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HANS URS VON BALTHASAR Th:Ls one 11 1111111 lllll 11 ll lll llllll 1 llll lllllllll 1 1 lll lll P6PN-SUS-ZUPA ... ESQUEMA GENERAL DE LA TRILOGÍA Gloria Vol. l. La percepción de la forma Vol. 2. Estilos eclesiásticos Vol. 3. Estilos laicales Vol. 4. Metafísica. Edad Antigua Vol. 5. Metafísica. Edad Moderna Vol. 6. Antiguo Testamento Vol. 7. Nuevo Testamento Teodramática Vol. l. Prolegómenos Vol. 2. Las personas del drama: el hombre en Dios Vol. 3. Las personas del drama: el hombre en Cristo Vol. 4. La acción Vol. 5. El último acto Teológica Vol. l. Verdad del mundo Vol. 2. Verdad de Dios Vol. 3. El Espíritu de la Verdad HANS URS VON BALTHASAR """" EPILOGO Eencuentrocr ediciones a Título original Epilog © 1987 Johannes Verlag, Einsiedeln/Trier © 1998 para la edición española Ediciones Encuentro, Cedaceros, 3, 22 28014 Madrid Traducción: Ildefonso Murillo Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del ·Copyright•, bajo las san- ciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el trata- miento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Para obtener información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Cedaceros, 3-211 -28014 Madrid- Tel. 532 26 07 ÍNDICE Prólogo ........................... . l. PÓRTICO ....................... . l. ¿Integración como método? . . . . . . . . . . 2. La cuestión no planteada . . . . . . . . . . . 3. La cuestión desde la perspectiva del hombre .................... . 4. Palabra de Dios . . . . . . . . . . . . ..... . Il. UMBRAL ........................ . l. Consideración del ser . . . . . . . . . . . . . . 2. Ser y ente ..................... . 3. Manifestación y ocultamiento . . . . . . . . 4. Polaridad en el ser ............... . 5. Mostrar-se . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. Dar-se ....................... . 7. Decir-se III. CATEDRAL l. Cristología y Trinidad . . . . . . . . . . . . . . 2. La Palabra se hace carne . . . . . . . . . . . 3. Fecundidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 13 15 19 23 29 41 43 46 50 53 55 63 71 81 83 93 103 G: Gloria TD: Teodramática TL: Teológica ABREVIATURAS PRÓLOGO El cansado lector tiene derecho a este epílogo a la voluminosa trilogía ·Estética·, ·Teodramática· y ·Teo- lógica·, en quince volúmenes. Le ofrezco algo así como una perspectiva que abarca toda la obra. Pero no espe- re en modo alguno un ·digest• americano, un breve resumen, sino ante todo una justificación de por qué aquí se han presentado los tradicionales tratados o loci teológicos de manera completamente distinta de lo acostumbrado, o sea, desde los trascendentales, en los que se da de la manera más fácil posible el paso de la verdadera (y por esto religiosa) filosofía a la teología bíblica de la revelación. Ante este umbral hay una indispensable, pero insufi- ciente, especie de apologética: Biblia y Cristianismo figu- ran dentro de un conjunto de muchas otras ofertas reli- giosas, que sólo aparentemente poseen el mismo valor unas aliado de las otras, pero que miradas más profun- damente forman una jerarquía de orientaciones. Puede pretenderse mostrar que las menos amplias pueden albergarse en las más amplias y, en último término, pre- guntarse dónde existe una suprema integración. El inves- tigador de la verdad no puede pasarse sin este método, pero, por último, a fin de que le resulte fecundo, ha de aprovechar lo que se desarrolló en la ·Estética•. 9 Epílogo Tras el •umbral• están los •misterios del Cristianismo•, gue no pueden derivarse de ninguna filosofía religiosa. Estos sólo pueden presentarse de manera bastante imprecisa y casi incomprensible; pero sobre ellos hay suficientes escritos dignos de leerse en la teología ela- borada durante los dos mil años de la Iglesia. Así queda sin mencionar mucho, que tratamos ampliamente en otra parte. No expongo nada sobre ora- ción, nada sobre la vida cristiana como teoría y praxis, nada sobre persona y misión, sobre los estados ecle- siásticos, pero tampoco ningún tratado sobre Trinidad, cristología, mariología, sobre las grandes figuras de la Iglesia: santos, teólogos. ¿Para qué repetir lo ya dicho? Quede en aquello que se llama •envoi• en las antiguas baladas francesas. Dudo muchísimo de que este epílogo preste una gran ayuda a la didáctica y a la catequética en vista de la actual humanidad con la que nos encontramos. Lo cual significa que se debe ir a buscar al hombre allí donde está. ·Un joven de dieciséis años, en América, ha pasado, por término medio, quince mil horas ante la televisión, casi, pues, dos años completos.• Entre noso- tros, según un reciente estudio, ya los niños de tres a seis años se sientan ante la pantalla, por término medio en la semana, de cinco a seis horas, y los de diez a trece años hasta más de doce horas... Hans Maier pregunta con razón •por si también nosotros, en la época de los medios de comunicación social, transmitimos una herencia cultural (y una fe religiosa) o si al final, con el lenguaje perdido, nos desaparece también el oír y ver.• Con razón igualmente, la mayoría de los profesores de religión se preguntan hoy qué clase de ruinas son esas personas que debieran ser •recogidas• allí (contra su voluntad). Un misionero de la selva lo tiene relativa- mente fácil: encuentra un •anima naturaliter christiana•, quizás muy primitiva; podría traducir al lenguaje más sencillo lo que aquí se expone en un lenguaje teológi- 10 Prólogo co dificilisimo. ¿Dónde, sin embargo, está el •punto de contacto• en presencia del·anima technica vacua•? No lo sé. Un poco espiritismo, un poco Zen, una poca teolo- gía de la liberación. Y ya es mucho. Este pequeño libro no puede ni quiere ser más que una botella arrojada al mar; que arribe a algún sitio y alguien la encuentre sería un milagro. Pero de vez en cuando acontecen también tales sucesos. Hans Urs von Baltbasar 11 I PÓRTICO 1. ¿Integración como método? La posibilidad de ser cristiano está ahí, entre muchas concepciones del mundo, como una oferta, para ser ele- gida. No puede ponerse en el primer puesto echando mano de la violencia. Eso se opondría al espíritu de su fundador y al de sus mejores representantes. Debe pre- tender probar su credibilidad y -según su propia com- prensión- su peculiaridad mediante argumentos pura- mente espirituales, que, suficientemente paradójicos, nunca pueden ser •constrictivos•, pues no deben frustrar el acto de fe libre y libre entrega. En primer lugar, ha de colocarse en la serie de las demás pretendientes, cada una de las cuales reclama su verdad envolvente o, al menos, su rectitud, y comprobar según la serie, desde su puesto, la justificación de todas estas pretensiones y reconocer como relativa su participación en la verdad. De esta manera resultará, desde su punto de vista, algo así como una jerarquía reconocible de verdades, que podrían ordenarse conforme al principio: ·El que ve más verdad, tiene más profundamente razón.• Lo cual corres- ponde a la antigua doctrina cristiana de los ·logoi sper- matikoi•, que están difundidos por toda la humanidad; aunque no de modo que doctrinas y opiniones que se 15 Epílogo excluyen unas a otras pudieran tener la misma partici- pación en este logos disperso (de lo contrario, dicha participación no dejaría de ser contradictoria consigo misma), sino más bien de manera que visiones que abarcan menos se integran en otras que abarcan más. El que más verdad pudiera integrar en su visión, tendría derecho a la verdad suprema que es alcanzable. Sería, si fuese permitido citar aquí, abusivamente, un texto de Pablo, aquel hombre espiritual, que puede juzgarlotodo, pero a él mismo nadie le juzga (1 Cor 2,15), por- que nadie, excepto él, posee una visión tan amplia de la verdad. Pero con tal representación ingenua de la •apologéti- ca• el cristiano, corno alpinista espiritual, se encuentra con los lindes de un abismo infranqueable. En verdad llega con este método aditivo e integrador a una deter- minada altura, pero ve de repente que, siguiendo este camino (en caso de que fuese transitable), no llegaría a Cristo, sino a Hegel, es decir, al •saber absoluto•, que absorbe dentro de sí a la fe cristiana (quizás optima flde), aun cuando este saber, para la última síntesis entre Dios y el mundo, necesitó de una cristología, de un Viernes Santo especulativo y de un Pentecostés especu- lativo. Muchos cristianos creen (¿quizás con el mismo Hegel?) que, de este modo, han alcanzado el sentido más profundo de su propia religión, sin ver entretanto que con esto han perdido la libertad de Dios en su auto- rrevelación y por eso la inconcebibilidad del amor que se entrega libremente (·sólo el amor es digno de fe•). Han llegado de improviso más allá de éste, lo tienen a las espaldas o en el bolsillo en lugar de verlo siempre ante sí corno misterio digno de adoración. ¿Qué hacer? Al método de la integración creciente no puede renunciarse fácilmente, si debernos estar dis- puestos, en cualquier ocasión, a dar ·cuenta de nues- tra esperanza• (1 P 3,15). Pero este método no puede conducir por sí solo al objetivo, ni siquiera cuando se 16 Pórtico hubiera tenido en cuenta en esta integración creciente el momento de libertad creciente, pues tampoco entonces podría deducirse ni postularse la histórica revelación de Dios con Cristo como clave de bóveda. Este no poder le parecería a uno, en alguna reflexión, como algo positivo, pues el peso de la pura facticidad indeducible de lo histórico se muestra tan grande en la historia del mundo y en las concepciones del mundo que se han desarrollado en ella que los hechos se bur- lan de todo engarce en una cadena de perlas de ideas. Ambos aspectos que por ahora parecen incompatibles deberán unirse, si lo cristiano no debe ser aplanado racionalmente ni volatilizado en lo irracional. Es cierto que, a partir de la facticidad de lo