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Estereotipos de género

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Las líneas con las que iniciamos este capítulo no pueden ser más esclarecedoras de la influen-
cia de los estereotipos de género en nuestra sociedad. En ellas, la autora no describe a una 
mujer o a un hombre en particular, sino que hace alusión a características que se consideran 
femeninas o a cómo se les incita a los hombres a comportarse. En definitiva, está refiriéndose 
a imágenes estereotipadas de género, con las que el lector estará más que familiarizado por su 
presencia en nuestra vida diaria. Sin embargo, la cotidianeidad de la cuestión no debe llevar-
nos a simplificarla. A nuestro juicio, realizar una aproximación al estudio de los estereotipos 
de género no es una tarea sencilla. Esta afirmación sólo puede realizarse si asumimos que el 
constructo género es complejo, que los estereotipos de género son complejos y que los efectos de 
la estereotipia de género son complicados y a veces contradictorios. 
La complejidad sobre el género se pone de manifiesto en su propia definición. De hecho, 
la mayoría de los análisis comienzan realizando una distinción entre sexo y género, ya que el 
uso erróneo de ambos términos ha sido objeto de debate en la literatura. Como conclusión a 
este debate, es frecuente adoptar el término sexo para referirse a las características biológicas 
asociadas a cada una de las dos categorías sexuales, y el término género para referirse a las 
características psicosociales (rasgos, roles, motivaciones y conductas) que se asignan diferen-
cialmente a hombres y mujeres (Deaux, 1985). Perspectivas más recientes (Deaux, 1993; Ruble 
y Martin, 1998), que evitan la asunción de causalidad que puede estar implícita en otras distin-
ciones, utilizan el término sexo para referirse a la clasificación de las personas basándose en las 
categorías demográficas de hombres y mujeres y el término género para referirse a los juicios 
o inferencias sobre los sexos, como estereotipos, roles, masculinidad y feminidad, o cualquier
otro caso en que el término sexo pueda construirse o utilizarse inadecuadamente.
A lo largo de este capítulo el lector podrá comprobar la complejidad que subyace a los estereo-
tipos de género. Esta complejidad, unida al interés que suscitan y a su impacto, ha convertido la 
investigación sobre los estereotipos de género en una línea de estudio que ha experimentado un 
notable desarrollo en las últimas décadas. La presentación de los numerosos trabajos existentes 
excede ampliamente los límites de un capítulo de esta naturaleza. En su lugar, hemos optado 
por seleccionar los contenidos que, desde nuestro punto de vista, nos permiten aproximarnos 
mejor al estudio de los estereotipos de género. Para ello, en primer lugar, introduciremos una 
serie de cuestiones que, a nuestro juicio, son básicas, como la definición de los estereotipos de 
género, el contenido de los estereotipos de hombres y mujeres, y ciertos aspectos relacionados 
con el modo de medirlos. En los siguientes epígrafes presentamos las dimensiones diferenciadas 
de los estereotipos, sus componentes, las diferentes perspectivas que tratan de explicar cómo 
y por qué surgen, las funciones que cumplen y las posibles variaciones en su contenido. Final-
mente, tratamos de aplicar los contenidos previos del capítulo a dos ámbitos en los que se pone 
de relieve el poderoso impacto de los estereotipos de género: el acceso de las mujeres a puestos 
directivos y el mantenimiento de actitudes sexistas. 
 Algunas cuestiones básicas sobre los estereotipos de género
Imagine que tiene que realizar la tarea que le describimos a continuación:
Fórmese una imagen mental de la “mujer típica”, a continuación fórmese una imagen mental de lo que 
la mayoría de las personas consideran una “mujer típica”. Ahora, complete estas dos frases con cinco 
adjetivos o expresiones diferentes:
1. Yo creo que la mujer típica es __________________.
2. La mayoría de las personas piensan que la mujer típica es ______________.
Finalmente, repita el ejercicio, pero pensando en el “hombre típico”.
ESTEREOTIPOS DE GÉNERO
Los primeros trabajos que ofrecieron apoyo empírico a la existencia de los estereotipos de 
género se realizaron siguiendo el procedimiento descrito. Fueron llevados a cabo a finales de 
la década de los sesenta y principios de los setenta en Estados Unidos (Broverman, Vogel, Bro-
verman, Clarkson y Rosenkrantz, 1972; Rosenkrantz, Vogel, Bee, Broverman y Broverman, 
1968). En ellos, a un primer grupo de estudiantes se les solicitaba que indicaran las caracte-
rísticas que ellos creían que diferenciaban a hombres y mujeres mediante el procedimiento 
que acabamos de presentar. Obtuvieron un listado de 122 adjetivos bipolares (por ejemplo, 
sumisión vs. dominancia). Posteriormente, un segundo grupo de cerca de mil participantes 
debía indicar el grado en el que esos 122 adjetivos bipolares eran aplicables a un hombre típico, 
a una mujer típica y a sí mismos. Los resultados revelaron que 41 rasgos fueron seleccionados 
por más del 75% de la muestra como rasgos que diferenciaban claramente a mujeres y hombres 
(29 característicos de los hombres y 12 de las mujeres). 
