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HANS URS VON BALTHASAR 
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P6PN-SUS-ZUPA ... 
ESQUEMA GENERAL DE LA TRILOGÍA 
Gloria 
Vol. l. La percepción de la forma 
Vol. 2. Estilos eclesiásticos 
Vol. 3. Estilos laicales 
Vol. 4. Metafísica. Edad Antigua 
Vol. 5. Metafísica. Edad Moderna 
Vol. 6. Antiguo Testamento 
Vol. 7. Nuevo Testamento 
Teodramática 
Vol. l. Prolegómenos 
Vol. 2. Las personas del drama: 
el hombre en Dios 
Vol. 3. Las personas del drama: 
el hombre en Cristo 
Vol. 4. La acción 
Vol. 5. El último acto 
Teológica 
Vol. l. Verdad del mundo 
Vol. 2. Verdad de Dios 
Vol. 3. El Espíritu de la Verdad 
HANS URS VON BALTHASAR 
"""" EPILOGO 
Eencuentrocr ediciones a 
Título original 
Epilog 
© 1987 Johannes Verlag, Einsiedeln/Trier 
© 1998 para la edición española 
Ediciones Encuentro, Cedaceros, 3, 22 
28014 Madrid 
Traducción: 
Ildefonso Murillo 
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización 
escrita de los titulares del ·Copyright•, bajo las san-
ciones establecidas en las leyes, la reproducción 
total o parcial de esta obra por cualquier medio o 
procedimiento, incluidos la reprografía y el trata-
miento informático, y la distribución de ejemplares 
de ella mediante alquiler o préstamo públicos. 
Para obtener información sobre las obras publicadas o en programa 
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: 
Redacción de Ediciones Encuentro 
Cedaceros, 3-211 -28014 Madrid- Tel. 532 26 07 
ÍNDICE 
Prólogo ........................... . 
l. PÓRTICO ....................... . 
l. ¿Integración como método? . . . . . . . . . . 
2. La cuestión no planteada . . . . . . . . . . . 
3. La cuestión desde la perspectiva 
del hombre .................... . 
4. Palabra de Dios . . . . . . . . . . . . ..... . 
Il. UMBRAL ........................ . 
l. Consideración del ser . . . . . . . . . . . . . . 
2. Ser y ente ..................... . 
3. Manifestación y ocultamiento . . . . . . . . 
4. Polaridad en el ser ............... . 
5. Mostrar-se . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
6. Dar-se ....................... . 
7. Decir-se 
III. CATEDRAL 
l. Cristología y Trinidad . . . . . . . . . . . . . . 
2. La Palabra se hace carne . . . . . . . . . . . 
3. Fecundidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
9 
13 
15 
19 
23 
29 
41 
43 
46 
50 
53 
55 
63 
71 
81 
83 
93 
103 
G: Gloria 
TD: Teodramática 
TL: Teológica 
ABREVIATURAS 
PRÓLOGO 
El cansado lector tiene derecho a este epílogo a la 
voluminosa trilogía ·Estética·, ·Teodramática· y ·Teo-
lógica·, en quince volúmenes. Le ofrezco algo así como 
una perspectiva que abarca toda la obra. Pero no espe-
re en modo alguno un ·digest• americano, un breve 
resumen, sino ante todo una justificación de por qué 
aquí se han presentado los tradicionales tratados o loci 
teológicos de manera completamente distinta de lo 
acostumbrado, o sea, desde los trascendentales, en los 
que se da de la manera más fácil posible el paso de la 
verdadera (y por esto religiosa) filosofía a la teología 
bíblica de la revelación. 
Ante este umbral hay una indispensable, pero insufi-
ciente, especie de apologética: Biblia y Cristianismo figu-
ran dentro de un conjunto de muchas otras ofertas reli-
giosas, que sólo aparentemente poseen el mismo valor 
unas aliado de las otras, pero que miradas más profun-
damente forman una jerarquía de orientaciones. Puede 
pretenderse mostrar que las menos amplias pueden 
albergarse en las más amplias y, en último término, pre-
guntarse dónde existe una suprema integración. El inves-
tigador de la verdad no puede pasarse sin este método, 
pero, por último, a fin de que le resulte fecundo, ha de 
aprovechar lo que se desarrolló en la ·Estética•. 
9 
Epílogo 
Tras el •umbral• están los •misterios del Cristianismo•, 
gue no pueden derivarse de ninguna filosofía religiosa. 
Estos sólo pueden presentarse de manera bastante 
imprecisa y casi incomprensible; pero sobre ellos hay 
suficientes escritos dignos de leerse en la teología ela-
borada durante los dos mil años de la Iglesia. 
Así queda sin mencionar mucho, que tratamos 
ampliamente en otra parte. No expongo nada sobre ora-
ción, nada sobre la vida cristiana como teoría y praxis, 
nada sobre persona y misión, sobre los estados ecle-
siásticos, pero tampoco ningún tratado sobre Trinidad, 
cristología, mariología, sobre las grandes figuras de la 
Iglesia: santos, teólogos. ¿Para qué repetir lo ya dicho? 
Quede en aquello que se llama •envoi• en las antiguas 
baladas francesas. 
Dudo muchísimo de que este epílogo preste una 
gran ayuda a la didáctica y a la catequética en vista de 
la actual humanidad con la que nos encontramos. Lo 
cual significa que se debe ir a buscar al hombre allí 
donde está. ·Un joven de dieciséis años, en América, ha 
pasado, por término medio, quince mil horas ante la 
televisión, casi, pues, dos años completos.• Entre noso-
tros, según un reciente estudio, ya los niños de tres a 
seis años se sientan ante la pantalla, por término medio 
en la semana, de cinco a seis horas, y los de diez a trece 
años hasta más de doce horas... Hans Maier pregunta 
con razón •por si también nosotros, en la época de los 
medios de comunicación social, transmitimos una 
herencia cultural (y una fe religiosa) o si al final, con el 
lenguaje perdido, nos desaparece también el oír y ver.• 
Con razón igualmente, la mayoría de los profesores de 
religión se preguntan hoy qué clase de ruinas son esas 
personas que debieran ser •recogidas• allí (contra su 
voluntad). Un misionero de la selva lo tiene relativa-
mente fácil: encuentra un •anima naturaliter christiana•, 
quizás muy primitiva; podría traducir al lenguaje más 
sencillo lo que aquí se expone en un lenguaje teológi-
10 
Prólogo 
co dificilisimo. ¿Dónde, sin embargo, está el •punto de 
contacto• en presencia del·anima technica vacua•? No lo 
sé. Un poco espiritismo, un poco Zen, una poca teolo-
gía de la liberación. Y ya es mucho. 
Este pequeño libro no puede ni quiere ser más que 
una botella arrojada al mar; que arribe a algún sitio y 
alguien la encuentre sería un milagro. Pero de vez en 
cuando acontecen también tales sucesos. 
Hans Urs von Baltbasar 
11 
I 
PÓRTICO 
1. ¿Integración como método? 
La posibilidad de ser cristiano está ahí, entre muchas 
concepciones del mundo, como una oferta, para ser ele-
gida. No puede ponerse en el primer puesto echando 
mano de la violencia. Eso se opondría al espíritu de su 
fundador y al de sus mejores representantes. Debe pre-
tender probar su credibilidad y -según su propia com-
prensión- su peculiaridad mediante argumentos pura-
mente espirituales, que, suficientemente paradójicos, 
nunca pueden ser •constrictivos•, pues no deben frustrar 
el acto de fe libre y libre entrega. En primer lugar, ha de 
colocarse en la serie de las demás pretendientes, cada 
una de las cuales reclama su verdad envolvente o, al 
menos, su rectitud, y comprobar según la serie, desde 
su puesto, la justificación de todas estas pretensiones y 
reconocer como relativa su participación en la verdad. 
De esta manera resultará, desde su punto de vista, algo 
así como una jerarquía reconocible de verdades, que 
podrían ordenarse conforme al principio: ·El que ve más 
verdad, tiene más profundamente razón.• Lo cual corres-
ponde a la antigua doctrina cristiana de los ·logoi sper-
matikoi•, que están difundidos por toda la humanidad; 
aunque no de modo que doctrinas y opiniones que se 
15 
Epílogo 
excluyen unas a otras pudieran tener la misma partici-
pación en este logos disperso (de lo contrario, dicha 
participación no dejaría de ser contradictoria consigo 
misma), sino más bien de manera que visiones que 
abarcan menos se integran en otras que abarcan más. El 
que más verdad pudiera integrar en su visión, tendría 
derecho a la verdad suprema que es alcanzable. Sería, 
si fuese permitido citar aquí, abusivamente, un texto de 
Pablo, aquel hombre espiritual, que puede juzgarlotodo, pero a él mismo nadie le juzga (1 Cor 2,15), por-
que nadie, excepto él, posee una visión tan amplia de 
la verdad. 
Pero con tal representación ingenua de la •apologéti-
ca• el cristiano, corno alpinista espiritual, se encuentra 
con los lindes de un abismo infranqueable. En verdad 
llega con este método aditivo e integrador a una deter-
minada altura, pero ve de repente que, siguiendo este 
camino (en caso de que fuese transitable), no llegaría a 
Cristo, sino a Hegel, es decir, al •saber absoluto•, que 
absorbe dentro de sí a la fe cristiana (quizás optima 
flde), aun cuando este saber, para la última síntesis entre 
Dios y el mundo, necesitó de una cristología, de un 
Viernes Santo especulativo y de un Pentecostés especu-
lativo. Muchos cristianos creen (¿quizás con el mismo 
Hegel?) que, de este modo, han alcanzado el sentido 
más profundo de su propia religión, sin ver entretanto 
que con esto han perdido la libertad de Dios en su auto-
rrevelación y por eso la inconcebibilidad del amor que 
se entrega libremente (·sólo el amor es digno de fe•). 
Han llegado de improviso más allá de éste, lo tienen a 
las espaldas o en el bolsillo en lugar de verlo siempre 
ante sí corno misterio digno de adoración. 
¿Qué hacer? Al método de la integración creciente 
no puede renunciarse fácilmente, si debernos estar dis-
puestos, en cualquier ocasión, a dar ·cuenta de nues-
tra esperanza• (1 P 3,15). Pero este método no puede 
conducir por sí solo al objetivo, ni siquiera cuando se 
16 
Pórtico 
hubiera tenido en cuenta en esta integración creciente 
el momento de libertad creciente, pues tampoco 
entonces podría deducirse ni postularse la histórica 
revelación de Dios con Cristo como clave de bóveda. 
