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Vieja Navidad Washington Irving (2016)

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Washington Irving nos dejó una obra memorable, su famoso The sketch book. Allí se
recogieron por primera vez sus más célebres historias («La leyenda de Sleepy Hollow» o
«Rip Van Winkle», entre otros). Pero gran parte del éxito de este libro vino por una novela,
Old Christmas, donde retrata de forma nostálgica y humorística las celebraciones
navideñas en una casa de campo inglesa. Este delicioso y olvidado clásico de las fiestas
navideñas le ganó fama a su autor en Europa y fue la fuente de inspiración de la famosa
novela Canción de Navidad de Charles Dickens. Además, construyó buena parte del
moderno espíritu nostálgico de estas fiestas en la cultura occidental. Su lectura, junto a la
de Dickens, merece ser una tradición navideña.
Washington Irving
Vieja Navidad
del «Libro de escenas del caballero Geoffrey Crayon»
(1820)
Título original: Old Christmas
Washington Irving, 1820
Traducción y notas: Óscar Mariscal, 2016
Ilustraciones: Randolph Caldecott
Revisión: 1.0
22/01/2023
Uno podía entonces contemplar
en Navidad, y en cada casa,
buenos fuegos para ahuyentar el frío,
y carne para grandes y chicos.
Los vecinos eran cortésmente invitados,
y todos se sentían bien hallados;
no se echaba a los pobres de las puertas,
cuando esta anticuada gorra era nueva.
(DE UNA VIEJA CANCIÓN NAVIDEÑA)
Navidad
Nada hay en Inglaterra que ejerza un hechizo más placentero sobre mi
imaginación que la pervivencia de las costumbres festivas y los juegos
rurales de antaño. Estos y aquellas me evocan los cuadros que mi fantasía
solía pintarme en aquella mañana primaveral de la vida, cuando solo
conocía el mundo a través de los libros, y me lo figuraba tal cual lo
cantaban los poetas; traen consigo además el sabor de esos amables días de
otros tiempos, en los que —tal vez con igual ingenuidad— me inclino a
pensar que el mundo era más hogareño, sociable y alegre que el presente.
Lamento tener que añadir que estas tradiciones van perdiendo día a día su
vigor, siendo pertinazmente erosionadas por el tiempo, y más cruelmente
aún por las modas actuales. Me recuerdan a esos pintorescos pedazos de
arquitectura gótica que vemos desmoronarse en varios lugares del país, en
parte castigados por el paso de los años, y en parte perdidos entre las
adiciones y alteraciones de los últimos tiempos. La poesía, sin embargo, se
aferra con ternura acariciadora a estos rústicos divertimentos y festivas
jaranas, de donde han surgido muchos de sus temas; como la hiedra que,
enrollando su rico follaje alrededor del arco gótico y la desmoronada torre,
corresponde con gratitud a su soporte, manteniendo unidos sus inestables
restos y, por así decirlo, amortajándolos con su verdura.
De todas las antiguas fiestas, la de la Navidad es, con mucho, la que nos
despierta las asociaciones mentales más fuertes y sinceras. Hay un
sentimiento de naturaleza solemne y sagrada que se funde con nuestra
cordialidad, elevando el espíritu a un estado de gozo sublime y beatífico.
Los sermones en las iglesias resultan extremadamente emocionantes e
inspiradores en estas fechas; versan invariablemente sobre la hermosa
historia del origen de nuestra fe, y las escenas pastoriles que acompañaron
su anunciación; aumentando gradualmente en fervor y emoción durante el
tiempo de Adviento, hasta eclosionar en pleno aniversario del suceso que
nos trajo a los hombres la paz y la buena voluntad.
No conozco un efecto más
grandioso de la música sobre los
sentimientos morales, que el
provocado al escuchar el órgano y
el coro al completo, interpretando
un himno navideño en una catedral,
y llenando cada rincón del vasto
templo con su armonía triunfante.
Es, asimismo, una hermosa
convención, derivada de los días
antiguos, que este festival, que
conmemora la buena nueva de la
religión de la paz y el amor, se haya
convertido en motivo para reunir a
las familias dispersas; para llamar
de vuelta una vez más a los
polluelos que abandonaron el nido,
volando en solitario cada uno por su
lado, a congregarse alrededor del
hogar paterno —punto de encuentro
de los afectos—, y rejuvenecer allí
y apasionarse entre los entrañables
recuerdos de la infancia; y apretar
de nuevo esos nudos parentales que
mantienen unidos los corazones, y
que las preocupaciones, placeres y
dolores del mundo se empeñan
continuamente en aflojar.
Hay algo en la propia estación
del año que le presta encanto a la
fiesta de Navidad. En otras épocas del año una gran parte de nuestros
placeres se deriva de la mera belleza de la naturaleza: nuestros sentimientos
brotan y se disipan en medio del paisaje soleado, y vivimos «fuera de casa y
en todas partes».
El canto de los pájaros, el
murmullo del arroyo, el fragante
aliento de la primavera, la suave
voluptuosidad del verano, la
pompa dorada del otoño; la
tierra con su manto de
refrescante verdor, y el cielo con
su profundo y delicioso azul y
su algodonosa magnificencia…
todo nos llena de una alegría
muda pero exquisita, y nos
gozamos solo en los placeres de
los sentidos. Pero en lo más
profundo del invierno, cuando la
naturaleza yace despojada de
todo encanto, envuelta en su mortaja de sábanas de hielo y nieve, buscamos
de nuevo aquietar nuestras pasiones en fuentes morales. Lo inhóspito y
desolado del paisaje, los días cortos y sombríos y sus tenebrosas noches,
reduciendo a estrechos límites nuestros vagabundeos, o apartando de
nuestro ánimo la idea de aventurarnos fuera de casa, nos disponen más
agudamente para los placeres del círculo social. Nuestros pensamientos
están más concentrados; nuestras simpatías amistosas más excitadas.
Respondemos más expansivamente al encanto de la compañía de los demás
mortales, y nos dejamos llevar más confiadamente por nuestra dependencia
del prójimo para el disfrute. Corazón llama a corazón; y así extraemos
nuestros placeres de los profundos pozos de viva bondad, que se hallan en
los más recónditos recovecos de nuestros pechos; y nos proveen, cuando
recurrimos a ellos, del elemento de la felicidad hogareña en su estado de
máxima pureza.
La oleosa oscuridad en el exterior hace que el corazón se dilate al entrar
en una estancia bendecida por la luz y el calor del fuego vespertino. Las
llamas rojizas difunden una solana y un verano artificiales por toda la pieza,
iluminando en cada rostro la más afectuosa expresión de agradecimiento.
¿Dónde la honesta faz de la hospitalidad se adorna con una sonrisa más
amplia y cordial?, ¿dónde la tímida mirada de amor es más dulcemente
elocuente, que junto a la chimenea en invierno? Y mientras la hueca ráfaga
de viento invernal recorre el pasillo, bate la puerta distante, silba alrededor
de los batientes de las ventanas y baja rugiendo por la chimenea, ¿qué
puede ser más gratificante que ese sentimiento de sobria protección, con el
que contemplamos en la confortable cámara, la escena de hilaridad
doméstica que se desarrolla a nuestro alrededor?
Los ingleses, debido a la prevalencia de los hábitos rurales en todas las
clases sociales, han sido aficionados desde siempre a esas fiestas y
solemnidades, que tan agradablemente interrumpen la monotonía de la vida
campestre; y eran, en días antiguos, particularmente observantes de los ritos
religiosos y sociales asociados a la Navidad. Resulta inspirador, incluso,
leer los áridos informes que algunos anticuarios nos han dejado de los
pintorescos humores, los desfiles burlescos y el completo abandono a la
alegría y la camaradería, con el que este festival era celebrado. Algo que
parecía hacer saltar las cerraduras de todas las puertas y corazones. Algo
que hermanaba a campesinos y hacendados, fundiendo todas las categorías
y clases sociales en un cálido y generoso flujo de alegría y bondad. En los
vetustos salones de castillos y casas solariegas, resonaban el arpa con
pedales y los villancicos populares, y sus vastos entarimados gemían bajo el
peso de la hospitalidad. Hasta la cabaña más humilde daba la bienvenida a
la temporada festiva adornada con el verdor del laurel y el acebo; con el
alegre fuego brillando a través de las celosías,invitando al caminante a
levantar la tranca, y unirse al cónclave de chismosos apiñado alrededor de
la chimenea, entreteniendo la larga noche con bromas legendarias e
historias navideñas contadas año tras año.
Entre los efectos más perniciosos de la sofisticación moderna, se
cuentan los estragos causados sobre las viejas y entrañables costumbres
festivas. Aquella ha acabado por limar los vivos relieves y agudos resaltes
de estos ornamentos de nuestra existencia, desgastando la sociedad hasta
convertir su superficie en otra más suave y pulida, pero sin duda menos
peculiar. Muchos de los ceremoniales y pasatiempos navideños más
ancestrales han desaparecido por completo, y como el sherris sack del viejo
Falstaff[1], se han convertido en materia de especulación y controversia
entre comentaristas y eruditos. Tales prácticas florecieron en tiempos llenos
de espiritualidad y reciedumbre, cuando los hombres disfrutaban ruda pero
enérgica y sanamente de la vida; tiempos salvajes y pintorescos, que han
aportado a la poesía sus materiales más ricos, y al drama su atractiva
variedad de personajes y costumbres. El mundo se ha vuelto más frívolo.
Hay más disipación y menos disfrute verdadero. El placer se ha expandido
en una corriente más amplia pero más superficial, abandonando muchos de
esos profundos y tranquilos canales, por los que fluía dulcemente sobre el
uniforme lecho de la vida doméstica. La sociedad ha adquirido un tono más
culto y refinado, pero ha perdido
muchas de sus fuertes
peculiaridades locales y sus
sentimientos más hogareños,
olvidando los sencillos placeres
que se viven junto a la chimenea.
Las tradicionales costumbres de
esa antigüedad de corazón noble,
con su hospitalidad feudal y sus
señoriales brindis con ponche
caliente, se han venido abajo con
los majestuosos castillos y casonas
solariegas donde se observaban.
Tales hábitos casaban bien con el
sombrío aposento, la gran galería
enmaderada de roble y el salón de
tapices, pero no son aptas para las
artificiales salitas y funcionales
gabinetes de las residencias
modernas.