cristiano, se han emprendido intentos de renunciar a todos los caminos inmanentes de integración. Quien con Karl Barth con- vierte el hecho de la Alianza en fundamento intrínseco de la creación puede abarcar con este hecho todo lo creado, que, desde su propio poder, sólo puede pro- ducir los ídolos más distintos, pero igualmente nulos en cuanto a su valor, los cuales sólo pueden ser libe- rados de su abyección mediante el acto de entrega de Cristo en la cruz, mientras se convierten en nada ante el único verdaderamente abyecto por ellos. Menos radical, pero ciertamente semejante, fue en Schelling la relación entre mitología (trágica) y revelación (positi- va), pues aquí apareció reconciliable la total conver- sión de los últimos con una cierta gradación de los mitos. (E. Drewermann renueva hoy una perspectiva análoga, simplemente con la sencilla equiparación de mito y logos cristiano, los cuales, ambos igualmente, están en el hombre como arquetipos.) En una especie de empresa comparable de lejos con la de Barth puede representarse en Rahner el único hecho central de la revelación cristiana, con ayuda de un •existencial sobrenatural•, como extendido sobre la historia entera de la humanidad, donde entonces reciben un signifi- 17 Epílogo cado secundario las diferentes formas •Categoriales• de representación de las religiones y de las representacio- nes del mundo. Estos y parecidos enfoques presentan la mencionada aporía: ¿cómo un método que procede mediante la integración de puntos de vista aislados puede moverse frente a una revelación única, libre del proceso crea- dor? ¿Hay que atreverse a pensar, no obstante, con Agustín y Tomás, que una dinámica ·buscadora• (Hch 17,27), que insiste en la intuición de Dios, habría pro- ducido proyectos que, apoyados y dirigidos por una gracia presente de antemano (o un existencial sobrena- tural), habrían tomado la dirección hacia lo no cons- truible a partir de la naturaleza, para luego acogerse a un plano más elevado en una revelación, dispuesta por libre iniciativa de Dios, que a la vez dirige y perfeccio- na: •gratia non destruit sed elevat et perficit naturam• -claro que a la vez •sanans naturam aegrotam·? Se habría entonces abandonado desde un principio la hipótesis de una •natura pura• y al mismo tiempo pre- supuesto dos cosas distintas: la aparente paradoja de una naturaleza orientada a la inalcanzable comprensión de Dios por las fuerzas naturales y -adelantándose a esta paradoja- una gracia de divina autoapertura, ya introducida en la libertad ·puramente natural•, cuya irradiación sobre toda la historia se pensaría derramán- dose desde el centro cristológico. Entonces, sobre tal presupuesto, podría aventurarse, en primer lugar, algo así como un intento (apologéti- co) de integración de proyectos intrahistóricos. Desde el principio deberían considerarse en eso, sin embar- go, dos cosas. La primera: dónde, sobre el plano de tales proyectos, están con más frecuencia diametral- mente frente a frente unas opiniones respecto de otras y excluyen por de pronto la integración y obstruyen así el camino a una visión de conjunto que une los derechos de ambas, puesto que ambas podrían apor- 18 Pórtico tar en el plano más elevado, a ellas inaccesible, ele- mentos útiles para una visión de conjunto. La segun- da: de qué manera radical proyectos que se originaron antes de que nadie se hubiera enterado de la revela- ción cristiana se distinguen de aquellos que conscien- temente, en la época poscristiana, rehúsan la unifica- ción efectuada en Cristo (como centro y cima de la historia bíblica de la Alianza) y pretenden poner en su lugar algo más plausible. Lo precristiano y lo cons- cientemente poscristiano pueden igualarse estructural- mente, aunque sigan siendo distintos en su más ínti- ma intención. Verdad es que, debido a que hoy la levadura de lo cristiano ha penetrado la humanidad entera, se hace difícil encontrar algo ingenuamente ·precristiano• aun en las concepciones del mundo que se remontan aparentemente a la época precristiana (las asiáticas, por ejemplo); éstas habrán absorbido con frecuencia momentos suficientemente cristianos (o bíblicos), con la intención de mostrar que no nece- sitan del cristianismo para mantener en pie su propia pretensión de totalidad. 2. La cuestión no planteada Como es sabido, el teórico del positivismo, Augusto Comte, estableció la prohibición de continuar tenien- do en cuenta preguntas que no pueden responderse -como las plantea la época de la filosofia que ha tocado a su fin- y exige plantear sólo las que, en la época de las ciencias, pueden ser respondidas por éstas. Ahora bien, es asombroso en qué gran medida siguen hoy este programa, inconscientemente o tam- bién de modo plenamente consciente, aun los proyec- tos histórico-mundiales que reaccionan severamente contra el positivismo. La filosofía había planteado la cuestión del fundamento, del ser, del sentido y de la 19 Epílogo finalidad de la existencia en general; los grandes •siste- mas• religiosos nunca habían prescindido de esta cues- tión, aunque le dieron las respuestas más contrarias o parecieron dárselas. Pues toda religión quiso (y siem- pre quiere aún) dar una respuesta al sentido último del mundo, incluido el de la existencia humana, y, por tanto, contiene en sí la cuestión filosófica. El positivismo la excluye, por lo que se presenta tam- bién conscientemente como ateísmo. Pero donde siem- pre se suscita la exigencia de que toda pregunta sólo tenga sentido si ahora o más tarde puede ser respondi- da por una ciencia •exacta•, hay una intencionalidad positivista y por eso resulta absurda desde un principio la cuestión de Dios (¿qué es Dios desde unpunto de vista ·científico·?). Ahí pueden inscribirse todas las con- cepciones del mundo que parten de ·lo que está a la vista -Vorliegend~·, sea el cosmos, cuya legalidad se investiga, o la humanidad, que se investiga desde el punto de vista médico, fisiológico y psicológico así como sociológico, generalmente no con una intención puramente teórica, sino en atención a un •cambio•, que suele aparecer como mejora. Aquí habría que contar, junto a todas las ciencias particulares, al marxismo en todas sus modalidades. El cual se llama generalmente •materialismo•, pero se adopta este nombre en el fondo sólo como una palabra dirigida contra el ·idealismo•; el interés de Marx por la esencia de la materia es mínimo, su pathos entero está situado en la •transformación· de lo humano en el estado mejor posible (guiada en el desarrollo de la humanidad por una ley de la dialéctica,. que se supone demostrable científicamente). La huma- nidad, tal como se presenta sociológicamente, es un punto de partida que margina, en cuanto insignificantes, muchas cosas, como la muerte, que son decisivas en la existencia humana o intenta -a partir de determinados hechos sociales del siglo XIX- asentar su sentido, situándolo en el futuro. 20 Pórtico Esto es -a pesar de la polémica marxiana contra Comte- un positivismo sociológico, en tanto que toma la humanidad existente como algo dado y no se pre- gunta por el trasfondo de este dato. Uno puede investi- gar la naturaleza y su evolución cada vez más exacta- mente (por el sendero darwinista o por otro camino), del mismo modo, sin preocuparse en absolutp de por qué ·se dan· naturaleza, materia, ·desarrollo•; uno puede reducir todo a una explosión original, sin admirarse en lo más mínimo de por qué la hubo (en caso de que haya ocurrido). Uno puede además, volviendo otra vez al hombre, descubrir a éste como el lugar del cosmos en que se abre el preguntar fundamental y, a partir de aquí, edifi- car ( •científicamente•) una antropología que describe el fenómeno de la existencia que pregunta, sin preguntar- se por el sentido que, como tal, tiene un tal ser que se pregunta por el sentido. Objeto de esta ciencia es el hombre como alguien que pregunta, pero no el sentido que tiene él mismo que pregunta por su propia exis- tencia e implícitamente por la existencia en absoluto: sólo con esta nueva pregunta la ciencia antropológica habría cruzado la frontera de la filosofía. En lo cual resulta evidente que las formas del psicoanálisis (según Freud o Jung o Adler) son ciencias psicológicas intros- pectivas, que se dan por satisfechas con •cambiar• la pregunta por el sentido de una forma de preguntar antropológicamente inadecuada a una conveniente, ·sana• para el hombre. Ni siquiera la •metapsicología· de Jung se sustrae a este modo de plantear el problema. El objeto de esta ciencia es el hombre que previamente se encuentra, la rectificación de la actitud para con el ser del hombre y de ninguna manera la pregunta por el sentido del ser en absoluto (de manera diferente acon- tecen las cosas en la logoterapia de V. Frankl, donde la aceptación del enfoque profundo de esta pregunta se convierte en presupuesto para la sanación humana). 