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Washington Irving nos dejó una obra memorable, su famoso The sketch book. Allí se recogieron por primera vez sus más célebres historias («La leyenda de Sleepy Hollow» o «Rip Van Winkle», entre otros). Pero gran parte del éxito de este libro vino por una novela, Old Christmas, donde retrata de forma nostálgica y humorística las celebraciones navideñas en una casa de campo inglesa. Este delicioso y olvidado clásico de las fiestas navideñas le ganó fama a su autor en Europa y fue la fuente de inspiración de la famosa novela Canción de Navidad de Charles Dickens. Además, construyó buena parte del moderno espíritu nostálgico de estas fiestas en la cultura occidental. Su lectura, junto a la de Dickens, merece ser una tradición navideña. Washington Irving Vieja Navidad del «Libro de escenas del caballero Geoffrey Crayon» (1820) Título original: Old Christmas Washington Irving, 1820 Traducción y notas: Óscar Mariscal, 2016 Ilustraciones: Randolph Caldecott Revisión: 1.0 22/01/2023 Uno podía entonces contemplar en Navidad, y en cada casa, buenos fuegos para ahuyentar el frío, y carne para grandes y chicos. Los vecinos eran cortésmente invitados, y todos se sentían bien hallados; no se echaba a los pobres de las puertas, cuando esta anticuada gorra era nueva. (DE UNA VIEJA CANCIÓN NAVIDEÑA) Navidad Nada hay en Inglaterra que ejerza un hechizo más placentero sobre mi imaginación que la pervivencia de las costumbres festivas y los juegos rurales de antaño. Estos y aquellas me evocan los cuadros que mi fantasía solía pintarme en aquella mañana primaveral de la vida, cuando solo conocía el mundo a través de los libros, y me lo figuraba tal cual lo cantaban los poetas; traen consigo además el sabor de esos amables días de otros tiempos, en los que —tal vez con igual ingenuidad— me inclino a pensar que el mundo era más hogareño, sociable y alegre que el presente. Lamento tener que añadir que estas tradiciones van perdiendo día a día su vigor, siendo pertinazmente erosionadas por el tiempo, y más cruelmente aún por las modas actuales. Me recuerdan a esos pintorescos pedazos de arquitectura gótica que vemos desmoronarse en varios lugares del país, en parte castigados por el paso de los años, y en parte perdidos entre las adiciones y alteraciones de los últimos tiempos. La poesía, sin embargo, se aferra con ternura acariciadora a estos rústicos divertimentos y festivas jaranas, de donde han surgido muchos de sus temas; como la hiedra que, enrollando su rico follaje alrededor del arco gótico y la desmoronada torre, corresponde con gratitud a su soporte, manteniendo unidos sus inestables restos y, por así decirlo, amortajándolos con su verdura. De todas las antiguas fiestas, la de la Navidad es, con mucho, la que nos despierta las asociaciones mentales más fuertes y sinceras. Hay un sentimiento de naturaleza solemne y sagrada que se funde con nuestra cordialidad, elevando el espíritu a un estado de gozo sublime y beatífico. Los sermones en las iglesias resultan extremadamente emocionantes e inspiradores en estas fechas; versan invariablemente sobre la hermosa historia del origen de nuestra fe, y las escenas pastoriles que acompañaron su anunciación; aumentando gradualmente en fervor y emoción durante el tiempo de Adviento, hasta eclosionar en pleno aniversario del suceso que nos trajo a los hombres la paz y la buena voluntad. No conozco un efecto más grandioso de la música sobre los sentimientos morales, que el provocado al escuchar el órgano y el coro al completo, interpretando un himno navideño en una catedral, y llenando cada rincón del vasto templo con su armonía triunfante. Es, asimismo, una hermosa convención, derivada de los días antiguos, que este festival, que conmemora la buena nueva de la religión de la paz y el amor, se haya convertido en motivo para reunir a las familias dispersas; para llamar de vuelta una vez más a los polluelos que abandonaron el nido, volando en solitario cada uno por su lado, a congregarse alrededor del hogar paterno —punto de encuentro de los afectos—, y rejuvenecer allí y apasionarse entre los entrañables recuerdos de la infancia; y apretar de nuevo esos nudos parentales que mantienen unidos los corazones, y que las preocupaciones, placeres y dolores del mundo se empeñan continuamente en aflojar. Hay algo en la propia estación del año que le presta encanto a la fiesta de Navidad. En otras épocas del año una gran parte de nuestros placeres se deriva de la mera belleza de la naturaleza: nuestros sentimientos brotan y se disipan en medio del paisaje soleado, y vivimos «fuera de casa y en todas partes». El canto de los pájaros, el murmullo del arroyo, el fragante aliento de la primavera, la suave voluptuosidad del verano, la pompa dorada del otoño; la tierra con su manto de refrescante verdor, y el cielo con su profundo y delicioso azul y su algodonosa magnificencia… todo nos llena de una alegría muda pero exquisita, y nos gozamos solo en los placeres de los sentidos. Pero en lo más profundo del invierno, cuando la naturaleza yace despojada de todo encanto, envuelta en su mortaja de sábanas de hielo y nieve, buscamos de nuevo aquietar nuestras pasiones en fuentes morales. Lo inhóspito y desolado del paisaje, los días cortos y sombríos y sus tenebrosas noches, reduciendo a estrechos límites nuestros vagabundeos, o apartando de nuestro ánimo la idea de aventurarnos fuera de casa, nos disponen más agudamente para los placeres del círculo social. Nuestros pensamientos están más concentrados; nuestras simpatías amistosas más excitadas. Respondemos más expansivamente al encanto de la compañía de los demás mortales, y nos dejamos llevar más confiadamente por nuestra dependencia del prójimo para el disfrute. Corazón llama a corazón; y así extraemos nuestros placeres de los profundos pozos de viva bondad, que se hallan en los más recónditos recovecos de nuestros pechos; y nos proveen, cuando recurrimos a ellos, del elemento de la felicidad hogareña en su estado de máxima pureza. La oleosa oscuridad en el exterior hace que el corazón se dilate al entrar en una estancia bendecida por la luz y el calor del fuego vespertino. Las llamas rojizas difunden una solana y un verano artificiales por toda la pieza, iluminando en cada rostro la más afectuosa expresión de agradecimiento. ¿Dónde la honesta faz de la hospitalidad se adorna con una sonrisa más amplia y cordial?, ¿dónde la tímida mirada de amor es más dulcemente elocuente, que junto a la chimenea en invierno? Y mientras la hueca ráfaga de viento invernal recorre el pasillo, bate la puerta distante, silba alrededor de los batientes de las ventanas y baja rugiendo por la chimenea, ¿qué puede ser más gratificante que ese sentimiento de sobria protección, con el que contemplamos en la confortable cámara, la escena de hilaridad doméstica que se desarrolla a nuestro alrededor? Los ingleses, debido a la prevalencia de los hábitos rurales en todas las clases sociales, han sido aficionados desde siempre a esas fiestas y solemnidades, que tan agradablemente interrumpen la monotonía de la vida campestre; y eran, en días antiguos, particularmente observantes de los ritos religiosos y sociales asociados a la Navidad. Resulta inspirador, incluso, leer los áridos informes que algunos anticuarios nos han dejado de los pintorescos humores, los desfiles burlescos y el completo abandono a la alegría y la camaradería, con el que este festival era celebrado. Algo que parecía hacer saltar las cerraduras de todas las puertas y corazones. Algo que hermanaba a campesinos y hacendados, fundiendo todas las categorías y clases sociales en un cálido y generoso flujo de alegría y bondad. En los vetustos salones de castillos y casas solariegas, resonaban el arpa con pedales y los villancicos populares, y sus vastos entarimados gemían bajo el peso de la hospitalidad. Hasta la cabaña más humilde daba la bienvenida a la temporada festiva adornada con el verdor del laurel y el acebo; con el alegre fuego brillando a través de las celosías,invitando al caminante a levantar la tranca, y unirse al cónclave de chismosos apiñado alrededor de la chimenea, entreteniendo la larga noche con bromas legendarias e historias navideñas contadas año tras año. Entre los efectos más perniciosos de la sofisticación moderna, se cuentan los estragos causados sobre las viejas y entrañables costumbres festivas. Aquella ha acabado por limar los vivos relieves y agudos resaltes de estos ornamentos de nuestra existencia, desgastando la sociedad hasta convertir su superficie en otra más suave y pulida, pero sin duda menos peculiar. Muchos de los ceremoniales y pasatiempos navideños más ancestrales han desaparecido por completo, y como el sherris sack del viejo Falstaff[1], se han convertido en materia de especulación y controversia entre comentaristas y eruditos. Tales prácticas florecieron en tiempos llenos de espiritualidad y reciedumbre, cuando los hombres disfrutaban ruda pero enérgica y sanamente de la vida; tiempos salvajes y pintorescos, que han aportado a la poesía sus materiales más ricos, y al drama su atractiva variedad de personajes y costumbres. El mundo se ha vuelto más frívolo. Hay más disipación y menos disfrute verdadero. El placer se ha expandido en una corriente más amplia pero más superficial, abandonando muchos de esos profundos y tranquilos canales, por los que fluía dulcemente sobre el uniforme lecho de la vida doméstica. La sociedad ha adquirido un tono más culto y refinado, pero ha perdido muchas de sus fuertes peculiaridades locales y sus sentimientos más hogareños, olvidando los sencillos placeres que se viven junto a la chimenea. Las tradicionales costumbres de esa antigüedad de corazón noble, con su hospitalidad feudal y sus señoriales brindis con ponche caliente, se han venido abajo con los majestuosos castillos y casonas solariegas donde se observaban. Tales hábitos casaban bien con el sombrío aposento, la gran galería enmaderada de roble y el salón de tapices, pero no