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GALERÍA DE PERSONAJES 
DEL EVANGELIO
Cómo leer el evangelio... 
y no perder la fe
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EN TORNO AL NUEVO TESTAMENTO
Serie dirigida por 
JESÚS PELÁEZ
V o lú m enes P u b l ic a d o s :
1. Jesús Peláez: La otra lectura de los Evangelios, I.
2. Juan Mateos - Femando Camacho: El horizonte humano. La pro­
puesta de Jesús.
3. Jesús Peláez: La otra lectura de los evangelios, II. Ciclo C.
4. Juan Mateos - Fernando Camacho: Evangelio, figuras y símbolos.
5. José Luis Sicre - José María Castillo - Juan Antonio Estrada: La Iglesia 
y los Profetas.
6. Alberto Maggi: Nuestra Sefiora de los Herejes.
7. Rafael J. García Avilés: Llamados a ser libres. “Seréis dichosos". Ciclo 
B.
8. Juan Mateos: La utopía de Jesús.
9. Rafael J. García Avilés: Llamados a ser Libres. “No la ley, sino el 
hom bre”. Ciclo 13.
10. Jack Dean Kingsbury: Conflicto en Marcos. Jesús, autoridades, discí­
pulos.
11. Josep Rius-Camps: El Éxodo del Hombre Libre. Catequesis sobre el 
Evangelio de Lucas.
12. Carlos Bravo: Galilea año 30. Para leer el Evangelio de Marcos.
13. Rafael J. García Avilés: Llamados a ser libres. “Para que seáis hijos”. 
Ciclo C.
14. Manuel Alcalá: El evangelio copto de Felipe.
15. Jack Dean Kingsbury: Conflicto en Lucas. Jesús, autoridades, discípu­
los.
16. Howard Clark Kee: ¿Qué podemos saber sobre Jesús?
17. Franz Alt: Jesús, el prim er hombre nuevo.
18. Antonio Pinero y Dimas Fernández-Galiano (eds.): Los Manuscritos 
del Mar Muerto. Balance de hallazgos y de cuarenta años de estu­
dios.
19. Eduardo Arens: Asia Menor en tiempos de L3ablo, Lucas y Juan. As­
pectos sociales y económicos para la comprensión del Nuevo Testa­
mento.
20. John Riches: El m undo de Jesús. El judaismo del siglo I, en crisis.
21. Allx.*rto Maggi: Cómo leer el Evangelio... y no perder la fe.
2 2 . Alberto Maggi: Galería de personajes del Evangelio. Cómo leer el evan­
gelio... y no perder la fe. II.
ALBERTO MAGGI
GALERÍA DE PERSONAJES 
DEL EVANGELIO
Cómo leer el Evangelio... 
y no perder la fe 
II
$
EDICIONES EL ALMENDRO
CÓRDOBA
Traducción castellana de Jesús Feláez de la obra 
de Alberto Maggi, Le cipolle di Marta. Profili euangelici,
Cittadella Editrice, Asís 2000.
Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General del 
Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación y Cultura.
Editor: J esús P elAez 
Impresor: M a n u e l H ueso
© Copyright by Alberto Maggi 
EDICIONES EL ALMENDRO
El almendro, 6, bajo 
Aptdo. 5.066 
14006 Córdoba 
Teléfonos: 957 274 692 / 082 
Fax: 957 274 692
E-mail: ediciones®ela 1 m endro.org 
Página web: www.elalmendro.org
www.biblioandalucia.com 
ISBN: 84-8005-056-X
Depósito legal: MA-1.079-2003
Prlnted in Spain. Impreso en España
Imagraf Impresores. C/Nabucco. Pol. Ind. Alameda. Málaga
http://www.elalmendro.org
http://www.biblioandalucia.com
CONTENIDO
P r e s e n t a c ió n , d e a d r ia n a z a r r i ..........................................
In t r o d u c c i ó n : U n d o n s u f r i d o ........................................
T a n p i a d o s o s , t a n d e v o t o s , p r á c t ic a m e n t e in ú t il e s
C u a n d o m a r ía n o s a b ía q u e e r a l a v i r g e n .................
U n e x t r a ñ o m a t r i m o n i o ........................................................
E l U l t im o p r o f e t a .....................................................................
S im ó n c a b e z a d u r a ....................................................................
E l t e n t a d o r d e j e s ú s ..............................................................
L o s d e b e t s a id a .........................................................................
L o s HIJOS DEL TRUENO ..............................................................
E l b a n q u e t e d e l o s p e c a d o r e s ..........................................
L o s DOS MAESTROS.....................................................................
L a s c e b o l l a s d e m a r t a ...........................................................
La p a r á b o l a d e l o s seis h e r m a n o s ...................................
L a r e s u r r e c c ió n d e l o s v i v o s .............................................
A LA MESA CON EL MUERTO.....................................................
U n CASO DESESPERADO ............................................................
E l CERDO Y LA ZORRA...............................................................
E l a m i g o d e l Cé s a r ..................................................................
E m in e n c ia g r is ............................................................................
E l g f m f l o d e j e s ú s ................................
A p é n d ic e : Ig le s ia d e o t r o s t ie m p o s
G l o s a r io ...................................................
B ib l io g r a f ía ..............................................
L ista de personajes d el e v a n g e l io ..
SIGLAS BÍBLICAS
Abel Abdías Hch Hechos
Ag Ageo Heb Flebreos
Am Amos Is Isaías
Ap Apocalipsis Jds Judas
Bar Baruc jdt Judit
Cant Cantar de los Cant. J1 Joel
Col Colosenses Jn Juan
1 Cor Ia Corintios 1 Jn Ia Juan
2 Cor 2a Corintios 2 Jn 2a Juan
1 Cr 1° Crónicas 3 Jn 3a Juan
2 Cr 2o Crónicas Job Job
Dn Daniel Hab Flabacuc
Dt Deuteronomio Jos Josué
Ecl Eclesiastés Jr Jeremías
Eclo Eclesiástico Jue Jueces
Ef Efesios Lam Lamentaciones
Esd Esdras Le Lucas
Est Ester Lv Levítico
Éx Éxodo 1 Mac 1° Macabeos
Ez Ezequiel 2 Mac 2o Macabeos
Flm Filemón Mal Malaquías
Flp Filipenses Me Marcos
Gal Gálatas Miq Miqueas
Gn Génesis Mt Mateo
Hab Habacuc Nah Nahún
10 Galería de personajes clel Evangelio
Neh Nehemías Sant Santiago
Nm Números 1 Sm 1° Samuel
Os Oseas 2 Sm 2o Samuel
1 Pe Ia Pedro Sof Sofonías
2 Pe 2a Pedro 1 Tes Ia Tesalonicenses
Prov Proverbios 2 Tes 2a Tesalonicenses
1 Re 1° Reyes 1 Tim Ia Timoteo
2 Re 2o Reyes 2 Tim 2a Timoteo
Rom Romanos Tit Tito
Rut Rut Tob Tobías
Sab Sabiduría Zac Zacarías
Sal Salmos
Abreviaturas de los tratados del Talmud
M Misná
Y Talmud de Jerusalén
B Talmud de Babilonia
B.B. Baba Batra (daños)
B.M. Baba Mezia (daños)
B.Q. Baba qamma (daños)
Ber. Berakot (bendiciones)
Kel. Kelim (cosas impuras)
Mekh. Éx. Mekhilta sobre el Éxodo
P. Ab.. Pirqe Aboth (sentencias de dotes)
Pea. Pea (límites)
Pes. Pesahim (pascua)
Qid. Qiddushim (matrimonio)
Sanh. Sanhedrin (tribunales)
Shab. Shabbat (sábado)
Siglas 11
Fuentes antiguas
Anales Anales
Antigüedades Antigüedades judías.
Ap. Baruc Apocalipsis Siríaco de Bamc
Doc. Dam Documento de Damasco
Ev. Flp. Evangelio de Felipe
Frg. copt. Fragmentos de textos coptos
Guerra Guerra judía
Hch. Tomás Hechos de Tomas
Henoc Libro de Henoc
Hist. Eccl. Historia eclesiástica
Legat. De legatione ad Caium
Lib. Int. Heb Líber interpretationis Hebraiconim Nominum
Sal. Salom. Salmos de Salomón
Ps. Clem. Homilías Pseudo Clementinas
Test. Leví Testamento de Leví
PRESENTACIÓN 
de A driana Zarri
Alberto Maggi es el Director del Centro de Estudios Bí­
blicos «Giovanni Vanucci», gran estudioso y -místico», casi 
desconocido, por desgracia, a los que no frecuentan los es­
tudios teológicos. He escrito místico entre comillas para 
marcar las distancias del aura de excepcionalidad milagrera 
de la que la escuela mística española tiene no poca responsa­
bilidad. Con Vanucci y Maggi no nos encontramos en el 
ambiente carmelitano (y de sus múltiples méritos y algún 
que otro defecto), sino en el de los Siervos de María: una 
orden de robusta espiritualidad que ha sabido dar al culto 
mariano una contribución mesurada y no mimosa.
Mi amistad con el Padre Maggi nació bajo el signo de 
nuestro común gran amigo Vanucci con quien tuve una bre­
ve relación, pero de especial intensidad. De ahí nació la idea 
de este modesto prefacio, inadecuado con relación a la doc­
trina del autor, pero alimentado de profunda y amigable es­
tima.
De entrada he de decir que este libro no es el resultadode una simple recogida de artículos periodísticos de su au­
tor, aunque toma su punto de arranque de los artículos que 
Maggi publicó (y continua publicando) en la revista Rocca. A 
mí, personalmente, no me gustan las colecciones de artícu­
los materialmente sumados y yuxtapuestos, y no me habría
14 Galería de personajes del Evangelio
prestado a avalar esta operación demasiado fácil, que pre­
tende hacer de un periodista, un ensayista y escritor, a no ser 
que este material no se hubiese previamente refundido y 
elevado a la dimensión superior de libro. Y éste es nuestro 
caso: Alberto Maggi, ensayista y estudioso, prestado al pe­
riodismo dentro del espíritu del Centro de Estudios que diri­
ge, dedicado a la divulgación, pero con la competencia cien­
tífica que la verdadera divulgación exige: una obra que es, al 
mismo tiempo, de ciencia y de humildad.
No recogida de artículos, sino libro propiamente dicho, 
en el que el material de base utilizado ha sido profundamen­
te elaborado y enriquecido con una abundancia de notas 
que aportan contribuciones históricas tan interesantes como 
el texto mismo.