A partir de la breve descripción de esta investigación, el lector no tendrá dificultad en com-
prender qué son exactamente los estereotipos de género. Se trata de un conjunto de creencias 
compartidas socialmente acerca de las características que poseen hombres y mujeres, que se 
suelen aplicar de manera indiscriminada a todos los miembros de uno de estos dos grupos. 
Por ejemplo, el estereotipo femenino está compuesto por creencias como que las mujeres son 
emocionales, débiles, sumisas, dependientes, comprensivas, cariñosas, sensibles a la necesida-
des de los demás. Esto no quiere decir que lo sean, sólo que tienden a ser percibidas así. Del 
mismo modo, según el estereotipo masculino, los hombres son duros, atléticos, dominantes, 
atrevidos, egoístas, agresivos, competitivos, actúan como líderes. Esto tampoco se correspon-
de necesariamente con la realidad, sino que se trata de una percepción generalizada. 
Estos estereotipos relacionados con mujeres y hombres se han agrupado en diferentes di-
mensiones, una de ellas es la denominada comunión/agencia (Bakan, 1966). Normalmente, 
consideramos que las mujeres tienen más cualidades comunales (por ejemplo, son emocio-
nales, sensibles, afectivas, comprensivas, tiernas, afectuosas) y los hombres más cualidades 
agénticas (por ejemplo, son independientes, competitivos, ambiciosos). Esta distinción surge 
de la realizada por Parsons y Bales (1955) entre Instrumentalidad/Expresividad. Se considera 
instrumental todo lo relacionado con la productividad, eficacia, autonomía, independencia y 
competición para el logro de una tarea. Lo expresivo se refiere a todo lo relacionado con los 
factores afectivo/emocional y relacional, así como al mantenimiento de la cohesión grupal. 
Por tanto, la dimensión femenina de los estereotipos de género se llama comunal o expresiva, 
y la masculina, agéntica o instrumental.
Sandra Bem
Uno de los instrumentos más utilizados para medir la autoasignación o 
heteroasignación de rasgos expresivo-comunales e instrumentales-agentes 
es el Bem Sex Role Inventory (BSRI) desarrollado por Sandra Bem en 1974. 
Consta de 60 items: 20 adjetivos instrumentales (socialmente deseables 
para hombres), 20 expresivos (socialmente deseables para las mujeres) y 20 
neutros respecto al género. Éste fue el primer instrumento que pretendía 
medir la masculinidad-instrumentalidad y la feminidad-expresividad como 
dos dimensiones independientes, ya que el modelo clásico concebía la uni-
dimensionalidad bipolar del constructo masculinidad-feminidad. Es decir, se 
suponía que las personas masculinas no podían ser femeninas y a la inversa. 
A pesar de su impacto, difusión y aplicación, el hecho de que Bem construyera el BSRI ba-
sándose en los atributos que eran deseables para una mujer (o para un hombre) en la sociedad 
estadounidense en la década de los setenta lo convierte en objeto de, al menos,tres críticas 
ineludibles. La primera, su posible desfase debido a la evolución cultural experimentada por 
las sociedades occidentales desde su creación (hace más de tres décadas). La segunda, estar 
compuesto sólo por rasgos positivos (rasgos deseables socialmente). Finalmente, la influencia 
de las diferencias culturales entre Estados Unidos y el resto de países. Afortunadamente, el 
estudio llevado a cabo por López-Sáez y Morales (1995), con una muestra representativa de 
la población española, sirvió para elaborar una versión reducida del BSRI que constituye una 
adaptación de dicho instrumento a nuestro país. Esta versión, además de presentar la ventaja 
de incluir los rasgos estereotípicamente masculinos y femeninos en nuestra sociedad, añade 
nuevos rasgos negativos atribuidos tradicionalmente a las mujeres y a los hombres en nuestra 
cultura. Estos rasgos negativos se obtuvieron a través de una pregunta abierta en la que se 
pedía a los participantes que indicaran las tres características más apropiadas para describir 
a las mujeres y las tres más apropiadas para describir a los hombres. Con este procedimiento 
se evitaba una de las críticas más comunes realizadas a los instrumentos de medida de los 
estereotipos de género: estar compuestos únicamente por rasgos deseables socialmente. 
En este estudio a los participantes se les presentaba un listado de 20 rasgos (López-Sáez, 
1995). Su tarea consistía en indicar la proporción de mujeres y hombres que, a su juicio, 
poseían o mostraban cada uno de esos rasgos. Para conocer si un rasgo era estereotípicamen-
te masculino o femenino se calculaba la razón diagnóstica (resultado de dividir para cada 
participante y cada rasgo el porcentaje de hombres a los que se les atribuía un rasgo por el 
porcentaje de mujeres a las que se les asignaba ese mismo rasgo). De este modo, se obtuvieron 
ocho rasgos estereotípicamente masculinos y nueve estereotípicamente femeninos. En el 
Cuadro 9.1 se presentan dichos rasgos. 
Cuadro : Rasgos estereotípicamente masculinos y femeninos en la sociedad española.
