comportamien-
11 
OSVAlDO GUARIGllA 
to, individual o colectivo, asignándole la propiedad de estar orientado en 
relación a un valor. Al hablar, pues, de la existencia de una determinada 
moral positiva en el interior de un grupo social, estamos indicando que 
ese grupo comparte una determinada orientación evaluativa con respec­
to a sus acciones, en razón de la cual éstas son comprendidas, reconoci­
das y apreciadas por los miembros integrantes del mismo, los que, dicho 
de otro modo, comparten un standard evaluativo común!. 
Por cierto, tomada simplemente como una forma de orientación 
valorativa de la acción social, grupal o individual, coexiste en una mis­
ma época y hasta en una misma sociedad una pluralidad de morales 
positivas, articuladas a través de tradiciones culturales, religiosas, so­
ciales, económicas, etc., que contendrán en cada caso un código de 
comportamiento limitado al grupo, clase o estamento social, religioso, 
económico o de algún otro tipo, definido por su adhesión particular a 
ese tipo de comportamiento valorativamente calificado. El propio uso 
del lenguaje indica que prescribir un comportamiento acorde a la mo­
ral y las buenas costumbres, como reza la endíadis que se utiliza habi· 
tualmente, apela a un segundo sentido (ii) un poco más estricto del tér­
mino, ya que se inviste a una cierta conducta con la autoridad de una 
tradición (mores institutaque maiorum), de modo tal que conjunta­
mente se ejerce una presión o coerción pública en pro del acatamiento 
generalizado de ella. Obsérvese que hasta aquí no hemos pasado del 
nivel cuasi fáctico de la costumbre o las costumbres, sin que hasta el 
momento la cuestión de la licitud o ilicitud de lo prescripto por éstas 
haya sido abordada. Sin embargo, tal pregunta se nos plantea frecuen­
temente, al demandar si una cierta acción que está dentro de nuestras 
posibilidades, es moral. En efecto, con ello no estamos simplemente in­
terrogándonos sobre la mera adecuación a una costumbre transmitida 
y amparada por la autoridad de la tradición, sino que pretendemos en­
contrar razones más generales que nos permitan sostener a conciencia 
la moralidad de esa acción. Así podemos distinguir un tercer significa­
do (iii) aún más preciso que el anterior, según el cual «moral» se aplica 
a las acciones cuya moralidad puede apoyarse en razones más genera­
les que la mera vigencia fáctica de una costumbre. 
En vista de esta profunda diversidad de sentidos que lo moral tiene 
para nosotros, propongo distinguir tres esferas de significación, alinea­
das de acuerdo a la extensión y a la vaguedad de sus sentidos. Adscribo 
el significado (i) al extenso e indefinible campo de la vida moral, que 
abarca todos aquellos aspectos que han influido decisivamente en la 
conformación de los ideales intramundanos de conducta humana en el 
curso histórico del desarrollo, choque y entrecruzamiento de las distin­
tas corrientes religiosas, filosóficas, políticas y culturales de la mo­
dernidad. Por cierto, la sola mención de este extenso espacio de redes 
1. Este análisis del tipo de acción social orientada por valores fue desarrollado por los sociólo­
gos funciona listas de la escuela de Parsons medio siglo atrás (cf. Parsons y Shils, 1951, 162 ss.). 
12 
INTRODUCCI6N: VIDA MORAL, ÉTICA Y ÉTICA APLICADA 
simbólicas super y contrapuestas hace comprensible de inmediato que 
resulta imposible encontrar algun orden interno en sus diversos signifi­
cados. En efecto, éstos abarcan tanto los disciplinamientos de nuestras 
pulsiones naturales impuestas por las diversas ascesis religiosas para el 
dominio de nuestro cuerpo -piénsese, por ejemplo, en lo que se suele 
denominar «moral sexual»- como los más complejos modelos o para­
digmas de la buena vida, insertos en las distintas tradiciones culturales, 
que son, en última instancia, imprescindibles para el desarrollo e inte­
gración de la personalidad. 
El sentido (ii) del término remite de un modo más acotado a un ras­
go distintivo del fenómeno moral en todas sus manifestaciones: el ca­
rácter imperativo de sus recomendaciones, sea por el peso de la autori­
dad de una tradición o sea por el libre ejercicio de las convicciones 
subjetivas. Este significado normativo aparece estrechamente conec­
tado, desde el pensamiento romano en adelante, con la regulación de 
las relaciones interpersonales, sea directamente o por intermedio de las 
instituciones jurídicas y políticas de la sociedad2• Desde el comienzo de 
la modernidad, la pregunta moral por antonomasia, «¿qué debo ha­
cer?», restringe el ámbito de sus respuestas posibles a las interacciones 
entre seres humanos a tal punto que la existencia o no de una posible 
interacción con alguien distinto del agente se convierte en condición ne­
cesaria para admitir que una determinada acción pueda tener o no rele­
vancia moral. Con esta limitación del aspecto moral a las interacciones 
humanas estamos gradualmente ingresando al campo de significado 
más estricto (iii), que conecta estrechamente lo moral a la moralidad de 
una acción, entendiendo por ello su carácter de obligatoria o prohibida. 
Esta expresa restricción de la moralidad al deber, es decir, al conjunto 
de acciones que tienen un carácter de obligación como fenómeno moral 
central, y el desentendimiento de las cuestiones atingente s al fin último 
de la vida -la felicidad o la perfección-, queda firmemente estableci­
da luego del giro copernicano llevado a cabo por 1. Kant a fines del si­
glo XV1lI3. Independientemente de sus paralelos etimológicos, los térmi­
nos «ética» y «moral» fueron especializándose en dos direcciones 
distintas: mientras que «moral» aludía a los fenómenos mismos, «ética» 
era progresivamente reservada para denominar aquella parte de la filo­
sofía, también llamada práctica, destinada al estudio teórico de las ac­
ciones morales. Como disciplina independiente, separada del estudio de 
la naturaleza o de la especulación cosmo-teológica, fue fundada por 
Aristóteles, cuya obra más famosa, Ética Nicomáquea abarcó un con­
junto de temas que excedían en mucho el restringido campo de la mora­
lidad4• En efecto, la ética aristotélica responde a la problemática inau-
2. CL Cicerón, 1987,51-56, 
3, Cf, Guariglia, 1992b, 53-54, 
4. CL [rwin, 1977, 249 ss. Para los temas de la filosofía práctica aristotélica, cf. Bien, 1973, 
64 ss.; Guariglia, 1992a, 1,21 ss. y 2,172 ss.; y Lledó, 1994,45 ss. 
13 
OSVAlDO GUARIGlIA 
gurada por Sócrates y Platón, cuya cuestión central era la siguiente: 
«¿De qué manera es necesario que un hombre viva su vida?»s. Como es 
evidente, lo que aquí está en juego no son sólo principios generales sino 
más bien una escala de bienes entre los cuales escoger como fin último o 
supremo de la propia vida. Cuestiones, pues, referentes a la eudemonía 
o buena vida, formaban parte integrante de la ética tanto como la teoría 
de las virtudes o, en la tradición estoica, la de los deberes. 
Siguiendo de cerca estas precisiones semánticas, el presente volumen, 
a diferencia del volumen 2, Concepciones de la ética, no se ocupa de 
aquellas teorías generales que pretenden discutir o fundamentar los prin­
cipios de la moralidad, en el sentido de lo universalmente válido, sino de 
aquellos problemas que surgen de la vida moral y que comprenden tanto 
cuestiones relacionadas con las concepciones de la buena vida, con las 
tradiciones culturales o con el papel de las emociones en la moral, como 
aquellos otros problemas que han ido surgiendo en el transcurso de las 
últimas décadas bajo el impacto de las transformaciones de la sociedad 
tecnificada y que se suelen englobar bajo el rubro de la ética aplicada. En 
este uso, el término «ética» conserva el significado pleno que hemos in­
dicado más arriba, puesto que constituyeuna reflexión filosófica desti­
nada a esclarecer al menos los términos en que, en cada caso, se plantea 
el debate en cuestión. De ahí que hayamos elegido para este volumen un 
título, Cuestiones morales, que expresa sin ambages que se trata de cues­
tiones abiertas, sometidas hoy en día a intensa discusión. 