son aptas para las artificiales salitas y funcionales gabinetes de las residencias modernas. Mas despojada como está, sin embargo, de sus honores antiguos y festivos, la Navidad es todavía un período de deliciosa emoción en Inglaterra. Estimula ver tan excitado ese amor al hogar y la vida en familia, que parece ocupar un lugar privilegiado en cada pecho inglés. Los preparativos que en todas partes se hacen para el gran acontecimiento social, que ha de reunir a los amigos y parientes; los presentes navideños — esas muestras de afecto y consideración, que inspiran tan amables sentimientos— cambiando de manos; las ramas de abeto expuestas en casas e iglesias, como emblemas de paz y alegría… todo ello tiene un notable efecto sobre los ánimos, provocando asociaciones de ideas cordiales y estimulando benevolentes simpatías. Incluso el alboroto de las rondas, tosca como pueda parecemos su juglaría, sorprende a los noctivagos en esas noches de invierno con el efecto de una perfecta armonía. Cuando he sido despertado por ellas a esa hora calma y solemne, en la que «el sueño cae sobre los hombres», he prestado oídos con silencioso deleite, y relacionando su canto con la ocasión sagrada y dichosa, me he imaginado a esos mozos en otro coro celestial, anunciando la paz y la buena voluntad a la humanidad. Cuán deliciosamente la imaginación, cuando sobre ella obran estas influencias morales, lo convierte todo en melodía y belleza: El mismo canto del gallo, que a veces se escucha en la profunda calma del campo —«llamando los guardias nocturnos a sus damas emplumadas»—, era interpretado por la gente sencilla como un anuncio de la inminencia de este sagrado festival: Hay quien dice que llegada esa estación, en la que celebramos el nacimiento del Salvador, esta ave del amanecer canta toda la noche: y entonces, dicen, ningún espíritu osa alborotar alrededor; las noches son saludables: no hay planetas en conjunción, las hadas no roban, ninguna bruja tiene poder para encantar, tan sagrada y beatífica es la ocasión. En medio del llamamiento general a la felicidad, el bullicio de los espíritus y el despertar de los afectos, típicos de este período, ¿qué pecho puede permanecer insensible? Esta es, de hecho, la estación de los sentimientos regenerados: la ocasión para prender, no solo el fuego de la hospitalidad en el hogar, también la afectuosa llama de la caridad en el corazón. La escena de amor primordial, reverdecida, se eleva en nuestra memoria sobre el yermo estéril de los años; y la idea del hogar, con la fragancia de las sencillas alegrías de la vida familiar, vivifica el espíritu agostado: como la brisa del desierto, que a veces lleva flotando la frescura de lejanos campos hasta el extenuado peregrino. Forastero y nómada como soy en el mundo —pues para mí no arde ningún hogar familiar, ni abre sus puertas ningún techo hospitalario, ni hay cálido apretón de manos de bienvenida en el umbral—, siento, sin embargo, la influencia de la temporada penetrando mi alma, desde las miradas felices de cuantos me rodean. Seguramente la felicidad, como la luz del cielo, sufre reflexión especular; y cada semblante brillante de inocente gozo, iluminado por una sonrisa, es un espejo que refleja hacia los demás los rayos de una benevolencia suprema e invariablemente resplandeciente. Aquel que groseramente rechaza contemplar la felicidad de sus semejantes, y se recrea sombrío y quejumbroso en su soledad cuando todo en derredor es alegría, vivirá sus momentos de emoción y satisfacción egoísta, pero anhelando participar de la corriente de simpatía social que constituye el encanto de una feliz Navidad. La diligencia En el artículo anterior he hecho algunas observaciones generales sobre las fiestas navideñas en Inglaterra, y me siento tentado ahora a ilustrarlas mediante algunas anécdotas de una Navidad pasada en aquel país; a la hora de leer estas páginas detenidamente, invito cortésmente a mis lectores a dejar a un lado la austeridad del buen juicio y a imbuirse de ese genuino espíritu navideño que tolera el desenfreno y solo ansia diversión. En el curso de una gira por Yorkshire durante el mes de diciembre, recorrí una larga distancia en una de esas diligencias públicas, la misma víspera de la Navidad. El coche estaba abarrotado, tanto por dentro como por fuera, de pasajeros que, según deduje por su conversación, parecían en su mayoría dirigirse a los hogares de parientes o amigos a celebrar la Nochebuena. Iba cargado también con escarcelas, canastas y cajas de dulces, y liebres colgando de sus largas orejas a ambos lados del pescante: presentes de amigos lejanos para la fiesta inminente. Tenía yo como compañeros de viaje en el interior a tres colegiales de finas mejillas rosadas, rebosantes de esa salud recia y ese espíritu varonil que he observado en los chiquillos de estas islas. Regresaban a casa en un elevado estado de júbilo para pasar las vacaciones, prometiéndose un mundo de diversión. Fue una delicia escuchar los ambiciosos planes lúdicos de los pequeños aros, y las fabulosas hazañas que llevarían a cabo durante sus seis semanas de emancipación de la aborrecida tiranía del libraco, la palmeta y el pedagogo. Aguardaban con expectación reencontrarse con la familia y el hogar, y hasta con cada gato y perro; y pensaban en lo contentas que se pondrían sus hermanas pequeñas con los regalos que abultaban sus bolsillos; pero el reencuentro que parecían esperar con mayor impaciencia era con Bantam, que, según descubrí, era un poni, poseedor, de acuerdo con su charla, de más virtudes que cualquier equino desde los días de Bucéfalo[2]. ¡Cómo trotaba! ¡Cómo corría! ¡Y qué saltos daba!: no había un cercado en toda la región que no hubiera podido superar. Los muchachos estaban bajo la tutela particular del conductor, a quien trataban como si fuese uno de sus mejores camaradas, y, cada vez que se presentaba la oportunidad, asaeteaban con un montón de preguntas. De hecho, no pude dejar de notar la expresión de gozo del cochero, y el extraordinario aire de importancia quese daba, con su sombrero inclinado hacia un lado, y un vistoso manojo de muérdago prendido a una solapa de su abrigo. Se trata de un personaje por lo común muy atareado y esmerado, y esto resulta particularmente cierto durante esta temporada, con tantos encargos que cumplir como consecuencia del intercambio de regalos. Y aquí, tal vez, puede que no esté de más, en consideran ion a mis lectores no viajeros, hacer un boceto que pueda servir de representación general de esta muy numerosa e importante clase de funcionarios, que posee una vestimenta, unas maneras, un lenguaje y un aire peculiares, comunes a todo el gremio; de modo que dondequiera que sea visto un cochero inglés, es imposible confundirlo con alguien de cualquier otro oficio o cofradía. Tiene este caballero, por lo general, un rostro ancho y lleno, generosamente moteado de rojo, como si en cada vaso de la piel la sangre hubiese sido bombeada a una presión inaudita; su cuerpo está hinchado hasta unas dimensiones cómicas, debido a la frecuente libación de bebidas malteadas, y su volumen aún se incrementa más, por la abundancia de capas bajo las que está sepultado como el cogollo de una coliflor, alargándose la capa más exterior hasta sus talones. Lleva un sombrero de ala ancha y copa baja; un enorme pañuelo de colores enrollado al cuello, diestramente anudado y remetido en la pechera; y luce en verano un gran ramillete de flores en el ojal: el presente, con toda probabilidad, de alguna enamorada moza del lugar. El chaleco rayado suele ser de algún color brillante; y sus calzones se extienden muy por debajo de las rodillas, para encontrarse con un par de botas de equitación que le llegan hasta casi la mitad de las piernas. Todo este vestuario es mantenido con mucha precisión; el cochero tiene a gala hacerse confeccionar sus prendas con excelentes materiales; y, a pesar de la aparente tosquedad de su aspecto, aún es discernible esa pulcritud y decoro personales, que son casi consustanciales a los ingleses. Goza de gran importancia y consideración a todo lo largo del camino; mantiene frecuentes pláticas con las amas de casa del pueblo, que lo ven como un hombre de confianza y sólido criterio; y muestra un buen entendimiento con cada muchachita de ojos brillantes de la región. En el momento en que llega a la posta, donde los caballos deben ser renovados, arroja las riendas con indiferencia y abandona el tiro al cuidado del mozo de cuadra; pues su deber consiste simplemente en conducir de una etapa a otra. Cuando baja del pescante, empuja sus manos dentro de los bolsillos de su abrigo, y se pasea en círculo por el patio de la posada dándose aires de señorío. Aquí se lo ve generalmente rodeado por una corte de rendidos admiradores: mozos de cuadra, postillones, limpiabotas, y esos parásitos sin nombre que infestan posadas y tabernas, haciendo recados y todo tipo de trabajos raros, a cambio del privilegio de cebarse en la grasa de la cocina y en el derrame de la espita de la cerveza. Todos estos personajes lo respetan como si fuese un oráculo; atesoran su palabrería; se hacen eco de sus opiniones acerca de los caballos y otros temas de la tradición ecuestre; y, sobre todo, se esfuerzan en imitar su apostura y su garbo. Todo galopín con un abrigo que echarse al cuerpo, mete las manos en los bolsillos, andorrea en círculo, imita su jerigonza, y es, de hecho, un embrión de cochero. Tal vez se debiese a la agradable serenidad que reinaba en mi propia mente, pero me pareció ver la alegría pintada en cada rostro durante todo el viaje. Una diligencia, sin embargo, siempre lleva la animación consigo, y pone el mundo en movimiento conforme rueda a lo largo de él. El cuerno soplado a la entrada de un pueblo produce un alborozo general y extraordinario. Algunos se apresuran a encontrarse con los amigos recién llegados; otros cargan con paquetes y sombrereras para asegurarse un sitio a bordo, y en el apuro del momento apenas pueden despedirse del grupo que los acompaña. Entretanto, el