Rasgos instrumentales/agentes 
(Estereotípicamente masculinos)
Rasgos expresivos/comunales 
(Estereotípicamente femeninos)
Atlético, deportivo 
Personalidad fuerte
Desea arriesgarse, amante del peligro 
Agresivo, combativo 
Actúa como líder 
Individualista 
Duro
Egoísta
Cariñosa 
Sensible a las necesidades de los demás
Comprensiva
Compasiva
Cálida, afectuosa 
Tierna, delicada, suave 
Amante de los niños 
Llora fácilmente 
Sumisa
Con el fin de evitar posibles confusiones, nos parece necesario aclarar que el BSRI se 
elaboró inicialmente para medir la identidad de género. Así, a partir de las puntuaciones 
obtenidas, las personas eran clasificadas en una de las siguientes categorías: masculina, fe-
menina, andrógina o indiferenciada. Sin embargo, Spence (1985, 1993) refiriéndose tanto al 
BSRI como al PAQ (Personal Attributes Questionnaire; cuestionario desarrollado en el mismo 
año y con el mismo objetivo por Spence, Helmreich y Stapp, 1974) señaló que no se puede 
medir la identidad de género basándose exclusivamente en dos tipos de rasgos de personalidad 
(expresivo-comunales e instrumentales-agentes). Esta autora defiende que la masculinidad y 
la feminidad son conceptos multidimensionales, en los que intervienen múltiples factores, 
como rasgos de personalidad, atributos físicos, capacidades, preferencias ocupacionales e in-
tereses, entre otros. No obstante, la tipología derivada de las escalas del BSRI y del PAQ se ha 
utilizado ampliamente para explicar diferencias individuales en conducta (López-Sáez, 1994; 
véase Moya, 1993, para una revisión de trabajos en los que se ha aplicado la tipología del BSRI 
en nuestro país). En un epígrafe posterior comprobaremos que no sólo la identidad de género, 
sino también los estereotipos de género tienen múltiples componentes. Pero previamente nos 
centraremos en las dos dimensiones de los estereotipos.
 Las dimensiones descriptiva y prescriptiva de los estereotipos 
de género 
La influencia de los estereotipos de género es tan penetrante que desde el momento en que un 
perceptor categoriza a una persona como hombre o mujer, le aplica de manera casi automática 
las características asociadas a su categoría de género. Ahora bien, las características que se 
adscriben a hombres y mujeres —dimensión descriptiva de los estereotipos— son también las 
que se consideran deseables y se esperan de hombres y mujeres. Es decir, existe una segunda 
dimensión en los estereotipos de género que indica cómo deberían comportarse hombres y 
mujeres. Nos referimos a la dimensión prescriptiva. Por ejemplo, el estereotipo femenino inclu-
ye prescripciones como que una mujer debería tener habilidades interpersonales, ser pasiva, 
dócil y cooperar con los demás. Por decirlo de otra forma, la creencia estereotípica de que las 
mujeres son cálidas, comprensivas o cariñosas está claramente relacionada con una prescrip-
ción societal acerca de que ellas deben ser así (recuerde el párrafo con el que introducíamos el 
presente capítulo). Como veremos más adelante, la trasgresión de esta prescripción puede dar 
lugar a fuertes sanciones sociales. Según Fiske (1998), la dimensión prescriptiva de los estereo-
tipos de género refuerza la diferenciación de género, ya que dicha dimensión está compuesta 
por atributos femeninos que caracterizan a subgrupos de mujeres tradicionales (por ejemplo, 
amas de casa), pero no por atributos masculinos que caracterizan a subgrupos de mujeres no 
tradicionales (por ejemplo, feministas). 
Burgess y Borgida (1999) realizan un excelente análisis de las dimensiones descriptiva y 
prescriptiva de los estereotipos de género, en el que demuestran que, aunque ambas están 
relacionadas, se trata de constructos distintos que dan lugar a discriminación a través de 
procesos diferentes. Las principales conclusiones de su análisis son las siguientes. Los as-
pectos descriptivos de los estereotipos de género dan lugar a una forma de discriminación 
“fría” que no está tan basada en los prejuicios de género como la discriminación que se 
deriva de los aspectos prescriptivos. Es un tipo de discriminación que suele producirse sin 
hostilidad y sin que exista una intención abierta de discriminar. En contraste, los aspectos 
prescriptivos de los estereotipos de género dan lugar a una discriminación intencional hacia 
las mujeres que transgreden las prescripciones de su rol de género. Se trata de un tipo de dis-
criminación “caliente” que, según Fiske (1998), está relacionada con la amenaza percibida 
por los hombres y posee una fuerte carga emocional. En el último epígrafe de este capítulo 
abordamos el impacto de ambas dimensiones de los estereotipos en el acceso de las mujeres 
a la función directiva. 
Prentice y Carranza (2002) amplían el estudio de la dimensión prescriptiva de los estereo-
tipos de género con objeto de captar toda su complejidad. En primer lugar, no se centran úni-
camente en los rasgos positivos que se supone que las personas tienen en virtud de su género, 
sino que incluyen también rasgos negativos. En segundo lugar, distinguen para cada género los 
rasgos sobre los que existen fuertes imperativos societales de los rasgos para los que existen im-
perativos societales relajados. Para ello, utilizan la deseabilidad general de cada rasgo como base 
con la que comparar su deseabilidad específica para cada género. Este análisis genera cuatro 
categorías de rasgos para cada género en lugar de un único listado de rasgos prescriptivos. En el 
Cuadro 9.2 se presenta como ejemplo las categorías obtenidas en el caso de las mujeres.