El resultado es un libro subversivo, con el mismo sentido 
profundo del término en el que se puede decir que Cristo es 
revolucionario, muy distante, por cierto, del aura militar que 
evoca esta palabra; libro subversivo, eversivo y revoluciona­
rio en el sentido de que la salvación no proviene de la regu­
laridad canónica, a través de las vías sagradas de la institu­
ción religiosa, ni del templo, sino más bien de la calle, en la 
que publicanos, prostitutas y pecadores son invitados por 
Jesús, descuidado de la impureza legal contraída por fre­
cuentar esta gente considerada infecta, de la que un hebreo 
observante debía mantenerse a distancia. La descripción exacta 
y profunda del contexto religioso en el cual Cristo se encon­
tró a la hora de obrar y de... transgredir, hace explotar aque­
lla carga eversiva con una fuerza insospechada por parte de 
los bravos católicos acostumbrados a una visión edulcorada 
de un empalagoso Jesús (piénsese en los Sagrados Corazo­
nes: ojos celestes, cabelleras rubias...) que tiene bien pocos 
puntos de contacto con la realidad somática, sociológica y
Presentación 15
teológica del verdadero Jesús, como aprendemos aquí, no 
sin cierta sorpresa, lo que indica cuánto ha sido ofuscada la 
realidad y, a veces, trastornada por incrustaciones superpues­
tas, fruto de retóricas seculares.
Las páginas dedicadas al comentario del episodio de Marta 
y María me han llamado especialmente la atención; y con 
razón se toma en la edición italiana -n o así en la española- 
el título del libro de este capítulo porque «las cebollas de 
Marta- (título además muy bello, con cierto halo de misterio 
que no perjudica y que es una invitación implícita a la lectu­
ra) es uno de los textos más significativos del libro.
Acantonada la lectura tradicional -que ve en Marta y Ma­
ría los símbolos de la acción y de la contemplación (lectura, 
por lo demás, rechazada por otros biblistas y autores de es­
piritualidad)-, ironizada la proclamación de Marta como pa- 
trona de las amas de casa, Maggi da una versión que podría­
mos llamar «feminista», aquí ciertamente entrecomillada (¡cuán­
tas comillas y cuántas tomas de distancia!) para no confun­
dirla con climas rabiosamente reivindicativos. Mucho más 
profunda que este estrecho feminismo, mucho más creíble 
que la falsa dialéctica a la que se ha apuntado antes, Maggi 
nos da una versión original en la que la lectura feminista se 
entrelaza con una lectura sociopolítica.
Las cebollas son las de Egipto, añoradas por los hebreos 
en el desierto. Egipto es el país del exilio y de la esclavitud 
que, sin embargo, no se perciben ya como tales, porque el 
poder ha conseguido convencer de que ninguna patria es 
mejor que el exilio; más aún el exilio mismo se ha converti­
do ahora en patria: «un país en el que mana leche y miel» 
(Nm 16,2-13): expresión que ha connotado siempre la tierra 
prometida. «La capacidad de persuasión del poder -observa 
Maggi- había sido tan fuerte hasta el punto de hacer creer a
16 Galería de personajes del Evangelio
los hebreos que la tierra donde éstos habían estado era, en 
realidad, el país de la libertad, y que ajos y cebollas tenían el 
mismo sabor que la leche y la miel-.
Pasando a las dos hermanas de Betania, Maggi comenta: 
-María no contempla a Jesús, sino que lo acoge y escucha, 
deseosa de aprender su mensaje e indiferente a la prohibi­
ción del Talmud que prescribe que «una mujer no tiene que 
aprender otra cosa que a utilizar el huso» (Yoma 66b). El 
modo de actuar de María, en una cultura fuertemente mascu­
lina como era aquella oriental, no podía ser tolerado. Corres­
ponde solamente al hombre rendir los honores de casa. La 
mujer está escondida e invisible. Su lugar está en la cocina 
entre los hornillos, como hace Marta (...) Marta se cree la 
reina de la casa, mientras, en realidad, es esclava de su con­
dición. Y aquel creerse reina es la gran victoria del poder: 
dominar a las personas haciéndoles creer que son libres, 
haciendo pasar fraudulentamente ajos y cebollas por leche y 
miel. Marta no tolera la actitud de María que, como un hom­
bre, se entretiene y escucha a Jesús (...) ¿Qué necesidad tie­
ne de aprender? ¿No enseña el Talmud que es mejor que «las 
palabras de la Ley sean destruidas por el fuego antes que ser 
enseñadas a las mujeres?» (Sota B. 19a). El estado de ánimo 
de María es como «el de los esclavos satisfechos de serlo. 
Éstos no solo no aspiran a ser libres, sino que espían cual­
quier intento de libertad de los otros para devolverlos a la 
esclavitud». Así ella intenta atrapar de nuevo a la hermana 
para la cocina, y añorar las cebollas de la esclavitud trastocadas 
por alimento de libertad. Para hacer esto pide el auxilio de 
Cristo que, sin embargo, no piensa de la misma manera y 
«en lugar de reprochar a María y empujarla al papel al que 
tradición y decencia han confinado a las mujeres, amonesta 
a la patrona de la casa: -Marta, Marta, andas preocupada e
Presentación 17
inquieta con tantas cosas: sólo una es necesaria» (Le 10,41- 
42). Ésta es la libertad verdadera y no aquélla que el poder 
ha impuesto como tal. Jesús está de parte de la mujer, de su 
emancipación, de su derecho a conocer, en igualdad con el 
hombre, de su libertad. Se alinea contra el poder machista, 
aunque esté avalado por una vetusta tradición: aquélla que 
hace prisionera a Marta, pero no a María, signo de los tiem­
pos nuevos. Su predilección por María no es tanto la elec­
ción de la contemplación, sino la elección de la libertad, la 
elección del futuro. Nos vienen a la mente otras palabras: 
«Deja que los muertos entierren a sus muertos» y que tantas 
Martas como hay añoren las cebollas de Egipto, el alimento 
de la esclavitud.
Dejando a Marta con sus cebollas, a María con sus sub­
versiones y a todos los personajes presentes en los evange­
lios, con sus historias, temores y esperanzas, sutilmente in­
terpretados por el autor, citemos solamente el inesperado 
final del libro que termina con un apéndice aparentemente 
extraño a todo lo que le precede. Dando un salto de siglos 
nos encontramos en el año 1.200 junto a Antonio de Padua. 
¿Qué tiene que ver Antonio con los personajes del evange­
lio? Antonio, objeto de un culto con frecuencia supersticioso 
y fanático, se revela aquí como robusto fustigador de los 
malos hábitos clericales: tal vez una decepción para sus 
devotos a la caza de milagros, pero una agradable sorpresa 
para nosotros que conectamos su predicación con la de Cris­
to y con el sentido no tan recóndito del libro, cuyo significa­
do no es la exaltación del temor reverencial, tan inculcado 
por el poder eclesiástico, sino de la franqueza y la libertad.
Con frecuencia he pensado que sería útil y hermosa una 
antología de la contestación de los santos. De esta deseada 
antología, Alberto Maggi nos ofrece aquí un capitulo, toma­
18 Galería de personajes del Evangeliodo -¿quién lo diría?- de las homilías de un santo que, tal 
vez, el mismo poder (si no nuestra propensión por las cebo­
llas de Egipto) nos presenta, como edulcorado, con el acos­
tumbrado lirio entre las manos y el Niñito en el brazo.
INTRODUCCIÓN 
UN DON SUFRIDO
LOS DISCÍPULOS
«La fe es un don de Dios- es la fórmula preferida por las 
personas que no tienen fe, y si es un don de Dios, depende 
del Señor la cantidad y la calidad de la fe de los hombres. Si 
uno no tiene fe, no es el responsable de ello, sino Dios 
mismo que no le ha dado ese don...
Un don normalmente más sufrido que envidiado por quien 
lo tiene, pues muchos mantienen que tener fe significa de­
ber aceptar resignados los caprichos de la voluntad divina o 
de quienes se propugnan sus portavoces. Por esto se oye 
frecuentemente la expresión: «Dichoso tú que tienes (tanta) 
fe», con lo que se quiere decir en realidad: «yo estoy mucho 
mejor sin ella».
Las incertidumbres y dudas de la fe son el objeto de este 
libro, en el que se presenta a los personajes evangélicos 
desde Isabel y Zacarías a María de Magdala y Tomás, reuni­
dos bajo la óptica común de su dificultad para creer en el 
Dios de Jesús.
HOMBRES DE POCA FE
A lo largo del evangelio resuena con frecuencia el repro­
che de Jesús a sus discípulos de ser hombres de poca fe, 
llamada de atención que va dirigida en particular a Pedro, el 
hombre de poca fe por excelencia (Mt 14,31).
20 Galería de personajes del Evangelio
Si para los discípulos hay solamente reproches en el evan­
gelio, los elogios a la fe de los paganos y de los marginados 
abundan en él.
Paradójicamente, las personas tenidas por más alejadas 
de Dios y de la religión son aquellas que consiguen demos­
trar una verdadera fe. Aquellos que viven codo con codo 
con el Señor carecen de ella.
Jesús dice del centurión pagano que «en ningún israelita 
ha encontrado tanta fe» (Mt 8,10), pero se maravilla por la 
total ausencia de fe de los fieles de la sinagoga de Nazaret 
donde «no hizo muchas obras potentes por su falta de fe» (Mt 
13,58). Sus mismos discípulos parecen no haber hecho gran­
des progresos si, después de su resurrección, Jesús se ve 
obligado a «echarles en cara su incredulidad y su terquedad 
en no creer a los que lo habían visto resucitado» (Me 16,14). 
Por parte de los discípulos se da una visión de la fe que 
Jesús intenta corregir. Suponiendo que tener fe depende de 
la acción del Señor, éstos le piden que se la aumente: «Au­
méntanos la fe» es su súplica.
Pero Jesús no está de acuerdo con esta idea. La fe 
no depende solam ente de Dios, sino tam bién del hom ­
bre.
La fe no es un don de Dios, sino la respuesta de los 
hombres a su amor incondicional. Por esto, en el evangelio 
de Lucas, la cruda respuesta de Jesús a la petición de los 
discípulos de aumentar su fe es la constatación de que éstos 
no tienen en modo alguno fe: «Si tuvierais fe como un grano 
de mostaza, le diríais a esa morera: ‘quítate de ahí y tírate al 
mar’ y os obedecería» (Le 17,6).
Jesús objeta a los discípulos que no se trata de aumentar 
la fe: el problema es tenerla o no. Y ellos no la tienen ni 
siquiera del tamaño de «un grano de mostaza», semilla
Introducción 21
proverbialmente conocida como «la más pequeña de todas 
las que hay en la tierra- (Me 4,31).
Como prueba de que la fe es la respuesta del hombre al 
amor de Dios, el evangelista coloca, después de la petición 
de los discípulos, el episodio de los diez leprosos.
Jesús libera de la impureza a los diez leprosos, pero sólo 
«uno de ellos, viendo que se había curado, se volvió alaban­
do a Dios a grandes voces y se echó a sus pies rostro a tierra, 
dándole las gracias- (Le 17,15-16).
Los diez reciben el amor que los purifica («¿No han que­
dado limpios los diez?», Le 17,17). Uno solo responde, y 
únicamente en este caso se habla de fe: «Levántate, vete, tu 
fe te ha salvado- (Le 17,18). La fe del leproso se manifiesta en 
la alabanza a Dios y en el agradecimiento a Jesús.