21 Epílogo En una dimensión completamente distinta de la his- toria de la humanidad surge la pregunta análoga: ¿son confucianismo y sintoísmo algo distinto de una ética psicológico-sociológica? Pretensión principal de Confu- cio en una época intranquila fue la restauración de un orden ético a partir de la actitud del individuo, el cual, si ha llegado a ser perfecto en su bondad humana, se ha convertido en •príncipe• y es apropiado para el gobierno. Tal ética es apoyada mediante dos procedi- mientos distintos: la convicción de un orden cósmico y la mirada retrospectiva a los grandes modelos del pasa- do. Esta ética, por no ser en último término religiosa, puede unirse con las más distintas formas religiosas de fe. De modo semejante, las distintas formas del sinto (la estatal fue suprimida después de la Segunda Guerra Mundial) no son apenas más que la defensa de la men- talidad histórico-nacional frente a la importación de las religiones extranjeras (los momentos mitológicos hace mucho tiempo que han dejado de ser eficaces en el sinto), donde se puede unir esta mentalidad, como en China, con distintos sistemas religiosos. Ella quiere pureza de corazón, gratitud, armonía de la vida; no se plantea la cuestión del más allá de la muerte, carece de lugar la pregunta metafisica. Pero esta pregunta no debe plantear simplemente la cuestión filosófico-religiosa del •ser en cuanto ser• -como aparece claro precisamente por lo antes expuesto-, sino también, en seguida, la del significado o valor de este ser comprobable para todo el mundo. La cuestión del ser, planteada puramente desde el hombre, incluye, por lo tanto, la búsqueda de una luz que aclare su sentido: quizás haciendo caer en cuenta de que la pregunta por el sentido no sea planteable en absoluto o de que, si dicha pregunta puede ser respondida en algu- na parte, tal posibilidad no estaría en manos del hombre; quizás apuntando a un último sentido que está sobre o, de cualquier modo, dentro del todo del ser; quizás, 22 Pórtico finalmente, reconduciendo al hombre a sí mismo y a su preguntar, más allá de lo cual no hay un sentido o, mejor dicho, un sentido que se comunica en cifras ininterpre- tables. Entonces la primera ·luz· sería la del escepticismo, la tercera la de una reducción de la filosofía a la antro- pología. Sólo la segunda dejaría un espacio abierto para la cuestión filosófico-religiosa. A continuación se va a reflexionar sobre sus posibles formas. 3. La cuestión desde la perspectiva del hombre El diagnóstico o pronóstico de Comte manifiesta, estadísticamente visto, como correcto que la verdadera cuestión filosófica, hoy, sólo todavía rara vez se plantea explícitamente. La época de la filosofía ha sido relevada por la de la ciencia, en la que la ·exactitud· de las cien- cias naturales vale también como modelo para las cien- cias biológicas y humanas, y se ve cada vez más clara- mente el objetivo de la ciencia en la dirección o •Cambio· de lo captado: la ciencia sirve a la técnica, al poderío. Tan sólo las consecuencias trágicas de esta limitación -que mediante ella se consigue lo contrario de lo pretendido: mediante la técnica el hombre no se libera, sino que es sometido a todo grado de esclavi- tud- liberan de nuevo la mirada para la pregunta filo- sófica ilimitada, bastantes veces con un a priori de deses- peración o resignación o con el convulsivo intento de obtener también la pregunta auténticamente filosófica (mediante miles de formas de ocultismo) hasta en la manipulación científica. La pregunta verdaderamente filosófica por el sentido del ser en su totalidad, llevada a su culmen en el hom- bre, se convierte en la pregunta religiosa por su salva- ción total. Uno puede preguntar de antemano qué forma puede tomar para el hombre la representación del sentido-salvación total. En todo caso una dualista. 23 Epílogo Aun el monismo más extremo no se pasa sin una nega- ción: que el devenir, la finitud es una •apariencia· que debe dejar tras sí la elevación al uno (Parménides). Aunque esta apariencia pueda ser en sí todavía tan vana, para la conciencia inmediata tiene una determina- da realidad, que ni siquiera en los más consecuentes sis- temas hindúes no dualistas (advaita) se puede concretar de manera perfectamente clara: entre pura ilusión (shankara), forma mundana de aparición de lo infinito inefable (ramanuja) o forma divina de aparición de lo divino más elevado (madhva). En el vedanta del shan- kara se exige la pura identificación de alma (atman) y todo (brahman), pero con esto se hace inexplicable la existencia de una apariencia. Individualidad es lo que no debe ser (en el fondo totalmente inexistente), la disolución de su apariencia deviene salvación. Peroeste monismo que quiere ser absoluto se pasa por algo a sí mismo: si nos vale como ser (o ente) la apariencia en que vivimos, entonces su negación (nirvana) lleva el nombre de no-ser; la suprema sabidu- ría viene a ser entonces -así piensa el budismo zen, nacido del mahajana- comprender la identidad de ambas negaciones y vivirla tanto en el desaparecer (Versenkung) como en la vida ordinaria. Tras todo esto se halla una filosofía religiosa del desprendimiento, a la que se ha de volver. Si la apariencia mundana se entiende, pues, como lugar de aparición de lo divino en el mundo humano (avatara), entonces será visible una posibilidad, la de experimentar epifanías de lo divino bajo las formas transitorias del mundo, ya sea en el ser singular que manifiesta lo divino, ya sea en una determinada cate- goría de hombres, que, como los gnósticos, encuentran en sí un núcleo divinal y procuran liberarlo de su envoltura de lo material aparente. Si se radicaliza esta perspectiva, entonces todo el mundo fenoménico puede convertirse en una especie de organismo de lo 24 Pónico divino, como en la estoa y sus múltiples derivaciones; el hombre debe reconocer entonces la identidad de su ·chispa anímica· con el gran fuego central divino del ser del mundo y procurar vivir prácticamente lo que pide de él: que nivele como insignificantes para su realidad íntima las diferencias de lo que le afecta en su situación mundana. Esta indiferencia filosófico-religiosa pasa por entre todos los sistemas religiosos edificados sobre esta base. No sólo se la formula en India, también el aforis- mo 56 de Lao Tse dice lo mismo: •no ser impresiona- dos por la fama, no ser impresionados por el despre- cio, no ser impresionados por el beneficio, no ser impresionados por la pérdida, no ser impresionados por el honor, no ser impresionados por la deshonra: esto es el Tao (la unidad que unifica todo)•. Pero un sabio del sufismo puede decir en igual tono: ·A los hombres auténticamente reales les va de tal modo que, de distintas situaciones como muerte y vida, permane- cer y partir, calamidad y calma, felicidad e infelicidad, riqueza y pobreza, ninguna corresponde a su ser y nin- guna pesa más que la otra.• Del mismo modo se expre- san Darani y Gazzali: ·Su corazón alcanza un estado en que son equivalentes el tener o no tener una cosa, ... de modo que ni se inclina a deshacerse de ella, ni a que- darse con ella.• Para el amigo de Dios, según Daya, son ·lo mismo, entre los hombres, honor y oprobio, ala- banza y reprensión, rechazo y aceptación•. Este intento de un monismo no verdaderamente realizable toca de nuevo en un pensamiento al que se ha de volver; pero en la forma expuesta destruye la realidad del hombre en su finitud. Aún queda por interpretar la tercera forma, maya: el intento de distinguir dentro de la esfera del verdadero ser (el divino) una esfera absoluta irrepresentable de una forma expresable de aparición. Este intento acon- tece de la manera más plástica en la ya homérica sepa- ración de un ·destino· misteriosamente inefable y de un 25 Epílogo múltiple mundo de dioses que se destaca ante él, en el que el hombre encuentra la esfera del absoluto. Cuando un dios protector es añadido a un héroe (Atenea-Ulises), esto puede conducir a una eclipsación de este hombre por la luz divina; pero puede suceder también que el dios pida prestadas las fuerzas tene- brosas-irracionales del destino (Atenea-Ayax, Hera-Hér- cules) y conduzca al héroe a la locura y a la muerte. Además existe la visión más clara, en la que el dios supe- rior se convierte en mediador implorado del abismo de la salvación (que disuelve al hombre): Amida-Buda. Aquí, como en otras muchas relaciones del hombre con un dios (Siva, Visnú) o con una de sus manifestaciones, se desarrolla bhakti -participación amorosa, adhesión creyente, fidelidad, adoración-, en que se expresa la necesidad humana de una autodonación plena, sin querer cruzar las fronteras de la divina trascendencia. En esta atmósfera de afectividad, que -precisamente en la religión de la gente sencilla- olvida el funda- mento inefable e impersonal tras la divinidad amada o prescinde de él, se crea una insuficiencia en todas las formas de amor al prójimo. Un logos spermatikos. Pero donde el dios que destaca como forma individual se adivina poco digno de fe y como una ficción humana, precisamente en su individualidad, puede ser abando- nado a la burla del hombre real (como Dionisos en Aristófanes). Entonces el hombre ascendido a héroe semidivino se queda solo actuando ante el negro basti- dor del destino: los Nibelungos (donde puede hablarse con razón de un crepúsculo de los dioses; los héroes como semidioses son suficientemente trágicos, de modo que resulta superfluo que entre en juego un trá- gico Wotan). El problema de quién es culpable -¿Hagen? ¿Kriemhild?- pierde importancia tras la reali- dad, que todo lo domina, de la tragedia de la existencia en su totalidad. Tal es el duro peso de la •apariencia•, que según Aristóteles suscita ·estremecimiento• (phobos) 26 Pórtico y •conmoción· (eleos) -¡un prójimo sufre inmerecida- mente (ana:xios) tal destino!- y con eso una •purifica- ción· (katharsis, que casi se puede traducir por ·desilu- sionamiento•: ¡Así es, pues, la existencia!). Este duro peso de la tragedia pudo proporcionar un último apoyo al dogma fundamental del budismo ·Existencia es dolor•, pero precisamente este peso se coloca como un estorbo ante la solución de una huida puramente contemplativa al nirvana, un camino que, sin eso, sólo está abierto a pocos elegidos. Por lo cual en primer lugar, también en la India, se da una duplicación del camino de la vida: junto al contemplativo se pone el activo (así sucede tanto en el Samkhya y Bhagavadgita como en el Vedanta), pero luego, más consecuente- mente, se añade el pensamiento de la compasión del dios (personal) que, aunque ya maduro para el nirvana, aplaza la entrada en éste hasta que todos los seres sean liberados de la tragedia de la existencia. En el contem- plativo Mahayana se llega análogamente a •verdaderas orgías con deseos de compasión· (A. Schweitzer, Weltanschauung der indiscben Denker, 1935, 93) en los sobrehumanamente nobles príncipes, que, imitando al dios, se sacrifican por los que sufren. Las formas de tal sustitución exceden con mucho, en cuanto a fantasía creadora, de las imaginadas por Eurípides (G 4, 121-141; TD 1, 359-378). El pensamiento de un sufrir vicario de alguien preparado para la bienaventuranza en beneficio de los aún cargados con la culpa del karma se parece a un indicador de camino que señala la dirección hacia lo cristiano; pero hay que tener presente que la desinte- gración del Absoluto en una realidad inefable-imperso- nal (nirvana) y en una forma personal que está antes de ella cae ahora mismo víctima de la crítica heideggeriana a la onto-teo-logía: el ·dios· representado personalmen- te es sólo esbozable según el modelo óntico del ser mundano, lo que también se concede dócilmente en el pensamiento hindú. 