Cuadro : Categorías de rasgos para las mujeres.
• Rasgos con elevada deseabilidad en general y mayor deseabilidad para las mujeres (“prescripciones
intensificadas”; por ejemplo, amantes de los niños, sensibles).
• Rasgos con elevada deseabilidad en general y menor deseabilidad para las mujeres (“prescripciones
relajadas”; por ejemplo, inteligentes, maduras).
• Rasgoscon baja deseabilidad en general y mayor deseabilidad para las mujeres (“proscripciones rela-
jadas”; por ejemplo, complacientes, emocionales).
• Rasgos con baja deseabilidad en general y menor deseabilidad para las mujeres (“proscripciones inten-
sificadas”; por ejemplo, rebeldes, obstinadas).
Este esquema aborda la complejidad de la dimensión prescriptiva de los estereotipos de 
género y permite conocer mejor sus consecuencias. Por ejemplo, las reacciones que genera 
la violación de las prescripciones estereotípicas no tienen que ser siempre negativas. Si estas 
violaciones demuestran androginia, en lugar de desviación —porque incluyen manifesta-
ciones de cualidades deseables en ámbitos en los que existe libertad societal— pueden dar 
lugar a evaluaciones positivas (para más información sobre este aspecto, véase Prentice y 
Carranza, 2004). 
Componentes de los estereotipos de género 
Hasta el momento sólo hemos abordado la estereotipia de rasgo, es decir la referida a todas 
las características que se considera que definen de forma diferente a hombres y mujeres. Sin 
embargo, aunque ha sido frecuente igualar estereotipos de género con estereotipos relativos 
a rasgos, hace más de dos décadas que Deaux y Lewis (1984) investigaron el contenido de los 
estereotipos de género e identificaron cuatro componentes que las personas utilizaban para 
diferenciar a los hombres de las mujeres: rasgos, roles, ocupaciones y características físicas. 
La estereotipia de rol incluye las actividades que se consideran más apropiadas para hom-
bres y mujeres. Así, según los estereotipos, tradicionalmente las mujeres están más preparadas 
para cuidar de los hijos y realizar tareas domésticas, mientras que los hombres lo están para 
realizar actividades fuera de casa. Las ocupaciones también están estereotipadas; por ejem-
plo, la peluquería y la estética se consideran actividades típicamente femeninas y la mecánica 
típicamente masculina (véase el Cuadro 9.3). Finalmente, existen ciertos rasgos físicos que se 
consideran más característicos de mujeres (por ejemplo, voz suave) y otros de hombres (por 
ejemplo, son más altos, más fuertes, tienen la voz grave). 
Cuadro : La estereotipia de las ocupaciones. 
El acertijo que describimos a continuación ilustra perfectamente la estereotipia de las ocupaciones.
“Un padre y su hijo se vieron involucrados en un accidente de tráfico, en el que murió el padre y el hijo 
resultó gravemente herido. La muerte del padre se certificó en el mismo lugar del accidente y su cuerpo 
fue trasladado al depósito de cadáveres. Una ambulancia condujo al hijo al hospital, donde de inmediato 
fue trasladado al quirófano. Llamaron al cirujano de guardia, que nada más ver al chico exclamó: ¡Dios 
mío, es mi hijo!“.
¿Cómo explicaría usted esta situación? Las respuestas de las personas cuando se les ha planteado re-
solver el acertijo han sido variadas, y erróneas en la mayor parte de los casos. El motivo es sencillo: sus 
creencias estereotipadas de género les dificultaban pensar que el cirujano de guardia en ese momento 
era la madre del chico, lo que se debe a que la cirugía se ha considerado tradicionalmente una ocupación 
típicamente masculina.
Estos componentes son relativamente independientes, pero basándose en uno de ellos, las 
personas extienden sus juicios a los otros tres. Así, una vez asignada una etiqueta de géne-
ro a una persona, realizamos inferencias sobre la apariencia de esa persona, sus rasgos de 
personalidad, sus conductas de rol y su ocupación. De este modo, la información sobre un 
componente afecta al resto, ya que las personas tratan de mantener consistencia entre ellos. 
Por ejemplo, si nos dicen que un hombre se encarga de las tareas del hogar y del cuidado de los 
hijos es bastante probable que le describamos como una persona emocional y sensible. 
En su estudio, Deaux y Lewis (1984) encontraron que los participantes percibían que las 
mujeres y los hombres eran más diferentes en características físicas que en las psicológicas, así 
como que las características físicas eran las que más influían en las inferencias que realizaban 
las personas sobre los otros tres componentes. En definitiva, esta influyente investigación de-
mostró que los estereotipos de género son complejos, que tienen múltiples componentes y que 
las inferencias sobre un componente están basadas en la información sobre el resto de compo-
nentes. Posteriores trabajos comenzaron a investigar estos aspectos. Dos buenos exponentes 
de ello son los dos estudios realizados en nuestro país que se describen en el Cuadro 9.4. 
