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La estimulación ambiental

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La estimulación ambiental
La relevancia de la dimensión física en el comportamiento social ha sido acotada en Psicología
ambiental desde varias perspectivas. Un cierto grupo de teorías han destacado el papel de la
estimulación en dicha interacción. Es el caso del enfoque de la activación o arousal, donde un
ejemplo destacable es la Ley de Yerkes-Dodson que relaciona con una función de U invertida
el nivel de activación con el rendimiento, según el tipo de tarea (Berlyne, 1960), y el enfoque de
la carga ambiental, entendido principalmente desde el concepto de sobrecarga estimular, cuya
incidencia en el estudio de los entornos de ocio tiene un exponente principal en las denomina-
das experiencias y/o entornos “restauradores” (Hartig, Mang y Evans, 1991; Ulrich, 1983).
Las principales conclusiones de estos enfoques coinciden con la denominada Teoría del 
nivel adaptativo de la estimulación ambiental (Wohlwill, 1974), que describe cómo las perso-
nas necesitamos un nivel óptimo de estimulación (sensorial, social y movimiento) que puede
variar en intensidad, diversidad y grado de estructuración en su percepción. Pocas personas
en unas fiestas del barrio o demasiadas en un camino de montaña con vistas espectaculares,
suponen diferentes niveles de estimulación aunque puedan derivar hacia consecuencias si-
milares para quien las experimenta. Los enfoques que destacan el papel de la estimulación
ambiental son relevantes en la comprensión de la relación entre los factores ambientales y la
conducta social. Así se destaca en este capítulo con respecto a la influencia de la temperatura,
el ruido o la contaminación entre otros aspectos.
Si la excesiva o no deseada estimulación ambiental puede llevarnos a determinada activa-
ción (arousal) o presión sobre nuestra capacidad de procesar información (sobrecarga), una
posible consecuencia es la pérdida de control percibido sobre la situación. Imaginemos el caso
de que se averiase el tren en el que viajamos y no nos dieran ningún tipo de explicación sobre
lo que ocurre y lo que pudiera tardar en restablecerse el servicio, ni se nos informase o, incluso,
que no se supiera nada acerca de lo sucedido. La pérdida del control percibido es el primer
paso del modelo de restricción conductual de la estimulación ambiental (Proshansky, Ittelson
y Rivlin, 1983; Stokols, 1979), en el que además del control psicológico se destacan aquellos
aspectos del entorno físico que pueden limitar o interferir en lo que queremos hacer (estar
parados en la vía del tren y sin poder salir). Entre los principales efectos estudiados sobre lo
que ocurre en tal situación, cabe destacar la Teoría de la reactancia psicológica (Brehm, 1966),
según la cual, si percibimos que nuestra libertad de acción está siendo restringida, trataremos
de recuperarla en la medida que nos sea posible, como cuando la tormenta nos agua la fiesta
que teníamos prevista al aire libre y decidimos hacerla dentro de casa.
El estrés ambiental
En el estrés ambiental se destaca la dimensión fisiológica, inicialmente propuesta por Selye
(1956), y los componentes conductual y emocional propuestos por Lazarus (1966) para ex-
plicar la incidencia de los factores ambientales en el comportamiento. En la vida cotidiana
es habitual referirse al estrés como la consecuencia en nuestro organismo de determinadas
“presiones”, de ahí que digamos estar “estresados”. Incluso somos capaces de calificar algunos
aspectos o elementos de nuestros entornos como “estresantes”. Desde un punto de vista teóri-
co y científico, el estrés remite a toda la situación que va desde el estímulo o factor “estresor”
hasta la respuesta o reacción causada por el entorno. Lazarus y Cohen (1977) describieron tres
categorías generales de entornos capaces de generar estrés: los cataclismos, como desastres
naturales, la guerra, el fuego o un accidente nuclear; los de carácter personal, como la muerte
de un ser querido, y los denominados “de fondo” por su carácter gradual, crónicos o casi
rutinarios. Es entre estos últimos donde se sitúan los denominados “estresores” ambientales
como la contaminación atmosférica, el ruido, el hacinamiento residencial, el tráfico u otras
fuentes de estimulación nocivas y que demandan nuestra adaptación. Tanto si conseguimos
adaptarnos, como si no, a los diferentes factores causantes de estrés, nuestro organismo debe
hacer frente a ellos, lo que puede conllevar diferentes costes en la salud. Algunos de estos
factores son analizados en el penúltimo apartado del capítulo.
Los cuarenta grados centígrados a la sombra en un verano de Sevilla no afecta de igual
modo a un amable visitante que vive en Helsinki todo el año que a un hispalense que vive
allí desde que nació. Ni lo mismo será, para este último, si está trabajando o es el asueto su
única preocupación. La apreciación cognitiva de la situación constituye el primer paso en
la respuesta de estrés. La apreciación final como amenaza depende de factores de carácter
individual (recursos psicológicos, motivación, conocimientos…) y aspectos cognitivos de
la situación específica (control sobre los estímulos, predictibilidad, inmediatez) (Lazarus,
1966). En la valoración de la situación suele distinguirse una valoración primaria, centrada
en la estimación del grado de amenaza, y una secundaria, donde se valoran las estrategias
para afrontar la situación.