27 Epílogo La última cuestión, qué es y de dónde procede la maya, sobre todo cuando está cargada con el duro peso de una tragedia terrible, insuperable, queda sin posibi- lidad de solución en todos los tres sistemas apuntados. ¿Lo ponemos en duda? Tómese su recurso a Hegel, donde el Espíritu para su autodevenir se presu-pone la sensibilidad. Pero este sistema no puede hacer justicia, como se ha mostrado en otra parte (TD 1, 54 ss.), ni a Dios (que necesita del mundo para ser Él mismo) ni al hombre (que se ha sacrificado como individuo concre- to). Aquí se despoja a la muerte de su dignidad: se con- vierte en un momento especulativo a favor del devenir de Dios, se la olvida como acontecimiento de la vida concreta. Tras el desarrollo de los múltiples intentos de res- ponder a las preguntas planteadas por el hombre está finalmente un último postulado, al que ningún intento desolución pudo satisfacer. Todos los sistemas monis- tas que de algún modo quisieron superar el dualismo (ya sea apariencia o tragedia o ambas cosas), presente como dato originario, intentaron salvar un interminable abismo, aunque comprendieron con razón que un dua- lismo que permanece abierto equivale a un fracaso de la cuestión filosófico-religiosa. En las religiones se expresó la perplejidad en su doble forma de ritualismo popular y mística elitista o esotérica. Aquél se agarró al irrenunciable momento de la distancia del hombre ante los dioses o lo divino, éste abandonó tal distancia para alcanzar la unificación deseada en lo más profundo de su ser por el hombre. Por encima de esta aporía no puede remontarse ninguna metafísica religiosa desarro- llada desde el hombre. Precisamente en ella rara vez se manifiesta según Tomás de Aquino la elevación del hombre y de su preguntar frente a todo ser puramente intramundano (STh 1 11 5, 5 ad 2). Esto quiere decir que en los enfoques de la filosofía religiosa (dicho cristianamente) desarrollada desde el 28 Pórtico hombre salieron a luz muchos ·logoi spermatikoi•, donde unos de ellos pudieron integrar en sí a otros, y que, sin embargo, la integración no fue posible en lo decisivo porque postulados que aparentemente se excluyen estuvieron enfrentados hasta el final; tales que, dentro del interrogar humano, no pudieron unirse en un sistema metafísico abarcable con la vista de nues- tra mente. Si por esto desde ahora se pasa a los datos de la religión (religiones) revelada, desde un principio es así seguro que sus datos no tendrán el objetivo de tapar las brechas que la razón no puede cerrar y ayu- darle a llegar a un sistema definitivo, pues estos datos sólo son válidos como aquello para lo que se entregan: autoapertura de Dios en una libertad que no puede transformarse nunca, como tal, en un material de la razón. 4. Palabra de Dios Comienza con una voz -como en el preludio de otras religiones. Pero esta voz no quiere ser de ninguna manera respuesta a la •pregunta más elevada· del hom- bre. Su acento está lleno de autoridad más viva, más incondicionada, más incuestionable; ya en este acento se encuentra la exigencia de obediencia sin titubeos, pero su contenido es promesa invisible. Promesa que presupone una obediencia pura, que aguanta sin chistar contradicciones aparentes: sacrificio del hijo de la pro- mesa por parte de Abraham. Puede pensarse que la relación iniciada es particular, aun cuando ya una mira- da que ve más lejos se abre a lo universal: ·Todos los pueblos se bendecirán en tu nombre•. Al hombre -al individuo, al que como a elegido se dirige la palabra- se le dirá quién es (se cambia el nombre) y qué ha de hacer. La relación establecida desde lo alto es calificada de duradera, de alianza, e inscrita en la carne del hom- 29 Epílogo bre. El tú resuena desde un yo, que no se da a conocer sino en esta alocución y acreditación. Si se pregunta por su nombre, con lo que se podría amarrar al que habla, no se da ninguna respuesta. ·¿Por qué preguntas por mi nombre? Es misterio· (Jc 13,18). Pero la alianza concer- tada por el sin nombre -entretanto el único hombre se ha convertido en el único pueblo- es absoluta: perse- verar en ella significa vida, violarla significa muerte. Y se darán instrucciones sobre cómo se ha de caminar en la alianza: los ·diez mandamientos•. La alianza se entien- de como obra de una benevolencia enteramente libre, distinción ante todos los pueblos. Como la benevolen- cia de un celoso, que castiga inexorablemente cualquier vacilación sobre su gracia. Quien en el desierto, al que se le conduce, echa una mirada retrospectiva a Egipto, quien murmura contra las órdenes impartidas en estos cuarenta años de desierto, no conseguirá lo prometido: •Ni un solo hombre de esta generación trastornada verá la tierra espléndida, ... tampoco tú (Moisés) entrarás allí· (Dt 1,35.37). Todos los pueblos están acostumbrados a conocer su dios y a hacerse de él una representación (una imagen); a éste se le prohíbe tal proceder de manera rigurosísima. Una imagen es un concepto cap- table por medio de nuestra mirada. Pero de la voz de este Dios no hay ningún concepto, ninguna anticipa- ción, cualquier intento de agarrarla queda frustrado. El pueblo y cada uno de sus miembros debe tener sufi- ciente con la alianza y sus benignas disposiciones; la garantía de la recta relación con el fundador de la alian- za consiste en la obediencia. La unión presupone pri- meramente la absoluta distancia y la forma exclusiva del acuerdo consiste en la alianza libremente fundada desde arriba. Los ·dos caminos• que se presentan al pueblo, para que éste elija entre ellos, son •vida y salvación, muerte y desgracia• (Dt 30,15). Eliges la vida, •si amas a Yahvé tu Dios, obedeces a su voz y te unes a Él· (Dt 30,20). 30 Pórtico Quien comprende que la obediencia perfecta exigida es reconocimiento de una benevolencia incomprensible, estará dispuesto a entender esta obediencia como el amor sin condiciones debido a Dios ( •con todas tus fuerzas•, Dt 6,5) y descubrir, además, que la libre bene- volencia del mismo Dios no puede interpretarse sino como amor, con mayor razón, incondicionado (Os 11,8ss.). El otro camino es seductor: buscar con la vista un Dios al que se pueda captar, adorar en imagen, al que se pueda reconciliar, fascinar mediante sacrificios (¿por qué no mediante sacrificios humanos, si Dios ordenó la inmolación de Isaac?). Este camino, continua- mente probado, se castiga cada vez más severamente, hasta la expulsión de la tierra perteneciente a Dios. A pesar del sí definitivo a su alianza, este Dios celoso conoce también un definitivo no: rechazo de todos los violadores de la alianza hasta que sólo queda •Un resto•, un retoño que brota del ·árbol· talado hasta la raíz. Y donde el vástago, después del destierro, quisiera por- tarse de nuevo como árbol, es humillado de nuevo, doblegado bajo pueblos extranjeros. Israel es el pueblo al que su Dios arrastra por los pelos, a través de la his- toria, hacia allá a ·donde no quiere•. Y puesto que al final de sus oportunidades se le emplaza por última y definitiva vez ante la elección de ·vida o muerte• y rechaza la •vida·, es enviado por Dios, que •nunca se arrepiente de sus promesas•, por fidelidad, al definitivo destierro. Para un pueblo precristiano, la educación en la pura obediencia como amor no fue fácil; sólo pudo tener éxito por la sustracción de lo aparente o provisional- mente concedido. Aconteció en primer lugar la guerra santa: Dios aniquiló ante Israel a los reyes, a fin de alla- narle el camino; aún para David es un Dios de las bata- llas victoriosas. Pero el pueblo debe ser desacostumbra- do: los enemigos capturan el amuleto: el arca de la alianza, que, una vez recobrada, se quema más tarde 31 Epílogo junto con el aparentemente inviolable templo -porque Israel no obedeció, prefirió politica y guerra al someti- miento que se le exigía. Luego hubo profetas, media- dores de la voz divina; también a ellos debe renunciar Israel. Hubo una ética -¿qué pueblo podría pasarse sin ella?