Mas despojada como está, sin embargo, de sus honores antiguos y
festivos, la Navidad es todavía un período de deliciosa emoción en
Inglaterra. Estimula ver tan excitado ese amor al hogar y la vida en familia,
que parece ocupar un lugar privilegiado en cada pecho inglés. Los
preparativos que en todas partes se hacen para el gran acontecimiento
social, que ha de reunir a los amigos y parientes; los presentes navideños —
esas muestras de afecto y consideración, que inspiran tan amables
sentimientos— cambiando de manos; las ramas de abeto expuestas en casas
e iglesias, como emblemas de paz y alegría…
todo ello tiene un notable efecto sobre los ánimos, provocando
asociaciones de ideas cordiales y estimulando benevolentes simpatías.
Incluso el alboroto de las
rondas, tosca como pueda
parecemos su juglaría,
sorprende a los noctivagos
en esas noches de invierno
con el efecto de una
perfecta armonía. Cuando
he sido despertado por
ellas a esa hora calma y
solemne, en la que «el
sueño cae sobre los
hombres», he prestado
oídos con silencioso
deleite, y relacionando su
canto con la ocasión
sagrada y dichosa, me he
imaginado a esos mozos
en otro coro celestial,
anunciando la paz y la
buena voluntad a la
humanidad.
Cuán deliciosamente la imaginación, cuando sobre ella obran estas
influencias morales, lo convierte todo en melodía y belleza: El mismo canto
del gallo, que a veces se escucha en la profunda calma del campo
—«llamando los guardias nocturnos a sus damas emplumadas»—, era
interpretado por la gente sencilla como un anuncio de la inminencia de este
sagrado festival:
Hay quien dice que llegada esa estación,
en la que celebramos el nacimiento del Salvador,
esta ave del amanecer canta toda la noche:
y entonces, dicen, ningún espíritu osa alborotar alrededor;
las noches son saludables: no hay planetas en conjunción,
las hadas no roban, ninguna bruja tiene poder para encantar,
tan sagrada y beatífica es la ocasión.
En medio del llamamiento general a la felicidad, el bullicio de los
espíritus y el despertar de los afectos, típicos de este período, ¿qué pecho
puede permanecer insensible? Esta es, de hecho, la estación de los
sentimientos regenerados: la ocasión para prender, no solo el fuego de la
hospitalidad en el hogar, también la afectuosa llama de la caridad en el
corazón.
La escena de amor primordial, reverdecida, se eleva en nuestra memoria
sobre el yermo estéril de los años; y la idea del hogar, con la fragancia de
las sencillas alegrías de la vida familiar, vivifica el espíritu agostado: como
la brisa del desierto, que a veces lleva flotando la frescura de lejanos
campos hasta el extenuado peregrino.
Forastero y nómada como soy
en el mundo —pues para mí no
arde ningún hogar familiar, ni
abre sus puertas ningún techo
hospitalario, ni hay cálido apretón
de manos de bienvenida en el
umbral—, siento, sin embargo, la
influencia de la temporada
penetrando mi alma, desde las
miradas felices de cuantos me
rodean. Seguramente la felicidad,
como la luz del cielo, sufre
reflexión especular; y cada
semblante brillante de inocente
gozo, iluminado por una sonrisa,
es un espejo que refleja hacia los
demás los rayos de una
benevolencia suprema e invariablemente resplandeciente. Aquel que
groseramente rechaza contemplar la felicidad de sus semejantes, y se recrea
sombrío y quejumbroso en su soledad cuando todo en derredor es alegría,
vivirá sus momentos de emoción y satisfacción egoísta, pero anhelando
participar de la corriente de simpatía social que constituye el encanto de una
feliz Navidad.
La diligencia
En el artículo anterior he hecho algunas observaciones generales sobre las
fiestas navideñas en Inglaterra, y me siento tentado ahora a ilustrarlas
mediante algunas anécdotas de una Navidad pasada en aquel país; a la hora
de leer estas páginas detenidamente, invito cortésmente a mis lectores a
dejar a un lado la austeridad del buen juicio y a imbuirse de ese genuino
espíritu navideño que tolera el desenfreno y solo ansia diversión.
En el curso de una gira por Yorkshire durante el mes de diciembre,
recorrí una larga distancia en una de esas diligencias públicas, la misma
víspera de la Navidad. El coche estaba abarrotado, tanto por dentro como
por fuera, de pasajeros que, según deduje por su conversación, parecían en
su mayoría dirigirse a los hogares de parientes o amigos a celebrar la
Nochebuena. Iba cargado también con escarcelas, canastas y cajas de
dulces, y liebres colgando de sus largas orejas a ambos lados del pescante:
presentes de amigos lejanos para la fiesta inminente. Tenía yo como
compañeros de viaje en el interior a tres colegiales de finas mejillas rosadas,
rebosantes de esa salud recia y ese espíritu varonil que he observado en los
chiquillos de estas islas. Regresaban a casa en un elevado estado de júbilo
para pasar las vacaciones, prometiéndose un mundo de diversión. Fue una
delicia escuchar los ambiciosos planes lúdicos de los pequeños aros, y las
fabulosas hazañas que llevarían a cabo durante sus seis semanas de
emancipación de la aborrecida tiranía del libraco, la palmeta y el pedagogo.
Aguardaban con expectación reencontrarse con la familia y el hogar, y hasta
con cada gato y perro; y pensaban en lo contentas que se pondrían sus
hermanas pequeñas con los regalos que abultaban sus bolsillos; pero el
reencuentro que parecían esperar con mayor impaciencia era con Bantam,
que, según descubrí, era un poni, poseedor, de acuerdo con su charla, de
más virtudes que cualquier equino desde los días de Bucéfalo[2]. ¡Cómo
trotaba! ¡Cómo corría! ¡Y qué saltos daba!: no había un cercado en toda la
región que no hubiera podido superar.
Los muchachos estaban bajo la
tutela particular del conductor, a
quien trataban como si fuese uno de
sus mejores camaradas, y, cada vez
que se presentaba la oportunidad,
asaeteaban con un montón de
preguntas. De hecho, no pude dejar
de notar la expresión de gozo del
cochero, y el extraordinario aire de
importancia quese daba, con su
sombrero inclinado hacia un lado, y
un vistoso manojo de muérdago
prendido a una solapa de su abrigo. Se trata de un personaje por lo común
muy atareado y esmerado, y esto resulta particularmente cierto durante esta
temporada, con tantos encargos que cumplir como consecuencia del
intercambio de regalos. Y aquí, tal vez, puede que no esté de más, en
consideran ion a mis lectores no viajeros, hacer un boceto que pueda servir
de representación general de esta muy numerosa e importante clase de
funcionarios, que posee una vestimenta, unas maneras, un lenguaje y un
aire peculiares, comunes a todo el gremio; de modo que dondequiera que
sea visto un cochero inglés, es imposible confundirlo con alguien de
cualquier otro oficio o cofradía.
Tiene este caballero, por lo general, un rostro ancho y lleno,
generosamente moteado de rojo, como si en cada vaso de la piel la sangre
hubiese sido bombeada a una presión inaudita; su cuerpo está hinchado
hasta unas dimensiones cómicas, debido a la frecuente libación de bebidas
malteadas, y su volumen aún se incrementa más, por la abundancia de capas
bajo las que está sepultado como el cogollo de una coliflor, alargándose la
capa más exterior hasta sus talones.
Lleva un sombrero de ala ancha y
copa baja; un enorme pañuelo de
colores enrollado al cuello,
diestramente anudado y remetido en
la pechera; y luce en verano un gran
ramillete de flores en el ojal: el
presente, con toda probabilidad, de
alguna enamorada moza del lugar. El
chaleco rayado suele ser de algún
color brillante; y sus calzones se
extienden muy por debajo de las
rodillas, para encontrarse con un par
de botas de equitación que le llegan
hasta casi la mitad de las piernas.
Todo este vestuario es mantenido con mucha precisión; el cochero tiene
a gala hacerse confeccionar sus prendas con excelentes materiales; y, a
pesar de la aparente tosquedad de su aspecto, aún es discernible esa
pulcritud y decoro personales, que son casi consustanciales a los ingleses.
Goza de gran importancia y consideración a todo lo largo del camino;
mantiene frecuentes pláticas con las amas de casa del pueblo, que lo ven
como un hombre de confianza y sólido criterio; y muestra un buen
entendimiento con cada muchachita de ojos brillantes de la región. En el
momento en que llega a la posta, donde los caballos deben ser renovados,
arroja las riendas con indiferencia y abandona el tiro al cuidado del mozo de
cuadra; pues su deber consiste simplemente en conducir de una etapa a otra.
Cuando baja del pescante, empuja sus manos dentro de los bolsillos de
su abrigo, y se pasea en círculo por el patio de la posada dándose aires de
señorío. Aquí se lo ve generalmente rodeado por una corte de rendidos
admiradores: mozos de cuadra, postillones, limpiabotas, y esos parásitos sin
nombre que infestan posadas y tabernas, haciendo recados y todo tipo de
trabajos raros, a cambio del privilegio de cebarse en la grasa de la cocina y
en el derrame de la espita de la cerveza. Todos estos personajes lo respetan
como si fuese un oráculo; atesoran su palabrería; se hacen eco de sus
opiniones acerca de los caballos y otros temas de la tradición ecuestre; y,
sobre todo, se esfuerzan en imitar su apostura y su garbo.
Todo galopín con un
abrigo que echarse al
cuerpo, mete las manos en
los bolsillos, andorrea en
círculo, imita su jerigonza,
y es, de hecho, un
embrión de cochero.
Tal vez se debiese a la
agradable serenidad que
reinaba en mi propia
mente, pero me pareció
ver la alegría pintada en
cada rostro durante todo el
viaje. Una diligencia, sin
embargo, siempre lleva la
animación consigo, y pone
el mundo en movimiento
conforme rueda a lo largo
de él. El cuerno soplado a
la entrada de un pueblo
produce un alborozo general y extraordinario. Algunos se apresuran a
encontrarse con los amigos recién llegados; otros cargan con paquetes y
sombrereras para asegurarse un sitio a bordo, y en el apuro del momento
apenas pueden despedirse del grupo que los acompaña. Entretanto, el
cochero tiene un mundo de pequeños encargos que cumplir. A veces entrega
una liebre o un faisán; otras arroja un pequeño paquete o un periódico a la
puerta de una taberna; y en ocasiones, con una deliberada mirada de soslayo
y palabras de arcano significado, pasa a alguna criada, a medias ruborizada
y a medias sonriente, una carta de amor de extraña factura de algún rústico
admirador.
