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Misericordia en los Profetas Chulucanas
1.- La misericordia y el nombre de Dios
Hay quienes como Marción ya en el siglo II, oponen el Dios justiciero y vengativo del Antiguo Testamento al Dios misericordioso del Nuevo. Esta contraposición no hace justicia ni al Antiguo Testamento ni al Nuevo. Es verdad que existen textos difíciles en el Antiguo Testamento que nos resultan crueles, tales como por ejemplo la ley del jérem o anatema que condena a la muerte a poblaciones paganas enteras (Dt 7,21-24), o lo salmos imprecatorios que piden a Dios toda clase de maldiciones sobre los enemigos (cf. Sal 58, 83 y 109). Recordemos también como botón de muestra el episodio sobrecogedor del sacrificio de la hija pequeña de Jefté, para cumplir una promesa que su padre había hecho a Dios (Jc 11,29-40).
Obviamente el Nuevo Testamento va a profundizar más en la naturaleza íntima del Dios de Jesús, como Padre misericordioso. La parábola del Hijo pródigo es la escena culminante. Pero ya en el Antiguo Testamento la naturaleza compasiva del Dios de la misericordia y el perdón está presente, como veremos a lo largo de esta conferencia.
En realidad los profetas en su presentación del Dios misericordioso vienen a urgir el cumplimiento de la alianza. El Dios de los profetas no es distinto del Dios de la Torah. Desde el libro del Génesis se presenta reaccionando contra el desastre y el caos introducido en el mundo por el pecado. El mal comienza a galopar como caballo desbocado tras la caída de Adán. Pero Dios no permite que la humanidad se precipite del todo en el abismo. Intenta un nuevo comienzo una nueva alianza con Noé, y más tarde con Abraham y con Moisés. Su voluntad salvífica nunca se quiebra, y cada vez que los hombres quiebran su alianza, Dios ofrece una alianza nueva. Cuenta las crisis por las que pasa el pueblo y contarás también las alianzas renovadas por la terquedad de Dios en perdonar una y otra vez.
Como dice Kasper, 
Dios lleva a cabo desde el principio mismo de la historia una acción en contra del mal, de la perdición. La compasión divina es efectiva desde el principio. La compasión es el modo en el que Dios se opone y resiste al mal, que lleva la voz cantante. Esto no lo hace a la fuerza y con violencia. No se lanza a dar golpes sin más; antes el al contrario, movido por su compasión crea sin cesar nuevos espacios de vida y bendición para el ser humano[footnoteRef:1]. [1: W. Kasper, La misericordia, clave del evangelio y de la vida cristiana, Sal Terrae, Santander 2012, p. 51.] 
Es necesario estudiar el pasaje de la revelación del nombre de Dios a Moisés en la zarza ardiendo. El nombre divino es la revelación máxima de la realidad del Dios de Israel. Diríamos que es la definición bíblica de Dios. Nunca insistiremos suficientemente en la necesidad de estudiar el nombre de YHWH. El contexto es la aflicción del pueblo de Israel oprimido en Egipto. “He visto la humillación de mi pueblo en Egipto, y he oído sus quejas cuando lo maltrataban. Me he fijado en sus sufrimientos y he bajado para librarlo del poder de los egipcios y para hacerlo subir de aquí a un país grande y fértil, a una tierra que mana leche y miel […] El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto cómo los egipcios los oprimen” (Éx 7-8a.9).
Este es el contexto en el que Moisés pregunta a Dios: “Si voy a los hijos de Israel y les digo que el Dios de sus padres me envía a ellos, si me preguntan: ¿Cuál es su nombre?, yo ¿qué les voy a responder?” (Éx 3,13),
El nombre YHWH (Éx 3,15) revelado por Dios a Moisés en este episodio de la zarza, viene interpretado en el propio texto: La respuesta de Dios es:‘Ehyéh ‘asher ehyéh (Éx 3,14). En Oseas se nos da una síntesis más breve, simplemente Ehyeh (seré). Mucho se ha especulado sobre el significado exacto de esta paráfrasis del nombre sagrado. El influjo de la filosofía griega lo ha formuladi con categorías ónticas como “Yo soy el que soy”, en la línea de la metafísica griega. Los especialistas en hebreo prefieren el futuro: “Seré el que seré”, que es más dinámico y que apunta a una manera de comportamiento, más bien que a una esencia óntica[footnoteRef:2]. Curiosamente en el profeta Oseas, cuando Dios amenaza que ya no será benévolo para con Israel que ha dejado de llamarse su pueblo, dice que ya no se llamará para ellos “el que seré” (Os 1,9) [2: Uno de los grandes problemas a la hora de traducir textos del hebreo bíblico a las lenguas modernas es que la morfología del verbo hebreo no marca claramente el tiempo en el que sucede la acción. Siempre cabe traducirlo por presente o por futuro. Solo el contexto nos ayudará a escoger entre uno y otro, pero en muchos casos queda una cierta ambigüedad.] 
Se subraya el misterio escondido en el nombre divino, pero un misterio que se irá revelando en la acción, en la historia. El hombre no podrá nunca dominar a Dios utilizando su nombre, por eso el nombre divino es a la vez algo oculto y algo revelado. Se escribe el nombre, pero se prohíbe terminantemente pronunciarlo. Cada vez que aparece escrito con sus cuatro consonantes, el lector debe pronunciar otra palabra distinta. En la mayoría de los casos “Adonay” (Señor), y en otros casos “Elohim” (Dios).
Hay, pues, una reticencia en la revelación del nombre divino, reticencia que irá desapareciendo a medida que Israel puede interpretar correctamente el nombre de Dios a la luz de los acontecimientos liberadores del éxodo. YHWH se va autopresentando en distintos momentos salvíficos. Pero este misterio no puede ser poseído ni manipulado por el hombre. El hombre ejerce su dominio nombrando a las cosas. Es lo que nos dice el Génesis que hizo Adán nombrando a los animales a quienes está llamado a dominar (Gn 2,19). Pero el hombre no puede nombrar a Dios, porque Dios no se deja dominar por él.
En cualquier caso este nombre oculto/revelado lleva consigo una promesa fáctica. Yo soy el que estaré allí siempre con ustedes, en su aflicción, en su camino, en su desierto, en su patria, en su destierro. “El ser-de-Dios es ser-para-su-pueblo, el ser de Dios como proexistencia es el prodigioso misterio de su esencia. Israel puede incondicionalmente confiar en ello”[footnoteRef:3]. [3: M. Horkheimer, Anhelo de justicia. Teoría crítica y religión, Trotta, Madrid 2000.] 