cochero tiene un mundo de pequeños encargos que cumplir. A veces entrega una liebre o un faisán; otras arroja un pequeño paquete o un periódico a la puerta de una taberna; y en ocasiones, con una deliberada mirada de soslayo y palabras de arcano significado, pasa a alguna criada, a medias ruborizada y a medias sonriente, una carta de amor de extraña factura de algún rústico admirador. Mientras la diligencia traquetea atravesando el pueblo, todos corren hacia las ventanillas, y uno puede contemplar en derredor lozanos rostros del país y risueñas muchachas en flor. En las esquinas se reúnen juntas de ociosos y enterados locales, que toman sus puestos allí con el importante propósito de ver a la compañía pasar; pero el corrillo más docto se congrega generalmente junto al taller del herrero, para quien el paso de la diligencia es un fructífero evento rodeado de mucha expectación. El herrero, con el talón del caballo en su regazo, hace una pausa mientras el vehículo avanza frente a él; el cíclope junto al yunque suspende su resonante martilleo, y sumerge el hierro al rojo para templarlo; y el espectro holliniento tocado con una gorra de papel marrón, que se afana en el fuelle, se apoya en el mango por un momento, y permite que el asmático motor exhale un largo suspiro, mientras mira a través del humo turbio y los destellos sulfurosos de la fragua. Quizá fuera la proximidad de la fiesta la causante del espontáneo impulso en el alma del pueblo, pues se me antojaba que todo el mundo tenía buen aspecto y estaba de excelente humor. Piezas de caza, aves de corral y otros lujos de la mesa circulaban rápidamente de mano en mano; los establecimientos de verduleros, carniceros y mantequeros estaban atestados de clientes. Las amas de casa bregaban enérgicamente por doquier, poniendo sus viviendas en orden; y las lustrosas ramas de acebo, con sus bayas de color rojo brillante, comenzaban a aparecer en las ventanas. La escena trajo a mi mente el relato de los preparativos de la Navidad, hecho por un viejo escritor: Ahora capones y gallinas, además de pavos, gansos y patos, con carne de cordero y carnero: todos deben morir; pues durante doce días una multitud no puede ser alimentada con poca cosa. Ahora ciruelas y especias, azúcar y miel, a la par entre empanadas y caldos. Ahora o nunca debe la música estar a punto, pues los jóvenes han de bailar y cantar para entrar en calor, mientras los más viejos se sientan junto al fuego. La sirvienta del campo hace a medias sus recados, y debe ser enviada de nuevo, si olvida traer una baraja de cartas en la víspera de Navidad. Se discute animadamente sobre si es preferible la hiedra al acebo, o si es el amo o la ama quien lleva los calzones. Dados y cartas benefician al mayordomo; y si al cocinero no le falla el ingenio, se lamerá dulcemente los dedos. Fui despertado de esta suerte de sibarítico ensueño por un grito de mis jóvenes compañeros de viaje. Habían permanecido pegados a las ventanillas durante las últimas pocas millas, reconociendo cada árbol y casa de labranza conforme se aproximaban al hogar, y al poco se produjo un estallido general de gozo: —¡Ahí está John! ¡Y allí el viejo Cario! ¡Y ahí Bantam! —gritaron aplaudiendo de felicidad los pequeños pillastres. Al final de un camino de grava podía verse a un viejo sirviente de aspecto sobrio, vestido de librea, aguardándolos: iba acompañado de un veterano perdiguero, y del temible Bantam, un pequeño poni viejo y resabiado, de melena hirsuta y larga cola de color herrumbroso, que dormitaba tranquilamente junto al borde del camino, ignorante aún de la ajetreada temporada que le esperaba. Tuve el inmenso placer de presenciar el cariño con el que mis pequeños compañeros saltaban alrededor del viejo lacayo inalterable, y abrazaban al perdiguero, que sacudió todo su cuerpo de alegría. Mas el gran objeto de interés era sin duda Bantam; todos querían montarlo ala vez; y, no sin dificultad, John dispuso que montaran por turnos, y que el mayor lo hiciera en primer lugar.Se alejaron por fin; uno a lomos del poni, con el perro brincando y ladrando delante de él, y los demás de la mano de John; todos hablando a la vez, y abrumando al sirviente con anécdotas escolares y preguntas sobre su casa. Los seguí con la vista, con un sentimiento en el que no sé a punto fijo si predominaba el placer o la melancolía: pues recordé aquellos días en que, como ellos, no había conocido aún la preocupación ni la tristeza, y unas vacaciones eran el súmmum de la felicidad terrenal. Nos detuvimos unos momentos después para dar de beber a los caballos, y al reanudar nuestro itinerario, una vuelta del camino nos puso a la vista de una bien cuidada casa solariega. Tan solo alcancé a distinguir las formas de una señora y dos muchachitas en el pórtico, y vi a mis pequeños camaradas con Bantam, Cario y el viejo John, marchando por el camino de carruajes. Me asomé a la ventanilla con la esperanza de presenciar el feliz encuentro, pero un bosquecillo de árboles me ocultó la escena. Al caer la noche entramos en un pueblo en el que yo había decidido pernoctar. Al acercarnos a la gran puerta de entrada de la fonda, vi a un lado la luz de un estimulante fuego de cocina, brillando a través de una ventana del establecimiento. Entré y admiré, por enésima vez, esa estampa de comodidad, pulcritud, y gratísimo solaz y esparcimiento, que es la cocina de una posada inglesa. Poseía esta amplias dimensiones, y alrededor podían verse colgadas jarras de cobre y estaño muy pulidas, y entre ellas, aquí y allá, ramas de abeto y otras plantas siempre verdes de Navidad. Jamones, lenguas y hojas de tocino estaban suspendidos del techo; un asador de torno rotaba con su incesante tintineo junto a la chimenea, y un reloj hacía tictac en una esquina. Una mesa de pino bien fregada se extendía a lo largo de un lado de la cocina, con un lomo frío de ternera y otras vigorosas viandas expuestas sobre ella, aparentemente custodiadas por dos enormes jarras de espumosa cerveza. Viajeros de inferior categoría se preparaban para atacar esta opípara comida, mientras otros se sentaban a fumar y chismorrear con su cerveza, en dos asientos de roble de respaldo alto junto al fuego. Esbeltas camareras se apresuraban de un lado a otro bajo la dirección de una lozana y bulliciosa patrona; pero aun así, aprovechaban de cuando en cuando para intercambiar una palabra frívola, y compartir una carcajada reparadora con el grupo alrededor del hogar. La escena daba por buena la modesta idea del Poor Robin[3] sobre las comodidades del pleno invierno. Los árboles se despojan de sus frondosos sombreros, para venerar el cabello plateado del invierno; una hermosa anfitriona, una alegre acogida, una jarra de cerveza ahora y un brindis, tabaco y un buen fuego de carbón, son cosas que no pueden faltar en esta estación. No llevaba mucho tiempo en la fonda, cuando un carruaje de posta se detuvo frente a la puerta. Un joven caballero se apeó de él, y a la luz de las lámparas alcancé a vislumbrar una cara que me resultó familiar. Al echar el cuerpo hacia delante para poder verlo más de cerca, su mirada se trabó con la mía. No me había equivocado; era Frank Bracebridge, un joven gallardo y vivaracho, con el que una vez viajé por el continente. Nuestro encuentro fue extremadamente cordial; pues el rostro de un viejo compañero de viaje siempre aviva el recuerdo de mil escenas agradables, aventuras extrañas y excelentes anécdotas. Rememorar todo aquello en una efímera entrevista en la cocina de una posada, se nos antojaba imposible; y considerando que ninguna atadura de tiempo me retenía, pues simplemente estaba realizando una gira de observación, él insistió en que debería pasar un día o dos en la hacienda de su padre, adonde se dirigía a pasar las fiestas, y que se encontraba a pocas millas de distancia de allí. —Es mejor que tomar una solitaria cena de Navidad en una fonda — argumentó él—; y puedo asegurarle una calurosa bienvenida al más genuino estilo inglés de antaño. —Su razonamiento era convincente; y debo confesar que los preparativos para la festividad universal, y el regocijo general que había presenciado, hacían que me sintiera un tanto temeroso de mi soledad; por consiguiente, acepté su invitación sin vacilar. El calesín avanzó hasta la entrada, y en pocos momentos estábamos de camino a la mansión de la familia Bracebridge. San Francisco y san Benito proteged esta casa de criaturas impías, de pesadillas, y del duende conocido como Robin Goodfellow[4]; ahuyentad a los malos espíritus, hadas, comadrejas, ratas y hurones: desde el toque de queda hasta la siguiente prima[5]. CARTWRIGHT Nochebuena Era una brillante noche de luna, aunque extremadamente fría; nuestro calesín rodaba rápidamente sobre la tierra helada; el cochero hacía restallar su látigo sin cesar, y durante una buena parte de nuestro trayecto su caballo marchó al galope. —Él sabe bien adonde va —dijo riendo mi compañero—, y está ansioso por llegar a tiempo de gozar de la alegría y el jolgorio en la sala de los criados. Mi padre, debe usted saberlo, es un rematado fanático de la vieja escuela, y se enorgullece de mantener en pie los restos de la rancia hospitalidad inglesa. Es un soportable espécimen de lo que difícilmente encontrará hoy día en estado puro: el viejo caballero rural inglés; pues nuestros hombres de postín pasan tanto tiempo en la ciudad, y las modas han penetrado tanto en el campo, que las reciamente ricas peculiaridades de la antigua vida campesina han perdido casi todas sus aristas. Mi padre, por el contrario, adoptó en sus años mozos el honesto Peacham (en detrimento de Chesterfield) como su libro de cabecera; y determinó, siguiendo su propio criterio, que no hubo jamás estado más verdaderamente honorable y envidiable que el de un caballero rural en las tierras paternas, y, por lo tanto, pasa la totalidad de su tiempo en su hacienda. Es un defensor a ultranza del renacimiento de las viejas observancias festivas y los juegos rurales, y está profundamente versado en los