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Estrategia-y-Partido-Daniel-Bensaid-Sylone

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Extractos del libro Estrategia y partido (Daniel Bensaïd: Sylone) 
 
HEGEMONÍA Y FRENTE ÚNICO 
La clase obrera no está espontáneamente unificada por el capitalismo. Al contrario, está dividida por 
la competencia, que es más fuerte en tiempos de crisis. En consecuencia, su unificación social y 
política constituye un objetivo estratégico permanente. 
En este sentido, la perspectiva de frente único, que apunta a unificar a la clase mediante la unidad 
de acción de sus organizaciones sindicales y políticas, tiene un alcance estratégico. En efecto, no se 
puede unificar eludiendo o ignorando a los partidos en los que se reconocen amplias corrientes de 
trabajadores. 
El frente único puede revestir formas elementales, como la unidad de acción puntual o la coexistencia 
de numerosas corrientes políticas en un sindicato, o "formas superiores", como las formas de 
autoorganización (comités de huelga, consejos, soviets…). 
Las dificultades en la materia no remiten ni a las perspectivas generales, ni a las definiciones, sino a 
la práctica, que es siempre cuestión de relaciones de fuerzas. 
1) En efecto, a unidad tiene sus virtudes. Contra los males de la división, puede, en ciertos momentos, 
devenir ella misma, no un simple medio, sino un primer objetivo a realizar. Era el caso a principios de 
los años 30, cuando el "Tercer Periodo" de la IC y la teoría del social-fascismo desarmó al movimiento 
obrero frente al ascenso del nazismo. Era también el caso entre 1977 y 1981, cuando la unidad se 
convirtió la primera condición a cumplir para batir a la derecha y echar a Giscard. 
Pero, en última instancia y en general, la unidad no tiene un valor en sí mismo independientemente 
de sus objetivos y de su contenido. Así pues, cuando la unidad se realiza en 1935 bajo la forma del 
Frente Popular y del pacto entre las direcciones socialista y comunista, o cuando se reconstituye en 
1981 sobre la base del acuerdo de gobierno, se trata de una unidad burocrática contra la movilización 
y la democracia del movimiento de masas. La cuestión clave se convierte entonces en "fecundar el 
frente único con un contenido revolucionario" (Trotsky). 
Desde entonces, la realidad de la relación de fuerzas se vuelve determinante: ¿cómo ocupar un lugar 
en el frente único? O, incluso, ¿cómo constituir una relación de fuerzas tal que permita a los 
revolucionarios inscribirse activamente en la dinámica unitaria, de pleno derecho, y no adaptarse 
desde el exterior a la unidad entre aparatos burocráticos. 
Aquí nos encontramos en el campo de la táctica. Ya no se trata solamente de reclamar la unidad, sino 
de imponerla en los hechos. Numerosas palancas pueden ayudar: la unidad parcial, a nivel local o 
nacional, con militantes o sectores disidentes de organizaciones mayoritarias; la iniciativa propia de 
sectores significativos de la oposición sindical; una convergencia de fuerzas revolucionarias... Así, en 
España, la campaña anti-OTAN fue iniciada por organizaciones minoritas como la LCR y el MC1. Ante 
el éxito de la movilización, el Partido Comunista tuvo finalmente que apoyarla. 
 
1 Liga Comunista Revolucionaria, sección de la IV Internacional en el Estado español entre 1971 y 1921, y Movimiento 
Comunista de España (posteriormente Movimiento Comunista a secas), una organización de inspiración maoísta en sus 
2 
 
2) Pero hay otra razón, más fundamental, por la cual la cuestión del frente único tiene siempre un 
aspecto táctico. Es que las organizaciones reformistas no lo son por confusión, inconsecuencia o falta 
de voluntad. Expresan cristalizaciones sociales y materiales. En lugar de empujar hacia lado bueno, 
bajo la presión de las masas, eligen necesariamente el campo de la contrarrevolución: la 
socialdemocracia alemana de 1918 sigue siendo el ejemplo más famoso. 
Así pues, las direcciones reformistas pueden ser aliados políticos tácticos para contribuir a unificar a 
la clase. Pero, estratégicamente, siguen siendo enemigos en potencia. 
El frente único se propone crear condiciones que permitan romper con la mejor correlación de 
fuerzas con esas direcciones, en el momento de las opciones decisivas, y arrastrar a capas lo más 
amplias posibles de las masas. 
Así, en mayo de 1937 en Barcelona, como en septiembre de 1975 en Portugal, habría sido 
peligrosamente ilusorio creer poder hacer entrar a su pesar al Partido Comunista en un proceso 
revolucionario. El problema era, en cambio, disponer de órganos unitarios que permitieran a los 
militantes comunistas desligarse de su partido en el curso del enfrentamiento. 
3) En este contexto, hay que meterse en la cabeza que nuestros debates ligados a las fórmulas de 
gobierno tienen poco que ver con la cuestión del gobierno obrero tal como se planteaba en los 
primeros congresos de la Internacional Comunista. Ésta se planteaba en la época en el contexto del 
inicio de una situación revolucionaria. Había entre los protagonistas de la discusión, aun en el V 
Congreso de la IC en 1924, buena gente; a pesar de que alguno acabara mal posteriormente. Nadie 
está predestinado. 
Este congreso marcó el inicio de la normalización de la IC, llevada a cabo en nombre de la 
bolchevización. Pero la tradición revolucionaria todavía está viva. Es, por lo tanto, la florinata del 
movimiento revolucionario la que discute, tal vez por última vez, las lecciones de la derrota del 
Octubre alemán y de la experiencia checoslovaca. 
Bordiga va más allá del informe de Zinoviev y defiende el gobierno obrero como un simple seudónimo 
de la dictadura del proletariado. Radek le responde que, si no fuera más que un seudónimo, sería 
inútil y ridículo, ya que significaría decir al mismo tiempo: yo me llamo Tartempion, pero en realidad 
mi nombre es Dupont. 
No se trataba entonces de la dictadura del proletariado propiamente dicha, sino del inicio 
parlamentario de la revolución, cuando las instituciones del viejo aparato de Estado no están todavía 
destruidas. 
Las referencias son concretas. Hablan del gobierno formado en 1923 en Sajonia-Turingia entre el 
Partido Comunista y el Partido Socialista (de izquierda). Aquí, la legitimidad del Estado está 
efectivamente socavada. El PC decide entrar en el gobierno. Reclama para Brandler el ministerio del 
Interior. Aunque de izquierda, los aliados socialdemócratas, que siguen siendo reformistas, se niegan. 
Sin embargo, se continuará esperando que, frente a un ataque del ejército federal, el gobierno como 
tal sea capaz de llamar a las masas a la huelga general y a armarse. Cuando el gobierno se niega, no 
existe una situación real de dualidad de poder, de autoridad alternativa ante la cual apelar para 
retomar la iniciativa, ante las evasivas del gobierno y de los aliados socialistas. 
 
inicios. Ambas se fusionarán en 1991, dando lugar a Izquierda Alternativa, unificación que fracasó al disolverse en 1993 [N. 
del T.]. 
3 
 