11. LOS TEMAS DEL PRESENTE VOLUMEN 
En la primera sección he agrupado aquellos temas que, por su dimen­
sión, constituyen el marco conceptual dentro del que discurre la dis­
cusión actual. En efecto, como resalta C. Thiebaut, la confrontación 
entre concepciones éticas universalistas, de raigambre racionalista y 
kantiana, y concepciones neoaristotélicas, volcadas hacia el sujeto mo­
ral, su pertenencia cultural y su estructura motivacional, constituye un 
entrecruzamiento de perspectivas, cuyos puntos de disidencia y de con­
tacto hacen posible, como en algunos cuadros de la época cubista clási­
ca, fusionar en un mismo espacio visual dos dimensiones heterógeneas 
pero complementarias. En el mismo tono, la contribución de G. Vilar 
muestra de qué manera, casi paradójica, las nociones antinómicas de 
«autonomía» y de «buena vida» se solicitan una a la otra y tienden, a 
veces a contrapelo de las propias tendencias filosóficas que las sostie-
5. Platón, 1958, 1 352d 5-6. La diferencia entre el rango de respuestas de esta pregunta y la de 
la moderna moralidad ha sido expuesta por Irwin, 1977,249-251. Williams, 1985, cap. 1, ha inten­
tado luego, sobre la base de esta diferencia, cuestionar la corrección del planteo moderno de la mora­
lidad. Sin embargo, el ámbito más restrictivo de la moralidad frente al más extenso de la ética no con­
duce necesariamente a una oposición entre ambas (cf. Almas, 1992,329-331). 
14 
INTRODUCCiÓN: VIDA MORAL, ÉTICA Y ÉTICA APLICADA 
nen, a una síntesis de ambas. F. Salmerón, por último, aborda el deba­
te que de uno u otro modo está implícito en la contraposición entre 
conceptos de raigambre universalista, como el de «igualdad», y aque­
llos otros de raigambre particularista, como el de «identidad cultural». 
La segunda sección comprende dos contribuciones, de M. Herrera 
y de O. Hansberg, que abordan sendos temas actualmente muy debati­
dos: el papel de la razón y de las emociones en la configuración del jue­
go moral, tanto desde el punto de vista de la constitución de las reglas 
que lo componen -racionalidad- como de la correspondiente reac­
ción subjetiva de los actores que comparten estructuras motivacionales 
análogas -emociones-o 
En la tercera sección se reúnen las contribuciones que giran en tor­
no a tres cuestiones sin duda centrales de la vida social: la relación en­
tre sociedad y poder público, la consideración del status moral de la 
mujer en la sociedad contemporánea, y la relación entre ética y reli­
gión. Tanto la contribución de P. Dieterlen como la de C. Amorós 
plantean, en última instancia, una cuestión que está en el meollo de la 
sociedad contemporánea: las relaciones asimétricas entre los ciudada­
nos y el poder público, por una parte, y entre los ciudadanos de distin­
to sexo entre sí, por la otra. 
La cuarta sección, por último, que comprende casi la misma cantidad 
de artículos que las tres anteriores, está dedicada a una temática cuya im­
portancia en el mundo actual merece una exposición más detallada. 
1II. EL CONCEPTO DE «ÉTICA APLICADA» 
No ha sido sin controversias que la denominación de «ética aplicada» 
se ha ido imponiendo en la jerga filosófica actual. En primer lugar, el 
atributo «aplicada» parece ser redundante con respecto a la noción ya 
expresada por el sustantivo, pues, como desde el comienzo mismo afir­
maba Aristóteles, no reflexionamos sobre las cuestiones éticas por mera 
curiosidad teórica, sino para poder actuar en consecuencia. En segundo 
lugar, el término «aplicada» parece establecer un paralelismo directo 
entre las teorías éticas y las teorías científicas: de la misma manera que 
éstas consisten en grandes construcciones hipotéticas que requieren ser 
convalidadas empíricamente y, posteriormente, aplicadas a todas las 
instancias isomorfas sin excepción, así también las teorías éticas se pre­
sentarían como grandes especulaciones teóricas, lógicamente estructu­
radas, a partir de las cuales se deducirían sus aplicaciones a los casos 
particulares6• Por último, la diversidad del material empírico del que 
trata es tan grande que difícilmente pueda considerársela una disciplina 
única: de hecho, el tratamiento de cuestiones tan distantes como los 
6. Cf. Hare, 1988, 78 ss.; en contra de este modo de considerar la ética aplicada, d. Hoffmas­
ter, 1991,213-234. 
15 
OSVALDO GUARIGLIA 
problemas que emergen de la práctica biomédica, por un lado, de la 
transformación del medio ambiente o de la regulación de las prácticas 
empresariales, por el otro, exige tanto una competencia experta imposi­
ble de reunir cuanto un dominio de métodos sumamente diversos, muy 
difícil de alcanzar. 
En términos generales, se han conformado tres posiciones alternativas 
en relación con la viabilidad de una «ética aplicada». En efecto, es posible 
sostener tres puntos de vista distintos sobre la cuestión de la existencia de 
una disciplina unitaria que cubra ese ancho campo: 1) que es imposible 
que una misma disciplina teórica pueda extenderse sobre una diversidad 
tan grande de problemas como los que ofrece cotidianamente la realidad 
concreta7; 2) que se debe distinguir entre el nivel teórico, que es general y 
consta de unos pocos principios y de reglas de inferencia a partir de ellos, 
por un lado, y la especificidad de los casos a los que estos principios se 
aplican, por el otro, especificidad que requiere una tarea adicional de des­
cripción y tipificación para lo cual es necesario contar con la ayuda del 
experto en cada campo del conocimient08; y 3) que se debe renunciar a 
construir a priori una teoría ética universal que englobe la multiplicidad 
de las situaciones empíricas, y, en cambio, se debe ir desarrollando, me­
diante el estudio de cada caso y valiéndose de un tipo de razonamiento 
práctico que amplíe a través de la analogía su campo de aplicación, una 
casuística que servirá luego como jurisprudencia para la resolución de 
nuevos casos9• Por cierto, existe una cierta relación entre cada una de es­
tas posiciones y una determinada concepción filosófica de la moral en ge­
neral: el punto de vista correspondiente al) proviene de una actitud anti­
cognitivista, para la cual el fenómeno moral se da básicamente en el 
plano de las emociones; el punto de vista caracterizado por 2) se apoya 
en una concepción cognitivista, racionalista y universalista en ética; por 
último, el expuesto como 3) está a medio camino entre los dos primeros, 
ya que pretende renovar una ética como la aristotélica, que, atribuyendo 
un papel decisivo al razonamiento moral, rechaza, sin embargo, su carác­
ter deductivo a partir de principios más universales. Como podrá apre­
ciar el lector de la sección cuarta, los autores reunidos en ella exponen 
con diversos matices alguna de estas posiciones básicas. 
IV. LOS TEMAS DE LA ÉTICA APLICADA 
Tan importante como las diferencias metodológicas en el tratamiento 
de las cuestiones es el contenido de estas últimas, cuya variedad y difi-
7. Por ejemplo, Baier, 1988,25-49. 
8. Ésta es, en términos generales, la posición de Hare, 1988, 71-83; Y 1992, 25-29, Y la de 
Gert, 1992, 5-24. 
9. Tal es la concepción desarrollada por .lonsen y TOlllmin, 1988, 304-332. Para una discusión 
de las distintas perspectivas, d. Bertomell, 1992,353-364. 
16 
INTRODUCCiÓN: VIDA MORAL, ÉTICA Y ÉTICA APLICADA 
cultad es enorme. En el presente volumen hemos hecho una selección 
de aquellos temas que, a juicio del coordinador, son los más represen­
tativos de las diferentes áreas temáticas. Tal selección, por cierto, está 
lejos de ser exhaustiva. 
A. Domenech expone detalladamente una discusión en una rama 
de la economía que en época reciente se ha tornado el escenario de un 
debate entreposiciones teóricas abiertamente comprometidas con con­
cepciones éticas opuestas. En su exhaustivo análisis, Domenech nos 
muestra de qué manera las propuestas normativas del utilitarismo, de 
J. Rawls, R. Dworkin o del neoaristotelismo de A. Sen inciden directa­
mente en la formulación del marco teórico para una economía del bie­
nestar. 
M. J. Bertomeu expone a continuación otra área que a partir de la 
década de los setenta se ha convertido en el centro de una controversia 
tan agitada como compleja: los problemas éticos relacionados con la cri­
sis ecológica. En el tratamiento de estos problemas, que ponen a prueba 
la capacidad e imaginación de los filósofos para extender a nuevos enig­
mas los métodos elaborados para aquellos propiamente humanos, se 
vuelven a enfrentar corrientes y posiciones que involucran temas ya vis­
tos anteriormente desde otros ángulos: utilitarismo versus deontologis­
mo; derechos versus ideales de la buena vida, etc. 
M. Valdés y M.D. Farrell abordan a continuación dos problemas 
canónicos de la ética aplicada: «aborto» y «eutanasia». Ambas exposi­
ciones, debidas, respectivamente, a una filósofa y a un filósofo que se 
habían expresado previamente en sendos trabajos sobre los problemas 
que ahora tratan, constituyen dos ejemplos de cómo es posible aunar 
en cuestiones morales tan arduas una visión al mismo tiempo imparcial 
y comprometida. 