Este no poder le parecería a uno, en alguna reflexión, 
como algo positivo, pues el peso de la pura facticidad 
indeducible de lo histórico se muestra tan grande en la 
historia del mundo y en las concepciones del mundo 
que se han desarrollado en ella que los hechos se bur-
lan de todo engarce en una cadena de perlas de ideas. 
Ambos aspectos que por ahora parecen incompatibles 
deberán unirse, si lo cristiano no debe ser aplanado 
racionalmente ni volatilizado en lo irracional. Es cierto 
que, a partir de la facticidad de lo cristiano, se han 
emprendido intentos de renunciar a todos los caminos 
inmanentes de integración. Quien con Karl Barth con-
vierte el hecho de la Alianza en fundamento intrínseco 
de la creación puede abarcar con este hecho todo lo 
creado, que, desde su propio poder, sólo puede pro-
ducir los ídolos más distintos, pero igualmente nulos 
en cuanto a su valor, los cuales sólo pueden ser libe-
rados de su abyección mediante el acto de entrega de 
Cristo en la cruz, mientras se convierten en nada ante 
el único verdaderamente abyecto por ellos. Menos 
radical, pero ciertamente semejante, fue en Schelling la 
relación entre mitología (trágica) y revelación (positi-
va), pues aquí apareció reconciliable la total conver-
sión de los últimos con una cierta gradación de los 
mitos. (E. Drewermann renueva hoy una perspectiva 
análoga, simplemente con la sencilla equiparación de 
mito y logos cristiano, los cuales, ambos igualmente, 
están en el hombre como arquetipos.) En una especie 
de empresa comparable de lejos con la de Barth puede 
representarse en Rahner el único hecho central de la 
revelación cristiana, con ayuda de un •existencial 
sobrenatural•, como extendido sobre la historia entera 
de la humanidad, donde entonces reciben un signifi-
17 
Epílogo 
cado secundario las diferentes formas •Categoriales• de 
representación de las religiones y de las representacio-
nes del mundo. 
Estos y parecidos enfoques presentan la mencionada 
aporía: ¿cómo un método que procede mediante la 
integración de puntos de vista aislados puede moverse 
frente a una revelación única, libre del proceso crea-
dor? ¿Hay que atreverse a pensar, no obstante, con 
Agustín y Tomás, que una dinámica ·buscadora• (Hch 
17,27), que insiste en la intuición de Dios, habría pro-
ducido proyectos que, apoyados y dirigidos por una 
gracia presente de antemano (o un existencial sobrena-
tural), habrían tomado la dirección hacia lo no cons-
truible a partir de la naturaleza, para luego acogerse a 
un plano más elevado en una revelación, dispuesta por 
libre iniciativa de Dios, que a la vez dirige y perfeccio-
na: •gratia non destruit sed elevat et perficit naturam• 
-claro que a la vez •sanans naturam aegrotam·? Se 
habría entonces abandonado desde un principio la 
hipótesis de una •natura pura• y al mismo tiempo pre-
supuesto dos cosas distintas: la aparente paradoja de 
una naturaleza orientada a la inalcanzable comprensión 
de Dios por las fuerzas naturales y -adelantándose a 
esta paradoja- una gracia de divina autoapertura, ya 
introducida en la libertad ·puramente natural•, cuya 
irradiación sobre toda la historia se pensaría derramán-
dose desde el centro cristológico. 
Entonces, sobre tal presupuesto, podría aventurarse, 
en primer lugar, algo así como un intento (apologéti-
co) de integración de proyectos intrahistóricos. Desde 
el principio deberían considerarse en eso, sin embar-
go, dos cosas. La primera: dónde, sobre el plano de 
tales proyectos, están con más frecuencia diametral-
mente frente a frente unas opiniones respecto de otras 
y excluyen por de pronto la integración y obstruyen 
así el camino a una visión de conjunto que une los 
derechos de ambas, puesto que ambas podrían apor-
18 
Pórtico 
tar en el plano más elevado, a ellas inaccesible, ele-
mentos útiles para una visión de conjunto. La segun-
da: de qué manera radical proyectos que se originaron 
antes de que nadie se hubiera enterado de la revela-
ción cristiana se distinguen de aquellos que conscien-
temente, en la época poscristiana, rehúsan la unifica-
ción efectuada en Cristo (como centro y cima de la 
historia bíblica de la Alianza) y pretenden poner en su 
lugar algo más plausible. Lo precristiano y lo cons-
cientemente poscristiano pueden igualarse estructural-
mente, aunque sigan siendo distintos en su más ínti-
ma intención. Verdad es que, debido a que hoy la 
levadura de lo cristiano ha penetrado la humanidad 
entera, se hace difícil encontrar algo ingenuamente 
·precristiano• aun en las concepciones del mundo que 
se remontan aparentemente a la época precristiana 
(las asiáticas, por ejemplo); éstas habrán absorbido 
con frecuencia momentos suficientemente cristianos 
(o bíblicos), con la intención de mostrar que no nece-
sitan del cristianismo para mantener en pie su propia 
pretensión de totalidad. 
2. La cuestión no planteada 
Como es sabido, el teórico del positivismo, Augusto 
Comte, estableció la prohibición de continuar tenien-
do en cuenta preguntas que no pueden responderse 
-como las plantea la época de la filosofia que ha 
tocado a su fin- y exige plantear sólo las que, en la 
época de las ciencias, pueden ser respondidas por 
éstas. Ahora bien, es asombroso en qué gran medida 
siguen hoy este programa, inconscientemente o tam-
bién de modo plenamente consciente, aun los proyec-
tos histórico-mundiales que reaccionan severamente 
contra el positivismo. La filosofía había planteado la 
cuestión del fundamento, del ser, del sentido y de la 
19 
Epílogo 
finalidad de la existencia en general; los grandes •siste-
mas• religiosos nunca habían prescindido de esta cues-
tión, aunque le dieron las respuestas más contrarias o 
parecieron dárselas. Pues toda religión quiso (y siem-
pre quiere aún) dar una respuesta al sentido último del 
mundo, incluido el de la existencia humana, y, por 
tanto, contiene en sí la cuestión filosófica. 
El positivismo la excluye, por lo que se presenta tam-
bién conscientemente como ateísmo. Pero donde siem-
pre se suscita la exigencia de que toda pregunta sólo 
tenga sentido si ahora o más tarde puede ser respondi-
da por una ciencia •exacta•, hay una intencionalidad 
positivista y por eso resulta absurda desde un principio 
la cuestión de Dios (¿qué es Dios desde unpunto de 
vista ·científico·?). Ahí pueden inscribirse todas las con-
cepciones del mundo que parten de ·lo que está a la 
vista -Vorliegend~·, sea el cosmos, cuya legalidad 
se investiga, o la humanidad, que se investiga desde el 
punto de vista médico, fisiológico y psicológico así 
como sociológico, generalmente no con una intención 
puramente teórica, sino en atención a un •cambio•, que 
suele aparecer como mejora. Aquí habría que contar, 
junto a todas las ciencias particulares, al marxismo en 
todas sus modalidades. El cual se llama generalmente 
•materialismo•, pero se adopta este nombre en el fondo 
sólo como una palabra dirigida contra el ·idealismo•; el 
interés de Marx por la esencia de la materia es mínimo, 
su pathos entero está situado en la •transformación· de 
lo humano en el estado mejor posible (guiada en el 
desarrollo de la humanidad por una ley de la dialéctica,. 
que se supone demostrable científicamente). La huma-
nidad, tal como se presenta sociológicamente, es un 
punto de partida que margina, en cuanto insignificantes, 
muchas cosas, como la muerte, que son decisivas en la 
existencia humana o intenta -a partir de determinados 
hechos sociales del siglo XIX- asentar su sentido, 
situándolo en el futuro. 
20 
Pórtico 
Esto es -a pesar de la polémica marxiana contra 
Comte- un positivismo sociológico, en tanto que toma 
la humanidad existente como algo dado y no se pre-
gunta por el trasfondo de este dato. Uno puede investi-
gar la naturaleza y su evolución cada vez más exacta-
mente (por el sendero darwinista o por otro camino), 
del mismo modo, sin preocuparse en absolutp de por 
qué ·se dan· naturaleza, materia, ·desarrollo•; uno puede 
reducir todo a una explosión original, sin admirarse en 
lo más mínimo de por qué la hubo (en caso de que 
haya ocurrido). 
Uno puede además, volviendo otra vez al hombre, 
descubrir a éste como el lugar del cosmos en que se 
abre el preguntar fundamental y, a partir de aquí, edifi-
car ( •científicamente•) una antropología que describe el 
fenómeno de la existencia que pregunta, sin preguntar-
se por el sentido que, como tal, tiene un tal ser que se 
pregunta por el sentido. Objeto de esta ciencia es el 
hombre como alguien que pregunta, pero no el sentido 
que tiene él mismo que pregunta por su propia exis-
tencia e implícitamente por la existencia en absoluto: 
sólo con esta nueva pregunta la ciencia antropológica 
habría cruzado la frontera de la filosofía. En lo cual 
resulta evidente que las formas del psicoanálisis (según 
Freud o Jung o Adler) son ciencias psicológicas intros-
pectivas, que se dan por satisfechas con •cambiar• la 
pregunta por el sentido de una forma de preguntar 
antropológicamente inadecuada a una conveniente, 
·sana• para el hombre. Ni siquiera la •metapsicología· de 
Jung se sustrae a este modo de plantear el problema. El 
objeto de esta ciencia es el hombre que previamente se 
encuentra, la rectificación de la actitud para con el ser 
del hombre y de ninguna manera la pregunta por el 
sentido del ser en absoluto (de manera diferente acon-
tecen las cosas en la logoterapia de V. Frankl, donde la 
aceptación del enfoque profundo de esta pregunta se 
convierte en presupuesto para la sanación humana). 
21 
Epílogo 
En una dimensión completamente distinta de la his-
toria de la humanidad surge la pregunta análoga: ¿son 
confucianismo y sintoísmo algo distinto de una ética 
psicológico-sociológica? Pretensión principal de Confu-
cio en una época intranquila fue la restauración de un 
orden ético a partir de la actitud del individuo, el cual, 
si ha llegado a ser perfecto en su bondad humana, se 
ha convertido en •príncipe• y es apropiado para el 
gobierno. Tal ética es apoyada mediante dos procedi-
mientos distintos: la convicción de un orden cósmico y 
la mirada retrospectiva a los grandes modelos del pasa-
do. Esta ética, por no ser en último término religiosa, 
puede unirse con las más distintas formas religiosas de 
fe. De modo semejante, las distintas formas del sinto (la 
estatal fue suprimida después de la Segunda Guerra 
Mundial) no son apenas más que la defensa de la men-
talidad histórico-nacional frente a la importación de las 
religiones extranjeras (los momentos mitológicos hace 
mucho tiempo que han dejado de ser eficaces en el 
sinto), donde se puede unir esta mentalidad, como en 
China, con distintos sistemas religiosos. Ella quiere 
pureza de corazón, gratitud, armonía de la vida; no se 
plantea la cuestión del más allá de la muerte, carece de 
lugar la pregunta metafisica. 