Una vez más quien demuestra fe es el individuo conside­
rado más alejado del Señor: este leproso de hecho «era un 
samaritano» (Le 17,16), esto es, uno que pertenecía a aquel 
pueblo idólatra catalogado entre los «enemigos de Dios» (Sifré 
Dt 41, § 331, 140a). Pero Jesús acepta y elogia el agradeci­
miento del Samaritano, el hombre del que, según el Talmud 
«no estaba permitido recibir don alguno» (Sheq. M. 1,5).
LA RED DE MAMMÓN
«Hombre de poca fe» es una expresión judía, con la que 
se reprocha a quien está tan ansioso del futuro que no es 
capaz de disfrutar del momento presente: «Quien tiene un 
pedazo de pan en el cesto y se pregunta: ‘¿Qué comeré ma­
ñana’ es un hombre de poca fe» (Sota 48b).
También en los evangelios la «poca fe» es fruto de una 
preocupación por el futuro que impide apreciar el presente.
22 Galería de personajes del Evangelio
Y la expresión «hombres de poca fe» está siempre relaciona­
da con el ansia constante de los discípulos, que se pregun­
tan: «¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber? o ¿con qué 
nos vamos a vestir?» (Mt 6,31).
Estos discípulos son aquéllos que Jesús llamó e invitó a 
seguirlo para que fuesen pescadores de hombres («Inmedia­
tamente dejaron las redes y lo siguieron», Mt 4,20). Pero, 
abandonadas las redes para la pesca que les aseguraba el 
sustento cotidiano, se han enredado en la red de «Mammón» 
(Mt 6,24), la inquietud por el futuro que les hace ver en la 
acumulación de bienes la solución de todos los problemas.
El ansia por el mañana hace a los discípulos incapaces 
de realizar la única cosa para la cual Jesús los había llamado, 
para ser «pescadores de hombres» (Mt 4,19).
Jesús los ha invitado a liberar a las personas («expulsar 
los espíritus inmundos», Mt 10,1), pero la única vez que 
ellos encuentran la ocasión de hacerlo resultan impotentes: 
«¿Por qué razón no pudimos echarlo nosotros? Y él les con­
testó: ‘Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mos­
taza le diríais a ese monte que se moviera más allá y se 
movería. Nada os sería imposible’» (Mt 17,19-20).
En lugar de trabajar por extender el reinado de Dios, 
actividad que habría garantizado la abundancia de todas las 
cosas, los discípulos buscan las cosas y se olvidan del reino: 
«El agobio de esta vida y la seducción de la riqueza ahogan 
la Palabra y ésta se queda estéril» (Mt 13,22). Y Jesús, pa­
cientemente, intenta infundir en ellos la confianza plena en 
un Padre que, si alimenta incluso a los animales considera­
dos insignificantes como «los pájaros del cielo», o impuros 
como los «cuervos» (Lv 11,14; Le 12,24), «que ni siembran, ni 
siegan ni almacenan en graneros» (Mt 6,26), ¡cuánto más se 
ocupará de aquellos que siembran, siegan y recogen!
Introducción 23
Para hacer com prender mejor a los discípulos la pre­
ocupación del Padre por ellos, Jesús les propone una doble 
comparación: de un lado Salomón, el rey megalómano que 
pasó a la historia por el lujo desenfrenado de su corte y por 
su palacio revestido de oro, hasta el punto de que en su 
tiempo «consiguió que en Jerusalén la plata fuera tan co­
rriente como las piedras y los cedros como los sicómoros 
de la Sefela»; por otro, los lirios del campo, las flores más 
comunes, cuya floración duraba apenas un día. Y, sin em­
bargo, afirma Jesús que «ni Salomón, en todo su fasto, esta­
ba vestido como cualquiera de ellos. Pues si a la hierba, 
que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, 
la viste Dios así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente 
de poca fe?» (Mt 6,28-30).
Por estos motivos Jesús invita a los discípulos a «no andar 
preocupados por el mañana, porque el mañana se preocu­
pará de sí mismo» (Mt 6,34).
Jesús les asegura que, como han experimentado en el 
pasado el amor de Dios, la solicitud del Padre está garantiza­
da también para el futuro, en cualquier circunstancia.
Pero sus palabras caen en vacío.
Los discípulos siguen sin comprender y, en la primera 
situación de dificultad, vuelve a aparecer su poca fe.
Durante la violenta tempestad en el lago,mientras la bar­
ca en la que Jesús estaba con los discípulos «desaparecía 
entre las olas» (Mt 8,24), éstos, llenos de pánico, despiertan a 
Jesús (que, sin embargo, duerme) y gritan: «¡Sálvanos, Señor, 
que perecemos! Y él les dijo: ¿Por qué sois cobardes? ¡qué 
poca fe!» (Mt 8,25-26).
El evangelista no solo subraya que su grito de auxilio no 
es expresión de fe, sino que, sin más, la fe está ausente de 
ellos casi del todo.
24 Galería de personajes del Evangelio
Los discípulos creen tener que despertar a Jesús, pero en 
realidad la que debía despertarse era su fe en él.
Sus falta de fe se debe al poco conocimiento que tienen de 
Jesús. De hecho, «llenos de estupor» se preguntan luego: «¿Quién 
es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mt 8,27).
Incluso siendo discípulos y compartiendo la vida con Je­
sús, no han comprendido todavía que aquél a quien siguen 
es el «Dios con nosotros» (Mt 1,23).
A pesar del severo reproche de Jesús, Pedro hace la mis­
ma petición de auxilio por segunda vez cuando intenta ca­
minar sobre el agua: «Al sentir la fuerza del viento, les entró 
miedo, empezó a hundirse y gritó: -¡Sálvame, Señor!. Jesús 
extendió en seguida la mano, lo agarró y le dijo: - ¿Qué poca 
fe! ¿Por qué has dudado?» (Mt 14,30-31).
Ambas veces la falta de fe se debe al miedo por un 
suceso que los discípulos viven como especialmente peli­
groso.
Jesús ha hecho partícipe a sus discípulos de los dos re­
partos de panes y peces, en los que no sólo «todos comieron 
hasta quedar saciados « (Mt 14,20; 15,37), sino que quedaron 
doce cestas llenas de sobras (Mt 16,7).
Y Jesús, una vez más, tiene que reprenderlos por su tor­
peza de entendimiento: «¿Por qué os decís entre vosotros, 
gente de poca fe, que no tenéis pan? ¿No acabáis de enten­
der?, ¿no recordáis los cinco panes de los cinco mil y cuántos 
cestos recogisteis?, ¿ni los siete panes de los cuatro mil y 
cuántas espuertas recogisteis? ¿Cómo no entendéis que no 
hablaba de panes?» (Mt 16,8-11).
La fe que Jesús intenta suscitar en los suyos es la que 
nace de la experiencia de un Dios siempre a favor de los 
hombres, de un Padre que sabe qué es lo que éstos necesi­
tan, antes aún de que se lo hayan requerido (Mt 6, 8).
Introducción 25
La fe en este Padre no elimina las inevitables dificultades 
que la vida presenta, sino que da a los hombres una capaci­
dad y una fuerza distinta para afrontarlas y vivirlas: éstos 
saben que «con los que aman a Dios... él coopera en todo 
para su bien» (Rom 8,28).
Cuando «Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en 
contra? ... ¿Quién podrá privarnos de ese amor del Mesías?... 
¿Acaso la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, 
la desnudez, el peligro, la espada? ... Nada podrá privarnos 
de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús, Señor 
nuestro» (Rom 8,31 35-39).
TAN PIADOSOS, TAN DEVOTOS. 
PRACTICAMENTE INÚTILES 
(Le 1,5-25)
ZACARÍAS E ISABEL
La denuncia que Jesús hace del templo de Jerusalén como 
«cueva de ladrones- (Le 19,46) encuentra estrechos parale­
los en los escritos de la época.
Flavio Josefo, historiador contemporáneo de los evange­
listas, describiendo las grandes tensiones dentro del clero, 
afirma que existía «una mutua enemistad y lucha de clases 
entre los sumos sacerdotes de una parte y los sacerdotes de 
Jerusalén, de la otra. Cuando se enfrentaban entre ellos, usa­
ban un lenguaje injurioso y se golpeaban unos a otros con 
piedras CAntigüedades, 20, 180).
Estas disputas se debían a la glotonería de los sumos 
sacerdotes, que llegaban incluso a robar las pieles de los 
animales inmolados en el Templo que debían ser repartidas 
cada tarde entre los sacerdotes (Pes. B. 57a).
Su avidez era tal que «no dudaban en mandar a sus siervos 
a las eras, una vez trillado el grano, y en retirar el diezmo 
debido a los sacerdotes, con el resultado de que los más nece­
sitados entre éstos morían de hambre» (Antigüedades 20,181).
Los hambrientos sacerdotes se resarcían durante su turno 
de servicio en el Templo y se hinchaban devorando la carne 
de los animales sacrificados.
28 Galería de personajes del Evangelio
La enorme ingestión de carne, unida a la prohibición de 
beber vino durante el periodo de servicio, daba lugar a 
frecuentes indigestiones hasta el punto de que, en el tem­
plo, un médico se encargaba de curar sus dolores de vien­
tre.
Nada extraño que en este ambiente fuese difícil encon­
trar manifestación de fe, como describe Lucas al comienzo 
de su evangelio.
SANTOS Y MALDITOS
Los primeros personajes que abren el evangelio de Lucas 
son dos pertenecientes a lo más selecto de las familias 
sacerdotales de Israel: un sacerdote y su mujer, también ella 
de estirpe sacerdotal por ser descendiente de Aarón, herma­
no de Moisés y primo del sumo sacerdote de Israel.
Lucas los presenta de forma solemne: «Hubo en tiempos 
de Herodes, rey del país judío, cierto sacerdote de nombre 
Zacarías, de la sección de Abías; tenía por mujer a una des­
cendiente de Aarón, que se llamaba Isabel» (Le 1,5).
Los nombres que el evangelista escoge para sus persona­
jes están cargados de significado y de historia: Zacarías (del 
hebreo Zekaryáhíi) significa «Yahvé se acuerda«, y en la Bi­
blia es nombre de reyes, sacerdotes, profetas y mártires; mien­
tras que Isabel (del hebreo Elishába0, «Dios es plenitud» es 
el nombre de la única Isabel del Antiguo Testamento, la mujer 
de Aarón.
Zacarías es sacerdote. Con una población de cerca de 
seiscientos mil habitantes, los sacerdotes en Palestina eran 
aproximadamente dieciocho mil: un sacerdote por cada treinta 
personas.
Tan piadosos, tan devotos. 29
Este elevado número se debe al hecho de que no se 
llegaba a sacerdote por vocación, sino por nacimiento: el 
sacerdocio era hereditario y se transmitía de padres a hijos.