Más centrado en la dimensión fisiológica, el Síndrome de adaptación general con que
Selye (1956) caracterizó el estrés se compone de tres estadios: reacción de alarma, resistencia
y agotamiento. La fase de alarma activa nuestro organismo de manera inmediata. En la fase
de resistencia el sistema nervioso autónomo cede algo de su protagonismo anterior, procesos
cognitivos inciden en las estrategias para afrontar la situación (ataque verbal o físico, huida,
algún tipo de compromiso) acompañados de las emociones (miedo, enfado…). Si el resultado
tiene éxito se consigue la adaptación, con diversos costes añadidos (disminuye la resistencia al
estrés, decrece el rendimiento, baja la tolerancia a la frustración y desórdenes psicosomáticos).
En caso de no restaurarse el equilibrio, aparecen signos de agotamiento.
La relación entre el entorno físico y el comportamiento
Un modelo que resume y trata de integrar los enfoques anteriores es el aportado por Bell,
Fisher, Baum y Greene (1996). Según estos autores, las condiciones físicas del entorno, conjun-
tamente con las diferencias individuales (por ejemplo, en los niveles de activación, de adapta-
ción y otros por el estilo), factores situacionales (por ejemplo, el control sobre los estímulos),
condiciones sociales (por ejemplo, el apoyo social) y factores culturales (por ejemplo, el diseño
del entorno) inciden, todos estos factores, en la percepción del entorno.
Dicha percepción puede conformarse dentro de un rango óptimo de estimulación, lo
que genera una situación equilibrada (homeostasis), o bien puede darse fuera de dicho ran-
go (sobreestimulación, infraestimulación, restricción conductual…) y provoca, entonces, la
consiguiente activación y/o estrés y/o sobrecarga y/o reactancia. En este punto, las estrategias
para afrontar la interacción con el entorno pueden tener éxito, lo que conduce a la adaptación,
con sus posibles efectos secundarios y acumulativos. En caso negativo, puede acentuarse el
estrés y/o la activación hasta el punto extremo de inhabilitar la capacidad para afrontar la
situación. En tal caso, los efectos secundarios y acumulativos pueden conducir a la indefensión
aprendida y otros déficits de rendimiento.
Evidentemente cualquier enfoque teórico se encuadra dentro de una determinada visión 
en la manera de entender la relación entre las personas y los entornos. Una cuestión que alu-
de a la distinción metaparadigmática destacada por Altman y Rogoff (1987) en sus cuatro 
visiones del mundo en Psicología —individualista, interaccionista, organísmica o sistémica 
y transaccional— en la forma de entender los diferentes procesos que dan cuenta de la inte-
racción persona-entorno.Una vez reflejada la relevancia del entorno físico en el comportamiento, nos queda por 
precisar algunos de los desarrollos teórico-conceptuales que pretenden dar cuenta de estos 
procesos de interacción a los que aludimos. Más concretamente nos referimos a continuación a 
la territorialidad y al espacio personal, a los que dedicamos los apartados siguientes. La territoria-
lidad y el espacio personal son dos formas o mecanismos ambientales para regular la privacidad, 
cuestión que tiene que ver precisamente con la regulación de la interacción social.
4.2 Territorialidad
Es bastante probable que la palabra territorio induzca al lector hacia ciertas nociones como la
defensa, la invasión y la demarcación de un espacio, entrelazadas tal vez a través de una imagen
del mundo animal, en una escena protagonizada por algún espécimen depredador. Veremos que
algunas de estas ideas concurren en el concepto de conducta territorial, pero también incidiremos
en otros aspectos que nos permitan especificar la territorialidad “animal” de la especie huma-
na, eminentemente simbólica. Permitimos la entrada a nuestra casa a determinadas personas,
mientras que evitamos la interacción con otras. Nuestra chaqueta colgada en el respaldo de la
silla de la biblioteca indica, durante nuestra ausencia, que ésa es “nuestra” silla en ese momento.
Como ya se ha indicado, la territorialidad es un mecanismo con que los seres humanos podemos
regular la interacción con los demás. Invitamos a entrar, indicamos a los demás que no ocupen
“nuestro” espacio…, dicha regulación de la interacción social tiene que ver con la privacidad. Nos
detendremos primero en qué es la privacidad para luego abordar la territorialidad.
Privacidad
Una aproximación inicial a la privacidad la hallamos al observar nuestro comportamiento coti-
diano. En ocasiones deseamos estar solos, incluso podemos expresar que no nos molesten, bien
porque debemos concentrarnos en la preparación de algún trabajo importante o simplemente
para pensar en nuestras cosas. Deseamos privacidad. Igualmente no es de nuestro agrado que
ciertas personas sepan ciertas cosas de nosotros. Nos sentimos celosos de nuestra privacidad.
Estas son dos de las principales acepciones con que suele aludirse a la privacidad (Newell, 1995)
y que remiten tanto al contacto con los demás como a la regulación de la información de nues-
tra persona. Necesitamos de un espacio privado de igual manera que un espacio público. La
metáfora teatral, tan relevante en el enfoque dramatúrgico de Erwin Goffman (1976), permite
comprender mejor dicha relación. El escenario donde se presenta la obra al público requiere del
espacio entre bastidores, sólo visible a unos pocos. La relación entre las esferas pública y privada
de nuestro comportamiento son las dos caras de una misma moneda.
Una de las definiciones más aceptadas en relación con la privacidad es la del psicólogo
social y ambiental Irwin Altman (1975, p. 18) quien la define como “el control selectivo del
acceso a uno mismo o al grupo al que uno pertenece”. En esta definición, el término control
recoge el sentido de las dos acepciones aludidas anteriormente. Por un lado, se trata de regular
la interacción social, con quién deseamos interactuar y en qué grado. Por otro, está el control

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