Mientras la diligencia traquetea atravesando el pueblo, todos corren
hacia las ventanillas, y uno puede contemplar en derredor lozanos rostros
del país y risueñas muchachas en flor. En las esquinas se reúnen juntas de
ociosos y enterados locales, que
toman sus puestos allí con el
importante propósito de ver a la
compañía pasar; pero el corrillo
más docto se congrega
generalmente junto al taller del
herrero, para quien el paso de la
diligencia es un fructífero evento
rodeado de mucha expectación.
El herrero, con el talón del
caballo en su regazo, hace una
pausa mientras el vehículo avanza
frente a él; el cíclope junto al
yunque suspende su resonante
martilleo, y sumerge el hierro al
rojo para templarlo; y el espectro
holliniento tocado con una gorra
de papel marrón, que se afana en el fuelle, se apoya en el mango por un
momento, y permite que el asmático motor exhale un largo suspiro,
mientras mira a través del humo turbio y los destellos sulfurosos de la
fragua.
Quizá fuera la proximidad de la fiesta la causante del espontáneo
impulso en el alma del pueblo, pues se me antojaba que todo el mundo tenía
buen aspecto y estaba de excelente humor. Piezas de caza, aves de corral y
otros lujos de la mesa circulaban rápidamente de mano en mano; los
establecimientos de verduleros, carniceros y mantequeros estaban atestados
de clientes. Las amas de casa bregaban enérgicamente por doquier,
poniendo sus viviendas en orden; y las lustrosas ramas de acebo, con sus
bayas de color rojo brillante, comenzaban a aparecer en las ventanas. La
escena trajo a mi mente el relato de los preparativos de la Navidad, hecho
por un viejo escritor:
Ahora capones y gallinas, además de pavos, gansos y patos, con carne de cordero y
carnero: todos deben morir; pues durante doce días una multitud no puede ser alimentada con
poca cosa. Ahora ciruelas y especias, azúcar y miel, a la par entre empanadas y caldos. Ahora
o nunca debe la música estar a punto, pues los jóvenes han de bailar y cantar para entrar en
calor, mientras los más viejos se sientan junto al fuego. La sirvienta del campo hace a medias
sus recados, y debe ser enviada de nuevo, si olvida traer una baraja de cartas en la víspera de
Navidad. Se discute animadamente sobre si es preferible la hiedra al acebo, o si es el amo o la
ama quien lleva los calzones. Dados y cartas benefician al mayordomo; y si al cocinero no le
falla el ingenio, se lamerá dulcemente los dedos.
Fui despertado de esta suerte de sibarítico ensueño por un grito de mis
jóvenes compañeros de viaje. Habían permanecido pegados a las ventanillas
durante las últimas pocas millas, reconociendo cada árbol y casa de
labranza conforme se aproximaban al hogar, y al poco se produjo un
estallido general de gozo:
—¡Ahí está John! ¡Y allí el viejo Cario! ¡Y ahí Bantam! —gritaron
aplaudiendo de felicidad los pequeños pillastres.
Al final de un camino de grava podía verse a un viejo sirviente de
aspecto sobrio, vestido de librea, aguardándolos: iba acompañado de un
veterano perdiguero, y del temible Bantam, un pequeño poni viejo y
resabiado, de melena hirsuta y larga cola de color herrumbroso, que
dormitaba tranquilamente junto al borde del camino, ignorante aún de la
ajetreada temporada que le esperaba.
Tuve el inmenso placer de presenciar el cariño con el que mis pequeños
compañeros saltaban alrededor del viejo lacayo inalterable, y abrazaban al
perdiguero, que sacudió todo su cuerpo de alegría. Mas el gran objeto de
interés era sin duda Bantam; todos querían montarlo ala vez; y, no sin
dificultad, John dispuso que montaran por turnos, y que el mayor lo hiciera
en primer lugar.Se alejaron por fin; uno a lomos del poni, con el perro brincando y
ladrando delante de él, y los demás de la mano de John; todos hablando a la
vez, y abrumando
al sirviente con
anécdotas
escolares y
preguntas sobre
su casa. Los seguí
con la vista, con
un sentimiento en
el que no sé a
punto fijo si
predominaba el
placer o la
melancolía: pues
recordé aquellos
días en que, como
ellos, no había
conocido aún la
preocupación ni la
tristeza, y unas
vacaciones eran el
súmmum de la
felicidad terrenal.
Nos detuvimos
unos momentos
después para dar
de beber a los caballos, y al reanudar nuestro itinerario, una vuelta del
camino nos puso a la vista de una bien cuidada casa solariega. Tan solo
alcancé a distinguir las formas de una señora y dos muchachitas en el
pórtico, y vi a mis pequeños camaradas con Bantam, Cario y el viejo John,
marchando por el camino de carruajes.
Me asomé a la ventanilla con la esperanza de presenciar el feliz
encuentro, pero un bosquecillo de árboles me ocultó la escena. Al caer la
noche entramos en un pueblo en el que yo había decidido pernoctar. Al
acercarnos a la gran puerta de entrada de la fonda, vi a un lado la luz de un
estimulante fuego de
cocina, brillando a
través de una ventana
del establecimiento.
Entré y admiré, por
enésima vez, esa
estampa de
comodidad, pulcritud,
y gratísimo solaz y
esparcimiento, que es
la cocina de una
posada inglesa.
Poseía esta amplias
dimensiones, y
alrededor podían verse colgadas jarras de cobre y estaño muy pulidas, y
entre ellas, aquí y allá, ramas de abeto y otras plantas siempre verdes de
Navidad. Jamones, lenguas y hojas de tocino estaban suspendidos del techo;
un asador de torno rotaba con su incesante tintineo junto a la chimenea, y
un reloj hacía tictac en una esquina. Una mesa de pino bien fregada se
extendía a lo largo de un lado de la cocina, con un lomo frío de ternera y
otras vigorosas viandas expuestas sobre ella, aparentemente custodiadas por
dos enormes jarras de espumosa cerveza. Viajeros de inferior categoría se
preparaban para atacar esta opípara comida, mientras otros se sentaban a
fumar y chismorrear con su cerveza, en dos asientos de roble de respaldo
alto junto al fuego. Esbeltas camareras se apresuraban de un lado a otro
bajo la dirección de una lozana y bulliciosa patrona; pero aun así,
aprovechaban de cuando en cuando para intercambiar una palabra frívola, y
compartir una carcajada reparadora con el grupo alrededor del hogar. La
escena daba por buena la modesta idea del Poor Robin[3] sobre las
comodidades del pleno invierno.
Los árboles se despojan de sus frondosos sombreros,
para venerar el cabello plateado del invierno;
una hermosa anfitriona, una alegre acogida,
una jarra de cerveza ahora y un brindis,
tabaco y un buen fuego de carbón,
son cosas que no pueden faltar en esta estación.
No llevaba mucho tiempo en la fonda, cuando un carruaje de posta se
detuvo frente a la puerta. Un joven caballero se apeó de él, y a la luz de las
lámparas alcancé a vislumbrar una cara que me resultó familiar. Al echar el
cuerpo hacia delante para poder verlo más de cerca, su mirada se trabó con
la mía.
No me había equivocado; era Frank Bracebridge, un joven gallardo y
vivaracho, con el que una vez viajé por el continente. Nuestro encuentro fue
extremadamente cordial;
pues el rostro de un viejo
compañero de viaje
siempre aviva el recuerdo
de mil escenas agradables,
aventuras extrañas y
excelentes anécdotas.
Rememorar todo aquello
en una efímera entrevista
en la cocina de una
posada, se nos antojaba
imposible; y considerando
que ninguna atadura de
tiempo me retenía, pues
simplemente estaba
realizando una gira de
observación, él insistió en
que debería pasar un día o
dos en la hacienda de su
padre, adonde se dirigía a
pasar las fiestas, y que se encontraba a pocas millas de distancia de allí.
—Es mejor que tomar una solitaria cena de Navidad en una fonda —
argumentó él—; y puedo asegurarle una calurosa bienvenida al más genuino
estilo inglés de antaño. —Su razonamiento era convincente; y debo
confesar que los preparativos para la festividad universal, y el regocijo
general que había presenciado, hacían que me sintiera un tanto temeroso de
mi soledad; por consiguiente, acepté su invitación sin vacilar. El calesín
avanzó hasta la entrada, y en pocos momentos estábamos de camino a la
mansión de la familia Bracebridge.
San Francisco y san Benito
proteged esta casa de criaturas impías,
de pesadillas, y del duende
conocido como Robin Goodfellow[4];
ahuyentad a los malos espíritus,
hadas, comadrejas, ratas y hurones:
desde el toque de queda hasta la siguiente prima[5].
CARTWRIGHT
Nochebuena
Era una brillante noche de luna, aunque extremadamente fría; nuestro
calesín rodaba rápidamente sobre la tierra helada; el cochero hacía restallar
su látigo sin cesar, y durante una buena parte de nuestro trayecto su caballo
marchó al galope.
—Él sabe bien adonde va —dijo riendo mi compañero—, y está ansioso
por llegar a tiempo de gozar de la alegría y el jolgorio en la sala de los
criados. Mi padre, debe usted saberlo, es un rematado fanático de la vieja
escuela, y se enorgullece de mantener en pie los restos de la rancia
hospitalidad inglesa. Es un soportable espécimen de lo que difícilmente
encontrará hoy día en estado puro: el viejo caballero rural inglés; pues
nuestros hombres de postín pasan tanto tiempo en la ciudad, y las modas
han penetrado tanto en el campo, que las reciamente ricas peculiaridades de
la antigua vida campesina han perdido casi todas sus aristas. Mi padre, por
el contrario, adoptó en sus años mozos el honesto Peacham (en detrimento
de Chesterfield) como su libro de cabecera; y determinó, siguiendo su
propio criterio, que no hubo jamás estado más verdaderamente honorable y
envidiable que el de un caballero rural en las tierras paternas, y, por lo tanto,
pasa la totalidad de su tiempo en su hacienda. Es un defensor a ultranza del
renacimiento de las viejas observancias festivas y los juegos rurales, y está
profundamente versado en los comentaristas, antiguos y modernos, que han
tratado esta cuestión. De hecho, sus autores favoritos se cuentan entre los
que florecieron hace al menos dos siglos; ellos, insiste él, escribieron y
pensaron como verdaderos ingleses, más de hecho que cualquiera de sus
sucesores.