Pero esta pregunta no debe plantear simplemente 
la cuestión filosófico-religiosa del •ser en cuanto ser• 
-como aparece claro precisamente por lo antes 
expuesto-, sino también, en seguida, la del significado 
o valor de este ser comprobable para todo el mundo. La 
cuestión del ser, planteada puramente desde el hombre, 
incluye, por lo tanto, la búsqueda de una luz que aclare 
su sentido: quizás haciendo caer en cuenta de que la 
pregunta por el sentido no sea planteable en absoluto o 
de que, si dicha pregunta puede ser respondida en algu-
na parte, tal posibilidad no estaría en manos del hombre; 
quizás apuntando a un último sentido que está sobre o, 
de cualquier modo, dentro del todo del ser; quizás, 
22 
Pórtico 
finalmente, reconduciendo al hombre a sí mismo y a su 
preguntar, más allá de lo cual no hay un sentido o, mejor 
dicho, un sentido que se comunica en cifras ininterpre-
tables. Entonces la primera ·luz· sería la del escepticismo, 
la tercera la de una reducción de la filosofía a la antro-
pología. Sólo la segunda dejaría un espacio abierto para 
la cuestión filosófico-religiosa. A continuación se va a 
reflexionar sobre sus posibles formas. 
3. La cuestión desde la perspectiva del hombre 
El diagnóstico o pronóstico de Comte manifiesta, 
estadísticamente visto, como correcto que la verdadera 
cuestión filosófica, hoy, sólo todavía rara vez se plantea 
explícitamente. La época de la filosofía ha sido relevada 
por la de la ciencia, en la que la ·exactitud· de las cien-
cias naturales vale también como modelo para las cien-
cias biológicas y humanas, y se ve cada vez más clara-
mente el objetivo de la ciencia en la dirección o 
•Cambio· de lo captado: la ciencia sirve a la técnica, al 
poderío. Tan sólo las consecuencias trágicas de esta 
limitación -que mediante ella se consigue lo contrario 
de lo pretendido: mediante la técnica el hombre no se 
libera, sino que es sometido a todo grado de esclavi-
tud- liberan de nuevo la mirada para la pregunta filo-
sófica ilimitada, bastantes veces con un a priori de deses-
peración o resignación o con el convulsivo intento de 
obtener también la pregunta auténticamente filosófica 
(mediante miles de formas de ocultismo) hasta en la 
manipulación científica. 
La pregunta verdaderamente filosófica por el sentido 
del ser en su totalidad, llevada a su culmen en el hom-
bre, se convierte en la pregunta religiosa por su salva-
ción total. Uno puede preguntar de antemano qué 
forma puede tomar para el hombre la representación 
del sentido-salvación total. En todo caso una dualista. 
23 
Epílogo 
Aun el monismo más extremo no se pasa sin una nega-
ción: que el devenir, la finitud es una •apariencia· que 
debe dejar tras sí la elevación al uno (Parménides). 
Aunque esta apariencia pueda ser en sí todavía tan 
vana, para la conciencia inmediata tiene una determina-
da realidad, que ni siquiera en los más consecuentes sis-
temas hindúes no dualistas (advaita) se puede concretar 
de manera perfectamente clara: entre pura ilusión 
(shankara), forma mundana de aparición de lo infinito 
inefable (ramanuja) o forma divina de aparición de lo 
divino más elevado (madhva). En el vedanta del shan-
kara se exige la pura identificación de alma (atman) y 
todo (brahman), pero con esto se hace inexplicable la 
existencia de una apariencia. Individualidad es lo que 
no debe ser (en el fondo totalmente inexistente), la 
disolución de su apariencia deviene salvación. 
Peroeste monismo que quiere ser absoluto se pasa 
por algo a sí mismo: si nos vale como ser (o ente) la 
apariencia en que vivimos, entonces su negación 
(nirvana) lleva el nombre de no-ser; la suprema sabidu-
ría viene a ser entonces -así piensa el budismo zen, 
nacido del mahajana- comprender la identidad de 
ambas negaciones y vivirla tanto en el desaparecer 
(Versenkung) como en la vida ordinaria. Tras todo esto 
se halla una filosofía religiosa del desprendimiento, a la 
que se ha de volver. 
Si la apariencia mundana se entiende, pues, como 
lugar de aparición de lo divino en el mundo humano 
(avatara), entonces será visible una posibilidad, la de 
experimentar epifanías de lo divino bajo las formas 
transitorias del mundo, ya sea en el ser singular que 
manifiesta lo divino, ya sea en una determinada cate-
goría de hombres, que, como los gnósticos, encuentran 
en sí un núcleo divinal y procuran liberarlo de su 
envoltura de lo material aparente. Si se radicaliza esta 
perspectiva, entonces todo el mundo fenoménico 
puede convertirse en una especie de organismo de lo 
24 
Pónico 
divino, como en la estoa y sus múltiples derivaciones; 
el hombre debe reconocer entonces la identidad de su 
·chispa anímica· con el gran fuego central divino del ser 
del mundo y procurar vivir prácticamente lo que pide 
de él: que nivele como insignificantes para su realidad 
íntima las diferencias de lo que le afecta en su situación 
mundana. Esta indiferencia filosófico-religiosa pasa por 
entre todos los sistemas religiosos edificados sobre esta 
base. No sólo se la formula en India, también el aforis-
mo 56 de Lao Tse dice lo mismo: •no ser impresiona-
dos por la fama, no ser impresionados por el despre-
cio, no ser impresionados por el beneficio, no ser 
impresionados por la pérdida, no ser impresionados 
por el honor, no ser impresionados por la deshonra: 
esto es el Tao (la unidad que unifica todo)•. Pero un 
sabio del sufismo puede decir en igual tono: ·A los 
hombres auténticamente reales les va de tal modo que, 
de distintas situaciones como muerte y vida, permane-
cer y partir, calamidad y calma, felicidad e infelicidad, 
riqueza y pobreza, ninguna corresponde a su ser y nin-
guna pesa más que la otra.• Del mismo modo se expre-
san Darani y Gazzali: ·Su corazón alcanza un estado en 
que son equivalentes el tener o no tener una cosa, ... de 
modo que ni se inclina a deshacerse de ella, ni a que-
darse con ella.• Para el amigo de Dios, según Daya, son 
·lo mismo, entre los hombres, honor y oprobio, ala-
banza y reprensión, rechazo y aceptación•. Este intento 
de un monismo no verdaderamente realizable toca de 
nuevo en un pensamiento al que se ha de volver; pero 
en la forma expuesta destruye la realidad del hombre 
en su finitud. 
Aún queda por interpretar la tercera forma, maya: el 
intento de distinguir dentro de la esfera del verdadero 
ser (el divino) una esfera absoluta irrepresentable de 
una forma expresable de aparición. Este intento acon-
tece de la manera más plástica en la ya homérica sepa-
ración de un ·destino· misteriosamente inefable y de un 
25 
Epílogo 
múltiple mundo de dioses que se destaca ante él, en 
el que el hombre encuentra la esfera del absoluto. 
Cuando un dios protector es añadido a un héroe 
(Atenea-Ulises), esto puede conducir a una eclipsación 
de este hombre por la luz divina; pero puede suceder 
también que el dios pida prestadas las fuerzas tene-
brosas-irracionales del destino (Atenea-Ayax, Hera-Hér-
cules) y conduzca al héroe a la locura y a la muerte. 
Además existe la visión más clara, en la que el dios supe-
rior se convierte en mediador implorado del abismo de 
la salvación (que disuelve al hombre): Amida-Buda. 
Aquí, como en otras muchas relaciones del hombre con 
un dios (Siva, Visnú) o con una de sus manifestaciones, 
se desarrolla bhakti -participación amorosa, adhesión 
creyente, fidelidad, adoración-, en que se expresa la 
necesidad humana de una autodonación plena, sin 
querer cruzar las fronteras de la divina trascendencia. 
En esta atmósfera de afectividad, que -precisamente 
en la religión de la gente sencilla- olvida el funda-
mento inefable e impersonal tras la divinidad amada o 
prescinde de él, se crea una insuficiencia en todas las 
formas de amor al prójimo. Un logos spermatikos. Pero 
donde el dios que destaca como forma individual se 
adivina poco digno de fe y como una ficción humana, 
precisamente en su individualidad, puede ser abando-
nado a la burla del hombre real (como Dionisos en 
Aristófanes). Entonces el hombre ascendido a héroe 
semidivino se queda solo actuando ante el negro basti-
dor del destino: los Nibelungos (donde puede hablarse 
con razón de un crepúsculo de los dioses; los héroes 
como semidioses son suficientemente trágicos, de 
modo que resulta superfluo que entre en juego un trá-
gico Wotan). El problema de quién es culpable 
-¿Hagen? ¿Kriemhild?- pierde importancia tras la reali-
dad, que todo lo domina, de la tragedia de la existencia 
en su totalidad. Tal es el duro peso de la •apariencia•, 
que según Aristóteles suscita ·estremecimiento• (phobos) 
26 
Pórtico 
y •conmoción· (eleos) -¡un prójimo sufre inmerecida-
mente (ana:xios) tal destino!- y con eso una •purifica-
ción· (katharsis, que casi se puede traducir por ·desilu-
sionamiento•: ¡Así es, pues, la existencia!). 