-, en que se premia lo bueno y se castiga lo malo: en esta vida, pues la voz de Dios había guardado el secreto sobre una futura. La más amarga sustracción fue quizás que se podía no confiar en esta ley: es comprensible el grito de horror de Job, pero aún es protegido por Dios, el escepticismo de Cohélet se sien- te tentado de aproximarse al escepticismo egipcio y babilónico, los Salmos serpentean: sin abandonar la antigua ley en lo que toca a la recompensa terrena por hacer el bien, la rebasan tanto en la mera lamentación como en el más ruidoso, hasta jubiloso reconocimiento del perfecto poder soberano de Dios. Los pobres de Yahvé ponen toda su confianza en Él, su única riqueza; el más puro retrato de Israel es la viuda pobre al final del Evangelio: Jesús está lleno de admiración ante ella: ·desu pobreza echó todo lo que tenía para vivir•. No se la ha de posponer con el pretexto de que actuó así en vista de alguna recompensa. Sin saberlo, pertenece a la realización de la gran promesa: ·Escribiré mi ley en su corazón• (Jr 31,33) y de este modo comenzaré la •nueva alianza· (Jr 31,31). Después de su acción, el templo herodiano con toda su magnificencia puede ser reduci- do a cenizas y todo sacrificio ritual se hace imposible; se introduce lo esencial. Pero si esta imagen de pura entrega queda particula- rizada en Israel, también es cierto que se une a ella un germen de pura fe procedente del paganismo: el centu- rión de Cafarnaúm, la mujer sirofenicia. El camino cen- tral de Israel transcurre de otro modo. Hasta Cristo ape- nas se reparó en un motivo que sólo resonó a modo de señal-el papel de la sustitución: primeramente como intercesión en Abraham, luego intercesión junto con 32 Pórtico reparación en Moisés, finalmente, en neto resalte, como sufrimiento por los demás en el siervo de Yahvé. Dos motivos principales (junto a una casi ahistórica fidelidad a la antigua ley, en cuanto aún era sostenible) determi- nan la historia más tardía del judaísmo: un día la tenta- ción de superar místicamente la distancia Dios-hombre: de la mística Mercaba y el gnosticismo a la teosofía de la Cábala, a su pervivencia en el jasidismo, a su racio- nalización en Espinosa y en las formas más innocuas de la ilustración y del idealismo; pero luego el cada vez más apasionado mesianismo, que señala horizontal- mente al futuro terreno, resucitando en el sabatianismo, secularizado definitivamente en el marxismo y en sus numerosos modos judíos de proceder; también aquí es arrollada la línea de demarcación de la distancia israeli- ta original. El judaísmo conservador puede mantenerla, pero su verdadero abogado en la historia universal es cierta- mente el islam, que, muy probablemente, en su mayor parte es una derivación del cristianismo judío decaden- te, para el que Jesús era un hombre agraciado. Pone su principio regulador de la revelación aún antes de Abraham: Todo hombre, por tanto, nacería en la reli- gión islámica original, es decir, en la distancia original entre Dios y el hombre, revelada por Dios, el absoluta- mente uno, desde su libre bondad; sólo más tarde, Abraham con su hijo Ismael renovó la Kaaba en la Meca (fundada por Adán), Moisés y David formularon su reli- gión por escrito, la continuó Jesús, que se manifestó ciertamente como un mero hombre, el cual es verdad que nació de una virgen y subió al Cielo, pero no fue crucificado e inculcó a los suyos que adoraran sola- mente al único Dios, y hasta anunció al último profeta que había de venir: Mahoma (Sura 61,6). Por eso, el monoteísmo israelita, como religión de un Dios que se revela de manera máximamente libre y personal, con- serva claramente en el islam la prioridad delante del 33 Epílogo cristianismo formulado dogmáticamente: así tanto la encarnación (hasta la cruz) como la trinidad de Dios, implicada en ella, son un absurdo y una abominación para Israel y para Mahoma. Se elimina conscientemente todo puente entre Dios y hombre que no sea un direc- to actuar libre de Dios en inspiración o milagro; por consiguiente, se eliminan sacramentos, culto de las imá- genes, intercesión de los santos. Además quedan supri- midas dos peculiaridades judías: la dimensión teológico- nacionalista y la dinámica mesiánica dirigida al futuro (con la que no es comparable la espera chiita del últi- mo Imán). No se trata aquí de una descripción más aproximada del islam; sólo se pondrán aún de relieve dos cosas: la primera es que se entiende como una reli- gión bíblica y, correspondientemente, estima a judíos y cristianos como •propietarios de la Escritura• y por eso los tolera dentro de la Okumene islámica. El Corán es punto de partida y, por consiguiente, no se ve la pri- macía de la historia de Yahvé con Israel sobre el resu- men de la antigua Escritura, la primacía de Jesús sobre la Biblia. La segunda cosa es más importante: con el rechazo de la Encarnación y de la Trinidad se suspende completamente también el significado salvador de la cruz de Jesús. La vida terrena de Jesús termina con un fracaso significativo, para la fe cristiana, que saca a luz el oculto pensamiento veterotestamentario de la sustitu- ción; la vida de Mahoma termina con éxito, éxito terre- no. Por esto la difusión de la verdadera doctrina puede efectuarse también con medios terrenos y, en lugar de la escatología judía terrenomesiánica, puede esperarse un paraíso con gozos terrenos, en los que ocasional- mente también se muestra Dios. Los creyentes son puri- ficados mediante un fuego acrisolador, aunque fueron pecadores; a los no creyentes les espera el infierno. Pero, _como en la historia del judaísmo después de Cristo, también en el islam se ha intentado superar la barrera entre Alá y el hombre, que todo lo determina: 34 Pórtico en la ya mencionada mística del sufismo. La plena entre- ga a la voluntad de Dios se colorea aquí como amor desinteresado, que -como en toda mística, que está frente al Uno indivisible- sólo puede entenderse y pre- tenderse como una anulación de la criatura. Los poetas pudieron cantar tal anulación, pero donde fue realizada en serio con la identidad, como en Junayd y su discí- pulo Hallaj, la medida fue colmada: el último fue cruci- ficado. Sin embargo, se encontró un gran pensador reli- gioso, Al-Gazel, que logró salvaguardar momentos de esta mística dentro de la ortodoxia islámica. Pero ¿qué puede pesar Dios en el islam frente a la persona huma- na? Aquí se quedó sin duda con la última palabra el racionalismo de Averroes: todos los hombres tienen un único espíritu. Desde la perspectiva de esta adhesión judía y musulmana al Dios que se revela personalmente, puede llegar a concebirse cómo queda expuesta la situación del cristianismo, que precisamente retiene sus afirmaciones centrales en los dos motivos apasio- nadamente rechazados: Cristo como Palabra de Dios hecha carne y Dios como amor trinitario. Aquí resulta superclaro lo dicho al principio: los axiomas funda- mentales de una concepción del mundo y de una reli- gión pueden valorarse de manera tan distinta que, sobre la base del principio de integración, no es posi- ble una apologética puramente racional de la fe cristia- na. No es inútil, sin embargo, el intento de una tal apo- logética, y esto debería demostrarse definitivamente desde ahora. Puede prescindiese aquí de una presenta- ción de lo cristiano, pues sus acentos principales son conocidos; de momento se trata solamente de pregun- tarse por su capacidad integradora en lo que toca a axiomas de otras religiones. Comencemos por la comparación con judaísmo e islam: los cristianos dicen un sí pleno a las dos colum- nas que los soportan: distancia insuprimible entre Dios 35 Epílogo y criatura (la última es creación de la omnipotencia libre de Dios) y aceptación de una autorrevelación de Dios distinta de la creaturalidad, por amor gratuito. Estas dos columnas están tan firmes que -de modo distinto a lo que sucede en un judaísmo tardío y en el sufismo islá- mico-- que resisten toda tentación de una esencial dei- ficación o una sustancial anulación de la criatura. Este afán de anulación es conversión en Dios, lo que es común a las religiones orientales (en cuanto son reli- giones y no mera ética) y tiene su fundamento en la incomprensibilidad de cómo un ser finito puede poseer valor definitivo y dignidad suprema junto al Dios que lo es todo (o Absoluto). El cristianismo supera tal insegu- ridad mediante su afirmación central de que Dios, para conseguir el nombre de Amor, quiere ser en sí mismo entrega y fecundidad y, por tanto, conceder espacio al •otro• dentro de su unidad, de modo que esto positiva- mente otro justifica el ser otro de la criatura frente a Dios y el •otro en Dios•, sin renunciar a la diferencia Dios-criatura, puede ser tambiéneste otro en la creatu- ralidad. Sólo con eso se fundamentan definitivamente los axiomas de judaísmo e Islam. Israel nunca había intentado reflexionar la posibilidad de un cara a cara definitivo de Dios y hombre; y, por otra parte, el islam había tomado de la Biblia la confianza judía en la liber- tad y misericordia de Alá. Con la aceptación de la positividad del otro se llenan cristianamente los lugares dejados vacantes por las otras dos religiones reveladas. Un día gana el sujeto espiritual creado la insuprimible dignidad de persona; el socio primario de Dios no es ya el pueblo (Israel) ni lo es ya la comunidad (•umma•), sino, por supuesto sólo dentro de la comunidad, el individuo, que alcanza su suprema dignidad mediante el hecho de ser hermano y hermana de Cristo. Pero, luego, el vacío del sufrimiento y de la muerte -cualidades fundamentales de la existencia fini- ta-, inllenable para las otras, gana también un sentido 36 Pórtico eminentemente positivo dentro del ser, y aquí el cristia- nismo no sólo se distingue de ambos •monoteísmos•, sino de cualquier otro proyecto religioso de la humani- dad. Donde sufrimiento y muerte eran con bastante fre- cuencia aquello de lo que la religión debía librar al hombre o de lo que subsistía un resto, sin desaparecer, y frente a lo que uno se podía inmunizar a lo sumo mediante una indiferencia reflexiva, esto se convierte, visto cristianamente, en la suprema demostración de que Dios es amor, porque Cristo en la cruz, al revelar en sí el amor de Dios, toma sobre sí el pecado del mundo y lo sepulta en su muerte. No se trata de demos- trar aquí esta afirmación enorme, sino de mostrar que, en caso de ser verdad, llena el lugar dejado vacío por todas las otras religiones: la muerte (como tormento e ignominia) es aquí suprema aparición y acto pleno de sentido, fecundo del amor. Con esto se integra también positivamente lo que, en la experiencia de la variabilidad, de la fugacidad y transitoriedad dentro de la existencia terrena, apareció como una cosa negativa (maya) que hay que examinar y superar espiritualmente; la •reflexión• sobre lo siempre dado se transforma cristianamente en fidelidad durade- ra dentro de esa realidad asumida, sí, para esa fidelidad, como necesaria comprobación del cambio reconocido, como el material cambiante de su acreditación, por lo cual la religiosa indiferencia (taoísta-estoica-sufita) se transforma en una oferta de disponibilidad (así en el ·Principio y fundamento• de los Ejercicios ignacianos). Seguramente persiste esta actitud como algo a lo que se ha de aspirar incondicionalmente, pero ya no como reflexión sobre las diferencias (honra-ignominia, rique- za-pobreza, etc.) que ya no estorban al espíritu, sino como disponibilidad para zambullirse en todo lo dife- rente ordenado por Dios, con plena percepción y expe- riencia de la diferencia. Sólo esto corresponde a la crea- turalidad y tiene su modelo en Cristo. 