Hasta aquí no aparece todavía el vocablo “misericordia” como rasgo definitorio de Dios, pero lo encontraremos enseguida con motivo del quebrantamiento de la alianza recién hecha entre Dios y el pueblo. Aarón, el sumo sacerdote, fabricó un becerro de oro justo mientras Moisés estaba en el Horeb recibiendo las tablas de la Ley. En ese momento dramático, Moisés rompe las tablas de piedra que traía, pero Dios va a perdonar al pueblo y renovará su alianza dándoles otras tablas nuevas. Al subir Moisés al monte la segunda para recibir las nuevas tablas, tiene lugar la teofanía. Moisés no consigue su deseo de ver el rostro de Dios, pero sí ve su rastro. Dios le repite su nombre a Moisés en el momento de pasar ante él: “Toda mi bondad va a pasar delante de ti, y yo mismo pronunciaré ante ti el Nombre de YHWH. Pues tengo piedad (jen) de quien quiero, y tengo misericordia (rajamim) de quien quiero” (Éx 33,19). La palabra rajamim, como veremos, es la que mejor expresa este concepto de la misericordia de Dios.
En el capítulo siguiente vuelve a aparecer este término en una ristra de palabras que van unidas en un mismo impulso de voz: ‘yhwh yhwh, ‘El rajum wejanun, ‘erekh ‘apayim we rab jésed we’emet’. “El Señor, el Señor, misericordioso y compasivo, lento a la cólera y rico en gracia y en fidelidad (Ex 34,6)”. Es un texto muy denso, cuajado de nombres y adjetivos intercambiables que expresan la intensidad de los sentimientos de Dios, que ciertamente no es un Dios apático ni imperturbable. 
Aquí el Señor pronuncia de nuevo su nombre delante de Moisés. Se define a sí mismo con estas palabras que la Biblia pone no en boca de Moisés, sino en boca del mismo Dios: El contexto, tras la idolatría del pueblo, es el de un Dios de perdón que vuelve a ofrecer su amordespués de haber sido rechazado. Lo expresa la Biblia con un antropomorfismo diciendo que “Dios se arrepiente de sus amenazas”. Así aparece en Jonás 4,2, como un apéndice al cuádruple dicho estereotipado de Éxodo 34,6 (Jon 4,2; ver también Sal 78,38).
2.- El vocabulario de la misericordia
En el vocabulario hebreo sobre la misericordia ya hemos singularizado ante todo el sustantivo rajamím, en plural. Designa las entrañas. Más en concreto, en singular –réjem-, designa la matriz, el útero (Gn 20,18; Jr 1,5). De este modo se completa la imagen afectiva del amor de Dios, añadiéndole los matices del Dios madre. Adelantemos que este nombre de útero o entrañas, para designar la misericordia de Dios, es el que usará San Lucas para referirse en griego a las “entrañas de misericordia” de Dios: splánjna eléous, como aparece en el cántico del Benedictus (Lc 1,78), y usa también Lucas un verbo derivado de la palabra entrañas, que es el verbo splanjnizesthai: conmoverse las entrañas, aplicado a la compasión de Jesús ante el dolor de la viuda de Naím (Lc 7,13) y en otras ocasiones.
La matriz materna es un lugar, o debería serlo al menos, de seguridad, de vida, de crecimiento. Es lugar nutricio, espacio para el desarrollo de la vida. Tiene las connotaciones de ternura y abrigo cálido. De aquí deriva el adjetivo misericordioso (rajúm), o el participio Piel compasivo o entrañable (merajém), o el participio pasivo Pual compadecida: rujamáh,”, y en general la raíz rajam, que significa en el diccionario de Shökel “compadecerse, apiadarse, enternecerse; sentir compasión, piedad, cariño” (Hab 3,2).
La experiencia del amor materno es sin duda la más profunda, la más fiel y la más gratuita de todas las relaciones humanas conocemos. Por eso repetidas veces la Biblia desarrolla esta imagen materna de Dios, con la que hoy día queremos compensar la visión excesivamente patriarcal de muchos textos bíblicos.
Como dice Dolores Aleixandre, “hablar de Dios como madre supone ir más allá de las relaciones de poder y de la insistencia en nuestra inferioridad e insuficiencia; aceptar este ‘modelo’ supone la convicción de que Él/Ella, que nos ha traído a la existencia, desea nuestro crecimiento y nuestra plenitud, y está implicado activamente en ello”[footnoteRef:4]. [4: D. Aleixandre, Dame a conocer tu nombre, Sal Terrae, Santander 1999, p. 16.] 
La imagen materna de Dios es garantía de fidelidad. “Aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá” (Sal 27,10). “Sión decía: ‘El Señor me ha abandonado y mi dueño se ha olvidado de mí.’ Pero, ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti. Mira cómo te tengo grabada en la palma de mis manos” (Is 49,14-15).
La imagen del útero aparece también en el contexto del perdón en el salmo 51. “Ten piedad de mí Señor por tu bondad (jésed), por tu gran misericordia (rajamim) perdona mi culpa”. Jeremías entra en la intimidad de Dios y se da cuenta de esa lucha que hay dentro de Dios cuando Israel se porta mal, entre el deseo de castigarle por un lado, y el miedo a hacerle daño. “¿No es Efraím para mí un hijo querido, o un niño mimado? Cada vez que lo reprendo, me acuerdo de ello, se conmuevan mis entrañas (me’ay) y se desborda mi ternura” (Jr 31,20)
A este propósito recuerda también Aleixandre un texto muy simpático del libro de los Números. Moisés está ya un poco de harto de ese pueblo tan rebelde y protesta ante Dios diciendo que él solo no puede cargar con ese pueblo, y que esa obligación no es propia de él, sino de Dios, porque es él quien los ‘ha concebido, los ha engendrado y los ha llevado en su regazo’: “¿Por qué tratas tan mal a tu servidor? ¡No me has hecho ningún favor al imponerme la carga de todo este pueblo! ¿Soy yo acaso quien lo dio a luz para que me digas: ¡Llévalo en tu seno, como la nodriza lleva a su bebé, al país que prometiste bajo juramento a nuestros padres?’ […] ¡No puedo conducir solo a todo este pueblo, es demasiado peso para mí!” (Nm 11,11-13.15).