Cuadro : Dos estudios realizados en España sobre distintos componentes de los estereotipos de 
género.
Estudio de López-Sáez y Morales (1995)
Se investigaban los componentes de rasgo y los de rol. 
La estereotipia de rol se midió a través de una escala de 15 items (por ejemplo, ¿debe ser el padre o la 
madre quien pida permiso en el trabajo para cuidar a un hijo enfermo?). 
Como señalamos cuando describimos una parte de este estudio, se encontraron diferencias en estereo-
tipia de rasgos.
También se halló la existencia de estereotipia de género en el ámbito de los roles sociales. 
Así, se consideraba que las mujeres debían dedicarse a cuidar de los niños y realizar labores domésticas, 
y los hombres al trabajo asalariado fuera de casa. 
Un resultado interesante de este estudio fue la influencia de tres variables (edad, hábitat y sexo) en la 
estereotipia de rol, pero no en la de rasgos. Concretamente, se encontró que las personas de más edad, 
que viven en ciudades pequeñas y son mujeres mostraban mayor tendencia a considerar que mujeres y 
hombres deben realizar diferentes actividades. 
Finalmente, el trabajo demostró que no existía relación entre los dos tipos de estereotipia. 
Continúa
Estudio de Moya y Pérez (1990)
Más de mil hombres y mujeres indicaron el grado en el que consideraban que 98 atributos eran caracte-
rísticos de un hombre o de una mujer promedio. 
Los autores presentaban a los participantes atributos representativos de los cuatro componentes prin-
cipales de los estereotipos:
• Características físicas
• Ocupaciones
• Conductas de rol
• Características de personalidad
Los resultados pusieron de manifiesto que:
• Las imágenes de hombres y mujeres eran semejantes en lo que concernía a características físicas y de
personalidad.
• Se consideraba que hombres y mujeres desempeñaban diferentes roles y ocupaciones.
Los epígrafes siguientes tratan de responder a tres cuestiones clave: (1) ¿cómo se originan 
los estereotipos de género?, (2) ¿para qué sirven?, y (3) ¿se mantiene estable el contenido de los 
estereotipos en el tiempo, en cualquier contexto y/o en diferentes países? 
 Sobre el origen, naturaleza y funciones de los estereotipos 
de género
Los psicólogos sociales han tratado de conocer cómo y para qué surgen las creencias arrai-
gadas socialmente sobre hombres y mujeres. En la literatura encontramos dos explicaciones 
predominantes que tratan de responder a esta cuestión. Por una parte, la Teoría del rol social, 
desarrollada por Eagly en 1987 y, por otra, la Hipótesis de la racionalización desarrollada por 
Hoffmann y Hurst en 1990. 
Alice H. Eagly
Según la formulación inicial de Eagly (1987), la desigual distribución de hom-
bres y mujeres en diferentes roles sociales, principalmente ocupacionales y 
familiares, confiere a sus ocupantes características acordes con el rol y provoca 
la existencia de distintas expectativas hacia ellos. 
Desde este planteamiento, el contenido agéntico del estereotipo masculino deriva 
del desempeño de los hombres de roles típicos en determinadas parcelas de la so-
ciedad y la economía, y el contenido comunal del estereotipo femenino procede del 
desempeño por parte de las mujeres del rol doméstico y de roles ocupados despropor-
cionadamente por éstas —por ejemplo, secretaria, maestra, enfermera—. Es decir, se 
supone que hombres y mujeres poseen rasgos adaptados a los roles que normalmente 
ocupan (Eagly, 1987;Eagly y Steffen, 1984). Así, se espera que los hombres posean 
más cualidades agénticas —que sean independientes, dominantes, agresivos, com-
petentes— y que las mujeres posean más atributos comunales —que sean amables, 
generosas, preocupadas por los demás y que expresen sus emociones—.
Según lo que acabamos de exponer, las diferencias entre hombres y mujeres en conducta social 
estarían causadas fundamentalmente por la tendencia de las personas a comportarse de modo 
consistente con las expectativas asociadas a sus roles de género. Estas expectativas provocarían que 
hombres y mujeres se especializaran en distintos aspectos: los hombres en controlar su ambiente y 
obtener resultados tangibles, como la finalización de la tarea, y las mujeres en aspectos orientados 
a las relaciones sociales, como la preocupación por los sentimientos de los demás y la armonía del 
grupo. Puede verse una valoración actual de la teoría en Eagly, Wood y Diekman (2000).
Por tanto, el planteamiento de Eagly sugiere que los estereotipos de género proceden de la 
observación de hombres y mujeres en diferentes roles sociales, que les confieren a sus ocupantes 
diferentes conductas y rasgos de personalidad. Sin embargo, Hoffman y Hurst (1990) no están 
de acuerdo con que los estereotipos de género surjan directa y exclusivamente de diferencias 
sexuales observadas en conducta o personalidad. Ellos proponen, y comprueban a través de 
dos experimentos, que los estereotipos de género surgen como un intento de racionalizar, 
justificar o explicar la división sexual del trabajo.