La pertenencia de Zacarías al clero no le daba demasiado 
quehacer. Como todos los sacerdotes residía en su aldea, 
donde desempeñaba un trabajo, ejerciendo en el templo de 
Jerusalén dos semanas al año y durante las tres fiestas anua­
les de peregrinación (Pascua, Pentecostés y Tabernáculos).
Para permitir a todos los sacerdotes oficiar en el Santua­
rio, éstos se sulxlividían en veinticuatro categorías. Zacarías 
pertenecía a la comprendida entre las diez más importantes. 
El evangelista subraya el comportamiento religioso de Zacarías 
e Isabel, cuando dice que -ambos eran justos delante de Dios, 
pues procedían sin falta según todos los mandamientos y 
preceptos del Señor» (Le 1,6).
Zacarías e Isabel son modelos de santidad: no sólo perte­
necen a la aristocracia sacerdotal, sino que en la práctica coti­
diana de la religión son insuperables, pues no se limitan a 
cumplir todo lo que la Ley manda a los hebreos, sino que 
observan incluso los seiscientos trece preceptos que los rabi­
nos habían encontrado en la legislación de Moisés. Por esto se 
definen como «justos», esto es, fieles a la voluntad de Dios.
Imposible no admirar a una familia de esta clase, que, sin 
lugar a dudas, será bendecida por Dios.
¿Bendecida?
No. Maldita.
Después de haber presentado lo mejor de la religiosidad 
judía, mientras el lector comienza a admirar a esta pareja, 
Lucas afirma que no sólo no es bendecida, sino que, según 
la mentalidad de la época, es castigada: de hecho «No tenían 
hijos, porque Isabel era estéril, y eran ya los dos de edad 
avanzada» (Le 1,7).
30 Galería de personajes del Evangelio
La religión enseñaba que Dios premiaba a los justos, con­
cediéndoles una larga vida, mujer fértil y abundancia de hi­
jos. Al contrario, los malvados eran castigados con una vida 
breve, miseria y mujer estéril.
La esterilidad no era considerada, por cierto, un hecho 
fisiológico, sino religioso que caía de lleno entre las maldi­
ciones de Dios: -La estirpe de los impíos es estéril» (Job 
15,34).
El evangelista denuncia que Isabel y Zacarías, no obstan­
te su fidelidad a las prescripciones más pequeñas, son inca­
paces de practicar el primer gran mandato que Dios había 
dado a los hombres:-Creced y multiplicaos» (Gn 2,28).
SACERDOTE Y SORDOMUDO
A esta pareja, tan piadosa como estéril, se le presenta la 
ocasión de cambiar su propia situación. De hecho, escribe el 
evangelista, -mientras Zacarías prestaba su servicio sacerdo­
tal ante Dios en el turno de su sección, le tocó entrar en el 
santuario del Señor a ofrecer el incienso, según la costumbre 
del sacerdocio» (Le 1,8-9).
A Zacarías se le brinda una ocasión única: el que ha sido 
elegido una vez no puede entrar nunca más en sorteo hasta 
que todos los sacerdotes de las veinticuatro categorías no 
hayan sido también sacados a sorteo; nunca ningún sacerdo­
te había ofrecido el incienso dos veces en su vida.
Siendo esta misión muy ambicionada, los sacerdotes ha­
cían lo imposible por podérsela adjudicar recurriendo a toda 
clase de embustes, y se habían dado casos en los que un 
concurrente había eliminado a otro -clavándole un cuchillo 
en el corazón- (Tos. Yoma, 1,12).
Tan piadosos, tan devotos. 31
El incienso se quemaba en el interior del «Santo- (la parte 
del templo reservada a los sacerdotes) al despuntar del día y 
al principio de la tarde. «El sacerdote derramaba el incienso 
aromático sobre los carbones del altar y la casa entera se 
llenaba del humo» (Yoma M., 5,1), después se detenía breve­
mente en oración.
En este momento solemne e irrepetible de su vida, en un 
contexto donde todo es sagrado, «se le apareció a Zacarías el 
ángel del Señor» (Le 1,11), que le anuncia que su oración ha 
sido escuchada.
La escucha favorable no mira tanto al nacimiento de un 
hijo, que Zacarías e Isabel no esperan ya poder tener, sino a 
la liberación del pueblo, «la salvación de nuestros enemigos 
y de la mano de todos los que nos odian» (Le 1,71). Y este es 
el motivo por el que «muchos se alegrarían de su nacimiento» 
(Le 1,14).
Al hijo, cuya misión será la de «preparar al Señor un pue­
blo bien dispuesto» (Le 1,17), Zacarías deberá ponerle el nom­
bre de Juan que, en hebreo, significa «Yahvé ha otorgado 
gracia».
Zacarías se desconcierta.
Había entrado en el Santuario para llevar a cabo un rito 
bien concreto, del que todo tipo de novedad estaba ausente 
y las sorpresas quedaban excluidas.
En los textos litúrgicos, que seguía escrupulosamente, no 
estaba prevista aquella incursión de Dios.
Las palabras del ángel contienen novedades que Zacarías 
no comprende.
Una tradición secular enseñaba que al primogénito va­
rón se le imponía el nombre del abuelo o del padre, quien, 
con su nombre, le transmitía también la tradición y la reli­
giosidad de la familia.
32 Galería de personajes del Evangelio
¿Por qué poner al hijo que va a nacer un nombre que 
ninguno de sus parientes lleva?
Pero el ángel prosigue con las novedades, anunciando a 
Zacarías que la misión de Juan será la de «reconciliar a los 
padres con los hijos» (Le 1,17).
¿Y qué decir de los hijos hacia los padres?
El ángel ha citado el fin del libro de Malaquías, en el cual 
se describe la acción del profeta Elias, enviado por Dios «para 
reconciliar el corazón de los padres con los hijos», pero ha 
omitido el anuncio de la conversión del «corazón de los hijos 
hacia los padres» (Mal 3,24).
El sacerdote Zacarías se esfuerza por comprender que 
ha comenzado una época nueva, en la que los hijos no serán 
ya obligados a aceptar las tradiciones de los padres, sino que 
serán los padres quienes deberán cambiar su mentalidad 
para acoger la novedad traída por los hijos, como el vino 
nuevo que no puede contenerse en los viejos odres, sino 
que tiene necesidad de odres nuevos.
Es demasiado para el pobre Zacarías que protesta y res­
ponde al ángel que no, que eso no va con él: «Yo soy viejo 
ya y mi mujer de edad avanzada» (Le 1,18).
A las objeciones de Zacarías, el ángel responde: «Yo soy 
Gabriel» (Le 1,19).
Zacarías no se ha dado cuenta de con quien está hablan­
do: «Yo soy» es el nombre que Dios ha revelado a Moisés en 
el episodio de la zarza ardiente (Éx 3,14), y «Gabriel» en 
hebreo significa: «Fuerza de Dios».
Pero el sacerdote, perfecto observante de todas las leyes 
y prescripciones del Señor, preparado para hablar a Dios en 
el rito, una vez que Dios le ha hablado en la vida, no lo cree.
Tanta observancia y tanto culto no han sido capaces de 
darle la fe.
Tan piadosos, tan devotos. 33
Y, por esto, se queda mudo.
Está mudo, porque es sordo.
Un sacerdote, que no cree la «buena noticia» traída de 
parte de Dios, no tiene nada que transmitir al pueblo. Pero, 
no obstante la imposibilidad de hablar, Zacarías permanece 
en el Santuario todo el periodo que se le asignó para el 
servicio litúrgico: a la institución religiosa, un sacerdote mudo 
no le crea ningún problema.
Si el Templo es el lugar de la incredulidad del sacerdote, 
la casa de Zacarías será el lugar de la fe del profeta.
La ocasión se le presenta con el nacimiento del hijo, que 
los padres «se empeñaban en llamarlo Zacarías, por el nom­
bre de su padre» (Le 1,59).
Pero esto es impedido por la inesperada intervención de 
Isabel que, «llena de Espíritu Santo» (Le 1,41), impone que se 
llame Juan (Le 1,60).
De nada valen las protestas escandalizadas de los parien­
tes, pues el nombre es ratificado por el padre
Zacarías, ahora descrito como un sordomudo al que de­
ben preguntarle «por señas cómo quería que se llamase» (Le 
1,62), escribe su respuesta en una tablilla: «Su nombre es 
Juan» (Le 1,63).
El desconcierto es general: «todos quedaron sorprendi­
dos» (Le 1,63).
No se había visto hasta ahora una mujer imponer el nom­
bre al hijo (esto era derecho de los padres) y, mucho menos, 
un sacerdote, hombre del culto y del pasado, romper con la 
tradición.
Zacarías, abandonado finalm ente el pasado, recupe­
ra la palabra y profetiza «lleno de Espíritu Santo» (Le
1,67).
El sacerdote ha dejado el puesto al profeta.
34 Galería de personajes del Evangelio
El hijo que ha nacido no será obligado a entrar en las 
categorías religiosas paternas, porque ha sido el padre quien 
ha cambiado y ha acogido la novedad del hijo.
Con tal padre y tal madre, los vecinos -llenos de temor», 
se preguntan alarmados: -¿Qué irá a ser este niño, y por toda 
la región corrió la noticia de estos hechos» (Le 1,65-66).
CUANDO MAIUA NO SABIA QUE ERA LA VIRGEN 
(Le 2,8-35)
M ARÍA
Ya en el siglo IV, algunos Padres de la Iglesia amonesta­
ban a los cristianos para que no se divinizase la figura de 
María porque ella «era el templo de Dios, y no el Dios del 
templo» (San Ambrosio, El Espíritu Santo, III, 78-80).
No obstante estas advertencias, los predicadores no tu­
vieron freno en el pasado a la hora de alabar y exaltar a la 
virgen. Abusando de la expresión atribuida a Bernardo de 
Claraval: «De María no se habla nunca demasiado», a los pre­
dicadores les faltó el pudor de callar.
La muchacha de Nazaret, que había proclamado que el 
Señor «derriba del trono a los poderosos» (Le 1,52), ha llega­
do a ser repetidamente entronizada y coronada como reina, 
con coronas de retórica que le han deformado la figura. «La 
sierva del Señor» (Le 1,38) ha sido llamada «Reina del cielo», 
atribuyendo a la virgen por excelencia el título que en la 
Biblia se le dio a la licensiosa Astarté (Ishtar), diosa del amor 
y de la fertilidad (Jr 7,18).
Los innumerables títulos y privilegios, añadidos uno a otro 
durante siglos, han terminado por sepultar a la madre de Jesús 
bajo un cúmulo de detritos piadosos que ha impedido ver lo 
que María era, cuando todavía no sabía que era la Virgen.
36 Galería de personajes del Evangelio
EL MESÍAS CASTIGA-LOCOS
Los escasos apuntes sobre María contenidos en los evan­
gelios ofrecen el retrato de una mujer bien distinta de la 
mujer omnisciente que sabe ya lo que debe decir y hacer, 
pues todo está escrito en el guión preparado para ella por el 
Padre eterno.