Junto con esta fidelidad y seguridad propia de la fidelidad divina (‘emet), la imagen del útero materno insinúa también el sentimiento de ternura. “Con cuerdas de ternura, con lazos de amor (‘ahabah) los atraía, y era para ellos como quien alza un niño hacia sus mejillas. Me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Oseas 11,3-4).
Finalmente otro término hebreo que puede ayudarnos a comprender esa maternidad de Dios es el título divino El Shadday. En la etimología de este nombre algunos ven el plural de Shad, que designa el seno de la mujer. Otros piensan en el significado de “montes”. La forma geométrica de “montes” y “senos” tiene una ondulación parecida y ahí puede estar la clave semántica del paso de un significado al otro.
En Gn 49,25 Jacob da su bendición a José invocando a Shadday, la “bendición de senos y ubres, del cielo y de lo profundo”. También en la bendición de Isaac a su hijo Jacob, se relaciona el nombre de Dios Shadday con la fertilidad (Gn 28,1; 35,1).
El Dios Shadday sería “el que tiene pechos, madre de infinita abundancia, que hace llover desde arriba y abre el océano desde abajo para engendrar vida”. El judaísmo tuvo que enfrentarse con las religiones cananeas politeístas, en las que junto al Dios masculino El, existía una divinidad femenina de abundantes ubres, que aparece en unas estatuillas que eran amuletos de fertilidad. Antes que admitir junto a Dios otra diosa femenina distinta, el judaísmo ha preferido dotar al único Dios de esta dimensión de feminidad, viendo en él/ella el único Dios que es a la vez Padre y Madre, Dios de la bendición y de la abundancia. Por eso dice Isaías: “Mamaréis, os llevarán en brazos y sobre las rodillas os acariciarán. Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Is 66,12-13).
Esta maternidad de Dios no es sólo algo dulce y suave, en ocasiones tiene matices de afirmación enérgica. Dios se compara también a sí mismo con una osa a la que le roban las crías, y se vuelve agresiva en la defensa de su camada (Os 13,8). Esta agresividad protectora es, sin duda, una de las características del verdadero amor.
Junto con este nombre de rajamim, específico para el amor hacia el que no lo merece, hay que subrayar el otro gran nombre hebreo para designar la gracia y la compasión de Dios. Es el término jésed, cuya mejor traducción es amor o gracia. La Septuaginta casi siempre traduce jésed con eleos («misericordia»). Según el diccionario de Unger, el concepto de jésed lleva consigo tres componentes que se potencian mutuamente: amor, constancia y fuerza, es decir “amor fuerte y constante”. Si falta uno de los tres componentes, pierde algo de su riqueza.[footnoteRef:5] Además la constancia lleva consigo el matiz de fidelidad a un pacto. El jésed no se da fuera de un pacto, y por eso es una palabra muy adecuada para hablar del amor esponsal entre marido y mujer, y consiguientemente del amor esponsal de Dios y su pueblo. Aunque insinúa la idea de obligación, está abierto a la gratuidad y a la generosidad. Incluye también el matiz de misericordia por cuanto la relación es asimétrica entre una parte más fuerte que protege, y otra más débil que es protegida. [5: Unger, M. F. y W White, Diccionario expositivo de palabras del Antiguo Testamento, “Jésed”.] 
Es interesante ver con qué otros términos se acompaña el término jésed cuando se quiere subrayar alguno de los componentes. Cuando jésed se acompaña con ‘emet (fidelidad), subraya la constancia (Os 4,1). Cuando se acompaña de rajamim (Os 2,21) subraya el aspecto del amor asimétrico, compasivo. La conexión del jésed divino con el pacto de la alianza muestra que no se trata de un simple amor universal, sino que se aplica primera y principalmente al amor especial de Dios hacia su pueblo elegido. 
Los sujetos del jésed son Dios y el hombre. Es virtud máxima de Dios, pero tiene también su reflejo en el hombre que es capaz de corresponder con amor al amor de Dios. Cuando el hombre es el sujeto se subraya lafidelidad hacia otra persona, normalmente otros seres humanos, como el amor de David por Jonatán (2 Sm 9,7), y en alguna ocasión el amor fiel hacia Dios. Así dice YHWH: “Aún me acuerdo de la pasión (jésed) de tu juventud, de tu cariño (‘ahabáh) como de novia, cuando me seguías por el desierto, por la tierra sin cultivar” (Jr 2,2). De hecho el mejor nombre bíblico para designar a los israelitas fieles es jasidím, los piadosos, 
Es este amor fiel el que pide Dios al hombre antes que cualquier tipo de sacrificios rituales (Os 6,6). Desgraciadamente el profeta constata que el jésed, el amor del hombre, no es fiel, no es constante, “Vuestro amor (jésed) es “como nube mañanera, como rocío matinal que se evapora en seguida” (Os 6,4). En cambio el amor de Dios es “cierto como que ha de salir la aurora” (Os 6,3) 
Aunque el jésed supone una relación recíproca entre Dios y el hombre, el amor de Dios supera el límite estrecho del pacto y sigue siendo fiel “aun cuando el interlocutor humano le sea infiel; y tenga que disciplinarlo” (Is 54.8; 10).[footnoteRef:6] [6: Unger, M. F. y W White, op. cit.] 
Otras raíces de significado parecido a jésed las encontramos en el sustantivo jen, y el verbo derivado janán y su participio janún que parece en el cuádruple dicho estereotipado de Éxodo 34,6. Solemos traducir por “clemente”. Acompaña con frecuencia al participio rajúm y solemos entonces usar la fórmula: rajúm wejanún: “clemente y misericordioso” (Jl 2,13; Jon 4,2; Sal 86,5; 103,8; 111,4; 112,4; 145,8; Ne 9,17.34; 2 Cr 30,9. El orden en el que aparecen los dos adjetivos puede variar.
El verbo janán por tanto indicaría “tener clemencia”, y el sustantivo jen equivale a clemencia, gracia, favor. Aparece en la famosa expresión “encontrar gracia a los ojos de alguien” (Éx 33,17), que equivale lisa y llanamente a “gustarle algo a alguien”, normalmente a Dios.
3.- La misericordia y la justicia en los profetas
Los profetas son mejor conocidos como los impulsores de la justicia, y los exponentes de la indignación de Dios contra la opresión de los pobres y de los débiles a manos de los poderosos. Algunos de sus párrafos indignados y acusadores están presentes en cualquier antología de textos bíblicos. En la mayor parte de los profetas de Israel suele haber una sección titulada “Oráculos contra” en que los dardos se dirigen contra las naciones paganas pero también contra Samaría y contra Judá.