Los dos últimos trabajos, escritos por dos especialistas españoles, 
están dedicados a la rama más expandida de la ética aplicada: la ética 
médica o bioética. D. Gracia, médico y filósofo de amplia labor en el 
campo, hace un preciso relevamiento de la historia y de los problemas 
más importantes que han concentrado la atención, conjunta o separada, 
de médicos y filósofos. A. Cortina nos presenta, a su vez, desde la pers­
pectiva de la filosofía, la contribución que ésta puede hacer en la delimi­
tación y en la definición de los objetivos y de los procedimientos para 
los comités de ética. 
V. CONCLUSIÓN 
Como señalé al final del punto 1, el título elegido para este volumen, 
Cuestiones morales, se propone dejar establecido desde el comienzo 
que se trata de problemas sumamente controvertidos, abiertos a distin­
tos enfoques y pasibles de interpretaciones contrapuestas. Dada la ex­
tensión y lél diversidad de temas que se abarcan, puede surgir el inte-
17 
OSVALDO GUARIGLIA 
rrogante de si efectivamente continuamos estando aún en presencia de 
una misma disciplina. Como indiqué en los parágrafos anteriores, no 
es probable que este interrogante sea respondido de manera unívoca 
por los filósofos y filósofas de corrientes distintas, de los que el presen­
te volumen reúne un distinguido grupo, representativo del mundo filo­
sófico-práctico iberoamericano. Las inclinaciones de quien ha coordi­
nado este volumen se recuestan hacia el lado de quienes postulan la 
unidad de la disciplina, basada no tanto sobre el parentesco de los te­
mas sino más bien en la apelación a un mismo procedimiento, racional 
y argumentativo, sin presuponer, empero, ningún fin utópico prematu­
ramente inscripto en las reglas del juego. Pero soy consciente de que no 
todos los participantes del volumen comparten estas querencias, de 
modo que no respondo por ellos sino solamente por mí. 
BIBLIOGRAFÍA 
Annas, J. (1992), «Ethics and Morality», en L. C. Becker y Ch. Becker (eds.), 
Encyclopedia of Ethics, 2 vols., Garland, New York-London. 
Aristóteles (1894), Ethica Nicomachea, I. Bywater (ed.), Clarendon, Oxford. 
Aristóteles (1981), Ética a Nicómaco, I. Bywater (ed.), M. Araujo y J. Marías 
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Baier, A. (1988), «Theory and Reflective Practices», en D. Rosenthal y F. She­
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19 
1 
PROBLEMAS DE LA VIDA MORAL 
SUJETO MORAL Y VIRTUD EN LA ÉTICA DISCURSIVA 
Carlos Thiebaut 
¿POR QUÉ SON LAS VIRTUDES 
UN PROBLEMA PARA LA ÉTICA CONTEMPORÁNEA? 
La idea de virtud es central a la hora de establecer un programa norma­
tivo en la ética y, por ello, ha ocupado un lugar central en las propues­
tas filosóficas sobre qué modo de vida es deseable para los hombres en 
una sociedad determinada. Por una parte, esa idea recoge la carga de 
los planteamientos y estrategias teóricas de las diversas teorías éticas y, 
por otra, parece apuntar a las formas concretas como los hombres de­
biéramos comportarnos. Así, por ejemplo, e! tratamiento clásico de las 
virtudes de las Éticas o la Retórica aristotélicas vincula, con tal objeti­
vo, todo el conjunto de supuestosfilosóficos que el programa de Aristó­
teles conllevaba con la propuesta específica de determinados tipos de 
comportamientos que se comprendían como moralmente deseables y 
que se configuran en imágenes y en modelos de conducta. Esa centrali­
dad de la perspectiva normativa, codificada posteriormente en distintas 
imágenes y en códigos, ha mantenido una cierta continuidad en la his­
toria, al menos por lo que a determinados lemas se refiere. En efecto, la 
prudencia, la magnanimidad, la justicia o el coraje, son ideales morales 
que han ido más allá de! momento clásico y, desde e! Renacimiento, en­
traron en la Edad Moderna con un fuerte peso en los planteamientos 
moralistas. Pero esa continuidad aparente encubre mayores rupturas. 
En primer lugar, porque la imagen de un comportamiento moralmente 
deseable o loable está fuertemente determinada por el contexto históri­
co y cultural, y la continuidad de los lemas a los que nos hemos referido 
encubre importantes cambios de la semántica moral, tal como ha podi­
do poner de relieve la historia de los conceptos. Pero, en segundo lugar, 
y por lo que a la historia de la filosofía moral respecta, la ética moderna 
-por antonomasia, ahora, la kantiana- ha comprendido su tarea, sus 
23 
CARLOS THIEBAUT 
problemas y su programa en clara diferencia con las propuestas mora­
listas antes mencionadas. No siempre ha sido así el caso, como otros 
ejemplos ilustrados pueden mostrar con claridad, pero no cabe duda de 
que el proyecto filosófico de reflexión sobre la estructura de la razón 
práctica kantiana, proyecto que se ha prolongado en la filosofía con­
temporánea en diversidad de pujantes direcciones, se concebía, ante 
todo, como una reflexión alejada de aquella discusión normativa sobre 
el bien que caracterizó a la filosofía clásica. La historia de la filosofía 
moral muestra, de esa manera, un hiato crucial entre la centralidad de 
la idea de virtud y de bien y la articulación racional de lo que se ha de­
nominado «el punto de vista moral». La modernidad filosófica se ha 
definido, así, en términos de lo que se ha llamado un cambio de para­
digma desde una «ética de bienes» (como sería la ética clásica) a una 
«ética de deberes» (como lo sería la moderna), y lo ha hecho al bascular 
sus acentos desde la idea de virtud y felicidad a la de deber y punto de 
vista mora[1. Con un cambio tan crucial -por el que Aristóteles y Kant 
se convertirían, respectivamente, en emblemas de esos dos continentes 
de la filosofía práctica en los que la historia de la ética parece dividi­
da- el proyecto moderno en ética parecía distanciarse de las reflexio­
nes morales que pronto aparecieron más vinculadas a otras prácticas 
culturales, como la literatura y el arte en general o, posteriormente, 
como las ciencias de las costumbres, que están en la base de muchos 
planteamientos de las ciencias sociales contemporáneas. 
Pero tal segregación entre el proyecto de fundamentación y articu­
lación de la razón práctica y las reflexiones normativas concretas no 
conllevó, no obstante, que la ética perdiera el objetivo de proponer 
normas o principios; más bien, y en coherencia con las líneas progra­
máticas del criticismo, tales normas y principios se contemplaron desde 
la reflexión sobre sus condiciones de validez, y las reflexiones de la filo­
sofía práctica bascularon hacia la fundamentación formal del derecho 
y, por decirlo en kantiano, hacia una nueva metafísica de las costum­
bres en la que pervive la idea de virtud, aunque ya bajo la forma de una 
reflexión formal sobre las disposiciones del comportamiento moral. 
Las polémicas filosóficas de los últimos años han vuelto a poner en 
primer plano todo un conjunto de críticas cruzadas entre quienes, desde 
el neoaristotelismo, consideran que la formalidad del punto de vista mo­
ral que acarrean los planteamientos elaborados en la estela de Kant, 
deja a nuestra moral concreta huérfana de fuerza filosófica y a nuestra 
filosofía moral ayuna de dimensión normativa y aquellos otros que, des­
de la reformulación del proyecto moderno, consideran que aquéllos 
quedan por debajo de la complejidad discursiva de la modernidad y, por 
1. Wil1iam Frankena, entre otros, ha propuesto ese contraste de teorías éticas en diversos arrí­
culos, contraste que algunos pensadores neoaristotélicos han desarrollado. Sobre Frankena d. 
Brandt, 1981. Puede hallarse un panorama de algunas discusiones recientes de la filosofía analítica al 
respecto en Mauri, 1991. 
24 
SUJETO MORAL Y VIRTUD EN LA ÉTICA DISCURSIVA 
decirlo con Jürgen Habermas, reinciden en la metafísica en vez de abor­
dar un programa postmetafísico. 