En realidad en los evangelios se dice muchas veces que 
María no comprendía lo que le estaba sucediendo, desorien­
tada por la sacudida que había provocado su hijo Jesús en su 
vida y en su fe.
María había acogido el mensajede Dios anunciado por 
el ángel en Nazaret y se había fiado de él («Cúmplase en mí 
lo que has dicho», Le 1,38). Pero no imaginaba cuánto le iba 
a costar y qué llevaría consigo creer en aquella palabra.
La primera sorpresa se la dan los pastores de Belén cuan­
do nace Jesús.
Estos pastores eran considerados los rechazados de la 
sociedad y tratados como pecadores por excelencia, porque, 
a fuerza de estar con las bestias, también ellos se habían 
bestializado. Excluidos del reino de Dios, se creía y se espe­
raba, que serían eliminados con la llegada del Mesías, veni­
do para destruir a los pecadores. Esta gentuza refiere a María 
y a José «las palabras que le habían dicho acerca de aquel 
niño», (Le 2,17) cuando «un ángel del Señor» (Le 2,9) les anun­
ció, los primeros, el nacimiento de Jesús.
En lugar de decir que había llegado el Mesías justiciero, 
con la hoz en mano para abatir y quemar los árboles que no 
dan fruto, el ángel animó a los pastores («no temáis»), anun­
ciándoles: «Os ha nacido un salvador» (Le 2,10-11).
Precisamente para ellos, los pecadores que esperaban el 
castigo de Dios, se reserva una «gran alegría» (Le 2,10), por­
que el Señor ha venido a salvarlos.
Cuando María no sabía. 37
La reacción a estas palabras es de gran desconcierto: «To­
dos los que lo oyeron quedaron sorprendidos de lo que de­
cían los pastores» (Le 2,18).
Hay algo que no cuadra.
Desde siempre la religión había enseñado que Dios pre­
miaba a los buenos y castigaba a los malos, sobre los que 
«haría llover ascuas y azufre, y les tocaría en suerte viento 
huracanado» (Sal 11,6).
¿Qué es esta novedad de que el hijo de Dios sea anuncia­
do como «el salvador» precisamente de estos pecadores?
A María, el ángel le había asegurado que Dios daría a 
Jesús «el trono de David su padre» (Le 1,32), lo que significa­
ba que no solo reinaría, sino que se comportaría como Da­
vid, el rey enviado por Dios para «dar sentencia contra los 
pueblos, amontonar cadáveres y quebrantar cráneos sobre 
la ancha tierra» (Sal 110,6).
¿Cómo, pues, los pastores aseguran, sin embargo, que «la 
gloria del Señor los envolvió de claridad» (Le 2,9)?
Todos, incluida María, se sorprendieron de esta nove­
dad, que ella, sin embargo, no rechaza: «María, por su parte, 
conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su in­
terior» (Le 2,19).
Pero las sorpresas no han acabado.
COLISIÓN EN EL TEMPLO
A pesar de que el ángel había dicho a María que Jesús 
«será llamado hijo de Dios» (Le 1,35), ella y José piensan que 
tienen que hacerlo hijo de Abrahán.
Por esto lo circuncidan y lo llevan a Jerusalén «tal como 
está prescrito en la Ley del Señor» (Le 2,23).
38 Galería de personajes del Evangelio
Y es precisamente en el templo donde tiene lugar un 
suceso, el primero entre los muchos conflictos entre la Ley y 
el Espíritu que marcarán la vida de Jesús.
María y José van al Templo para cumplir un rito que el 
Espíritu intenta impedir por ser inútil: consagrar al Señor a quien 
era ya el consagrado desde el momento de su concepción.
Así, «en el momento en que entraban los padres con el 
niño Jesús para cumplir con él lo que era costumbre según la 
Ley» (Le 2,27), Simeón, impulsado por el Espíritu, va también 
al Templo.
Era inevitable que entre el profeta «impulsado por el Es­
píritu» (Le 2,27) y los padres observantes que van a cumplir 
«todo lo que prescribía la Ley del Señor» (Le 2,39) se produ­
jese una colisión: Simeón quita el niño de los brazos de sus 
padres y pronuncia sobre él palabras que dejan pasmados al 
padre y a la madre de Jesús que «estaban sorprendidos por 
lo que se decía del niño» (Le 2,33).
El motivo del estupor es que Simeón afirma que Jesús no 
ha venido sólo para Israel, sino que será «luz para todas las 
naciones» (Le 2,23).
La luz, símbolo de vida, no se limita a iluminar un solo 
pueblo, sino que se extiende a toda la humanidad, paganos 
incluidos.
Isaías había escrito en otro sentido.
Había dicho que la luz del Señor brillaría solamente so­
bre Jerusalén y que los paganos serían sometidos sin ningu­
na alternativa, porque «el pueblo y el rey que no se te some­
tan, perecerán; las naciones serán arrasadas» (Is 60,12).
Ahora, sin embargo, Simeón afirma que no serán los pa­
ganos los que serán arruinados, sino los hebreos, porque 
Jesús «está puesto para que en Israel unos caigan y otros se 
levanten» (Le 2,34).
Cuando María no sabía. 39
María no comprende estas palabras pero no hay tiempo 
ni siquiera para comprenderlas, pues Simeón le dice: «Y a ti, 
tus anhelos, te los truncará una espada» (Le 2,35).
La espada se usa con frecuencia en el Nuevo Testamento 
como imagen de la incisividad de la palabra del Señor («To­
mad por casco la salvación y por espada la del Espíritu», Ef 
6,17; Ap 1,16), que se describe como «viva y enérgica, más 
tajante que una espada de dos filos, penetra hasta la unión 
de alma y espíritu, de órganos y médula, juzga sentimientos 
y pensamientos», Heb 4,12).
Será la palabra de Jesús la espada que atravesará el alma 
y la vida de María; no comprendida, su palabra le causará 
sufrimiento, invitándola a hacer una elección radical. Y ya 
las primeras palabras que Jesús pronunciará en el evangelio 
serán motivo de disgusto e incomprensión para José y María, 
que comienza a darse cuenta de que, tal vez, las expectativas 
puestas en este hijo se realizarán de modo bien diferente a 
como ella pensaba. Cuando por primera vez en el evangelio 
Jesús abre la boca, es para reprochar a la madre y a su espo­
so, tratándolos de ignorantes.
Escribe Lucas que los padres de Jesús partieron de Jeru­
salén (adonde habían ido para la Pascua) olvidando a su 
hijo: «Mientras ellos se volvían, el joven Jesús se quedó en 
Jerusalén sin que se enteraran sus padres» (Le 2,43).
María no se describe como una madre-clueca, que no 
fomenta el crecimiento de sus propios hijos, manteniéndolos 
bien pegados a su falda: tanto ella como el marido parecen 
dejar al adolescente Jesús en libertad e independencia. Pero 
cuando, finalmente preocupados por su ausencia, se ponen 
a buscarlo «a los tres días lo encontraron en el templo senta­
do en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles 
preguntas» (Le 2,46).
40 Galería de personajes del Evangelio
Si, al verlo, ambos -quedaron impresionados», es sola­
mente la madre la que pregunta a Jesús: «¿Por qué te has 
portado así con nosotros? ¡Mira con qué angustia te buscába­
mos tu padre y yo!» (Le 2,48).
Jesús no solo no acepta el tirón de orejas, sino que pasa 
a reprochar a sus padres: «¿Por qué me buscábais? ¿No sa­
bíais que yo tengo que estar en lo que es de mi Padre?».
Jesús reivindica la completa libertad de acción y recuer­
da a la madre que si José es su marido, no por esto es su 
padre, como ella había afirmado incautamente («tu padre y 
yo», Le 2,48).
Una vez más subraya el evangelista que -ellos no com­
prendieron lo que les había dicho» (Le 2,50), y la espada, 
profetizada por Simeón, continúa atravesando el alma de 
María «para que queden al descubierto las ideas de muchos» 
(Le 2,35).
Las palabras de Jesús, aunque no comprendidas, no son 
rechazadas por ella que «conservaba todo aquello en la me­
moria» (Le 2,51). Pero estaba todavía por llegar el momento 
en que la palabra de Jesús traspasaría a la madre para con­
vertirla en discípula.
LA CRUZ DE MARÍA
Todo el pueblo habla de ello: el hijo de María y de José 
se ha vuelto loco.
Jesús en poco tiempo ha conseguido disgustar a todos 
(«De hecho, tampoco su gente le daba su adhesión», Jn 7,5) y 
a enemistarse con todos.
Con su enseñanza, «el hijo del carpintero» (Mt 13,55) 
ha dem olido la teología de los escribas, que han denun­
ciado rápidamente a Jesús como un blasfemo y un hechi-
Cuando María no sabía. 41
cero «poseído por un espíritu inmundo» (Me 3,22) que «ex­
pulsa los dem onios con el poder del jefe de los demonios» 
(Me 3,22).
Jesús, que ha llamado a su seguimiento a la escoria de la 
sociedad y «come con recaudadores y descreídos» (Me 2,16), 
ha conseguido, almismo tiempo, tanto escandalizar a los 
fariseos conservadores com o alarm ar a los d isolutos 
herodianos que ahora, aliados entre sí, se han puesto de 
acuerdo «para acabar con él» (Me 3,6).
Es demasiado para el clan familiar de Jesús, que viene de 
Nazaret con un propósito bien determinado: «Al enterarse ̂
los suyos se pusieron en camino para echarle mano, pues 
decían que había perdido el juicio» (Me 3,21).
Cuando le dicen a Jesús: «Oye, tu madre y tus hermanos ^ 
te buscan ahí fuera» (Me 3,32), su respuesta es como la espa­
da de dos filos que penetra hasta lo más profundo del cora- \ \ 
zón para discernir los sentimientos: «¿quiénes son mi madre i* 
y mis hermanos? Y paseando la mirada por los que estaban ^ 
sentados en corro en torno a él, añadió: -Mirad a mi madre ̂
y a mis hermanos. Cualquiera que cumpla el designio de 1 
Dios, ése es hermano mío y hermana y madre».
Y María debe elegir. \
Comprende que ahora la intimidad con Jesús está garan­
tizada no tanto por el hecho de ser su madre («¡Dichoso el 
vientre que te llevó y los pechos que te criaron!»), sino por 
convertirse en su discípula («Mejor: ¡dichosos los que escu­
chan el mensaje de Dios y lo cumplen!», Le 11,27-28).
Y María inicia aquella transformación que la llevará de 
ser madre de Jesús a convertirse en su discípula, siguiéndolo 
hasta la cruz, donde el evangelista no presenta una madre 
que sufre por el hijo crucificado, sino la discípula que acepta 
compartir la suerte del maestro: «Estaba presente junto a la 
cruz de Jesús su madre...» (Jn 19,25).
UN EXTRAÑO MATRIMONIO 
(Mt 1,18-25)
JOSÉ Y MARÍA
En el evangelio más antiguo, el de Marcos, José no es 
nombrado; el evangelio más reciente, el de Juan, le dedica 
apenas dos citas indirectas (Jesús, hijo de José, el de Nazaret, 
Jn 1,45; 6,42).