Este duro peso de la tragedia pudo proporcionar un 
último apoyo al dogma fundamental del budismo 
·Existencia es dolor•, pero precisamente este peso se 
coloca como un estorbo ante la solución de una huida 
puramente contemplativa al nirvana, un camino que, sin 
eso, sólo está abierto a pocos elegidos. Por lo cual en 
primer lugar, también en la India, se da una duplicación 
del camino de la vida: junto al contemplativo se pone el 
activo (así sucede tanto en el Samkhya y Bhagavadgita 
como en el Vedanta), pero luego, más consecuente-
mente, se añade el pensamiento de la compasión del 
dios (personal) que, aunque ya maduro para el nirvana, 
aplaza la entrada en éste hasta que todos los seres sean 
liberados de la tragedia de la existencia. En el contem-
plativo Mahayana se llega análogamente a •verdaderas 
orgías con deseos de compasión· (A. Schweitzer, 
Weltanschauung der indiscben Denker, 1935, 93) en los 
sobrehumanamente nobles príncipes, que, imitando al 
dios, se sacrifican por los que sufren. Las formas de tal 
sustitución exceden con mucho, en cuanto a fantasía 
creadora, de las imaginadas por Eurípides (G 4, 121-141; 
TD 1, 359-378). El pensamiento de un sufrir vicario de 
alguien preparado para la bienaventuranza en beneficio 
de los aún cargados con la culpa del karma se parece a 
un indicador de camino que señala la dirección hacia lo 
cristiano; pero hay que tener presente que la desinte-
gración del Absoluto en una realidad inefable-imperso-
nal (nirvana) y en una forma personal que está antes de 
ella cae ahora mismo víctima de la crítica heideggeriana 
a la onto-teo-logía: el ·dios· representado personalmen-
te es sólo esbozable según el modelo óntico del ser 
mundano, lo que también se concede dócilmente en el 
pensamiento hindú. 
27 
Epílogo 
La última cuestión, qué es y de dónde procede la 
maya, sobre todo cuando está cargada con el duro peso 
de una tragedia terrible, insuperable, queda sin posibi-
lidad de solución en todos los tres sistemas apuntados. 
¿Lo ponemos en duda? Tómese su recurso a Hegel, 
donde el Espíritu para su autodevenir se presu-pone la 
sensibilidad. Pero este sistema no puede hacer justicia, 
como se ha mostrado en otra parte (TD 1, 54 ss.), ni a 
Dios (que necesita del mundo para ser Él mismo) ni al 
hombre (que se ha sacrificado como individuo concre-
to). Aquí se despoja a la muerte de su dignidad: se con-
vierte en un momento especulativo a favor del devenir 
de Dios, se la olvida como acontecimiento de la vida 
concreta. 
Tras el desarrollo de los múltiples intentos de res-
ponder a las preguntas planteadas por el hombre está 
finalmente un último postulado, al que ningún intento 
desolución pudo satisfacer. Todos los sistemas monis-
tas que de algún modo quisieron superar el dualismo 
(ya sea apariencia o tragedia o ambas cosas), presente 
como dato originario, intentaron salvar un interminable 
abismo, aunque comprendieron con razón que un dua-
lismo que permanece abierto equivale a un fracaso de 
la cuestión filosófico-religiosa. En las religiones se 
expresó la perplejidad en su doble forma de ritualismo 
popular y mística elitista o esotérica. Aquél se agarró al 
irrenunciable momento de la distancia del hombre ante 
los dioses o lo divino, éste abandonó tal distancia para 
alcanzar la unificación deseada en lo más profundo de 
su ser por el hombre. Por encima de esta aporía no 
puede remontarse ninguna metafísica religiosa desarro-
llada desde el hombre. Precisamente en ella rara vez se 
manifiesta según Tomás de Aquino la elevación del 
hombre y de su preguntar frente a todo ser puramente 
intramundano (STh 1 11 5, 5 ad 2). 
Esto quiere decir que en los enfoques de la filosofía 
religiosa (dicho cristianamente) desarrollada desde el 
28 
Pórtico 
hombre salieron a luz muchos ·logoi spermatikoi•, 
donde unos de ellos pudieron integrar en sí a otros, y 
que, sin embargo, la integración no fue posible en lo 
decisivo porque postulados que aparentemente se 
excluyen estuvieron enfrentados hasta el final; tales 
que, dentro del interrogar humano, no pudieron unirse 
en un sistema metafísico abarcable con la vista de nues-
tra mente. Si por esto desde ahora se pasa a los datos 
de la religión (religiones) revelada, desde un principio 
es así seguro que sus datos no tendrán el objetivo de 
tapar las brechas que la razón no puede cerrar y ayu-
darle a llegar a un sistema definitivo, pues estos datos 
sólo son válidos como aquello para lo que se entregan: 
autoapertura de Dios en una libertad que no puede 
transformarse nunca, como tal, en un material de la 
razón. 
4. Palabra de Dios 
Comienza con una voz -como en el preludio de otras 
religiones. Pero esta voz no quiere ser de ninguna 
manera respuesta a la •pregunta más elevada· del hom-
bre. Su acento está lleno de autoridad más viva, más 
incondicionada, más incuestionable; ya en este acento 
se encuentra la exigencia de obediencia sin titubeos, 
pero su contenido es promesa invisible. Promesa que 
presupone una obediencia pura, que aguanta sin chistar 
contradicciones aparentes: sacrificio del hijo de la pro-
mesa por parte de Abraham. Puede pensarse que la 
relación iniciada es particular, aun cuando ya una mira-
da que ve más lejos se abre a lo universal: ·Todos los 
pueblos se bendecirán en tu nombre•. Al hombre -al 
individuo, al que como a elegido se dirige la palabra-
se le dirá quién es (se cambia el nombre) y qué ha de 
hacer. La relación establecida desde lo alto es calificada 
de duradera, de alianza, e inscrita en la carne del hom-
29 
Epílogo 
bre. El tú resuena desde un yo, que no se da a conocer 
sino en esta alocución y acreditación. Si se pregunta por 
su nombre, con lo que se podría amarrar al que habla, 
no se da ninguna respuesta. ·¿Por qué preguntas por mi 
nombre? Es misterio· (Jc 13,18). Pero la alianza concer-
tada por el sin nombre -entretanto el único hombre se 
ha convertido en el único pueblo- es absoluta: perse-
verar en ella significa vida, violarla significa muerte. Y 
se darán instrucciones sobre cómo se ha de caminar en 
la alianza: los ·diez mandamientos•. La alianza se entien-
de como obra de una benevolencia enteramente libre, 
distinción ante todos los pueblos. Como la benevolen-
cia de un celoso, que castiga inexorablemente cualquier 
vacilación sobre su gracia. Quien en el desierto, al que 
se le conduce, echa una mirada retrospectiva a Egipto, 
quien murmura contra las órdenes impartidas en estos 
cuarenta años de desierto, no conseguirá lo prometido: 
•Ni un solo hombre de esta generación trastornada verá 
la tierra espléndida, ... tampoco tú (Moisés) entrarás allí· 
(Dt 1,35.37). Todos los pueblos están acostumbrados a 
conocer su dios y a hacerse de él una representación 
(una imagen); a éste se le prohíbe tal proceder de 
manera rigurosísima. Una imagen es un concepto cap-
table por medio de nuestra mirada. Pero de la voz de 
este Dios no hay ningún concepto, ninguna anticipa-
ción, cualquier intento de agarrarla queda frustrado. El 
pueblo y cada uno de sus miembros debe tener sufi-
ciente con la alianza y sus benignas disposiciones; la 
garantía de la recta relación con el fundador de la alian-
za consiste en la obediencia. La unión presupone pri-
meramente la absoluta distancia y la forma exclusiva del 
acuerdo consiste en la alianza libremente fundada desde 
arriba. 
Los ·dos caminos• que se presentan al pueblo, para 
que éste elija entre ellos, son •vida y salvación, muerte 
y desgracia• (Dt 30,15). Eliges la vida, •si amas a Yahvé 
tu Dios, obedeces a su voz y te unes a Él· (Dt 30,20). 
30 
Pórtico 
Quien comprende que la obediencia perfecta exigida es 
reconocimiento de una benevolencia incomprensible, 
estará dispuesto a entender esta obediencia como el 
amor sin condiciones debido a Dios ( •con todas tus 
fuerzas•, Dt 6,5) y descubrir, además, que la libre bene-
volencia del mismo Dios no puede interpretarse sino 
como amor, con mayor razón, incondicionado (Os 
11,8ss.). El otro camino es seductor: buscar con la vista 
un Dios al que se pueda captar, adorar en imagen, al 
que se pueda reconciliar, fascinar mediante sacrificios 
(¿por qué no mediante sacrificios humanos, si Dios 
ordenó la inmolación de Isaac?). Este camino, continua-
mente probado, se castiga cada vez más severamente, 
hasta la expulsión de la tierra perteneciente a Dios. A 
pesar del sí definitivo a su alianza, este Dios celoso 
conoce también un definitivo no: rechazo de todos los 
violadores de la alianza hasta que sólo queda •Un resto•, 
un retoño que brota del ·árbol· talado hasta la raíz. Y 
donde el vástago, después del destierro, quisiera por-
tarse de nuevo como árbol, es humillado de nuevo, 
doblegado bajo pueblos extranjeros. Israel es el pueblo 
al que su Dios arrastra por los pelos, a través de la his-
toria, hacia allá a ·donde no quiere•. Y puesto que al 
final de sus oportunidades se le emplaza por última y 
definitiva vez ante la elección de ·vida o muerte• y 
rechaza la •vida·, es enviado por Dios, que •nunca se 
arrepiente de sus promesas•, por fidelidad, al definitivo 
destierro. 
Para un pueblo precristiano, la educación en la pura 
obediencia como amor no fue fácil; sólo pudo tener 
éxito por la sustracción de lo aparente o provisional-
mente concedido. Aconteció en primer lugar la guerra 
santa: Dios aniquiló ante Israel a los reyes, a fin de alla-
narle el camino; aún para David es un Dios de las bata-
llas victoriosas. Pero el pueblo debe ser desacostumbra-
do: los enemigos capturan el amuleto: el arca de la 
alianza, que, una vez recobrada, se quema más tarde 
31 
Epílogo 
junto con el aparentemente inviolable templo -porque 
Israel no obedeció, prefirió politica y guerra al someti-
miento que se le exigía. Luego hubo profetas, media-
dores de la voz divina; también a ellos debe renunciar 
Israel. Hubo una ética -¿qué pueblo podría pasarse sin 
ella?-, en que se premia lo bueno y se castiga lo malo: 
en esta vida, pues la voz de Dios había guardado el 
secreto sobre una futura. La más amarga sustracción 
fue quizás que se podía no confiar en esta ley: es 
comprensible el grito de horror de Job, pero aún es 
protegido por Dios, el escepticismo de Cohélet se sien-
te tentado de aproximarse al escepticismo egipcio y 
babilónico, los Salmos serpentean: sin abandonar la 
antigua ley en lo que toca a la recompensa terrena por 
hacer el bien, la rebasan tanto en la mera lamentación 
como en el más ruidoso, hasta jubiloso reconocimiento 
del perfecto poder soberano de Dios. Los pobres de 
Yahvé ponen toda su confianza en Él, su única riqueza; 
el más puro retrato de Israel es la viuda pobre al final 
del Evangelio: Jesús está lleno de admiración ante ella: 
·desu pobreza echó todo lo que tenía para vivir•. No se 
la ha de posponer con el pretexto de que actuó así en 
vista de alguna recompensa. Sin saberlo, pertenece a la 
realización de la gran promesa: ·Escribiré mi ley en su 
corazón• (Jr 31,33) y de este modo comenzaré la •nueva 
alianza· (Jr 31,31). Después de su acción, el templo 
herodiano con toda su magnificencia puede ser reduci-
do a cenizas y todo sacrificio ritual se hace imposible; 
se introduce lo esencial. 