comentaristas, antiguos y modernos, que han tratado esta cuestión. De hecho, sus autores favoritos se cuentan entre los que florecieron hace al menos dos siglos; ellos, insiste él, escribieron y pensaron como verdaderos ingleses, más de hecho que cualquiera de sus sucesores. »Él incluso se lamenta a veces de no haber nacido unas centurias antes, cuando Inglaterra era ella misma, y conservaba aún sus usos y costumbres peculiares. Viviendo como vive a cierta distancia de la carretera principal, en un paraje más bien solitario de la región, y sin ningún terrateniente rival en las cercanías, posee el más envidiable de todos los bienes para un inglés: la oportunidad de complacer las inclinaciones de su propio humor sin ser importunado. Siendo él la cabeza de la familia de más abolengo de la comarca, y gran parte del campesinado local arrendatario suyo, es tratado con mucho respeto, y, en general, es conocido simplemente por el apelativo de “el señor”; un título que se ha otorgado al cabeza de linaje desde tiempos inmemoriales. He creído conveniente darle esta información acerca de mi digno y anciano padre, con la intención de prepararlo para cualquier pequeña excentricidad suya, que de otro modo podría parecerle absurda. Habíamos seguido durante algún tiempo la cerca de un parque, y al fin el carruaje se detuvo ante la verja. Estaba hecha esta —siguiendo el sólido y suntuoso viejo estilo— de barras de hierro caprichosamente labradas en la parte superior, con adornos florales. Las enormes columnas de sección cuadrada que sostenían la puerta estaban coronadas por el blasón familiar. Contigua a esta se alzaba el pabellón de los guardeses, al resguardo de los abetos oscuros, y oculto a medias entre frondosos arbustos. El cochero hizo sonar la campana del guardés, que resonó a través del aire gélido e inmóvil, siendo respondida por el distante ladrido de los perros con los que la mansión parecía protegida. Una anciana apareció de inmediato tras la verja. Cuando el resplandor de laluna dio de lleno sobre ella, contemplé la imagen de una pequeña y anticuada señora, vestida según el gusto de antaño, con unos pulcros pañuelo y petillo, y su cabello plateado asomando por debajo de una caperuza de nívea blancura. Ella avanzó haciendo reverencias, con muchas expresiones de sencilla alegría al reconocer a su joven amo. Su marido, al parecer, se hallaba en la casa entreteniendo la víspera de Navidad en el salón de la servidumbre; no podían pasar allí sin él, pues era el favorito de la casa interpretando canciones y contando historias. Mi amigo propuso que nos apeáramos y caminásemos por el parque hasta la casa, que no quedaba a mucha distancia, mientras el carruaje seguía hasta la cochera. Nuestro camino serpenteaba a través de una noble avenida de árboles, entre cuyas ramas desnudas la luna brillaba conforme rodaba a través de la profunda bóveda de un cielo sin nubes. El césped más allá estaba cubierto por una capa muy somera de nieve, que aquí y allá brillaba cuando los rayos lunares incidían sobre un cristal de escarcha; y a cierta distancia podía apreciarse un vapor fino y transparente, ascendiendo desde las tierras bajas, y amenazando con amortajar gradualmente el paisaje. Mi compañero miró a su alrededor con arrobamiento: —Cuántas veces —exclamó— he corrido como un loco remontando esta avenida, al volver a casa para pasar las vacaciones escolares. ¡Cuántas veces he jugado de niño bajo estos árboles! Siento por ellos una pizca de reverencia filial, como cuando admiramos a aquellos que nos han apreciado en la niñez. Mi padre siempre fue escrupulosamente estricto respecto a nuestras vacaciones, teniéndonos a su alrededor en todas las celebraciones familiares. Él solía dirigir y supervisar nuestros juegos, con el mismo rigor con que algunos padres hacen lo propio con los estudios de sus hijos. Insistía mucho en que debíamos practicar los antiguos juegos ingleses según su forma original; y proponía antiguos libracos como jurisprudencia y autoridad para cada alegre entretenimiento—, pero le aseguro que nunca hubo para mí pedantería tan encantadora. Era la política del buen y viejo caballero para hacer sentir a sus hijos que su casa era el lugar más feliz del mundo; y valoro este delicioso sentimiento hogareño como uno de los dones más preciosos que un padre puede otorgar. Fuimos interrumpidos por el estruendo de una jauría de perros de todas clases y tamaños: «mestizos, cachorros, lebreles y podencos, y chuchos sin pedigrí», que, perturbados por el sonido de la campana de los guardeses y el traqueteo del calesín, acudían dando brincos a través del césped con la lengua fuera. —Los perros pequeños y todos los demás: Tray, Blanch y Sweetheart; ¡mire cómo me ladran! —exclamó Bracebridge riendo. Al oír el sonido de su voz, el gruñido se transformó en un ladrido de deleite, y en un momento mi amigo se vio rodeado, y casi dominado, por las caricias de los fieles animales. Habíamos avanzado hasta tener una vista completa de la vieja mansión familiar, en parte oculta en profundas sombras, y en parte iluminada por la fría luz de la luna. Era un edificio irregular de cierta relevancia, y su arquitectura parecía aunar estilos de diferentes períodos. Una de sus alas era manifiestamente antigua, con recargados balcones de piedra cerrados con vidrieras y cubiertos de hiedra, entre cuyas hojas los pequeños cuarterones de vidrio en forma de diamante brillaban reflejando el fulgor lunar. El resto de la casa correspondía al gusto francés de los tiempos de Carlos II, después de haber sido alterada y restaurada, tal y como me explicó mi amigo, por uno de sus antepasados, que regresó con dicho monarca durante la Restauración. Los jardines que se extendían rodeando la casa, lo hacían al viejo estilo formal: artificiales macizos de flores; setos vivos recortados; terrazas elevadas, y pesadas balaustradas de piedra rematadas de tanto en tanto por urnas; una anodina estatua o dos, y algún que otro surtidor de agua. El anciano propietario, según me dijeron, era intransigente en lo que a la conservación de la ornamentación en su estado original se refería. Admiraba aquel estilo de jardinería que, según él, poseía un aire de magnificencia, era noble y elegante, y casaba bien con el viejo estilo de la familia. La jactanciosa imitación de la naturaleza en la jardinería actual había florecido con las modernas nociones republicanas, pero no encajaba con la forma de gobierno monárquica; la jardinería clásica era una bofetada en el rostro del sistema democrático. No pude evitar sonreír ante esta inesperada incursión de la política en el arte de la jardinería, aunque manifesté cierto temor a encontrar al anciano caballero, más bien intolerante respecto a sus creencias. Frank me aseguró, sin embargo, que aquella era casi la única vez en toda su vida en la que había oído a su padre inmiscuirse en política; y era su creencia que había sacado esta noción de un miembro del parlamento, que en una ocasión pasó un par de semanas bajo su techo. El señor recibía con entusiasmo cualquier argumento para defender sus setos de tejo recortados y formales terrazas, los cuales habían sido ocasionalmente atacados por modernos jardineros paisajistas. Al acercarnos más a la casa, oímos el sonido de la música, y de vez en cuando un estallido de risa procedente de un extremo del edificio. Ese jaleo, me informó Bracebridge, debía de venir de la sala de los sirvientes, donde no solo estaba permitida toda clase de jolgorio, sino que incluso se fomentaba, pues el señor, durante los doce días de la fiesta de Navidad, establecía que todo se hiciese conforme a la antigua usanza. Aquí se mantenían los viejos juegos del encapuchado ciego, la herradura de la yegua salvaje, los berberechos calientes, ¡roba el pan blanco!, la manzana en el cogote y boca de dragón; el leño de Yule y el cirio pascual ardían con regularidad, y el muérdago, con sus bayas blancas, colgaba al acecho de todas las criadas bonitas[6]. Tan concentrados estaban los sirvientes en sus distracciones, que fue necesario llamar varias veces para hacernos oír. Al ser anunciada nuestra llegada, el señor en persona salió a recibirnos, acompañado de sus otros dos hijos: un joven oficial del ejército, en casa de permiso, y un alumno de Oxford recién llegado de esta universidad. Era el hacendado un anciano y elegante caballero de aspecto saludable, con el cabello plateado y ligeramente ondulado, enmarcando un rostro lozano y bien afeitado; en este, un buen fisonomista con la ventaja, como yo, de una o dos pistas previas, podría descubrir una singular mezcla de capricho y benevolencia. El reencuentro familiar fue cálido y afectuoso; y como la noche estaba ya muy avanzada, el señor no nos permitió despojarnos de nuestras ropas de viaje, sino que nos guio enseguida hasta un gran salón decorado a la antigua, donde se encontraba reunido el resto de invitados. La compañía estaba compuesta por diferentes ramas de un frondoso árbol genealógico, y en ella vi viejos tíos y tías, damas confortablemente casadas, solteronas caducas, florecientes primos campesinos, pollos con cascarón y descaradas alumnas internas de ojos brillantes, en las habituales proporciones. Se entretenían de diversas maneras: algunos echando una mano de un juego de cartas, otros conversando alrededor de la chimenea; en un extremo de la estancia había un grupo de jóvenes, algunos bastante creciditos, otros de una edad más tierna e incipiente, totalmente absortos en alguna alegre distracción; y sobre el suelo, una gran cantidad de caballos de madera, trompetas «de a penique» y muñecas andrajosas evidenciaba el paso de una partida de pequeños duendecillos, que tras haber retozado felices durante el día, habían sido llevados al país de los sueños para el resto de la tranquila noche. Mientras Bracebridge intercambiaba saludos con sus familiares, tuve tiempo para reconocer la pieza. La he llamado «salón», pues sin duda lo fue en otros tiempos, y el señor, evidentemente, había tratado de restaurarlo paradevolverlo a su