Los otros dos evangelistas no dicen ni una palabra de él 
y los predicadores tienen de esta forma que exaltar con un 
caudal de palabras el silencio de José.
Este personaje del evangelio no es ni siquiera conocido 
con el único título que los evangelistas le reconocen, el de 
ser el marido de María, por cuanto muchos traductores insis­
ten en traducir el término griego equivalente a «marido» por 
«esposo», quizá porque esposo da una idea algo más casta 
que marido y hace más segura la pureza de la virgen María.
En lo que concierne a José como padre de Jesús, los teó­
logos lo han privado también de esta función, atribuyéndole 
el incomprensible término «putativo», esto es, «aparente».
Contra José se han coaligado también los artistas que, 
por siglos, se han em peñado en representarlo como un vie- 
jecito, cuyos ardores juveniles son sólo un vago recuerdo, 
que mira en torno suyo con la semblanza de quien no se 
encuentra en modo alguno en la situación que le ha prepa­
44 Galería de personajes del Evangelio
rado el Padre eterno: es marido de una mujer que no es su 
mujer, y padre de un niño que no es su hijo.
Rebajado a ser un esposo sin mujer y un padre sin hijo, 
José es devotamente nombrado en último término en la frase 
con la cual se cita la familia de Nazaret, siempre compuesta 
jerárquicamente, por orden de importancia, por «Jesús, María 
y José».
TEOLOGÍA Y GINECOLOGÍA
Los evangelistas no parecen haberse preocupado mucho 
de este personaje ni siquiera por los datos que podían fácil­
mente ser inventariados: según Mateo, José resulta ser hijo 
de Jacob (Mt 1,16), mientras que, para Lucas, el padre se 
llama Eli (Le 3,23).
En la lengua hebrea Yóseph (José) significa «Dios añada», 
nombre de buen augurio con el que se desea que se añadan 
pronto a la familia otros hijos varones.
De lo poco que se concluye de los evangelios, se sabe 
que José trabaja como carpintero, oficio ejercido también 
por el hijo, Jesús, que será conocido como «el carpintero» 
(Me 6,3).
El nacimiento de Jesús se narra así por Mateo: «Así nació 
Jesús el Mesías: María, su madre, estaba desposada con José 
y, antes de vivir juntos, resultó que esperaba un hijo por 
obra del Espíritu Santo» (Mt 1,18).
Para comprender lo escrito por Mateo, es necesario re­
montarse a las modalidades de la celebración del matrimo­
nio que, en Israel, tenía lugar en dos etapas.
En la primera se celebraban los desposorios en casa de la 
mujer, al cumplir doce años.
Un extraño matrimonio 45
Esta ceremonia servía para establecer lo que la esposa 
debía llevar como dote. Al final el esposo pronunciaba la 
fórmula: «Tú eres mi mujer» y la mujer respondía: «Tú eres mi 
marido» (Qid . B. 5b).
Incluso quedándose cada uno en casa de los padres, desde 
este momento los dos eran ya marido y mujer. Un año des­
pués de los desposorios, tenía lugar la segunda fase del ma­
trimonio, la de las bodas, cuando la mujer, dejada su fa­
milia, era conducida a casa del marido donde comenzaba su 
vida en común. En este intervalo entre los desposorios y las 
bodas, María «resultó que esperaba un hijo por obra del Espí­
ritu Santo» (Mt 1,18).
La narración de Mateo pertenece a la teología y no a la 
ginecología.
El evangelista no ha metido la nariz entre las sábanas de 
los esposos, sino que ha querido expresar una profunda ver­
dad de fe.
Jesús es presentado como una nueva creación de la 
hum anidad y, la acción del Espíritu en María, se remonta 
a aquella otra del «Espíritu de Dios que se cernía sobre la 
faz de las aguas» (Gen 1,2) para producir la vida en la 
creación.
Para subrayar su intención teológica, Mateo inicia su evan­
gelio con la genealogía de Jesús partiendo de Abrahán, el 
cabeza de estirpe del pueblo hebreo, recorriendo toda la 
historia de Israel en la que destacan nombres de patriarcas 
como Isaac y Jacob, y de reyes como David y Salomón, hasta 
llegar a José.
Aquí se interrumpe bruscamente la transmisión de todos 
aquellos valores nacidos con Abrahán, que se han enriqueci­
do, poco a poco, con la historia y la espiritualidad a través 
de los siglos.
46 Galería de personajes del Evangelio
De hecho, después de haber presentado la generación 
de padre a hijo («Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró 
a Jacob, Jacob engendró aJudá...»(Mt 1,2), la línea genealógica 
se trunca llegados a José: «Jacob engendró a José- (Mt 1,16).
Según el ritmo de la narración, en la que de manera 
monótona el verbo «engendrar- se repite una treintena de 
veces, el lector esperaría la cuadragésima: «José engendró a 
Jesús».
Sin embargo, llegado a José, el evangelista escribe: «José, 
el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado el Mesías» 
(Mt 1,16).
Mateo que, a diferencia de Lucas, evita nombrar a José 
como padre de Jesús (Le 2,33), interrumpiendo inesperada­
mente la línea genealógica pretende excluir a José del naci­
miento de Jesús.
Infringiendo la cultura hebrea según la cual es el padre 
quien engendra al hijo, mientras la madre se limita a darlo a 
luz, el evangelista presenta una mujer «de la que- fue engen­
drado el hijo, dando a entrever en ella la acción creadora de 
parte de Dios.
La tradición del pueblo de Israel que, comenzando con 
Abrahán, alcanzó su máximo esplendor con el rey David, se 
detiene definitivamente en José y no se transmite a Jesús, 
cuyo padre será Dios mismo: Jesús, incluso descendiendo 
de Abrahán y de David, no es hijo de Abrahán ni de David, 
sino «el hijo del Dios vivo» (Mt 16,16).
EGIPTO, TIERRA DE LIBERTAD
Si en el evangelio de Lucas es María el personaje princi­
pal de la anunciación y del nacimiento de Jesús, y la figura
Un extraño matrimonio 47
de José se deja un tanto en la penumbra, en el evangelio de 
Mateo es José el protagonista de estos acontecimientos.
Al hallar a la mujer encinta, «José, su esposo, que era 
hombre justo y no quería infamarla, decidió repudiarla en 
secreto» (Mt 1,19).
José se presenta como «un justo», esto es, un fiel obser­
vante de todas las prescripciones de la Ley, como Isabel y 
Zacarías que «eran justos delante de Dios, pues procedían 
sin falta según todos los mandamientos y preceptos del Se­
ñor» (Le 1,6).
El drama de José nace del hecho de que, precisamente 
por «justo»,la fidelidad a la Ley le impone denunciar a su 
mujer infiel.
De hecho, la legislación divina decreta que, en caso de 
traición, la adúltera «sea sacada a la puerta de la casa paterna 
y los hombres de la ciudad la apedreen hasta que muera, 
por haber cometido en Israel la infamia de prostituir la casa 
de su padre» (Dt 22,20 23).
José se debate entre la observancia de la Ley, que le 
impone denunciar y hacer lapidar a la mujer infiel, y el amor 
hacia María, que lo impulsaría a retenerla consigo, no obs­
tante su infidelidad.
A José ni le parece bien sacrificar a María exponiéndola a 
una muerte segura, ni es capaz de elegir la línea del amor, 
como había hecho Oseas, el profeta que, de su experiencia 
de un amor más fuerte que la infidelidad de su mujer, había 
comprendido que Dios quiere «la lealtad, no los sacrificios» 
(Os 6,6)
Así escoge la vía intermedia: repudiar a la mujer en se­
creto.
El camino elegido por él se basa en la legislación del 
repudio, que prescribía: «Si uno se casa con una mujer y
48 Galería de personajes del Evangelio
luego no le gusta, porque descubre en ella algo vergonzoso, 
que le escriba el acta de divorcio, se la entregue y la eche de 
casa» (Dt 24,1).
El leve resquebrajamiento en la observancia radical de la 
Ley, a favor de un sentimiento de misericordia, es suficiente 
para que el Señor pueda hacer irrupción en aquellas circuns­
tancias: «Pero apenas tomó esta resolución, se le apareció en 
sueños el ángel del Señor, que le dijo: -José, hijo de David, no 
tengas reparo en llevarte contigo a María, tu mujer, porque la 
criatura que lleva en su seno viene del Espíritu Santo. Dará a 
luz un hijo y le pondrás de nombre Jesús» (Mt 1,20-21).
José renuncia a sus propósitos y, de hombre observante 
de la ley, comienza a transformarse en hombre de fe.
Dando crédito a este increíble mensaje del ángel del Se­
ñor «se llevó a su mujer a su casa; sin haber tenido relación 
con él, María dio a luz un hijo y él le puso de nombre Jesús» 
(Mt 1,24-25).
El niño no es llamado, según la costumbre judía, como el 
padre o el abuelo, y ni siquiera como algún antepasado o 
pariente de José, sino que, como le ha anunciado el ángel, 
su nombre será «Jesús» que significa «Yahvé salva».
Con esta ruptura de la tradición, el evangelista quiere 
subrayar una vez más que el hijo no continúa la línea de los 
padres, iniciada con Abrahán y que llega hasta José, sino 
que en Jesús se manifiesta una nueva creación.
Desde el momento en que José acoge la palabra del Se­
ñor, su existencia se vuelve ajetreada.
Poco después del nacimiento de Jesús, «de nuevo el án­
gel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: -Leván­
tate, coge al niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate allí 
hasta nuevo aviso, porque Herodes va a buscar al niño para 
matarlo» (Mt 2,13).
Un extraño matrimonio 49
De modo escandalosamente provocativo para los oídos 
de los judíos, el evangelista presenta la paradoja de su histo­
ria: el pueblo de Israel había huido a Egipto, tierra de escla­
vitud, donde el faraón había decretado la muerte de los hijos 
de los hebreos y había buscado la libertad en la «tierra pro­
metida» (Bar 2,34). Ahora esta misma tierra se ha convertido 
en lugar de opresión, de la que hay que huir para librarse de 
la muerte, decretada por Herodes, de todos los niños de 
Belén, encontrando refugio en Egipto.
En el exilio, la figura de José se consolida.
El «justo», a quien la observancia de la Ley le empujaba a 
elecciones de muerte, una vez que ha acogido la palabra del 
Señor, se declara decididamente a favor de la vida, arries­
gando la propia vida.
Por esto, en su última aparición en el evangelio, el evan­
gelista Mateo lo equipara a Moisés, el salvador del pueblo.
Como «Yahvé dijo a Moisés en Madián: Anda, vuelve a 
Egipto, que han muerto los que intentaban matarte» (Éx 4,19), 
igualmente, «muerto Herodes, el ángel del Señor se apareció 
en sueños a José en Egipto y le dijo: -Levántate, coge al niño 
y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que 
intentaban acabar con el niño» (Mt 2,20). Y como «Moisés 
tomó a su mujer y a sus hijos, los montó en asnos y se 
encaminó a Egipto» (Éx 4,20), así José «cogió al niño y a su 
madre y entró en Israel» (Mt 2,21).