ȃl incluso se lamenta a veces de no haber nacido unas centurias antes,
cuando Inglaterra era ella misma, y conservaba aún sus usos y costumbres
peculiares. Viviendo como vive a cierta distancia de la carretera principal,
en un paraje más bien solitario de la región, y sin ningún terrateniente rival
en las cercanías, posee el más envidiable de todos los bienes para un inglés:
la oportunidad de complacer las inclinaciones de su propio humor sin ser
importunado. Siendo él la cabeza de la familia de más abolengo de la
comarca, y gran parte del campesinado local arrendatario suyo, es tratado
con mucho respeto, y, en general, es conocido simplemente por el apelativo
de “el señor”; un título que se ha otorgado al cabeza de linaje desde tiempos
inmemoriales. He creído conveniente darle esta información acerca de mi
digno y anciano padre, con la intención de prepararlo para cualquier
pequeña excentricidad suya, que de otro modo podría parecerle absurda.
Habíamos seguido durante algún tiempo la cerca de un parque, y al fin
el carruaje se detuvo ante la verja. Estaba hecha esta —siguiendo el sólido y
suntuoso viejo estilo— de barras de hierro caprichosamente labradas en la
parte superior, con adornos florales. Las enormes columnas de sección
cuadrada que sostenían la puerta estaban coronadas por el blasón familiar.
Contigua a esta se alzaba el pabellón de los guardeses, al resguardo de los
abetos oscuros, y oculto a medias entre frondosos arbustos.
El cochero hizo sonar la campana del
guardés, que resonó a través del aire gélido e
inmóvil, siendo respondida por el distante
ladrido de los perros con los que la mansión
parecía protegida. Una anciana apareció de
inmediato tras la verja. Cuando el resplandor
de laluna dio de lleno sobre ella, contemplé
la imagen de una pequeña y anticuada señora,
vestida según el gusto de antaño, con unos
pulcros pañuelo y petillo, y su cabello
plateado asomando por debajo de una
caperuza de nívea blancura. Ella avanzó
haciendo reverencias, con muchas expresiones de sencilla alegría al
reconocer a su joven amo. Su marido, al parecer, se hallaba en la casa
entreteniendo la víspera de Navidad en el salón de la servidumbre; no
podían pasar allí sin él, pues era el favorito de la casa interpretando
canciones y contando historias.
Mi amigo propuso que nos apeáramos y caminásemos por el parque
hasta la casa, que no quedaba a mucha distancia, mientras el carruaje seguía
hasta la cochera. Nuestro camino serpenteaba a través de una noble avenida
de árboles, entre cuyas ramas desnudas la luna brillaba conforme rodaba a
través de la profunda bóveda de un cielo sin nubes. El césped más allá
estaba cubierto por una capa muy somera de nieve, que aquí y allá brillaba
cuando los rayos lunares incidían sobre un cristal de escarcha; y a cierta
distancia podía apreciarse un vapor fino y transparente, ascendiendo desde
las tierras bajas, y amenazando con amortajar gradualmente el paisaje.
Mi compañero miró a su alrededor con arrobamiento:
—Cuántas veces —exclamó— he corrido como un loco remontando
esta avenida, al volver a casa para pasar las vacaciones escolares. ¡Cuántas
veces he jugado de niño bajo estos árboles! Siento por ellos una pizca de
reverencia filial, como cuando admiramos a aquellos que nos han apreciado
en la niñez. Mi padre siempre fue escrupulosamente estricto respecto a
nuestras vacaciones, teniéndonos a su alrededor en todas las celebraciones
familiares. Él solía dirigir y supervisar nuestros juegos, con el mismo rigor
con que algunos padres hacen lo propio con los estudios de sus hijos.
Insistía mucho en que debíamos practicar los antiguos juegos ingleses
según su forma original; y proponía antiguos libracos como jurisprudencia
y autoridad para cada alegre entretenimiento—, pero le aseguro que nunca
hubo para mí pedantería tan encantadora. Era la política del buen y viejo
caballero para hacer sentir a sus hijos que su casa era el lugar más feliz del
mundo; y valoro este delicioso sentimiento hogareño como uno de los
dones más preciosos que un padre puede otorgar.
Fuimos interrumpidos por el estruendo de una jauría de perros de todas
clases y tamaños: «mestizos, cachorros, lebreles y podencos, y chuchos sin
pedigrí», que, perturbados por el sonido de la campana de los guardeses y el
traqueteo del calesín, acudían dando brincos a través del césped con la
lengua fuera.
—Los perros pequeños y todos los demás: Tray, Blanch y Sweetheart;
¡mire cómo me ladran! —exclamó Bracebridge riendo. Al oír el sonido de
su voz, el gruñido se transformó en un ladrido de deleite, y en un momento
mi amigo se vio rodeado, y casi dominado, por las caricias de los fieles
animales.
Habíamos avanzado hasta tener una vista completa de la vieja mansión
familiar, en parte oculta en profundas sombras, y en parte iluminada por la
fría luz de la luna. Era un edificio irregular de cierta relevancia, y su
arquitectura parecía aunar estilos de diferentes períodos. Una de sus alas era
manifiestamente antigua, con recargados balcones de piedra cerrados con
vidrieras y cubiertos de hiedra, entre cuyas hojas los pequeños cuarterones
de vidrio en forma de diamante brillaban reflejando el fulgor lunar. El resto
de la casa correspondía al gusto francés de los tiempos de Carlos II, después
de haber sido alterada y restaurada, tal y como me explicó mi amigo, por
uno de sus antepasados, que regresó con dicho monarca durante la
Restauración. Los jardines que se extendían rodeando la casa, lo hacían al
viejo estilo formal: artificiales macizos de flores; setos vivos recortados;
terrazas elevadas, y pesadas balaustradas de piedra rematadas de tanto en
tanto por urnas; una anodina estatua o dos, y algún que otro surtidor de
agua. El anciano propietario, según me dijeron, era intransigente en lo que a
la conservación de la ornamentación en su estado original se refería.
Admiraba aquel estilo de jardinería que, según él, poseía un aire de
magnificencia, era noble y elegante, y casaba bien con el viejo estilo de la
familia. La jactanciosa imitación de la naturaleza en la jardinería actual
había florecido con las modernas nociones republicanas, pero no encajaba
con la forma de gobierno monárquica; la jardinería clásica era una bofetada
en el rostro del sistema democrático.
No pude evitar sonreír ante esta inesperada incursión de la política en el
arte de la jardinería, aunque manifesté cierto temor a encontrar al anciano
caballero, más bien intolerante respecto a sus creencias. Frank me aseguró,
sin embargo, que aquella era casi la única vez en toda su vida en la que
había oído a su padre inmiscuirse en política; y era su creencia que había
sacado esta noción de un miembro del parlamento, que en una ocasión pasó
un par de semanas bajo su techo. El señor recibía con entusiasmo cualquier
argumento para defender sus setos de tejo recortados y formales terrazas,
los cuales habían sido ocasionalmente atacados por modernos jardineros
paisajistas.
Al acercarnos más a la casa, oímos el sonido de la música, y de vez en
cuando un estallido de risa procedente de un extremo del edificio. Ese jaleo,
me informó Bracebridge, debía de venir de la sala de los sirvientes, donde
no solo estaba permitida toda clase de jolgorio, sino que incluso se
fomentaba, pues el señor, durante los doce días de la fiesta de Navidad,
establecía que todo se hiciese conforme a la antigua usanza. Aquí se
mantenían los viejos juegos del encapuchado ciego, la herradura de la
yegua salvaje, los berberechos calientes, ¡roba el pan blanco!, la manzana
en el cogote y boca de dragón; el leño de Yule y el cirio pascual ardían con
regularidad, y el muérdago, con sus bayas blancas, colgaba al acecho de
todas las criadas bonitas[6]. Tan concentrados estaban los sirvientes en sus
distracciones, que fue necesario llamar varias veces para hacernos oír. Al
ser anunciada nuestra llegada, el señor en persona salió a recibirnos,
acompañado de sus otros dos hijos: un joven oficial del ejército, en casa de
permiso, y un alumno de Oxford recién llegado de esta universidad. Era el
hacendado un anciano y elegante
caballero de aspecto saludable, con
el cabello plateado y ligeramente
ondulado, enmarcando un rostro
lozano y bien afeitado; en este, un
buen fisonomista con la ventaja,
como yo, de una o dos pistas
previas, podría descubrir una
singular mezcla de capricho y
benevolencia.
El reencuentro familiar fue
cálido y afectuoso; y como la
noche estaba ya muy avanzada, el
señor no nos permitió despojarnos
de nuestras ropas de viaje, sino que
nos guio enseguida hasta un gran
salón decorado a la antigua, donde
se encontraba reunido el resto de
invitados. La compañía estaba
compuesta por diferentes ramas de
un frondoso árbol genealógico, y en ella vi viejos tíos y tías, damas
confortablemente casadas, solteronas caducas, florecientes primos
campesinos, pollos con cascarón y descaradas alumnas internas de ojos
brillantes, en las habituales proporciones. Se entretenían de diversas
maneras: algunos echando una mano de un juego de cartas, otros
conversando alrededor de la chimenea; en un extremo de la estancia había
un grupo de jóvenes, algunos bastante creciditos, otros de una edad más
tierna e incipiente, totalmente absortos en alguna alegre distracción; y sobre
el suelo, una gran cantidad de caballos de madera, trompetas «de a
penique» y muñecas andrajosas evidenciaba el paso de una partida de
pequeños duendecillos, que tras haber retozado felices durante el día,
habían sido llevados al país de los sueños para el resto de la tranquila
noche.