estado primitivo. Sobre la pesada chimenea proyectada, destacaba el retrato de un guerrero con armadura completa, de pie junto a un caballo blanco; y en la pared opuesta colgaban un yelmo, un escudo y una lanza. En un extremo una enorme cornamenta había sido clavada a la pared, sirviendo sus ramas de ganchos en los que colgar sombreros, fustas y espuelas; y en las esquinas de la estancia se amontonaban escopetas, cañas de pescar y otros implementos deportivos. El mobiliario poseía el estilo incómodo y tosco propio de la artesanía de los días antiguos, aunque se habían añadido a la pieza algunos artículos de más moderno provecho, y el entarimado de roble había sido alfombrado; de modo que el conjunto presentaba una extraña mezcla de salón y gabinete. La parrilla había sido retirada de la abrumadoramente amplia chimenea, para dejar sitio a un fuego de madera, en medio del cual destacaba un leño enorme que ardía brillantemente, despidiendo un gran volumen de luz y calor; aquel, comprendí, era el leño de Yule, que el señor insistía en traer y quemar en la víspera del día de Navidad, siguiendo la antiquísima costumbre[7]. Era realmente encantador ver al anciano señor sentado en su gran sillón con brazos, heredado de su padre, junto a la acogedora chimenea de sus antepasados, mirando \ a su alrededor como el sol de nuestro sistema planetario, e irradiando calidez y alegría sobre todos los corazones. Incluso el perro que yacía a sus pies, al cambiar perezosamente de postura y bostezar, miraba tiernamente el rostro de su amo, meneaba su cola golpeando el suelo, y se estiraba para dormir de nuevo, confiado de su bondad y protección. Hay en la genuina hospitalidad una sutil emanación del corazón que no puede ser descrita, pero que se advierte de inmediato, y hace que el recién llegado se sienta a sus anchas. No llevaba sino unos minutos sentado junto al confortable hogar del digno caballero, y ya me encontraba tan a gusto como si fuera uno más de la familia. La cena se anunció poco después de nuestra llegada. Fue servida en una amplia cámara de roble, cuyos bien encerados paneles brillaban alegremente, y en los cuales colgaban numerosos retratos familiares adornados con hiedra y acebo. Junto a las luces habituales, dos grandes hachas de cera denominadas cirios navideños, decoradas con siempre verdes de la estación, ardían sobre un aparador de madera muy pulida, entre la vajilla de la familia. La mesa estaba espléndidamente dispuesta con bebida y viandas en abundancia. El señor se hizo servir frumenty, un plato hecho a base de tortas de trigo hervido en leche con suculentas especias, que era una receta típica de las cenas de Nochebuena en los viejos tiempos. Yo, por mi parte, estaba feliz de encontrarme con mi viejo amigo el pastel de picadillo, formando parte del cortejo del suculento festín; y encontrándolo perfectamente ortodoxo, y sin necesidad de avergonzarme de mi predilección, le di la bienvenida con la misma calidez con que solemos saludar a un antiguo y muy gentil conocido. El regocijo de los comensales era en gran medida excitado por la jovialidad de un excéntrico personaje, a quien el señor Bracebridge siempre se dirigía con el pintoresco nombre de «maese Simón». Era este un hombre pequeño, fuerte y enérgico, con el aire de un viejo y redomado solterón. Su nariz poseía la curva del pico de un loro; sus mejillas estaban ligeramente picadas de cacarañas, con una perpetua floración seca sobre ellas, cual hojas mordidas por la escarcha en otoño. Tenía unos ojos de gran rapidez y vivacidad, con una expresión de gracia y acechante burla que resultaba irresistible. Era, evidentemente, el chocarrero oficial de la familia: prodigando picaras bromas e insinuaciones entre las damas, y provocando infinita hilaridad con sus retruécanos sobre viejos temas; de aquellos, desgraciadamente, no pude disfrutar dada mi ignorancia de las crónicas familiares. Consistió su gran deleite durante la cena en mantener a una jovencita sentada junto a él, en una continua agonía de risa ahogada, a pesar del temor a las miradas de reprensión de su madre, que se sentaba frente a ella. De hecho, él era el ídolo de la facción juvenil de la compañía, que le reía cuantas gracias decía o hacía, así como cada mueca de su rostro. Yo no podía sorprenderme por ello, pues a sus ojos él debía de ser un modelo de habilidad e ingenio. Era capaz de imitar a Punch y Judy; de convertir su mano en una anciana, con la ayuda de un corcho quemado y un pañuelo de mano; y de pelar una naranja de una forma tan absurdamente caricaturesca, que los más jóvenes parecían dispuestos a morir de risa. Fui brevemente instruido en las circunstancias de este personaje por Frank Bracebridge. Se trataba de un viejo soltero que disfrutaba de una pequeña renta, cuya razonable gestión bastaba para satisfacer sus escasas necesidades. Erraba a través de la constelación familiar como un cometa en su muy excéntrica órbita; ora visitando una rama, ora cumpliendo con otra muy remota; como es a menudo el caso en Inglaterra, de caballeros con amplios vínculos familiares y modestas fortunas. Tenía el carácter expansivo y animoso, y disfrutaba siempre del momento presente; sus frecuentes cambios de escena y compañía impedían que adquiriese esos hábitos rancios y poco acomodadizos, de los que los viejos solterones son tan poco caritativamente acusados. Versado como estaba en la historia, la genealogía y los matrimonios endogámicos de toda la casa de los Bracebridge, era un verdadero cronicón familiar andante; lo que lo convertía en el gran favorito de los más veteranos. Se comportaba como un auténtico galán con todas las señoras maduras y solteronas caducas, entre quienes era considerado como un tipo más bien joven. Y era para la chiquillería el indiscutido maestro de la parranda. De modo que fuera cual fuese la esfera en la que se moviese, no había nadie más popular que el señor Simon Bracebridge. Durante los últimos años había residido casi siempre en casa del hacendado, convirtiéndose de hecho en su factótum, deleitándolo de continuo con sus desvaríos humorísticos respecto a los viejos tiempos, y teniendo siempre a mano la estrofa de una vieja canción adecuada para cada ocasión. No tardamos en tener una muestra del talento que acabo de mencionar; pues tan pronto fue retirada la cena, y servidos los vinos especiados y otros brebajes propios de la temporada, el maese Simon fue requerido para que interpretase una buena y añeja canción de Navidad. Consideró en silencio la petición por un momento, y, al cabo, con un destello en los ojos, y una voz que de ninguna manera era mala —aunque de cuando en cuando hacía un falsete, como las notas de un caramillo rajado—, cantó con voz temblorosa una antigua y pintoresca cancioncilla: Ahora que ha llegado la Navidad, toquemos el tambor, y reunamos a todos nuestros vecinos; y cuando aparezcan, montemos tal bullicio, que aleje el viento y el mal tiempo. La cena había predispuesto a todo el mundo a la diversión, y un viejo arpista fue traído de la sala de los sirvientes, donde había pasado toda la tarde rasgueando y, según todas las apariencias, regalándose con la cerveza casera del señor. Era una especie de parásito de la casa,según me dijeron, y aunque todo el mundo sabía que residía en la aldea, era más probable encontrarlo en la cocina del señor que en la suya propia, pues el anciano hacendado era aficionado al sonido del «arpa en el salón». La danza que siguió a continuación, como la mayoría de los bailes después de una gran cena, resultó muy divertida; algunos de los invitados más añosos se unieron a ella, y el propio señor ejecutó varios movimientos con una pareja con la que, según afirmó, había bailado cada Navidad desde hacía casi medio siglo. El maese Simon parecía ejercer de nexo de unión entre los viejos y los nuevos tiempos; y siendo, con todo, un poco anticuado en lo que al gusto de sus habilidades se refiere, era evidente que se preciaba de su estilo en el baile, y que trataba de ganarcrédito a base de punta y tacón, rigodón y otras gracias de la vieja escuela; pero, desafortunadamente, se había emparejado con una juguetona alumna de internado, que, debido a su salvaje vivacidad, lo mantuvo constantemente en una violenta tensión, frustrando todos sus sobrios intentos de mostrar su elegancia… ¡cómo suele ocurrir con las parejas mal avenidas, a las que los anticuados caballeros son tan lamentablemente propensos! El joven estudiante de Oxford, por su parte, había escogido a una de sus tías solteras, a quien el muy tunante sometió a mil pequeñas picardías con total impunidad; su repertorio de bromas pesadas parecía inagotable, y era su delicia burlarse de sus tías y sus primas; sin embargo, como les pasa a casi todos los jóvenes alocados, él era uno de los favoritos de las féminas. La pareja más interesante en el baile era la formada por el joven oficial y la pupila del señor, una hermosa y arrebolada muchachita de unos diecisiete años. Por varias miradas tímidas que había sorprendido en el transcurso de la noche, sospeché que existía una simpatía creciente entre ellos; y, de hecho, el joven soldado era justo el tipo de héroe que cautiva a las jovencitas románticas: alto, delgado y bien parecido, y como la mayoría de jóvenes oficiales británicos de los últimos tiempos, había conseguido pequeños logros en el continente: podía hablar francés e italiano, dibujar paisajes, cantar muy tolerablemente y danzar divinamente; pero, por encima de todo, había sido herido en Waterloo; ¿qué jovencita de diecisiete años, leída en poesía y romance, se resistiría a semejante espejo de gallardía y perfección? Nada más finalizar el baile el joven oficial agarró una guitarra y, recostado contra la vieja chimenea de mármol, con una postura que, me inclino a sospechar, tenía muy estudiada, atacó la pequeña tonada francesa del Troubadour. El señor, sin embargo, protestó en contra de escuchar algo en la víspera de Navidad que no fuera la noble y vieja lengua inglesa; en vista de lo cual, el joven