A La luz de la experiencia, Bordiga reclama "un entierro de tercera clase" para la noción misma de 
gobierno obrero, que no puede crear más que confusión. Es lógico con su posición izquierdista en 
general, que rechaza cualquier forma de reivindicación transitoria. 
El problema real reside probablemente en otro lado. Este gobierno podía ser un instrumento. Pero 
la única garantía para poder participar en él habría sido disponer de una instancia de 
autoorganización, directamente representante del estado de ánimo de las masas, independiente de 
las instituciones oficiales, y dotada de una legitimidad superior. Estratégicamente, era la clave de la 
situación. La experiencia del gobierno obrero podría inscribirse en este marco. 
Admitamos en todo caso que se trata de una historia diferente de las discusiones que pudimos tener 
sobre el gobierno PC/PS. Se trata en este caso de una consigna unitaria, táctica, que podemos asumir 
o no según la coyuntura, pero que no juega el rol de reivindicacióntransitoria en el marco de la 
apertura de una situación revolucionaria. 
En efecto, hay que constatar que el debate estratégico relanzado en la izquierda y la extrema 
izquierda europea después de 1968 ha vuelto actualmente a un punto muerto. Las duras realidades 
de la crisis han derrocado brutalmente las utopías de transformación tranquila con un trasfondo de 
prosperidad. Las experiencias de gobiernos de izquierda trazaron los límites del cambio en el respeto 
de las leyes del mercado, de las constricciones externas y de las instituciones estatales. Las diversas 
variantes del reformismo se han quedado en dique seco ideológico. 
La reflexión estratégica no retomará su hilo más que sobre la base de un relanzamiento de las 
movilizaciones. Durante casi quince años, de rupturas a reencuentros, la Unión de la izquierda y el 
programa común de gobierno han constituido en Francia el horizonte estratégico para una mayoría 
de trabajadores. Actualmente, el torno de la larga depresión económica internacional se estrecha. 
Los ataques patronales llueven sobre el empleo, los salarios, la protección social, los derechos 
democráticos… Devolver golpe por golpe, disputar cada conquista y cada derecho adquirido, 
resumiendo, resistir palmo a palmo se vuelve de urgencia cotidiana. 
Pero la resistencia más resuelta exige a fin de cuentas un vuelco en las relaciones de fuerzas y la 
perspectiva de una contraofensiva victoriosa. No habría pues más elección que entre, de una parte, 
resignarse a la alternancia bien reglada de una izquierda suavemente liberal y de un liberalismo 
agresivo; y, de otra, la repetición de la Unión de la izquierda, que sería también la repetición de sus 
desilusiones. 
La experiencia es muy reciente y los daños muy visibles. Tanto los que creían en ella como los que no 
al menos coincidirán en decir que no repetirán. 
Por otro lado, para la dirección del Partido Socialista, la unidad de la izquierda está duraderamente 
enterrada. Lo cual prepara las condiciones de una mayoría de centro izquierda para pasado mañana, 
que sería la última etapa del proyecto definido en 1969 por François Miterrand en Ma part de vérité. 
Mientras tanto, se acabó la "autogestión", el "frente de clase", la "ruptura con el capitalismo", el 
mínimo de nacionalizaciones necesarias para una planificación eficaz, la prioridad del empleo... En 
una palabra, se acabaron los proyectos de sociedad y las alianzas comprometedoras. Ni hablar de 
"cambiar la vida"; ya casi ni se atreven a hablar de "vivir mejor". El programa está en su grado cero. 
Por su parte, el Partido Comunista se enoja en torno a su aparato. Hiberna sin otra ambición que 
denunciar las felonías del Partido socialista y "el deslizamiento a la derecha de la sociedad". Puesto 
4 
 
que todo está en franca desbandada, su perspectiva de pérdida de peso electoral es presentada como 
un valiente ejercicio ascético. El rechazo a elegir entre "dos derechas" reduce su "reagrupamiento 
popular mayoritario" a una virtuosa soledad. En el plano doctrinal, al abandonar la dictadura del 
proletariado al menos ha tomado distancias frente a una forma repulsiva de Estado burocrático, que 
confirma su renuncia a cualquier proyecto revolucionario. Tras la experiencia gubernamental de 
1981-84, ya no hay perspectiva alguna de "democracia avanzada". No queda más que una crispación 
de aparato sin objetivo y fuera del tiempo. 
La cuestión sigue entonces planteada: ¿cómo reagrupar una fuerza social y política capaz de conducir 
una transformación radical de la sociedad? ¿Se trata de una mayoría social o de una mayoría 
electoral? ¿Cuáles son sus contornos? 
Es la necesidad de un balance honesto y serio de la Unión de la izquierda lo que aquí se plantea, 
puesto que su fracaso arroja luz, no sobre las deficiencias de voluntad o de capacidad, sino más bien 
sobre los diferentes proyectos políticos. 
En primer lugar, el Programa común no expresaba un verdadero proyecto de transformación social 
albergado por una movilización de masas. Vio la luz como respuesta de las direcciones reformistas a 
la movilización de mayo-junio del 68, para canalizar las energías hacia el terreno estrictamente 
electoral. Si bien el Partido Comunista, al igual que el Partido Socialista, hablaban en sus documentos 
de "cambio" y de "ruptura", no hicieron nada para favorecer el impulso unitario por la base, el 
enraizamiento de las exigencias en la movilización. La discusión sobre las cifras que contenía el 
Programa común que sirvió de pretexto para la ruptura de 1977 sigue siendo un buen ejemplo de 
querellas de Estado mayor a espaldas de los principales interesados. Igualmente, hicieron todo 
cuanto estaba en su mano, desde las jornadas de acción hasta las elecciones cantonales y 
municipales, para que el movimiento social retuviera su aliento a la espera de la gran noche electoral. 
Pues bien, este impulso hubiera sido necesario para hacer frente, a condición por supuesto de tener 
la voluntad de hacerlo, a los sabotajes de la patronal posteriores al 10 de mayo, al chantaje de la 
"presión externa", para adoptar medidas enérgicas para atacar realmente la cuestión del empleo, ya 
que un gobierno que lo hubiera hecho, aunque sólo hubiera empezado a invertir la tendencia del 
desempleo, habría gozado ante los trabajadores y la opinión pública, en Francia y más allá, de una 
autoridad política y moral que le habría permitido hacer frente a no pocos desafíos. 
Ni el PC ni el PS habían preparado la acción en ese sentido. De este modo, en 1981, un auténtico 
partido revolucionario, que hubiera llevado con constancia la batalla unitaria no habría necesitado 
regatear el apoyo electoral en la segunda vuelta para derrotar a la derecha sin requisitos previos; ni 
unirse luego a una participación gubernamental prácticamente sin condiciones. Habría impulsado la 
movilización, apoyado las medidas gubernamentales que fueran en el sentido del interés de los 
trabajadores, actuado en primera fila contra los ataques de la derecha, sin renunciar a su 
independencia ni su libertad de acción. 
Faltó, pues, también un verdadero cimiento unitario en la base, bajo la forma de comités unitarios 
de movilización, en los centros de trabajo y en las localidades. Estas últimas habrían permitido que 
las verdaderas relaciones de fuerza sociales pesaran directamente y que se mantuviera activa una 
vigilancia popular apta para controlar a sus mandatarios y (de ser necesario) para repudiarlos. Si se 
hubiera sido necesario rendir cuentas a esta fuerza, el jueguecillo de la "unión sin combate" y el 
"combate sin unión" hubiera resultado difícil. Las querellas engañosas sobre las cifras que contenía 
5 
 
el Programa común habrían podido ser llevadas a su justa medida y zanjadas por los primeros 
interesados. 
Finalmente, faltó un polo a la vez plenamente unitario y resueltamente revolucionario. Un polo capaz 
a la vez de constituir un potente motor unitario y fecundar dicha unidad con un contenido 
revolucionario. A nuestro juicio, una corriente así no puede surgir solamente ni las filas del Partido 
socialista, ni de un Partido comunista regenerado como tal. En cambio, de la experiencia y de las 
luchas surgen aspiraciones y fuerzas que presentan, en nuestro horizonte, los elementos posibles de 
un nuevo partido revolucionario. 
(…) 
 