En el fondo los sentimientos de indignación y de misericordia no son del todo incompatibles. Es la misericordia hacia los oprimidos la que despierta la indignación contra los opresores. Pero hay que notar que todas las amenazas y los oráculos son siempre condicionados y dejan abierta la posibilidad de un arrepentimiento. El profeta no amenaza por amenazar, sino para denunciar y llamar a un cambio, a un arrepentimiento que desactivaría el castigo amenazado. Los profetas dejan siempre la puerta abierta para el arrepentimiento y el perdón. 
La justicia en abstracto exige el castigo mientras que la misericordia lo anula. La justicia estricta de Dios exigiría premiar a los buenos y castigar a los malos. La justicia hacia las víctimas pide el castigo de los victimarios. Kasper nos hace ver lo novedoso de la relación bíblica que hay entre misericordia y justicia. Según él, la misericordia de Dios es justicia creadora. “Está más allá de la férrea lógica de la culpa y el castigo, pero no contraría la justicia; antes bien, está al servicio de ésta. Sin embargo Dios no tiene las manos atadas por un derecho ajeno o superior a él. No es un juez que juzga con justicia conforme a una ley que le viene dada y menos aún un funcionario que se limita a ejecutar las disposiciones de otros. Dios establece el derecho soberanamente”[footnoteRef:7]. [7: W. Kasper, op. cit., p. 59.] 
Parte de nuestra dificultad para conciliar en Dios su justicia y su misericordia es precisamente que no caemos en la cuenta de que todo lenguaje sobre Dios es analógico, y por tanto en estricta lógica no podemos aplicar estrictamente a Dios categorías humanas. 
Lo dice claramente Oseas en uno de los textos más capitales: “¿Cómo voy a dejarte abandonado, Efraím? ¿Cómo no te voy a rescatar, Israel?¿Será posible que te abandone como a Adma o que te trate igual que a Seboyim? Mi corazón se conmueve y se remueven mis entrañas. No puedo dejarme llevar por mi indignación y destruir a Efraím, pues soy Dios y no hombre. Yo soy el Santo que está en medio de ti, y no me gusta destruir” (Os 11,8). 
Subrayo alguna de las expresiones. La principal es “Soy Dios y no hombre”. Esta breve frase cuestiona radicalmente todas nuestras analogías entre el comportamiento de Dios y el nuestro. Y añade: “No me gusta destruir”, y “No puedo dejarme llevar de mi indignación”.
Lo mismo que no valen las analogías de los castigos divinos con los humanos, tampoco valen las analogías entre la misericordia divina y el “buenismo” de quien no se toma en serio ni el bien ni el mal. Flaco servicio le haríamos a Dios si lo representáramos como un abuelo, que ante las peleas de sus nietos pequeños no quiere tomar partido, y al final les invita a todos a pasar a merendar, sin importarle quiénes se han portado bien y quiénes se han portado mal, quiénes han maltratado y quiénes han sido maltratados.
La santidad de Dios es incompatible con el mal. “Muy limpio eres de ojos para mirar el mal; ver la opresión no puedes. ¿Por qué ves a los traidores y calla cuando el impío traga al que es más justo que él?” (Hab 1,13). La visión del Dios tres veces santo le lleva a Isaías a estremecerse y tomar conciencia de su impureza: “Yo exclamé: ‘¡Ay de mí, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros y vivo entre un pueblo de labios impuros, y mis ojos han visto al rey, YHWH de los ejércitos!’” (Is 6,5).
La justicia (tsédeq, tsedaqah) de Dios en la Biblia no se corresponde con lo que la justicia significa en nuestro lenguaje. La definición romana “suum unicuique tribuere” (dar a cada uno lo suyo) se refiere primariamente a la justicia distributiva. Sin embargo en el lenguaje bíblico la palabra justicia aparece muchas veces en el contexto de gratuidad.
“Dios no está sometido, como sí lo está el juez humano, a un cuerpo legal que tiene que hacer cumplir para mantener el orden sino que Dios actúa para conseguir el orden que él quiere (Jr 9,23: «yo soy YHWH, que hago merced, derecho y justicia sobre la tierra porque en eso me complazco»). […] La justicia divina, más que una conducta obligada desde el exterior, es algo que nace libremente del interior del que la practica; de hecho su raíz etimológica queda mejor traducida por “ser fiel a la comunidad, actuar a favor de”[footnoteRef:8]. Por ello la justicia bíblica no está tanto en relación con la “equidad” sino con la “fidelidad”[footnoteRef:9]. [8: K. Koch, «qdc tsdq Ser fiel a la comunidad /ser saludable», en Diccionario Teológico Manual del Antiguo Testamento, II, E. Jenni – C. Westermann (eds.), Madrid 1985, 639-668.] [9: J. J. Pardo, “Dios justo y misericordioso”, Sal Terrae, octubre 2005.] 
Con frecuencia la Biblia nos habla de las “acciones de justicia” o “justicias” de Dios. Si nos fijamos en el contexto, estas acciones no tienen nada que ven con la justicia vindicativa o la justicia distributiva (Jc 5,11, 1 Sm 12,6-7; Is 45,24; Mi 6,4-5; Dn 9,16; Sal 103,6; 1 Sm 12,6-7). “Así comprendida la justicia está más cercana a lo que comúnmente llamamos acciones salvíficas y por ello es otro nombre de salvación, de auxilio cercano como anuncia el Deuteroisaías en plena crisis del exilio: ‘No temas, que contigo estoy yo; no receles, que yo soy tu Dios. Yo te he robustecido y te he ayudado, y te tengo asido con mi diestra justiciera’.[footnoteRef:10]” [10: Ibid., p. ] 
La justicia de Dios no tiene nada que ver en la Biblia con el concepto actual del “Dios justiciero”. Si hay un término que corresponda a ese sentido justicialista de Dios, sería más bien el término bíblico de la “ira de Dios”. En el Antiguo Testamento lo que se opone a la misericordia no es la justicia, sinola ira de Dios, porque la justicia es siempre una justicia salvífica. 
4.- La misericordia y la ira
Creo que la mejor traducción para este concepto de “ira” (‘aph’) o “cólera” (qetseph) de Dios en nuestra cultura sería el de la indignación de Dios. Nuestro Dios se indigna cuando ve algunas de las flagrantes injusticias que se cometen en este mundo. Los profetas son los representantes de esta indignación de Dios hacia los victimarios que corresponde a su misericordia hacia las víctimas. Dios no puede por menos que indignarse ante algunas de las cosas que suceden en nuestro mundo, la corrupción de la justicia, la violencia contra las mujeres y los niños, la extrema pobreza y el hambre de amplios sectores de la población, la destrucción del medio ambiente, el fanatismo yihadista.