El presente trabajo, que se sitúa en ese horizonte de discusiones con­
temporáneas, quiere intentar una relectura desde la filosofía contempo­
ránea de la noción de virtud y pretende apuntar, por lo tanto, a la idea 
de que los dos continentes éticos mencionados, el aristotélico y el kan­
tiano, tienen puntos de contacto que, con frecuencia, se le han escapado 
a la historia canónica del pensamiento moral, historia que por más de 
un motivo parece urgente repensar. Comenzará con las discusiones de 
los neoaristotelismos contemporáneos a las más recientes formulaciones 
del proyecto de ontológico de raíces kantianas, para mostrar la insufi­
ciencia de determinados supuestos de esas críticas. En una perspectiva 
ya reconstructiva, propondrá, a continuación, una relectura de la analí­
tica de la virtud aristotélica y concluirá, por último, con una propuesta 
de comprensión de la idea de virtud en el marco de una ética discursiva 
como es la propuesta por Jürgen Habermas. Las virtudes, que se com­
prendieron en el pensamiento clásico como aquellas disposiciones sub­
jetivas que se les requieren a los ciudadanos, y que se modulaban en 
propuestas de disposiciones y comportamientos que operaban como 
imágenes sociales de lo moralmente relevante y loable, podrían com­
prenderse, desde esta perspectiva contemporánea, como aquellas dispo­
siciones básicas que se les suponen, por una parte, y se les requieren, 
por otra, a los sujetos morales -cuyo punto de vista ético es, en actitu­
des de primera persona, autónomo y reflexivo- en los discursos prácti­
cos2• Estos discursos prácticos tienen, en el contexto en que aquí nos re­
ferimos a ellos, el sentido de ser aquellas interaccciones reflexivas en las 
que individuos concretos participan para definir intersubjetivamente 
sus valores, sus normas, y en las que esos valores y normas pueden ser 
justificados, criticados y modificados. Tales interacciones y discursos 
requieren de los sujetos que en ellos participan una actitud reflexiva, 
que se concreta en la aportación de las razones que ellos consideran vá­
lidas para justificar sus comportamientos y fines y en la actitud hipotéti­
ca que los sujetos han de mantener para tal fin, actitud que viene reque­
rida por su disposición a aceptar la fuerza del mejor argumento a la 
hora de valorar un comportamiento o una norma de actuación posible. 
Si en el pensamiento clásico la fuerza motivacional del comportamiento 
moral vendría dada en una tendencia deliberativa de la naturaleza 
humana (como se señala con la noción aristotélica de boulesis), en la 
propuesta contemporánea que discutiremos pasan a primer plano los 
rasgos más deliberativos de esa tendencia, bajo la forma de la fuerza de 
una motivación racional que aceptan los sujetos que someten a discurso 
sus principios y normas sociales. Así, para entrar en tales discursos y 
2. También Adela Cortina, en una línea algo distinta a la que aquí plantearemos, ha sugerido 
una reapropiación de algunos elementos teleológicos del tratamiento clásico en un marco kantiano y 
dialógico. Cf. Cortina, 1990,219-238. 
25 
CARLOS THIEBAUT 
para poderlos llevar a cabo con éxito, los individuos no sólo habrán de 
cumplir los requisitos formales de la interacción -requisitos que la éti­
ca del discurso ha centrado en la simetría, la reflexividad y la imparcia­
lidad- sino también, se argumentará,habrán de concebirse como pose­
edores, aunque sea de manera potencial, de determinadas disposiciones 
morales básicas, disposiciones que desarrollarán, y tal vez modificarán, 
en el proceso de su interacción discursiva. 
Aunque la temática de las virtudes ha estado en gran medida ausen­
te en los desarrollos de la ética discursiva, se querrá sugerir aquí que la 
complementación apuntada no es sólo posible, sino también convenien­
te. La relación entre la perspectiva del punto de vista moral y los com­
portamientos morales concretos ha sido considerada más bien como un 
problema de aplicación dentro de la ética discursiva. Pero la fuerza mo­
tivacional de las mejores razones, que es central dentro de su programa, 
requiere de los sujetos una actitud moral determinada -la de la impar­
cialidad, como veremos- y ésta presupone, a su vez, determinadas dis­
posiciones en los sujetos. Sin el análisis de esas disposiciones, la ética 
discursiva puede aparecer sólo como una reconstrucción de la lógica de 
la moralidad cuando, de hecho, su alcance es mayor, pues apunta tam­
bién a explicar de qué manera se articula la perspectiva ética en la mo­
dernidad y, consiguientemente, a determinar las consecuencias normati­
vas que cabe, o que no cabe, articular desde ella. 
Tal propuesta de integración -y de reinterpretación- de la idea 
de virtud en la perspectiva de la ética discursiva no ha sido, no obs­
tante, algo obvio, dada la raíz explícitamente kantiana de esa ética y, 
con frecuencia, ha sido objeto de no pequeños problemas para la mis­
ma. Por decirlo abreviadamente, si la idea de virtud del pensamiento 
ético clásico supone una cierta prioridad, temporal o lógica, de la mo­
ralidad de los sujetos frente a los criterios racionales que esos sujetos 
habrán de emplear a la hora de dar cuenta de aquella moralidad, tal 
prioridad chocaría frontalmente con la inversa prioridad que la moder­
nidad le asigna a la racionalidad, racionalidad que se comprende, más 
bien y por el contrario, como el criterio definidor de la manera en que 
los individuos nos referimos al mundo, a nuestras relaciones con otros 
hombres y a nosotros mismos. Esta racionalidad, que la filosofía ha­
bermasiana entiende como racionalidad comunicativa, determinará, 
por lo tanto -y siguiendo el programa kantiano- qué sea el punto de 
vista moral mismo y, consiguientemente, cómo hemos de comprender­
nos como sujetos éticos. Se querrá argumentar aquí que esta bipolari­
dad -la prioridad clásica de lo moral o la inversa prioridad moderna 
de la razón a la hora de comprender qué es la perspectiva ética- pue­
de encontrar una vía de articulación si la racionalidad de ese punto de 
vista moral se entiende como condición de posibilidad ya siempre su­
puesta y, en su defecto, como condición que le es requerida y que pue­
de ser aprendida en el desarrollo de la interacción y el discurso mora­
les. Se sugerirá, por lo tanto, que esta comprensión de la racionalidad 
26 
SUJETO MORAL Y VIRTUD EN LA ÉTICA DISCURSIVA 
moral en términos de una disposición ejercida por parte de los sujetos 
en su perspectiva de imparcialidad, hace posible una manera de inter­
pretar aquel universalismo moral, que es la clave desde la cual las éti­
cas modernas se han comprendido a sí mismas. Así las cosas, el trata­
miento de la noción de virtud y su recuperación podrían aparecer, por 
lo tanto, como problemáticos y necesitados de aclaración para la ética 
discursiva contemporánea, pero no ya en la línea de las posiciones crí­
ticas del neoaristotelismo ni desde la tajante división entre el continen­
te aristotélico y el kantiano que tales críticas dan por bueno. En efecto, 
y frente a tales críticas, lo que estará en discusión no será ya la priori­
dad de una concepción normativa del bien dada, en oposición al punto 
de vista moral, sino de qué manera este punto de vista incorpora y de­
termina la forma en que los individuos comprendemos los fines de 
nuestras acciones morales y los principios y criterios que en ellas em­
pleamos3• 
¿VIRTUD FRENTE A DEBER? LA REVISIÓN NEOARISTOTÉLICA 
Ya en la crítica romántica y hegeliana a la ilustración puede hallarse un 
primer conglomerado filosófico de posiciones críticas a la propuesta 
ilustrada kantiana, que quiso hallar la clave de qué sea lo moral en la 
motivación racional del cumplimiento por deber de determinados prin­
cipios. Según esas críticas, tal definición racionalista y subjetiva de la 
perspectiva ética incurre en un formalismo vacío e impotente para com­
prender los problemas morales de las sociedades históricamente dadas: 
los sujetos -se argumentaba- no pueden coherentemente definir des­
de sí mismos y en el fuero interno de su mera conciencia y de su pura 
intención esa perspectiva ética, pues ésta debe siempre hallarse inmersa 
en los contextos materiales de las morales y las instituciones sociales 
concretas en las que los hombres se constituyen, precisamente, como 
sujetos. 
Esa crítica es, precisamente, la que se ha reiterado en la filosofía 
contemporánea de la mano de las revisiones neoaristotélicas al progra­
ma ético de la modernidad. Alasdair MacIntyré y Bernard Williamss, 
entre otros, se han enfrentado a las renovaciones de las tradiciones kan­
tianas modernas (vía neocontractualismo -como el de J. Rawls- o vía 
3. Me parece oportuno señalar que otros planteamientos de la ética moderna, como el neocon­
tractualismo de John Rawls, abogan por una inclusión o recuperación de la noción de virtud, bien 
que directamente como sentimel1ts, es decir, sentidos -no sentimientos- o disposiciones de segundo 
orden, que configuran «sentidos» morales y, seilaladamente, el «sentido de la justicia». Cf. Rawls, 
1972,436 s. 
4. Maclntyre, 1988a. He analizado con más detenimiento las posiciones neoaristotélicas con­
temporáneas en Thiebaut, 1988 y 1992, textos a los que me remito para una exposición más detalla­
da de las mismas. 