1) Sin caer (o recaer) en viejos demonios izquierdistas, es necesario admitir que construir una 
organización revolucionaria es tener la obsesión de la lucha por el poder. No en el sentido estrecho 
y politiquero, ni en el sentido psicologizante de la voluntad de poder, sino porque se trata de la clave 
de la emancipación social. Ahora bien, ésta no es nuestra tradición ni nuestra característica 
dominante. 
Por razones históricas bien comprensibles, estamos más bien marcados por una desconfianza 
exacerbada hacia el poder. Vivimos a menudo como una organización de lucha antiburocrática 
preventiva, antes que como una organización de lucha por la conquistadel poder. Este es, no 
obstante, el primer problema. Abordarlo seriamente implica una mentalidad política mayoritaria (no 
en el sentido electoral del término): una mentalidad de agrupamiento, y no solamente de 
diferenciación. Existe una segunda naturaleza "minoritaria" que tiene sus virtudes, pero que también 
puede convertirse en un obstáculo. 
Lenin estaba sin duda obsesionado con la lucha por el poder. Es esto lo que guía su atención sobre 
las cuestiones de táctica y de organización y que constituye en muchos aspectos su superioridad. Con 
un partido construido sobre bases sólidas se puede rectificar errores tácticos, incluso corregir 
orientaciones más fundamentalmente erróneas. El partido es la mediación entre la teoría y la 
práctica. Sin partido, no probamos ni corregimos nada. A nuestra escala, y en vista de los plazos, 
plantearse la cuestión del poder puede parecer un poco ridículo, incluso algo lleno de peligros y de 
iluminaciones megalómanas. Pero es también una cuestión fundamental del estado de espíritu: 
tomarse a sí mismo en serio para ser tomado en serio, sentirse responsable sin dejar de ser modesto. 
2) La cuestión del Estado en los países capitalistas desarrollados está a menudo en el centro de los 
interrogantes actuales sobre la estrategia revolucionaria. El tema no tiene nada de nuevo. Estaba ya 
en el centro de las discusiones de la "nueva izquierda" europea de los años 60, como en el debate 
con el movimiento eurocomunista de los años 70. 
Ciertos autores, aun reconociendo la existencia de un Estado mucho más complejo y ramificado que 
a principios de siglo, le oponen otro efecto del desarrollo capitalista: la existencia de una clase obrera 
altamente calificada y concentrada, en disposición de una fuerza orgánica tal que podría resolver de 
paso la cuestión del Estado con el menor coste. La revolución que prevén está entonces, podríamos 
decir, marcada por la "hipermadurez" de las condiciones subjetivas y objetivas. La fuerza social y 
cultural del proletariado relativizaría las condiciones previas, de modificación de las relaciones de 
fuerza, entre corrientes reformistas y revolucionarias en el seno del movimiento obrero. Lo que la 
clase ganaría en capacidad espontánea de autoorganización, control o gestión reduciría 
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significativamente las tareas del partido revolucionario: su fuerza de propuesta y de iniciativa, en el 
momento oportuno, incluso aunque sea ultraminoritario, debería entrar en resonancia con las 
aspiraciones objetivas de las masas... 
Cualquiera sea su parte de verdad, una visión tal (aquí evidentemente simplificada) tiende a reducir 
sobre el papel la complejidad de una estrategia revolucionaria en un país capitalista desarrollado. 
3) Hay detrás de todo esto un problema de periodización. Hemos abordado aquí la crisis y sus efectos 
sociales, el partido de vanguardia, una línea de marcha estratégica general2. Todavía hay que inscribir 
estos interrogantes en el tiempo real que es el suyo. 
¿Qué ocurrió después de la onda larga expansiva que se extiende, grosso modo, desde la guerra hasta 
1967-73? La fase de expansión precedente, que se inicia en 1893-95, con el ascenso del imperialismo 
moderno, acaba en una explosión política generalizada, con la guerra y la Revolución rusa. Luego 
viene la larga depresión, marcada por la crisis del 29 y la crisis generalizada de los años 30, que 
también concluye en la Segunda Guerra Mundial. Pero ¿por qué no sucedió en 1945 en el movimiento 
obrero de los países capitalistas desarrollados lo que había producido la salida de la Primera Guerra 
Mundial bajo el impacto de la Revolución rusa? 
El pronóstico de Trotsky era, en el momento de la fundación de la IV Internacional (1938), un 
pronóstico de reactivación del movimiento allí donde se había interrumpido: caída del estalinismo en 
la URSS y recuperación de la Revolución alemana. Muchas cosas han sucedido: la extensión de la 
revolución a China, Yugoslavia, Vietnam...; la traición flagrante de potencialidades revolucionarias en 
Grecia, Italia, Francia... Pero la cuestión no ha hecho más que desplazarse: por qué estas traiciones 
groseras de la Liberación no produjeron las mismas fracturas masivas en los partidos 
socialdemócratas o estalinistas de masas que las que habían aparecido en la socialdemocracia 
alemana en 1918. 
La cuestión no es saber porqué esas potencialidades fueron traicionadas, sino porqué las masas no 
respondieron de otro modo a dicha traición. 
A esta cuestión, Mandel aporta (en La Longue Marche de la Révolution, Ed. Galilée) una respuesta 
histórica. En el caso de la Primera Guerra Mundial, el proceso revolucionario de 1917-23 se inscribe 
en la prolongación directa de una fase de acumulación de fuerzas (sociales, sindicales, 
parlamentarias), muy brevemente suspendida por la traición de agosto de 1914 y la desorientación 
que siguió. Muy rápido, en 1915-16, el movimiento obrero se reorganizó en los bastiones 
metalúrgicos, con la aparición de los shop-stewards [delegados de taller] en Gran Bretaña, los 
hombres de confianza en Alemania y posteriormente los consejos en Italia. La Segunda Guerra 
Mundial se inscribe al contrario en la prolongación de una acumulación de derrotas (Alemania, Italia, 
España, estalinización...) que ya minó la fuerza social y la autoconfianza del movimiento obrero. 
Stalingrado marca una victoria histórica contra el nazismo, detrás de la cual actúa todavía la fuerza 
dinámica de la Revolución rusa: pero supone al mismo tiempo la culminación del Estado nacional 
burocrático (véase a este respecto Vida y Destino de Vasili Grossmann3): la victoria militar consolida 
el Estado y, al mismo tiempo, la legitimidad interna e internacional de esa dirección burocrática. 
 
2 Se ha hecho referencia aquí al conjunto de ponencias presentadas durante el encuentro de militantes de la LCR (verano 
de 1986), encuentro al que se dirigían igualmente las exposiciones sobre la estrategia y el partido revolucionario recogidas 
aquí. El resto se publicaron en La crise, les crises, l’enjeu. 
3 Recientemente publicada por Galaxia Gutemberg y Círculo de Lectores, Barcelona, 2007 [N. del T.] 
7 
 