Mientras Bracebridge intercambiaba saludos con sus familiares, tuve
tiempo para reconocer la pieza. La he llamado «salón», pues sin duda lo fue
en otros tiempos, y el señor, evidentemente, había tratado de restaurarlo
paradevolverlo a su estado primitivo. Sobre la pesada chimenea
proyectada, destacaba el retrato de un guerrero con armadura completa, de
pie junto a un caballo blanco; y en la pared opuesta colgaban un yelmo, un
escudo y una lanza. En un extremo una enorme cornamenta había sido
clavada a la pared, sirviendo sus ramas de ganchos en los que colgar
sombreros, fustas y espuelas; y en las esquinas de la estancia se
amontonaban escopetas, cañas de pescar y otros implementos deportivos. El
mobiliario poseía el estilo incómodo y tosco propio de la artesanía de los
días antiguos, aunque se habían añadido a la pieza algunos artículos de más
moderno provecho, y el entarimado de roble había sido alfombrado; de
modo que el conjunto presentaba una extraña mezcla de salón y gabinete.
La parrilla había sido retirada de la abrumadoramente amplia chimenea,
para dejar sitio a un fuego de madera, en medio del cual destacaba un leño
enorme que ardía brillantemente, despidiendo un gran volumen de luz y
calor; aquel, comprendí, era el leño de Yule, que el señor insistía en traer y
quemar en la víspera del día de Navidad, siguiendo la antiquísima
costumbre[7].
Era realmente
encantador ver al
anciano señor
sentado en su gran
sillón con brazos,
heredado de su
padre, junto a la
acogedora
chimenea de sus
antepasados,
mirando \ a su
alrededor como el
sol de nuestro
sistema planetario,
e irradiando
calidez y alegría
sobre todos los
corazones. Incluso
el perro que yacía a
sus pies, al cambiar perezosamente de postura y bostezar, miraba
tiernamente el rostro de su amo, meneaba su cola golpeando el suelo, y se
estiraba para dormir de nuevo, confiado de su bondad y protección. Hay en
la genuina hospitalidad una sutil emanación del corazón que no puede ser
descrita, pero que se advierte de inmediato, y hace que el recién llegado se
sienta a sus anchas. No llevaba sino unos minutos sentado junto al
confortable hogar del digno caballero, y ya me encontraba tan a gusto como
si fuera uno más de la familia.
La cena se anunció poco después de nuestra llegada. Fue servida en una
amplia cámara de roble, cuyos bien encerados paneles brillaban
alegremente, y en los cuales colgaban numerosos retratos familiares
adornados con hiedra y acebo. Junto a las luces habituales, dos grandes
hachas de cera denominadas cirios navideños, decoradas con siempre
verdes de la estación, ardían sobre un aparador de madera muy pulida, entre
la vajilla de la familia. La mesa estaba espléndidamente dispuesta con
bebida y viandas en abundancia. El señor se hizo servir frumenty, un plato
hecho a base de tortas de trigo hervido en leche con suculentas especias,
que era una receta típica de las cenas de Nochebuena en los viejos tiempos.
Yo, por mi parte, estaba feliz de encontrarme con mi viejo amigo el pastel
de picadillo, formando parte del cortejo del suculento festín; y
encontrándolo perfectamente ortodoxo, y sin necesidad de avergonzarme de
mi predilección, le di la bienvenida con la misma calidez con que solemos
saludar a un antiguo y muy gentil conocido.
El regocijo de los comensales era en gran medida excitado por la
jovialidad de un excéntrico personaje, a quien el señor Bracebridge siempre
se dirigía con el pintoresco nombre de «maese Simón». Era este un hombre
pequeño, fuerte y enérgico, con el aire de un viejo y redomado solterón. Su
nariz poseía la curva del pico de un loro; sus mejillas estaban ligeramente
picadas de cacarañas, con una perpetua floración seca sobre ellas, cual hojas
mordidas por la escarcha en otoño. Tenía unos ojos de gran rapidez y
vivacidad, con una expresión de gracia y acechante burla que resultaba
irresistible.
Era, evidentemente, el chocarrero oficial de la familia: prodigando
picaras bromas e insinuaciones entre las damas, y provocando infinita
hilaridad con sus retruécanos sobre
viejos temas; de aquellos,
desgraciadamente, no pude
disfrutar dada mi ignorancia de las
crónicas familiares. Consistió su
gran deleite durante la cena en
mantener a una jovencita sentada
junto a él, en una continua agonía
de risa ahogada, a pesar del temor a
las miradas de reprensión de su
madre, que se sentaba frente a ella.
De hecho, él era el ídolo de la
facción juvenil de la compañía, que le reía cuantas gracias decía o hacía, así
como cada mueca de su rostro. Yo no podía sorprenderme por ello, pues a
sus ojos él debía de ser un modelo de habilidad e ingenio. Era capaz de
imitar a Punch y Judy; de convertir su mano en una anciana, con la ayuda
de un corcho quemado y un pañuelo de mano; y de pelar una naranja de una
forma tan absurdamente caricaturesca, que los más jóvenes parecían
dispuestos a morir de risa.
Fui brevemente instruido en las circunstancias de este personaje por
Frank Bracebridge. Se trataba de un viejo soltero que disfrutaba de una
pequeña renta, cuya razonable gestión bastaba para satisfacer sus escasas
necesidades. Erraba a través de la constelación familiar como un cometa en
su muy excéntrica órbita; ora visitando una rama, ora cumpliendo con otra
muy remota; como es a menudo el caso en Inglaterra, de caballeros con
amplios vínculos familiares y modestas fortunas. Tenía el carácter
expansivo y animoso, y disfrutaba siempre del momento presente; sus
frecuentes cambios de escena y compañía impedían que adquiriese esos
hábitos rancios y poco acomodadizos, de los que los viejos solterones son
tan poco caritativamente acusados. Versado como estaba en la historia, la
genealogía y los matrimonios endogámicos de toda la casa de los
Bracebridge, era un verdadero cronicón familiar andante; lo que lo
convertía en el gran favorito de los más veteranos. Se comportaba como un
auténtico galán con todas las señoras maduras y solteronas caducas, entre
quienes era considerado como un tipo más bien joven. Y era para la
chiquillería el indiscutido maestro de la parranda. De modo que fuera cual
fuese la esfera en la que se moviese, no había nadie más popular que el
señor Simon Bracebridge. Durante los últimos años había residido casi
siempre en casa del hacendado, convirtiéndose de hecho en su factótum,
deleitándolo de continuo con sus desvaríos humorísticos respecto a los
viejos tiempos, y teniendo siempre a mano la estrofa de una vieja canción
adecuada para cada ocasión. No tardamos en tener una muestra del talento
que acabo de mencionar; pues tan pronto fue retirada la cena, y servidos los
vinos especiados y otros brebajes propios de la temporada, el maese Simon
fue requerido para que interpretase una buena y añeja canción de Navidad.
Consideró en silencio la petición por un momento, y, al cabo, con un
destello en los ojos, y una voz que de ninguna manera era mala —aunque
de cuando en cuando hacía un falsete, como las notas de un caramillo
rajado—, cantó con voz temblorosa una antigua y pintoresca cancioncilla:
Ahora que ha llegado la Navidad,
toquemos el tambor,
y reunamos a todos nuestros vecinos;
y cuando aparezcan,
montemos tal bullicio,
que aleje el viento y el mal tiempo.
La cena había predispuesto a todo el mundo a la diversión, y un viejo
arpista fue traído de la sala de los sirvientes, donde había pasado toda la
tarde rasgueando y, según todas las apariencias, regalándose con la cerveza
casera del señor. Era una especie de parásito de la casa,según me dijeron, y
aunque todo el mundo sabía que residía en la aldea, era más probable
encontrarlo en la cocina del señor que en la suya propia, pues el anciano
hacendado era aficionado al sonido del «arpa en el salón».
La danza que siguió a continuación, como la mayoría de los bailes
después de una gran cena, resultó muy divertida; algunos de los invitados
más añosos se unieron a ella, y el propio señor ejecutó varios movimientos
con una pareja con la que, según afirmó, había bailado cada Navidad desde
hacía casi medio siglo.
El maese Simon
parecía ejercer de nexo
de unión entre los viejos
y los nuevos tiempos; y
siendo, con todo, un
poco anticuado en lo
que al gusto de sus
habilidades se refiere,
era evidente que se
preciaba de su estilo en
el baile, y que trataba de
ganarcrédito a base de
punta y tacón, rigodón y
otras gracias de la vieja
escuela; pero,
desafortunadamente, se
había emparejado con
una juguetona alumna
de internado, que,
debido a su salvaje vivacidad, lo mantuvo constantemente en una violenta
tensión, frustrando todos sus sobrios intentos de mostrar su elegancia…
¡cómo suele ocurrir con las parejas mal avenidas, a las que los anticuados
caballeros son tan lamentablemente propensos!
El joven estudiante de Oxford, por su parte, había escogido a una de sus
tías solteras, a quien el muy tunante sometió a mil pequeñas picardías con
total impunidad; su repertorio de bromas pesadas parecía inagotable, y era
su delicia burlarse de sus tías y sus primas; sin embargo, como les pasa a
casi todos los jóvenes alocados, él era uno de los favoritos de las féminas.
La pareja más interesante en el baile era la formada por el joven oficial y la
pupila del señor, una hermosa y arrebolada muchachita de unos diecisiete
años.
Por varias miradas tímidas que había sorprendido en el transcurso de la
noche, sospeché que existía una simpatía creciente entre ellos; y, de hecho,
el joven soldado era
justo el tipo de héroe
que cautiva a las
jovencitas románticas:
alto, delgado y bien
parecido, y como la
mayoría de jóvenes
oficiales británicos de
los últimos tiempos,
había conseguido
pequeños logros en el
continente: podía hablar
francés e italiano,
dibujar paisajes, cantar
muy tolerablemente y
danzar divinamente;
pero, por encima de
todo, había sido herido
en Waterloo; ¿qué
jovencita de diecisiete
años, leída en poesía y romance, se resistiría a semejante espejo de gallardía
y perfección?