juglar, echando la vista hacia arriba por un momento, como esforzándose en recordar, empezó a rasguear otra melodía, y, con un encantador aire de galantería, ejecutó la «Pieza nocturna para Julia» de Herrick[8]: La luciérnaga te presta sus ojos, las estrellas fugaces te asisten, y también los elfos, cuyos ojillos brillan como chispas de fuego, te favorecen. Ningún fuego fatuo te desorientará; ni te picarán serpientes ni luciérnagas; pero sigue, sigue tu camino sin hacer un alto, pues ningún espectro te asustará. No permitas que la oscuridad te hostigue; pues aunque la luna dormite, las estrellas nocturnas te prestarán su luz, como innumerables candelas. Entonces, Julia, permíteme cortejarte, así, así, ven hacia mí; y cuando encuentre tus pies plateados, mi alma verteré en ti. La canción podría haber estado perfectamente destinada a elogiar a la bella Julia —pues encontré que así se llamaba la requebrada—, o puede que no; ella, sin embargo, era sin duda ignorante de cualquier intención amorosa, pues jamás miró al cantante durante su interpretación, manteniendo por el contrario la vista fija en el suelo. Su rostro estaba coloreado, es cierto, con un hermoso rubor, y pude apreciar una suave agitación en su pecho; pero todo esto se debía, sin duda, al ejercicio de la danza. De hecho, tan grande era su indiferencia, que se entretuvo arrancando pétalos a un selecto ramo de flores de invernadero, y para cuando la balada llegó a su fin, el ramillete yacía arruinado en el suelo. La fiesta acabó entonces, y los invitados se dispusieron a retirarse a dormir, despidiéndose a la vieja usanza con un entrañable apretón de manos. Al atravesar el salón, de camino a mi alcoba, las ascuas agonizantes del leño de Yule aún despedían un resplandor rojo violáceo; y de no habernos encontrado en esa temporada en la que «ningún espíritu osa a alborotar alrededor», me habría visto tentado a salir a hurtadillas de mi alcoba a medianoche, a comprobar con mis propios ojos si las hadas bailaban en corro frente a la chimenea. Mi cámara se hallaba en el ala más antigua de la mansión, cuyo macizo mobiliario bien podría haber sido fabricado en la época de los gigantes. La pieza estaba revestida con paneles de madera, en cuyas cornisas de pesada obra de talla se entremezclaban caprichosamente flores y máscaras de rostros grotescos; hileras de retratos ennegrecidos por el tiempo me observaban tristemente desde las paredes. La cama, cubierta con un alto dosel, estaba vestida de rico aunque descolorido damasco, y situada en un nicho frente a un balcón cerrado con vidrieras. Apenas me había introducido en el lecho, cuando unos acordes de música rasgaron el aire justo debajo de la ventana. Escuché con atención, y encontré que provenían de una banda de música, la cual, concluí, estaba de paso procedente de alguna aldea vecina. Marchaba alrededor de la casa, tocando bajo las ventanas. Descorrí las cortinas para oírla con más claridad. La luz de la luna entraba por el postigo superior de la ventana, iluminando parcialmente el vetusto aposento. Las notas musicales, conforme se alejaban, se hacían más suaves y etéreas, y parecían armonizar con la calma nocturna y el resplandor lunar. Escuché atentamente: la música se volvía más y más delicada y remota, y mientras se extinguía suavemente, mi cabeza se hundió en la almohada y me quedé dormido. El día de Navidad Cuando desperté a la mañana siguiente, me pareció como si todos los acontecimientos de la noche anterior hubieran sido un sueño, y nada salvo la identidad de la antigua cámara pudo convencerme de su realidad. Mientras reflexionaba sobre ello con la cabeza apoyada en la almohada, me llegó el sonido de unos pequeños pies correteando al otro lado de la puerta, y un cuchicheo de reunión. Al poco, un coro de vocecitas entonó un viejo villancico cuyo estribillo era: Regocijaos, nuestro Salvador ha nacido en la mañana del día de Navidad. Me levanté en silencio y me introduje suavemente en mis ropas, abrí la puerta de golpe y… vi el grupo de pequeñas hadas más hermoso que un pintor pueda imaginar. Lo componían un niñito y dos niñitas, la mayor de no más de seis años, y adorables como serafines. Iban rondando de puerta en puerta por toda la casa; pero mi súbita aparición en el umbral los asustó, quedando sumidos en una muda timidez. Permanecieron un momento jugando con sus dedos entre los labios, y aventurando una tímida mirada de vez en cuando desde debajo de sus cejas, hasta que, como espoleados por un impulso desconocido, se alejaron corriendo y, al doblar una esquina dela galería, los oí reír triunfantes celebrando su huida. Todo conspiraba para producir sentimientos amables y felices en aquel bastión de la vieja hospitalidad inglesa. La ventana de mi cámara miraba sobre lo que en primavera sería un hermoso paisaje. Una superficie cubierta de césped declinaba suavemente hasta encontrarse con un delgado y serpenteante arroyo, más allá del cual se extendía una zona de parque, con nobles grupos de árboles y manadas de ciervos. A cierta distancia era visible una pulcra aldeíta, con el humo de las chimeneas de las casas colgando sobre ella; y una iglesia con su oscura torre destacando contra el gélido y pálido cielo. La mansión estaba rodeada de árboles de hoja perenne, de acuerdo con la costumbre inglesa, lo que podría haberle dado una apariencia cuasi veraniega; pero la mañana era extremadamente fría; la ligera niebla de la noche anterior se había precipitado por el frío, cubriendo todos los árboles y cada brizna de hierba con sus bellas cristalizaciones. Los rayos de un resplandeciente sol matinal provocaban un deslumbrante efecto entre el rutilante follaje. Un petirrojo posado en lo alto de un acerolo, cuyos racimos de frutos rojos colgaban justo frente a mi ventana, se calentaba en la solana, emitiendo algunas notas quejumbrosas; y un pavo real desplegaba la inmensa gloria de su cola, paseándose con el orgullo y la gravedad de un hidalgo español, en la terraza más abajo.Apenas había acabado de vestirme, cuando apareció un criado para invitarme a asistir a las oraciones familiares. Me mostró el camino hasta una pequeña capilla en el mismo ala de la mansión, donde encontré al grueso de la familia reunido en una especie de galería, amueblada con cojines, escabeles y grandes libros de oraciones; los sirvientes estaban sentados en bancos más abajo. El anciano caballero leía salmos desde un escritorio en un extremo de la galería, y el maese Simon actuaba de secretario y decía los responsos; y debo hacerle la justicia de confesar que se defendió con mucha circunspección y decoro. El servicio fue seguido por un villancico, que el propio señor Bracebridge había compuesto a partir de un poema de su autor favorito, Herrick; arreglado y adaptado a una vieja melodía eclesiástica por el maese Simon. Comoquiera que había unas cuantas voces buenas en la familia, el efecto resultó muy agradable; pero me sentí especialmente satisfecho por la exaltación del corazón y el súbito estallido de una gratificante sensación, provocadas por la entonación de una determinada estrofa por el buen señor, con sus ojos brillantes y su voz errante más allá de cualquier límite de tiempo y tono: Sois vos, quien colmáis mi hogar resplandeciente de alegría inocente, y me proveéis de cuencos de ponche caliente, llenos hasta el borde: Señor, es Vuestra mano generosa la que abona mi tierra; y hace que mi escudilla suene, dos veces diez por cada una[9]. Supe después que el servicio matinal era leído todos los domingos del año y el día de todos los santos, ya por el señor Bracebridge, ya por algún otro miembro de la familia. Tal era la costumbre en el tiempo antiguo, en la práctica totalidad de los hogares de la nobleza y la alta burguesía de Inglaterra, y es más que lamentable que haya caído en el olvido; hasta el observador más torpe se percataría del orden y la serenidad que imperan en esos hogares, en los que el ejercicio habitual de una hermosa forma de adoración matinal da, por así decirlo, la nota clave a cada estado de ánimo para el día, y pone en armonía los espíritus. Nuestro desayuno consistió en lo que el señor denominó una auténtica y tradicional comida inglesa. Se perdió luego entre amargas lamentaciones sobre los desayunos actuales a base de té y tostadas —lo que él destacaba entre las causas del afeminamiento moderno y la debilidad nerviosa—, y el declive de la antigua cordialidad inglesa; y a pesar de que admitía tales productos en su mesa, para satisfacer los paladares de sus invitados, podía verse en el bufé un desafiante despliegue de fiambres, vino y cerveza. Después del desayuno paseé por los jardines con Frank Bracebridge y el maese Simon —o señor Simon, como todo el mundo lo llamaba menos el anciano hacendado—. íbamos escoltados por un conjunto de distinguidos canes, que parecían holgazanear alrededor del edificio: desde el retozón perro de aguas hasta el firme y viejo galgo; este último pertenecía a una dinastía que había servido a la familia desde tiempo inmemorial. Todos obedecían a un silbato para perros que colgaba de un ojal del maese Simon, y en medio de sus cabriolas lanzaban, de vez en cuando, una mirada sobre la delgada vara que llevaba en la mano. La antigua mansión poseía un aspecto más venerable aún bajo el sol amarillo, que a la pálida luz de la luna; y no pude sino sentir la fuerza de la opinión del señor, según la cual las formales terrazas, las balaustradas pesadamente esculpidas y los tejos recortados estaban revestidos de un aire de orgullosa aristocracia. Parecía haber un número inusual de pavos reales vagando por el lugar, y hacía yo algunas observaciones sobre lo que denominé una bandada de ellos, que tomaba el sol junto a una pared soleada, cuando mi fraseología fue amistosamente enmendada por el maese Simon, que me explicó que, de acuerdo con el tratado de caza más antiguo y aceptado, lo correcto era decir «una pavada o reunión de pavos reales». —De la misma manera —añadió con un ligero tono de pedantería—, hablamos de una banda de palomas