Pero esta indignación hacia los opresores surge precisamente de la misericordia que Dios tiene hacia los oprimidos de este mundo injusto. “Así dice el Señor: ‘A Israel, por tres delitos y por cuatro, no lo perdonaré. Porque venden al inocente por dinero y al pobre por un par de sandalias; pisotean a los pobres y evitan el camino de los humildes; un hombre y su padre abusan de la criada; se acuestan sobre ropas dejadas en fianza junto a cualquier altar, beben vino de impuestos en el templo de su Dios’” (Am 2,6-8).
“Ay de los que decretan decretos inicuos y redactan con entusiasmo normas vejatorias para dejar sin defensa a los débiles y robar su derecho a los pobres de mi pueblo; para que las viudas se conviertan en sus presas y poder saquear a los huérfanos. ¿Qué haréis el día de la cuenta, cuando la tormenta venga desde lejos? ¿A quién acudiréis buscando auxilio y dónde dejaréis vuestras riquezas? Iréis encorvados con los prisioneros y caeréis con los que mueren” (Is 10,1-4).
Los abusos principales que despiertan la indignación de Dios en los profetas son ante todo la corrupción de los jueces y la administración de justicia; el latifundismo que va juntando parcelas compradas a bajo precio aprovechándose de calamidades tales como plagas, sequías o hambrunas; los salarios de hambre; el lujo y la riqueza insultante de reyes y nobles.
Los profetas denuncian también los abusos de la codicia de los comerciantes. Amós descubre en los comerciantes el deseo de enriquecerse a costa de los pobres (Am 8, 4-7), traficando con su libertad, vendiéndoles productos deteriorados, negándose a cerrar sus negocios un solo día de fiesta, falsificando las balanzas o aguando la leche; denuncian también a esclavitud en la que pueden caer los prisioneros de guerra, o los que tienen deudas impagables.
Pero ni siquiera la ira y la misericordia divina están balanceadas. “Dios es tardo a la ira” (Éx 34,6). Su ira dura solo un instante. “Clemente y compasivo es el Señor, lento a la ira y lleno de amor; si se querella, no es para siempre, si guarda rencor, es sólo un instante. No nos trata según nuestros pecados ni nos paga según nuestras ofensas” (Sal 103,8-10). “En un momento de ira te oculté mi rostro, pero con amor eterno me apiado de ti —dice YHWH, que te viene a rescatar” (Isaías 54,8).
El Dios justo sufre dos correcciones respecto a la imagen de juez. En primer lugar, la justicia divina no está en el ámbito de la imparcialidad legal sino de la relación parcial y Dios “es juez y parte” debido a su apasionamiento en favor del que sufre en el conflicto. En segundo lugar el “hacer justicia” no es un acto neutro y distante sino que tiene que ver con lo afectivo, con la implicación de Dios con la víctima, de manera que Dios más que juez es abogado defensor, y por cierto no de oficio, sino por oficio. Desde ahí se entienden las reiteradas apariciones, con frecuencia en paralelismo sinonímico, del binomio: justicia y compasión (hesed, rahamim, ’emet… Sal 4,2; 36,11; 85,11; 89,15; Is 16,5; Os 2,12; 10,12)[footnoteRef:11]. [11: Ibid., p. 4.] 
El hecho de que los “castigos” de Dios vengan precedidos de una abundantísima atestación de su misericordia como su principal característica nos obliga a entender los castigos divinos no como venganza o retribución, sino como castigos saludables que posibilitan un cambio, una conversión.
Lo explica muy bien el profeta Oseas cuando nos cuenta el alegato (rib) que Dios hace contra su esposa adúltera. Vienen primero toda una serie de amenazas para conseguir que vuelva: Dejaré desnuda su vergüenza en presencia de sus amantes (2,12), pondré fin a sus diversiones (2,13), echaré a perder su viña y sus higueras (2,14a), la dejaré como terreno baldío (2,14b). La última amenaza expone con claridad la finalidad que persiguen todas estas amenazas: “Por eso, voy a impedir su paso con espinos, y a cercarla con una cerca para que no encuentre ya caminos. Perseguirá a sus amantes y no los alcanzará, tratará de encontrarlos, pero en vano. Entonces se dirá: ‘Voy a levantarme, y volveré donde mi primer marido, pues con él me iba mejor que ahora’” (2,8-9).
Podemos ver aquí un paralelismo grande con el relato del hijo pródigo en Lucas. Cuando el joven se ve con hambre y en harapos, cuando ve su camino cerrado con espinas, decide volver donde su padre, porque entonces le iba mejor que ahora (cf. Lc 15,17-20). Comparando ambos textos nos damos cuenta de cómo las desgracias del hijo pródigo son la causa de su regreso, pero no fueron causadas por el padre, sino que son simplemente consecuencias de su mala conducta, y no deben ser atribuidas a una acción castigadora de Dios. Dice un refrán muy severo: “Dios perdona siempre, los hombres perdonamos algunas veces, pero la vida no perdona nunca”. El que la hace la paga, pero la vida se encarga de hacérnoslo pagar sin necesidad de involucrar la voluntad divina manejando el transcurso de los acontecimientos. Y sin embargo nada escapa a la voluntad divina que escribe derecho con renglones torcidos.
Hemos venido siguiendo a J. J. Pardo al tratar de comprender el sentido de la justicia divina como una dimensión que no es en modo alguno contraria a la misericordia. Citémoslo de nuevo: “Dios afirma su presencia vivificante en el castigo, que no es mera ausencia o efecto colateral del pecado. En plena crisis exílica, Israel experimenta que el destierro no es mera consecuencia inmanente de sus pecados sino que tras la aparente ausencia late la presencia activa del Dios misericordioso y confiesa: que ‘la misericordia de Yahvé no ha acabado, que no se ha agotado su ternura, mañana a mañana se renueva: ¡grande es su fidelidad!’” (Lm 3,22-23)[footnoteRef:12]. [12: Ibid., p. 8.] 
4.- La misericordia de Dios en el profeta Oseas
Es Oseas el primer profeta que ha desarrollado el símil matrimonial para calificar el amor entre Dios y su pueblo. El propio profeta va a experimentar en su propia vida el drama que afecta también al corazón de Dios. 