Además, si bien las potencialidades revolucionarias de la Liberación fueron sacrificadas en el altar de 
Yalta, ello condujo a un equilibrio inestable en las relaciones de fuerza nacionales, condicionadas 
internacionalmente para la burguesía por la amenaza de la extensión de la revolución. La relación 
capital/trabajo lleva en la mayor parte de los países capitalistas la marca de un compromiso: lo que 
algunos denominan el "compromiso fordista" es también para las clases dirigentes el precio a pagar 
ante tal peligro. Sin embargo, una vez puesta en marcha, esta relación negociada aporta, en un 
contexto de expansión, mejoras reales a las condiciones de vida del proletariado. Por consiguiente se 
vuelve a la postre simplificador pensar como si existiera un antagonismo permanente abierto entre 
las aspiraciones de las masas y la política de los aparatos reformistas. Hay adecuación para ciertos 
sectores, a pesar de que las relaciones se mantengan tendencialmente conflictivas, hasta el punto de 
conocer desgarramientos bruscos como Mayo del 68 en Francia o durante el mayo rampante italiano. 
La inversión de la onda larga expansiva está marcada por una fuerte sacudida con un punto álgido 
entre 1968 y 1976, como en todos los puntos de inflexión entre las ondas largas anteriores (1814-15, 
1848, 1867-73, 1914-1923, 1940-45): ola de huelgas en Europa (Francia, Italia, Gran Bretaña), caída 
de las dictaduras en Grecia, Portugal, España, victoria de la Revolución vietnamita… Pero no hubo 
choque social decisivo hasta el punto de cuestionar el equilibrio de los Estados nacionales y el paisaje 
político instituido tras la guerra. Ahora bien, la crisis revolucionaria en sentido propio es también una 
crisis nacional. El corolario es que no hubo un contragolpe fundamental:la burguesía retomó la 
iniciativa en Europa y el proletariado pasó a la defensiva al final de los años 70, pero sin haber sufrido 
derrotas políticas y sociales comparables a las de los años 30. 
Se trata pues, sobre el impulso de esta secuencia de experiencias, de mantener la relación de fuerzas, 
de memorizar la experiencia y de continuar la acumulación de fuerzas. 
La crisis revolucionaria es la crisis de un sistema de dominación que ya no es funcional. La clase obrera 
es entonces candidata al poder cuando resuelve sus propios problemas a la vez que los del Estado 
nacional en su conjunto. Hay razones de peso para pensar que si una crisis de este tipo comienza 
necesariamente por tomar forma en un país determinado, tendrá de inmediato algo que ver con la 
cuestión de Europa. 
La profundidad de la crisis y el grado de internacionalización de la producción pondrá necesariamente 
a prueba el sistema estatal resultante de la guerra. 
(…) 
 
SOBRE EL PARTIDO 
En 1968, bajo el choque de la huelga general, un debate se desarrolló en varios países europeos sobre 
el tipo de organización revolucionaria a construir. El eje polémico de la discusión oponía 
principalmente las variantes "espontaneístas" (que se reclamaban unos de Rosa Luxemburg, otros de 
Mao, cuando no de tradiciones consejistas...) y los defensores del "leninismo", igualmente 
abirragados. 
Nosotros estábamos evidentemente de ese lado. Nuestra versión del leninismo estaba además 
influenciada por las experiencias latinoamericanas: no con las extrapolaciones de Regis Debray sobre 
el "foco" guerrillero, que combatimos, sino lo que podía haber de voluntarismo y ejemplarismo en 
8 
 
organizaciones minoritarias y, por consiguiente, la figura del Che Guevara era, en cierto modo, 
emblemática. 
Estas controversias violentas tenían implicaciones reales: extraer de la experiencia común de 1968 
los primeros elementos de reconstrucción de un partido revolucionario. Sus referencias históricas y 
teórica no se remontaban apenas más allá de la Revolución rusa y de los primeros congresos de la 
Internacional Comunista, que constituían el fondo cultural común. Así, Marx mismo no intervenía 
prácticamente en esta discusión sobre el partido. 
Hoy asistimos a una puesta en cuestión del "leninismo" (sin que se defina su contenido la mayor parte 
de las veces) y más ampliamente de la noción misma de "partido". Más allá de cuestiones de forma, 
estos interrogantes deben ser abordados con seriedad, en la medida en que reflejan una situación 
transitoria en las transformaciones de la clase obrera y del movimiento obrero. 
Parece entonces necesario retomar la cuestión en la raíz, es decir desde un punto de vista histórico. 
Sería, en efecto, abstracto y poco convincente ocuparse del partido de vanguardia 
independientemente de la realidad de la clase obrera, de las formas del Estado o del sistema de 
representación política. 
Así pues, en una extensa primera parte volveremos a los orígenes de la noción de partido de 
vanguardia y la significación del paso de Marx a Lenin. En una segunda parte, examinaremos la forma 
en la que Trotsky asumió y utilizó esta herencia de la III Internacional en los años 30 y en qué términos 
planteó desde el principio el problema de la construcción de la IV internacional y de sus secciones. 
Finalmente, en la última parte, veremos cómo los términos de este problema son modificados entre 
el inicio y el fin de los años 70; y cómo se plantean hoy. 
Tres observaciones finales, antes de entrar en el meollo del tema: 
1) La noción de partido está históricamente determinada. Ella es relativamente moderna y su 
significado evoluciona. En la forma que nos es hoy familiar (muy diferente de lo que se podía entender 
por partido bajo la Revolución francesa por ejemplo), con afiliados y un aparato estable, está ligada 
a la emergencia y la estabilización de las democracias parlamentarias. Este tipo de partido surge y se 
consolida en el curso de la segunda mitad del siglo XIX y proporciona el material para una primera 
oleada de literatura sobre los partidos políticos: el libro de Ostrogorsky de 1902, el de Robert Michels 
en 1910. Esta puesta en perspectiva es útil para resituar en su lugar el discurso sobre "la crisis de la 
forma partido". Este tipo de cliché tiene el inconveniente de que no se sabe de qué se está hablando. 
Existen partidos cuya forma no está particularmente en crisis, y que, desde su punto de vista, 
funcionan bien (el PS, el RPR...). El vínculo entre el partido y el movimiento obrero de masas conlleva 
otro problema: bajo este ángulo, la cuestión es más bien la de las mutaciones del movimiento obrero 
en su conjunto más que la "forma partido". Finalmente, está la cuestión específica de la organización 
revolucionaria. Aquí lo que se pone en cuestión, más allá de la forma, es simple y llanamente su 
contenido o su función: saber si se debe, si se puede, hacer la revolución y, en ese caso, ¿cómo y con 
qué instrumento? La forma no viene más que después. O, más exactamente, tratándose del partido, 
la forma también es parte del contenido, y a la inversa. 
2) Estas consideraciones nos remiten, pues, al informe sobre la estrategia revolucionaria. En las 
condiciones específicas de la revolución proletaria, el partido está en el centro de las condiciones de 
posibilidad de la revolución social. Su existencia determina: 
 - la modificación de las relaciones de fuerzas previa a la apertura de una crisis revolucionaria; 
9 
 
 - la modificación de los niveles de consciencia en el seno mismo de la clase obrera; 
 - la acumulación de experiencias y su memorización por una capa militante implantada en las masas. 
3) Finalmente, el problema de construcción al cual estamos confrontados es relativamente inédito. 
Partimos de corrientes revolucionarias muy minoritarias frente a potentes organizaciones cuya 
burocratización tiene una base material sólida: las posiciones conquistadas en el marco del Estado 
burgués (para los PS y los PC) y los vínculos con la burocracia soviética para los PC. El punto de partida 
es, pues, diferente del que fue para las corrientes socialistas minoritarias de finales del siglo pasado. 
 