Nada más finalizar el baile el joven oficial agarró una guitarra y,
recostado contra la vieja chimenea de mármol, con una postura que, me
inclino a sospechar, tenía muy estudiada, atacó la pequeña tonada francesa
del Troubadour. El señor, sin embargo, protestó en contra de escuchar algo
en la víspera de Navidad que no fuera la noble y vieja lengua inglesa; en
vista de lo cual, el joven juglar, echando la vista hacia arriba por un
momento, como esforzándose en recordar, empezó a rasguear otra melodía,
y, con un encantador aire de galantería, ejecutó la «Pieza nocturna para
Julia» de Herrick[8]:
La luciérnaga te presta sus ojos,
las estrellas fugaces te asisten,
y también los elfos,
cuyos ojillos brillan
como chispas de fuego, te favorecen.
Ningún fuego fatuo te desorientará;
ni te picarán serpientes ni luciérnagas;
pero sigue, sigue tu camino
sin hacer un alto,
pues ningún espectro te asustará.
No permitas que la oscuridad te hostigue;
pues aunque la luna dormite,
las estrellas nocturnas
te prestarán su luz,
como innumerables candelas.
Entonces, Julia, permíteme cortejarte,
así, así, ven hacia mí;
y cuando encuentre
tus pies plateados,
mi alma verteré en ti.
La canción podría haber estado
perfectamente destinada a elogiar a la
bella Julia —pues encontré que así se
llamaba la requebrada—, o puede que no; ella, sin embargo, era sin duda
ignorante de cualquier intención amorosa, pues jamás miró al cantante
durante su interpretación, manteniendo por el contrario la vista fija en el
suelo. Su rostro estaba coloreado, es cierto, con un hermoso rubor, y pude
apreciar una suave agitación en su pecho; pero todo esto se debía, sin duda,
al ejercicio de la danza. De hecho, tan grande era su indiferencia, que se
entretuvo arrancando pétalos a un selecto ramo de flores de invernadero, y
para cuando la balada llegó a su fin, el ramillete yacía arruinado en el suelo.
La fiesta acabó entonces, y los invitados se dispusieron a retirarse a
dormir, despidiéndose a la vieja usanza con un entrañable apretón de
manos. Al atravesar el salón, de camino a mi alcoba, las ascuas agonizantes
del leño de Yule aún despedían un resplandor rojo violáceo; y de no
habernos encontrado en esa temporada en la que «ningún espíritu osa a
alborotar alrededor», me habría visto tentado a salir a hurtadillas de mi
alcoba a medianoche, a comprobar con mis propios ojos si las hadas
bailaban en corro frente a
la chimenea.
Mi cámara se hallaba en el ala más antigua de la mansión, cuyo macizo
mobiliario bien podría haber sido fabricado en la época de los gigantes. La
pieza estaba revestida con paneles de madera, en cuyas cornisas de pesada
obra de talla se entremezclaban caprichosamente flores y máscaras de
rostros grotescos; hileras de retratos ennegrecidos por el tiempo me
observaban tristemente desde las paredes. La cama, cubierta con un alto
dosel, estaba vestida de rico aunque descolorido damasco, y situada en un
nicho frente a un balcón cerrado con vidrieras. Apenas me había
introducido en el lecho, cuando unos acordes de música rasgaron el aire
justo debajo de la ventana. Escuché con atención, y encontré que provenían
de una banda de música, la cual, concluí, estaba de paso procedente de
alguna aldea vecina. Marchaba alrededor de la casa, tocando bajo las
ventanas. Descorrí las cortinas para oírla con más claridad. La luz de la luna
entraba por el postigo superior de la ventana, iluminando parcialmente el
vetusto aposento. Las notas musicales, conforme se alejaban, se hacían más
suaves y etéreas, y parecían armonizar con la calma nocturna y el
resplandor lunar. Escuché atentamente: la música se volvía más y más
delicada y remota, y mientras se extinguía suavemente, mi cabeza se hundió
en la almohada y me quedé dormido.
El día de Navidad
Cuando desperté a la mañana siguiente, me pareció como si todos los
acontecimientos de la noche anterior hubieran sido un sueño, y nada salvo
la identidad de la antigua cámara pudo convencerme de su realidad.
Mientras reflexionaba sobre ello con la cabeza apoyada en la almohada, me
llegó el sonido de unos pequeños pies correteando al otro lado de la puerta,
y un cuchicheo de reunión. Al poco, un coro de vocecitas entonó un viejo
villancico cuyo estribillo era:
Regocijaos, nuestro Salvador ha nacido
en la mañana del día de Navidad.
Me levanté en silencio y me introduje suavemente en mis ropas, abrí la
puerta de golpe y… vi el grupo de pequeñas hadas más hermoso que un
pintor pueda imaginar. Lo componían un niñito y dos niñitas, la mayor de
no más de seis años, y adorables como serafines. Iban rondando de puerta
en puerta por toda la casa; pero mi súbita aparición en el umbral los asustó,
quedando sumidos en una muda timidez. Permanecieron un momento
jugando con sus dedos entre los labios, y aventurando una tímida mirada de
vez en cuando desde debajo de sus cejas, hasta que, como espoleados por
un impulso desconocido, se alejaron corriendo y, al doblar una esquina dela
galería, los oí reír triunfantes celebrando su huida.
Todo conspiraba para producir sentimientos amables y felices en aquel
bastión de la vieja hospitalidad inglesa. La ventana de mi cámara miraba
sobre lo que en primavera sería un hermoso paisaje. Una superficie cubierta
de césped declinaba suavemente
hasta encontrarse con un delgado y
serpenteante arroyo, más allá del
cual se extendía una zona de
parque, con nobles grupos de
árboles y manadas de ciervos. A
cierta distancia era visible una
pulcra aldeíta, con el humo de las
chimeneas de las casas colgando
sobre ella; y una iglesia con su
oscura torre destacando contra el
gélido y pálido cielo. La mansión
estaba rodeada de árboles de hoja
perenne, de acuerdo con la
costumbre inglesa, lo que podría
haberle dado una apariencia cuasi veraniega; pero la mañana era
extremadamente fría; la ligera niebla de la noche anterior se había
precipitado por el frío, cubriendo todos los árboles y cada brizna de hierba
con sus bellas cristalizaciones. Los rayos de un resplandeciente sol matinal
provocaban un deslumbrante efecto entre el rutilante follaje. Un petirrojo
posado en lo alto de un acerolo, cuyos racimos de frutos rojos colgaban
justo frente a mi ventana, se calentaba en la solana, emitiendo algunas notas
quejumbrosas; y un pavo real desplegaba la inmensa gloria de su cola,
paseándose con el orgullo y la gravedad de un hidalgo español, en la terraza
más abajo.Apenas había acabado de vestirme, cuando apareció un criado para
invitarme a asistir a las oraciones familiares. Me mostró el camino hasta
una pequeña capilla en el mismo ala de la mansión, donde encontré al
grueso de la familia reunido en una especie de galería, amueblada con
cojines, escabeles y grandes libros de oraciones; los sirvientes estaban
sentados en bancos más abajo. El anciano caballero leía salmos desde un
escritorio en un extremo de la galería, y el maese Simon actuaba de
secretario y decía los responsos; y debo hacerle la justicia de confesar que
se defendió con mucha circunspección y decoro.
El servicio fue seguido por un
villancico, que el propio señor
Bracebridge había compuesto a
partir de un poema de su autor
favorito, Herrick; arreglado y
adaptado a una vieja melodía
eclesiástica por el maese Simon.
Comoquiera que había unas cuantas
voces buenas en la familia, el efecto
resultó muy agradable; pero me
sentí especialmente satisfecho por
la exaltación del corazón y el súbito
estallido de una gratificante
sensación, provocadas por la
entonación de una determinada
estrofa por el buen señor, con sus
ojos brillantes y su voz errante más
allá de cualquier límite de tiempo y
tono:
Sois vos, quien colmáis mi hogar resplandeciente
de alegría inocente,
y me proveéis de cuencos de ponche caliente,
llenos hasta el borde:
Señor, es Vuestra mano generosa
la que abona mi tierra;
y hace que mi escudilla suene,
dos veces diez por cada una[9].
Supe después que el servicio matinal era leído todos los domingos del
año y el día de todos los santos, ya por el señor Bracebridge, ya por algún
otro miembro de la familia.
Tal era la costumbre en el tiempo antiguo,
en la práctica totalidad de los hogares de la
nobleza y la alta burguesía de Inglaterra, y es
más que lamentable que haya caído en el
olvido; hasta el observador más torpe se
percataría del orden y la serenidad que
imperan en esos hogares, en los que el
ejercicio habitual de una hermosa forma de
adoración matinal da, por así decirlo, la nota
clave a cada estado de ánimo para el día, y
pone en armonía los espíritus.
Nuestro desayuno consistió en lo que el
señor denominó una auténtica y tradicional comida inglesa. Se perdió luego
entre amargas lamentaciones sobre los desayunos actuales a base de té y
tostadas —lo que él destacaba entre las causas del afeminamiento moderno
y la debilidad nerviosa—, y el declive de la antigua cordialidad inglesa; y a
pesar de que admitía tales productos en su mesa, para satisfacer los
paladares de sus invitados, podía verse en el bufé un desafiante despliegue
de fiambres, vino y cerveza.
Después del desayuno paseé por los jardines con Frank Bracebridge y el
maese Simon —o señor Simon, como todo el mundo lo llamaba menos el
anciano hacendado—. íbamos escoltados por un conjunto de distinguidos
canes, que parecían holgazanear alrededor del edificio: desde el retozón
perro de aguas hasta el firme y viejo galgo; este último pertenecía a una
dinastía que había servido a la familia desde tiempo inmemorial. Todos
obedecían a un silbato para perros que colgaba de un ojal del maese Simon,
y en medio de sus cabriolas lanzaban, de vez en cuando, una mirada sobre
la delgada vara que llevaba en la mano.
La antigua mansión poseía un aspecto más venerable aún bajo el sol
amarillo, que a la pálida luz de la luna; y no pude sino sentir la fuerza de la
opinión del señor, según la cual las formales terrazas, las balaustradas
pesadamente esculpidas y los tejos recortados estaban revestidos de un aire
de orgullosa aristocracia. Parecía haber un número inusual de pavos reales
vagando por el lugar, y hacía yo algunas observaciones sobre lo que
denominé una bandada de ellos, que tomaba el sol junto a una pared
soleada, cuando mi fraseología fue amistosamente enmendada por el maese
Simon, que me explicó que, de acuerdo con el tratado de caza más antiguo
y aceptado, lo correcto era decir «una pavada o reunión de pavos reales».