37 Epílogo Aquí se recuperan las grandes éticas del confucianis- mo y del sintoísmo, pues ya no vale sobrepasar lo huma- no mediante una indiferencia que piensa al mundo, sino conservar en ello el mismo ánimo para todo lo ordena- do por Dios, aun para lo más dificil y adverso, donde el valor, desde la perspectiva cristiana, no consiste en hacer- se heroicamente insensible contra eso, sino en arrostrar- lo hasta la angustia que le es propia, la náusea y el tedio. Aquí, desde una perspectiva puramente humana, apenas llega aún a ser posible de ejecutar para el cristiano en el seguimiento de Cristo, porque tiene pleno sentido, una vez más desde el saber de la fe, el que la iniquidad voluntariamente soportada acceda a la energía salvado- ra de la cruz. ·El que quiera seguirme, tome diariamen- te su cruz sobre sí.· La afirmación del •otro• en Dios, que ante todo hace inteligible su esencia como amor, pero que, también, sólo se hace manifiesta por la procedencia divina de Jesús, lo mismo que la afirmación de sufrimiento y muerte como pertenecientes a la finitud y utilizables para la salvación del pecado del mundo: ambas afirma- ciones determinan la escatología cristiana, en la que se integra todo lo que en las religiones hay de lleno de sentido para los hombres y el mundo. Por cierto, este doble sí presupone otro sí a la cristología tal como se desarrolla implícita y explícitamente en el Nuevo Testa- mento y es defendida por los Concilios (desde Nicea hasta Calcedonia): lo otro del ser del mundo y del hom- bre (frente a Dios) es salvaguardado como tal en lo otro dentro de Dios, de modo que la cruz de Jesús puede interpretarse como eficaz salvaguarda del hombre en la vida del amor de Dios, sin dejar que el ser creado del hombre quede absorbido por Dios. Lo cual da por resul- tado, en primer lugar, la resurrección corporal de Cristo como manifestación de lo hecho por él en la cruz y, a continuación (1 Cor 15,13), la salvaguarda en Dios, en la totalidad de cuerpo y alma, de los por él salvados. 38 Pórtico Pero, debido a que esto sucede a través de la muerte, la existencia ·del otro mundo· no se ha de presentar --como en judaísmo e islam- en categorías de este mundo, sino en una transformación que no puede ser precisamente una descorporalización, sino que (a falta de una manera mejor de significarlo) se indica como •transfiguración• o •incorruptibilidad· o ·absorción de la muerte en la vida·. No existe una tal salvación de la fini- tud, sino asunción de lo finito (y, por esto, otro) en lo infinito, que, para ser vida del amor, debe tener en sí a lo otro como tal (Palabra/Hijo) y como unido (Espíritu) con el Uno. Conforme a las formas profanas del amor -que, por cierto, en la revelación cristiana son proyectadas mucho más allá de ellas mismas-, no puede decirse a priori que una tal representación de Dios, que sólo puede ser el Uno, sea contradictoria. Tampoco cabe afirmar que sea construible o postulable a partir del mundo. Así, Dios sigue siendo misterio, del que el Cristo dice cierta- mente que no está encerrado en sí, sino revelado y regalado al mundo en Jesucristo. Este misterio puede ser aceptado también en su revelación como verdadero y, por consiguiente, creído sólo en decisión libre, susci- tada por la gracia de Dios; con lo que subraya una vez más que este proceso total de la integración de todos los fragmentos de sentido de la existencia no puede ser una ·demostración• estricta para la verdad de la fe cris- tiana. Si existiera tal demostración, sobraría el acto de fe. Pero, por lo siguiente, se hará todavía claro que tam- bién entre hombres las verdades personales contienen siempre un momento de confianza aun allí donde no existe ningún motivo para la duda. Pero, en definitiva, puede remitirse aquí ciertamente a un momento racionalmente problemático en el mono- teísmo (judío). El dios único Yahvé ha hecho una alian- za con Israel y se ha obligado tanto a esta alianza que se enoja por la infidelidad de Israel, la lamenta, se afli- 39 Epílogo ge por ella (como declaran enérgicamente los rabinos) y, afectado de nuevo en sus •más íntimas entrañas• (Os 11,8), se abstiene del castigo, porque le vence el amor. En ningún caso puede atribuirse •impasibilidad· a este Dios. ¿Es, para amar, dependiente de Israel, su criatura? Y en el caso de respuesta afirmativa, ¿es entonces aún Dios? Se reconoce que no puede filosofarse sobre Yahvé sin problematizarlo profundamente. Ahí reside la causa de los extravíos del pensamiento judío: mística unifica- dora, teosofia, ateísmo. Yahvé sigue siendo una forma de Dios que, más allá de sí, apunta a su propia prome- sa, al Dios de Jesucristo. 40 11 UMBRAL 1. Consideración del ser La primera parte tuvo por lema ·El que ve más, tiene razón•. Desarrolló una especie de apologética que obligó al que seguía la reflexión a reconocer la estre- chez de un grado correspondiente de ideas religiosas y, por consiguiente, a superarlo. Claro que, de hecho, la razónreligiosa se resiste a esta presión de un cada vez más nuevo trascendimiento y contrapone a su apremio argumentos plausibles. Los argumentos pue- den ser contrarios, aunque también cada uno, a su manera, siga siendo digno de consideración y se origi- ne así, tanto en lo cosmovisional como en lo religioso, un aparentemente irreductible pluralismo, que nos vuelve a llevar a nuestro punto de partida. La protesta contra una determinada forma de trascendencia puede darse como una expresa renuncia a un supuesto •ver- más•, porque el·más· pone en duda una actitud huma- na que, aunque también fomenta la moderación, parece más acomodada al hombre que la ofrecida superación. Al budista, callar sobre el fundamento de la (para él inexplicable) existencia de un mundo plural y proble- mático, le parece más correcto que servirse de teorías inverificables sobre él; al judío y al musulmán, mante- 43 Epílogo nerse a distancia ante la trascendencia de Yahvé/ Alá, les parece más respetuoso que cerrar a cualquier pre- cio, en una cristología y doctrina trinitaria, el insalva- ble abismo entre lo incondicionado y lo condicionado. ¿No conducirán tales síntesis por último, sin falta, a un saber absoluto hegeliano, a una dictadura de la gnosis, y de este modo, como ha mostrado inexorablemente la dialéctica histórica, no se conducirán a sí mismas ad absurdum por la real situación del hombre? ·Menos sería más·, se grita entonces, de todas partes, al pre- tendido maximalismo. La conditio humana exhorta a todos a la precaución frente a orientaciones definitivas. ¿Debe considerarse el hombre, a todo trance, como el último peldaño de la evolución? ¿Debe otorgarse a la personalidad ( •occidental·) en efecto tan definitiva autoridad que, así, por ejemplo, se refutaría la metem- psícosis o también un ideal comunista? ¿No contradice sencillamente la situación efectiva del mundo (de lo •monstruoso repetido· de Nietzsche) al·muy bien•, con que el creador bíblico lo señala? Y ¿la insuprimible mortalidad del hombre (como la de todo viviente superior, por lo que de todos modos se cumple el entremezclamiento de muerte con pecado) apremia, de la manera más enérgica, a la resignación y refuta, como sin sentido; toda búsqueda de sentido tras la muerte? La apologética cristiana, bajo el lema •Quien ve más, tiene razón•, debe poder preguntarse, desde cualquier sentido, por el significado de este ·más•. Mediante amontonamiento racional de fundamentos, arrancará con dificultad un asentimiento -que, de todos modos, para ser fe, debe ser siempre libre-, pues en toda cate- goría de pensamiento se entorpece su progreso median- te razones contrarias (al menos hipotéticas), que, si no lógicas, son ciertamente existenciales. Y esto poco antes aún de la suprema decisión cristiana: el corriente -Jesús sí - Iglesia no• coloca ante un dilema más profundo: que 44 Umbral no sólo es difícil, sino imposible, llegar al Jesús históri- co sin la notoria redacción eclesial de su historia y sig- nificado. Ante este obstáculo -una vez que se ha pres- cindido totalmente de los demás inconvenientes contra la fisonomía pasada y presente de la Iglesia, con fre- cuencia, desunida-, una decisión parece convertirse en la aventura de una opción apenas todavía fundamenta- ble racionalmente. Ante esta situación sólo podría continuar ayudándo- nos una inversión radical de la orientación interroga- dora, es decir, un viraje de la pregunta por lo último -el objetivo último de la existencia humana- a la pregunta por lo primero y aparentemente evidentísi- mo, ciertísimo; pues según Tomás es el ser lo primero con que se encuentra el espíritu cognoscente. Pero este ser, siempre presupuesto como entendido, es tam- bién (según Aristóteles) lo que se trata siempre de explorar con nuevas preguntas. Y lo que en primer lugar se ha de considerar no son sus subdivisiones (categorías), sino él mismo, que es, por una parte, lo más abarcador y, por eso, lo más rico, la plenitud por antonomasia (pues no cae fuera de él nada más que la nada), y, por otra parte, lo más pobre, porque apare- ce como lo totalmente indeterminado. Ya ante esta apariencia no es extraño que obtenga las descripciones más contradictorias: para los unos es el absoluto, fren- te al cual todo cambio relativizador no es nada (Parménides); para los otros es lo vano, cuya aparien- cia (maya) en cuanto tal debe ser penetrada a fin de encontrarse con él desenmascarado (budismo). O menos abruptamente: para los unos es, en su aparen- te variabilidad sin sentido, lo racional; para los otros, su cambio, el devenir y pasar de los hechos e indivi- duos, remite a una esfera superior (las ideas), a la que en primer lugar se ha de atribuir verdadero ser (Platón). ¿O debe atribuirse al cambio el valor de una movilidad orgánica de lo siempre igual (estoicismo)? 