LENIN: ¿UNA REVOLUCIÓN EN LA REVOLUCIÓN? 
Hablamos a menudo de "leninismo", a veces incluso a tontas y a locas. Tendemos, en efecto, a 
confundir la aportación específica de Lenin sobre la concepción del partido con el "leninismo" 
codificado y asimilado a la "bolchevización", al monolitismo, a partir de los informes de Zinoviev al V 
Congreso de la Internacional Comunista4. En Lenin, la idea central y original con respecto a la II 
Internacional es el rechazo de la "confusión entre el partido y la clase", confusión que él califica como 
"desorganizadora". 
La necesaria distinción entre el partido y la clase no cae del cielo. Se desprende de las grandes 
polémicas de las que emerge la socialdemocracia revolucionaria rusa: contra el populismo, contra el 
economicismo, contra el menchevismo. Sin embargo, sobre cuestiones de orientación 
fundamentales, como las alianzas, la defensa de las reivindicaciones propiamente obreras, el 
gobierno provisional, "economicistas" y mencheviques defienden a menudo posiciones más 
intransigentes en apariencia que las de los bolcheviques, más cercanas al "socialismo puro". En 
realidad, esta intransigencia se deriva de una visión de la revolución antizarista como una revolución 
burguesa, una etapa necesaria e inevitable antes de pasar a las tareas propiamente socialistas. Esta 
defensa de la independencia de clase se asemeja a la de Kautsky: es la de un socialismo fuera del 
tiempo, que acumula pacientemente su madeja de fuerzas, sin comprometerse en el ejercicio de 
responsabilidades que no estarían a la orden del día. Estamos aún en una sociedad retrógrada y 
semifeudal; en una sociedad tal no se puede tomar el poder sobre la base de los intereses de la clase 
obrera. La modernización democrática es, pues, una tarea dejada a la burguesía liberal.Así pues, el partido obrero no debería ensuciarse las manos en este asunto. Se reserva para la etapa 
siguiente. Su tarea, mientras tanto, sería educar y organizar al proletariado en la lucha económica de 
todos los días. 
La consecuencia práctica de ello es que la iniciativa de la lucha política se deja en manos de la 
burguesía. A una visión etapista de la revolución corresponde una visión etapista de la conciencia de 
clase: la lucha económica es la del proletariado en la edad del aprendizaje; sólo cuando haya crecido 
y madurado pasará directamente al terreno de la lucha política. 
 
4 "La Internacional Comunista debe ser un monolito... La bolchevización es la formación de una organización centralizada, 
monolítica, fuertemente coherente..." (Conclusión de Zinoviev al debate de orientación general del V Congreso de la IC, 
Ed. Pasado y Presente, Córdoba, 1975, p. 208). 
 
10 
 
Así, en 1905, en el debate sobre el gobierno revolucionario provisional en caso de derrocamiento del 
zar, los mencheviques, considerándose ya la oposición de mañana, se negaban a considerar su 
participación en un gobierno revolucionario provisional. Lenin, por el contrario, afirmaba que en caso 
de sublevación popular victoriosa, el partido no podría sustraerse a las responsabilidades 
gubernamentales. 
Numerosos problemas políticos se desprenden de ello: crear una correlación de fuerzas, encontrar 
aliados, intervenir activamente en el terreno propiamente político, que no es la simple prolongación 
de la lucha económica en la fábrica. Es una pequeña revolución en la concepción misma de la 
actividad política. 
De igual modo, en Francia, los marxistas "ortodoxos", obnubilados por la acumulación social de 
fuerzas, y oponiendo mecánicamente la independencia de clase a la táctica política, empezaron 
dejando de lado el caso Dreyfus. Incluso Sorel, preocupado por evitar los meandros corruptores de 
la política parlamentaria, se mantuvo indeciso. En cambio, Jaurès, en tanto demócrata radical, 
percibió mejor lo que estaba en juego. 
El problema es: ¿cómo puede la clase obrera hacerse cargo de un problema político para responder 
a cuestiones que son las del conjunto de la sociedad y superan la suma de las reivindicaciones 
políticas? ¿Cómo puede darse un salto en la conciencia política, y una actividad directamente política, 
con sus correlaciones de fuerzas? 
Ahí es donde Lenin da pruebas de una profunda originalidad. No es psicoanalista, pero comprende 
perfectamente que las contradicciones económicas y sociales se expresan políticamente de manera 
deformada y transformada, "condensada y desplazada", y que la tarea del partido es descifrar en la 
vida política, incluso bajo los ángulos más insospechados, la forma en que se manifiestan las 
contradicciones profundas. Éstas aparecen a menudo en un punto inesperado, que concentra y 
revela una crisis global latente: una revuelta universitaria, una protesta democrática, un incidente 
internacional. Es el papel propio del "acontecimiento político". 
No es casualidad que hayamos utilizado tanto a Lenin en el 68 para comprender el alcance del 
movimiento estudiantil, contra el determinismo populista de los maoístas que sólo querían ver en 
ello una diversión pequeñoburguesa. La clase obrera es, por supuesto, determinante en última 
instancia. Pero la contradicción estalla donde menos se espera. Una lucha estudiantil puede ser el 
revelador o el catalizador de una crisis política. El partido revolucionario no es un partido de la lucha 
económica y de las reivindicaciones. Es, en primer lugar, un protagonista de la lucha política. 
Por ello, para Lenin la imagen típica del militante revolucionario no es la del sindicalista combativo, 
sino la del "tribuno popular" que interviene "en todas las capas de la sociedad". Es ya una concepción 
sensiblemente diferente a la que prevalece en Kautsky en la II Internacional. 
Es la misma cuestión que subyace al famoso debate de 1902 sobre los estatutos del POSDR (véase 
Un paso adelante, dos pasos atrás). La definición rigurosa del miembro militante del partido no es 
una cuestión formal o administrativa: aquél que se reconoce en el partido, le ayuda, simpatiza...; o 
aquél que pertenece a una instancia regular, cotiza, acepta sus estatutos... 
Lo que está en juego en esta distinción es la delimitación del partido con respecto a la clase. Pues es 
precisamente la "forma partido" (como se dice hoy) la que permite a la clase intervenir en el campo 
político, actuar políticamente, no limitarse a sufrir los flujos y reflujos de la lucha de clases, atravesar 
las alzas y bajas con su proyecto propio. 
11 
 
He aquí lo esencial de la revolución leninista. Y si se quiere discutir de "leninismo", éste es el punto 
de partida. El resto, o se desprende de ello o es accesorio. 
Es posible que en esa época esta visión estratégica se haya visto forzada o acentuada por las 
condiciones conspirativas. Muy pronto, desde el prólogo a la recopilación de artículos titulados Doce 
años, es corregida a la luz de la experiencia de 1905. Lenin insiste en ella sobre el hecho de que este 
partido delimitado vive desde entonces en diálogo y relación permanentes con los desarrollos de la 
conciencia de clase, las aportaciones de sus experiencias y, en este caso concreto, la de los soviets. 
Hay un movimiento de intercambio permanente entre el partido y las experiencias acumuladas de la 
clase. 
En los documentos del congreso de fundación de la Liga Comunista, en 1968, insistimos más sobre el 
Lenin de la primera manera, a veces unilateralmente. Salimos del 68 con fuertes tentaciones 
izquierdistas, y una visión que tendía a solapar todas las dimensiones del enfrentamiento de clase en 
un enfrentamiento entre Estado y partido. El camarada Mandel insistía más sobre el desarrollo 
desigual de la consciencia de clase; de ahí la importancia que otorgaba a las reivindicaciones 
transitorias y a la cuestión del control obrero. Mayoritariamente no las aceptábamos más que con 
reticencias, como un riesgo de gradualismo. Estábamos más bien obsesionados por la crisis 
revolucionaria, la dualidad de poder, el partido, el Estado… Es suficiente leer el artículo de la revista 
Partisans (de Daniel Bensaid y Samy Naïr, enero de 1969) para convencerse de ello5. La problemática 
de este artículo está muy presente en el congreso de fundación de la Liga. 
Ahora bien, la concepción de Lenin es mucho más compleja y matizada que la expresada en ¿Qué 
hacer?, o en Un paso adelante... Estos textos datan de antes de 1905 y, por supuesto, de antes de 
1914. Si se hubiera tratado de una posición ya madurada y sistemática, Lenin habría adoptado una 
actitud diferente mucho antes en los debates internos de la II Internacional. Más bien se trata todavía 
de una semirruptura con la ortodoxia dominante que se apoya sobre las especificidades rusas, sin 
desarrollar los elementos universalizables de su razonamiento. 
No faltan ejemplos en los que Lenin no dudó en entrar en conflicto con las autoridades de la 
Internacional. Puede suponerse que si hubiera medido el alcance de los litigios y lo que estaba en 
juego, habría defendido su posición mucho antes, y no se habría visto tan sorprendido por la 
capitulación chovinista de la socialdemocracia europea en agosto del 14. 
Parece, en realidad, que su problemática se sistematiza a partir de 1914, de los textos sobre el 
imperialismo y sobre el fracaso de la II Internacional, de los cuadernos sobre Hegel y de los debates 
sobre el Estado. Se clarifica de nuevo con la Revolución rusa, aunque no totalmente. Todo esto es 
normal desde el momento en que se considera su obra como un combate político, en evolución, y no 
como un sistema cerrado. 
El partido no es, pues, una forma organizativa entre otras, sindicales o asociativas; es la forma bajo 
la cual la clase se asienta en la lucha propiamente política. Esta idea es coherente con la idea que 
Lenin se hace dela crisis revolucionaria como "crisis nacional", crisis general de las relaciones 
recíprocas entre todas las clases. Se trata de las contradicciones que se entrelazan en el conjunto de 
la sociedad, y no de un simple mano a mano entre patrones y asalariados. 
 