5. Williams, 1985. 
27 
CARLOS THIEBAUT 
éticas dialógicas -como las de J. Habermas y K.O. Apel-) argumen­
tando, en suma, que la sola consideración del punto de vista ético como 
un procedimiento, contractualista o discursivo, para la justificación de 
normas o de principios, es insuficiente para comprender la dimensión 
moral misma. Desde esa perspectiva crítica cabría aceptar que los pro­
cedimentalismos mencionados pueden dar cuenta adecuada de la im­
pronta racional del deber moral, pues todos aquellos que racionalmente 
acordaran la justeza de una norma o de un principio no pueden no dar 
su sanción racional a la obligatoriedad de la misma en términos éticos; 
pero, y según los críticos neoaristotélicos, esos procedimentalismos ha­
brían estilizado y desvirtuado hasta tal punto el punto de vista moral, 
que éste se habría tornado vacío e inconsistente. Pero esa crítica de for­
malismo y vaciedad a las éticas dialógicas y procedimentales opera tam­
bién sobre un núcleo filosófico más fuerte: las posiciones neoaristotéli­
cas señalan que las éticas del deber desconocen la relación entre la 
acción moral y sus fines y, por lo tanto, y al reducir a lo racional y al 
deber toda la trama de la motivación moral, desconocen también la 
complejidad material de los factores motivacionales, factores que son 
cruciales para comprender adecuadamente la dimensión moral de nues­
tros actos. Se argumenta, aSÍ, que las éticas del deber han acentuado 
hasta tal extremo las dimensiones deontológicas de la motivación prác­
tica -dimensiones que se han concretado en la noción de autonomía 
ética- que se ven forzadas a relegar a un plano secundario todos los 
elementos teleológicos que constituyen la acción moral, elementos que 
critican y rechazan como heterónomos. La crítica kantiana a la hete­
ronomía de las éticas eudaimónicas, o de la felicidad, segrega, así, del 
campo estrictamente ético, a toda consideración de los fines que persi­
guen o deberían aspirar a perseguir los hombres. Y es precisamente en 
el ámbito de los fines donde habría que situar, según los críticos neoa­
ristotélicos,no sólo la discusión de la filosofía moral, sino también la 
vida moral de los hombres. 
Así pues, las éticas ilustradas y kantianas acentuarían los elementos 
de autonomía, de reflexividad del sujeto con respecto a sus fines, y de 
motivación racional -pues los fines dados deben ser sometidos al tri­
bunal de la razón práctica para ser evaluados y aceptados o critica­
dos-, las éticas neoaristotélicas contraargumentarán que sólo la con­
sideración de esos mismos fines puede dar sentido ético a la acción de 
los hombres. Pero ¿cómo y en base a qué criterios podemos acudir a 
esa discusión sobre los fines? Los fines mencionados se entienden, si­
guiendo una estricta definición aristotélica, como bienes y, en concre­
to, como aquellos bienes que serían deseables por parte de los sujetos. 
Los criterios que definen tal deseabilidad pueden proceder de fuentes 
diversas. 
En la discusión contemporánea se pueden perfilar en los plantea­
mientos de raigambre neoaristotélica dos diferentes fuentes de tales fi­
nes. Una primera propuesta señalaría que podemos acudir al análisis de 
28 
SUJETO MORAL Y VIRTUD EN LA ÉTICA DISCURSIVA 
las capacidades básicas que parecen requerirse para una vida humana 
deseable, como hace Martha Nussbaum, y que cabe establecer una 
suerte de antropología moral de criterios mínimos indispensables que 
definen, incluso en términos transculturales, qué puede ser una vida de­
seable para los hombres6• Cuando se habla de capacidades básicas se 
apunta a las condiciones mínimas atribuibles a los hombres como suje­
tos que realizan acciones, no al contenido o a las finalidades concretas 
de tales acciones. No se trataría, por lo tanto, de definir directamente 
qué bienes primarios pueden ser deseables, sino de acordar una lista de 
las capacidades que, como preferencias de segundo orden, hacen desea­
ble tales o cuales bienes, cuya diferente evaluación y determinación es­
tará sometida a variaciones culturales o a otras contingencias. Esas ca­
pacidades básicas, cuya variabilidad cultural -argumenta Nussbaum­
es menor de lo que podríamos pensar, concuerdan en un retrato de los 
mínimos humanos: refieren no sólo a la capacidad de poder disfrutar y 
poseer bienes básicos (vivienda, etc.), sino también a la capacidad de 
disponer de determinadas capacidades de autorrealización personal (co­
mo la capacidad de poder elegir y proseguir un modelo de vida) que 
apuntan a disposiciones morales en sentido estricto. Según Nussbaum, 
cabe hacer un retrato de perfiles aristotélicos de esas capacidades que se 
les han de suponer a los individuos, acercándose con ello en parte a la 
idea de derechos humanos, derechos que encontrarían en esta teoriza­
ción una base, al menos, aristotelizante. 
Una segunda estrategia teórica para definir los criterios que definirí­
an la deseabilidad de los fines prácticos es la de acudir, en un grado 
aparentemente menor de abstracción -abstracción que esta segunda 
estrategia siempre consideraría peligrosa por el grado de adelgazamien­
to al que podría verse sometida nuestra estofa moral-, a los contextos 
prácticos de definición moral, a las tradiciones que definen, en las diver­
sas culturas, qué comportamientos son aceptables y cuáles no lo son. Se 
nos argumenta, así, que en términos filosóficos deberíamos acudir a 
aquellas tradiciones teóricas que han puesto de relieve la conexión entre 
la acción moral, los fines de esa acción y el conjunto de prácticas socia­
les que, configuradas en tradiciones, insertan esos fines como productos 
de esas prácticas. Esta segunda posición, que es la mantenida por Mac­
Intyre7 al proponernos la mayor potencia de la tradición aristotélico­
tomista, desconfiaría, por una parte, del elemento transcultural que la 
anterior posibilidad ofrecía, así como de su grado de abstracción, y re­
clamaría, por otra, la recuperación de los elementos normativos y sus­
tantivos que determinan, en una tradición moral dada, cuáles son los 
bienes que deben ser deseados y que han sido decantados del conjunto 
de prácticas y de discusiones en las que las sociedades han ido definien-
6. Cf., entre otros, Nussbaum, ] 988 Y 1990a. Un trabajo resumen de las posiciones de Nuss­
baum y de A. Sen al respecto puede hallarse en Crocker, 1992. 
7. Cf. MacIntyre, 1988b y 1990. 
29 
CARLOS THIEBAUT 
do su identidad moral. La cercanía de MacIntyre a los planteamientos 
comunitaristas actuales -cercanía que no se daría en las propuestas an­
teriormente señaladas de Nussbaum- se expresa, pues, en la prioridad 
de la comunidad y de la tradición morales sobre los sujetos morales, y 
en el consiguiente rechazo de la idea de que éstos son anteriores a sus fi­
nes y de que poseen, por lo tanto, la capacidad de elegir entre fines di­
versos y de evaluarlos con distancia crítica. Esa concepción del sujeto 
moral, una concepción que va de suyo desde la perspectiva autonomista 
de las éticas kantianas, sería para Maclntyre una dañina concepción 
asociada a los elementos individualistas más disolventes de la comuni­
dad y de la tradición morales, y una razón crucial de los callejones sin 
salida de las contemporáneas sociedades liberales, que han heredado 
institucionalmente el rechazo ilustrado a la prioridad de esas prácticas 
institucionalizadas del bien que son las virtudes. 
La oposición entre las éticas ilustradas y las éticas neoaristotélicas 
puede resumirse, pues, y a los efectos que aquí nos ocupan, en dos ideas: 
a) Respecto a la definición de los sujetos morales: mientras las éti­
cas ilustradas ubican la definición del punto de vista ético en la auto­
nomía de los sujetos, que poseen una prioridad con respecto a sus fi­
nes, fines ante los cuales esos sujetos poseen una actitud reflexiva, las 
éticas neoaristotélicas entenderían esos fines como determinantes del 
punto de vista moral. 
b) Respecto a los contenidos de las acciones morales: mientras las 
éticas ilustradas segregarían el punto de vista ético de las posibles y plu­
rales concepciones del bien que operan en sociedades complejas y diver­
sas como las modernas, las éticas neoaristotélicas darían prioridad a los 
contextos comunales de definición del bien al señalar qué comporta­
mientos son deseables en tanto virtudes. 