Pero si esta imagen de pura entrega queda particula-
rizada en Israel, también es cierto que se une a ella un 
germen de pura fe procedente del paganismo: el centu-
rión de Cafarnaúm, la mujer sirofenicia. El camino cen-
tral de Israel transcurre de otro modo. Hasta Cristo ape-
nas se reparó en un motivo que sólo resonó a modo de 
señal-el papel de la sustitución: primeramente como 
intercesión en Abraham, luego intercesión junto con 
32 
Pórtico 
reparación en Moisés, finalmente, en neto resalte, como 
sufrimiento por los demás en el siervo de Yahvé. Dos 
motivos principales (junto a una casi ahistórica fidelidad 
a la antigua ley, en cuanto aún era sostenible) determi-
nan la historia más tardía del judaísmo: un día la tenta-
ción de superar místicamente la distancia Dios-hombre: 
de la mística Mercaba y el gnosticismo a la teosofía de 
la Cábala, a su pervivencia en el jasidismo, a su racio-
nalización en Espinosa y en las formas más innocuas de 
la ilustración y del idealismo; pero luego el cada vez 
más apasionado mesianismo, que señala horizontal-
mente al futuro terreno, resucitando en el sabatianismo, 
secularizado definitivamente en el marxismo y en sus 
numerosos modos judíos de proceder; también aquí es 
arrollada la línea de demarcación de la distancia israeli-
ta original. 
El judaísmo conservador puede mantenerla, pero su 
verdadero abogado en la historia universal es cierta-
mente el islam, que, muy probablemente, en su mayor 
parte es una derivación del cristianismo judío decaden-
te, para el que Jesús era un hombre agraciado. Pone su 
principio regulador de la revelación aún antes de 
Abraham: Todo hombre, por tanto, nacería en la reli-
gión islámica original, es decir, en la distancia original 
entre Dios y el hombre, revelada por Dios, el absoluta-
mente uno, desde su libre bondad; sólo más tarde, 
Abraham con su hijo Ismael renovó la Kaaba en la Meca 
(fundada por Adán), Moisés y David formularon su reli-
gión por escrito, la continuó Jesús, que se manifestó 
ciertamente como un mero hombre, el cual es verdad 
que nació de una virgen y subió al Cielo, pero no fue 
crucificado e inculcó a los suyos que adoraran sola-
mente al único Dios, y hasta anunció al último profeta 
que había de venir: Mahoma (Sura 61,6). Por eso, el 
monoteísmo israelita, como religión de un Dios que se 
revela de manera máximamente libre y personal, con-
serva claramente en el islam la prioridad delante del 
33 
Epílogo 
cristianismo formulado dogmáticamente: así tanto la 
encarnación (hasta la cruz) como la trinidad de Dios, 
implicada en ella, son un absurdo y una abominación 
para Israel y para Mahoma. Se elimina conscientemente 
todo puente entre Dios y hombre que no sea un direc-
to actuar libre de Dios en inspiración o milagro; por 
consiguiente, se eliminan sacramentos, culto de las imá-
genes, intercesión de los santos. Además quedan supri-
midas dos peculiaridades judías: la dimensión teológico-
nacionalista y la dinámica mesiánica dirigida al futuro 
(con la que no es comparable la espera chiita del últi-
mo Imán). No se trata aquí de una descripción más 
aproximada del islam; sólo se pondrán aún de relieve 
dos cosas: la primera es que se entiende como una reli-
gión bíblica y, correspondientemente, estima a judíos y 
cristianos como •propietarios de la Escritura• y por eso 
los tolera dentro de la Okumene islámica. El Corán es 
punto de partida y, por consiguiente, no se ve la pri-
macía de la historia de Yahvé con Israel sobre el resu-
men de la antigua Escritura, la primacía de Jesús sobre 
la Biblia. La segunda cosa es más importante: con el 
rechazo de la Encarnación y de la Trinidad se suspende 
completamente también el significado salvador de la 
cruz de Jesús. La vida terrena de Jesús termina con un 
fracaso significativo, para la fe cristiana, que saca a luz 
el oculto pensamiento veterotestamentario de la sustitu-
ción; la vida de Mahoma termina con éxito, éxito terre-
no. Por esto la difusión de la verdadera doctrina puede 
efectuarse también con medios terrenos y, en lugar de 
la escatología judía terrenomesiánica, puede esperarse 
un paraíso con gozos terrenos, en los que ocasional-
mente también se muestra Dios. Los creyentes son puri-
ficados mediante un fuego acrisolador, aunque fueron 
pecadores; a los no creyentes les espera el infierno. 
Pero, _como en la historia del judaísmo después de 
Cristo, también en el islam se ha intentado superar la 
barrera entre Alá y el hombre, que todo lo determina: 
34 
Pórtico 
en la ya mencionada mística del sufismo. La plena entre-
ga a la voluntad de Dios se colorea aquí como amor 
desinteresado, que -como en toda mística, que está 
frente al Uno indivisible- sólo puede entenderse y pre-
tenderse como una anulación de la criatura. Los poetas 
pudieron cantar tal anulación, pero donde fue realizada 
en serio con la identidad, como en Junayd y su discí-
pulo Hallaj, la medida fue colmada: el último fue cruci-
ficado. Sin embargo, se encontró un gran pensador reli-
gioso, Al-Gazel, que logró salvaguardar momentos de 
esta mística dentro de la ortodoxia islámica. Pero ¿qué 
puede pesar Dios en el islam frente a la persona huma-
na? Aquí se quedó sin duda con la última palabra el 
racionalismo de Averroes: todos los hombres tienen un 
único espíritu. 
Desde la perspectiva de esta adhesión judía y 
musulmana al Dios que se revela personalmente, 
puede llegar a concebirse cómo queda expuesta la 
situación del cristianismo, que precisamente retiene 
sus afirmaciones centrales en los dos motivos apasio-
nadamente rechazados: Cristo como Palabra de Dios 
hecha carne y Dios como amor trinitario. Aquí resulta 
superclaro lo dicho al principio: los axiomas funda-
mentales de una concepción del mundo y de una reli-
gión pueden valorarse de manera tan distinta que, 
sobre la base del principio de integración, no es posi-
ble una apologética puramente racional de la fe cristia-
na. No es inútil, sin embargo, el intento de una tal apo-
logética, y esto debería demostrarse definitivamente 
desde ahora. Puede prescindiese aquí de una presenta-
ción de lo cristiano, pues sus acentos principales son 
conocidos; de momento se trata solamente de pregun-
tarse por su capacidad integradora en lo que toca a 
axiomas de otras religiones. 
Comencemos por la comparación con judaísmo e 
islam: los cristianos dicen un sí pleno a las dos colum-
nas que los soportan: distancia insuprimible entre Dios 
35 
Epílogo 
y criatura (la última es creación de la omnipotencia libre 
de Dios) y aceptación de una autorrevelación de Dios 
distinta de la creaturalidad, por amor gratuito. Estas dos 
columnas están tan firmes que -de modo distinto a lo 
que sucede en un judaísmo tardío y en el sufismo islá-
mico-- que resisten toda tentación de una esencial dei-
ficación o una sustancial anulación de la criatura. Este 
afán de anulación es conversión en Dios, lo que es 
común a las religiones orientales (en cuanto son reli-
giones y no mera ética) y tiene su fundamento en la 
incomprensibilidad de cómo un ser finito puede poseer 
valor definitivo y dignidad suprema junto al Dios que lo 
es todo (o Absoluto). El cristianismo supera tal insegu-
ridad mediante su afirmación central de que Dios, para 
conseguir el nombre de Amor, quiere ser en sí mismo 
entrega y fecundidad y, por tanto, conceder espacio al 
•otro• dentro de su unidad, de modo que esto positiva-
mente otro justifica el ser otro de la criatura frente a 
Dios y el •otro en Dios•, sin renunciar a la diferencia 
Dios-criatura, puede ser tambiéneste otro en la creatu-
ralidad. Sólo con eso se fundamentan definitivamente 
los axiomas de judaísmo e Islam. Israel nunca había 
intentado reflexionar la posibilidad de un cara a cara 
definitivo de Dios y hombre; y, por otra parte, el islam 
había tomado de la Biblia la confianza judía en la liber-
tad y misericordia de Alá. 
Con la aceptación de la positividad del otro se llenan 
cristianamente los lugares dejados vacantes por las otras 
dos religiones reveladas. Un día gana el sujeto espiritual 
creado la insuprimible dignidad de persona; el socio 
primario de Dios no es ya el pueblo (Israel) ni lo es ya 
la comunidad (•umma•), sino, por supuesto sólo dentro 
de la comunidad, el individuo, que alcanza su suprema 
dignidad mediante el hecho de ser hermano y hermana 
de Cristo. Pero, luego, el vacío del sufrimiento y de la 
muerte -cualidades fundamentales de la existencia fini-
ta-, inllenable para las otras, gana también un sentido 
36 
Pórtico 
eminentemente positivo dentro del ser, y aquí el cristia-
nismo no sólo se distingue de ambos •monoteísmos•, 
sino de cualquier otro proyecto religioso de la humani-
dad. Donde sufrimiento y muerte eran con bastante fre-
cuencia aquello de lo que la religión debía librar al 
hombre o de lo que subsistía un resto, sin desaparecer, 
y frente a lo que uno se podía inmunizar a lo sumo 
mediante una indiferencia reflexiva, esto se convierte, 
visto cristianamente, en la suprema demostración de 
que Dios es amor, porque Cristo en la cruz, al revelar 
en sí el amor de Dios, toma sobre sí el pecado del 
mundo y lo sepulta en su muerte. No se trata de demos-
trar aquí esta afirmación enorme, sino de mostrar que, 
en caso de ser verdad, llena el lugar dejado vacío por 
todas las otras religiones: la muerte (como tormento e 
ignominia) es aquí suprema aparición y acto pleno de 
sentido, fecundo del amor. 