45 Epflogo Sería inoportuno exponer también aquí aun una histo- ria tan breve de las opiniones filosóficas. Cabe cierta- mente preguntarse por la luz que se refleja de lo cris- tiano, una vez puesto hipotéticamente como máximo y último, en la cuestión filosófica fundamental, una luz, si se quiere, teológica, pero que hace resplandecer lo genuinamente filosófico. Y en caso de que esta luz reflejada haga que aparezcan propiedades del ser que nos es tan evidente, podrían éstas por su parte pro- yectar luz sobre lo que las alumbra. Puede que el intento valga la pena. Nuestra trilogía ·Estética• - ·Dramática· - ·Lógica· se construye sobre esta iluminación recíproca. Lo que se llama las propiedades del ser (los •trascendentales•), que traspasan todo ente particular, pareció ofrecer el más apropiado acceso a los misterios de la teología cristiana. De estas propiedades se resaltaron tres: ·bello•, ·bueno•, •verdadero•. A continuación se mostrará claramente hasta qué punto son inseparables, se interpenetran, pre- cisamente porque reinan conjuntamente por todo el ser. Generalmente se trata de antemano la propiedad de lo •uno•, pero en la trilogía llegó a ser claro que su pecu- liar problemática determina consecutivamente a las tres nombradas. Puede tener, sin embargo, pleno sentido tratarla aquí, de modo preliminar, destacada de las tres siguientes, donde a la vez se hace patente por qué éstas se trataron en la trilogía en un orden desacostumbrado para nosotros. 2. Seryente Si se toma ser en el sentido de realidad, entonces algo que es realmente no posee una parte del ser real en sí, sino todo entero, aunque junto a él haya otras innumerables cosas reales. Los entes son distintos unos de otros y están separados unos respecto de otros (un 46 Umbral perro no es en modo alguno una pera, indiferentemen- te de si en el gran todo se relacionan también entre sí todos los entes), pero su ser real no es subdivisible, cada ente lo posee entero. Por lo que no puede decirse que la suma de las cosas que han sido reales a través de la historia del mundo (pasadas, presentes y futuras) sea la suma de la realidad, pues una vez que ésta no se puede sumar, luego podrían ser reales muchas cosas que no lo son (este niño abortado habría podido ser un hombre adulto). La suma de los entes posibles supera la extensión de los realizados; pero hay entes posibles que no son precisamente reales, de modo que la disposición del ser para realizar entes es mayor que su suma. Un ente pensado como posible no tiene como tal, en nin- gún caso, la capacidad de realizarse a sí mismo, pero, por otra parte, lo que se realiza necesita de un ente para realizarse en él: un ente real que es obtenido y puede actuar desde sí mismo. (Un animal posible no puede moverse, ni comer, ni multiplicarse; sólo puede hacerlo uno real y, precisamente, desde su esencia realizada.) De ahí la afirmación fundamental ·Esse significat aliquid completum et simplex, sed non subsistens•: .Ser real sig- nifica algo completo y simple, pero sin existencia en sí· (sino sólo en entes particulares) (Thomas, de pot. 1,1).El todo de la realidad sólo existe en el fragmento de un ente finito, pero el fragmento no existe más que por el todo del ser real. Esto da por resultado, en primer lugar, una diferencia real entre el ser como realidad y los entes particulares; pero en seguida surge la pregunta: ¿Qué es apropiado a este ente limitado y determinado como tal para un ser, puesto que nada ciertamente puede caer fuera del ámbi- to del ser dispensador de realidad? La respuesta es difí- cil, porque lo que se realiza como tal no tiene ninguna existencia en sí, tampoco puede desarrollar ante sí, por tanto, entes, para realizarse en ellos, y, sin embargo, debe ponerse en lo que se realiza la posibilidad de 47 Epílogo obtenerse en entes particulares. Esta paradoja remite a un fundamento, que tanto es la suma de toda la reali- dad como tiene la subsistencia requerida para la delineación de entes. Esto se hace visible por haber una gradación de los entes mundanos, conforme a la cual se descubren éstos cada vez más transparentes tanto de su realidad como de su esencia realizada, o más exactamente: de la fuer- za (dynamis) de autorrealización (energeia) regalada a su esencia real. Y en cuanto pueden esto por la reali- dad regalada a su esencia, obtienen el panorama para la realidad en general (que traspasa como tal, indivisi- blemente, el mundo de la esencia); la planta vive en el inconsciente enrejado de su ambiente, el animal cono- ce su ambiente, el hombre está abierto al mundo en su conjunto, su autoconciencia no existe sin conciencia del mundo, tanto que sólo llega a la autoconciencia interpelado desde el mundo. De este modo, el •esse simplex non subsistens• llega finalmente a sí mismo en la perfecta reflexión del ente humano como espíritu; verdad es que, como aún se aclarará, en un asombro de que le esté abierto el todo, es decir, la experiencia de realidad, a él, que se sabe fragmentario (en medio de los innumerables fragmentos de ente del mundo), y se le abra desde él mismo. En tanto que éste es una cum- bre cualitativamente insuperable dentro del mundo, puede decirse que la construcción gradual del mundo (óntica o, a la vez, evolutivamente considerado) ascien- de esencialmente hacia el hombre. Por cuanto que en él, el ser (como realidad) no sólo es esencialmente en sí, sino para sí, se reflexiona, el hombre puede califi- carse de ·imagen y semejanza de Dios•, en el que, como antes se dijo, debe estar el ·esse completum et simplex•, a la vez •subsistens•; por cierto, sólo una ima- gen, porque esto sucede en el hombre, en una entidad aislada, pero, sin embargo, una imagen, porque la sub- sistencia de Dios no le proporciona en verdad estre- 48 Umbral chez, mas sí precisión -en contraposición al ser que se realiza de modo no subsistente. Ningún ente mundano puede alcanzar (aun cuando alcance el ser en la con- ciencia) la unidad de esencia y existencia (essentia- esse), porque nunca se puede proporcionar a sí mismo su existencia, sino que debe tomarla como un don. Por esto el ente más libre consiste precisamente en sí mismo, pero no se fundamenta en sí mismo, sino más allá de su mismidad en una realidad superesencial, en el ser por antonomasia, pero no sin realizarlo, como los entes infrahumanos, sino mientras lo reflexiona a base de lo que lo convierte, como se ha dicho, en una ima- gen de Dios. Una advertencia hay que añadir a lo dicho. Dios no puede •construirse• a partir del mundo por la equipa- ración de una esencialidad in-finita a lo real ·simple, indivisible, pero no subsistente•; pues conocemos estos ·elementos• del ser del mundo sólo en su defi- ciencia mutua, que no desaparece de manera automá- tica cuando ambos se identifican inmediatamente. El pensar juntamente dos finitudes (también la no subsis- tencia de lo real remite a unas tales finitudes) no da por resultado el Absoluto, a lo sumo remite a algo que está más allá de ambas, sin poder proporcionar una representación de Él. El hecho de que al espíritu que reflexiona sobre todo lo realizado se le califique de ·imagen• de Dios señala, por cierto, en una dirección en la que debe estar el prototipo, pero, a la vez, prohíbe hacerse una ·imagen del prototipo•, sin la cual la ima- gen -un ente determinado, capaz de concebirse a sí mismo y por eso, potencialmente, a todo ente- no sería realmente en absoluto imagen en su comprensión progresiva, que nunca puede ser plena en el mundo. •No se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír•, dice Cohélet (1,8); sólo puede decirlo porque, por una parte, sabe de un deseo inalcanzable de plenitud de sentido y espíritu, del postulado que apunta a lo irrea- 49 Epílogo lizable, y ciertamente, por otra parte, remite sin cesar al hombre a su finitud terrestre: lo en este mundo alcanzable es satisfacción y •en toda su fatiga• estar agradecido a Dios (3,12ss.). Esto quiere decir que no podemos absolutizar nada finito (como, por ejemplo, el espíritu en contraposición al cuerpo), para •cons- truir· a Dios, pero que, sin embargo, hemos de mirar a la dirección en la que indican las líneas de nuestro ser en dos sentidos finito; no podemos calcular cómo esas líneas se cortan en lo infinito. Basta que sepamos que nada finito, aun realizado. se ha puesto a sí mismo: tiene como horizonte (principium et finem... incom- prehensibilem OS 3004, 3001) un fundamento, al que se debe. ·Similitudo- major dissimilitudo.