EL ÚLTIMO PROFETA 
Qn 1,19-27; Mt 11,2-6)
JUAN BAUTISTA
Cuando Dios interviene en la historia evita cuidadosa­
mente los lugares sagrados y sus presuntos representantes, 
que se muestran siempre como los más sordos y hostiles a 
su palabra.
El Señor escoge lugares y personas normales, como es­
cribe con gran ironía el evangelista Lucas, que inserta las 
elecciones de Dios en un escenario pretendidamente redun­
dante: «El año quince del gobierno de Tiberio César, siendo 
Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes tetrarca de 
Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide y 
Lisanio tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás 
y Caifás, un mensaje divino le llegó a Juan, el hijo de Zacarías, 
en el desierto». (Le 3,1-2).
Después de haber presentado a los siete grandes de la 
tierra y haber creado en el lector la expectativa de saber a 
cuál de estos poderosos se dirigiría el Señor, el evangelista 
muestra que la palabra de Dios no desciende a los palacios 
más o menos sagrados del poder, sino al desierto, a Juan.
Hijo de un sacerdote, una vez llegado a la edad de veinte 
años, Juan debería haber ido al sanedrín para que se verifi­
case, mediante un cuidadoso examen, que no tenía ninguno
5 2 Galería ele personajes elel Evangelio
de los ciento cuarenta y dos posibles defectos físicos enume­
rados en el libro del Levítico y fuese consagrado sacerdote, 
perpetuando así el sacerdocio de su padre Zacarías.
Pero Juan no será un hombre del culto como su padre. 
Consagrado por el Espíritu Santo ya desde el vientre de su 
madre, él es el profeta que, en abierta contestación con el 
templo, irá a predicar al desierto la necesidad de un cambio 
de vida para acoger el inminente reino de Dios
El Espíritu santo, oculto en el templo, se manifiesta con 
fuerza en el desierto, y el efecto de la predicación de Juan es 
tal que «acudía en masa la gente de Jerusalén, de toda Judea 
y de la comarca del Jordán» (Mt 3,5), respondiendo a su 
invitación «a un bautismo en señal de enmienda, para el per­
dón de los pecados» (Me 1,4).
Obviamente las autoridades se cuidan bien de creer al 
«enviado de Dios» (jn 1,6), cuya llamada a la conversión será, 
sin embargo, acogida por la escoria de la sociedad: «los re­
caudadores y las prostitutas» (Mt 21,32).
«Todos los habitantes de Jerusalén» (Me 1,5) com pren­
den que el perdón de los pecados no es concedido por un 
rito litúrgico en el templo, sino por el cambio de comporta­
miento, como había anunciado el profeta Isaías: «Cesad de 
obrar el mal, aprended a obrar el bien... Aunque vuestros 
pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve» (Is
1, 17-18).
Y los habitantes de Jerusalén se alejan de su ciudad, cen­
tro de la institución religiosa, para unirse a Juan en el desier­
to donde, con la inmersión en el río Jordán, expresan públi­
camente el compromiso de un cambio de vida que obtiene 
para ellos la cancelación de sus pecados.
El éxito popular de la predicación del Bautista será, sin 
embargo, también la causa de su muerte.
El último profeta 53
Las autoridades religiosas («el poder de las tinieblas», Le 
22,53), siempre listas para percibir las luces del Espíritu y 
sofocarlas, están alarmadas; desde Jerusalén, los jefes en­
vían, junto con los sacerdotes, a los levitas, que constituían 
la policía del Templo, para interrogar torpemente a Juan: 
«Tú, ¿quién eres?- Qn 1,19).
Tranquilizados porque Juan había respondido que no era 
el Mesías, «algunos de los enviados del grupo fariseo» ponen 
en tela de juicio entonces su actividad: «Entonces, ¿por qué 
bautizas, si no eres tú el Mesías ni Elias ni el Profeta?» (Jn
1,24-25).
Aunque no es el Mesías, Juan ha suscitado un movimien­
to popular considerado un peligro para la institución religio­
sa,que provee a la eliminación de este antagonista del Tem­
plo, luchando con las armas típicas del poder religioso: el 
descrédito por parte de la gente y la denuncia a las autorida­
des civiles.
La difamación del incómodo profeta ha sido posible tam­
bién porque la sintonía entre el Bautista y la gente ha durado 
poco tiempo y, antes de que Herodes le quitase la cabeza, 
Juan había perdido ya la reputación.
Pasado el entusiasmo por el profeta demasiado exigente, 
la gente considera ya que Juan es un loco que «ni come ni 
bebe y dicen que tiene un demonio dentro» (Mt 11,18).
Esta calumnia ha hecho pasar a la historia a Juan el Bau­
tista como el gran asceta que ni come ni bebe.
Los evangelistas afirman claramente que Juan comía, y 
que «se alimentaba de saltamontes y miel silvestre» (Mt 
3,4).
El Bautista comía lo que el desierto ofrecía, sin las pre­
ocupaciones y los escrúpulos religiosos de Judas, el heroico 
jefe llamado el «Macabeo» (apodo que significa «martillo»),
54 Galería de personajes del Evangelio
que, retirado al desierto, se «alimentaba solo de hierbas del 
campo, para no contaminarse» (2 Mac 5,27).
La alimentación de Juan no tiene ninguna connotación 
ascética y mucho menos penitencial, pues representa el ali­
mento habitual de los nómadas palestinenses.
Alimentarse de saltamontes era hasta tal punto normal 
que se aconsejaba en la Biblia: «Podéis comer los siguientes: 
la langosta en todas sus variedades...», Lv 11,22), y entre las 
especialidades culinarias de la comunidad monástica de 
Qumrán estaban también las langostas «puestas en el fuego o 
en el agua, mientras todavía están vivas» (Doc. Dam. 12,15).
La miel de las abejas de la selva era, además, un alimento 
tan energético que se había convertido en el signo del cuida­
do de Dios por su pueblo: «Los alimentó con la cosecha de 
sus campos; los crió con miel silvestre, con aceite de rocas 
de pedernal» (Dt 32,13).
Con relación al vestido, hecho «de pelo de camello, con 
una correa de cuero a la cintura» (Mt 3,4), hay que decir que 
ésta era la indumentaria clásica de los profetas que, para 
profetizar, se vestían «el manto de pelo» (Zac 13,4): en parti­
cular, al profeta Elias se le reconoce por el «cinturón de cue­
ro que le ceñía la cintura» (2 Re 1,8).
ISAÍAS CENSURADO
Según Flavio Josefo, la muerte de Juan a manos de 
Herodes Antipas no fue causada, como aparece en los evan­
gelios, por el hecho de que el profeta se inmiscuyese en un 
asunto de cuernos entre hermanos (Me 6,17-29), sino más 
verosímilmente por el temor, por parte del tetrarca, de una 
sublevación popular provocada por el Bautista.
El último profeta 55
De hecho, cuando el éxito de la predicación de Juan llegó 
al ápice, «Herodes se alarmó. Su elocuencia tenía sobre la 
gente efectos tan fuertes que podía llevar a cualquier clase de 
sedición, porque parecía que la gente quería dejarse guiar por 
Juan en todo lo que hiciesen. Por esto, Herodes decidió que 
sería mucho mejor golpearlo anticipadamente, librándose de 
él antes de que su actividad llevase a una sublevación, que 
esperar un levantamiento y encontrarse en una situación tan 
difícil como para arrepentirse de ella. Con ocasión de las sos­
pechas de Herodes, (Juan) fue llevado encadenado a 
Maqueronte, y allí fue asesinado» CAntigüedades 18, 118-119).
Y es precisamente en la cárcel donde explota la dramáti­
ca crisis del Bautista con relación a aquel Jesús al que, en el 
momento del bautismo, había reconocido como «el cordero 
de Dios que quita el pecado del mundo» Qn 1,29).
El Dios que Jesús manifiesta con sus acciones y con su 
mensaje es de hecho diferente al predicado por Juan. Éste, 
«más que un profeta» (Mt 11,9), es el último de los grandes 
hombres de Dios que cierran una era, la del Dios que ningu­
no había conocido en verdad, ni siquiera Moisés el gran 
legislador, o Elias el máximo profeta, porque «a Dios nadie lo 
ha visto nunca» (Jn 1,18).
El único que lo puede revelar plenamente es aquel Jesús 
de quien el Bautista había dado testimonio públicamente 
como «el Hijo de Dios» (Jn 1,34).
Prosiguiendo una tradición religiosa de la que es el últi­
mo exponente, Juan el Bautista había presentado al Mesías 
como aquél que vendría a bautizar «con Espíritu Santo y fue­
go» (Mt 3,11): «Espíritu» para comunicar vida a los justos, y 
«fuego» para destruir, como paja, a los pecadores.
Heredero de una religiosidad que espera un pueblo for­
mado en su totalidad por santos («En tu pueblo todos serán
5 6 Galería de personajes del Evangelio
justos», Is 60,21), Juan se queda desconcertado con el com­
portamiento de un Jesús que afirma «haber venido a llamar 
más que justos a pecadores».
El Bautista había proclamado que «todo árbol que no dé 
buen fruto será cortado y echado al fuego» (Le 3,9).
Jesús, en clara referencia al celo destructor de Juan, le 
responde con la parábola de la higuera estéril. Mientras aquél 
que ha plantado la higuera le dice: «Córtala. ¿Para qué, ade­
más, va a esquilmar la tierra?» (Le 13,7). Jesús, que no ha 
venido a destruir, sino a vivificar, le devuelve la vida al árbol, 
considerado ya completamente estéril («tres años») y pide 
tener paciencia: «Señor, déjala todavía este año; entretanto 
yo cavaré alrededor y le echaré estiércol» (Le 13,8).
Con Juan se ha cerrado definitivamente una época («Por­
que hasta Juan los profetas todos y la Ley eran profecía», Mt
11,13) pues, con Jesús, Dios no es ya una profecía, sino una 
realidad visible, en la que no se encuentran actitudes de 
juicio o condena, sino sólo propuestas de plenitud de vida y 
un amor extendido incluso hacia quien no lo merece.
En lugar de juzgar a los hombres por su conducta, Jesús 
anuncia que el amor del Padre se extiende a todos, injustos 
incluidos, porque «no envió Dios el Hijo al mundo para que 
dé sentencia contra el mundo, sino para que el mundo por 
él se salve» (Jn 3,17).
Pero Juan no consigue aceptar la novedad traída por Je­
sús y, desde la cárcel, le envía un ultimátum que suena a 
excomunión: «Eres tú el que tenía que venir o esperamos a 
otro?» (Mt 11,3).
A la amenaza del Bautista, Jesús responde con los he­
chos, enumerando las acciones positivas con las que ha de­
vuelto la vida: «Id a contarle a Juan lo que estáis viendo y 
oyendo: Ciegos ven y cojos andan, leprosos quedan limpios
El último profeta 57
y sordos oyen, muertos resucitan y pobres reciben la buena 
noticia» (Mt 11,4-5).