5 Bensaïd, Daniel y Naïr, Sami “À propos de la question de l´organisation: Lénine et Rosa Luxeburg” (Partisans, n.º 45, enero 
1969). 
12 
 
Lo que escribe a este respecto, desde ¿Qué hacer?, es muy claro: "...el conocimiento que la clase 
obrera pueda tener de sí misma está indisolublemente ligado a un conocimiento preciso de las 
relaciones recíprocas de todas las clases de la sociedad contemporánea, conocimiento no sólo teórico, 
digamos más bien menos teórico que basado en la experiencia de la vida política". Insistamos: a través 
de la experiencia de la vida política es como se adquiere este conocimiento de las relaciones 
recíprocas entre todas las clases. 
El partido es el vector por excelencia de esta experiencia política. Por su mediación se establece la 
unidad de la estrategia y de la táctica, en un tiempo que ya no es el tiempo "homogéneo y vacío" de 
los progresos y de la paciencia electoral socialdemócrata, sino un tiempo pleno, anudado, ritmado 
por la lucha y entrecortado por la crisis: "No podríamos representarnos la revolución misma bajo la 
forma de un acto único: la revolución será una sucesión rápida de explosiones más o menos violentas, 
alternadas con fases de calma más o menos profundas. Por ello la actividad esencial de nuestro 
partido, el hogar esencial de su actividad, debe ser un trabajo posible y necesario tanto en los períodos 
más violentos de explosión como en los de calma, es decir un trabajo de agitación política unificado 
para toda Rusia..." 
El partido es, pues, el hilo conductor de la conciencia de la clase. Si prepara la revolución, para hacerla 
con las masas, debe reunir, más allá de la discontinuidad de las experiencias, lo que constituye su 
unidad estratégica. La historia, para él, no es la de la marcha triunfal de alguna "fuerza tranquila", 
sino un tejido de crisis, conflictos y fracturas. 
El partido debe guiar tanto la retirada como la ofensiva. No tiene como función la de concluir un 
proceso natural y en lo esencial espontáneo, como a veces sugiere Rosa Luxemburgo. Memoriza 
tanto los éxitos como las derrotas, interviene tanto en las explosiones como en los momentos de 
calma. 
Es la idea misma de una estrategia, de una lucha dirigida y ligada permanentemente al objetivo final. 
Esto es nuevo. Es un enfoque que permite comprender la actitud del partido en las jornadas de julio 
de 1917: la participación en una acción que no ha querido, pero la aptitud para limitar sus efectos 
negativos, para asimilar sus lecciones, y recuperar finalmente la iniciativa. Sin partido revolucionario, 
una derrota más limitada, como la del 25 de noviembre de 1975 en Portugal, puede por el contrario 
hacerse acumulativa. La intervención del partido amortigua las fluctuaciones de la correlación de 
fuerzas. 
Ya hemos indicado que, citando a Kautsky, Lenin dice, literalmente, otra cosa distinta que aquél. No 
dice que la "ciencia" venga "del exterior de la lucha de clases", sino que la "conciencia política" viene 
"del exterior de la lucha económica". La diferencia no es pequeña, pues deduce de ahí la conclusión 
de que el portador de la conciencia política es el partido; mientras que Kautsky concluía que el 
portador de la ciencia, o de la conciencia socialista, son "los intelectuales burgueses". 
Esta concepción determina una serie de consecuencias prácticas. Ya hemos señalado la delimitación 
del partido respecto de la clase, la idea del militante como "tribuno popular". Hay que añadir la idea 
de "un periódico para toda Rusia", el célebre "andamio", que responde a la necesidad de "un trabajo 
de agitación política unificada para toda Rusia". Ya no se trata de un simple órgano de opinión, sino 
de un instrumento de orientación y de organización en el sentido pleno del término, en relación con 
un proyecto estratégico de conjunto. 
La cuestión del "centralismo democrático" entra en este marco. La delimitación del partido con 
respecto a la clase implica efectivamente la selección de los militantes e, indisociablemente de lo 
13 
 
anterior, una democracia que permita asimilar el conjunto de las experiencias del partido y corregir 
los errores. Inseparables, la democracia es útil para reflexionar y decidir, el centralismo útil para 
actuar. Se trata de necesidades generales que no se reducen a una técnica organizativa. En un artículo 
de respuesta a Rosa Luxemburg, titulado como el folleto, Un paso adelante, dos pasos atrás, Lenin 
distingue explícitamente los "principios" del "sistema" de organización. Los principios están en 
relación con las condiciones generales de la lucha del proletariado bajo el capitalismo; el sistema 
puede variar con las condiciones políticas, el tipo de régimen; la violencia de la represión... 
El núcleo de su concepción es, en suma, la idea del partido de vanguardia, que rompe con las ideas 
dominantes de la II Internacional a este respecto. 
 