Según Hoffman y Hurst, la desigual participación de hombres y mujeres en distintos roles 
(por ejemplo, sostén económico de la familia y dedicación a la casa y a los hijos, respectivamente) 
es un hecho social tan significativo que las personas, e incluso las culturas, necesitan explicarlo, 
justificarlo o racionalizarlo. Y probablemente la razón más poderosa que permita explicarlo es la 
simple suposición de que existen diferencias inherentes entre hombres y mujeres que llevan a que 
cada sexo encaje mejor en su rol tradicional. Así, por ejemplo, “las mujeres cuidan de los niños; y 
esto es así porque ellas son por naturaleza más amables, delicadas y sensibles que los hombres. Los 
hombres se dedican a los negocios y luchan en las guerras; obviamente porque son más lógicos, 
independientes y competitivos que las mujeres” (Hoffman y Hurst, 1990, p.199). 
En definitiva, la Hipótesis de la racionalización sugiere que los estereotipos de género sur-
gen para explicar, racionalizar o justificar la división sexual del trabajo. Los autores defienden 
que las personas asumen la existencia de diferencias inherentes entre hombres y mujeres que 
predisponen a los sexos a desarrollar distintos rasgos de personalidad, aunque también re-
conocen que la educación y otros factores pueden aumentar esas tendencias, suprimirlas o 
incluso invertirlas en casos excepcionales. 
La formulación de Hoffman y Hurst es una crítica a los planteamientos de Eagly sobre la 
formación de los estereotipos de género. Según sus autores, la Hipótesis de la racionalización 
evita dos problemas importantes de la teoría de Eagly. Por una parte, predice y explica el hecho 
de que los estereotipos se apliquen a los dos sexos en general, incluyendo a los niños, no sólo a 
las personas que ocupan roles masculinos y femeninos tradicionales. Por otra parte, explica cómo
los atributos que se consideran deseables para los ocupantes de los roles masculinos y femeninos 
tradicionales llegan a asociarse con hombres y mujeres en general —las personas asumen que los 
sexos inherentemente difieren en esos atributos— y por qué ocurre esto —al hacerlo, las personas 
racionalizan la división sexual del trabajo (Hoffman y Hurst, 1990, p. 199)—. 
Por tanto, esta explicación sobre el origen de los estereotipos de género destaca su impor-
tante función de justificación y mantenimiento del statu quo, ampliamente abordada en otras 
propuestas teóricas (por ejemplo, Jost y Banaji, 1994; Sidanius y Pratto, 1999). Así, los estereoti-
pos sirven para regular la sociedad y asignar a cada miembro de ella su papel, contribuyendo a 
mantener el statu quo y las relaciones de poder. Tres estudios realizados recientemente por Jost 
y Kay (2005), en los que se manipula la accesibilidad cognitiva de los estereotipos de género y 
se mide el sistema de justificación como una variable de resultado, apoyan experimentalmente 
su función justificadora. 
Asimismo, los estereotipos de género responden a la necesidad de encontrar una explicación 
psicológica a los hechos sociales (Huici, 1984; Tajfel, 1981). De este modo, racionalizamos las 
relaciones injustas entre hombres y mujeres aludiendo a diferencias en características, justifi-
cando con ello por qué se dan conductas discriminatorias. Por ejemplo, si nos preguntamos 
“¿por qué hay tan pocas mujeres directivas?”, una respuesta estereotipada sería “porque carecen 
de las cualidades que se requieren para desempeñar estos puestos”. 
Williams y Best (1990) también formularon una explicación funcional sobre la naturaleza 
de los estereotipos de género. Según estos autores existen dos aspectos en estos estereotipos, 
uno de diferenciación y otro de legitimación. Los roles de género diferenciados y la división 
del trabajo entre hombres y mujeres es un modo eficaz de afrontar los retos de la vida (por 
ejemplo, la búsqueda de sustento en los hombres y el cuidado de los hijos en las mujeres). A la 
vez, resulta adaptativo para la sociedad legitimar esta diferenciación. 
Burgess y Borgida (1999) destacan funciones diferenciadas para el componente descriptivo 
y el prescriptivo. Según estas autoras, el componente descriptivo de los estereotipos de género 
tiene una función cognitiva: actúa organizando y estructurando el f lujo de información sobre 
hombres y mujeres al que hacemos frente diariamente. En contraste, el componente prescrip-
tivo de los estereotipos de género está relacionado con intereses motivacionales. Concreta-
mente, puede servir para mantener, reforzar o justificar la estructura de poder social existente 
que favorece a los hombres, recompensando a las mujeres que se conforman a roles de género 
tradicionales y sancionando a las mujeres y a los hombres que violan esas prescripciones. 