Para entender el mensaje de Oseas es preciso tener en cuenta un dato importante: el culto a Baal. Cuando los israelitas llegaron a Canaán eran un pueblo de pastores seminómadas. Concebían a YHWH como un dios de pastores, que protegía sus migraciones, los guiaba por el camino y los salvaba en los combates contra tribus y pueblos vecinos. Al establecerse en Canaán cambiaron en parte de profesión, haciéndose agricultores. Muchos de ellos, con escasa formación religiosa y una idea de Dios muy imperfecta, no podían concebir que su dios de pastores pudiese ayudarles a cultivar la tierra, proveerles de lluvia y garantizarles estaciones propicias. Entonces se difunde el culto al dios cananeo Baal, señor de la lluvia y de las estaciones, que proporciona la fecundidad de la tierra y favorece los cultivos. Los israelitas aceptaron a este dios, a pesar de que su culto implicaba prácticas inmorales, como la prostitución sagrada
YHWH siguió siendo el dios del pueblo, el dios de los ejércitos y de la seguridad nacional, pero quien satisfacía las necesidades primarias era Baal. Concedía el pan y el agua, la lana y el lino, el vino y el aceite (Os 2,8). “No reconocieron que era yo quien se los daba” (Os 8). Cuando el israelita obtenía los frutos del campo, no daba gracias a YHWH, sinoa Baal; los dones que recibía de Dios se los ofrendaba a a Baal su amante; “la plata yo se la multiplicaba y el oro o empleaban para Baal” (Os 2,10). Cuando se avecinaba una mala cosecha o un período de sequía, en vez de acudir a YHWH invocaban a Baal. En cualquier otro país, esto no habría planteado el menor problema; las divinidades acostumbraban ser muy tolerantes. Pero YHWH es un dios intransigente, que no permite competencia de ningún tipo. Es lo que nos dirá Oseas con unas imágenes clarísimas.
Oseas tuvo una experiencia conyugal desgraciada. Es muy controvertida la naturaleza de las relaciones que Oseas tuvo con Gómer, su esposa. En cualquiera de las interpretaciones posibles hubo una infidelidad de Gómer para con su esposo, y Dios le dijo a Oseas que recibiera de nuevo consigo a la esposa infiel (Os 3,1), y que mostrase así como también Dios estaba dispuesto a reanudar la relación con su pueblo adúltero. No olvidemos que recibir a la esposa infiel era un acto contracultural en el mundo de Israel. “Si un hombre despide a su esposa y ella, alejándose de él, pasa a ser esposa de otro, ¿podrá volver a él de nuevo? ¿No sería un escándalo para todo el país? Pues bien, tú has andado con muchos amantes ¿y pretendes volver a mí?” (Jr 3,1).
Dios es el marido, Israel la esposa. Ésta ha sido infiel y lo ha abandonado para irse con otro (Baal) o con otros (Asiria y Egipto). Dado que el culto a Baal incluía el uso de prostitutas sagradas en los lugares altos, cuando Oseas habla de la idolatría del pueblo la califica ante todo como adulterio, fornicación, prostitución; cuando habla del amor de Dios lo concibe como un amor apasionado de esposo, pero de un esposo capaz de perdonarlo todo y de volver a comenzar.
La indignación divina por la prostitución de la esposa alcanza también a los hijos que se consideran hijos de prostitución y en un primer oráculo reciben nombres negativos tales como el de la hija que se llamará “no compadecida” (lo’ rujamáh), y del hijo varón que se llamará “no mi pueblo”- lo’ ͑ammy- (Os 1,9). Pero en un siguiente oráculo de salvación, se explicita el cambio que se ha operado en el corazón de Dios, que le lleva a un cambio en el nombre de sus hijos: las hija pasarán a llamarse ‘compadecida’ (rujamáh), y los hijos pasarán a llamarse ‘mi pueblo’, ͑ammy (Os 2,3). “Me compadeceré de ‘no-compadecida’, y diré a ‘no-mi-pueblo’, ‘tú, mi-pueblo’” (Os 2,15).
Según Sicre, ante la conducta de la mujer infiel, parece como si Dios intentase diversas estrategias. La primera es ponerle una serie de obstáculos para que no pueda irse con sus amantes y termine volviendo al marido (vv.8-9); b) la segunda es castigarla públicamente y con dureza (vv.10-15); c) la tercera es perdonarla por puro amor, hacer un nuevo viaje de novios, un nuevo regalo de bodas, que restaure la intimidad y sea como un nuevo matrimonio (vv.16-25). 
“La predicación de Oseas pasó probablemente por estas tres etapas. En un primer momento parece no pensar en un castigo total y terrible, como Amós, sino en una serie de castigos pasajeros que provoquen la conversión: “Me volveré a mi puesto hasta que expíen y busquen mi rostro» (5,15). Sin embargo, todo resultó inútil: «Cuando cambiaba la suerte de mi pueblo, cuando intentaba yo sanar a Israel, salían a flote los pecados de Efraín, las maldades de Samaria»» (6,11b-7,1a); «se convierten, pero a sus ídolos» (7,16a). Incluso lo que parece auténtica conversión y deseo sincero de buscar a Dios se revela como piedad pasajera y superficial (5,15b-6,6). Entonces, el castigo se hace inevitable y presenta la misma secuencia de invasión, ruina, muerte y destierro que encontramos en Amós (cf. 9,7a; 10,10.14a; 11,6; 9,17; 14,1)”[footnoteRef:13]. [13: J. L. Sicre, Introducción al profetismo bíblico, Verbo Divino, Estella 2011.] 
Pero tampoco ahora es el castigo la última palabra. Lo que termina triunfando es el amor de Dios, que acoge de nuevo a su esposa, aunque ésta no se halle plenamente arrepentida. 
Entre los versos más bellos está el compromiso de Dios de acoger de nuevo a Israel. “Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón. Allí le daré sus viñas, el valle de Akor lo haré puerta de esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto. Y sucederá aquel día - oráculo de YHWH - que ella me llamará: ‘Marido mío’, y no me llamará más: ‘Baal mío’” (Os 2,16-18). 
“Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor (jésed) y en compasión (rajamim), te desposaré conmigo en fidelidad (‘emunah), y tú conocerás a YHWH. Y sucederá aquel día que yo responderé - oráculo de YHWH - responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra; la tierra responderá al trigo, al mosto y al aceite virgen, y ellos responderán a Yizreel. Yo la sembraré para mí en esta tierra, me compadeceré de ‘No-compadecida’, y diré a ‘No-mi-pueblo’: “Tú Mi pueblo’, y él dirá: ‘¡Mi Dios!’” (Os 2,21-25).