Con esto se integra también positivamente lo que, 
en la experiencia de la variabilidad, de la fugacidad y 
transitoriedad dentro de la existencia terrena, apareció 
como una cosa negativa (maya) que hay que examinar 
y superar espiritualmente; la •reflexión• sobre lo siempre 
dado se transforma cristianamente en fidelidad durade-
ra dentro de esa realidad asumida, sí, para esa fidelidad, 
como necesaria comprobación del cambio reconocido, 
como el material cambiante de su acreditación, por lo 
cual la religiosa indiferencia (taoísta-estoica-sufita) se 
transforma en una oferta de disponibilidad (así en el 
·Principio y fundamento• de los Ejercicios ignacianos). 
Seguramente persiste esta actitud como algo a lo que se 
ha de aspirar incondicionalmente, pero ya no como 
reflexión sobre las diferencias (honra-ignominia, rique-
za-pobreza, etc.) que ya no estorban al espíritu, sino 
como disponibilidad para zambullirse en todo lo dife-
rente ordenado por Dios, con plena percepción y expe-
riencia de la diferencia. Sólo esto corresponde a la crea-
turalidad y tiene su modelo en Cristo. 
37 
Epílogo 
Aquí se recuperan las grandes éticas del confucianis-
mo y del sintoísmo, pues ya no vale sobrepasar lo huma-
no mediante una indiferencia que piensa al mundo, sino 
conservar en ello el mismo ánimo para todo lo ordena-
do por Dios, aun para lo más dificil y adverso, donde el 
valor, desde la perspectiva cristiana, no consiste en hacer-
se heroicamente insensible contra eso, sino en arrostrar-
lo hasta la angustia que le es propia, la náusea y el tedio. 
Aquí, desde una perspectiva puramente humana, apenas 
llega aún a ser posible de ejecutar para el cristiano en el 
seguimiento de Cristo, porque tiene pleno sentido, una 
vez más desde el saber de la fe, el que la iniquidad 
voluntariamente soportada acceda a la energía salvado-
ra de la cruz. ·El que quiera seguirme, tome diariamen-
te su cruz sobre sí.· 
La afirmación del •otro• en Dios, que ante todo hace 
inteligible su esencia como amor, pero que, también, 
sólo se hace manifiesta por la procedencia divina de 
Jesús, lo mismo que la afirmación de sufrimiento y 
muerte como pertenecientes a la finitud y utilizables 
para la salvación del pecado del mundo: ambas afirma-
ciones determinan la escatología cristiana, en la que se 
integra todo lo que en las religiones hay de lleno de 
sentido para los hombres y el mundo. Por cierto, este 
doble sí presupone otro sí a la cristología tal como se 
desarrolla implícita y explícitamente en el Nuevo Testa-
mento y es defendida por los Concilios (desde Nicea 
hasta Calcedonia): lo otro del ser del mundo y del hom-
bre (frente a Dios) es salvaguardado como tal en lo otro 
dentro de Dios, de modo que la cruz de Jesús puede 
interpretarse como eficaz salvaguarda del hombre en la 
vida del amor de Dios, sin dejar que el ser creado del 
hombre quede absorbido por Dios. Lo cual da por resul-
tado, en primer lugar, la resurrección corporal de Cristo 
como manifestación de lo hecho por él en la cruz y, a 
continuación (1 Cor 15,13), la salvaguarda en Dios, en 
la totalidad de cuerpo y alma, de los por él salvados. 
38 
Pórtico 
Pero, debido a que esto sucede a través de la muerte, la 
existencia ·del otro mundo· no se ha de presentar 
--como en judaísmo e islam- en categorías de este 
mundo, sino en una transformación que no puede ser 
precisamente una descorporalización, sino que (a falta 
de una manera mejor de significarlo) se indica como 
•transfiguración• o •incorruptibilidad· o ·absorción de la 
muerte en la vida·. No existe una tal salvación de la fini-
tud, sino asunción de lo finito (y, por esto, otro) en lo 
infinito, que, para ser vida del amor, debe tener en sí a 
lo otro como tal (Palabra/Hijo) y como unido (Espíritu) 
con el Uno. 
Conforme a las formas profanas del amor -que, por 
cierto, en la revelación cristiana son proyectadas mucho 
más allá de ellas mismas-, no puede decirse a priori 
que una tal representación de Dios, que sólo puede ser 
el Uno, sea contradictoria. Tampoco cabe afirmar que 
sea construible o postulable a partir del mundo. Así, 
Dios sigue siendo misterio, del que el Cristo dice cierta-
mente que no está encerrado en sí, sino revelado y 
regalado al mundo en Jesucristo. Este misterio puede 
ser aceptado también en su revelación como verdadero 
y, por consiguiente, creído sólo en decisión libre, susci-
tada por la gracia de Dios; con lo que subraya una vez 
más que este proceso total de la integración de todos 
los fragmentos de sentido de la existencia no puede ser 
una ·demostración• estricta para la verdad de la fe cris-
tiana. Si existiera tal demostración, sobraría el acto de 
fe. Pero, por lo siguiente, se hará todavía claro que tam-
bién entre hombres las verdades personales contienen 
siempre un momento de confianza aun allí donde no 
existe ningún motivo para la duda. 
Pero, en definitiva, puede remitirse aquí ciertamente 
a un momento racionalmente problemático en el mono-
teísmo (judío). El dios único Yahvé ha hecho una alian-
za con Israel y se ha obligado tanto a esta alianza que 
se enoja por la infidelidad de Israel, la lamenta, se afli-
39 
Epílogo 
ge por ella (como declaran enérgicamente los rabinos) 
y, afectado de nuevo en sus •más íntimas entrañas• (Os 
11,8), se abstiene del castigo, porque le vence el amor. 
En ningún caso puede atribuirse •impasibilidad· a este 
Dios. ¿Es, para amar, dependiente de Israel, su criatura? 
Y en el caso de respuesta afirmativa, ¿es entonces aún 
Dios? Se reconoce que no puede filosofarse sobre Yahvé 
sin problematizarlo profundamente. Ahí reside la causa 
de los extravíos del pensamiento judío: mística unifica-
dora, teosofia, ateísmo. Yahvé sigue siendo una forma 
de Dios que, más allá de sí, apunta a su propia prome-
sa, al Dios de Jesucristo. 
40 
11 
UMBRAL 
1. Consideración del ser 
La primera parte tuvo por lema ·El que ve más, tiene 
razón•. Desarrolló una especie de apologética que 
obligó al que seguía la reflexión a reconocer la estre-
chez de un grado correspondiente de ideas religiosas 
y, por consiguiente, a superarlo. Claro que, de hecho, 
la razónreligiosa se resiste a esta presión de un cada 
vez más nuevo trascendimiento y contrapone a su 
apremio argumentos plausibles. Los argumentos pue-
den ser contrarios, aunque también cada uno, a su 
manera, siga siendo digno de consideración y se origi-
ne así, tanto en lo cosmovisional como en lo religioso, 
un aparentemente irreductible pluralismo, que nos 
vuelve a llevar a nuestro punto de partida. La protesta 
contra una determinada forma de trascendencia puede 
darse como una expresa renuncia a un supuesto •ver-
más•, porque el·más· pone en duda una actitud huma-
na que, aunque también fomenta la moderación, parece 
más acomodada al hombre que la ofrecida superación. 
Al budista, callar sobre el fundamento de la (para él 
inexplicable) existencia de un mundo plural y proble-
mático, le parece más correcto que servirse de teorías 
inverificables sobre él; al judío y al musulmán, mante-
43 
Epílogo 
nerse a distancia ante la trascendencia de Yahvé/ Alá, 
les parece más respetuoso que cerrar a cualquier pre-
cio, en una cristología y doctrina trinitaria, el insalva-
ble abismo entre lo incondicionado y lo condicionado. 
¿No conducirán tales síntesis por último, sin falta, a un 
saber absoluto hegeliano, a una dictadura de la gnosis, 
y de este modo, como ha mostrado inexorablemente la 
dialéctica histórica, no se conducirán a sí mismas ad 
absurdum por la real situación del hombre? ·Menos 
sería más·, se grita entonces, de todas partes, al pre-
tendido maximalismo. La conditio humana exhorta a 
todos a la precaución frente a orientaciones definitivas. 
¿Debe considerarse el hombre, a todo trance, como el 
último peldaño de la evolución? ¿Debe otorgarse a la 
personalidad ( •occidental·) en efecto tan definitiva 
autoridad que, así, por ejemplo, se refutaría la metem-
psícosis o también un ideal comunista? ¿No contradice 
sencillamente la situación efectiva del mundo (de lo 
•monstruoso repetido· de Nietzsche) al·muy bien•, con 
que el creador bíblico lo señala? Y ¿la insuprimible 
mortalidad del hombre (como la de todo viviente 
superior, por lo que de todos modos se cumple el 
entremezclamiento de muerte con pecado) apremia, 
de la manera más enérgica, a la resignación y refuta, 
como sin sentido; toda búsqueda de sentido tras la 
muerte? 
La apologética cristiana, bajo el lema •Quien ve más, 
tiene razón•, debe poder preguntarse, desde cualquier 
sentido, por el significado de este ·más•. Mediante 
amontonamiento racional de fundamentos, arrancará 
con dificultad un asentimiento -que, de todos modos, 
para ser fe, debe ser siempre libre-, pues en toda cate-
goría de pensamiento se entorpece su progreso median-
te razones contrarias (al menos hipotéticas), que, si no 
lógicas, son ciertamente existenciales. Y esto poco antes 
aún de la suprema decisión cristiana: el corriente -Jesús 
sí - Iglesia no• coloca ante un dilema más profundo: que 
44 
Umbral 
no sólo es difícil, sino imposible, llegar al Jesús históri-
co sin la notoria redacción eclesial de su historia y sig-
nificado. Ante este obstáculo -una vez que se ha pres-
cindido totalmente de los demás inconvenientes contra 
la fisonomía pasada y presente de la Iglesia, con fre-
cuencia, desunida-, una decisión parece convertirse en 
la aventura de una opción apenas todavía fundamenta-
ble racionalmente. 