—De la misma manera —añadió con un ligero tono de pedantería—,
hablamos de una banda de palomas o golondrinas, de una bandada de
codornices, de una manada de ciervos, de currucas o grullas, de una familia
de zorros o de una nube de grajos.
Simon continuó informándome de que, según sir Anthony
Fitzherbert[10], debemos atribuir a esta ave «tanto la comprensión como la
gloria; pues para ser admirada, extenderá su cola a contra sol, con la
intención de que podamos contemplar mejor la hermosura de la misma. Sin
embargo, al llegar la estación de la caída de las hojas, cuando muda las
plumas, corre a llorar y a esconderse en los rincones, hasta que su cola
crece de nuevo y luce tal cual era».
No pude por menos de sonreír ante esta innecesaria exhibición de
erudición en tan caprichosa materia; pero encontré que los pavos reales eran
aves de cierta importancia en la casa, pues según me explicó Frank
Bracebridge, eran los grandes protegidos de su padre, que era
extremadamente cuidadoso con el mantenimiento de su estirpe; en parte
porque pertenecían a la época de la caballería, y fueron muy demandados en
los banquetes señoriales de los tiempos antiguos; y en parte porque había en
ellos algo de pompa y magnificencia, altamente adecuado para una antigua
mansión familiar. «Nada», acostumbraba a decir él, «posee un aire de
mayor distinción y dignidad, que un pavo real encaramado a una antigua
balaustrada de piedra».
El maese Simon se sintió entonces apremiado, pues tenía una cita en la
iglesia parroquial con el coro del pueblo, que iba a interpretar un repertorio
musical preparado por él. Había algo extremadamente agradable en la
alegre corriente de amor por la vida animal de aquel hombrecillo; y
confieso que me vi un tanto sorprendido por sus oportunas citas de autores,
que desde luego no figuraban en el índice de mis lecturas diarias. Le
mencioné esta última circunstancia a Frank Bracebridge, que me dijo con
una sonrisa que todo el inventario de erudición del maese Simon se reducía
a media docena de rancios autores, que el señor había puesto en sus manos;
textos que releía incansablemente, cada vez que sufría un ataque de
esnobismo literario… lo que no era infrecuente durante los días lluviosos, o
las largas noches de invierno. El Book of husbandry de sir Anthony
Fitzherbert; el Country contentments de Markham; el Tretyse of hunting de
sir Thomas Cockayne; el
Angler de Izaak Walton; y
dos o tres más de estos
viejos proceres de la pluma,
eran sus autoridades de
cabecera. Y, como todos los
hombres que no conocen
más que un par de libros,
los admiraba con una
especie de idolatría, y los
citaba en cualquier ocasión,
viniera o no a cuento. En lo
que a sus canciones
respectaba, estas fueron
extraídas principalmente de
viejos volúmenes de la
biblioteca del señor, y
arregladas para su
adaptación a melodías, que
fueron populares entre los
espíritus selectos del pasado
siglo. Su aplicación práctica
de ciertos fragmentos
literarios, sin embargo,
había conseguido que fuera considerado como un prodigio de conocimiento
libresco, por todos los monteros, ojeadores y aficionados a la caza de los
alrededores.
Mientras hablábamos, oímos el tañido distante de la campana
parroquial, y Bracebridge me dijo que su padre era especialmente
intransigente respecto a tener reunida a su familia en la iglesia la mañana de
Navidad; pues consideraba que era un día para regocijarse y prodigarse en
muestras de gratitud, tal y como el viejo Tusser[11] observó:
En Navidad, sé feliz y agradecido con todo,
y convida a tus vecinos pobres, a grandes y pequeños.
—Si está usted dispuesto a acompañarnos a la iglesia —me dijo Frank
Bracebridge—, puedo prometerle una muestra de los logros musicales de
mi primo Simon. Como el templo carece de órgano, ha reunido una banda
de aficionados de la aldea, y fundado un club musical para su instrucción y
perfeccionamiento; ha organizado también una agrupación vocal, y lo ha
hecho del mismo modo en que organizó la jauría de los perros de mi padre,
de acuerdo con las instrucciones de Jervaise Markham[12],contenidas en su
obra Country contentments. Para la cuerda de los bajos ha considerado,
entre los pueblerinos, todas las «voces profundas y solemnes», y para la de
los tenores, las «voces chillonas y resonantes»; para las «voces dulces», ha
escogido con extraordinario gusto entre las muchachas más bonitas de los
alrededores; aunque estas, según afirma, son las más difíciles de mantener
afinadas, siendo su hermosa solista bastante díscola y caprichosa, y muy
propensa a todo tipo de accidentes.
Co
mo la
mañan
a,
aunqu
e
gélida,
era
extraordinariamente hermosa y clara, la mayor parte de la familia se dirigió
a pie hacia la iglesia: un edificio de piedra gris muy antiguo, que se alzaba
en las afueras de la aldea, a una media milla de la puerta del parque
familiar. Aneja al templo era visible una acogedora rectoría de un solo piso,
que aparentaba la misma edad que la construcción principal. La fachada de
ambas estaba totalmente cubierta por ramas de tejo entrelazadas,
pacientemente guiadas hacia sus muros; para permitir que llegara luz a las
pequeñas y antiguas celosías, se habían practicado huecos en el denso
follaje. Cuando íbamos a adentrarnos en este resguardado nido, el párroco
nos adelantó y nos precedió.
Yo confiaba en encontrarme con un pastor elegante y primorosamente
acicalado, tal y como cabría esperarse de una cómoda existencia, en las
inmediaciones de la mesa de un rico patrón; pero me vi decepcionado. El
párroco era un hombre pequeño, flaco, de aspecto gris, con una peluca
canosa que era demasiado ancha y rebosaba por encima de cada oreja, de
modo que su cabeza parecía haberse encogido dentro de ella, como una
avellana seca en su cáscara. Vestía un vetusto y roñoso abrigo con grandes
faldones, y bolsillos en los que habrían cabido la Biblia y el devocionario
de la iglesia; y sus enclenques piernecitas, plantadas como estaban en
sendos zapatones decorados con grandes hebillas, parecían aún más
flacuchas.
Supe por Frank Bracebridge que el buen pastor había sido condiscípulo
de su padre en Oxford, habiendo recibido aquel destino parroquial poco
después de que el señor tomase posesión de su hacienda. Era un
connaisseur de la tipografía gótica, y solo a regañadientes leía una obra
impresa en caracteres latinos. Las ediciones impresas por William Caxton y
Wynkyn de Worde[13] eran su delicia; y se mostraba infatigable en sus
investigaciones sobre esos viejos escritores ingleses que han caído en el
olvido por su actual inutilidad.
Seguramente por deferencia a las ideas y gustos del señor Bracebridge,
el clérigo había acometido diligentes estudios sobre los auténticos usos y
costumbres festivas de los viejos tiempos; y se había aplicado tan
celosamente a esta tarea, como si de un prebendado de la familia se tratara;
pero tal celo no se debía más que a ese perseverante espíritu con el que los
hombres de temperamento adusto persiguen cualquier pista de estudio,
simplemente porque en eso
consiste el aprendizaje; y ello,
con independencia de la
naturaleza de la materia en
cuestión, ya se tratase de un
ejemplo del grado más alto del
conocimiento, o de la vulgaridad
y obscenidad del mundo antiguo.
Tan intensamente se había
volcado él sobre estos viejos
volúmenes, que parecían haberse
reflejado en su semblante; el cual,
si la cara fuera un índice de la
mente, podría compararse a un
frontispicio impreso en letras
góticas.
Al llegar al pórtico de la iglesia, encontramos al párroco reprendiendo al
sacristán de cabellos canosos, por haber añadido el muérdago a las plantas
perennifolias con las que el templo estaba adornado. Se trataba, observó él,
de una especie impía, profanada por haber sido empleada por los druidas en
sus ceremonias místicas; y aunque podía ser inocentemente utilizada en la
ornamentación festiva de salones y cocinas, había sido considerada como
profana por los Padres de la Iglesia, lo que la descartaba para fines
sagrados. Tan inflexible se mostró él en este punto, que el pobre sacristán se
vio obligado a retirar una gran parte de los humildes trofeos de su gusto,
antes de que el pastor consintiera entrar para dirigir el servicio religioso.
El interior de la iglesia era venerable, pero sencillo; los muros exhibían
numerosas pinturas murales de los Bracebridge, y justo al lado del altar
podía verse una tumba de antigua factura, sobre la cual yacía la efigie de un
guerrero con armadura completa y las piernas cruzadas —lo que lo
identificaba como un caballero cruzado—. Me explicaron que se trataba de
un antepasado que se había destacado en Tierra Santa; el mismo cuyo
retrato colgaba sobre la chimenea en el salón familiar.
Durante el servicio, el maese Simon se puso de pie en el banco, y repitió
los responsos muy audiblemente; evidenciando esa clase de devoción
ceremoniosa rigurosamente observada por los caballeros de la vieja escuela,
siendo él, además, un hombre de rancio abolengo. Reparé, también, en que
volvía las hojas de un libro de oraciones en folio con una especie de broche
de oro; posiblemente para mostrar un enorme anillo sello que adornaba uno
de sus dedos, y que tenía todo el aspecto de ser una reliquia familiar. Pero
él, evidentemente, estaba más atento a la parte musical del servicio,
manteniendo su ojo intensamente fijo en el coro, y marcando el compás con
mucha gesticulación y énfasis.
La orquesta estaba
situada en una pequeña
galería, y presentaba una
agrupación de cabezas —
apiladas unas encima de otras
— de lo más variopinta; y
entre ellas me llamó la
atención, particularmente, la
del sastre del pueblo: un
hombrecillo pálido, con la
frente y el mentón en
retirada, que tocaba el
clarinete y parecía haber
hinchado sus carrillos hasta
el punto máximo; y había
otro, un hombre bajo,
rechoncho y encorvado,
afanándose sobre una viola
bajo, de modo que no
mostraba más que la parte superior de la cabeza, redonda y calva como el
huevo de un avestruz. Había dos o tres caras bonitas entre las cantantes
femeninas, a las que el aire cortante de una mañana helada les había
prestado un brillante tinte rosado; pero los coristas masculinos habían sido
evidentemente elegidos, como los viejos violines de Cremona, más por el
tono que por su aspecto; y comoquiera que unos cuantos debían seguir el
mismo libro, podían verse caprichosos hermanamientos de fisonomías, no
muy diferentes de esos grupos de querubines que a veces hallamos en las
lápidas del país.