Se trata, pues, de la prioridad del sujeto autónomo -en el caso de 
las éticas ilustradas- o, por el contrario, de la prioridad de la comuni­
dad moral -en el caso de las éticas neoaristotélicas-. Pero esa oposi­
ción entre sujeto moral y comunidad como clave de las diferencias que 
existen entre las éticas del deber y las de la virtud, puede no ser tan clara 
como los críticos actuales al programa ilustrado se esfuerzan por mos­
trar, y ello por las siguientes dos razones. En primer lugar, la prioridad 
ética del sujeto con respecto a sus fines, tal como viene definida por las 
éticas ilustradas, no tiene por qué desconocer la importancia de esos fi­
nes, sino sólo señala que, a diferencia de las éticas clásicas, las éticas mo­
dernas acentúan la reflexividad del sujeto con respecto a ellos, es decir, 
hacen al individuo capaz de elegir entre sistemas de fines diversos y le re­
conocen capaz de definir su propia vida. De ahí nace su acento sobre los 
derechos del individuo como elemento básico del orden social. Pero, cier­
tamente, ni tal reflexividad de los sujetos ni tales derechos del individuo 
operan en el aire: su sustento en las ideas de libertad, solidaridad, igual­
dad y dignidad de los individuos no hacen al sujeto proclive o susceptible 
30 
SUJETO MORAL Y VIRTUD EN LA ÉTICA DISCURSIVA 
a cualquier fin, aunque le reconozcan la capacidad de errar al evaluarlos 
o elegirlos. Por consiguiente, la formalidad que se le critica al punto de 
vista ético de las éticas ilustradas es, más bien, el reverso de la propuesta 
positiva de esas éticas, propuesta que se centra en la autonomía y la refle­
xividad de los sujetos con respecto a sistemas de fines dados. Estas dos 
características de autenticidad y de reflexividad estaban ya presentes de 
alguna maneraen el análisis aristotélico de la idea de virtud o, en cual­
quier caso, pueden ser proyectadas sin demasiada violencia teórica y con 
buenos resultados sobre el análisis clásico, como intentaremos señalar. 
En segundo lugar, cabe pensar que la oposición entre las éticas del 
deber y las de la virtud no es tan clara como aparenta porque, como las 
diferencias entre el análisis de Martha Nussbaum y el del mismo Ma­
cIntyre dejan ver, no es ineludible vincular el reconocimiento de deter­
minadas capacidades básicas como deseables para los sujetos con los 
contextos comunales y tradicionales de definición del bien, que se con­
cretarían en determinadas ideas de las virtudes. Es decir, no todo reco­
nocimiento de la importancia de la dimensión moral de las capacidades 
-y, cabría añadir, de las disposiciones prácticas de los sujetos- debe 
vincularse a la noción de tradición, y esta noción misma no tendría por 
qué entenderse, tampoco, como un dato bruto de partida ligado a una 
comunidad moral dada y no susceptible de una asunción reflexiva por 
parte de los individuos que viven en sociedad. La sugerencia que cabe 
plantear es, pues, que ni la noción de virtud ni la de tradición que ope­
ran en MacIntyre han de ser tomadas con el grado de irreflexividad o 
de contra-modernidad que él mismo parece suponerle al enfrentarlas 
con las nociones centrales de las éticas ilustradas; irreflexividad y con­
tra-modernidad que algunos de sus análisis incluso niegan, de hecho, a 
la hora de presentar la idea de tradición como centro de un programa 
filosófico y moral. En concreto, la perspectiva de un cosmopolitismo 
ético, que ubica en términos de la totalidad de la especie que comparte 
la vida en la tierra aquella reflexividad, autonomía y dignidad de los in­
dividuos, es la respuesta ilustrada a la definición contextual-particu­
larista de la moral: vivimos ya en una sociedad compleja en la que se 
entrelazan sistemas de pertenencia diversos, y a la que sólo de manera 
metafórica cabe denominar comunidad moral en el sentido neoaristoté­
lico y comunitarista. Que la noción misma de comunidad moral haya 
adquirido ya carácter reflexivo y cosmopolita es, pues, un rasgo de la 
reflexión ilustrada que hace global, es decir, referido a la especie toda, 
el vínculo ético básico. 
Si estas razones pueden mantenerse, habría que concluir que no son 
concluyentes los argumentos que se esgrimen contra el programa mo­
derno y, más bien, son aquellos críticos neo aristotélicos que proponen 
las nociones de tradición o de comunidad quienes habrían de justificar 
de qué manera puede elevarse un puente por encima de las razones que 
hicieron nacer ese programa moderno. Esas razones, que cabría resumir 
en la necesidad de afrontar normativa mente los procesos de compleji-
31 
CARLOS THIEBAUT 
dad social y de pluralización valorativa de las sociedades contemporá­
neas, han de ser cortocircuitadas o simplemente ignoradas -mostran­
do, por ejemplo, que la modernidad no expresa pluralidad, sino homo­
geneidad- si quieren tomarse como punto de partida para recuperar 
una comprensión más cabal de nuestra estofa moral determinados con­
textos morales y sociales homogéneos. 
Pero aunque la oposición entre autonomía de los sujetos y prioridad 
de las tradiciones de una comunidad moral no deba presentarse con el 
carácter de revisión radical que algunos proponentes de los programas 
neoaristotélicos y comunitaristas quisieran, no puede negarse que las 
éticas ilustradas -y en base a las razones kantianas antes menciona­
das- han sustituido la centralidad de las virtudes por la de la subjetivi­
dad autónoma de los individuos y, al hacerlo, han basculado el acento 
que las éticas clásicas ponían en las prácticas de! bien socialmente reco­
nocidas hacia los motivos y las razones que los sujetos autónomos pue­
den dar a sus comportamientos. Ese cambio de acentos de la comunidad 
a la subjetividad es, tal vez, e! aspecto central de! proyecto moderno; 
pero ese proyecto deberá, a renglón seguido, contestar a todas aquellas 
críticas que, desde los tiempos de! romanticismo, ponen en cuestión su 
autocomprensión como un mero programa formal o procedimental. De­
berá explicar, por lo tanto, de qué manera esa subjetividad moral autó­
noma puede tenérselas con los contenidos morales concretos, con las 
prácticas morales específicas, en las que y con las que los individuos se 
definen éticamente. Tal mediación entre la subjetividad reflexiva moder­
na y su punto de vista ético, por una parte, y los contenidos y contextos 
particulares de la acción, por otra, tiene diversos componentes -como 
los procesos de socialización, los sistemas de institucionalización, las 
formas de argumentación, etc.-, y entre ellos puede ubicarse, en con­
creto, e! conjunto de disposiciones aprendidas por los individuos para 
constituirse reflexivamente como sujetos morales. Se quiere sugerir aquí 
que tales disposiciones cubren el espacio teórico que ocupaba la refle­
xión clásica sobre la virtud. 
Para analizar esa cuestión procederemos en dos pasos. En primer 
lugar, y en el siguiente epígrafe, señalaremos de qué manera podría re­
cuperarse la potencia teórica de la noción aristotélica de virtud, enten­
diéndola como una analítica de la acción moral determinada por las 
ideas de sensibilidad y racionalidad morales, de reflexividad y de pro­
ceso de aprendizaje. En segundo lugar, en el último epígrafe, intentare­
mos una reconstrucción de esos rasgos desde e! programa moderno. 
SENSIBILIDAD, REFLEXIBILlDAD y APRENDIZAJE: 
TRES RASGOS DE LAS VIRTUDES EN LA ÉTICA CLÁSICA 
La investigación que Aristóteles realiza en la Ética Nicomáquea acerca 
de la noción de virtud tiene un carácter analítico que nos puede ayudar 
32 
SUJETO MORAL Y VIRTUD EN LA ÉTICA DISCURSIVA 
en nuestra investigación. No obstante, y frente a esa afirmación, se ha 
dicho con frecuencia que la filosofía moral aristotélica, tal como apare­
ce en las Éticas o en ese pequeño tratado de las virtudes que aparece en 
el libro 1 de la Retórica (1366 a-1366 b), tiene un cierto carácter des­
criptivo. En ese sentido, Aristóteles daría cuenta de las nociones que 
analiza acudiendo a su uso en las expresiones y prácticas acuñadas en 
su cultura. Al igual que Wittgenstein, el valor de los conceptos se satis­
face -práctica, materialmente- en su significado y éste en su uso, en 
la manera en que los hombres los emplean para la vida que viven. Pero 
ese carácter descriptivo del planteamiento aristotélico debe ser comple­
mentado con dos notas ulteriores: su carácter normativo y su ya men­
cionado carácter analítico. Por una parte, y en términos normativos, 
no realizamos esta investigación -nos dice- para saber qué es el bien, 
sino para ser buenos; es decir, la tarea de la ética no es la de describir 
lo que se considera bueno, sino para comprender por qué lo es y favo­
recer el que lo seamos. Por otra parte -y eso es lo que ahora nos inte­
resa- esa comprensión se realizará con una analítica de los factores 
que intervienen en la definición de algo como bueno y virtuoso. No es 
siempre fácil deslindar esos tres aspectos -descriptivos, normativos y 
análiticos- que se conjugan en el tratamiento aristotélico: como vere­
mos, incluso, es una norma en cierto sentido descriptiva -el hombre 
prudente tal como se percibía en la pólis- la que acabará siendo regla 
ejemplar que define analíticamente lo virtuoso. Pero, cabe -al me­
nos- el intento de partir de los rasgos analíticos para encontrar así, 
con un cierto rodeo, en la Ética alguna clave para la discusión contem­
poránea. En efecto, sugeriré aquí que determinada comprensión de la 
tarea analítica de Aristóteles nos deja las manos libres para no tener 
que coincidir con sus descripciones ni con la letra de su programa nor­
mativo. Es quizá obvio señalar que ni esa descripción ni ese programa 
normativo pueden mantenerse sin cambios para una sociedad o para 
unos sujetos que han alterado históricamente sus estructuras de com­
portamiento y sus valores.La restricción aquí practicada a la analítica 
de la virtud circunscribe, por lo tanto, esta reflexión a un problema fi­
losófico, a un tradicional problema de la ética, cuyo alcance a otras es­
feras de investigación requiere de mediaciones discursivas distintas. 