Ante esta situación sólo podría continuar ayudándo-
nos una inversión radical de la orientación interroga-
dora, es decir, un viraje de la pregunta por lo último 
-el objetivo último de la existencia humana- a la 
pregunta por lo primero y aparentemente evidentísi-
mo, ciertísimo; pues según Tomás es el ser lo primero 
con que se encuentra el espíritu cognoscente. Pero 
este ser, siempre presupuesto como entendido, es tam-
bién (según Aristóteles) lo que se trata siempre de 
explorar con nuevas preguntas. Y lo que en primer 
lugar se ha de considerar no son sus subdivisiones 
(categorías), sino él mismo, que es, por una parte, lo 
más abarcador y, por eso, lo más rico, la plenitud por 
antonomasia (pues no cae fuera de él nada más que la 
nada), y, por otra parte, lo más pobre, porque apare-
ce como lo totalmente indeterminado. Ya ante esta 
apariencia no es extraño que obtenga las descripciones 
más contradictorias: para los unos es el absoluto, fren-
te al cual todo cambio relativizador no es nada 
(Parménides); para los otros es lo vano, cuya aparien-
cia (maya) en cuanto tal debe ser penetrada a fin de 
encontrarse con él desenmascarado (budismo). O 
menos abruptamente: para los unos es, en su aparen-
te variabilidad sin sentido, lo racional; para los otros, 
su cambio, el devenir y pasar de los hechos e indivi-
duos, remite a una esfera superior (las ideas), a la que 
en primer lugar se ha de atribuir verdadero ser 
(Platón). ¿O debe atribuirse al cambio el valor de una 
movilidad orgánica de lo siempre igual (estoicismo)? 
45 
Epflogo 
Sería inoportuno exponer también aquí aun una histo-
ria tan breve de las opiniones filosóficas. Cabe cierta-
mente preguntarse por la luz que se refleja de lo cris-
tiano, una vez puesto hipotéticamente como máximo y 
último, en la cuestión filosófica fundamental, una luz, 
si se quiere, teológica, pero que hace resplandecer lo 
genuinamente filosófico. Y en caso de que esta luz 
reflejada haga que aparezcan propiedades del ser que 
nos es tan evidente, podrían éstas por su parte pro-
yectar luz sobre lo que las alumbra. Puede que el 
intento valga la pena. 
Nuestra trilogía ·Estética• - ·Dramática· - ·Lógica· se 
construye sobre esta iluminación recíproca. Lo que se 
llama las propiedades del ser (los •trascendentales•), que 
traspasan todo ente particular, pareció ofrecer el más 
apropiado acceso a los misterios de la teología cristiana. 
De estas propiedades se resaltaron tres: ·bello•, ·bueno•, 
•verdadero•. A continuación se mostrará claramente 
hasta qué punto son inseparables, se interpenetran, pre-
cisamente porque reinan conjuntamente por todo el ser. 
Generalmente se trata de antemano la propiedad de lo 
•uno•, pero en la trilogía llegó a ser claro que su pecu-
liar problemática determina consecutivamente a las tres 
nombradas. Puede tener, sin embargo, pleno sentido 
tratarla aquí, de modo preliminar, destacada de las tres 
siguientes, donde a la vez se hace patente por qué éstas 
se trataron en la trilogía en un orden desacostumbrado 
para nosotros. 
2. Seryente 
Si se toma ser en el sentido de realidad, entonces 
algo que es realmente no posee una parte del ser real 
en sí, sino todo entero, aunque junto a él haya otras 
innumerables cosas reales. Los entes son distintos unos 
de otros y están separados unos respecto de otros (un 
46 
Umbral 
perro no es en modo alguno una pera, indiferentemen-
te de si en el gran todo se relacionan también entre sí 
todos los entes), pero su ser real no es subdivisible, 
cada ente lo posee entero. Por lo que no puede decirse 
que la suma de las cosas que han sido reales a través de 
la historia del mundo (pasadas, presentes y futuras) sea 
la suma de la realidad, pues una vez que ésta no se 
puede sumar, luego podrían ser reales muchas cosas 
que no lo son (este niño abortado habría podido ser un 
hombre adulto). La suma de los entes posibles supera la 
extensión de los realizados; pero hay entes posibles que 
no son precisamente reales, de modo que la disposición 
del ser para realizar entes es mayor que su suma. Un 
ente pensado como posible no tiene como tal, en nin-
gún caso, la capacidad de realizarse a sí mismo, pero, 
por otra parte, lo que se realiza necesita de un ente para 
realizarse en él: un ente real que es obtenido y puede 
actuar desde sí mismo. (Un animal posible no puede 
moverse, ni comer, ni multiplicarse; sólo puede hacerlo 
uno real y, precisamente, desde su esencia realizada.) 
De ahí la afirmación fundamental ·Esse significat aliquid 
completum et simplex, sed non subsistens•: .Ser real sig-
nifica algo completo y simple, pero sin existencia en sí· 
(sino sólo en entes particulares) (Thomas, de pot. 1,1).El todo de la realidad sólo existe en el fragmento de un 
ente finito, pero el fragmento no existe más que por el 
todo del ser real. 
Esto da por resultado, en primer lugar, una diferencia 
real entre el ser como realidad y los entes particulares; 
pero en seguida surge la pregunta: ¿Qué es apropiado a 
este ente limitado y determinado como tal para un ser, 
puesto que nada ciertamente puede caer fuera del ámbi-
to del ser dispensador de realidad? La respuesta es difí-
cil, porque lo que se realiza como tal no tiene ninguna 
existencia en sí, tampoco puede desarrollar ante sí, por 
tanto, entes, para realizarse en ellos, y, sin embargo, 
debe ponerse en lo que se realiza la posibilidad de 
47 
Epílogo 
obtenerse en entes particulares. Esta paradoja remite a 
un fundamento, que tanto es la suma de toda la reali-
dad como tiene la subsistencia requerida para la 
delineación de entes. 
Esto se hace visible por haber una gradación de los 
entes mundanos, conforme a la cual se descubren éstos 
cada vez más transparentes tanto de su realidad como 
de su esencia realizada, o más exactamente: de la fuer-
za (dynamis) de autorrealización (energeia) regalada a 
su esencia real. Y en cuanto pueden esto por la reali-
dad regalada a su esencia, obtienen el panorama para 
la realidad en general (que traspasa como tal, indivisi-
blemente, el mundo de la esencia); la planta vive en el 
inconsciente enrejado de su ambiente, el animal cono-
ce su ambiente, el hombre está abierto al mundo en su 
conjunto, su autoconciencia no existe sin conciencia 
del mundo, tanto que sólo llega a la autoconciencia 
interpelado desde el mundo. De este modo, el •esse 
simplex non subsistens• llega finalmente a sí mismo en 
la perfecta reflexión del ente humano como espíritu; 
verdad es que, como aún se aclarará, en un asombro 
de que le esté abierto el todo, es decir, la experiencia 
de realidad, a él, que se sabe fragmentario (en medio de 
los innumerables fragmentos de ente del mundo), y se 
le abra desde él mismo. En tanto que éste es una cum-
bre cualitativamente insuperable dentro del mundo, 
puede decirse que la construcción gradual del mundo 
(óntica o, a la vez, evolutivamente considerado) ascien-
de esencialmente hacia el hombre. Por cuanto que en 
él, el ser (como realidad) no sólo es esencialmente en 
sí, sino para sí, se reflexiona, el hombre puede califi-
carse de ·imagen y semejanza de Dios•, en el que, 
como antes se dijo, debe estar el ·esse completum et 
simplex•, a la vez •subsistens•; por cierto, sólo una ima-
gen, porque esto sucede en el hombre, en una entidad 
aislada, pero, sin embargo, una imagen, porque la sub-
sistencia de Dios no le proporciona en verdad estre-
48 
Umbral 
chez, mas sí precisión -en contraposición al ser que se 
realiza de modo no subsistente. Ningún ente mundano 
puede alcanzar (aun cuando alcance el ser en la con-
ciencia) la unidad de esencia y existencia (essentia-
esse), porque nunca se puede proporcionar a sí mismo 
su existencia, sino que debe tomarla como un don. Por 
esto el ente más libre consiste precisamente en sí 
mismo, pero no se fundamenta en sí mismo, sino más 
allá de su mismidad en una realidad superesencial, en 
el ser por antonomasia, pero no sin realizarlo, como los 
entes infrahumanos, sino mientras lo reflexiona a base 
de lo que lo convierte, como se ha dicho, en una ima-
gen de Dios. 
Una advertencia hay que añadir a lo dicho. Dios no 
puede •construirse• a partir del mundo por la equipa-
ración de una esencialidad in-finita a lo real ·simple, 
indivisible, pero no subsistente•; pues conocemos 
estos ·elementos• del ser del mundo sólo en su defi-
ciencia mutua, que no desaparece de manera automá-
tica cuando ambos se identifican inmediatamente. El 
pensar juntamente dos finitudes (también la no subsis-
tencia de lo real remite a unas tales finitudes) no da 
por resultado el Absoluto, a lo sumo remite a algo que 
está más allá de ambas, sin poder proporcionar una 
representación de Él. El hecho de que al espíritu que 
reflexiona sobre todo lo realizado se le califique de 
·imagen• de Dios señala, por cierto, en una dirección en 
la que debe estar el prototipo, pero, a la vez, prohíbe 
hacerse una ·imagen del prototipo•, sin la cual la ima-
gen -un ente determinado, capaz de concebirse a sí 
mismo y por eso, potencialmente, a todo ente- no 
sería realmente en absoluto imagen en su comprensión 
progresiva, que nunca puede ser plena en el mundo. 
•No se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír•, dice 
Cohélet (1,8); sólo puede decirlo porque, por una 
parte, sabe de un deseo inalcanzable de plenitud de 
sentido y espíritu, del postulado que apunta a lo irrea-
49 
Epílogo 
lizable, y ciertamente, por otra parte, remite sin cesar 
al hombre a su finitud terrestre: lo en este mundo 
alcanzable es satisfacción y •en toda su fatiga• estar 
agradecido a Dios (3,12ss.). Esto quiere decir que no 
podemos absolutizar nada finito (como, por ejemplo, 
el espíritu en contraposición al cuerpo), para •cons-
truir· a Dios, pero que, sin embargo, hemos de mirar a 
la dirección en la que indican las líneas de nuestro ser 
en dos sentidos finito; no podemos calcular cómo esas 
líneas se cortan en lo infinito. Basta que sepamos que 
nada finito, aun realizado. se ha puesto a sí mismo: 
tiene como horizonte (principium et finem... incom-
prehensibilem OS 3004, 3001) un fundamento, al que 
se debe. ·Similitudo- major dissimilitudo.• 
3. Manifestación y ocultamiento 
La realidad proporciona a todo ente su ser-en-sí (su 
ser-para-sí en el ente espiritual), pero también, puesto 
que todos los entes reales lo son por la única realidad, 
su ser-con (su ser-para-un-otro en el ente espiritual). 