En su réplica a Jesús cita dos textos conocidos de Isaías, 
donde se anuncian las obras que deberá hacer el Mesías de 
Dios a su llegada, pero censura los pasajes en los que el 
profeta anuncia la esperada venganza de Dios sobre los pa­
ganos pecadores: -Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, 
viene en persona, resarcirá y os salvará- (Is 35,4; 61,2).
Y Jesús concluye su respuesta con un aviso para Juan, 
que es una invitación a abrirse a la novedad de un Dios que 
ama a todos: «¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!» (Mt
11,6). Solo así Juan, «el más grande de los nacidos de mujer» 
(Mt 11,11) será grande también en el reino de Dios.
SIMÓN CABEZADURA 
Qn 13,1-11; 21,15-23)
SIMÓN PEDRO
Simón (en hebreo. Simeón, «Yahvé ha escuchado», Gn 
29,33) es, después de Jesús, el personaje más citado en los 
evangelios y, sin lugar a dudas, el discípulo más importante 
y, al mismo tiempo, el más maltratado por los evangelistas.- 
Éstos, de hecho, proyectan en la figura de Simón las dificul­
tades de la comunidad cristiana para comprender la nove­
dad que trae Jesús y para vivirla con coherencia.
Si, por una parte, Simón sale hecho añicos de este trata­
miento, por otra todo creyente se puede reflejar y sentirse 
confortado por este discípulo, reconociéndose en sus entu­
siasmos y en sus debilidades.
Al tratar la figura de Simón, cada evangelista se siente 
libre de referencias históricas concretas y se sitúa en su pro­
pia línea teológica.
Por esto, mientras para los otros evangelistas, Simón está 
junto al hermano Andrés, el primer discípulo llamado por 
Jesús, éste, en elevangelio de Juan, invita a Simón a seguirlo 
solamente después de la resurrección. En este evangelio el 
maestro y el aspirante a discípulo se presentan siempre en 
una situación de fuerte conflictividad desde el primer en­
cuentro, en modo alguno fácil.
60 Galería de personajes del Evangelio
Su hermano Andrés -uno de los dos discípulos de Juan 
Bautista que fueron los primeros en encontrar y seguir a 
Jesús- fue quien le habló de éste a Simón
Acogiendo la invitación de su maestro que había señala­
do a Jesús como «el cordero de Dios» (Jn 1,36), Andrés sigue 
a Jesús y pasa todo un día con él. Después va en seguida a 
comunicar la importante noticia a su hermano: «Hemos en­
contrado al Mesías» (Jn 1,41).
El evangelio no indica ninguna reacción por parte de 
Simón, que permanece en una actitud pasiva y debe ser con­
ducido a Jesús por su hermano.
Este primer encuentro entre los dos tiene lugar en una 
atmósfera gélida. Jesús se vuelve a Simón fríamente: «Fijando 
la vista en él le dijo: -Tú eres Simón, el hijo de Juan; a ti te 
llamarán ‘Cefas’ que significa ‘Pedro’» (Jn 1,42).
Escena muda por parte de Simón.
Cuando encontraron a Jesús, Andrés y el otro discípulo 
le habían rogado: «Rabbí, ¿dónde vives?» (Jn 1,38), recono­
ciéndolo como nuevo maestro y expresando su intención de 
seguirlo.
Nada de esto se da en Simón, que permanece callado.
La expresión que Jesús le ha dirigido es un retrato que 
será la clave de lectura del comportamiento de Simón a lo 
largo de todo el evangelio.
Para Jesús, que «sabía aquello que había en el hombre» 
(Jn 2,25), Simón es «el hijo de Juan», esto es, el discípulo por 
excelencia de Juan el Bautista, del que, junto con su herma­
no Andrés, era seguidor.
Jesús añade también que Simón será llamado «Cefas» (Jn 1,42), 
palabra aramea que significa «piedra». Este sobrenombre es utili­
zado por el evangelista cuando quiere subrayar el comporta­
miento tozudo y obstinado de Simón, duro como una piedra.
Simón cabezadurci 61
Kn el evangelio de Juan, Jesús no se volverá nunca a este 
discípulo llamándolo «Pedro» y ni siquiera lo llamará Simón 
si no es después de la resurrección y siempre con el añadido 
de «hijo de Juan» (Jn 21,15.16.17).
LA ESPADA DE PEDRO
La primera vez que Simón es nombrado por el evangelis­
ta con el sobrenombre de «Pedro» tiene lugar durante la últi­
ma cena, cuando Jesús lava los pies a los discípulos.
En esta acción Jesús choca con un claro rechazo por parte de 
Simón: «Le dijo Pedro: No me lavarás las pies jamás» Qn 13,8).
Lavar los pies era una obligación de los inferiores con 
relación a sus patronos, del esclavo hacia su señor, de la 
mujer hacia su marido, de los hijos hacia sus padres y de los 
discípulos hacia su maestro.
Simón se opone, porque ha comprendido perfectamente 
el significado del gesto de Jesús, «el Maestro» (Jn 13,14) que, 
en lugar de hacerse lavar los pies por los discípulos, se hace 
siervo y le lava los pies.
Pedro ha comprendido que Jesús, lavando los pies a los 
discípulos, no está dando una lección de humildad, sino 
demostrando su verdadera grandeza que consiste en servir a 
los otros.
Simón, que ambiciona el papel de líder del grupo, recha­
za el servicio de Jesús, porque sabe que, si lo acepta, tam­
bién él deberá hacer lo mismo para con los otros discípulos 
(«Os dejo un ejemplo para que igual que yo he hecho con 
vosotros, hagáis también entre vosotros», Jn 13,15).
Pedro no permite que Jesús se abaje, porque él mismo 
no está dispuesto a abajarse y frente a la amenaza de Jesús
62 Galería de personajes del Evangelio
(«Si no dejas que te lave, no tienes nada que ver conm i­
go», Jn 13,8) juega la carta del rito purificador semejante 
al que los judíos hacían por Pascua: «Simón Pedro le dijo: 
Señor, no sólo los pies, sino tam bién las manos y la ca­
beza» (Jn 13,9). Pedro quiere transform ar la acción de 
Jesús en un rito, vaciando de significado el gesto de su 
maestro.
Pero Jesús no cede.
Para el Señor, la pureza no se consigue con un rito, sino 
por el servicio prestado a los otros.
Al término de la cena, Simón vuelve a contradecir al Se­
ñor, que le había dicho hacía poco claramente: «Adonde me 
voy no eres capaz de seguirme ahora, pero, al fin, me segui­
rás» (Jn 13,36).
Pedro, que se opone a Jesús y rechaza dejarse lavar los 
pies, porque no está dispuesto a servir a sus hermanos, no 
está en sintonía con el amor de Jesús y no puede seguirlo en 
el don total de sí mismo.
Discípulo presuntuoso que cree conocerse mejor de lo 
que lo conoce Jesús: «Señor, ¿por qué no soy capaz de se­
guirte ya ahora? Daré mi vida por ti» (Jn 13,37).
Simón no ha comprendido que Jesús no pide la vida a 
los hombres, sino que es él mismo quien la da a todos. No 
entiende que no se trata de dar la vida por Jesús, sino de 
darla con él a los hermanos.
«Replicó Jesús: -¿que vas a dar tu vida por mí? Pues sí, te 
lo aseguro: -Antes que cante el gallo me habrás negado tres 
veces» (Jn 13,38).
Que Simón no sea capaz de seguir a su maestro se ve 
claramente en el momento del prendimiento de Jesús cuan­
do, una vez más, este discípulo será nombrado con el solo 
sobrenombre de «Pedro» (Jn 18,11).
Simón cabezaclura 63
Durante la cena, Jesús había dicho a sus discípulos que 
el único distintivo de los discípulos era un amor como el 
suyo, capaz de hacerse don: «En esto conocerán todos que 
sois discípulos míos: en que os tenéis amor entre vosotros» 
(Jn 13,35).
En realidad, lo que distingue a Simón de los otros discí­
pulos es ser el único que tiene armas y el único que reaccio­
na con violencia en el prendimiento de Jesús: «Entonces, 
Simón Pedro, que llevaba un machete, lo sacó, agredió al 
siervo del sumo sacerdote y le cortó el lóbulo de la oreja 
derecha» (Jn 18,10).
Su bravuconada no es aprobada por Jesús, que le ordena 
inmediatamente: «Mete el machete en su funda» (Jn l8 ,ll).
Poco después, mientras el Señor, hecho cautivo, se enca­
ra con el sumo sacerdote, denunciando la injusticia cometida 
en contra suya, Simón se derrumba delante de un siervo: 
«¿No te he visto yo en el huerto con él?. De nuevo lo negó 
Pedro y, en seguida, cantó un gallo» (Jn 18,26-27).
Jesús había enseñado y demostrado que el servicio hace 
libres a los hombres y que, quien no lo acepta, sigue siendo 
siervo.
Pedro, que no acepta el servicio, sigue siendo un siervo 
entre los siervos: «Estaba también Pedro con ellos, allí para­
do y calentándose» (Jn 18,18).
Pedro, aparentemente libre, es, en realidad, prisionero de 
su miedo, mientras Jesús, atado, no ha perdido su libertad.
LA ESPADA DE JESÚS
La última vez que, en el evangelio de Juan, es menciona­
do Simón con el sobrenombre de «Pedro» será también la
64 Galería de personajes del Evangelio
última en la que se portará de modo opuesto a la demanda 
de Jesús.
Escribe el evangelista que «era la tercera vez que se ma­
nifestó Jesús a los discípulos después de levantarse de la 
muerte» (Jn 21,14).
Entre Jesús y Simón queda una cuenta pendiente que 
ahora el Señor quiere normalizar.
«Cuando acabaron de almorzar, le preguntó Jesús a Simón 
Pedro: -Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» (Jn 21,15).
Simón no esperaba estas palabras.
Jesús recuerda a Simón que es el «hijo de Juan»: había 
tratado de ser discípulo de Jesús, pero, por dentro, había 
seguido siendo discípulo del Bautista.
Y Jesús le pregunta si lo ama más que los otros discípu­
los.
Simón no puede responder que lo ama más que los otros, 
porque ha sido el único en negarlo.
Jesús le ha preguntado si lo «ama» y Simón Pedro, recu­
rriendo una vez más a su astucia, responde descaradamente: 
«Señor, sí, tú sabes que te quiero» (Jn 21,16).
Mientras que Jesús le ha preguntado al discípulo si tiene 
un amor capaz de hacerse don gratuito, él ha respondido 
que lo quiere, un afecto que denota amistad.
De cualquier modo, Jesús acepta la respuesta del discí­
pulo y lo invita a procurar vida a los otros: «Apacienta mis 
corderos» (Jn 21,15).
Pero Pedro no ha respondido a Jesús y el Señor vuelve a 
la

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