o golondrinas, de una bandada de codornices, de una manada de ciervos, de currucas o grullas, de una familia de zorros o de una nube de grajos. Simon continuó informándome de que, según sir Anthony Fitzherbert[10], debemos atribuir a esta ave «tanto la comprensión como la gloria; pues para ser admirada, extenderá su cola a contra sol, con la intención de que podamos contemplar mejor la hermosura de la misma. Sin embargo, al llegar la estación de la caída de las hojas, cuando muda las plumas, corre a llorar y a esconderse en los rincones, hasta que su cola crece de nuevo y luce tal cual era». No pude por menos de sonreír ante esta innecesaria exhibición de erudición en tan caprichosa materia; pero encontré que los pavos reales eran aves de cierta importancia en la casa, pues según me explicó Frank Bracebridge, eran los grandes protegidos de su padre, que era extremadamente cuidadoso con el mantenimiento de su estirpe; en parte porque pertenecían a la época de la caballería, y fueron muy demandados en los banquetes señoriales de los tiempos antiguos; y en parte porque había en ellos algo de pompa y magnificencia, altamente adecuado para una antigua mansión familiar. «Nada», acostumbraba a decir él, «posee un aire de mayor distinción y dignidad, que un pavo real encaramado a una antigua balaustrada de piedra». El maese Simon se sintió entonces apremiado, pues tenía una cita en la iglesia parroquial con el coro del pueblo, que iba a interpretar un repertorio musical preparado por él. Había algo extremadamente agradable en la alegre corriente de amor por la vida animal de aquel hombrecillo; y confieso que me vi un tanto sorprendido por sus oportunas citas de autores, que desde luego no figuraban en el índice de mis lecturas diarias. Le mencioné esta última circunstancia a Frank Bracebridge, que me dijo con una sonrisa que todo el inventario de erudición del maese Simon se reducía a media docena de rancios autores, que el señor había puesto en sus manos; textos que releía incansablemente, cada vez que sufría un ataque de esnobismo literario… lo que no era infrecuente durante los días lluviosos, o las largas noches de invierno. El Book of husbandry de sir Anthony Fitzherbert; el Country contentments de Markham; el Tretyse of hunting de sir Thomas Cockayne; el Angler de Izaak Walton; y dos o tres más de estos viejos proceres de la pluma, eran sus autoridades de cabecera. Y, como todos los hombres que no conocen más que un par de libros, los admiraba con una especie de idolatría, y los citaba en cualquier ocasión, viniera o no a cuento. En lo que a sus canciones respectaba, estas fueron extraídas principalmente de viejos volúmenes de la biblioteca del señor, y arregladas para su adaptación a melodías, que fueron populares entre los espíritus selectos del pasado siglo. Su aplicación práctica de ciertos fragmentos literarios, sin embargo, había conseguido que fuera considerado como un prodigio de conocimiento libresco, por todos los monteros, ojeadores y aficionados a la caza de los alrededores. Mientras hablábamos, oímos el tañido distante de la campana parroquial, y Bracebridge me dijo que su padre era especialmente intransigente respecto a tener reunida a su familia en la iglesia la mañana de Navidad; pues consideraba que era un día para regocijarse y prodigarse en muestras de gratitud, tal y como el viejo Tusser[11] observó: En Navidad, sé feliz y agradecido con todo, y convida a tus vecinos pobres, a grandes y pequeños. —Si está usted dispuesto a acompañarnos a la iglesia —me dijo Frank Bracebridge—, puedo prometerle una muestra de los logros musicales de mi primo Simon. Como el templo carece de órgano, ha reunido una banda de aficionados de la aldea, y fundado un club musical para su instrucción y perfeccionamiento; ha organizado también una agrupación vocal, y lo ha hecho del mismo modo en que organizó la jauría de los perros de mi padre, de acuerdo con las instrucciones de Jervaise Markham[12],contenidas en su obra Country contentments. Para la cuerda de los bajos ha considerado, entre los pueblerinos, todas las «voces profundas y solemnes», y para la de los tenores, las «voces chillonas y resonantes»; para las «voces dulces», ha escogido con extraordinario gusto entre las muchachas más bonitas de los alrededores; aunque estas, según afirma, son las más difíciles de mantener afinadas, siendo su hermosa solista bastante díscola y caprichosa, y muy propensa a todo tipo de accidentes. Co mo la mañan a, aunqu e gélida, era extraordinariamente hermosa y clara, la mayor parte de la familia se dirigió a pie hacia la iglesia: un edificio de piedra gris muy antiguo, que se alzaba en las afueras de la aldea, a una media milla de la puerta del parque familiar. Aneja al templo era visible una acogedora rectoría de un solo piso, que aparentaba la misma edad que la construcción principal. La fachada de ambas estaba totalmente cubierta por ramas de tejo entrelazadas, pacientemente guiadas hacia sus muros; para permitir que llegara luz a las pequeñas y antiguas celosías, se habían practicado huecos en el denso follaje. Cuando íbamos a adentrarnos en este resguardado nido, el párroco nos adelantó y nos precedió. Yo confiaba en encontrarme con un pastor elegante y primorosamente acicalado, tal y como cabría esperarse de una cómoda existencia, en las inmediaciones de la mesa de un rico patrón; pero me vi decepcionado. El párroco era un hombre pequeño, flaco, de aspecto gris, con una peluca canosa que era demasiado ancha y rebosaba por encima de cada oreja, de modo que su cabeza parecía haberse encogido dentro de ella, como una avellana seca en su cáscara. Vestía un vetusto y roñoso abrigo con grandes faldones, y bolsillos en los que habrían cabido la Biblia y el devocionario de la iglesia; y sus enclenques piernecitas, plantadas como estaban en sendos zapatones decorados con grandes hebillas, parecían aún más flacuchas. Supe por Frank Bracebridge que el buen pastor había sido condiscípulo de su padre en Oxford, habiendo recibido aquel destino parroquial poco después de que el señor tomase posesión de su hacienda. Era un connaisseur de la tipografía gótica, y solo a regañadientes leía una obra impresa en caracteres latinos. Las ediciones impresas por William Caxton y Wynkyn de Worde[13] eran su delicia; y se mostraba infatigable en sus investigaciones sobre esos viejos escritores ingleses que han caído en el olvido por su actual inutilidad. Seguramente por deferencia a las ideas y gustos del señor Bracebridge, el clérigo había acometido diligentes estudios sobre los auténticos usos y costumbres festivas de los viejos tiempos; y se había aplicado tan celosamente a esta tarea, como si de un prebendado de la familia se tratara; pero tal celo no se debía más que a ese perseverante espíritu con el que los hombres de temperamento adusto persiguen cualquier pista de estudio, simplemente porque en eso consiste el aprendizaje; y ello, con independencia de la naturaleza de la materia en cuestión, ya se tratase de un ejemplo del grado más alto del conocimiento, o de la vulgaridad y obscenidad del mundo antiguo. Tan intensamente se había volcado él sobre estos viejos volúmenes, que parecían haberse reflejado en su semblante; el cual, si la cara fuera un índice de la mente, podría compararse a un frontispicio impreso en letras góticas. Al llegar al pórtico de la iglesia, encontramos al párroco reprendiendo al sacristán de cabellos canosos, por haber añadido el muérdago a las plantas perennifolias con las que el templo estaba adornado. Se trataba, observó él, de una especie impía, profanada por haber sido empleada por los druidas en sus ceremonias místicas; y aunque podía ser inocentemente utilizada en la ornamentación festiva de salones y cocinas, había sido considerada como profana por los Padres de la Iglesia, lo que la descartaba para fines sagrados. Tan inflexible se mostró él en este punto, que el pobre sacristán se vio obligado a retirar una gran parte de los humildes trofeos de su gusto, antes de que el pastor consintiera entrar para dirigir el servicio religioso. El interior de la iglesia era venerable, pero sencillo; los muros exhibían numerosas pinturas murales de los Bracebridge, y justo al lado del altar podía verse una tumba de antigua factura, sobre la cual yacía la efigie de un guerrero con armadura completa y las piernas cruzadas —lo que lo identificaba como un caballero cruzado—. Me explicaron que se trataba de un antepasado que se había destacado en Tierra Santa; el mismo cuyo retrato colgaba sobre la chimenea en el salón familiar. Durante el servicio, el maese Simon se puso de pie en el banco, y repitió los responsos muy audiblemente; evidenciando esa clase de devoción ceremoniosa rigurosamente observada por los caballeros de la vieja escuela, siendo él, además, un hombre de rancio abolengo. Reparé, también, en que volvía las hojas de un libro de oraciones en folio con una especie de broche de oro; posiblemente para mostrar un enorme anillo sello que adornaba uno de sus dedos, y que tenía todo el aspecto de ser una reliquia familiar. Pero él, evidentemente, estaba más atento a la parte musical del servicio, manteniendo su ojo intensamente fijo en el coro, y marcando el compás con mucha gesticulación y énfasis. La orquesta estaba situada en una pequeña galería, y presentaba una agrupación de cabezas — apiladas unas encima de otras — de lo más variopinta; y entre ellas me llamó la atención, particularmente, la del sastre del pueblo: un hombrecillo pálido, con la frente y el mentón en retirada, que tocaba el clarinete y parecía haber hinchado sus carrillos hasta el punto máximo; y había otro, un hombre bajo, rechoncho y encorvado, afanándose sobre una viola bajo, de modo que no mostraba más que la parte superior de la cabeza, redonda y calva como el huevo de un avestruz. Había dos o tres caras bonitas entre las cantantes femeninas, a las que el aire cortante de una mañana helada les había prestado un brillante tinte rosado; pero los coristas masculinos habían