Por tanto, los estereotipos de género, al igual que el resto de los estereotipos, simplifi-
can el procesamiento de la información a través de la categorización, lo que posibilita una 
evaluación rápida sobre una persona, grupo o situación. En este sentido son positivos. Sin 
embargo, las interpretaciones pueden ser imprecisas o sesgadas, ya que se pierden caracterís-
ticas individuales. Si tenemos en cuenta, además, que a través de los estereotipos de género 
estamos polarizando a hombres frente a mujeres, parece estar claro que las diferencias reales 
entre ambos las estamos pasando por alto. Por tanto, se convierten fácilmente en un elemento 
discriminatorio. Así, pueden considerarse positivos en cuanto a representación esquemática 
de la realidad, pero no debemos olvidar que sirven a funciones sociales, como la justificación 
del statu quo, por lo que se convierten en elementos discriminatorios y de resistencia al cambio 
(por ejemplo, posición subordinada de la mujer). En este sentido, poco tienen de positivos. 
En definitiva, como señala Ryan (2002), los estereotipos —en general— pueden ser pre-
cisos y útiles. Esto no significa que sean siempre ni frecuentemente precisos ni que su uso no 
sea negativo. Suelen ser exageraciones y generalizaciones que pueden ocasionar problemas 
para los miembros del grupo estereotipado. Sin embargo, bajo determinadas circunstancias, 
la impresión que tiene un perceptor sobre un grupo puede ser el resultado de realizar un es-
fuerzo por desarrollar una estructura cognitiva diferenciada que facilite la organización y uso 
eficaz de información relevante sobre ese grupo. Es decir, si restringimos el discurso científico 
y la investigacióna los sesgos y consecuencias negativas de los estereotipos limitamos nuestra 
comprensión sobre ellos (Ryan, 2002). 
RECUADRO: La polémica sobre el origen de las diferencias de género 
(Elena Gaviria Stewart).
Los estereotipos de género, como todos los estereotipos, se basan en la percepción que las personas 
tenemos sobre la realidad. Es evidente que los hombres y las mujeres somos diferentes, no sólo física-
mente, sino también en nuestra forma de pensar, sentir y comportarnos. Pero, ¿de dónde vienen esas 
diferencias? Podemos responder a esta pregunta de dos formas: la más frecuente es apelar a causas in-
mediatas, lo que nos llevaría indefectiblemente a hablar del proceso de socialización y, desde un punto 
de vista físico, a procesos fisiológicos de tipo hormonal, por ejemplo. La segunda, más arriesgada, y por 
ello menos presente en la literatura, se refiere a las causas últimas, al origen de esas diferencias.
Continúa
Existe una controversia aún no resuelta acerca de cómo surgieron en nuestra especie las dife-
rencias psicológicas entre hombres y mujeres. Los protagonistas de la polémica son, por un lado, 
los psicólogos sociales, representados por Alice Eagly y Wendy Wood, y, por otro, los psicólogos 
evolucionistas, entre los que destaca David Buss.
Teoría de los roles sociales (Eagly, 1995; Eagly y Wood, 1999) o Teoría biosocial (Wood e 
Eagly, 2002)
Según esta teoría, el origen de las diferencias de género está en la necesidad de cooperación entre los 
miembros del grupo para la supervivencia y la estrategia más eficaz es la división del trabajo entre 
los individuos en función de sus capacidades y características. 
Uno de los criterios más obvios para establecer esa división es el que distingue entre sexos: 
• Los hombres son más fuertes y más rápidos, son más competentes para la caza, por ejemplo.
• Las mujeres son las que dan a luz y amamantan a los hijos y su contribución al grupo es mucho 
más eficaz en tareas que no exigen alejarse demasiado del lugar de asentamiento, como la reco-
lección o el cuidado de los niños.
Esa distribución del trabajo dio lugar a roles diferentes para cada sexo, lo que provocó dife-
rencias psicológicas y conductuales entre hombres y mujeres por la necesidad de adaptarse a las 
expectativas ligadas a esos roles. Esas diferencias se han ido transmitiendo de padres a hijos a través 
del proceso de socialización.
Psicología Evolucionista
Postula que el origen de las diferencias de género está en la acción de la selección sexual, que explica 
tanto las diferencias físicas como las diferencias psicológicas. 
Como se vio en el Capítulo 2, según la Teoría de la selección sexual de Darwin, ampliada por 
Trivers, los sexos se enfrentan a distintos problemas a la hora de luchar por aumentar su eficacia 
biológica, lo que provoca un conflicto de intereses entre ellos: 
• Para los machos, lo más rentable es atraer al mayor número de hembras fértiles posible y copu-
lar con ellas, intentando evitar que otros machos rivales se las quiten.
• Por su parte, las hembras necesitan ser muy selectivas para encontrar un macho con una buena 
dotación genética, que sea capaz de protegerlas a ellas y a sus hijos de otros machos y que cola-
bore en el cuidado de la prole en lugar de mariposear por ahí en busca de otras conquistas.
La necesidad de hacer frente a esas situaciones constantemente a lo largo de la historia evolutiva 
de la especie ha dado lugar a una serie de adaptaciones, en forma de mecanismos psicológicos inna-
tos especializados en resolver esos problemas concretos. Por eso los hombres poseen rasgos físicos 
y psicológicos relacionados con la competición y el control sexual de las mujeres (para asegurar la 
paternidad), y estas se caracterizan por una mayor implicación en el cuidado de los hijos y en el 
mantenimiento de las relaciones. Esos mecanismos se activan ante situaciones que plantean los 
problemas para cuya solución han sido seleccionados.