Pero, incluso ese problema filosófico se mantiene dentro de la perspec­
tiva post-metafísica que caracteriza, entre otros, al programa moderno 
habermasiano. En coherencia con ello, la restricción a la analítica de la 
virtud que aquí practicaremos se centrará más en aquellas virtudes que 
Aristóteles denominaba dianoéticas, o de la inteligencia, que en las éti­
cas, o del carácter, y querrá segregar del proyecto global aristotélico 
sus supuestos metafísicos y psicológicos, para comprender los proble­
mas abordados bajo la rúbrica de la virtud aristotélica dentro de un 
marco y de un programa filosóficos ajenos a los del autor clásico. Por 
otra parte, sin embargo, las virtudes del carácter no podrán desapare­
cer de nuestra consideración, pues habrá de entenderse que están vin-
33 
CARLOS THIEBAUT 
culadas a lo que aquí denominaremos la configuración de una determi­
nada sensibilidad moral en los sujetos. 
La definición aristotélica estándar de virtud aparece en el libro II 
de la Ética Nicomáquea (Aristóteles, 1985, 1106 a), donde se señala 
que ya que las virtudes no son pasiones ni facultades -es decir, no son 
aquello que nos sucede en términos de nuestras sensaciones o senti­
mientos, ni tampoco aquello que nos acontece en virtud de lo que po­
demos o no podemos hacer, en virtud de nuestras capacidades-, ha­
brán de ser «modos de ser»8 libremente adquiridos por los sujetos. 
Posteriormente (Aristóteles, 1985, 1106 b y 1107 a) se dirá que tales 
«modos de ser» refieren, a) en primer lugar, a las acciones y a los senti­
mientos de los hombres, a su sensibilidad, b) y vendrían definidos, en 
segundo lugar, por un término medio, el cual, en tercer lugar, c) se 
ejemplificaría según un principio racional, tal como sería empleado por 
el hombre prudente9• En esas definiciones pueden subrayarse los tres 
elementos de sensibilidad, reflexividad y aprendizaje que pueden ser re­
levantes para el análisis de las disposiciones de los individuos en su 
comportamiento moral. 
Pero, señalemos antes que el análisis de la virtud parte de compren­
derla como héxis proairetiké, como modo de ser selectivo, como hábito 
elegido de una manera de preferir, por así decirlo. Cuando Aristóteles 
señala que las virtudes no son capacidades ni pasiones está apuntando a 
la actitud activa del sujeto moral: no es aquello de nuestro comporta­
miento que nos viene dado por las circunstancias materiales, históricas o 
psicológicas de nuestra herencia o de nuestro entorno. No es, pues, la 
fortuna o la desventura de nuestras existencias, sino la manera como 
podemos asumir y superar esa fortuna o esa desventura (la fortuna será, 
precisamente, aquello con lo que tenemos que habérnoslas, pues inge­
nuo sería pensar que no interviene materialmente en nuestra vida y, por 
ende, en nuestra moralidad). La virtud no es, entonces, aquello que nos 
viene dado en nuestros puntos de partida, sino aquello que se decanta 
en nuestros puntos de llegada (por eso dirá Aristóteles que la felicidad, 
como finalidad del hombre, habrá de juzgarse tomando en conjunto la 
totalidad de la vida vivida). Las virtudes son, pues, disposiciones del su­
jeto que se adquieren activamente por parte de éste y, al ser considera­
das analíticamente, muestran un cierto carácter adverbial: prestan el 
tono a lo que se es y a lo que se hace centrándose en la manera en que se 
es y se hace. Ciertamente, qué se sea y se haga será determinante para 
definir moralmente algo, pero cuando hemos de dar un retrato moral de 
alguien acudiremos a sus virtudes, y sus virtudes son modos y maneras 
de hacer bien aquello que es bueno y, consiguientemente, la manera 
8. Traduzco, siguiendo a J. Pallí, héxis por .. modo de ser» y no por .. hábito». ef. Aristóteles, 
1985,166. 
9. La discusión detallada de la noción aristotélica de virtud puede encontrarse, entre otros lu­
gares, en Aranguren, 1958, cap. XV, y en Guariglia, 1992, vol. Il, 176 ss. 
34 
SUJETO MORAL Y VIRTUD EN LA ÉTICA DISCURSIVA 
buena de ser bueno. Si la adverbialidad mencionada no es suficiente 
para definir lo moral, es, no obstante, criterio necesario para esa defini­
ción. Mas esa adverbialidad de los comportamientos morales, como ve­
remos, se acabará concretando en actitudes y �n juicios particularizados 
de carácter moral: implicará rechazo de determinados comportamientos 
y aceptación de otros y, por lo tanto, parecerá reclamar, al final, deter­
minados «contenidos» morales concretados por determinadas «prácti­
cas», aquellos que vendrían definidos, precisamente, en las perspectivas 
que hemos llamado descl'iptiva y normativa. Pero, como decimos, y si 
partimos de su analítica, esos comportamientos poseen un carácter ad­
verbial: es la manera moral de ser y de hacer la que, ante todo, muestra 
la moralidad. Y esa manera moral es, precisamente, la disposición activa 
del sujeto que no supone dada la dimensión moral, sino que la propone 
(o la encuentra como propuesta) en forma de virtud. La pregunta es, 
pues, cuál es esa perspectiva adverbial que define lo moral. Las tres no­
tas que hemos mencionado apuntan a esa explicación. 
Las virtudes son disposiciones activas del sujeto referidas, en primer 
lugar, al campo de la sensibilidad y de las acciones. La sensibilidad 
mencionada no es sólo la sensibilidad pasiva de nuestras capacidades y 
de nuestras pasiones, sino sensibilidad ligada a la actividad de nuestro 
conociminiento prácticolO• Es, por lo tanto, una sensibilidad que puede 
ser conformada de determinada manera por determinadas prácticas de 
habituación, en primer lugar, y que es capaz de percibir, en segundo lu­
gar, la relevancia de determinados factores en una situación moral, ha­
ciendo de esa capacidad activa un elemento determinante de nuestra ra­
cionalidad práctica 11. El primer rasgo de la sensibilidad moral -una 
sensibilidad pasiva que puede ser educada- se complementa, pues, con 
el segundo -una sensibilidad activa que percibe la complejidad y rele­
vancia de determinados rasgos en una circunstancia- a la hora de de­
terminar el carácter de qué es esa manera elegida y electiva de ser y de 
hacer que constituye la virtud. 
El acento aristotélico en la conformación de esa sensibilidad moral 
ha sido tradicionalmente comprendido como un acento sobre la consti­
tución de la personalidad moral en tanto carácter o, por decirlo aran­
gurenianamente, en tanto talantel2• En la medida en que ese acento se 
entienda, como sugeriremos en la tercera de las notas que este epígrafe 
quiere descubrir en los planteamientos aristotélicos, como producto de 
un proceso de aprendizaje, es decir, como conformación de una dispo­
sición básica que determina la proclividad a determinados tipos de ac-
10. Esta vinculación socrática de sensibilidad y conocimiento es la tesis central de McDowell, 
1979. Ciertamente, Aristóteles habla aquí de «pasiones». CI. L. A. Kosman, «Being Properly Affec­
ted: Virtues and Feelings in Aristotle's Ethics», en Rony, 1980,103-116. 
11. CI. M. NussbauITI, «The Discernment 01 Perception: An Aristotelian Conception of Private 
and Public RationalitY", en Id., 1990b, 54-105. 