ROSA LUXEMBURG Y TROTSKY: ¿EN LA TRADICIÓN DE LA II INTERNACIONAL? 
Para poner de manifiesto la ruptura que representa el planteamiento de Lenin, es útil evocar 
brevemente las posiciones de Rosa y de Trotsky, que en lo esencial se mantienen dentro de la 
tradición de la II Internacional. 
 En su respuesta al ¿Qué hacer?, Rosa escribe: de hecho, "la socialdemocracia no está unida a la 
organización de la clase obrera, es el movimiento propio de la clase obrera". Aquí, la delimitación 
entre el partido y la clase se difumina. Como "movimiento propio de la clase", el partido reúne 
orgánicamente al conjunto de las organizaciones de las que se dota la clase, asociaciones o sindicatos. 
A partir de ahí, el debate entre Lenin y Rosa se asemeja a menudo a un diálogo de sordos. Él insiste 
en que el partido sepa utilizar para otros fines la disciplina del trabajo, duramente inculcada por el 
Capital. Ella denuncia (contra la burocracia socialdemócrata ya influyente en Alemania) los peligros 
de una disciplina que es, ante todo, una disciplina de "cuartel". 
Como queda prisionera de una visión que hace del partido una contra-sociedad más que la 
agrupación voluntaria de una vanguardia, sólo ve remedio a la tendencia a la degeneración 
burocrática en la espontaneidad obrera, y no en la lucha organizada en el seno del partido mismo. Es 
verdad que libra múltiples batallas, pero como polemista y militante: en cierto modo como expresión 
crítica, en el seno del partido, de los movimientos de la clase que entran en conflicto con la inercia y 
la rutina burocráticas. Cuenta, ante todo, en parte con razón, con las iniciativas y la inventiva de las 
masas. De ahí su entusiasmo por las huelgas de masas de 1905. 
Pero ella no traduce este combate en una política permanente de agrupación de fuerzas, ni de 
construcción dentro del partido de una correlación de fuerzas en torno a un proyecto. Anima redes 
de amistades y de influencia, sin cristalizar en una corriente centralizada que acumulara fuerzas al 
hilo de las batallas. Llega casi a teorizar una idea del partido cuya función activa se limitaría a 
desencadenar el proceso revolucionario. Al principio, poco podría hacer salvo educar al movimiento 
en dirección al objetivo final. 
Se puede considerar que esta laguna se pagó muy cara. En el congreso constituyente de la Liga 
Espartaquista, en diciembre del 18, todas las cualidades de persuasión de Rosa no bastan para 
compensar la falta de tradición, experiencias comunes y homogeneidad adquiridas a lo largo del 
tiempo por un núcleo de vanguardia. Es puesta en minoría por una corriente izquierdista e 
impresionista, alimentada por la primera ola de la Revolución alemana, sobre las principales 
cuestiones del momento: la táctica electoral, la cuestión sindical... Erroresque influirán en el 
14 
 
comportamiento del partido desde la crisis de enero de 1919, y facilitarán la represión que decapita 
entonces la dirección espartaquista. 
La ausencia de marco de pensamiento, de proyecto, de memoria común (aunque el riesgo de división 
es inherente a todas las circunstancias críticas), en suma, de práctica común, se convierte en un 
obstáculo prácticamente insuperable en el momento en que habría que responder en conjunto a 
aceleraciones o giros bruscos de la situación. 
A pesar de su fuerza, el joven Partido Comunista Alemán no dejará de ir a remolque de este retraso 
y en busca de una dirección. Independientemente del valor individual y la valentía de sus cuadros y 
de la energía desplegada, este handicap parece no haber sido nunca superado en el curso de la 
revolución. La ausencia previa de un núcleo organizado, reagrupado, no dejó de pesar en las 
vacilaciones y los errores. 
En cuanto a Trotsky, los términos de su respuesta a Lenin en Nuestras tareas políticas de 1902 son 
significativos. "El marxismo enseña [escribe] que los intereses del proletariado vienen determinados 
por las condiciones objetivas de su existencia. Dichos intereses son tan poderosos y tan inevitables 
que obligan finalmente al proletariado a hacerlos pasar a su campo de conciencia, es decir a hacer de 
la realización de sus intereses objetivos su interés subjetivo... La perspicacia táctica del partido del 
proletariado se sitúa por completo entre estos dos factores, y consiste en facilitar y acortar el camino 
entre una y otra". Hay en él una especie de determinismo estricto de los intereses objetivos. Es 
"inevitable", dice, que lo subjetivo termine uniéndose a lo objetivo. El partido es principalmente un 
vehículo de uno a otro, un mediador y, por consiguiente, como en Kautsky, ante todo un educador. 
Dicho de otro modo, la fuerza de las cosas terminará llevando a la conciencia a alcanzar a la realidad. 
Resulta de ahí una forma de objetivismo sociológico y, como consecuencia, de resignación a la 
vocación minoritaria: "Los elementos más conscientes, y por tanto más revolucionarios, estarán 
siempre en minoría en nuestro partido. Si admitamos esta situación y nos adaptamos a ella, sólo 
puede explicarse por la fe en el destino revolucionario de la clase obrera o, dicho de otro modo, por 
nuestra fe en la recepción inevitable de las ideas revolucionarias como aquéllas que mejor convienen 
al movimiento histórico del proletariado. Lenin y sus partidarios no comprenderán las causas de su 
fracaso mientras no estén penetrados por la idea de que no se puede prescribir ni a la sociedad en su 
conjunto ni al partido las vías de su desarrollo. Se las puede extraer únicamente de las condiciones 
históricas dadas y prepararlas por medio de un trabajo crítico incesante". 
Se trata de un texto del joven Trotsky, bastante representativo de lo que podríamos llamar fatalismo 
minoritario. Puesto que el partido refleja la conciencia de la clase en un momento de su desarrollo, 
los "elementos avanzados" son necesariamente minoritarios en el partido, mientras la clase no es 
consciente de sus intereses. Esta situación es aceptable sólo en virtud de un determinismo 
tranquilizador: la maduración del proletariado traerá consigo, a su debido tiempo, la maduración de 
la consciencia. Mientras tanto, las constantes batallas internas, como las que libra Lenin, son inútiles 
y estériles. Esta concepción está en la raíz misma del "conciliacionismo" que con frecuencia se 
reprochó a Trotsky. Es el principal reproche que le hace Lenin en estos años (mucho más que sobre 
las grandes cuestiones teóricas, como el debate sobre la revolución permanente). También contra 
esta inclinación le pone el guardia Joffé en la carta testamento que redacta en 1927 en vísperas de 
su suicidio. Es la principal autocrítica que el propio Trotsky asumirá posteriormente6. 
 
6 Vease respecto a este tema la carta testamento de Adolf Joffe. 
15 
 
Pero no se trata de una cuestión de temperamento ni de psicología, sino de un problema 
eminentemente político. Si pensamos, en efecto, que la "recepción de las ideas revolucionarias· es al 
final "inevitable", y que el proletariado obedece a un "destino" revolucionario, las delimitaciones 
continuamente operadas por Lenin son obstáculos, pues las cosas deberían resolverse por sí mismas 
llegado el momento. 
Los textos del joven Trotsky, sobre todo su célebre descripción de un sustitucionismo en cadena (el 
partido sustituye a la clase, el comité central al partido, el secretario general al comité central...), se 
leen a menudo en nuestra tradición como muestras de una gran lucidez histórica y de su superioridad 
sobre Lenin7. 
Pero más bien se trataría de una inferioridad política. 
En efecto, ¿qué fue lo que hizo posible la victoria de octubre de 1917. En ciertos aspectos, Trotsky 
tenía una visión más justa que Lenin de la dinámica histórica de la revolución, de su transformación 
de revolución democrática en revolución socialista. Lenin no evolucionó sino progresivamente sobre 
este punto. Sus trabajos entre 1914 y 1917 lo preparan para ello. Pero solamente en las Tesis de abril 
(1917) da el paso, para gran sorpresa, por lo demás, de la mayoría de los "viejos bolcheviques", que 
continúan por inercia en las posiciones anteriores. 
La existencia de un partido delimitado permite corregir en caliente una hipótesis deficiente, 
reorientar la acción, convencer a militantes y cuadros unidos por una práctica común sin quebrar su 
cohesión. Una visión teórica más justa, pero sin partido, está abocada a la impotencia. 
No se trata, pues, de una cuestión de técnica organizativa. No se trata de un fetichismo de la 
organización por la organización, del tipo "dadme un partido y moveré montañas", sea cual sea su 
línea... No todos los reajustes son posibles. Dependen de la manera en que este partido ha sido 
construido y sus miembros y direcciones educados, de para qué se haya preparado. Es lo que le 
permite girar en una prueba, y arrastrar a la gran mayoría de sus militantes, aún dividiéndose 
parcialmente. 
Estas divisiones ante unas nuevas condiciones de la lucha de clases entran, en efecto, dentro de lo 
normal en un organismo vivo. Cuando hay que tomar decisiones importantes, dar un paso, se sale 
del dominio de la ciencia para entrar en cierto modo en el del "arte". El factor tiempo se vuelve 
entonces decisivo. Además, Lenin tiene la obsesión del tiempo, del momento propicio que no hay 
que dejar escapar; ni demasiado pronto, ni demasiado tarde... La política es en buena medida un 
dominio del tiempo. En estos momentos cruciales, los días cuentan. No se puede alcanzar al día 
siguiente lo que no se ha hecho la víspera. Ahí, la cohesión del partido, su confianza en sí mismo, 
condición de todas las audacias, puede ser determinante. 
Tomemos el caso extremo: el de las decisiones militares. Los soviets o los consejos deciden sobre la 
insurrección. No es algo formal: la legitimidad misma de una revolución puede verse en tela de juicio. 
Pero, si en una situación tal, el mismo partido que propone vacila, la vacilación no puede sino 
amplificarse y convertirse en parálisis. Por el contrario, su propia convicción puede barrer los 
obstáculos. 
 