Vemos juntos de nuevo los términos jésed y rajamim, como equivalentes, recogiendo la riqueza de matices que tienen ambos términos por separado y que se multiplican al encontrarse juntos. 
Dios no puede olvidar el amor primero que tuvo por Israel y el modo como Israel en un principio comenzó a amar al Señor. “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo, aquel seguirme tú por el desierto, la tierra no sembrada. Consagrado a YHWH estaba Israel, primicias de su cosecha” (Jr 2,2-3).
No tenemos tiempo ahora de ver esta misericordia esponsal en otros profetas de la época babilónica, especialmente en Jeremías (2; 3,1-13; 3,19-4,4; 30-31) y en la historia simbólica de Jerusalén del profeta Ezequiel (Ez 16,1-60). Una vez delineado el tema esponsal por Oseas en el siglo VIII en el reino del Norte, se convierte en un tema clásico que elaborarán los profetas de la época babilónica para el reino del Sur, en situaciones muy semejantes.
Antes de terminar el estudio de Oseas deberíamos notar también cómo hacia el final del libro surge otra poderosa imagen para designar la misericordia de Dios. Se trata de la imagen del niño pequeño. Así como no es fácil olvidar el primer amor de la adolescencia, es también muy difícil olvidar el amor que se ha tenido al hijo cuando era pequeño, por muy mal que se porte luego de adulto. Oseas expresa esta imagen del niño pequeño con una gran ternura.
“Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo.  Pero mientras los llamaba, más se alejaban de mí. Ofrecieron sacrificios a los baales y quemaron incienso ante los ídolos. Yo, sin embargo, le enseñaba a andar a Efraím, sujetándolo de los brazos, pero ellos no entendieron que yo cuidaba de ellos. Yo los trataba con gestos de ternura, como si fueran personas. Era para ellos como quien alza un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Os 11,3-4).
El mensaje de Oseas tiene algo de desconcertante. Nuestra lógica religiosa sigue los siguientes pasos: pecado-conversión-perdón. La gran novedad de Oseas, lo que lo sitúa en un plano diferente y lo convierte en precursor del Nuevo Testamento, es que invierte el orden: la decisión de Dios de perdonar es anterior a la conversión del pueblo. En el último capítulo de Oseas se muestra ya la acción sanadora de Dios: “Yo sanaré su infidelidad, los amaré graciosamente, pues mi cólera se ha apartado de él. Seré como rocío para Israel, él florecerá como lirio…” (Os 14,5-6)
Dios perdona antes de que el pueblo se convierta, aunque no se haya convertido todavía. San Pablo repite esta idea cuando escribe a los romanos: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5,8). Y lo mismo dice Juan en su primera carta: «En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Esto no significa que la conversión sea innecesaria. Pero sí que se produce como respuesta al amor de Dios, no como condiciónprevia al perdón. Con esto ya estamos en el Nuevo Testamento.
Ira y misericordia no son dos momentos esquizofrénicos en Dios, sino el fruto de un mismo corazón interesado. El sufrimiento que ve y oye porque clama a él desde las víctimas no desata ni un amor lánguido ni una cólera que da rienda suelta al rencor. Es ira salvífica que necesita enderezar los pasos extraviados fuera del camino donde crece la relación vivificadora. Por ello la reacción firme y contundente contra lo inmisericorde no se explica desde la lógica humana de la venganza, que respondería a un amor ofendido, sino desde la lógica del amor herido que busca la sanación a través de acciones en favor de la justicia. El perdón de la iniquidad no puede confundirse con la indiferencia, ya que la misericordia regenera al pecador pero no modifica la esencia del crimen[footnoteRef:14]. [14: J. J. Pardo, op. cit., p.] 
5. La compasión de Dios se extiende a los gentiles
Hasta ahora nos hemos movido en el terreno de la alianza de Dios y su pueblo, pero en este último apartado vamos a ver cómo ese amor misericordioso de Dios se extiende no solo al pueblo de Israel, sino a todos los pueblos. Para ello haremos un breve estudio del profeta Jonás.
Nos encontramos en una situación completamente distinta. El libro de Jonás hay que situarlo durante la época persa, aunque la narración artificialmente se sitúe en la época asiria, casi 400 años antes. Todavía se conserva en Israel el recuerdo de la capital asiria de Nínive, como una de las potencias más crueles y opresivas de la historia. Los asirios conquistaron el reino del Norte desterrando a los israelitas a tierras lejanas. Destruyeron también sistemáticamente todas las grandes ciudades del Reino del Sur, aunque no llegaron a entrar en Jerusalén.
Por los libros de los Reyes sabemos de un profeta "Jonás, hijo de Amittay” que vivió en tiempos del rey Jeroboam II, durante el s. VIII (2 Re 14,25). El autor del libro nos remite a dicho profeta pero no se identifica con él y se refiere a él en tercera persona, salvo en el cántico. Nínive es ya un recuerdo muy lejano y la imagen del tamaño de la ciudad está claramente sobredimensionada (Jon 3,3). De hecho la ciudad nunca se convirtió y fue arrasada por sus enemigos en el año 612 a.C.
Jonás ya conocía la fórmula cuádruple del libro del Éxodo: “Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Jon 4,2). Es más al final del relato nos dice que ese fue el motivo por el que desde el principio no quiso ir a evangelizar a Nínive sino que se embarcó para huir en dirección contraria. El miedo de Jonás no es el de fracasar en su empeño evangelizador, sino precisamente el miedo de tener éxito y contribuir a la conversión y la conversión de la odiada ciudad de Nínive. Él habría preferido ver el castigo y la destrucción de esa ciudad criminal, causante de tantas desgracias para el pueblo de Israel. 
Podemos intuir hasta qué punto llegaba el odio de los israelitas contra Nínive leyendo algunos de los oráculos proféticos contra la ciudad (Is 10,5-15, So 2,13-15). Nahúm, uno de los profetas menores es el que expresa su satisfacción por la destrucción de la ciudad. “Aquí estoy contra ti, palabra de YHWH Sebaot, voy a alzar tus faldas hasta tu cara; mostraré a las naciones tu desnudez, y verán los reinos tus vergüenzas. Arrojaré inmundicias sobre ti, te deshonraré y te pondré como espectáculo y todo el que te vea, huirá de ti. Dirán: “Asolada está Nínive, ¿quién tendrá piedad de ella? ¿Dónde buscar quién la consuele?” (Na 3,5-7). 