Diferencias entre las dos teorías
La Teoría biosocial propone un origen basado en la interacción entre atributos físicos y conductas 
relacionadas con ellos por un lado, y factores contextuales de tipo social, económico y ecológico 
por otro.
La Psicología evolucionista plantea que hombres y mujeres difieren sólo en los ámbitos en que han 
tenido que afrontar problemas adaptativos (relacionados con la reproducción) distintos a lo largo 
de la historia de la especie, sin que esas diferencias conlleven en sí mismas ninguna connotación de 
superioridad o inferioridad (Buss, 1995). 
La controversia entre los dos enfoques no reside en contraponer naturaleza frente a crianza, o 
determinismo genético frente a ambiental:
• La Psicología evolucionista reconoce el papel del ambiente como activador y modulador de los
mecanismos heredados.
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• La Teoría biosocial admite que las diferencias biológicas que dieron lugar a la división del tra-
bajo tienen un origen evolucionista, aunque su visión de las presiones selectivas no se centra en 
la selección sexual y la eficacia biológica, sino que prefiere considerarlas productoras de dispo-
siciones más generales, como la capacidad para la vida en grupo y para la cultura, disposiciones 
que facilitan una mayor f lexibilidad conductual a los individuos, independientemente de su
sexo, para adaptarse a distintas condiciones socioecológicas.
El fenómeno del patriarcado
Para ilustrar la forma en que los dos modelos explican las diferencias de género, tomaremos como 
ejemplo el fenómeno del patriarcado, es decir, la diferencia, favorable a los hombres, en poder, 
estatus y acceso a los recursos. 
Según la teoría biosocial, el patriarcado se produjo porque determinados desarrollos societales, 
como la guerra, la agricultura intensiva y las actividades de producción que contribuyen a la acu-
mulación de poder y a un mayor estatus social, están muy alejados de la actividad doméstica a la 
que la mujer se vio relegada por sus actividades reproductoras, que limitaban el tiempo y la energía 
que podía dedicar a tareas que requerían un duro entrenamiento y largas ausencias de casa. En las 
sociedades patriarcales existe un intenso esfuerzo socializador para lograr que los niños y las niñas 
sean psicológicamente diferentes, de forma que, cuando sean adultos, las mujeres se acomoden a 
sus roles más subordinados y los hombres a sus roles más dominantes. 
Según la Psicología evolucionista, son las adaptaciones de los hombres para la competición por 
el éxito reproductor y por la adquisición de recursos lo que les dio un papel preponderante en la 
guerra y el control de la tecnología y la producción.
Algunos psicólogos evolucionistas sostienen que la raíz del patriarcado está en el control sexual 
de los hombres sobre las mujeres. Según ellos, las presiones de la selección sexual han hecho que los 
hombres estén especialmente preocupados por la paternidad (para asegurarse de que no malgastan 
la inversión que hagan en los hijos de su pareja), lo que les lleva a intentar controlar la sexualidad 
de las mujeres y a sentir celos sexuales. 
En esta línea irían los resultados obtenidos en estudios realizados por psicólogos evolucionistas 
que muestran que, aunque tanto los hombres como las mujeres sienten celos, las situaciones que 
los provocan son distintas para unos y otras. Así, a los hombres les resulta más amenazante que 
su pareja tenga relaciones sexuales con otro hombre, mientras a las mujeres les afecta más que su 
pareja tenga relaciones de tipo afectivo con otra (Buss, Larsen, Westen y Semmelroth, 1992; puede 
encontrarse una exposición más detallada de esta investigación en Gaviria, 1999). 
Esto crearía un doble estándar, que restringe la libertad sexual de las mujeres más que la de los 
hombres. 
Por su parte, Wood e Eagly (2002) sostienen que la certeza sobre la paternidad sólo adquirió 
importancia cuando empezó a existir la herencia de la propiedad a través de la línea paterna, des-
pués de la aparición de la agricultura intensiva y la complejificaciónde la estructura social, y que el 
hecho de que en sociedades más simples esa preocupación no sea tan evidente demuestra que no se 
trata de una predisposición innata y universal.
Ya hemos indicado que el debate sobre el origen de las diferencias de género sigue abierto y no 
tiene visos de resolverse en un futuro próximo, dado que ambas perspectivas tratan de fundamen-
tar sus argumentos con datos empíricos. Lo más inquietante es que muchos de esos datos son los 
mismos, aunque cada una los interpreta de acuerdo con sus propios postulados, como ocurre con 
el estudio transcultural realizado por Buss (1989) sobre las preferencias de hombres y mujeres en 
la elección de pareja en 37 culturas, datos que fueron reanalizados por Eagly y Wood (1999). Por 
supuesto, en ambos trabajos, los datos confirmaban las teorías de sus autores, quizá porque no son 
tan incompatibles como parecen a primera vista.
Como afirman Kenrick y Li (2000), quizá ha llegado el momento de dejar de discutir sobre si 
son más importantes las disposiciones heredadas o los roles sociales y abordar la cuestión de cómo 
los roles sociales y las disposiciones heredadas se limitan y se moldean mutuamente.

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