• 3. Manifestación y ocultamiento La realidad proporciona a todo ente su ser-en-sí (su ser-para-sí en el ente espiritual), pero también, puesto que todos los entes reales lo son por la única realidad, su ser-con (su ser-para-un-otro en el ente espiritual). Por eso todo ente tiene el don de poder •expresarse• frente a otros, lo que presupone una •capacidad interior• de poder comunicarse (mit-teilen), que significa un mis- terioso •partir• •con• los otros, pues lo que se comunica se da a la vez y -para poder darse- se conserva. El ser real, que ha sido regalado al ente, entraña en sí, por esto, una dualidad que por de pronto puede aparecer contradictoria: fundamentarse en sí mismo (lo cual el simple ente no lo podría realizar desde sí mismo, de lo contrario sería Dios) y salir de sí, por una dinámica dada a él, para realizarse también a sí mismo (su interior) en esta manifestación. Si se efectúa la manifestación en un ente consciente (animal) y finalmente en uno autoconsciente (humano), entonces se perfecciona en sí mismo un ente real que 50 Umbral aparece (lo que siempre puede suceder: un paisaje, un ser vivo, un prójimo) dentro del espacio a él ahí ofre- cido; este espacio puede ser concepción sensible o espíritu que recibe y entiende (intellectus passibilis et agens). Los entes reales se perfeccionan unos con otros. Pero esto tiene su complemento en que un espíritu que concibe y comprende mediante la sensibilidad entiende la aparición como el autoperfeccionamiento de lo que se muestra, y no como algo perteneciente a él mismo: al espíritu; con otras palabras: su conocimiento no se aplica a las apariciones en su espacio interior, sino inmediatamente, por medio de éstas, al otro ente que se muestra, a la •Cosa en sí•. No tiene a lo otro como otro en sí --que sería una contradicción-, pero interpreta y entiende sus manifestaciones como las de su interiori- dad o subsistencia. Esto se produce de la manera más clara en el diálogo interhumano, donde la palabra del interlocutor es evidentemente la manifestación del otro, que quiere que se entienda no su palabra resonante, sino él mismo. Pero como el otro, al manifestarse, es siempre más que su manifestación, subsiste también para mí como el que se manifiesta realmente, se revela oculto en su subsistencia, sólo bajo esta condición hay realmente algo que comparte conmigo; no en el sentido cuantita- tivo de que me diera sólo la mitad, y la otra mitad la conservara para sí, sino en el cualitativo de que, para compartirse a sí mismo como dado, debe salvaguardar-se a sí mismo como el que da; salvaguardar no signifi- ca retener, sino posibilitar el don. Puede ·desahogarse completamente• conmigo, pero sólo en cuanto sigue siendo él mismo y no se hace yo. Y esto de tal modo que yo, en cuanto acojo su •aparición· en mí, por eso no le tomo en posesión, sino que más bien soy absor- bido por él. Pero esto sólo es posible, considerado desde mí, el que acoge, si puedo reunir la multiplicidad de sus modos de aparición -sonidos, colores, movi- 51 Epílogo mientos- en la •unidad de mi apercepción· de la rea- lidad del ente que topa conmigo, la que puedo cono- cer desde mi propia realidad por esto, porque sé que mi esencia no es su propia realidad, ésta supera más bien, como realidad, en orientación hacia un infinito, la estrechez de mi esencia. Puesto que experimento eso en mí mismo como diferencia, puedo conceder al inter- locutor la unidad en la diferencia de su ser-para-sí y su manifestación; según esto se necesita del abarcador medio unitario de la realidad, para ·dejar ser• al otro (o, en general, a todo otro) en su propia unidad, en el mis- terio de su para mí inaccesible existencia. Lo o el otro, por tanto, me es patente como un misterio que está más allá de todos los conceptos, precisamente entonces cuando se me manifiesta sin voluntad de reserva. Mientras aparece, se aclara, pero el ojo del espíritu conoce la luz sin ver al luciente Sol. En tanto que lo o el otro se manifiesta en mí como en un sujeto, sin abandonarse a sí mismo como sujeto, se muestra en el acto del compartir y conocer una con- fianza fundamental de los ·objetos• para conmigo, su llamamiento a un amor óntico; ellos, para su autorre- velación (y, consiguientemente, autoperfección), nece- sitan el espacio ajeno, donde deben cobijarse, sin poder reclamar desde sí este espacio. Por otra parte, no puedo, como queda dicho, echármelas de señor de los objetos, en tanto que posibilito su perfección, pues yo mismo sólo en la llamada de esos extraños descubro mi propia diferencia y, consiguientemente, soy regalado a mí mismo como el ente que se descubre a la vez como realidad a sí mismo y a los otros en la luz abarcadora del ser. Esta luz obra tanto abarcadoramente desde más allá de los entes finitos como también desde la profun- didad de los entes regalados por la luz del ser; cuanto más sucede tal cosa, esos entes llegan a ser tanto más conscientes y autoconscientes, y así pueden reflejar la luz en sí mismos. 52 Umbral 4. Polaridad en el ser De este modo se entreabre el problema de la unidad del ser -en secreto siempre había estado ya latente-, al que se debe renunciar a llevarlo a un denominador unívoco. La realidad (esse) sólo puede ser una (la idea de dos •especies• de realidad es absurda desde un prin- cipio) en tanto que es ·completum et simplex•. Pero, por otra parte, no subsiste en sí, sino en una infinidad de entes, y confiere a cada uno de ellos su unidad esencial (sustancial). El entendimiento ordenador puede segura- mente organizar estas unidades, comparándolas, en especies y géneros, pero ni especie, ni género subsiste como tal, sino sólo lo que con razón se llama lo indi- visible, in-dividuum. También aquí reina un mutuo donar-se: el ser proporciona al ente su indivisibilidad, el ente proporciona al ser (como realidad meramente suspendida, que no encuentra en sí ningún apoyo) su realización. En eso el ser es siempre tanto lo que tiene un valor más general, que abarca infinitamente todo lo finito, como lo particular, que es tan único que no puede ser clasificado bajo nada. Este hombre determi- nado es irrepetible: aquí no vale precisamente ·Hombre es hombre•. Esta identificación de la polaridad de todo ser que se encuentra en el mundo será orientativa para todo lo siguiente. Pues si la primera propiedad omnirreinante (trascendental) del ser no se ha de reducir a ningún concepto unívoco, así deberá valer necesariamente lo mismo también en el caso de todos los siguientes •tras- cendentales•: de lo verdadero, bueno y bello, que sólo pueden tener su sitio dentro del ser real. Esta polaridad sigue siendo tan misteriosa porque no se puede decir que el ente finito no es él mismo tam- bién ser y por cuanto que debe ser emancipado de la realidad abarcadora en orden a su autoperfección, pero esto nuevamente no se puede representar, pues la rea- 53 Epílogo lidad como tal, en tanto que no subsiste y por esto no puede proyectar ningún ente, tampoco puede producir desde sí (para su autorrealización), y precisamente ya, de ningún modo, esta cantidad de entes enteramente determinada, limitada y configurada en respectividad mutua de tales entes. La polaridad esencial del ser mundano, cuyos polos sólo se hacen inteligibles unos por otros, remite sin falta a una identidad como fundamento, que, sin embargo, como arriba se mostró, no es construible a partir de los polos mismos. Pues la realidad, como la conocemos, sólo obtiene subsistencia en entes finitos, y éstos no son pensables como entes sin pensar ya la realidad junto con ellos. Esto debe valer también para el (inimagina- ble) infinito entendimiento de Dios, que puede esbozar posibles mundos, que no realiza. A eso, a que el Abso- luto debe ser espíritu libre, alude el hombre como •ima- gen de Dios• y todo el orden del mundo que hay bajo él, sin que hayamos podido imaginar qué es espíritu infinito en sí. Y ciertamente queda aquí aún por considerar un aspecto de la diferencia. Pues no se fija desde un prin- cipio que la diferencia válida para los entes del mun- do, que pudo describirse con la polaridad del ser del mundo, debe entenderse como una caída desde la iden- tidad divina. Pero ella es el presupuesto para la relación, trato e intercambio de los entes entre sí, para su mutuo alojamiento allí donde son conscientes y autoconscien- tes, y así el primer grado óntico de lo que es el amor entre entes libres. Si éste es considerado con razón como una perfección, ya que en virtud de él los entes se perfeccionan en otros, puede hacerse a la absoluta identidad de ser y ente la nueva pregunta de si y cómo puede fundamentarse en él esta perfección intramunda- na. A partir de una consideración filosófica como la pre- sente no puede deducirse una respuesta a esa pregun- ta, ante todo porque, como se dijo, el •esse completum 54 Umbral et simplex, sed non subsistens• de la realidad del mundo sólo puede remitir veladamente a la absoluta identidad; menos aún, la infinita variedad de los entes puede hacer vislumbrar la única subsistencia universal del ente abso- luto. Sólo puede decirse poca cosa: que en el amor interhumano proyecta su sombra un misterio que actúa en el principio, pues los amantes, en los que reina el abarcador ser real, nunca se cierran unos a otros, sino que en su fecundidad (como siempre proporcionada) se abren al misterio original del ser. La fecundidad natural- mente ligada (como la procreación de un niño) es ver- dad que sigue siendo una alegoría importante, aunque limitada, de esta fecundidad del amor, al que debe corresponder prototípicamente algo inefable dentro de la identidad divina. 5. Mostrar-se a) Todo ente mundano es epifánico, precisamente en la diferencia descrita. El principio vital de un árbol, invi- sible en sí, se muestra esencialmente en forma, creci- miento y variación de la aparición del árbol. Extiende su unidad esencial en la pluralidad de sus formas de apa- rición e indica su realidad, la que le es propia dentro de la realidad total. Tiene una forma que se cambia orgá- nicamente, que se muestra como unitaria e inmutable en su cambio no arbitrario, sino conforme a ley. La forma de aparición del ente es el modo como éste se expresa, una especie de lenguaje átono, pero no desar- ticulado, en el que las cosas no sólo se expresan a sí mismas, sino siempre también la realidad total presente en ellas, que (como •non subsistens•) remite a lo real subsistente: ·Los cielos cuentan la gloria
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