La profecía de Nahúm termina expresando el gozo universal que provocó la destrucción de Nínive, el “aplauso” universal de todos los pueblos. Este era el gozo que hubiese querido tener Jonás contemplando la ruina de la ciudad. ¡No hay remedio para tu herida, tu llaga es incurable! Todos los que oyen aplauden por tu ruina; pues, ¿sobre quién no pesó constantemente tu crueldad? (Na 3,19).
Después de haber intentado inútilmente huir de esta misión y ser arrojado a tierra de nuevo por la ballena, de mala gana Jonás fue a Nínive y anunció el próximo castigo de la ciudad. Curiosamente en su discurso se limita a anunciar la próxima ruina de la ciudad. No hay exhortaciones a la conversión, no hay un resquicio de esperanza, simplemente se limita a anunciar: “Dentro de cuarenta días Nínive será destruida” (Jon 3,4). No hay ningún tipo de signos ni de milagros acompañando el anuncio escueto (cf. Lc 11,29-30). Se ve que Jonás de algún modo deseaba el fracaso de su misión, y en el fondo no quería que los ninivitas se convirtiesen. 
 Por eso Jonás se disgustó mucho al ver que el rey y todos los habitantes se arrepintieron e hicieron penitencia respondiendo así positivamente a la predicación de Jonás. De algún modo la salvación de la ciudad le hacía a él quedar en ridículo como profeta falso, porque lo que había anunciado era precisamente la ruina de la ciudad.
Su disgusto fue tan grande que incluso llegó a desearse la muerte (Jon 4,3). Confundido se sentó en una altura “hasta ver qué sucedía en la ciudad” (Jon 4,5). Quizás todavía le quedaba alguna esperanza de que al final la ciudad fuera castigada y él pudiera disfrutar del espectáculo de su destrucción, como quien espera que comiencen los “fuegos artificiales”.
Termina la historia con la preciosa historia de la planta de ricino que el Señor hizo brotar para resguardar a Jonás del sol. A las pocas horas el árbol se secó y Jonás se amargó terriblemente. Esta fue la oportunidad para la gran lección que Dios quería transmitirle: “Sientes lástima por un ricino que no te ha costado trabajo alguno y que no has hecho crecer, que en una noche ha nacido y en una noche ha muerto.  ¿Cómo, pues, yo no voy a tener lástima de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben distinguir el bien y el mal, y gran cantidad de animales?” (Jon 4,11). 
Para expresar esta lástima de Dios usa el texto otra raíz hebrea paralela a las que ya hemos analizado. Es el verbo jus que el autor usa dos veces, una para describir la lástima que Jonás tuvo por el ricino seco, y otra para la lástima que Dios sentía por los habitantes de Nínive. Hoy día somos muy sensibles a la creación y al sufrimiento de los animales, nos resulta muy moderna esta compasión de Dios extensible incluso a los animales que no quiere ver padecer.
Otra expresión chocante es el arrepentimiento de Dios que “se arrepiente –nijam- del mal” (Jon 4,2). Conforme los ninivitas se arrepienten del mal que han causado, Dios también se arrepiente del mal con que había pensado castigarles. “Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido de su mala conducta, se arrepintió él también y no los castigó como los había amenazado” (Jon 3,10).
Hay otros dos aspectos nuevos de la misericordia de Dios en Jonás que lo aproximan al Nuevo Testamento. Lo más notable es la misericordia divina hacia el pueblo opresor, y no solo hacia los pueblos oprimidos. Por supuesto que no es que Dios ame la opresión, pero no olvidemos que odia el pecado, amando al pecador. Aquí tenemos un adelanto de lo que en el evangelio será el amor hacia los enemigos. La misericordia de Dios queda así dilatada hasta extremos inconcebibles. 
El libro de Jonás supuso un escándalo precisamente en el momento que los libros de Esdras y Nehemías y Crónicas cerraban filas en torno a la ley interpretada de un modo fundamentalmente legalista. Se advierte en estos libros un concepto muy “material” de la virtud y del pecado (que se reduce a seguir el orden divino o quebrantar ese orden). Hay un concepto casi mecánico de la retribución. El que la hace, la paga. No hay buena acción que no reciba su premio, ni falta que quede impune.
El segundo aspecto es el amor de Dios a los extranjeros, más allá de las fronteras del pueblo de la alianza que resulta escandalosos en ese momento nacionalista, patriotero y xenófobo que estaba viviendo en Israel durante la época persa. Este rasgo fue característico del pueblo judío incluso en épocas posteriores cuando Tácito ensu Historia (V,5) les acusa por su adversus omnes alios hostiles odium, o sea, por su odio que les llevaba a considerar a todos los demás como enemigos.
Hay que leer el libro de Jonás en paralelo con los libros contemporáneos de Rut la moabita y de Job el usita, extranjeros ambos, pero propuestos como modelo al mismo pueblo de Israel, de un modo semejante a como Jesús propondrá el ejemplo del buen samaritano personajes del clero judío.
Universalismo y particularismo son como dos polos que buscan su equilibrio en el pensamiento del antiguo Israel. La visión universalista concibe la elección en términos religiosos y caritativos hacia los demás pueblos, en forma xenófila. Puede plantearse también en forma xenófoba en términos de la oposición dialéctica del amo o el esclavo, de la cruel lucha por el poder que regía las relaciones entre los pueblos. En otros casos puede mostrar el horizonte de una justicia divina que juzga por igual a Israel y a los demás pueblos[footnoteRef:15]. [15: H. Bojorge, El descenso de Jonás. Una aproximación al libro de Jonás, Conferencia en la Facultad de Humanidades y Ciencias, 27 de septiembre de 2000. http://www.horaciobojorge.org/descensojonas.html] 
En cualquier caso, también el profeta debe convertirse, y por eso el Papa Francisco hoy nos llama a los miembros del clero a convertirnos de estas actitudes hostiles contra los que no comparten nuestras creencias fe. Hay que sintonizar con la admiración que Jesús sintió por la fe del centurión romano - “les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel con tanta fe” (Lc 7,9), y por la fe de la mujer cananea: “Mujer, grande es tu fe” (Mt 15,18). Esta admiración le llevó a Jesús a profetizar que “veréis Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que a ustedes los echarán a las tinieblas de afuera” (Lc 9,7).
 
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