sido evidentemente elegidos, como los viejos violines de Cremona, más por el tono que por su aspecto; y comoquiera que unos cuantos debían seguir el mismo libro, podían verse caprichosos hermanamientos de fisonomías, no muy diferentes de esos grupos de querubines que a veces hallamos en las lápidas del país. Los servicios habituales del coro estaban aceptablemente bien dirigidos; las partes vocales, generalmente, se rezagaban un poco respecto a la instrumental, y de vez en cuando algún violinista holgazán, tratando de recuperar el tiempo perdido, atacaba un pasaje con celeridad prodigiosa, saltándose más compases que obstáculos un montero de zorros, para estar presente en el Finale. Pero la prueba de fuego fue un himno arreglado y adaptado por el propio maese Simon, alrededor del cual había creado una enorme expectación. Desafortunadamente, un error cometido al comienzo del mismo hizo que los músicos se pusieran nerviosos. El maese Simon estaba frenético; la ejecución continuó sin convicción y de forma irregular, hasta la llegada de un estribillo que empezaba así: «Cantemos ahora todos a una», lo que pareció la señal para que la agrupación se desagrupase; todo se convirtió en discordia y confusión; cada cual avanzó por su lado, y llegó al final lo mejor —o más bien lo antes— que pudo; con la excepción de un viejo corista con unas gafas de concha, a horcajadas sobre una nariz larga y resonante, quien, estando algo apartado y envuelto en su propia melodía, mantenía su tembloroso curso, retorciendo la cabeza, devorando el libro con los ojos, y concluyendo —casi sin fuelle— con un solo nasal de al menos tres compases de duración. El párroco nos regaló con un sermón de lo más erudito sobre los ritos y ceremonias de la Navidad, y la conveniencia de celebrar este día no solo como uno de acción de gracias, sino también de regocijo; apoyando la exactitud de sus opiniones en los usos más tempranos de la Iglesia, y sancionándolascon la autoridad de Teófilo de Cesarea, san Cipriano, san Juan Crisóstomo, san Agustín, y una nube más de santos y patriarcas, a quienes citó abundantemente. Yo estaba algo perplejo, no obstante, y no acababa de ver la necesidad de un despliegue tan poderoso de fuerzas, para defender un punto que ninguno de los presentes parecía dispuesto a discutir; pero pronto descubrí que el buen hombre tenía una legión de adversarios ideales con los que lidiar; habiendo quedado, en el curso de sus investigaciones sobre la celebración de la natividad de Cristo, completamente enredado en las controversias sectarias de la Revolución, cuando los puritanos atacaban tan ferozmente las ceremonias de la Iglesia, y la pobre y vieja Navidad fue expulsada de la tierra por decreto del Parlamento[14]. El digno párroco vivía anclado en los tiempos pasados, y no sabía sino muy poco del presente. Encerrado entre tomos carcomidos por los gusanos, en la soledad de su pequeño y anticuado estudio, las páginas de los viejos tiempos eran para él como las gacetas del día, en tanto que la época de la Revolución era mera historia moderna. Él olvidaba que habían transcurrido casi dos siglos, desde la atroz persecución de los pobres pasteles de picadillo de fruta en todo el país; cuando el pudín de Navidad fue execrado como «mero papismo», y la carne asada como anticristiana; y que la Navidad había sido traída de nuevo triunfalmente por la alegre corte del rey Carlos, durante la Restauración. Su ánimo se enardeció moderadamente por efecto de su contienda y de la horda de enemigos imaginarios a la que tenía que combatir; mantenía un tenaz conflicto con el viejo Prynne, y dos o tres olvidados campeones de los «cabezas redondas[15]» sobre la cuestión de la fiesta de Navidad; y concluyó instando a sus feligreses, de la manera más solemne y conmovedora, a defender las costumbres tradicionales legadas por sus padres, festejando y disfrutando de aquel gozoso aniversario de la Iglesia. Pocas veces he asistido a un sermón con efectos más inmediatos y aparentes; pues a la salida de la iglesia, la parroquia —todos y cada uno de los feligreses— parecía poseída de la alegría de espíritu tan ardientemente prescrita por su pastor. Los adultos se reunieron formando grupitos en el camposanto, para saludarse y estrecharse las manos; mientras los niños correteaban alrededor gritando ¡ule!, ¡ule!, y repitiendo algunas rimas groseras que, según me informó el párroco, que se había unido a nosotros, se remontaban a tiempos inmemoriales. Los aldeanos, al pasar junto a ellos el señor, se quitaban el sombrero y le expresaban sus buenos deseos para el futuro, con total apariencia de cordial sinceridad; él, por su parte, los iba invitando a su casa a beber algo, para quitarse el frío de la mañana; y oí bendiciones pronunciadas por algunos de los más pobres, que me convencieron de que, aun en medio de su alegría, el viejo y digno caballero no había olvidado la genuina virtud navideña de la caridad. Durante nuestro camino de regreso a casa, su corazón parecía rebosante de sentimientos felices y generosos. Al coronar una elevación del terreno, que dominaba una amplia porción de paisaje, empezaron a llegar de tanto en tanto a nuestros oídos sonidos de rústico jolgorio; el señor se detuvo un momento, y miró a su alrededor con un indescriptible aire de bondad. La belleza del día se bastaba sola para inspirar amor al género humano. A pesar de la frialdad de la mañana, el sol, en su recorrido por el cielo sin nubes, había adquirido suficiente poder para derretir la delgada capa de nieve en cada declive orientado al sur, suscitando esa viva verdura que, incluso en pleno invierno, adorna los paisajes ingleses. Grandes extensiones de sonriente verdor contrastaban con la blancura deslumbrante de las laderas y hondonadas umbrías. Cada resguardada vertiente, sobre la que los vigorosos rayos incidían, rendía su plateado arroyuelo de agua fría y límpida, brillando a través de la hierba empapada, y despidiendo sutiles vapores para contribuir a la fina neblina que flotaba sobre la superficie. Había algo verdaderamente alentador en aquel triunfo de la calidez y el verdor sobre la gélida esclavitud del invierno; era, como el señor observó, un emblema de la hospitalidad navideña, penetrando la frialdad de la ceremonia y el egoísmo, y descongelando cada corazón en un flujo común. Contempló con igual placer el humo indicador de júbilo, que emanaba de las chimeneas de las acogedoras granjas y casas de labor. —Me encanta —dijo él— ver este día tan bien cuidado por ricos y pobres; resulta gozoso disfrutar de un díaal año, al menos, en el que uno está seguro de ser bien recibido dondequiera que vaya, y de tener, por así decirlo, el mundo abierto de par en par; y estoy casi dispuesto a unirme al Poor Robin, en su maldición de todos los groseros enemigos de este honesto festival: Aquellos que de la Navidad reniegan, y que de buena gana enviaríamos a cenar con el viejo duque Humphry[16], o de lo contrario, a que el señor Ketch[17] los despache. El señor llegó a lamentar la deplorable decadencia de los juegos y diversiones, que una vez fueron frecuentes en esta temporada entre las clases bajas, consentidos y hasta alentados por las altas: cuando los viejos y oscuros salones de castillos y casas solariegas se abrían a la luz del día; cuando sobre las mesas abundaban el queso de cerdo, la carne de res y la cerveza; cuando el arpa y el villancico resonaban durante todo el día, y ricos y pobres eran invitados por igual a entrar y divertirse[18]. —Nuestros viejos juegos y costumbres locales —me explicó— fueron en gran medida responsables de que el campesinado se enamorase de su tierra; y su promoción social, gracias a la alta burguesía, lo reconcilió con su señor. Ellos hicieron aquellos tiempos más felices, más amables y mejores; y puedo decir realmente, con uno de nuestros antiguos poetas: Sé bien lo que digo: la curiosa meticulosidad y fingida gravedad de aquellos que buscan desterrar estos inofensivos juegos, nos han alejado mucho de la antigua honestidad. »La nación —continuó diciendo— se ha visto alterada; casi hemos perdido nuestro sencillo y genuino campesinado. Este se ha apartado de las clases superiores, y parece pensar que sus intereses divergen de los de estas. Se ha vuelto demasiado sabiondo, y comienza a leer periódicos, a escuchar a políticos de cervecería y a hablar de reforma. Creo que un modo de mantenerlo contento en estos tiempos difíciles sería que la nobleza y la alta burguesía pasaran más tiempo en sus fincas, se mezclasen más con la gente del campo, y pusiesen de nuevo en valor los viejos y alegres juegos ingleses. Tal era el proyecto del buen señor para mitigar el descontento social; y, de hecho, él había intentado unos años antes poner en práctica su doctrina, manteniendo abierta su casa durante las fiestas al viejo estilo. Sus paisanos, sin embargo, no supieron interpretar su papel en aquella escenificación de la rancia hospitalidad inglesa; se dieron muchas circunstancias desagradables; la mansión fue invadida por todos los vagabundos de la región; y se introdujeron más mendigos en la vecindad en una semana, de los que los funcionarios municipales podían deshacerse en un año. A partir de entonces se contentó con invitar a la parte decente de los campesinos vecinos, a acudir a su casa el día de Navidad; y a distribuir carne de vacuno, pan y cerveza entre los pobres, para que pudieran celebrar la fiesta en sus propias viviendas. No estábamos muy lejos de casa cuando resultó audible el sonsonete de un aire popular. Una banda de muchachos de los alrededores, sin abrigos, con las mangas de sus camisas caprichosamente decoradas con cintas, sus sombreros adornados con ramas y hojas, y garrotes en sus manos, fue vista avanzando por la avenida, seguida de un gran número de aldeanos y campesinos. Se detuvieron frente a la puerta de la casa, donde el acompañamiento marcaba un ritmo peculiar, y los jóvenes ejecutaron una curiosa y complicada danza, avanzando,
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