Por eso todo ente tiene el don de poder •expresarse• 
frente a otros, lo que presupone una •capacidad interior• 
de poder comunicarse (mit-teilen), que significa un mis-
terioso •partir• •con• los otros, pues lo que se comunica 
se da a la vez y -para poder darse- se conserva. El 
ser real, que ha sido regalado al ente, entraña en sí, por 
esto, una dualidad que por de pronto puede aparecer 
contradictoria: fundamentarse en sí mismo (lo cual el 
simple ente no lo podría realizar desde sí mismo, de lo 
contrario sería Dios) y salir de sí, por una dinámica dada 
a él, para realizarse también a sí mismo (su interior) en 
esta manifestación. 
Si se efectúa la manifestación en un ente consciente 
(animal) y finalmente en uno autoconsciente (humano), 
entonces se perfecciona en sí mismo un ente real que 
50 
Umbral 
aparece (lo que siempre puede suceder: un paisaje, un 
ser vivo, un prójimo) dentro del espacio a él ahí ofre-
cido; este espacio puede ser concepción sensible o 
espíritu que recibe y entiende (intellectus passibilis et 
agens). Los entes reales se perfeccionan unos con otros. 
Pero esto tiene su complemento en que un espíritu que 
concibe y comprende mediante la sensibilidad entiende 
la aparición como el autoperfeccionamiento de lo que 
se muestra, y no como algo perteneciente a él mismo: 
al espíritu; con otras palabras: su conocimiento no se 
aplica a las apariciones en su espacio interior, sino 
inmediatamente, por medio de éstas, al otro ente que se 
muestra, a la •Cosa en sí•. No tiene a lo otro como otro 
en sí --que sería una contradicción-, pero interpreta y 
entiende sus manifestaciones como las de su interiori-
dad o subsistencia. Esto se produce de la manera más 
clara en el diálogo interhumano, donde la palabra del 
interlocutor es evidentemente la manifestación del otro, 
que quiere que se entienda no su palabra resonante, 
sino él mismo. 
Pero como el otro, al manifestarse, es siempre más 
que su manifestación, subsiste también para mí como 
el que se manifiesta realmente, se revela oculto en su 
subsistencia, sólo bajo esta condición hay realmente 
algo que comparte conmigo; no en el sentido cuantita-
tivo de que me diera sólo la mitad, y la otra mitad la 
conservara para sí, sino en el cualitativo de que, para 
compartirse a sí mismo como dado, debe salvaguardar-se a sí mismo como el que da; salvaguardar no signifi-
ca retener, sino posibilitar el don. Puede ·desahogarse 
completamente• conmigo, pero sólo en cuanto sigue 
siendo él mismo y no se hace yo. Y esto de tal modo 
que yo, en cuanto acojo su •aparición· en mí, por eso 
no le tomo en posesión, sino que más bien soy absor-
bido por él. Pero esto sólo es posible, considerado 
desde mí, el que acoge, si puedo reunir la multiplicidad 
de sus modos de aparición -sonidos, colores, movi-
51 
Epílogo 
mientos- en la •unidad de mi apercepción· de la rea-
lidad del ente que topa conmigo, la que puedo cono-
cer desde mi propia realidad por esto, porque sé que 
mi esencia no es su propia realidad, ésta supera más 
bien, como realidad, en orientación hacia un infinito, la 
estrechez de mi esencia. Puesto que experimento eso 
en mí mismo como diferencia, puedo conceder al inter-
locutor la unidad en la diferencia de su ser-para-sí y su 
manifestación; según esto se necesita del abarcador 
medio unitario de la realidad, para ·dejar ser• al otro (o, 
en general, a todo otro) en su propia unidad, en el mis-
terio de su para mí inaccesible existencia. Lo o el otro, 
por tanto, me es patente como un misterio que está 
más allá de todos los conceptos, precisamente entonces 
cuando se me manifiesta sin voluntad de reserva. 
Mientras aparece, se aclara, pero el ojo del espíritu 
conoce la luz sin ver al luciente Sol. 
En tanto que lo o el otro se manifiesta en mí como 
en un sujeto, sin abandonarse a sí mismo como sujeto, 
se muestra en el acto del compartir y conocer una con-
fianza fundamental de los ·objetos• para conmigo, su 
llamamiento a un amor óntico; ellos, para su autorre-
velación (y, consiguientemente, autoperfección), nece-
sitan el espacio ajeno, donde deben cobijarse, sin 
poder reclamar desde sí este espacio. Por otra parte, no 
puedo, como queda dicho, echármelas de señor de los 
objetos, en tanto que posibilito su perfección, pues yo 
mismo sólo en la llamada de esos extraños descubro mi 
propia diferencia y, consiguientemente, soy regalado a 
mí mismo como el ente que se descubre a la vez como 
realidad a sí mismo y a los otros en la luz abarcadora 
del ser. Esta luz obra tanto abarcadoramente desde más 
allá de los entes finitos como también desde la profun-
didad de los entes regalados por la luz del ser; cuanto 
más sucede tal cosa, esos entes llegan a ser tanto más 
conscientes y autoconscientes, y así pueden reflejar la 
luz en sí mismos. 
52 
Umbral 
4. Polaridad en el ser 
De este modo se entreabre el problema de la unidad 
del ser -en secreto siempre había estado ya latente-, 
al que se debe renunciar a llevarlo a un denominador 
unívoco. La realidad (esse) sólo puede ser una (la idea 
de dos •especies• de realidad es absurda desde un prin-
cipio) en tanto que es ·completum et simplex•. Pero, por 
otra parte, no subsiste en sí, sino en una infinidad de 
entes, y confiere a cada uno de ellos su unidad esencial 
(sustancial). El entendimiento ordenador puede segura-
mente organizar estas unidades, comparándolas, en 
especies y géneros, pero ni especie, ni género subsiste 
como tal, sino sólo lo que con razón se llama lo indi-
visible, in-dividuum. También aquí reina un mutuo 
donar-se: el ser proporciona al ente su indivisibilidad, 
el ente proporciona al ser (como realidad meramente 
suspendida, que no encuentra en sí ningún apoyo) su 
realización. En eso el ser es siempre tanto lo que tiene 
un valor más general, que abarca infinitamente todo lo 
finito, como lo particular, que es tan único que no 
puede ser clasificado bajo nada. Este hombre determi-
nado es irrepetible: aquí no vale precisamente ·Hombre 
es hombre•. 
Esta identificación de la polaridad de todo ser que se 
encuentra en el mundo será orientativa para todo lo 
siguiente. Pues si la primera propiedad omnirreinante 
(trascendental) del ser no se ha de reducir a ningún 
concepto unívoco, así deberá valer necesariamente lo 
mismo también en el caso de todos los siguientes •tras-
cendentales•: de lo verdadero, bueno y bello, que sólo 
pueden tener su sitio dentro del ser real. 
Esta polaridad sigue siendo tan misteriosa porque no 
se puede decir que el ente finito no es él mismo tam-
bién ser y por cuanto que debe ser emancipado de la 
realidad abarcadora en orden a su autoperfección, pero 
esto nuevamente no se puede representar, pues la rea-
53 
Epílogo 
lidad como tal, en tanto que no subsiste y por esto no 
puede proyectar ningún ente, tampoco puede producir 
desde sí (para su autorrealización), y precisamente ya, 
de ningún modo, esta cantidad de entes enteramente 
determinada, limitada y configurada en respectividad 
mutua de tales entes. 
La polaridad esencial del ser mundano, cuyos polos 
sólo se hacen inteligibles unos por otros, remite sin falta 
a una identidad como fundamento, que, sin embargo, 
como arriba se mostró, no es construible a partir de los 
polos mismos. Pues la realidad, como la conocemos, 
sólo obtiene subsistencia en entes finitos, y éstos no son 
pensables como entes sin pensar ya la realidad junto 
con ellos. Esto debe valer también para el (inimagina-
ble) infinito entendimiento de Dios, que puede esbozar 
posibles mundos, que no realiza. A eso, a que el Abso-
luto debe ser espíritu libre, alude el hombre como •ima-
gen de Dios• y todo el orden del mundo que hay bajo 
él, sin que hayamos podido imaginar qué es espíritu 
infinito en sí. 
Y ciertamente queda aquí aún por considerar un 
aspecto de la diferencia. Pues no se fija desde un prin-
cipio que la diferencia válida para los entes del mun-
do, que pudo describirse con la polaridad del ser del 
mundo, debe entenderse como una caída desde la iden-
tidad divina. Pero ella es el presupuesto para la relación, 
trato e intercambio de los entes entre sí, para su mutuo 
alojamiento allí donde son conscientes y autoconscien-
tes, y así el primer grado óntico de lo que es el amor 
entre entes libres. Si éste es considerado con razón 
como una perfección, ya que en virtud de él los entes 
se perfeccionan en otros, puede hacerse a la absoluta 
identidad de ser y ente la nueva pregunta de si y cómo 
puede fundamentarse en él esta perfección intramunda-
na. A partir de una consideración filosófica como la pre-
sente no puede deducirse una respuesta a esa pregun-
ta, ante todo porque, como se dijo, el •esse completum 
54 
Umbral 
et simplex, sed non subsistens• de la realidad del mundo 
sólo puede remitir veladamente a la absoluta identidad; 
menos aún, la infinita variedad de los entes puede hacer 
vislumbrar la única subsistencia universal del ente abso-
luto. Sólo puede decirse poca cosa: que en el amor 
interhumano proyecta su sombra un misterio que actúa 
en el principio, pues los amantes, en los que reina el 
abarcador ser real, nunca se cierran unos a otros, sino 
que en su fecundidad (como siempre proporcionada) se 
abren al misterio original del ser. La fecundidad natural-
mente ligada (como la procreación de un niño) es ver-
dad que sigue siendo una alegoría importante, aunque 
limitada, de esta fecundidad del amor, al que debe 
corresponder prototípicamente algo inefable dentro de 
la identidad divina. 
5. Mostrar-se 
a) Todo ente mundano es epifánico, precisamente en 
la diferencia descrita. El principio vital de un árbol, invi-
sible en sí, se muestra esencialmente en forma, creci-
miento y variación de la aparición del árbol. Extiende su 
unidad esencial en la pluralidad de sus formas de apa-
rición e indica su realidad, la que le es propia dentro de 
la realidad total. Tiene una forma que se cambia orgá-
nicamente, que se muestra como unitaria e inmutable 
en su cambio no arbitrario, sino conforme a ley. La 
forma de aparición del ente es el modo como éste se 
expresa, una especie de lenguaje átono, pero no desar-
ticulado, en el que las cosas no sólo se expresan a sí 
mismas, sino siempre también la realidad total presente 
en ellas, que (como •non subsistens•) remite a lo real 
subsistente: ·Los cielos cuentan la gloria

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