7 Brossat, Alain Aux origenes de la révolution permanente (Ed. Maspero) [En los orígenes de la revolución permanente. El 
pensamiento político del joven Trotski, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1976]. 
16 
 
La dirección bolchevique se dividió en cada momento decisivo: en el momento del regreso de Lenin 
sobre la cuestión de las Tesis de abril; en el momento de las jornadas de julio, sobre la decisión misma 
de la insurrección de Octubre. Entonces, o bien caemos en la leyenda y contamos que Lenin siempre 
terminaba llevando razón porque era un genio maligno, el más fuerte, etc.; o bien invocamos las leyes 
inexorables dela historia para decir que lo que pasó no podía dejar de pasar... pero, en ese caso, ya 
no hace falta el partido: para eso mejor dejar hacer al destino... 
O bien, en fin, nos quedamos en el terreno del materialismo: a pesar de las fracturas existía entre 
algunos miles de cuadros del partido una experiencia y una educación comunes, y un vínculo con las 
masas que brutales reorientaciones podían ser comprendidas, asimiladas, retomadas y amplificadas. 
Lenin no estaba solo. Podía apoyarse en ciertas conquistas y tradiciones del partido, sobre una parte 
de sus cuadros, para vencer las resistencias y convencer. Esto es el resultado de un trabajo de larga 
duración. Precisamente lo que no existía, ni siquiera bajo formas diferentes, en Alemania. 
Lo que hace posible la victoria de Octubre no es, pues, una inspiración genial, ni una "técnica del 
golpe de Estado", ni siquiera una "disciplina de hierro" del partido. Sobre esto hay mitos tenaces, 
probablemente forjados después, en la época de la codificación del "leninismo" por Zinoviev. 
Numerosos testimonios indican más bien un partido menchevique mejor organizado que el 
bolchevique durante los años de la guerra, tan obrero como el otro, y más "adulto". 
La cuestión clave era la de la educación, la de la continuidad política, organizativa y de dirección, de 
todo lo acumulado en cerca de veinte años de combates, y que permite al partido reaccionar ante la 
crisis revolucionaria sin dislocarse. Puesto que aquí reside precisamente la cuestión vital: la capacidad 
de girar en caliente sin volar en pedazos. 
Dos observaciones para concluir sobre este aspecto. 
La primera ilustra la evolución de una concepción, su carácter inacabado, contrariamente a los clichés 
habituales sobre el "modelo leninista". 
En las discusiones en el seno de la II Internacional, Lenin defiende en 1907, contra la Carta de Amiens 
y el pluralismo sindical, la unidad orgánica entre el sindicato y el partido. No inventa al hacer esto una 
teoría de la "correa de transmisión". Por el contrario, se sitúa plenamente dentro de la tradición que 
prevalece en Inglaterra, en Alemania, en Europa del Norte, mientras que la independencia del 
sindicato con respecto a los partidos es una idea "latina". 
En este debate, Plejánov y Bebel tienen una posición distinta. Plejánov argumenta que existen once 
partidos revolucionarios en Rusia (a causa de las divisiones y de la existencia de "partidos 
nacionales"). La vinculación del sindicato al partido significaría, pues, una fragmentación del 
movimiento sindical correspondiente a la de los partidos. Lenin responde que esto es factualmente 
falso, y que, en el peor de los casos, considerando la cuestión nacionalidad por nacionalidad, habría 
dos. Provisionalmente... 
Puesto que, si esto es así, significa que la historia todavía no ha dado un veredicto. Tras las pruebas 
decisivas, no quedaría más que un partido. Ahí está el problema. Lenin considera que al final no habrá 
más que un partido único de la clase. Los demás partidos que se proclaman obreros resultarán ser 
necesariamente cuerpos extraños, no sólo políticamente, sino también socialmente: agentes de la 
burguesía en el movimiento obrero, representantes de la aristocracia obrera... 
17 
 
Tiende así a confundir el hecho de que la revolución seleccione al único partido verdaderamente 
revolucionario con el hecho de que se trate también del único partido obrero auténtico. En ese caso, 
más allá incluso de la cuestión sindical, apenas habría cabida para un enfoque de frente único. Por 
fortuna, la práctica de Lenin es a menudo más flexible y realista que algunas de sus teorías. 
La segunda observación es que se da un deslizamiento entre las posiciones reales de Lenin y lo que 
será el "leninismo" codificado por Zinoviev en el V Congreso de la IC. En las resoluciones del I 
Congreso de la IC encontramos una presentación de las organizaciones obreras por orden de 
importancia: primero el partido, luego los soviets, luego los sindicatos. Se puede deducir de ello que 
se considera a los órganos soviéticos como una especie de organización de masas coronada por el 
partido, un poco al mismo nivel que los sindicatos, y no un órgano de poder unitario y soberano, 
dentro del cual el partido es una fuerza de propuesta8. 
Sería absurdo ver en esta subordinación eventual de los soviets al partido (la realidad era más 
compleja) un efecto del "bolchevismo". Es, por el contrario, una visión conforme a la herencia de la 
II Internacional y de Kautsky, para quien el partido, cumbre de la conciencia, corona todo el edificio 
de las organizaciones obreras. 
Paradójicamente, Lenin es quizás el más preparado para concebir el pluralismo político en los 
sindicatos y en los soviets tras la toma del poder. En virtud de su idea del partido de vanguardia: 
desde el momento en que el partido ya no forma un mismo cuerpo con la clase y que está delimitado 
con respecto a la misma, hay lugar para varios partidos. Ya no se da una correspondencia punto por 
punto entre la clase, el partido y el Estado. 
Es, pues, probablemente, el más cercano a la idea de pluralismo. Se puede ver una muestra de ello 
en las tesis que defiende sobre la cuestión sindical en la URSS. En ellas sostiene la independencia de 
los sindicatos con respecto al Estado y al partido, pues no existe a sus ojos armonía natural entre la 
clase y su Estado. 
Si quisiéramos llegar más lejos, podríamos preguntarnos aún si esto no está relacionado más 
profundamente con su concepción concreta de la lucha política y de su especificidad, en las antípodas 
de un determinismo sociológico (que Trotsky no siempre evita), de un mesianismo proletario y de un 
evolucionismo mecanicista... Pero ésta es otra historia. 
Retengamos solamente que Lenin no es ciertamente el peor punto de partida para abordar el debate 
sobre la democracia socialista. 
 
 
 
8 Bensaid, Daniel, La révolution et le pouvoir, capítulo 7, "L´heritage inachevé de la III Internationale", Ed. Stock, París, 1976.

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