Los servicios
habituales del coro
estaban aceptablemente
bien dirigidos; las partes
vocales, generalmente, se
rezagaban un poco
respecto a la
instrumental, y de vez en
cuando algún violinista
holgazán, tratando de
recuperar el tiempo
perdido, atacaba un
pasaje con celeridad
prodigiosa, saltándose
más compases que
obstáculos un montero de
zorros, para estar presente en el Finale. Pero la prueba de fuego fue un
himno arreglado y adaptado por el propio maese Simon, alrededor del cual
había creado una enorme expectación. Desafortunadamente, un error
cometido al comienzo del mismo hizo que los músicos se pusieran
nerviosos. El maese Simon estaba frenético; la ejecución continuó sin
convicción y de forma irregular, hasta la llegada de un estribillo que
empezaba así: «Cantemos ahora todos a una», lo que pareció la señal para
que la agrupación se desagrupase; todo se convirtió en discordia y
confusión; cada cual avanzó por su lado, y llegó al final lo mejor —o más
bien lo antes— que pudo; con la excepción de un viejo corista con unas
gafas de concha, a horcajadas sobre una nariz larga y resonante, quien,
estando algo apartado y envuelto en su propia melodía, mantenía su
tembloroso curso, retorciendo la cabeza, devorando el libro con los ojos, y
concluyendo —casi sin fuelle— con un solo nasal de al menos tres
compases de duración.
El párroco nos regaló con un sermón de lo más erudito sobre los ritos y
ceremonias de la Navidad, y la conveniencia de celebrar este día no solo
como uno de acción de gracias, sino también de regocijo; apoyando la
exactitud de sus opiniones en los usos más tempranos de la Iglesia, y
sancionándolascon la autoridad de Teófilo de Cesarea, san Cipriano, san
Juan Crisóstomo, san Agustín, y una nube más de santos y patriarcas, a
quienes citó abundantemente.
Yo estaba algo perplejo, no obstante, y no acababa de ver la necesidad
de un despliegue tan poderoso de fuerzas, para defender un punto que
ninguno de los presentes parecía dispuesto a discutir; pero pronto descubrí
que el buen hombre tenía una legión de adversarios ideales con los que
lidiar; habiendo quedado, en el curso de sus investigaciones sobre la
celebración de la natividad de Cristo, completamente enredado en las
controversias sectarias de la Revolución, cuando los puritanos atacaban tan
ferozmente las ceremonias de
la Iglesia, y la pobre y vieja
Navidad fue expulsada de la
tierra por decreto del
Parlamento[14]. El digno
párroco vivía anclado en los
tiempos pasados, y no sabía
sino muy poco del presente.
Encerrado entre tomos
carcomidos por los gusanos,
en la soledad de su pequeño y
anticuado estudio, las páginas
de los viejos tiempos eran para
él como las gacetas del día, en
tanto que la época de la
Revolución era mera historia
moderna. Él olvidaba que
habían transcurrido casi dos
siglos, desde la atroz
persecución de los pobres
pasteles de picadillo de fruta
en todo el país; cuando el pudín de Navidad fue execrado como «mero
papismo», y la carne asada como anticristiana; y que la Navidad había sido
traída de nuevo triunfalmente por la alegre corte del rey Carlos, durante la
Restauración. Su ánimo se enardeció moderadamente por efecto de su
contienda y de la horda de enemigos imaginarios a la que tenía que
combatir; mantenía un tenaz conflicto con el viejo Prynne, y dos o tres
olvidados campeones de los «cabezas redondas[15]» sobre la cuestión de la
fiesta de Navidad; y concluyó instando a sus feligreses, de la manera más
solemne y conmovedora, a defender las costumbres tradicionales legadas
por sus padres, festejando y disfrutando de aquel gozoso aniversario de la
Iglesia.
Pocas veces he asistido a un sermón con efectos más inmediatos y
aparentes; pues a la salida de la iglesia, la parroquia —todos y cada uno de
los feligreses— parecía poseída de la alegría de espíritu tan ardientemente
prescrita por su pastor. Los adultos se reunieron formando grupitos en el
camposanto, para saludarse y estrecharse las manos; mientras los niños
correteaban alrededor gritando ¡ule!, ¡ule!, y repitiendo algunas rimas
groseras que, según me informó el párroco, que se había unido a nosotros,
se remontaban a tiempos inmemoriales. Los aldeanos, al pasar junto a ellos
el señor, se quitaban el sombrero y le expresaban sus buenos deseos para el
futuro, con total apariencia de cordial sinceridad; él, por su parte, los iba
invitando a su casa a beber algo, para quitarse el frío de la mañana; y oí
bendiciones pronunciadas por algunos de los más pobres, que me
convencieron de que, aun en medio de su alegría, el viejo y digno caballero
no había olvidado la genuina virtud navideña de la caridad.
Durante nuestro camino de regreso a casa, su corazón parecía rebosante
de sentimientos felices y generosos. Al coronar una elevación del terreno,
que dominaba una amplia porción de paisaje, empezaron a llegar de tanto
en tanto a nuestros oídos sonidos de rústico jolgorio; el señor se detuvo un
momento, y miró a su alrededor con un indescriptible aire de bondad. La
belleza del día se bastaba sola para inspirar amor al género humano. A
pesar de la frialdad de la mañana, el sol, en su recorrido por el cielo sin
nubes, había adquirido suficiente poder para derretir la delgada capa de
nieve en cada declive orientado al sur, suscitando esa viva verdura que,
incluso en pleno invierno, adorna los paisajes ingleses. Grandes extensiones
de sonriente verdor contrastaban con la blancura deslumbrante de las
laderas y hondonadas umbrías. Cada resguardada vertiente, sobre la que los
vigorosos rayos incidían, rendía su plateado arroyuelo de agua fría y
límpida, brillando a través de la hierba empapada, y despidiendo sutiles
vapores para contribuir a la fina neblina que flotaba sobre la superficie.
Había algo verdaderamente alentador en aquel triunfo de la calidez y el
verdor sobre la gélida esclavitud del invierno; era, como el señor observó,
un emblema de la hospitalidad navideña, penetrando la frialdad de la
ceremonia y el egoísmo, y descongelando cada corazón en un flujo común.
Contempló con igual placer el humo indicador de júbilo, que emanaba de
las chimeneas de las acogedoras granjas y casas de labor.
—Me encanta —dijo él— ver este día tan bien cuidado por ricos y
pobres; resulta gozoso disfrutar de un díaal año, al menos, en el que uno
está seguro de ser bien recibido dondequiera que vaya, y de tener, por así
decirlo, el mundo abierto de par en par; y estoy casi dispuesto a unirme al
Poor Robin, en su maldición de todos los groseros enemigos de este
honesto festival:
Aquellos que de la Navidad reniegan,
y que de buena gana enviaríamos
a cenar con el viejo duque Humphry[16],
o de lo contrario, a que el señor Ketch[17] los despache.
El señor llegó a lamentar la deplorable decadencia de los juegos y
diversiones, que una vez fueron frecuentes en esta temporada entre las
clases bajas, consentidos y hasta alentados por las altas: cuando los viejos y
oscuros salones de castillos y casas solariegas se abrían a la luz del día;
cuando sobre las mesas abundaban el queso de cerdo, la carne de res y la
cerveza; cuando el arpa y el villancico resonaban durante todo el día, y
ricos y pobres eran invitados por igual a entrar y divertirse[18].
—Nuestros viejos juegos y costumbres locales —me explicó— fueron
en gran medida responsables de que el campesinado se enamorase de su
tierra; y su promoción social, gracias a la alta burguesía, lo reconcilió con
su señor. Ellos hicieron aquellos tiempos más felices, más amables y
mejores; y puedo decir realmente, con uno de nuestros antiguos poetas:
Sé bien lo que digo: la curiosa meticulosidad
y fingida gravedad de aquellos
que buscan desterrar estos inofensivos juegos,
nos han alejado mucho de la antigua honestidad.
»La nación —continuó diciendo— se ha visto alterada; casi hemos
perdido nuestro sencillo y genuino campesinado. Este se ha apartado de las
clases superiores, y parece pensar que sus intereses divergen de los de estas.
Se ha vuelto demasiado sabiondo, y comienza a leer periódicos, a escuchar
a políticos de cervecería y a hablar de reforma. Creo que un modo de
mantenerlo contento en estos tiempos difíciles sería que la nobleza y la alta
burguesía pasaran más tiempo en sus fincas, se mezclasen más con la gente
del campo, y pusiesen de nuevo en valor los viejos y alegres juegos
ingleses.
Tal era el proyecto del buen señor para mitigar el descontento social; y,
de hecho, él había intentado unos años antes poner en práctica su doctrina,
manteniendo abierta su casa durante las fiestas al viejo estilo. Sus paisanos,
sin embargo, no supieron interpretar su papel en aquella escenificación de la
rancia hospitalidad inglesa; se dieron muchas circunstancias desagradables;
la mansión fue invadida por todos los vagabundos de la región; y se
introdujeron más mendigos en la vecindad en una semana, de los que los
funcionarios municipales podían deshacerse en un año. A partir de entonces
se contentó con invitar a la parte decente de los campesinos vecinos, a
acudir a su casa el día de Navidad; y a distribuir carne de vacuno, pan y
cerveza entre los pobres, para que pudieran celebrar la fiesta en sus propias
viviendas.
No estábamos muy lejos de casa cuando resultó audible el sonsonete de
un aire popular. Una banda de muchachos de los alrededores, sin abrigos,
con las mangas de sus camisas caprichosamente decoradas con cintas, sus
sombreros adornados con ramas y hojas, y garrotes en sus manos, fue vista
avanzando por la avenida, seguida de un gran número de aldeanos y
campesinos. Se detuvieron frente a la puerta de la casa, donde el
acompañamiento marcaba un ritmo peculiar, y los jóvenes ejecutaron una
curiosa y complicada danza, avanzando,

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