12. Aranguren, 1985,21-48. 
35 
CARLOS THIEBAUT 
ciones y de interacciones, y en la medida en que la conformación de ese 
carácter ponga también de relieve el carácter activo del sujeto al auto­
modelarse en esas acciones e interacciones y al comportarse como suje­
to moral, la constitución de la sensibilidad moral no puede separarse 
de un cierto tipo de conocimiento moral: una sensibilidad enriquecida 
y compleja percibirá mejor los aspectos relevantes de una circunstan­
cia; un sujeto poseedor de esa sensibilidad sabrá mejor la relevancia 
moral de una cuestión. Como McDowell y Nussbaum han argumenta­
do, el razonamientopráctico no podría segregarse de aquella sensibili­
dad sino que habría de entenderse como uno de sus momentos, aunque 
sea un momento central. 
La virtud, pues, refiere a un modo de ser practicado y elegido que 
comporta una sensibilidad moral ante determinado reino de acciones. 
Pero, una vez definido en tales términos activos y automodeladores el 
territorio conceptual en el que opera esta primera caracterización de la 
analítica de la virtud, la pregunta por la estructura formal de los com­
portamientos virtuosos se hace imperativa: ¿qué forma de configura­
ción de esa sensibilidad y del actuar moral es la que es dicha virtuosa? 
El segundo rasgo de la analítica de la virtud que exponemos siguien­
do a Aristóteles es el de la reflexividad. Quizá resulte algo escandaloso 
el comprender la doctrina aristotélica del «término medio» desde la 
idea de reflexividad, pero tal vez sea esa idea la que de forma más clara, 
aunque polémica, puede caracterizar la idea aristotélica de virtud. El 
tratamiento aristotélico del término medio (Aristóteles, 1985, 1106 a-b) 
sugiere una cierta idea de relatividad según los sujetos (nunca los obje­
tos) a los que se refiere, con un argumento sobre nuestras diferencias: 
«Llamo término medio [ ... j, en relación con nosotros, al que ni excede 
ni se queda corto, y éste no es ni uno ni el mismo para todos» (Aristóte­
les, 1985, 1106 a). Es conocido el ejemplo de Milón, que necesitaba 
sustanciosas cantidades de alimento, como también lo es la reflexión 
aristotélica acerca de que el término medio de lo que tal atleta necesita­
ba en su dieta alimenticia no habría de coincidir con el de aquellos que 
practicamos actividades más sedentarias. Igualmente, lo que pudiera ser 
exceso para unos es medio para otros; lo que fuera defecto en aquéllos 
pudiera ser exceso en éstos. El medio, pues, no lo es según una regla ex­
terna, sino atendiendo a la medida interna de cada uno. 
Pero, el argumento no es sólo relativizador. El término medio es, 
internamente, una «justa medida» en el hombre mismo. Aranguren re­
saltó un doble sentido de la idea de mesotés13 con el que queda aclara­
da esa «justa medida» ante nosotros mismos: por una parte, refiere a 
la distancia del hombre ante lo inmediato de sus pasiones o, por decir­
lo en otro lenguaje, de las formas dadas, no reflexivas, de su ser; en 
este sentido, la razón práctica es incitación al dis-curso y al no ceder «a 
13. Aranguren, 1958,380 s. 
36 
SUJETO MORAL Y VIRTUD EN LA ETICA DISCURSIVA 
las solicitaciones in-mediatas». Por otra, el término medio refiere a la 
idea de metrón, medida, al equilibrio justo entre la razón (nous) y las 
tendencias (órexis), «equilibrio entre ambos de tal modo que ni se so­
foque el primero ni se apague la segunda». Esos sentidos de la idea de 
mesotés hablan pues de «justa distancia» ante nosotros y del «equili­
brio» dentro de nosotros y apuntan, pues, no sólo a una cierta norma 
interna que no puede ser dada desde fuera de nosotros mismos (pues 
somos diversos en nuestras necesidades, argumenta Aristóteles, y aspi­
ramos a bienes no necesariamente conmensurables en todo momento), 
sino también a una cierta norma que nosotros hemos de darnos dentro 
de nosotros mismos y para nosotros mismos. Es, quizá, sorprendente 
que no se haya resaltado en la historia de la filosofía moral la con­
gruencia entre esta idea aristotélica de un sujeto moral en tanto sujeto 
reflexivo y los planteamientos de la idea de autonomía en base a la 
cual la modernidad planteó su argumento ético. Tal vez ese paralelis­
mo de planteamientos haya pasado a segundo plano -mientras ocupa­
ba el centro de la visión el contraste ya mencionado entre virtud y de­
ber- porque esa idea aristotélica del «medio para nosotros» parecía 
depender de otra cuestión de la que puede ser cuidadosamente diferen­
ciada. Me refiero a la idea del «fin del hombre», a la aclaración de 
cuyo cumplimiento cabal se encaminaría la analítica de la virtud. Si 
cabe hablar de tal «fin» (y articular en base a él una teleología, partien­
do para ello de una de una ontología de lo humano, de una antropolo­
gía filosófica o de una psicología racional), el medio sólo se definirá 
por él, huyendo de los extremos que de él se alejasen. Pero es posible 
argumentar que la reflexividad que hemos subrayado en la idea del 
medio aristotélico no tiene que conducir a hablar del «fin del hombre» 
y que ni siquiera implica su misma noción como requisito de la acción 
moral. La finalidad, la teleología de la acción, se establece desde la ac­
ción y el sujeto mismo, desde su peculiar reflexividad, y es interna a esa 
acción y a ese sujeto y no tiene por qué requerir de una metafísica de 
ese sujeto: es finalidad en primera persona, no dicha en actitud de ter­
cera persona sobre el sujeto de la acción. No requerimos, pues, de la 
abstracción «fin del hombre» para entender la finalidad o las finalida­
des en las acciones humanas y, por consiguiente, no necesitamos pro­
yectar sobre éstas la carga psicológica, ontológica o histórica de una 
determinada concepción teleológica de la naturaleza humana14• El que 
la acción tenga, en efecto, fines, no significa que éstos deban compren­
derse -y por decirlo resumidamente- como «fin del hombre», sino 
sólo como «fines de la acción humana». La analítica de la virtud no nos 
requiere más que esa comprensión y nos permite soslayar aquellas psi­
cologías u ontologías (también, ciertamente, de raíz aristotélica) que 
presuponen a qué se encamina la finalidad de las acciones. Aristóteles 
14. Cf. Lledó, 1985, 82 ss. 
37 
CARLOS THIEBAUT 
complementa esta analítica de la teleología de la acción con un concep­
to disposicional que es relevante mencionar a nuestros efectos y que se 
mantiene, todavía, en la perspectiva analítica que queremos subrayar 
aquí, aunque haya podido ser entendida desde la psicología o desde una 
descripción de la naturaleza humana: a diferencia de los apetitos y de 
los arrebatos (epithumía y thumos) existe una apetencia racional por el 
bien, un deseo, la voluntad o boulesis, que dota de una especial dimen­
sión moral a nuestras tendencias (Retórica l, 10, 1369 a). Tal como se 
define en la Retórica, la voluntad apunta, formalmente, al vínculo en­
tre una tendencia y la idea formal del bien. Tal vínculo puede com­
prenderse, frente a interpretaciones que parten de la metafísica de la 
naturaleza humana, como un nexo disposicional de los sujetos en su 
actuar moral: es decir, si prescindimos de tal metafísica o psicología 
aristotélicas, que pertenecerían a los momentos descriptivos y normati­
vos, podría interpretarse la reflexión sobre la boulesis como la intro­
ducción de un concepto disposicional en el orden de la motivación mo­
ral, disposición a la que no le falta, como señalamos, un componente 
deliberativo y reflexivo. 
Prosigamos nuestra argumentación. La conformación activa de una 
cierta manera de ser y de hacer morales implica, por lo tanto, una cierta 
sensibilidad y requiere de la reflexividad del sujeto, reflexividad que se 
ejerce en las formas de su tendencia al bien y a su deliberación racional. 
Esa deliberación apunta, por consiguiente, al corazón de la analítica de 
la virtud aristotélica, a la phrónesis, a la capacidad reflexiva del juicio 
práctico referido a sus contextos del actuar y del sentir morales, a la vir­
tud que ha pasado a ser el centro del territorio moral clásico. Sobre esa 
virtud regresaremos más adelante, pero quede señalado que pivota so­
bre la disposición reflexiva del sujeto y que se aleja de cualquier norma 
dada de antemano para la acción moral: es, ante todo, una visión inter­
nalista a esa acción, en actitud de primera persona. 
Si al hablar de este segundo rasgo de la analítica de la virtud, la re­
flexividad, hemos tenido que acentuar la actitud de primera persona y 
de las disposciones del sujeto para evitar los riesgos de una imposición de 
un sistema de finalidades dado, hemos de realizar una maniobra similar 
al hablar del tercer rasgo

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